Steve y Fred

—¡Son demasiados! —chilló Naomi, cuyo grito encajó a la perfección con el patinazo que dieron los neumáticos de la motocicleta.

Se habían detenido a corta distancia de los árboles, y el motor de la Buell ronroneaba entre sus piernas. Steve entornó los ojos mientras examinaba el muro exterior con detenimiento. Los zombis no eran su mayor preocupación, sino que la puerta principal de entrada al laboratorio estaba bloqueada. Un Humvee había colisionado contra una mole calcinada que, al parecer, había sido la cabina de un camión articulado. El remolque debía de haber seguido su camino en solitario y había volcado al impactar contra dos vehículos. Unos charcos brillantes como el hielo relucían allá donde el fuego había derretido algunas partes de los embellecedores de aluminio. Por ahí, no vamos a poder entrar, pensó Steve. Entonces, giró la cabeza hacia Naomi, a quien tenía detrás.

—Es hora de usar la puerta de servicio.

La neurocientífica ladeó la cabeza.

—¿La hay?

Steve no pudo evitar soltar una risita ahogada. Para ser alguien tan lista, Naomi a veces podía ser bastante estúpida. Steve se mojó un dedo con saliva y luego lo alzó de una manera un tanto teatral al viento.

—Descubrámoslo.

El laboratorio estaba completamente rodeado. Lo cual era de esperar. Debía de haber unos cuantos cientos de esos engendros que avanzaban arrastrando los pies y que parecían buscar algo a tientas con las manos a cada lado de aquel perímetro hexagonal.

—¡Yo no veo ninguna otra puerta! —gritó Naomi por encima del rugido de la moto.

—¡No buscamos una en sentido literal! —replicó Steve a pleno pulmón.

¡Ahí está! Se refería a un punto en donde los muertos vivientes se habían congregado en torno al muro. Quizá eso se debía a que había algo al otro lado de esa pared: un superviviente, un animal herido... a saber, eso no le importaba a nadie. Fuera lo que fuese era lo bastante sabroso como para atraer a un montón de apestosos en tal número que incluso habían llegado a aplastar a algunos de sus compañeros contra esos bloques de hormigón. Había sido tal la presión a la que los habían sometido que habían quedado reducidos a una masa sólida de carne necrótica comprimida, cuya leve inclinación permitía a los apestosos que todavía se movían encaramarse a ella para poder sortear el muro.

La creación de esa «rampa» debía de haber tenido lugar hace unas cuantas horas. Y la presa original ya debía de haber sido devorada hace tiempo. Solo unos pocos necrófagos daban tumbos o se arrastraban por aquella rampa compuesta de no muertos. Algunas de sus partes aún se movían: algún brazo inquieto o alguna mandíbula que se abría y cerraba. A Steve le importaban un pimiento; solo le preocupaban los que todavía eran capaces de moverse y acercarse encorvados hacia ellos. Son solo unos pocos, pensó, mientras asentía imperceptiblemente. No serán un problema.

Naomi ni se inmutó cuando Steve dirigió el morro de la motocicleta hacia la rampa. Solo se le ocurrió mirar directamente hacia el objetivo al que se dirigían cuando este aceleró.

—¿Estás...? —acertó a decir Naomi.

—Es la única manera de entrar.

—¡Estás loco! —chilló, a la vez que dejaba de agarrarse con fuerza a su cintura como si pretendiera abandonar de un salto la Buell.

De manera instintiva, Steve la agarró de la muñeca con la mano izquierda en un visto y no visto. Acto seguido, la obligó a acercarse más a él de un tirón. Tras ver en su mirada que estaba aterrorizada, esbozó su peculiar sonrisa.

—Confía en mí.

Con los ojos abiertos como platos y pálida como la tiza, Naomi se limitó a asentir y agarrarse a él con todas sus fuerzas. Entonces, Steve se volvió hacia la rampa, sin dejar de sonreír. ¡Vale, Gunny Toombs, esto va por ti!

La Buell salió disparada como una bala, y el fuerte viento que eso provocó obligó a Hansen a inclinarse. Quinientos metros... cuatrocientos... trescientos... Algunos de los zombis que se hallaban cerca de la rampa se percataron de su presencia, se volvieron y se dirigieron dando tumbos hacia ese misil que se acercaba. Doscientos metros... cien... los zombis ya se habían concentrado, agrupándose en una pequeño enjambre sin fisuras que bloqueaba la rampa. Sin inmutarse lo más mínimo, Steve sacó la M4 de su funda de cuero gastado y con la mirada todavía clavada en lo que tenía delante mordió con todas sus fuerzas la palanca de carga de su arma. Era algo que solo había intentado en una ocasión anterior, la noche en que su Harrier se estrelló en las afueras de Fallujah. Se había roto un brazo y ambas piernas por culpa del impacto, pero aquello no quebrantó su espíritu combativo, e intentó amartillar la carabina automática con los dientes. Aquella vez, lo logró, y entonces también lo iba a lograr, joder. De repente, la primera bala hizo clic de un modo reconfortante en la recámara.

No tenía tiempo de apuntar. Tendría que disparar a lo loco. ¡Crack! El ojo izquierdo del zombi más cercano desapareció, y una nube de color marrón rojizo estalló en la parte posterior de su cabeza. Steve habría hecho algún comentario sobre su buena puntería si hubiera tenido tiempo para ello. ¡Crack! ¡Crack! Al instante, cayeron dos más, como unos títeres a los que hubieran cortado los hilos. Esta vez, Steve sonrió. Aún conservo mi magia.

De ese modo, se fueron abriendo camino, pero a la velocidad cegadora a la que avanzaban, ¿iban a conseguir que el camino estuviera despejado a tiempo?

—¡Oh, Dios mío! —gritó Naomi.

Cuando solo les quedaba una distancia equivalente a media decena de motocicletas para llegar a la rampa, Steve apretó el gatillo de la M4, esparciendo una descarga completamente automática de billetes al infierno recubiertos de cobre. Dadle un besito a Satán de mi parte, pensó Steve. O a mi ex esposa, al que veáis primero.

La carabina hizo ese clic peculiar que indica que el cargador está vacío justo cuando el último zombi cayó, y, a continuación, con un fuerte estallido, ciento cuarenta y seis caballos de potencia ascendieron por la rampa de un modo atronador. Las ruedas de la Buell rasgaron esa pútrida superficie a su paso mientras Steve y Naomi se catapultaban por encima del muro.

—¡Huuurraaa! —gritó Steve, quien por solo un segundo, se imaginó de nuevo en la cabina de su avión, chillando sobre el desierto iraquí, mientras lanzaba una lluvia de fuego y muerte en nombre de la bandera americana. Sin embargo, al contrario de lo que sucedía con el avión de despegue vertical AV-8, la moto no podía cambiar de dirección cuando se encontraba en el aire.

El neumático delantero de la Buell chocó contra el asfalto del aparcamiento y patinó sobre un charco de restos humanos. El impacto los hizo saltar a ambos del sillón de cuero hecho a medida. Steve, hecho un ovillo, rodó por el suelo y acabó chocándose contra la rueda de un Prius destrozado. El conductor de aquel híbrido, que carecía de brazos y cara, lo contemplaba fijamente desde la puerta abierta del piloto. Es una pena que ese coche que iba a «salvar la tierra» no haya podido hacer lo mismo por su propietario, pensó.

Steve se puso en pie de un salto. En ese instante, pudo ver que Naomi se encontraba tirada en el suelo a varios metros de distancia. Estaba boca abajo y no se movía. Mierda. La moto yacía en el suelo apuntando en dirección totalmente contraria. No había manera de saber si ella seguía viva y si la moto seguía funcionando.

Los gemidos y el hedor lo golpearon como si fueran una sucesión de dos puñetazos rápidos. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo el primer zombi de aquella horda se acercaba desmañadamente hacia ellos. ¿Dónde coño estaba la M4? Cuando se estrellaron, se dio cuenta de que la había soltado, había oído cómo se deslizaba sobre la dura superficie del suelo. Debía de haber acabado debajo de un coche, pero ¿de cuál? Aún debía de haber varios cientos de vehículos en ese aparcamiento, lo cual quería decir que todavía debía de haber varios cientos de no muertos que habían sido sus dueños por los alrededores. Sin embargo, en ese momento no había tiempo para preocuparse de eso, ni para ponerse a buscar el arma. Los necrófagos, que eran ya unos veinte, avanzaban lentamente hacia el cuerpo inerte de Naomi.

La primera reacción de Steve fue llevarse la mano a la chaqueta para sacar la 9 milímetros que siempre llevaba. No. Se dijo a sí mismo y se detuvo. Si la M4 se había estropeado o perdido, su Glock podía ser la única arma de fuego que les quedaba. Además, pensó, mientras sus dedos se cerraban sobre la familiar empuñadura de piel de tiburón que llevaba a la espalda, no sería justo con Musashi.

¡Schhiing! La espada de ninjato de cincuenta y ocho centímetros y medio centelleó bajo el sol del mediodía, tan brillante y diáfana como el día en que Sensei Yamamoto se la regaló en Okinawa. «Su nombre es Musashi», le había explicado el anciano. «Significa Espíritu Combativo. Una vez ha sido desenvainada, su sed debe ser saciada con sangre.» Bueno, pensó, espero que valga esa mierda espesa que esos apestosos tienen en las venas.

De repente, vio reflejado en la hoja de la espada a un zombi que se acercaba amenazador. Steve se giró y le acertó limpiamente justo por debajo del cuello. El hueso y los músculos se separaron como el hielo se derrite ante el fuego mientras la cabeza, que aún lanzaba mordiscos, rodaba de manera inofensiva bajo un monovolumen calcinado.

Mantén la calma y la concentración.

Otro zombi intentó agarrar a Steve del cuello, quien logró agacharse, pasó justo por debajo del brazo derecho de ese engendro y se incorporó a sus espaldas. Al instante, otra cabeza acabó rodando por el suelo.

Respira y golpea.

La hoja de Musashi atravesó el ojo izquierdo de un tercer zombi.

Esquiva y gira.

Un cuarto perdió la parte superior de la cabeza. Steve se encontraba ya a solo unos pocos pasos de Naomi.

¡Mantén la calma y la concentración!

Un quinto apestoso acabó con el cráneo partido justo por la mitad.

—Steve... —dijo Naomi, alzando la vista, con un hilo de voz y la mirada perdida. Estaba viva.

—Ya te tengo, guapa.

Steve tiró de ella para ayudarla a ponerse en pie, al mismo tiempo que le arrancaba la oreja con el filo de Musashi a un necrófago encorvado que se había interpuesto entre ambos. Pensó en intentar buscar la M4, pero no tenían tiempo que perder. Ya habrá más allá donde vamos.

—¡Vamos! —exclamó Steve, mientras tiraba de ella para atravesar una multitud de apestosos que pretendían interponerse en su camino. Juntos fueron corriendo hasta la Buell volcada. Cuando notó el rugido de la moto entre sus piernas no se sorprendió, ¡Estaba hecha en los Estados Unidos! ¡No podía dejarle tirado! Aunque también pudo escuchar otro rugido, tenue y débil, que iba aumentando de intensidad a cada segundo. Steve ladeó la cabeza para poder contemplar ese cielo repleto de humo. Ahí estaba: su billete de salida de aquel lugar, una diminuta mota negra que destacaba frente a aquel sol carmesí.

—¿Has llamado a un taxi? —preguntó Steve, a la vez que sonreía a Naomi. Por un brevísimo instante, la hermosa cerebrito le devolvió la sonrisa.

Solo se encontraba a cien metros de las puertas dobles abiertas del laboratorio. Lo cual no representaba un gran problema. Solo eran cuatro tramos de escaleras. Steve dio unas palmaditas cariñosas a la motocicleta. No, no va iba ser un problema.

—Solo tenemos que llegar al helipuerto del... —la voz de Steve se fue apagando.

Tenía la mirada clavada en alguien... no, en algo más bien; en un necrófago que avanzaba arrastrando los pies hacia ellos desde detrás de un todoterreno destrozado. Era bajito y lento, e incluso a pie, tanto Naomi como él podrían haberle dado esquinazo. Sin embargo, Steve no tenía intención de huir. Aún no.

—Mantén el motor en marcha —dijo, y, por una vez, Naomi no le cuestionó.

A pesar de su piel putrefacta, su sangre seca y sus ojos carentes de vida y blancos como la leche, ella también reconoció a Theodor Schlozman.

—Ve —fue lo único que Naomi acertó a decir.

Steve se bajó de la moto y se acercó lentamente, casi con indeferencia, hasta el necrófago que se aproximaba.

—Eh, doctor —le dijo muy bajito, con un tono de voz tan gélido como los susurros de la muerte en el Ártico—. ¿Aún intenta salvar a la Madre Tierra de sus hijos malcriados?

Schlozman abrió la boca con suma lentitud. Mostrando así unos dientes mellados y amarillentos que sobresalían entre trozos de carne humana putrefacta.

—Uuuuuuuuuuaaaaaaaa —gruñó ásperamente el ganador en su día de un Premio Nobel, mientras intentaba agarrar del cuello a Steve con sus manos ensangrentadas.

El marine dejó que se le acercara lo suficiente como para que casi pudiera tocarlo.

—Como usted solía decir... —dijo con un sonrisa burlona— los brazos están para darse abrazos.

Entonces, blandió a Musashi como si fuera un rifle de la guardia de honor y le cercenó los dedos a Schlozman, luego las manos y, por último, los antebrazos antes de dar un salto en el aire y propinar una patada circular lateral al paleoclimatólogo en la cabeza.

Aquel cerebro que en su día había sido aclamado como el «Mayor Logro de la Evolución» salió disparado de ese cráneo hecho trizas. Aún intacto, fue dando vueltas en dirección a la Buell y aterrizó con un chapoteo en la base del neumático delantero. Gol.

El marine envainó su letal espada corta y se dirigió con parsimonia hacia Naomi.

—¿Ya hemos acabado? —inquirió.

Steve alzó la vista para observar el Blackhawk que se aproximaba. Aún quedaban unos cinco minutos para que aterrizara en el tejado. Justo a tiempo.

—Es que tenía que sacar la basura —respondió sin ni siquiera mirarla.

Aceleró y sintió cómo Naomi se aferraba de nuevo con fuerza a su cintura.

—Antes... —dijo Naomi, ladeando la cabeza hacia el lugar de donde la había rescatado— ¿me has llamado «guapa»?

Steve inclinó la cabeza con suma inocencia y pronunció la única palabra francesa que se había molestado en aprender:

Moi?

Steve aceleró y el cerebro del profesor Theodor Emile Schlozman reventó como si fuera un tomate maduro bajo aquel neumático que giraba sin cesar. Steve sonrió burlonamente mientras la moto se dirigía atronando hacia...

Fred cerró el libro. Debería haberlo dejado de leer varias páginas antes. El dolor que sentía detrás de los ojos se le había extendido hasta la frente y el cuello. Podía ignorar esa jaqueca constante casi siempre; normalmente solo era un dolor sordo. Aunque los últimos días, estaba consumiendo sus fuerzas.

Como estaba tumbado de espaldas, la piel se le pegaba al suave suelo de granito. Tenía la cabeza apoyada sobre un trapo grasiento y costroso que tiempo atrás había sido su camiseta e intentó concentrarse en el centro del techo. Por un momento, tuvo la impresión de que la lámpara que tenía encima estaba encendida. En ese instante de la tarde, la luz del sol que atravesaba la ventanita incidía en la superficie de cristal de la bombilla que hacía las veces de prisma. Decenas de chispas arco iris danzaban de un modo muy bello a través del papel de la pared de color crema. Este era su momento favorito del día con diferencia, y pensar que ni siquiera se había fijado en ese fenómeno al principio. Es lo único que echaré de menos cuando salga de aquí.

Entonces, desaparecieron, ya que el sol se había desplazado en el firmamento.

Debería haberlo pensado, debería haberlo planeado mejor. Si hubiera sabido a qué hora iba a ocurrir, podría haber leído hasta entonces. Lo más probable es que ni siquiera hubiera sufrido un dolor de cabeza tan intenso. Debería haberse puesto un reloj. ¿Por qué no llevaba reloj? Seré estúpido. En su teléfono móvil, podría consultar la hora y la fecha y... cualquier otra cosa. Pero la batería del móvil estaba descargada. ¿Cuánto hacía que no funcionaba?

Vaya forma de prepararte, gilipollas.

Fred cerró los ojos y se masajeó las sienes. Mala idea. Con el primer movimiento hacia arriba se rasgó las costras que se le habían hecho entre la piel y las uñas de los dedos que se había comido casi enteras. El dolor provocó que lanzara rápidamente un siseo. ¡Soy un puto idiota! Exhaló aire con lentitud, para intentar calmarse. Recuerda...

Abrió los ojos de par en par y recorrió las paredes con la mirada a gran velocidad. Ciento setenta y nueve, contó. Ciento setenta y ocho. Sí, seguía funcionando. Ciento setenta y siete.

Siguió contando... y contando, todas las manchas de sangre que habían dejado sus puños, toda pisada, todas las heridas de la frente fruto del pánico y la desesperación. Ciento setenta y seis.

Esto es lo que pasa cuando se te va la olla. ¡No pierdas la cabeza!

Eso siempre funcionaba, aunque siempre tenía la impresión de que cada vez le costaba un poco más. La última vez, había contado hasta cuarenta y uno. Esta vez, contó hasta treinta y nueve.

Te mereces un trago.

Levantarse le resultó muy doloroso. Le dolía la zona lumbar. Le dolían las rodillas. Le escocían un poco los muslos, las pantorrillas y los tobillos. Se le iba la cabeza. Por eso había dejado de hacer estiramientos por las mañanas. No obstante, el mareo era lo peor de todo. La primera vez, se había levantado demasiado rápido; por culpa de la caída, se hizo un moratón en la cara que todavía le dolía. Pero esta vez, creía que se había levantado con bastante lentitud. Mal pensado, imbécil. Fred se dejó caer de rodillas. Así estaba mejor. Mantuvo la cabeza ladeada hacia la derecha; ya que desde ese ángulo, ¡uno siempre miraba a la derecha! Una mano la tenía colocada sobre el borde para poder sujetarse. Y con la otra metía la botella de plástico de CocaCola en el depósito de agua del retrete. Si bien el agua solo estaba un poquito fresca, con eso bastaba para que recuperara la consciencia del todo. Necesito beber más, no solo para evitar la deshidratación, sino para evitar que se me vaya la cabeza.

Dio cuatro sorbos. No quería pasarse. Las cañerías seguían funcionando. Pero no para siempre. Sería mejor conservar el agua que había. Había que usar la cabeza. Tenía la boca seca. Intentó susurrar algo. Otra mala idea. El dolor lo invadió de inmediato; procedía de las grietas de sus labios, de las heridas que tenía en su delicado paladar, de la infección de estafilococos que le había salido en la punta de la lengua al intentar chupar, de manera inconsciente, las últimas partículas de comida que le quedaban entre los dientes. Ya ves lo bien que me ha venido, joder.

Fred agitó asqueado la cabeza de lado a lado. No estaba pensando con claridad. Se había dejado los ojos abiertos y, entonces, cometió el peor error del día. Miró a la izquierda y clavó la mirada en el espejo que llegaba hasta el suelo.

Un triste y patético alfeñique le devolvió la mirada. Tenía la piel muy pálida, el pelo enmarañado y los ojos hundidos e inyectados en sangre. Estaba desnudo. El uniforme de conserje ya no le quedaba bien. Su cuerpo se estaba alimentando de sus propias grasas.

Pringao. Ya no tenía músculos, solo grasa.

Marica. Una piel muy velluda pendía en michelines desinflados repletos de manchas.

¡Puto patético de mierda!

Tras él, en la pared opuesta, se encontraban las otras marcas que había hecho. El Día Dos, había dejado de intentar ensanchar esa ventanita de treinta por treinta centímetros con uñas y dientes, literalmente. El Día Cuatro, había cagado sólido por última vez. El Día Cinco, había dejado de gritar pidiendo ayuda. El Día Ocho, había intentado comerse su cinturón de cuero porque había visto a algunos peregrinos hacerlo en una película. Era un cinturón muy grueso, un regalo de cumpleaños de...

No, no sigas por ahí.

El Día Trece, los vómitos y la diarrea cesaron. ¿De qué coño estaba hecho ese cuero? El Día Diecisiete, llegó a estar tan débil que ya ni siquiera se podía masturbar. Todos los días, lloraba y rogaba sin cesar, haciendo pactos mudos con Dios y gimoteando mientras llamaba a...

No.

Cuando el día llegaba a su fin, se acurrucaba en posición fetal para dormir porque no disponía de espacio para poder estirarse.

¡No pienses en ella!

Pero lo hacía, claro está. Pensaba en ella todos los días. Pensaba en ella a cada minuto. Hablaba con ella en sueños y en esa tierra de nadie que existe entre los sueños y la realidad.

Ella estaba bien. Tenía que estarlo. Sabía cuidar de sí misma. Todavía seguía cuidando de él, ¿no? Por eso Fred seguía viviendo en casa. Porque la necesitaba, y no al revés. Ella estaría bien. Claro que sí.

A pesar de que intentó no pensar en ella, acabó haciéndolo, como siempre, y, como era de esperar, le vinieron a la cabeza el resto de pensamientos habituales.

¡Qué inútil eres! ¡No hiciste caso a las advertencias! ¡No te fuiste cuando aún podías!

¡Qué inútil eres! ¡Has acabado atrapado en esta diminuta habitación y ni siquiera dispones del baño entero, sino solo de este espacio del tamaño de un armario, donde bebes del puñetero cagadero!

¡Qué inútil eres! ¡Ni siquiera has tenido los santos cojones de romper el espejo y hacer lo que deberías haber hecho de manera honrosa! Y ahora como logren entrar, ¡ni siquiera tendrás fuerzas para hacer algo, joder!

¡Qué inútil eres! ¡Qué inútil eres!

—¡Qué inútil eres!

Eso último lo había dicho en voz alta. Joder.

De repente, oyó un fuerte golpe en la puerta y se acurrucó en la esquina más lejana. Había más de esas cosas; podía escuchar sus gemidos reverberando por todo el pasillo. Eran similares a los que procedían de abajo, de la calle. La última vez que se subió a la taza a echar un vistazo, parecían conformar todo un océano. Nueve pisos más abajo, se desplazaban como una masa sólida revuelta, que se extendía hasta más allá de donde alcanzaba la vista. A esas alturas, todo el hotel todos los pisos, todas las habitaciones debían de estar completamente infestados. La primera semana, escuchó el ruido de unos pies arrastrándose por el techo que tenía sobre él. La primera noche, escuchó gritos.

Al menos, eran incapaces de entender cómo se abría una puerta corredera. En eso había tenido suerte: si hubiera sido una de esas puertas que se abren hacia fuera o dentro en vez de cerrarse lateralmente; si la madera hubiera sido hueca en vez de sólida; si hubieran sido lo bastante listos como para dar con la manera de abrirla; si la entrada hubiera estado en la parte de atrás del baño exterior, en vez de a un lado...

Cuanto más empujaban los del dormitorio, más aplastaban inútilmente contra el muro de atrás a los que estaban en el baño. Si hubieran empujado en orden, con todo su peso sumado, con todos los que eran...

Estaba a salvo. No podían entrar, daba igual cuanto arañaran, forcejearan o gimieran... y gemían lo suyo. El papel higiénico con el que se había tapado los oídos ya no cumplía su misión como antes. El papel se le había pegado a los laterales de los canales auditivos porque tenía demasiada cera en los oídos. Si hubiera guardado un poco más en vez de intentar comérselo.

Quizá esto sea para bien, se consoló una vez más. Así oiré llegar al helicóptero cuando venga a rescatarme.

Así era mucho mejor. Cuando los gemidos resultaban ya insoportables, Fred cogía el libro; otra razón más por la que había tenido mucha suerte al haberse encerrado en ese sitio al que había entrado corriendo. Cuando saliera, iba a tener que localizar a su dueño por habérselo olvidado junto al retrete. «¡Gracias a él, me mantuve cuerdo, tío!», le diría. Bueno, quizá no se lo dijera así. Había ensayado un centenar de discursos más elocuentes cuando menos, que soltaba mientras comían un par de raciones de comida congelada, o lo que es más probable un par de RCI[3]. Así era como las habían llamado en la página 238: «Raciones de Consumo Inmediato». ¿De verdad calientan las raciones con calentadores químicos sin que ni siquiera haga falta sacarlas del paquete? Tendría que volver a leer esa parte. Aunque eso lo haría al día siguiente. La página 361 era su favorita; de la 361 a la 379.

Estaba oscureciendo. Esta vez, pararía antes de que la cabeza le doliera demasiado. Entonces, quizá tomara unos sorbitos de agua y luego se dormiría temprano. Fred pasó las hojas con el pulgar hasta dar con esa página tan manoseada.