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El misterio que envuelve a la joven cantante me mantiene agitado, inquieto. Conservo y repaso una colección de imágenes mentales: sus largas pestañas, sus ojos, sus hoyuelos, su nariz perfecta y la ondulación de sus labios. Conservo y mimo su recuerdo como uno cuidaría una flor delicada. Y con estos recuerdos se llenan mis días.

Solo pienso en una cosa: reencontrarla. Disfrutar de nuevo de aquella sensación extraordinaria y hacerlo lo antes posible. ¿Me arriesgo a sacar cu-cus por la nariz? ¿Tendrán que repararme a menudo el corazón? ¿Y qué? Este viejo trasto me lo reparan desde que nací. ¿Corro peligro de muerte? Tal vez, pero siento que mi vida peligra si no vuelvo a verla y, a mi edad, eso me parece aun más grave.

Ahora comprendo mejor por qué la doctora ponía tanto empeño en retrasar mi encuentro con el mundo exterior. Antes de conocer el sabor de las fresas con azúcar, uno no las pide todos los días.

Algunas noches la pequeña cantante me visita en mis sueños. En la de hoy, mide dos centímetros, entra por el agujero de la cerradura de mi corazón y se sienta a horcajadas sobre la aguja de mis horas. Me mira con los ojos de una cierva elegante. Hasta dormido me impresiona. Luego empieza a lamerme suavemente la aguja de los minutos. Me siento agitado, de repente un mecanismo se pone en marcha, no estoy seguro de que se trate tan solo de mi corazón… ¡CLIC, CLOC, DONG! ¡CLIC, CLOC, DING! Maldito cu-cú.

“Love is dangerous for your tiny heart even in your dreams, so please dream softly”, me susurra Madeleine. Ahora duerme…

¡Como si fuera fácil con semejante corazón!

A la mañana siguiente me despierta el ruido molesto de unos martillazos. De pie sobre una silla, Madeleine clava un clavo encima de mi cama. Parece muy decidida, y sujeta un pedazo de pizarra entre los dientes. El ruido me resulta espantosamente desagradable, como si el clavo se hundiera directamente en mi cráneo. Luego cuelga la pizarra, sobre la que se encuentra este siniestro escrito:

Primero, no toques las agujas de tu corazón. Segundo, domina tu cólera. Tercero y más importante, no te enamores jamás de los jamases. Si no cumples estas normas las agujas del reloj de tu corazón traspasará tu piel, tus huesos se fracturarán y la mecánica del corazón se estropeará de nuevo.

El mensaje de la pizarra me aterroriza, aunque no tengo necesidad de leerlo pues ya me lo sé de memoria. Sopla un viento de amenaza entre mis engranajes.

Por frágil que sea mi reloj, la pequeña cantante te ha instalado cómodamente en él. Ha dejado sus pesadas maletas cargadas de yunques en cada rincón; sin embargo, jamás me había sentido tan ligero como desde que la conocí.

Debo hallar un medio de reencontrarla cueste lo que cueste, quiero saber cómo se llama, cuándo podré verla de nuevo… Y lo único que sé hasta ahora es que canta como los pájaros y su vista no es muy buena. Nada más.

Aprovecho cualquier ocasión para informarme. Pregunto a las parejas de jóvenes que vienen a casa para adoptar a un bebé, pero nadie parece saber nada. También pruebo suerte con Arthur, que me dice: “Sí, la oí cantar en la ciudad, pero hace bastante tiempo que no la he visto”. Quizá las muchachas estén más dispuestas a ayudarme.

Anna y Luna son dos prostitutas que nos han visitado en más de una ocasión con sus vientres hinchados. Cuando les pregunto por la joven, me responden: “No, no, no sabemos nada, no sabemos nada, no sabemos nada, ¿eh, Anne? No sabemos nada de nada… ¿Nosotras…?”, y entonces presiento que voy por el buen camino.

Anne y Luna tienen aspecto de niñas viejas. Imagino que, al fin y al cabo, eso es lo que son, un par de niñas de treinta años disfrazadas con ajustados trajes de piel falsa de leopardo. Desprenden un inconfundible aroma de hierbas provenzales, un perfume de cigarro natural que las acompaña incluso cuando no fuman. Esos cigarrillos les proporcionan una aureola brumosa y da la sensación que les cosquilleen el cerebro, pues siempre les provocan risas. Su juego favorito consiste en enseñarme palabras nuevas. Jamás me revelan su significado, pero ponen todo su empeño en que las pronuncie perfectamente. Entre todas las palabras maravillosas que me enseñan, mi preferida siempre será “cunnilingus”. Me lo imagino como un héroe de la Roma antigua, Cunnilingus. Hay que repetirlo varias veces, Cu-ni-lin-gus, Cunnilingus, Cunnilingus. ¡Qué maravillosa palabra!

Anna y Luna no se presentan nunca con las manos vacías, siempre traen un ramo de flores robado en el cementerio o la levita de algún cliente muerto durante el coito. Para mi cumpleaños me regalaron un hámster. Le puse Cunnilingus. “¡Cunnilingus, amor mío!”, canturrea siempre Luna mientras repiquetea en los barrotes de su jaula con las uñas pintadas.

Anna es una gran rosa marchita con mirada de arco iris, cuya pupila izquierda, un cuarzo instalado por Madeleine para remplazarle un ojo que le destrozó un mal pagador, cambia de color según el tiempo. Habla muy deprisa, como si el silencio la asustara. Cuando le pregunto acerca de la pequeña cantante, me dice: “¡Jamás he oído hablar de ella!”. Al pronunciar esta frase, su elocución es aún más rápida que de costumbre. Presiento que la consumen las ganas de revelarme algún secreto. Aprovecho para hacerle unas cuantas preguntas generales sobre el amor, en voz baja, pues no quiero que Madeleine sepa nada de este asunto.

—Verás, trabajo en el amor desde hace mucho tiempo. No es que haya recibido mucho, pero el simple hecho de darlo generalmente me hace feliz. No soy una buena profesional. En cuanto un cliente te vuelve regular, me enamoro y entonces ya no acepto su dinero. Entonces sigue un período en el que viene todos los días a verme, a menudo con regalos. Pero al final termina desapareciendo. Ya sé que no debería enojarme, pero no puedo evitarlo. Siempre se produce un momento patético pero agradable en el que pienso que mis sueños pueden hacerse realidad. En ese momento creo en lo imposible. —¿Lo imposible?

—No es fácil vivir con un corazón de melón cuando se tiene mi trabajo, ¿entiendes?

—Creo que sí lo entiendo.

Y luego está Luna, rubia tornasolada, versión prehistórica de Dalila, con sus gestos lentos y su risa rota, funámbula sobre tacones afiladísimos. Su pierna derecha se congeló parcialmente el día más frío de la historia. Madeleine se la remplazó por una prótesis caoba con un portaligas pirograbado. Me recuerda un poco a la pequeña cantante, pues tiene el mismo acento de ruiseñor y la misma espontaneidad.

—¿Tú no conocerás a una pequeña cantante que anda dando tumbos por todas partes? —le pregunto.

Ella pone cara de no entender y cambia de tema. Imagino que Madeleine le ha hecho prometer que no revelaría nada sobre la pequeña cantante.

Un buen día, harta de ignorar mis incesantes preguntas, me responde:

—No sé nada de la pequeña andaluza…

—¿Qué significa “andaluza”?

—No he dicho nada, no he dicho nada, mejor pregúntaselo a Anna.

—Anna no sabe nada.

Para llamar su atención, para conmoverla, pruebo con el truco del chico triste, cabizbajo, de ojos entornados.

—Por lo que veo, has aprendido rápido algunos rudimentos de la seducción —dice Anna.

—¿No se lo dirás a nadie, verdad?

—¡No, claro que no!

Empieza a susurrar, sus palabras son apenas audibles:

—Tu pequeña cantante viene de Granada, Andalucía, un lugar que está muy lejos de aquí. Hace mucho tiempo que no la escucho cantar en la ciudad. Tal vez haya vuelto a Granada, a casa de sus abuelos…

—A menos que esté en la escuela —añade Anne en un tono estridente.

—¡Gracias!

—Chist… ¡Cállate! —añade Luna en español, pues siempre habla en su lengua natal cuando se pone nerviosa.

Mi sangre hierve, me desborda una oleada de pura alegría. Mi sueño se hincha como una tarta en el horno; creo que ya está listo para sacarlo fuera. Mañana mismo bajaré la colina que lleva hasta la ciudad y buscaré esa escuela.

Pero antes tengo que convencer a Madeleine.

—¿A la escuela? ¡Pero te vas a aburrir! Tendrás que leer libros que no te gustarán; aquí, en cambio, eliges lo que quieres… Te obligarán a quedarte sentado largas horas sin moverte, y te prohibirán hablar, hacer ruido. Hasta para soñar tendrás que esperar al recreo. Te conozco, lo odiarás.

—Sí, puede ser, pero tengo curiosidad por saber que se aprende en la escuela.

—¿Estudiar?

—Sí, eso es. Quiero estudiar. Aquí, solo, no puedo.

En ese momento se produce una concurrencia de malas intenciones ocultas: la doctora Madeleine intenta retenerme y yo engañarla. Me provoca risa y cólera al mismo tiempo.

—Creo que lo mejor es que empieces a repasar lo que tienes escrito en tu pizarra, me parece que lo olvidas un poco deprisa. Y, sinceramente, temo que pueda sucederte algo malo en la ciudad.

—Pero todos los niños van a la escuela. Cuando tú estás trabajando. Me siento muy solo aquí, en lo alto de la colina. Me gustaría estar con gente de mi edad y poder descubrir el mundo, vivir aventuras…

—Descubrir el mundo en la escuela… —dice Madeleine suspirando—. De acuerdo. Si quieres ir a la escuela, no te lo voy a impedir —termina diciendo, con una expresión triste.

Hago lo posible para contener mi alegría. No sería conveniente que me pusiera a bailar con los brazos en alto.

Por fin llega el día esperado. Visto un traje negro con el que tengo aspecto de adulto, aunque solo tengo once años. Madeleine me ha aconsejado que no me quite nunca la chaqueta, ni siquiera en la clase, para que nadie descubra mi reloj.

Antes de partir, he puesto en mi cartera unos cuantos pares de gafas, todos ellos sustraídos del taller de Madeleine. Ocupan más espacio que los cuadernos. He instalado a Cunnilingus en el bolsillo izquierdo de mi camisa, justo por encina del reloj. De vez en cuando asoma la cabeza con expresión de hámster satisfecho.

—¡Procura que no muerda a nadie! —bromea a Anna y Luna mientras bajamos la colina. Arthur también me acompaña; baja cojeando y en silencio.

La escuela se encuentra en Calton Hill, un barrio muy burgués, y justo enfrente de la hermosa catedral de Saint Giles, construida sobre una vieja iglesia del siglo IX; frente a ella se encuentra la prisión de Edimburgo. La catedral de Saint Giles tiene a sus pies un mosaico de adoquines con forma de corazón sobre el que escupían los reclusos que iban a prisión. Cuentan que la costumbre de escupir al mosaico es un sigo de buena suerte.

A la entrada del colegio veo a muchas señoras con abrigos de piel. Uno diría que todas las mujeres van disfrazadas de enormes gallinas que cacarean muy fuerte. Incluso ante tanto estruendo, las risas de Anna y Luna llaman la atención y arrancan muecas reprobatorias de viejas mujeres, que observan con mirada de desprecio el paso cansino de Arthur y la giba que hincha mi pulmón izquierdo. Sus maridos, trajeados de pies a cabeza, son tipos estirados; parecen perchas andantes. En cuanto nos ven, ponen cara de indignados, parece que nuestra pequeña y extraña tribu no resulta de su agrado; sin embargo, no pierden ocasión de echar un vistazo a los generosos escotes que lucen Anna y Luna.

Me despido de mi familia con cierto temor y atravieso el inmenso portal que da paso a la escuela hasta llegar a un amplio patio que, a pesar de su extensión, resulta bastante acogedor.

Cruzo el patio mientras mis ojos escrutan los rostros de los alumnos; muchos de ellos parecen versiones de sus padres en miniatura. Se oye un murmullo de voces, los alumnos conversan alegremente hasta que de repente todos pueden oir alto y claro el tictac de mi corazón. Entonces todos me observan como si tuviera una enfermedad contagiosa. De repente, una muchacha morena se planta frente a mí, me mira a los ojos y comienza a hacer “tic, tac, tic, tac,” mientras se ríe. El patio entero repite a coro el tictac. Es una burla sonora que me produce el mismo efecto que cuando las familias vienen a elegir a sus hijos a casa y me ignoran con recelo. Incluso diría que esto es peor.

Intento ignorar la burla y me concentro en encontrar a la pequeña cantante. Observo cada rostro femenino, pero ninguno es el de la joven ¿Y si Luna se hubiera equivocado? Entramos en clase. Madeleine tenía razón. Me aburro como jamás me había aburrido en mi vida. Me parece un horror estar aquí sin la pequeña cantante… y pensar que estoy inscrito para todo el curso escolar. ¿Cómo voy a decir a Madeleine que ya no quiero estudiar en el colegio?

Durante el recreo, comienzo mi investigación preguntando si alguien conoce a la pequeña cantante llamada “Andalucía”, una joven presumiblemente miope que tropieza constantemente. Nadie parece conocerla, ni haber oído hablar de ella. Así que nadie me responde.

—¿No está en esta escuela?

No hay respuesta.

¿Le habrá ocurrido algo grave? ¿Habrá sufrido un accidente debido a su vista limitada?

En ese momento un tipo de aspecto extraño destaca entre la fila. Es mayor que los demás y es tan alto que da la impresión de que su cabeza sobrepasa los muros del patio. Ante su presencia, los alumnos bajan la mirada intimidados. El tipo detiene sus ojos en mí. Tiene una mirada dura de color azabache que me hiela. Es delgado como un árbol muerto, elegante como un espantapájaros vestido por un buen sastre, y su peinado parece hecho de alas de cuervo.

—¡Tú! ¡El nuevo! ¿Qué quieres de la pequeña cantante?

Su voz grave evoca el eco de una profunda tumba.

—Bueno, verás… Un día la vi cantar y tropezarse. Me gustaría regalarle unas gafas. Mi voz es débil y trémula. Parezco un anciano de ciento treinta años.

—¡Nadie puede osar hablar de Miss Acacia en mi presencia, ni de ella ni de sus gafas! ¡Nadie, ¿me oyes?, y mucho menos un enano como tú! ¡No menciones jamás su nombre! ¿Me has entendido, enano?

No le respondo. Se alza un murmullo: “Joe…” Cada segundo se hace más pesado. De repente, me acerca la oreja al pecho y me pregunta:

—¿Cómo haces ese extraño ruido de tic-tac?

Tampoco le respondo.

Se acerca despacio, curvando su largo armazón hasta apoyar la oreja sobre mi corazón. Mi reloj palpita. Me parece que el tiempo se detiene. Su naciente barba me pica como un alambre de espino sobre el pecho. Cunnilingus asoma el morro y olfatea la coronilla de Joe. Si se pone a orinar, la situación va a complicarse.

Súbitamente, Joe me arranca el botón de mi abrigo y descubre así las agujas que sobresalen por encima de mi camisa. La multitud de curioso emite un sonoro “Oooh…”. Me avergüenzo más que si acabara de bajarme los pantalones. Escucha mi corazón durante un buen rato, luego se endereza lentamente.

—¿Es tu corazón lo que hace tanto ruido?

—Sí.

—Estás enamorado de ella, ¿verdad?

Su voz profunda y sentenciosa me provoca escalofríos que recorren cada uno de mis huesos.

Mi cerebro quiere decir “No, no…”, pero mi corazón, como siempre, tiene una relación más directa con mis labios.

—Sí, creo que estoy enamorado de ella.

Los alumnos arrancan con un nuevo murmullo: “Oooh…”. Un reflejo de melancolía ilumina la cólera en los ojos de Joe, lo cual lo vuelve aún más espantoso. Con una sola mirada, consigue el silencio de todo el recreo. Hasta el viento parece obedecerle.

—La “pequeña cantante”, como tú la llamas, es el amor de mi vida… Y ya no está aquí. ¡No vuelvas a hablarme nunca de ella! Que no te oiga siquiera pensar en ella, o te aplastaré el reloj que te sirve de corazón contra tu cráneo. Te lo haré pedazos, ¿me oyes? ¡Te lo haré pedazos de tal modo que ya no volverás a ser capaz de amar!

Su cólera produce un temblor en sus largos dedos, incluso cuando aprieta los puños. Hace apenas unas horas, tenía a mi corazón por un navío capaz de romper las aguas de un océano enfurecido. Ya sabía que no era precisamente el más sólido del mundo, pero creía en el poder de mi entusiasmo. Ardía en una alegría tan inmensa ante la idea de reencontrar a la pequeña cantante que nada me habría podido detener. En apenas cinco minutos, Joe ha vuelto a ajustar mi reloj a la hora de la realidad, transformando mi vibrante galeón en una vieja barquichuela destartalada.

—¡Te lo destrozaré de tal modo que JAMÁS serás capaz de amar! —repite él.

—¡Cu-cú! —responde mi cáscara de nuez.

El sonido de mi propia voz se acorta, como si hubiese recibido un puñetazo en el estómago.

Me dispongo a remontar la colina y me pregunto cómo un jilguero con gafas tan encantador ha podido caer entre las garras de un buitre como Joe. Me consuelo con la idea de que tal vez mi pequeña cantante fuera a la escuela sin gafas. ¿Dónde estará ahora?

De repente, una dama de unos cuarenta años interrumpe mis inquietas ensoñaciones. Coge firmemente a Joe de la mano, a menos que no sea al revés, vista la talla del buitre. Ella se le parece, es idéntica, en versión marchita y con un culo de elefante.

—¿Eres tú el que vive en casa de la bruja de ahí arriba? ¡Sabrás que ayuda a nacer a los niños del vientre de las putas! Tú mismo debes de haber salido del vientre de alguna puta, porque la vieja, lo sabe todo el mundo, es estéril desde hace mucho tiempo.

Cuando los adultos se aplican, superan siempre un nuevo umbral de crueldad.

A pesar de mi silencio obstinado, Joe y su madre siguen insultándome durante un buen tramo del trayecto. Llego a la cima de la colina con dificultad. ¡Porquería de reloj llena de sueños! Con gusto te arrojaría al cráter de Arthur’s Seat.

Esa misma noche Madeleine se esfuerza en cantarme para que me duerma y me tranquilice, pero la cosa no funciona. Cuando me decido a hablarle a Joe, ella me replica que tal vez me haya tratado así para poder existir a ojos de los demás, que quizá no sea del todo malo. Sin duda, él también está prendado de la pequeña cantante. Las penas amorosas pueden transformar a la gente en monstruos de tristeza. Su indulgencia hacia Joe me exasperaba. Me besa en la esfera y ralentiza mi ritmo cardíaco apoyando el índice sobre los engranajes. Termino por cerrar los ojos sin sonreír.