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¡Proa hacía el Sur! Henos ahí, en marcha por las carreteras de Francia, peregrinos sobre patines en busca del sueño imposible. Menuda pareja formamos: un adulto desgarbado con bigotes de gato y un pelirrojo con el corazón de madera. Somos Don Quijotes al asalto de los paisajes del western andaluz. Luna me ha descrito el sur de España como un lugar imprevisible en el que los sueños conviven con las pesadillas, de la misma manera que conviven indios y vaqueros en el Oeste americano. Vivir para ver.

Por el camino charlamos mucho. Mélies, en cierto sentido, se ha convertido en mi doctor Love, la antítesis de Madeleine, pero también es cierto que en el fondo son parecidos en muchas cosas. Por mi parte, intento animarle en su (re)conquista amorosa.

—Quizá ella aún te quiere… Un viaje a la luna, aunque sea en un cohete de cartón, todavía podría gustarle, ¿no?

—Bah, no lo creo. Le parezco ridículo con todas mis chapuzas; estoy seguro de que terminará enamorándose de un científico o de un militar, visto cómo ha terminado todo. Incluso sumergido en la melancolía, mi relojero prestidigitador conserva una fuerza cómica muy poderosa. Su bigote torcido, que el viento agita sin cesar, contribuya a esa imagen.

Jamás me he reído tanto como en esta fabulosa cabalgata. Viajamos clandestinamente en trenes de mercancías, dormimos poco y comemos cualquier cosa. Yo, que vivo con un reloj en el corazón, ya no miro la hora. La lluvia nos ha sorprendido tantas veces que me pregunto si no habremos encogido. Pero nada puede detenernos. Y nos sentimos más vivos que nunca.

En Auxerre, nos vemos obligados a dormir en el cementerio. A la mañana siguiente, desayuno sobre lápida a modo de mesita baja. Esto es vida.

En Lyon, atravesamos el puente de la Guillotiere montados en nuestras planchas rodantes, agarrados a la parte trasera de un carruaje. Los viandantes nos aplauden como si fuéramos los primeros corredores del Tour de Francia.

En Valence, después de una noche de vagabundeo, una anciana señora que nos toma por sus nietos nos endilga el mejor pollo con patatas fritas del mundo. También nos ofrece un agradable baño de jabón que nos deja como nuevos y un vaso de limonada sin burbujas. Que grandísima vida.

Limpitos y relucientes, partimos al asalto de las pertas del Gran Sur. Orange y su policía ferroviaria, poco dispuesta a dejarnos dormir en un vagón del ganado, Perpiñán y sus primeros perfumes de España. Kilómetro a kilómetro, mi sueño se ensancha en todas sus posibilidades. ¡Miss Acacia, ya llego!

Al lado de mi Capitán Mélies, me siento invencible. Atravesamos la frontera española, arqueados sobre nuestras planchas rodantes. Un viento cálido penetra en mi interior y transforma las agujas de mi reloj en aspas de molino. Un molino que muele los granos del sueño para convertirlos en realidad. ¡Miss Acacia, ya llego!

Tras atravesar ciudades y paisajes diferentes, creo intuir que nos acercamos a Andalucía: veo un ejército de olivos que nos abre el camino, relevados por naranjos que acurrucan sus frutos en el mismo cielo. Infatigables, avanzamos. Las montañas rojas de Andalucía recortan ahora nuestro horizonte.

De repente un estruendo hace temblar el cielo y de entre las nubes un rayo ilumina nuestro camino. Lo cierto es que ha sido demasiado cerca. Mélies me hace una señal para que esconda mi chatarra; no es aún el momento de atraer a los relámpagos.

Un pájaro se nos acerca, planeando como lo haría un carroñero. El circo de rocas que nos rodea lo hace inquietante. Pero no es más que la vieja paloma mensajera de Luna, que me trae noticias de Madeleine. Me alivia verlo regresar, pues, a pesar de la excitación de la aventura, de la materialización de mis sueños, no olvido a Madeleine ni por un minuto.

La paloma se posa en medio de una minúscula nueve de polvo. Mi corazón se acelera; estoy impaciente por leer esa carta. ¡Pero no consigo atrapar es maldita paloma! El indio bigotudo que me acompaña se pone a ulular para amansarla, y termino apoderándome al fin de su cuerpo emplumado.

Vano esfuerzo, la paloma viaja sin carga. No queda sino un resto de hilo atado a su pata izquierda. Ninguna carta de Madeleine. El viento se habrá hecho con ella. Quizá en los alrededores de Valence, o en el valle de Roine, donde penetra con todas sus fuerzas antes de morir al sol.

Querida Madeleine:

Tendrás que resumirme tu primera carta en el siguiente envío, pues este asno de paloma la ha arrojado antes de hacérmela llegar.

He encontrado un relojero que cuida de mi reloj, estoy muy bien.

Te echo mucho de menos. A Anna, Luna y Arthur también.

Un beso.

Jack

Mélies me ayuda a enrollar correctamente el papel alrededor de la pata de la paloma —¡Si supiera que estoy a las puertas de Andalucía cabalgando detrás de mi amor, se enfadaría muchísimo!

—Las madres sufren por sus hijos y los protegen como pueden, ¡pero ya es hora de que abandones el nido! ¡Mira tu corazón! ¡Es mediodía! ¡Ahora es cuando hay que lanzarse! Ya has visto lo que pone en el cartel que tenemos justo enfrente: ¡“Granada”! ¡Anda, anda! —ulula Mélies en español, con un leve temor en sus palabras.

En una caza del tesoro, tan pronto como los resplandores de las monedas de oro empiezan a filtrarse por la cerradura del cofre, la emoción nos embarga y apenas osa uno abrir la tapa. Miedo a ganar.

¡Incubo este sueño desde hace tanto tiempo! Joe me lo aplastó contra el cráneo, y he tenido que recoger los pedazos. Empleé toda mi paciencia en reconstruir mentalmente aquel huevo lleno de imágenes de la pequeña cantante. Helo ahí a punto de eclosionar y la angustia me paraliza. La Alhambra nos tiende sus arabescos contra un cielo opalino. Los carros traquetean. Mi reloj traquetea. El viento se levanta, levanta el polvo, alza los vestidos de las mujeres. ¿Me atreveré a hablarle a, Miss Acacia?

Apenas hemos llegado a la vieja ciudad, comenzamos a buscarla en una sala de espectáculos. El resplandor es casi insoportable. Mélies hace la misma pregunta en todos los teatros que vamos encontrando en nuestro camino.

—Una pequeña cantante de flamenco que no ve muy bien, ¿no os suena?

Localizar un solo copo en la tormenta de nieve sería más fácil. El crepúsculo termina por apagar los ardores rojo anaranjados de la ciudad, pero no hemos tenido suerte con Miss Acacia.

—Hay muchas cantantes de ese estilo por aquí… —responde un buen hombre mientras barre la entrada del enésimo teatro.

—No, no, no, la que decimos es extraordinaria. Es muy joven, catorce o quince años, pero canta como un adulto, y se tropieza a menudo con todo lo que la rodea.

—Si es tan extraordinaria como decís, probad en el Extraordinarium.

—¿Qué es eso?

—Un viejo circo reconvertido en feria. Allí se ven espectáculos de todo tipo, caravanas de trovadores, bailarinas estrella, trenes fantasma, tiovivos de elefantes salvajes, aves cantoras, paradas de monstruos vivientes. Tienen una pequeña cantante, creo. Está en la calle Pablo Jardini número siete, en el barrio de la Cartuja, a un cuarto de hora de aquí.

—Muchas gracias, señor.

—Es un lugar curioso, tiene que gustarte. ¡Buena suerte en cualquier caso!

Mientras nos dirigimos hacia el Extraordinarium, Mélies me prodiga sus últimos consejos.

—Tienes que comportarte como un jugador de póquer. Jamás muestres tus dudas ni tu miedo. En tu mano tienes una carta maestra, es tu corazón. Crees que es una debilidad, pero si tomas la opción de asumir esa fragilidad, ese reloj-corazón te convertirá en alguien especial. ¡Lo que te hace diferente será tu arma de seducción!

—¿Mi incapacidad como arma de seducción? ¿Lo dice en serio?

—¡Pues claro! ¿Acaso a ti no te ha encandilado ella a pesar de su defecto en la vista?

—Oh, no es eso.

—No es eso, evidentemente, pero esta “diferencia” participa de su encanto. Utiliza la tuya. Es el momento.

Son las diez de la noche cuando entramos en el recinto del Extraordinarium.

Recorremos sus callejuelas, la música resuena por todas partes, varias melodías se superponen en un alegre guirigay. De los puestos se desprende un olor a fritura y de polvo. ¡Debe de tenerse siempre sed aquí!

El ensamblaje de las barracas endebles da la impresión de que puede derrumbarse al menor soplo. La casa de los pájaros cantores se parece a mi corazón, pero más grande. Hay que esperar a que suene la hora en punto para verlos salir de la esfera; es más fácil arreglar un reloj cuando no hay nada vivo adentro.

Después de haber dado vueltas durante un buen rato, descubrió un cartel que anuncia, con fotos y todo, el espectáculo de la velada.

MISS ACACIA, FLAMENCO PICANTE, 22 HORAS, EN EL ESCENARIO PEQUEÑO, DELANTE DEL TREN FANTASMA.

Reconozco inmediatamente los rasgos de su rostro. ¡Cuatro años dándole vueltas a mis sueños, y he aquí que al final del camino la realidad se impone! Me siento como un polluelo con vértigo en su primer día de vuelo. El nido mullido de la imaginación se esconde, voy a tener que lanzarme al vacío.

Las rosas de papel cosidas al vestido de la pequeña cantante dibujan el mapa del tesoro de su cuerpo. Un temblor eléctrico recorre mi cuerpo. Parece que voy a estallar de nervios; no puedo contener mi alegría a la vez que desesperación.

Nos dirigimos al lugar y nos instalamos en los asientos del público. El escenario es un simple estrado levantado al abrigo de una rulot. Y pensar que en unos instantes la veré… ¿Cuántos millones de segundos habrán huido desde el aniversario de mis diez años? ¿Cuántos millones de veces habré soñado con este momento? La euforia que se apodera de mí es tan intensa que me cuesta quedarme sentado. En mi pecho, sin embargo, el orgulloso molino de viento dispuesto a arrastrar a su paso con todo ha vuelto a convertirse en un minúsculo cuco suizo.

La gente de la primera fila se vuelve hacia mí, molestos por el ruido cada vez más escandaloso de mi reloj. Mélies les responde con su sonrisa de gato. Tres muchachas se ríen y dicen algo en español que debe parecerse a “Se ha escapado de la parada de los monstruos, ese par”. Admito que necesitaríamos un buen planchado.

De repente, las luces se apagan. Una música cobriza invade el espacio, y detrás del telón entreveo una sombra en movimiento. Una sombra familiar.

La pequeña cantante entra en escena, repiqueteando en el escenario con sus escarpines amarillos. Comienza su danza de pájaro en equilibrio sobre sus tacones. Su voz de escuálido ruiseñor suena aun mejor que en mis sueños. Quisiera tomarme el tiempo de contemplarla tranquilamente, aclimatar mi corazón a su presencia.

Miss Acacia arquea sus riñones, su boca se entreabre; diríase que un fantasma la besa en ese mismo instante. Cierra sus ojos inmensos mientras hace sonar las palmas de sus manos alzadas como castañuelas.

Durante una canción muy intima, mi corazón se acelera. Siento más vergüenza que en toda mi vida. Los ojos risueños de Mélies me ayudan a no sufrir un ataque de ansiedad. El modo en que mi pequeña cantante se pelea consigo misma resulta casi incongruente en un lugar tan vetusto. Diríase que alumbra su propia llama en la maqueta de plástico de un estadio.

Al final del espectáculo, mucha gente la solicita para intercambiar unas palabras o conseguir un autógrafo. Tengo que hacer cola como todo el mundo, aunque no pida un autógrafo, sino la luna. Ella y yo acurrucados en un cruasán.

—La puerta de su camerino está abierta, ¡y no hay nadie! —me susurra Mélies Aprovecho para colarme dentro como si fuera un vulgar ladrón.

Cierro la puerta del exiguo camerino y me tomo el tiempo de observar su cajita de maquillaje, su regimiento de frasquitos de purpurina y su ropero, que no habría disgustado a l hada Campanilla. Esta cercanía de su feminidad me incomoda pero también es agradable; la delicadeza de su perfume me embriaga. La espero, sentado en la puntita de su canapé.

Súbitamente la puerta se abre. La pequeña cantante entra con aires de huracán con faldas. Sus escarpines amarillos salen disparados. Llueven horquillas de pelo se sienta delante de su tocador. Mantengo la respiración y no muevo ni una pestaña de modo que un muerto haría más ruido que yo. Empieza a desmaquillarse, tan delicadamente como una serpiente rosa se libraría de su muda, y luego se pone un par de anteojos.

—¿Qué hace usted ahí? —dice al percibirme en el reflejo del espejo.

—Disculpe la intromisión. Desde que la escuché cantar hace ya algunos años, no he tenido más que un sueño, volver a encontrarla. He cruzado la mitad de Europa para conseguirlo. Me han aplastado huevos en la cabeza, y a punto estuve de hacerme destripar por un especialista del amor. Es cierto, soy una especie de discapacitado del gran amor, y se supone que mi corazón postizo no es capaz de aguantar el terremoto emocional que siento cuando la veo, pero, qué le voy a hacer, late por usted.

He aquí todo lo que soy capaz de decir, atropellado y confuso, pero cierto. Ahora permanezco tan callado como una orquesta de lápidas.

—¿Cómo ha podido entrar?

Está enfadada, pero la sorpresa parece atenuar su cólera. Hay un fondo de curiosidad en el modo en que vuelve a sacarse las gafas.

Mélies me lo había advertido: “Atención, es cantante, es hermosa, no debes de ser el primero al que le pasa por la cabeza. El colmo de la seducción cosiste en hacerle creer que no estás intentando seducirla”.

—Me he apoyado en su puerta, que estaba mal cerrada, y he aterrizado sobre su canapé. —¿Y le pasa a menudo eso de aterrizar así en el camerino de una muchacha que dispone a cambiarse?

—¡No, no, a menudo no!

Tengo la sensación de que cada una de las palabras que pronuncie será de gran importancia.

—¿Y dónde suele caer normalmente? ¿Directamente en la cama o bajo la ducha? —Normalmente no me caigo.

Intento recordar el curso de brujería rosa de Mélies. “Muéstrate tal como eres, hazla reír o llorar, pero fingiendo que quieres ser su amigo. Interésate por ella, y no solamente por su trasero. Deberías logarlo, ya que no te preocupas por su trasero, ¿no es cierto?”.

Sí que es cierto, pero ahora que lo he visto en movimiento, estoy hipnotizado, cosa que complica singularmente la situación.

—¿No sería usted el que hacía sonar un tic-tac de mil demonios durante el concierto? Ese ruido me resulta familiar, me parece que le reconozco.

—¿Me reconoce?

—Bueno, ¿qué quiere?

Tomo impulso y cojo todo el aire que me queda en el pecho.

—Quisiera regalarle una cosa. No se trata de flores, ni tampoco de chocolate…

—¿Y qué es, entonces?

Saco el puñado de gafas de mi bolsa, se lo ofrezco concentrándome en no temblar. Tiemblo de todos modos, el ramillete tintinea.

Ella adquiere la expresión de una muñeca enfurruñada. En ese gesto pueden esconderse igual de bien la sonrisa y el cólera; no sé a qué atenerme. El montón de gafas pesa, y me siento muy ridículo.

—¿Qué es esto?

—Un ramillete de gafas.

—No son mis flores preferidas.

De repente, entre su mentón y la comisura de sus labios, se dibuja una microscópica sonrisa.

—Gracias, pero ahora quisiera cambiarme tranquila.

Me abre la puerta, la luz de la farola la deslumbra. Interpongo mi mano entre la farola y sus ojos, su frente se crispa dulcemente. Es un instante de maravillosa turbación.

—No me pongo mis gafas. Tengo la cabeza demasiado pequeña y no me favorecen, parezco una mosca.

—Yo creo que le quedan muy bien.

La muchacha acababa de liberar cierta tensión; creo que mi comentario le ha gustado y le ha dado seguridad. El breve silencio que le sigue es dulce como una tormenta de margaritas.

—¿Podríamos volver a vernos, con o sin gafas?

—Sí.