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La doctora Madeleine recibe visitas a diario. Tiene muchos pacientes sin recursos económicos que cuando sufren dolencias, fracturas o malestares varios llaman a su puerta. La doctora Madeleine es generosa y le gusta ayudar a la gente curando sus corazones; ya se trate de ajustar un mecanismo o de sanarlo con charla y cariño, lo que más satisface a la doctora es arreglar corazones dañados.

Desde el día de mi nacimiento me siento normal con mi reloj en el corazón, sobre todo después de escuchar cómo un paciente se quejaba de la herrumbre de su columna vertebral.

—¡Es metálica! ¡Es lógico que emita sonidos así! —argumenta la doctora.

—¡Sí, pero rechina en cuanto levanto un brazo!

—Ya le he prescrito un paraguas. Es difícil de encontrar en las farmacias, ya lo sé. Por esta vez, le prestaré el mío, pero procure conseguir uno antes de nuestra próxima visita. En casa de la doctora también estoy acostumbrado a ver un desfile de jóvenes parejas bien vestidas que remontan la colina para adoptar a los hijos que no han logrado tener. El asunto se desarrolla como quien visita un piso que piensa comprar. Madeleine presenta a los niños, haciendo publicidad de sus méritos: un niño que no llora jamás, que come equilibradamente, que es muy limpio…

Espero mi turno, sentado en un sofá. Soy el modelo más pequeño, un niño portátil que incluso podrían meter en una caja de zapatos. Cuando los futuros padres adoptivos se fijan en mi, la escena que viene a continuación es siempre la misma: sonrisas más o menos forzadas, miradas compasivas y después uno de los futuros padres pregunta:

«¿De dónde viene ese tictac que se oye?».

Entonces la doctora me sienta sobre sus rodillas, me desabrocha el vestido y descubre mi vendaje. Algunos gritan, otros se reprimen pero hacen una ligera mueca y dicen:

—¡Oh, Dios mio! ¿Qué es esa cosa?

—Esta «cosa», como usted la llama, es un reloj que le permite al corazón de este niño latir con normalidad, le da vida —responde ella con sequedad.

Las parejitas no pueden ocultar el disgusto y se dirigen a la habitación de al lado para murmurar, pero el veredicto no cambia jamás:

—No, gracias. ¿Podemos ver otros niños?

—Sí, síganme, tengo dos chiquillas que nacieron la semana de Navidad —propone ella casi con regocijo.

Al principio no me daba cuenta de lo que ocurría, era demasiado pequeño, pero a medida que fui creciendo empezó a resultarme denigrante mi condición de ser el único niño que nadie quería adoptar, convirtiéndome en el perro más viejo de la perrera. Me pregunto por qué un simple reloj puede repeler de ese modo a la gente. ¡Al fin y al cabo, no es más que madera!

Hoy, tras haber sido rechazado en adopción por enésima vez, Arthur se ha acercado a mí. Arthur es un paciente habitual de la doctora, un viejo oficial de policía que se ha convertido en un pobre mendigo borracho.

Lo tiene todo arrugado, desde la gabardina hasta los párpados. Es bastante grande. Y lo sería aún más si anduviera derecho. Normalmente no habla conmigo, y a mí me gusta el modo que tenemos de no hablarnos. Hay algo tranquilizador en su modo de cruzar la cocina cojeando, con una media sonrisa mientras gesticula con la mano.

Madeleine continúa ocupada en la otra habitación, está hablando con la pareja que busca adoptar un niño.

Entonces es cuando veo que Arthur me observa y se inclina hacia mi. Su columna vertebral chirría como una vieja puerta metálica. Finalmente dice:

—¡No te preocupes, pequeño! En la vida todo viene y va, ya se sabe. Uno siempre sale adelante, aunque le cueste su tiempo. Yo perdí el empleo pocas semanas antes del día más frío de la historia, y poco después mi mujer me puso de patitas en la calle. Y pensar que había aceptado volver a la policía por ella. Yo, que soñaba con llegar a ser músico, tuve que desistir a mis aspiraciones artísticas porque no llegábamos a fin de mes. Y sirvió de muy poco.

—¿Y qué sucedió para que la policía te echara?

—Verás, resulta que el hábito no hace al monje.

Como policía pasaba más horas delante del teclado de mi harmonio que de la máquina de escribir de la comisaría entonaba las declaraciones… Y además bebía un poco de whisky, el justo y necesario para obtener un hermoso timbre de voz… Pero esa gente no entiende nada de música, ¿sabes? Al final me pidieron que me marchara. Y vaya, tuve la mala idea de contarle el porqué a mi mujer. El resto ya lo conoces… Entonces gasté el poco dinero que me quedaba bebiendo whisky. Fue lo que me salvó la vida, ya lo sabes. Me encanta el modo que tiene de decir «ya lo sabes».

Adopta un tono muy solemne para contarme que el whisky le ha «salvado la vida».

—Aquel famoso dieciséis de abril de mil ochocientos setenta y cuatro, el frío me quebró la columna vertebral: tan solo el calor del alcohol que ingiero desde esos sombríos acontecimientos impidió que me congelara del todo. Soy el único mendigo que se salvó, el resto de mis compañeros murieron de frío.

Se quita el abrigo y me pide que le mire la espalda. Me incomoda un poco, pero no me siento capaz de negarme.

—Para reparar la parte rota, la doctora Madeleine me injertó un pedazo de columna vertebral musical a la que ella misma afinó los huesos. Si me doy en la espalda con un martillo puedo tocar música. Suena muy bien, pero, por otro lado, ando como un cangrejo. Anda, toca algo si quieres —me dice alargándome su pequeño martillo.

—¡No sé tocar nada!

—Espera, espera, vamos a cantar un poco, ya verás qué bien suena.

Y se pone a cantar «Oh When the Saints» acompañándose con su osófono. Su voz reconforta como un cálido y esplendoroso fuego de chimenea en una noche de invierno. Mientras se marcha, abre una alforja repleta de huevos de gallina.

—¿Por qué cargas con todos esos huevos?

—Porque están llenos de recuerdos… Mi mujer los cocinaba de maravilla. Me basta cocer uno para tener la impresión de que vuelvo a estar con ella.

—¿Y los cocinas igual de bien?

—No, me salen cosas infames, pero eso me permite reavivar los recuerdos con mayor facilidad. Coge uno si quieres.

—No quiero que te falte ningún recuerdo.

—No te preocupes por mí, tengo demasiados. Tú todavía no lo sabes, pero algún día te alegrará mucho abrir el zurrón y encontrar un recuerdo de tu infancia.

Mientras tanto, lo que sí sé es que tan pronto como resonaron los acordes menores de «Oh When the Saints», las brumas de mis preocupaciones se disiparon durante varias horas.

A partir de mi quinto cumpleaños, la doctora dejó de mostrarme a sus clientes. Pocas cosas han sucedido desde entonces, pero lo cierto es que vivo lleno de incertidumbre, cada día me hago más preguntas, y siento que necesito obtener algunas respuestas.

Ha crecido en mí el deseo de descubrir la ciudad, lo que hay en la parte baja de la colina, y ese deseo se está convirtiendo en una obsesión. Desde aquí percibo su rugido misterioso en cuanto me subo al tejado de la casa, a solas con la noche. La luz de la luna envuelve las calles del corazón de la ciudad con una aureola azucarada que sueño con mordisquear.

Madeleine, consciente de mi curiosidad, no deja de repetirme que muy pronto llegará el día de enfrentarme a la vida en la ciudad y a sus habitantes.

—No es bueno que te entusiasmes tanto, cada latido de tu corazón es un pequeño milagro, ya lo sabes. El arreglo es frágil y debes ser cuidadoso. El sistema debería mejorar con tu crecimiento, pero tendrás que ser paciente.

—¿Cuántas vueltas de la aguja de las horas va a llevar?

—Unas cuantas… unas cuantas. Quisiera que tu corazón se fortalezca un poco más antes de soltarlo a la calle.

Debo reconocerlo, mi corazón me causa algunas preocupaciones. Es la parte más sensible de mí cuerpo.

No soporto que nadie lo toque salvo Madeleine. Es ella quien, con la ayuda de una pequeña llave, me da cuerda todas las mañanas. Si cojo frío, los ataques de tos me provocan dolor por culpa de los engranajes, que se retuercen como si fueran a atravesarme la piel. Detesto el ruido de vajilla rota que hace todo eso.

Pero mi mayor preocupación es el desajuste horario.

Cuando llega la noche, ese tictac resuena por todo mi cuerpo y me impide conciliar el sueño, lo que provoca que esté muerto de cansancio a media tarde o eufórico en plena noche. Sin embargo, no soy ni un hámster ni un vampiro, solo un insomne.

A modo de revancha, como sucede a menudo con la gente que padecemos alguna enfermedad, tengo derecho a alguna contrapartida agradable. Para calmar mí insomnio, Madeleine viene a mi habitación y me recita nanas encantadas, mientras sujeta una taza de chocolate caliente. A veces se queda en mi habitación hasta el amanecer mientras me acaricia los engranajes con la punta de sus dedos. Madeleine es muy dulce. «Love is dangerous for your tiny heart», repite de forma hipnótica. Diríase que recita las formulas de algún viejo libro de hechizos para que concilie el sueño. Me encanta escuchar como resuena su voz bajo el cielo estrellado. Sin embargo, hay veces en que el susurro «Love is dangerous for your tiny heart» me resulta inquietante y me gustaría escuchar otra cosa.

Llegó el momento: el día en que cumplo diez años, la doctora Madeleine acepta por fin llevarme a la ciudad.

Hace mucho tiempo que se lo pido… y, sin embargo, no puedo evitar que me asalte la duda. Estoy nervioso y retraso la partida hasta el último momento, ordeno mis cosas y voy de una habitación a otra.

Acompaño a la doctora hasta el sótano, donde me fijo por primera vez en una estantería llena de tarros. Algunos llevan la etiqueta «lágrimas 1850-1857», otros están llenos de «manzanas del jardín».

—¿De quién son todas esas lágrimas? —le pregunto.

—Son mías. Cuando lloro, recojo mis lágrimas en un frasco y las almaceno en este sótano para hacer cócteles.

—Pero ¿cómo es posible que produzcas tantas?

—En mi juventud, un embrión se equivocó de dirección al querer encontrar mi vientre. Encalló en una de las trompas, provocando una hemorragia interna. Aquel día me convertí en una mujer estéril. Me alegra y me satisface ayudar a dar a luz a otras mujeres, pero he llorado mucho por ello. De todos modos, estoy mucho mejor desde que llegaste tú…

Me avergüenza haberle hecho la pregunta.

—Fue un día triste, un día en que no dejaba de llorar hasta que me di cuenta de que me reconfortaba beberme mis propias lágrimas. Poco después descubrí que sabían mejor si las mezclaba con un poco de licor de manzana. Pero no hay que beber nunca cuando uno está en estado normal, en ese caso ya no se logra estar contento sin beber y se forma un círculo vicioso y uno ya no para de llorar para poder beberse las lágrimas.

—Te pasas el tiempo curando a la gente, pero ahogas tus heridas en el alcohol de tus propias lágrimas. ¿Por qué?

—No te preocupes por eso, me parece que hoy tenemos que bajar a la ciudad, hay un cumpleaños que festejar, ¿verdad? —dice ella esforzándose en sonreír.

La historia de las lágrimas de Madeleine me ha afectado mucho, y mientras descendemos por la colina estoy tan distraído pensando en ello que apenas soy consciente de que hoy es el día en que conoceré la ciudad. Sin embargo, en cuanto Edimburgo aparece ante mi vista, mis sueños y mi excitación me asaltan de nuevo.

¡Me siento como Cristóbal Colón cuando descubrió América! El laberinto enrevesado de calles me atrae como un imán. Las casas se apoyan unas sobre otras, apuntando hacia el cielo y estrechándolo. ¡Corro por las calles empinadas! Diríase que un simple soplido podría derribar la ciudad entera como quien derrumba un juego de dominó dispuesto en una larga fila. ¡Corro! ¡Los árboles se han quedado plantados en lo alto de la colina, pero la ciudad está llena de gente que emerge por todas partes! ¡Las mujeres visten hermosos trajes de colores llamativos, visten sombreros con forma de amapola y vestidos floreados! Hay muchas mujeres asomadas en los balcones y observan el colorido y vívido mercado de la plaza Saint Salisbury.

Dejo que la ciudad me engulla, hay un ruido de cascos que repiquetean contra el asfalto, y el murmullo de las voces que se entremezclan me cautiva. De repente se oye sonar la campaña de la iglesia, emitiendo un sonido que me recuerda al ruido de mi corazón, aunque este es un sonido alto y sin complejos.

—¿Es ese mi padre?

—No, no, ese no es tu padre… Es el canon de las trece horas, solo suena una vez al día —responde Madeleine sin aliento.

Atravesamos la plaza y giramos por un pequeño callejón. Se oye una música melancólica y algo maliciosa. Esa melodía me emociona, me produce sensaciones contradictorias, como cuando llueve y luce sol al mismo tiempo.

—Es un organillo hermoso, ¿verdad? —dice Madeleine—. Este instrumento funciona más o menos del mismo modo que tu corazón, sin duda por eso te gusta tanto. Es un instrumento mecánico que transmite muchas emociones desde su interior.

En ese momento, llega hasta nosotros el sonido más encantador que pueda existir y, para mi sorpresa, la cosa no termina ahí. Una muchacha minúscula con aspecto de hermoso árbol en flor se adelanta y se pone a cantar.

El sonido de su voz recuerda al canto de un ruiseñor y lo complementa con palabras. He perdido mis gafas, en realidad no me las quise poner, hacen que mi cara parezca ridícula, una cara de gallardete… con gafas.

Su larga y ondulada melena enmarca su rostro. Su nariz, perfectamente delineada, es tan diminuta que me pregunto cómo conseguirá respirar; en mi opinión, está ahí solo de adorno. Baila como un pajarillo en equilibrio sobre tacones de aguja, andamios femeninos. Sus ojos son inmensos, uno puede perderse mientras escruta su interior. Y en ellos se lee una determinación feroz. Alza la cabeza con porte altivo, como una bailaora de flamenco en miniatura. Sus pechos parecen un par de merengues tan bien cocidos que sería pecado no comérselos ahí mismo.

No me importa ver borroso cuando canto y cuando beso, prefiero tener los ojos cerrados.

Me invade una sensación de euforia. La presencia de esta joven muchacha me produce un carrusel de emociones como si fuera montado en un tiovivo. Un tiovivo que me da miedo a la vez que me atrae. El olor a algodón de azúcar y polvo me seca la garganta.

De repente, me pongo a cantar como si protagonizara un musical. La doctora me mira con aire reprobatorio, como cuando me dice: saca-ahora-mismo-tus-manos-de-mi-cocina.

Oh, mi pequeño incendio, permítame mordisquear su ropa, desmenuzarla a buenas dentelladas, escupirlas como un confeti para besarla bajo una lluvia… ¿He oído bien? ¿«Confetti»?

La mirada de Madeleine es rotunda.

No veo más que fuego, con solo unos pasos puedo perderme a lo lejos, tan lejos en mi calle, que no me atreva ya siquiera a mirar derecho a los ojos del cielo, no veo más que fuego.

—Yo lo guiaré hasta el exterior de su cabeza, yo seré su par de gafas y usted mi cerilla.

—Tengo que confesarle algo, lo escucho, pero no lograría reconocerle jamás aunque estuviera sentado entre un par de viejecitos…

—Nos frotaremos el uno contra el otro hasta chamuscamos el esqueleto, y cuando el reloj de mi corazón dé las doce en punto, arderemos, sin necesidad de abrir los ojos.

—Lo sé, soy una mente ardiente, pero cuando la música se detiene, me cuesta abrir los ojos, me enciendo como una cerilla y mis párpados queman con mil fuegos hasta romper mis gafas, sin pensar siquiera en abrir los ojos.

En el momento en que nuestras voces se funden en un solo canto, su tacón se atasca entre dos adoquines, trastabilla como una peonza al final de su carrera y cae sobre la calzada congelada. Es una caída cómica pero violenta, y la joven se ha lastimado. La sangre resbala sobre su vestido de plumas de ave. Recuerda a una gaviota herida.

Incluso hecha polvo sobre el adoquinado, la muchacha me resulta conmovedora. Con dificultad se pone unas gafas con las varillas torcidas, y tantea el suelo como si fuese una sonámbula. Su madre la coge de la mano, con más firmeza de la que usan los padres habitualmente, digamos que la retiene de la mano.

Intento decide algo, pero las palabras permanecen mudas en mi garganta. Me pregunto cómo unos ojos tan grandes y maravillosos pueden funcionar mal, hasta el punto de que la muchacha se caiga y tropiece con todo.

La doctora Madeleine y la madre de la joven intercambian unas palabras, como si fueran las dueñas de un par de perros que acabaran de pelearse.

Mi corazón sigue acelerado, me cuesta retomar el aliento. Tengo la impresión de que el reloj se hincha y va a salir expulsado por mi garganta. ¿Qué tiene esta muchacha que me provoca estos sentimientos? ¿Está hecha de chocolate? Pero ¿qué me ocurre?

Intento mirada a los ojos pero no puedo dejar de admirar su hermosa boca. No sospechaba que uno pudiera pasarse tanto tiempo observando una boca.

De repente, el cucú de mi corazón empieza a sonar muy fuerte, mucho más fuerte que cuando sufro una crisis. Siento que mis engranajes giran a toda velocidad, como si me ahogara. El carillón me revienta los tímpanos, me tapo los oídos pero el tictac resuena en el interior, haciéndose insoportable. Las agujas me rebanarán el cuello. La doctora Madeleine intenta calmarme con gestos discretos, como si intentara atrapar a un pobre canario asustado en su jaula. Tengo un calor asfixiante.

Me hubiera gustado parecer un águila real o una gaviota majestuosa, pero en lugar de eso, aparezco como un pobre canario perturbado y confundido por sus propios sobresaltos. Espero que la pequeña cantante no me haya visto. Mi tictac resuena seco, mis ojos se abren, y mi nariz se alza al cielo. La doctora Madeleine me sujeta por el cuello de mi camisa, después me agarra del brazo y mis talones se despegan ligeramente del suelo.

—¡Volvemos a casa de inmediato! ¡Asustas a todo el mundo! ¡A todo el mundo!

Parece furiosa e inquieta a la vez. Me siento avergonzado. Al mismo tiempo rememoro las imágenes de la joven muchacha que canta sin gafas y mira el sol de frente. Y entonces ocurre: me enamoro. En el interior de mi reloj es el día más caluroso de la historia.

Después de un cuarto de hora de ajustes a mi corazón y una buena sopa de fideos, recupero mi estado normal.

La doctora Madeleine tiene un gesto cansado, como cuando después de horas y horas cantando no consigue que me duerma, aunque está vez tiene un aire más concienzudo.

—Recuerda que tu corazón no es más que una prótesis, es infinitamente más frágil que un corazón normal, y me temo que siempre va a ser así. Los mecanismos de tu reloj no filtran las emociones como lo harían los tejidos de un corazón normal. Es absolutamente necesario que seas prudente. Lo que ha ocurrido en la ciudad cuando has visto a esa pequeña cantora confirma lo que me temía: el amor es demasiado peligroso para ti.

—Me encanta contemplar su boca.

—¡No digas eso!

—Su rostro es hermoso, con esa sonrisa resplandeciente que provoca que uno quiera contemplada mucho rato.

—No te das cuenta, te lo tomas como si no tuviera importancia. Pero lo que haces es jugar con fuego, un juego peligroso, sobre todo si se tiene un corazón de madera. Te duelen los engranajes cuando toses, ¿verdad?

—Sí.

—Pues bien, ese es un sufrimiento insignificante si lo comparas con el que puede originar el amor. Todo el placer y la alegría que el amor provoca puedes pagados un día con muchos sufrimientos. Y cuanto más intensamente ames, más intenso será el dolor futuro. Conocerás la angustia de los celos, de la incomprensión, la sensación de rechazo y de injusticia. Sentirás el frío hasta en tus huesos, y tu sangre formará cubitos de hielo que notarás correr bajo tu piel. La mecánica de tu corazón explotará. Yo misma te instalé este reloj, conozco perfectamente los límites de su funcionamiento. Como mucho, es posible que resista la intensidad del placer, pero no es lo bastante sólido para aguantar los pesares del amor.

Madeleine sonríe tristemente, con el rictus que siempre la acompaña, pero en esta ocasión no hay ni rastro de cólera.