7

Pronuncia un sí munúsculo, apenas dicho entre sus labios como la punta del poco de un polluelo, pero resuena en mi interior como mil tambores. Los escalofríos ponen en marcha el ruido de mi tic-tac, que parece un collar de perlas que se desliza entre sus dedos. Me siento invenciblemente feliz.

—¿Ha aceptado tu ramillete de gafas torcidas? —me pregunta Mélies—. ¡Le gustas! ¡No se acepta un regalo tan patético si no se siente algo! —añade divertido.

Después de haberle cintado a Mélies todos los talles de nuestro primer encuentro improvisado, y una vez que la euforia se aplaca de nuevo, le pido que revise un poco mi reloj, porque jamás antes había sentido emociones tan intensas. Oh, Madeleine, te vas a enfurecer… Mélies recupera su gran sonrisa de bigote, y enseguida se pone a manipular suavemente mis engranajes.

—¿Te duele algo?

—No, creo que no.

—Tienes los engranajes un poco calientes, pero nada anormal, todo funciona muy bien. Venga, ahora nos vamos. Necesitamos un buen baño y un lugar donde dormir.

Tras explorar el Extraordinarium, elegimos un campamento de barracas abandonadas para pasar la noche. Y a pesar de la decrepitud de esos lugares y el hambre que nos atenaza, dormimos como bebés.

Se acerca el alba y ya he tomado una decisión: tengo que arreglármelas para conseguir trabajo en los alrededores.

En el Extraordinarium todos los puestos están ocupados. Todos salvo uno, en el tren fantasma, donde hace falta alguien para asustar a los pasajeros durante el trayecto. A fuerza de tenacidad he determinado consiguiendo una entrevista con la dueña del lugar al día siguiente por la tarde.

En espera de que las cosas mejoren, Mélies practica unos cuantos juegos de manos en la entrada con su vieja baraja de cartas trucadas. Tiene mucho éxito, sobre todo con las mujeres. Las “bellezas”, como él las llama, se amontonan alrededor de su mesa de juego y se maravillan con cada uno de sus gestos. Él les explica que está apunto de inventar una historia en movimiento, una especie de libro fotográfico que se animará. Él sí sabe cómo fascinar a las “bellezas”.

Esta mañana le he visto recoger cartones y recortar siluetas de cohetes. Creo que aun piensa en recuperar a su novia; vuelve a hablar de viajar a la luna. Su máquina de los sueños se pone de nuevo en marcha, lentamente.

Son las seis de la tarde cuando me presento ante la gran barraca de piedra del tren fantasma. Me recibe la dueña, una anciana arrugada que responde al nombre de Brigitte Heim.

Los rasgos de su rostro transmiten cierta crispación, parece que muerde un cuchillo entre los dientes. Lleva unos zapatos grandes y viejos; son sandalias de monja, ideales para aplastar sueños.

—Entonces dime, ¿cómo es que quieres trabajar en el tren fantasma, enano?

Su voz recuerda a los gritos que pudiera dar una avestruz, una avestruz de bastante mal humor. Tiene el don de provocar angustia inmediata.

—¿Qué sabes hacer para asustar?

A ultima frase de Jack el Destripador regresa a mis oídos como un eco: “Muy pronto aprenderás a asustar para existir”.

Me desabrocho la camisa y doy una vuelta con la llave para hacer sonar el cuco. La dueña me observa con el mismo desdén que el relojero parisino.

—¡No nos vamos a hacer millonarios con eso! Pero no tengo a nadie, así que me parece bien que trabajes aquí.

Me trago mi orgullo, pues me gustaría enviarla a paseo pero necesito ese maldito trabajo.

La patrona me arrastra y me enseña el recorrido del tren.

—Tengo un acuerdo con el cementerio, recupero los cráneos y los huesos de los muertos cuyas familias no pueden pagar la concesión —dice, mientras me obliga a visitar orgullosa su siniestra atracción—. Buena decoración para un tren fantasma, ¿no te parece? ¡De todos modos, si yo no me los quedara, terminarían en la basura! ¡Ja, ja, ja! —afirma con una voz a la vez seca e histérica.

Los cráneos y las telas de araña están metódicamente dispuestos para filtrar la luz de unos candelabros. En el resto del recorrido, no hay ni una sola mota de polvo, nada fuera de lugar. Me pregunto en qué vacío intersideral debe habitar esta vieja para que se pase la vida haciendo limpieza en estas catacumbas.

Me vuelvo hacia ella:

—¿Tiene usted hijos?

—¡Vaya pregunta! No, tengo un perro; estoy la mar de bien con mi perro.

Si un día llego a viejo con la suerte de tener hijos y, por qué no, también con nietos, creo que lo que me apetecerá será construir casas que se llenen de correteos, de risas y chillidos. Pero si al final no tengo nada de eso, las casas vacías y llenas de silencio no serán una opción.

—Está prohibido tocar el decorado. Si pisas un cráneo y se rompe, ¡lo pagas!

“Pagar”, su palabra favorita.

Ella quiere saber porqué de mi viaje a Granada. Le cuento rápidamente mi historia. Digamos más bien que lo intento, pues no deja de interrumpirme.

—No me creo ni tu historia del corazón mecánico ni tu historia del corazón a secas. Me pregunto quién te habrá hecho tragar tales tonterías. ¿Acaso crees que puedes hacer milagros con ese desatino? ¡Vas a caer desde muy alto tú, a pesar de ser pequeño! A la gente no le gustan las cosas demasiado diferentes, y menos aún la gente que se cree diferente. Aunque las aprecien como espectáculo, se trata solo del placer del mirón. Para ellos, ir a ver a la mujer con dos cabezas viene a ser lo mismo que asistir a un accidente. He visto a muchos hombres aplaudiéndola, pero a ninguno que se enamore de ella. Lo mismo te pasará a ti. Disfrutarán, tal vez, contemplando tus males cardíacos, pero jamás te querrán por lo que eres. ¿De verdad crees que una muchacha hermosa como la que me has descrito querrá galantear con un tipo que tiene una prótesis en lugar de corazón? Yo misma lo habría encontrado repulsivo… En fin, mientras consigas asustar a mis clientes, ¡todo el mundo contento!

La espantosa Brigitte Heim se une al pelotón de mis odiados. Pero no sabe cuán grueso es el caparazón de sueños que yo mismo me he fabricado desde pequeño. ¡Soy la tortuga más firme del mundo! Me marcho a devorar la luna como un crep fosforescente mientras pienso en Miss Acacia. Puedes pasearte cuanto quieras a mi alrededor con tu rictus de muerta viviente, pues no me arrebatarás nada.

Son las diez y da comienzo mi primera noche de trabajo. El tren está prácticamente lleno. En una media hora, entro en escena. Es el momento de ponerse a ensayar los sustos. Estoy un poco nervioso, porque me es absolutamente necesario conservar este trabajo si quiero seguir siendo el vecino oficial de la pequeña cantante.

Preparo mi corazón de modo que se transforme en un instrumento horripilante. En lo alto de la colina me entretenía metiendo todo tipo de cosas en el interior de mi reloj: piedras, papeles de periódico, pelotas, etc. Los engranajes rechinaban, el tic-tac se volvía caótico y el cuco daba la misma impresión que un buldózer en miniatura paseándose por mis pulmones. Madeleine le tenía horror a eso…

Son las diez y media. Estoy colgado de la pared del ultimo vagón, tal como un indio preparado para atacar una diligencia. Brigitte Heim me observa por el rabillo de sus ojos torvos. ¡Qué grande es mi sorpresa cuando percibo a Miss Acacia tranquilamente instalada en una vagoneta del tren fantasma! La angustia, que aumenta en una ola repentina, hace crepitar mi tic-tac.

El tren arranca, salto de vagón en vagón; he aquí mi conquista del Oeste amoroso. No puedo sino quedar bien. ¡Estoy jugándome mi destino! Rasgo mi cuerpo contra la pared de los coches, el cuco restalla como una máquina de palomitas. Pego la superficie helada de mi aguja de las horas en la espalda de los clientes, entono “Oh When the Saints” pensando en Arthur. Logro arrancar unos gritos. ¿Qué sabes hacer para asustar? Pero yo quiero salir de mi envoltorio corporal, proyectar el sol sobre los muros y que ella lo vea, que eso la haga entrar en calor y tenga ganas de abrazarme. En lugar de eso, a modo de fínale, aparezco unos pocos segundos bajo la luz blanca bombeando exageradamente el torso. Me abro la camisa, se pueden ver entonces los movimientos de los engranajes bajo mi piel a cada latido. Mi actuación es saludad por el grito de cabra una anciana y tres sucedáneos de aplausos tapados por las risas.

Observo a Miss Acacia esperando que, de un modo o de otro, le haya gustado.

Sonríe la malicia propia de una ladrona de bombones.

—¿Eso es todo?

—Ah, muy bien, no he visto nada de nada, pero parecía divertido de veras, ¡felicidades! No sabía que eras tú, pero ¡bravo!

—Gracias… Y las gafas, ¿te las has probado?

—Sí, pero están todas o torcidas o rotas…

—¡Claro, las elegí así para que te las pusieras sin miedo a estropearlas!

—¿Crees que no llevo gafas por miedo a estropearlas?

—No…

Ella tiene una risa diminuta, ligera y hermosa que ilumina su rostro.

—¡Final de trayecto, todo el mundo abajo! —grita mi siniestra jefa.

La pequeña cantante se levanta y me hace una leve seña con la mano. Sobre su sombra perfilada se alza una ondulada cabellera. Aunque me hubiera encantado hacerle ni que fuera un poquito de miedo, no me disgusto en absoluto que no haya visto a qué se parece mi corazón. Por mucho que haya soñado ser el sol de la noche, la vieja Brigitte despierta mis viejos demonios. El caparazón más firme del mundo se reblandece a veces en pleno insomnio.

Durante todo ese tiempo, Brigitte Heim se enzarza en un informe-valoración de mi número que me pasa a años luz por encima de la cabeza, pero creo que en cierto momento, ha pronunciado la palabra “pagar”.

Me apresuro a reencontrarme con Mélies para contárselo todo. Por el camino, al hundir las manos en mis bolsillos, encuentro un pedazo de papel hecho una bola.

No necesito gafas para ver que tu número funciona a la perfección. Supongo que tu agenda de citas debe de ser un mamotreto de doce volúmenes. ¿Encontrarás la página en la que escribiste mi nombre?

Le hago leer el mensaje a mi relojero-prestidigitador, mientras él practica dos números de cartomancia.

—Mmm… Ya veo… Tu Miss Acacia no funciona como las cantantes a las que yo he conocido, no es orgullosa. No se da del todo cuenta de su poder de seducción, cosa que forma parte, evidentemente, de su encanto. Por el contrario, se ha fijado en tu numero. Ahora no tienes más que jugarte el todo por el todo. Y no olvides que no se cree tan deseable como en realidad es. ¡Sírvete de eso!

Vuelo hasta su camerino y le deslizo una nota por debajo de la puerta:

A medianoche, detrás del tren fantasma, póngase gafas para no tropezarse con la luna y espéreme. Le prometo que le daré tiempo de que se las quite antes de mirarla.

¡Anda, hombre! ¡Anda! —repite Mélies en español—. Es hora de mostrarle tu corazón. —Tengo miedo de impresionarla con las agujas y todo eso. La idea de que me rechace me aterroriza… Hace mucho que empecé a soñar con este momento, ¿entiendes lo que me juego?

—Muéstrale tu verdadero corazón, acuérdate de lo que te he dicho, es el único truco de magia posible. Si ella ve tu verdadero corazón, tu reloj no la va a asustar, ¡créeme!

Mientras espero a que llegue la medianoche como si fueran a sonar las doce campanadas de Navidad, la paloma destartalada de Luna se posa en mi hombro. Esta vez no ha perdido la carta. La despliego nervioso por saber cómo está Madeleine.

Mi pequeño Jack:

Esperamos que te las estés arreglando bien y que te cuides. Debemos tener paciencia ya que la policía todavía anda buscándote.

Con cariño,

Doctora Madeleine.

Le llegada de la paloma me ha llenado de alegría, pero el contenido de la carta me ha frustrado terriblemente. Es curiosa la firma: DOCTORA Madeleine. Y además me habría imaginado que sería más charlatana. Sin duda, no habrá querido abusar de su mensajero. Les reenvío inmediatamente a ver:

Envíame cartas largas por el correo normal, puede ser que me quede un tiempo aquí Te hecho de menos. Necesito leer algo más que unas cuantas palabras atadas a la pata de una paloma. Por aquí todo va muy bien; viajo con un relojero-prestidigitador que revisa el buen funcionamiento de mi corazón. ¿Lapolicía no te deja tranquila?

¡Respóndeme pronto!

Un beso,

Jack

P.D.: Extraordinarium, calle Pablo Jardim 7, La Cartuja, Granada.

Ya es medianoche y espero en un estado de felicidad tranquila. Llevo un jersey azul eléctrico con la intención de hacer resaltar el verde de mis ojos. El tren fantasma está en silencio.

Las doce y veinte, nada. Las doce y media, aun sin Miss Acacia. La una menos veinte, mi corazón se enfría, el tic-tac disminuye.

—¡Eh!

—Estoy aquí…

Plantado en el rellano, como en equilibrio sobre el felpudo. Hasta su sombra contra la puerta es sexy. Me habría bastado conocerla para entregarme a besarla.

—¡Me he disfrazado de ti sin saberlo!

Lleva un jersey casi idéntico al mío.

—Lo siento, no he tenido tiempo de encontrar un atuendo apropiando para la cita, ¡pero ya veo que a ti te ha sucedido lo mismo!

Asiento con una sonrisa, aunque personalmente me encuentro muy sofisticado.

No puedo evitar fijarme en el movimiento untuoso de sus labios. Percibo que ella lo advierte. Los silencios entre las palabras se espacian, los ruidos producidos por mi reloj empiezan a atraer sus oídos.

—Tienes mucho éxito en el tren fantasma, todas las muchachas salieron con una sonrisa en los labios —dice ella de repente, decapitando el ángel que pasaba.

—No es buena señal, se supone que debería asustar para existir… Quiero decir, para conservar mi empleo.

—No importa si haces reír o llorar mientras produzcas una emoción ¿no?

—Esa vieja lechuza de Brigitte me ha dicho que no era bueno para la imagen del tren fantasma que la gente saliera partiéndose de risa. Me parece que voy a tener que asustar si quiero seguir trabajando en esto.

—Asustar es una manera de seducir como otra cualquiera, y en lo que concierne a la seducción, parece que tú te las arreglas muy bien.

Me dan ganas de decirle que tengo una prótesis en lugar de un corazón y que no sé nada del amor, quiero que sepa que lo que está ocurriendo es singular para mí. Sí, he seguido algunos cursos de brujería amorosa, pero tan solo con el objetivo de conseguirla a “ella”. Quisiera seducirla sin que me tomara por un seductor. Y encontrar la medida justa es delicado. De repente no puedo contenerme y le digo:

—Me gustaría que nos abrazáramos.

Silencio, nueva mueca de muñeca enfurruñada y párpados cerrados.

—Luego podremos charlar de todo eso, pero ¿podríamos abrazarnos para empezar?

Miss Acacia suelta un pequeño “de acuerdo” que apenas atraviesa sus labios. Un tierno silencio se abate sobre nuestros gestos. Se aproxima contoneante. De cerca es aún más hermosa que su sombra. Mucho más intimidatoria también. Le rezo a un dios que ni siquiera conozco para que mi reloj no arranque con su carrillón.

Nuestros brazos se funden con mucha naturalidad. Mi reloj me molesta, no me atrevo a estrechar demasiado mi pecho contra el suyo. No hay que asustarla con este corazón remendado. Pero ¿cómo no asustar a esta muchacha polluelo si te salen unas agujas puntiagudas del pulmón? El pánico mecánico se pone otra vez en marcha.

La evito por el flanco izquierdo como si tuviera un corazón de cristal. Eso complica nuestra danza, sobre todo visto la campeona mundial de tango que parece estar hecha la muchacha. El volumen de mi tic-tac aumenta. Las recomendaciones de Madeleine acuden a mi mente por flashes. ¿Y si muriera antes mismo de abrazarla? Sensación de salto al vacío, felicidad del vuelo, miedo a estrellarse.

Sus dedos languidecen detrás de mi cuello, los míos se pierden agradablemente en algún lugar por debajo de sus omoplatos. Intento soldar el sueño a la realidad, pero trabajo sin máscara. Nuestras bocas se aproximan. El tiempo se ralentiza, en los relevos más melodiosos del mundo. Se mezclan, delicada e intensamente. Su lengua transmite sabores y miles de impresiones, pero la mejor es que su lengua sabe a fresa.

La observo esconder los ojos inmensos tras sus párpados-sombrilla y me siento como si volara. Soy como un dios y Atlas es un enano miserable a mi lado; ¡un gozo gigante me inunda! El tren hace resonar sus fantasmas con cada uno de nuestros gestos. El ruido de sus talones sobre el suelo nos envuelve.

—¡Silencio! —grita una voz agria.

Nos despegamos con un sobresalto. Hemos despertado al monstruo del Lago Ness.

—¿Eres tú, enano? ¿Qué tramas a estas horas por aquí?

—Busco ideas para asustar.

—¡Busca en silencio! ¡Y no toques mis cráneos nuevos!

—Sí, sí…

Alarmada, Miss Acacia se ha acurrucado un poco más en el hueco de mis brazos. En el tiempo parece haberse detenido, y no tengo ganas de que retome su curso habitual. A tal punto que me olvido de mantener mi corazón a distancia. Se le escapa una mueca al poner su cabeza contra mi pecho.

—¿Qué hay ahí debajo? ¡Pincha!

No doy ninguna respuesta, pero me recorren los sudores fríos del farsante desenmascarado. Considero la posibilidad de mentir, de investigar, de engañar, pero hay una sinceridad tan ingenua en su pregunta que no lo consigo. Abro lentamente mi camisa, botón a botón. Aparece el reloj, el tic-tac se hace más sonoro. Espero la sentencia.

—¿Qué es esto? —susurra mientras acerca su mano izquierda.

La compasión que emana de su voz da ganas de enfermar hasta el fin de nuestros días para tenerla al lado como enfermera. El cuco repica. Ella se sobresalta. Dando una vuelta a la llave, murmuro.

—Lo siento mucho. Es mi secreto, habría querido confiártelo antes, pero tenía miedo de que te llevaras un buen susto.

Le explico que este reloj me sirve de corazón desde el día de mi nacimiento. No menciono que el amor —al igual que la cólera— me han sido vivamente desaconsejados por incompatibilidad orgánica. Ella me pregunta si mis sentimientos podrían variar en caso de sustitución del reloj, o simplemente te trata de un procedimiento mecánico. Una extraña malicia ilumina su voz, todo eso parece divertirla demasiado. Yo le respondo que la mecánica del corazón no puede funcionar sin emociones, sin aventurarme más allá, de todos modos, en este terreno pantanoso.

Sonríe como si le estuviera explicando las reglas de un juego delicioso. Nada de gritos de horror, nada de risas, hasta el momento, solo Arthur, Anna, Luna y Mélies han reaccionado sin escandalizarse ante mi reloj-corazón. Es un acto de amor muy importante para mí este modo que tiene ella de darme a entender “Llevas un cuclillo entre los huesos, ¿y qué? Simplemente, así de simple…

Pero, aun así, no dejo de precipitarme. Puede que a través de sus ojos maltrechos el reloj resulte menos repugnante.

—Es práctico este aparato. Si, como todos los hombres, te cansas, podrías intentar reemplazarte tu corazón antes de que seas tú quien me reemplace por otra.

—Nos hemos besado por primera vez hace treinta y siete minutos en el reloj de mi corazón, creo que aún nos queda un poco de tiempo de tener que pensar en todo eso. Incluso sus accesos de “Yo no me dejo torear” comienzan a tomar un cariz divertido. Acompaño a Miss Acacia hasta su casa con paso de lobo, la estrecho como un lobo, desaparece tomándome por un lobo.

Acabo de besar a la muchacha de lengua de sabor de fresa y ya nada volverá a ser como antes. Mi relojería palpita como un volcán impetuoso. Sin embargo, no me duele nada. Bueno, tal vez sí, siento una punzada en el costado. Pero me digo que tras tal embriaguez de gozo, ese es un precio muy pequeño a pagar. Esta noche, me encaramaré a la luna, me instalaré en su cruasán como si estuviera en una hamaca y no tendré ninguna necesidad de dormir para soñar.