Pasa un año en el que Joe se mantiene pegado a mí como si estuviera imantado por mis agujas, asestándome golpes en el reloj delante de todo el mundo. A veces me dan ganas de arrancarle la melena color de cuervo, pero soporto sus humillaciones sin rechistar, con una lasitud que va en aumento. Mi investigación sobre la pequeña cantante sigue sin dar frutos. Nadie se atreve a responder a mis preguntas. En la escuela, es Joe el que dicta la ley.
Hoy, en el recreo, sacó el huevo de Arturo de la manga de mi jersey. Intento reencontrar a Acacia pensando en ella con todas mis fuerzas. Me olvido de Joe, olvido incluso que estoy en esta porquería de escuela. Mientras acaricio el huevo, un hermoso sueño se desliza sobre la pantalla de mis parpados. La cascara del huevo se agrieta y aparece la pequeña cantante, con el cuerpo cubierto de plumas rojas. La sostengo entre el pulgar y el índice, tengo miedo de aplastarla y, al mismo tiempo, de que se vaya volando. Un tierno incendio se declara entre mis dedos; sus ojos se abren cuando de repente mi cráneo hace “¡crac!”.
La yema del huevo resbala sobre mis mejillas, como si mi sueño se escapara por los canales lacrimales. Joe domina la escena, con pedazos de cáscara entre sus dedos. Todo el mundo ríe. Algunos incluso aplauden.
—La próxima vez será tu corazón lo que te aplastaré en la cabeza.
En clase, a todos les divierten los pedazos de cáscaras que hay enredados entre mis cabellos. Ciertas pulsiones de venganza comienzan a reconcomerme. Las hadas de mis sueños se desvanecen. Me paso casi tanto tiempo detestando a Joe como amando a Miss Acacia.
Las humillaciones de Joe prosiguen día tras día. Me he convertido en el juguete con el que se calma los nervios a la vez que parece aplacarle la melancolía por no ver a la cantante. ¡Por mucho que rego regularmente las flores de mis recuerdos de la pequeña cantante, comienzan a estar faltas de sol!
Madeleine hace todo lo que puede por consolarme pero sigue sin quiere ni oír hablar de historias de corazón. A Arthur ya casi no le quedan recuerdos en su zurrón y cada vez canta con menos frecuencia.
La noche de mi cumpleaños, Anna y Luna vienen a darme la misma sorpresa de todos los años. Como de costumbre, se divierten perfumando a Cunnilingus, pero, en está ocasión, Luna aumenta demasiado la dosis y el pobre animal se acartona en un espasmo y cae muerto. La visión de mi compañero tendido en su jaula me llena de tristeza. Un largo “cu-cú” se escapa de mi pecho.
A modo de consolación, consigo que Luna me imparta una clase de geografía sobre Andalucía. Ah, Andalucía… ¡Si tuviera la seguridad de que Miss Acacia se encuentra allí, partiría ahora mismo!
Cuatro años han transcurrido desde mi encuentro con la pequeña cantante, y casi tras desde el comienzo de mi escolaridad. Mi búsqueda continúa siendo infructuosa, aunque no ceso en el empeño. Mis recuerdos se borran poco a poco bajo el peso del tiempo.
La víspera del último día de escuela, me acuesto con un regusto amargo. Esa noche, no conciliaré el sueño. Pienso con demasiada intensidad lo que quiero hacer al día siguiente: he decidido emprender la búsqueda de la pequeña cantante y para eso me temo que la única persona que puede ayudarme a saber donde se encuentra es Joe. Contemplo la aurora recortando las sombras al son de mi tic-tac.
Hoy es 27 de junio. Desde el patio de la escuela observo lo azulado que está el cielo; es de un azul tan intenso que uno creería estar en cualquier parte salvo en Edimburgo. Sin embargo, el buen tiempo no parece ayudarme: no he dormido en toda la noche y tengo los nervios de punta.
Voy derecho hacia Joe, con actitud decidida. Pero antes de que pueda dirigirle la palabra, me agarra por el cuello de la camisa y me levanta. Mi corazón rechina, mi cólera se desborda y el cu-cú se dispara. Joe arenga a la multitud de alumnos que nos rodea.
—Quítate la camisa y muéstranos lo que tienes en el vientre. Queremos ver el trasto que hace tic-tac.
—¡¡¡Sííí!!! —responde la multitud.
Me arranca la camisa y estampa sus uñas en mi esfera.
—¿Cómo se abre este cacharro? —inquiere.
—Hace falta una llave.
—¡Dámela, dame la llave!
—No la tengo, está en mi casa. ¡Ahora suéltame!
Hurga en la cerradura con la uña de su dedo meñique, que se encarniza. La esfera termina por ceder.
—¡Ya ves que no hacía falta llave! ¿Quién quiere acercarse a tocar el interior?
Uno tras otro, alumnos que jamás me han dirigido la palabra se suceden para mover las aguas o accionar mis engranajes sin mirarme. ¡Me hacen mucho daño!
El cu-cú se dispara y ya no se detiene. Aplauden, ríen. Todo el patio repite a coro. “Cu-cú, cu-cú, cu-cú!”.
En ese preciso instante algo extraño sucede dentro de mi cabeza. Los sueños anestesiados desde hace años, la rabia contenida, las humillaciones, todo eso se amontona tras la puerta; el dique está a punto de ceder. Ya no puedo aguantar más.
—¿Dónde está Miss Acacia?
—No he oído muy bien lo que has dicho —responde Joe retorciéndome el brazo.
—¿Dónde está? Dime dónde está. Ya sea aquí o en Andalucía, la encontraré, ¿comprendes?
Joe me tira al suelo y me inmoviliza boca abajo. Mi cu-cú se desgañita, una sensación de ardor se aferra a mi esófago, algo en mí se transforma. Violentos espasmos sacuden mi cuerpo cada tres segundos. Joe se da la vuelta triunfante.
—Y bien, ¿cómo es eso? ¿Te marchas a Andalucía? —dice Joe apretando los dientes.
—¡Sí, me marcho! Me marcho hoy mismo.
Tengo los ojos fuera de las orbitas. Me siento como una maquina podadora capaz de trocear no importa qué ni a quién.
Imitando a un perro que olisqueara una mierda, Joe acerca su nariz a mi reloj. Todo el patio estalla en una risa. ¡Es demasiado! Lo agarro por la nuca y estampo su rostro contra mis agujas. Su cráneo resuena violentamente contra la madera de mi corazón.
Los aplausos se interrumpen en seco. Le asesto un segundo golpe, más violento, luego un tercero. De repente, el tiempo parece detenerse. Me gustaría tener la fotografía de ese preciso momento. Los primeros gritos de los presentes desgarran el silencio, al tiempo que los primeros chorros de sangre salpican la ropa bien planchada de los lameculos de la primera fila. En cuanto la aguja de las horas penetra la pupila de su ojo derecho, su órbita se convierte en una fuente sangrienta. Todo el terror de Joe se concentra en su ojo izquierdo, que contempla los regueros de su propia sangre. Suelto a mi presa; Joe grita como un caniche al que le hubieran roto una pata. La sangre se escapa entre sus dedos. No experimento la menor compasión. Se instala un silencio cada vez más largo.
Mi reloj arde, apenas puedo tocarlo, Joe ya no se mueve. Tal vez esté muerto. Empiezo a asustarme. Collares de gotas de sangre brillan en el cielo. Alrededor, los alumnos están petrificados. Quizá he matado a Joe. Jamás habría creído que iba a temer por la vida de Joe.
Emprendo a la fuga, atravesando el patio con la sensación de que el mundo entero me pisa los talones. Asciendo por el pilar derecho del patio para alcanzar el techo de la escuela. La conciencia de mi acto me hiela la sangre. Mi corazón emite los mismos ruidos que cuando recibí el rayo rosa de la pequeña cantante. Desde el techo, percibo la cima de la colina que destripa la bruma. Oh, Madeleine, te vas a enfurecer.
Un enjambre de aves migratorias me sobrevuela y se instala encima de mí; parecen dispuestas sobre una estantería de nubes. ¡Quisiera colgarme de sus alas, arrancarme de la tierra; habiendo volado por encima de todo las preocupaciones mecánicas de mi corazón desaparecerían! ¡Oh, pájaros, dejadme en brazos de la andaluza, yo encontraré mi camino!
Pero los pájaros están demasiado altos para mí, como el chocolate en el estante, las botellas de alcohol de lágrimas en la bodega, o como mi seño de la pequeña cantante desde el momento en que apareció Joe. Si lo he matado, todo va a ser terriblemente complicado. Mi reloj me duele cada vez más. Madeleine, vas a tener trabajo.
Debo intentar retroceder en el tiempo. Tomo la aguja de las horas, aún tibia de sangre, y de un golpe seco, la lanzo en sentido inverso.
Mis engranajes rechinan, el dolor es insoportable. Escucho gritos, vienen del patio. Joe se cubre el ojo derecho. Estoy casi seguro de oír sus gritos de caniche lastimado.
Un profesor interfiere entre nosotros, oigo cómo los chicos me denuncian, todos los ojos escrutan el patio como radares. Presa del pánico, ruedo por el techo y salto al primer árbol que alcanzo. Me rasguño los brazos con las ramas y me estrello contra el suelo. La adrenalina me da energía para continuar; nunca había subido tan rápido la colina.
—¿Qué tal te ha ido la escuela? ¿Todo bien? —pregunta Madeleine mientras ordena las compras en el armario de la cocina.
—Sí y no —le respondo, temblando.
Levanta sus ojos y me mira, ve mi aguja de las horas torcida, y me observa fijamente con su mirada reprobatoria.
—Has vuelto a ver a la pequeña cantante ¿verdad? La última vez que viniste con el corazón en un estado tan penoso fue cuando la oíste cantar.
Madeleine me habla como si hubiera vuelto con los zapatos de domingo destrozados de tanto jugar a fútbol.
Mientras se dispone a enderezar mi aguja con la ayuda de una ganzúa, comienzo a contarle la pelea. Con tan solo recordar el episodio, mi corazón renueva sus latidos.
—¡Has hecho una tontería!
—¿Acaso puedo remontar el curso del tiempo cambiando el sentido del movimiento de mis agujas?
—No, forzarás los engranajes y te dolerá horrores. Pero no tendrá ningún efecto. No podemos volver jamás sobre nuestros actos pasados, ni siquiera con un reloj en el corazón.
Esperaba recibir una terrible reprimenda por haberle destrozado el ojo a Joe, pero Madeleine, por mucho que se esfuerza en parecer enfadada, no lo consigue. Su voz tiembla pero es más de inquietud que de cólera. Como si le pareciera menos grave destrozarle el ojo a un abusón que enamorarse.
“Oh When the Saints…” El sonido de la canción irrumpe en la sala. Parece que Arthur nos hace una visita; sin embargo no es propio de él llegar a esas horas, tan tarde.
—Hay un montón de policías que suben por la colina y diría que vienen muy resueltos —dice resoplando.
—Tengo que escapar, vienen a buscarme por lo del ojo de Joe.
Me asaltan una variedad de emociones y se forma un nudo en mi garganta. Pero a la vez la dulce perspectiva de reencontrar a la pequeña cantante se mezcla con el miedo de tener que escuchar cómo suena mi corazón contra los barrotes de una celda. Pero el conjunto se ahoga en una oleada de melancolía. Se acabaron Arthur, Anna, Luna, y sobre todo se acabó Madeleine.
Me curaré con unas cuantas miradas de tristeza a lo largo de mi vida; sin embargo, la que me dedica Madeleine en este momento seguirá siendo —junto con otra— una de las más tristes que jamás conoceré.
—Arthur, corre en busca de Anna y Luna, y procura encontrar otro carruaje. Jack tiene que abandonar la ciudad lo antes posible. Yo me quedo aquí a recibir a la policía.
Arthur se sumerge en la noche. Con su paso renqueante avanza tan veloz como puede para llegar en un santiamén al pie de la colina.
—Voy a prepararte algunas cosas. Tienes que esfumarte en menos de diez minutos.
—¿Qué les dirás?
—Que no has vuelto. Y dentro de unos cuantos días, diré que has desaparecido. Cuando haya pasado un tiempo, te declararán muerto, y Arthur me ayudará a cavar tu tumba al pie de tu árbol favorito, junto a la de Cunnilingus.
—¿A quién vais a poner en el ataúd?
—Nada de ataúdes, solo un epitafio gravado en el árbol. La policía no lo comprobará. Es la ventaja de que me consideren una bruja, a nadie se le ocurriría fisgonear en mis tumbas.
Madeleine me prepara un hatillo repleto de tarros de sus lágrimas y algo de ropa. No sé qué hacer para ayudarla. Podría pronunciar alguna frase importante, o ayudarla a doblar mi ropa interior, pero me quedo plantado como un clavo en el suelo.
Esconde el duplicado de las llaves de mi corazón en el bolsillo de mi abrigo par que pueda darme cuerda en cualquier circunstancia. Luego embute unas cuantas creps enrolladas en un papel marrón, mete más y más cosas en la maleta y esconde unos pocos libros en los bolsillos de mi pantalón.
—¡No voy a cargar con todo eso!
Intento hacerme mayor, pero lo cierto es que todo su cuidado, todas su atenciones y mimos me conmueven en lo más hondo. A modo de respuesta, me ofrece su famosa sonrisa llena de falsos contactos. En todas las situaciones, de las más divertidas a las más trágicas, Madeleine siempre prepara algo de comer.
Me siento sobre la maleta para cerrarla como es debido.
—En cuanto te instales en un lugar fijo, no te olvides de contactar con un relojero. —¡Quieres decir un doctor!
—¡No, no, eso sí que no! Nunca visites a un doctor por un problema de corazón. No entendería nada. Tendrás que encontrar un relojero para arreglarlo.
Tengo ganas de confesarle todo el amor y el reconocimiento que siento por ella, multitud de palabras vacilan en mi boca, pero se niegan a franquear el dintel de mis labios. Me quedan los brazos, así que intento transmitirle el mensaje estrechándola contra mí con todas mis fuerzas.
—¡Cuidado, si nos abrazamos demasiado fuerte, te harás daño en el reloj! —dice ella, con su voz a un tiempo dulce y rota—. Ahora tienes que irte, no quisiera que te encontraran aquí.
El abrazo se deshace, Madeleine abre la puerta y antes de salir a la calle ya siento un frío gélido.
Mientras desciendo por la clina me bebo un tarro entero de lágrimas, corro como jamás lo he hecho en mi vida por este camino que conozco tan bien. Cuando termino de beber se aligera el peso de mi bolsa, pero no el de mi corazón. Devoro los creps para que absorba un poco de líquido. Mi vientre se dilata hasta darme aspecto de mujer embarazada.
Por la otra vertiente del antiguo volcán, veo pasar a los policías. Joe y su madre están con ellos. Tiemblo de miedo y euforia.
Un carruaje nos espera al pie de Arthur’s Seat. Entre las luces de las farolas parece un pedazo más de noche.
Anna, Luna y Arthur se instalan rápidamente en su interior. El cochero, que luce bigote hasta las cejas, anima a los caballos con su voz de cascotes. Con la mejilla pegada al cristal, contemplo a Edimburgo desapareciendo entre la bruma.
Los Lochs se extienden de colina a colina, midiendo cada vez con mayor precisión la lejanía hacía la que me dirijo. Arthur ronca como una locomotora a vapor, Anna y Luna mecen su cabeza. Diríase que son gemelas. El tic-tac de mi reloj resuena en medio del silencio de la noche. Tomo conciencia de que todo este pequeño mundo que me ha visto crecer continuará sin mí.
Al amanecer, la melodía desencajada de “Oh When the Saints…” me despierta. Jamás la escuché cantada tan despacio. El carruaje se detiene.
—¡Hemos llegado! —exclama Anna.
Luna deposita sobre mis rodillas una vieja jaula para pájaros.
—Es una paloma mensajera que un cliente romántico me regaló hace unos años. Es un pájaro muy bien entrenado. Puedes escribir cartas y ponernos al corriente de tu vida. Enrolla las cartas alrededor de su pata izquierda, y ella nos hará llegar el mensaje. Nos podremos comunicar, te encontrará estés donde estés, incluso en Andalucía, ¡el país en que las mujeres te miran directamente a los ojos! Buena suerte, pequeñito —añade en español mientras me abraza con fuerza.