Los llamábamos submuertos, y para nosotros no eran más que una mera broma. Son muy lentos, torpes y estúpidos. Tan estúpidos que nunca los habíamos considerado una amenaza. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Habían existido junto a nosotros, o más bien por debajo de nosotros, como un incendio nunca apagado del todo cuyas llamas cobran fuerza de vez en cuando, desde que los primeros humanoides bajaron de los árboles. Fanum Cocidi, Fiskurhofn, todos conocemos esas historias. Uno de los nuestros incluso llegó a afirmar que había estado presente en Castra Regina, aunque la mayoría le considerábamos un fanfarrón. A lo largo de las eras, hemos sido testigos de sus torpes brotes y rebrotes y de las respuestas igualmente torpes de la humanidad ante sus estallidos. Nunca habían sido una seria amenaza, ni para nosotros ni para los diurnos que devoraban. Siempre habían sido una broma. Así que estallé en carcajadas cuando me enteré de que se había producido un pequeño brote en Kampong Raja. Recuerdo que Laila me comentó algo al respecto, hace diez años, en una cálida y serena noche.
—No es la primera vez. Me refiero a este año —me dijo, con un tono de voz teñido de una moderada fascinación, como si estuviera hablando de algún otro fenómeno natural muy extraño—. Algunos han comentado que ha pasado lo mismo en Tailandia y Camboya, y que quizá se haya extendido hasta Burma.
Una vez más, me eché a reír y a lo mejor hice algún comentario despectivo sobre los humanos, probablemente me pregunté cuánto tardarían en limpiar ese estropicio. No volví a pensar en ello hasta unos cuantos meses después. El tema seguía comentándose entre susurros. Recuerdo que estábamos atendiendo a Anson, una visita de Australia que había venido para hacer «deporte», así era como lo llamaba él, para tener una oportunidad de «degustar los sabores locales». Anson nos tenía fascinados a ambos, ya que era alto y apuesto y muy, pero que muy joven. No recordaba ninguna época anterior a los chismes electrónicos para hablar y a las máquinas de metal voladoras. Sus ojos brillaban con una envidiable energía y despreocupación.
—Han llegado a Australia —afirmó con una emoción infantil mientras nos encontrábamos en el balcón ante los fuegos artificiales del Hari Merdeka que estallaban sobre las Torres Petronas—. ¿No es asombroso? —se preguntó, y ambos pensamos que se refería a los fuegos—. Al principio, creía que podían nadar, y así es, pero no nadan de una manera normal... es más como si anduvieran bamboleándose bajo el agua. Pero no fue así como llegaron a Queensland. Tengo entendido que llegaron en una patera ilegal o algo así. Por lo que sé, fue un asunto muy feo que se tapó como se pudo. ¡Ojalá hubiera tenido la oportunidad de ver a alguno! Nunca los he visto, ya me entendéis, «en carne y hueso».
—¡Vayamos a verlos esta noche! —exclamó Laila de repente.
Pude apreciar que se le había contagiado el entusiasmo de nuestro invitado. Recuerdo que repliqué algo acerca de que tendríamos que recorrer una gran distancia antes de que despuntara el alba, pero entonces Laila me interrumpió:
—No, no hace falta ir hasta ahí. ¡Esta noche, podemos verlos aquí mismo! Tengo entendido que ha estallado un nuevo brote a solo unas horas de aquí, cerca de Jerantut. Quizá tengamos que caminar entre la maleza durante un buen rato, pero eso también forma parte de la diversión, ¿no?
Tengo que admitir que me pudo la curiosidad. Tantos meses de rumores y toda una vida oyendo esas historias habían hecho mella en mí. Les confesé, tal y como ahora me confieso a mí mismo, que, de hecho, quería ver a uno de aquellos submuertos en «carne y hueso».
Cuando eres uno de los nuestros resulta fácil olvidar lo rápido que puede avanzar el resto del mundo. Muchas extensiones de jungla han desaparecido en lo que para mí solo ha sido un mero parpadeo y han sido sustituidas por autopistas, por urbanizaciones repletas de construcciones idénticas y por kilómetros de plantaciones de palmeras. En eso consiste «el progreso», «el desarrollo». Parece que fue anoche cuando Laila y yo salíamos a cazar por las violentas calles sin iluminar de esa nueva ciudad minera llamada Kuala Lumpur. Y pensar que en su día la había seguido desde Singapur porque nuestro hogar anterior se había vuelto demasiado «civilizado». Y, en ese momento, íbamos montados en un Lexus LSA que recorría a toda velocidad un río de asfalto y luz artificial.
No esperábamos encontrarnos con un control de carretera, y la policía tampoco esperaba encontrarse con nosotros. No nos preguntaron adónde íbamos, ni siquiera comprobaron nuestros carnets, ni siquiera nos indicaron que íbamos tres personas en un automóvil de solo dos asientos cuando eso era ilegal. Uno de los agentes nos indicó con una seña que nos marcháramos; con una mano cubierta por un guante blanco nos señaló el camino por donde habíamos venido, mientras la otra la tenía apoyada temblorosamente sobre la solapa de su pistolera. Nunca olvidaré su olor, o el olor del otro policía que se encontraba a sus espaldas, o del pelotón de soldados que se hallaba detrás de ambos. No había olido tanto miedo concentrado desde los incidentes racistas de 1969. (Oh, aquellos sí que fueron tiempos gloriosos.) Pude apreciar, por el gesto de su rostro, que Laila se moría de ganas de volver a ese control de carretera en cuanto concluyera nuestra aventura. Debió de ver esa misma ansiedad en mí ya que, mientras me clavaba un dedo en las costillas juguetonamente, me susurró:
—Cuidado. No es recomendable conducir borracho.
Varios minutos después, tras abandonar la autopista y regresar al lugar desplazándonos por entre las copas de los árboles, detectamos otro olor. Era una mezcla de aroma a terror y carne putrefacta que tuvo un impacto tremendo sobre nuestro olfato. Un segundo después, escuchamos un tiroteo lejano que nos sobresaltó.
Aquel barrio había sido construido sobre todo para los trabajadores de la plantación. Varias hileras de casitas muy bien cuidadas ocupaban aquellas calles anchas y recién pavimentadas. Alcanzamos a ver varias tiendas y cafeterías, así como un par de escuelas de primaria y una enorme iglesia católica, de las que por entonces tanto abundaban en nuestro país gracias a los trabajadores filipinos. Desde lo alto de la aguja de aquella iglesia, que era el punto más elevado de aquel asentamiento prefabricado, me limité a contemplar embobado la carnicería que estaba teniendo lugar allá abajo. Lo primero que me llamó la atención fueron las llamas, luego las manchas de sangre, después las marcas de que algo había sido arrastrado y, por último, los agujeros de bala que podían apreciarse en diversas casas; en muchas de ellas, daba la impresión de que una turbamulta enfurecida había hecho añicos sus puertas y ventanas. Lo último en lo que me fijé fue en los cuerpos, tal vez porque ya estaban bastante fríos. La mayoría se encontraban despedazados y no eran más que un amasijo de miembros; además, los torsos yacían entre órganos sueltos y trozos de carne amorfos. No obstante, algunos cadáveres permanecían razonablemente intactos. Entonces, me di cuenta de que todos ellos tenían unos agujeritos redondos justo en el centro de sus cabezas. En cuando estiré el brazo para señalarle lo que acababa de ver a Laila, me di cuenta de que tanto ella como Anson ya habían abandonado el tejado. Supuse que se habían ido al escuchar los disparos.
Por un momento, me sumí en mis recuerdos y me dejé llevar por la nostalgia gracias al banquete sensorial que aquella masacre humana me proporcionaba. Creí estar en la década de los cincuenta, merodeando por la jungla en busca de presas humanas. Laila y yo todavía hablábamos con cariño de «La Emergencia», de cómo seguíamos los rastros de olor tanto de los insurgentes comunistas como de los comandos de la Commonwealth, de cómo atacábamos desde las sombras mientras las armas (y los intestinos) de nuestras presas se vaciaban por culpa del pánico, de cómo sorbíamos con glotonería las suculentas últimas gotas de sus corazones, que latían frenéticamente. Durante décadas, lamentaríamos que la «La Emergencia» no hubiera durado más.
He oído en alguna ocasión que cuantos más recuerdos uno acumula en su cerebro, menos espacio queda para el pensamiento consciente. No puedo hablar por los demás, pero, a mi edad, tengo atrapados en mi viejo cráneo tantos recuerdos que equivalen a varias vidas enteras, que sufro lapsus ocasionales de «concentración». Mientras experimentaba uno de esos lapsus, mientras me hallaba perdido en el pasado reciente y me relamía los labios de un modo inconsciente, descendí de mi privilegiada posición desde donde podía observarlo todo, doblé la esquina de la iglesia y entonces prácticamente me choqué con uno de ellos. Se trataba de un hombre, o lo había sido hasta hacía poco. La parte derecha de su cuerpo seguía siendo normal y se movía con cierta agilidad, pero la parte izquierda se encontraba severamente calcinada. Un fluido viscoso y oscuro rezumaba de sus numerosas heridas aún humeantes. Tenía el brazo izquierdo seccionado limpiamente por debajo del codo, como si una máquina se lo hubiera cortado, aunque era más probable que se lo hubieran cortado con uno de esos grandes machetes que los trabajadores utilizaban para segar la cosecha. Arrastraba ligeramente la pierna izquierda, dejando así un surco no muy profundo en el suelo. En cuanto hizo ademán de abalanzarse sobre mí, retrocedí instintivamente y me agaché dispuesto a propinarle un golpe letal.
En aquel momento, sucedió algo inesperado. Ese hombre, ese engendro, pasó lentamente junto a mí andando de manera torpe y desgarbada. No se dio la vuelta. Ni siquiera estableció contacto visual conmigo con el único ojo bueno que le quedaba. Agité una mano delante de su cara y nada. Me coloqué junto a él y seguí el ritmo de sus pasos durante unos segundos y nada. Incluso me puse justo frente de él. Pero no solo esa bestia silenciosa se negó a detenerse, sino que me embistió sin ni siquiera alzar los brazos. Al golpearme contra la acera, solté una inesperada carcajada al mismo tiempo que aquella abominación submuerta me pisaba y pasaba por encima de mí ¡sin darse cuenta!
Luego, me percaté de que había sido bastante necio al esperar una reacción distinta por parte de aquel ser. ¿Por qué tendría que haberme reconocido? ¿Acaso era comida para él? ¿Acaso estaba «vivo» según la acepción humana del término? Esas criaturas únicamente cumplían con su imperativo biológico, y ese imperativo los impulsaba a buscar únicamente seres «vivos». Para su mente enferma y primitiva, yo era prácticamente invisible, un obstáculo que debía ser ignorado y, como mucho, evitado. Durante un segundo, solo pude maravillarme de lo absurda que era la situación en que me hallaba y me reí entre dientes, como un niño, mientras esa obscenidad patética arrastraba su mutilado cadáver en descomposición lejos de mí. Me puse en pie, eché hacia atrás el brazo derecho y lo golpeé con fuerza. Volví a soltar una risita ahogada en cuanto la cabeza se le separó de los hombros con suma facilidad y rebotó con fuerza contra la casa de enfrente para acabar deteniéndose a mis pies. Su único ojo funcional seguía moviéndose, seguía buscando y, de un modo bastante ridículo, seguía ignorándome. Esa fue la primera vez que me encontré cara a cara con lo que los humanos diurnos suelen llamar «zombi».
A los meses siguientes se les podría haber llamado «las noches de negación». Seguíamos ocupados con nuestras cosas, como siempre, mientras intentábamos ignorar esa amenaza que iba creciendo con paso firme a nuestro alrededor. Hablábamos y pensábamos poco sobre los submuertos y ni siquiera nos molestábamos en mantenernos al tanto de lo que ocurría. Se oían muchas historias, contadas tanto por humanos como por miembros de nuestra especie, acerca de que los submuertos se estaban alzando en todos los continentes. Esas historias se iban extendiendo de una manera incesante, pero la mayoría eran muy aburridas. En realidad, daba la impresión de que siempre estábamos aburridos, aunque ese es el precio a pagar por la inmortalidad. «Sí, sí, ya me han contado lo de París, ¿qué me quieres decir con esto?» «Claro que me he enterado de lo que ha pasado en ciudad de México, ¿y quién no?» «Oh, no me jodas, ¿otra vez vamos a hablar de Moscú?» Durante tres años permanecimos con los ojos cerrados, mientras la crisis se agudizaba y los humanos continuaban muriendo o se transformaban en zombis.
Y al cuarto año «las noches de negación» se convirtieron en lo que irónicamente llamamos «las noches de gloria». Eso ocurrió cuando el mundo entero reconoció el estallido de la plaga, cuando los gobiernos comenzaron a revelar formalmente a sus pueblos cuál era la verdadera naturaleza de esa crisis. Fue entonces cuando las estructuras globales se empezaron a desmoronar, cuando las redes de comunicación nacional se cerraron y las fronteras nacionales cayeron, cuando estallaron pequeñas guerras y grandes revueltas asolaron todo el mundo. Fue entonces cuando nuestra raza entró en una fase de éxtasis desenfrenado con ánimo festivo.
Durante décadas, nos habíamos quejado de que los diurnos se encontraban demasiado interconectados unos con otros, lo cual nos hacía sentir bastante oprimidos. Las líneas ferroviarias y la electricidad habían supuesto una presión adicional para nosotros, que somos criaturas rapaces, ¡por no hablar del telégrafo y del maldito teléfono! Sin embargo, recientemente, con el auge tanto del terrorismo como de las telecomunicaciones, daba la impresión de que realmente todas las paredes tenían oídos. Cuando tuvimos que abandonar Singapur, Laila y yo habíamos estado considerando últimamente la posibilidad de mudarnos a la península malaya. Nos habíamos planteado ir a Sarawak o quizá incluso a Sumatra, a cualquier sitio donde las luces del conocimiento no hubieran acabado con los oscuros rincones de nuestra libertad. Entonces, sin embargo, nuestro éxodo parecía innecesario, puesto que, por fortuna, esas luces empezaban a menguar.
Por primera vez en muchos años, podíamos cazar sin ningún temor a toparnos con móviles o cámaras de seguridad. Podíamos cazar en manada e incluso entretenernos con nuestra comida mientras esta se resistía.
—Prácticamente, había olvidado qué aspecto tiene la noche en toda su pureza —me había espetado Laila una vez que salimos a cazar durante un apagón—. Oh, el caos es un aderezo tan delicioso.
En esas noches, todavía nos sentíamos muy agradecidos a los submuertos por las liberadoras distracciones que habían traído consigo.
Recuerdo una noche particularmente memorable, en la que Laila y yo estábamos escalando los balcones del hotel Coronade. Debajo de nosotros, en la calle Sultan Ismail, las tropas del gobierno disparaban ráfagas de balas trazadoras contra una horda de cadáveres que se aproximaba. Resultaba fascinante ver cómo tanto poderío militar concentrado trituraba, machacaba y pulverizaba a los submuertos, aunque sin poder erradicarlos del todo. En cierto momento, nos vimos obligados a saltar hacia la parte plana del tejado del centro comercial Sungei Wang Plaza (lo cual era toda una hazaña), cuando la onda expansiva de un ataque aéreo provocó que estallaran las ventanas del hotel y se desatara una lluvia de cristales. Fue una decisión tomada sin pensar, ya que el tejado del centro comercial se encontraba abarrotado por cientos de refugiados. Supuse, por las latas y recipientes de comida abiertos y las botellas de agua vacías, que aquellos pobres desgraciados debían de llevar cierto tiempo atrapados allí. Olían a agotamiento y suciedad, y a un intenso miedo muy cautivador.
Recuerdo poco más, salvo alguna que otra imagen violenta de modo fugaz y las espaldas de las presas que huían. Sin embargo, sí me acuerdo de una niña en particular. Debía de ser de campo ya que por aquel entonces gente, mucha gente, procedente de allí acudía en masa a las ciudades. ¿Acaso sus padres fueron a la ciudad creyendo que hallarían refugio? ¿Tenía todavía padres? Su olor carecía de toda impureza típica de los moradores de las urbes modernas, no había ingerido hormonas ni sustancias tóxicas, ni siquiera olía al hedor que la polución dejaba en las personas por acumulación. Me regodeé en su deleitable pureza y, más tarde, me maldije a mí mismo por recrearme con ella demasiado al dejarme llevar por la emoción. La niña saltó al vacío sin titubear, sin ni siquiera lanzar un gritito. Observé cómo caía directamente sobre esa horda que gimoteaba y se retorcía sin parar.
Los submuertos reaccionaron como si fueran una máquina, como si se tratara de un mecanismo lento y pausado cuyo único propósito era transformar a una niña humana, que no cesaba de chillar, en una masa de carne irreconocible. Recuerdo cómo su pecho se desplomó al expirar su último aliento, mientras mantenía sus ojos clavados en mí con su última chispa de consciencia, antes de que su brillo se apagara entre un mar de manos y dientes.
Cuando era joven, había escuchado a un anciano de Occidente rememorar la caída del Imperio romano occidental y me rechinaron los dientes de envidia cuando compartió sus experiencias sobre el fin de ese imperio.
—Media civilización acabó siendo pasto de las llamas —afirmó jactancioso—, medio continente se sumió en un milenio de anarquía—Yo salivaba, literalmente, cuando me contaba aquellas historias de cacerías por los territorios sin ley de Europa—. Experimentamos una sensación de libertad que vosotros, los asiáticos, nunca habéis experimentado, ¡y que me temo que nunca experimentaréis!
Hace menos de una década, aquella predicción parecía muy acertada. En aquellos momentos sonaba tan vacía y hueca como nuestra estructura social que se desmoronaba.
No estoy muy seguro de cuándo el éxtasis dio paso a la ansiedad. Me resultaría difícil precisar el momento exacto. En mi caso, esa transición se produjo por culpa de Nguyen, un viejo amigo de Singapur, que había recibido una educación exquisita y era inteligente por naturaleza; además, era de ascendencia vietnamita y había pasado en París tiempo más que suficiente como para convertirse en un estudioso del existencialismo francés. Quizá esto explique por qué nunca sucumbió al ansia caprichosa de buscar el placer tan típico de nuestra raza. Quizá eso también explique por qué fue, hasta donde yo sé, el primero en dar la voz de alarma.
Habíamos quedado en Penang. Laila y yo nos vimos obligados a abandonar Kuala Lumpur, ya que se había desatado un incendio a plena luz del día que se encontraba totalmente descontrolado y que amenazaba con llevarse por delante toda la manzana. Varios de los nuestros habían perecido hacía muy poco tiempo de esa manera. Hasta entonces, no habíamos sido plenamente conscientes de lo cómoda que se había vuelto nuestra vida, pues si bien era cierto que teníamos muchas limitaciones, también era cierto que era una existencia extremadamente cómoda. La mayoría de nosotros habíamos abandonado tiempo atrás la estrategia de construirnos nidos fortificados, ya que habían acabado en el mismo lugar que las antorchas y las horquillas de los granjeros. La mayoría vivíamos haciéndonos pasar por diurnos, en cómodos y, en algunos casos, opulentos palacios urbanos.
Anson había vivido en uno de esos palacios, una reluciente torre que se alzaba sobre el puerto de Sidney. Al igual que el resto de nuestro mundo, su ciudad había degenerado mucho hasta transformarse en un manicomio por culpa de los submuertos. Del mismo modo que el resto de los miembros de nuestra raza, su apetito había sucumbido ante la tentación del éxtasis que conllevaban esas bacanales sangrientas. Por lo que teníamos entendido, se había retirado una mañana a su alto alcázar, justo cuando el gobierno australiano acababa de dar permiso al ejército para utilizar la fuerza. Nadie está muy seguro de cómo se derrumbó su edificio. Aunque hemos escuchado diversas teorías al respecto: desde que fue alcanzado por algún proyectil de artillería perdido, a que cayó por culpa de unas cargas de demolición que se detonaron en las profundidades del subsuelo de las calles de la ciudad. Esperábamos que el pobre Anson hubiera quedado atomizado en la explosión, o si no, que el sol matutino lo hubiera inmolado rápidamente. No queríamos imaginárnoslo atrapado bajo miles de toneladas de escombros, mientras unos diminutos rayos de luz lo torturaban y su fuerza vital lo abandonaba poco a poco.
Nguyen estuvo a punto de sufrir un destino similar. Pero tuvo el buen juicio de huir de Singapur la noche anterior a que los diurnos lanzaran su ofensiva. Aquella noche, había podido observar desde el estrecho de Johor cómo ardía lo que había sido su hogar desde hacía más de tres siglos. También hizo gala de un gran sentido común al sortear Kuala Lumpur, la cual se hallaba sumida en el caos, y de abrirse camino hacia la nueva «zona de seguridad» que los diurnos habían establecido en Penang, donde millones de refugiados ocuparon en masa varios cientos de kilómetros cuadrados de esa zona costera urbanizada. Varias decenas de los nuestros aprovechamos la ocasión para mudarnos con los humanos con cuentagotas, algunos venían de lugares tan remotos como Dhaka. Nos las habíamos ingeniado para «adquirir» varios domicilios, con buenas medidas de seguridad que impedían el acceso de gente indeseada y que vigilábamos para que no hubiera ocupas en el futuro, tras deshacernos de sus previos dueños humanos. Si bien nuestras nuevas casas carecían de grandes comodidades, la seguridad de la que disfrutábamos compensaba con creces toda incomodidad. Al menos, eso era lo que nos decíamos a nosotros mismos mientras la situación se deterioraba y las masas de submuertos se iban acercando sin prisa pero sin pausa a Penang. Yo me encontraba en uno de esos domicilios, tras haber pasado la noche cazando en los campos de refugiados cercanos, cuando Nguyen expresó por primera vez su preocupación.
—He estado haciendo cálculos —aseveró con cierta ansiedad—, y mis conclusiones son... perturbadoras.
Al principio, no supe de qué estaba hablando. Las generaciones más antiguas tienen un sistema de relaciones sociales bastante deplorable. Cuanto más se refugian en sus recuerdos, más difícil les resulta comunicarse con el resto del mundo.
—El hambre, la enfermedad, los suicidios, los asesinatos entre especies, las bajas en combate y, por supuesto, el contagio submuerto están acabando con ellos—aseveró. Aunque mi expresión de desconcierto debía de ser muy obvia, ya que Nguyen añadió—. ¡Con los humanos! —me espetó de manera impaciente entre siseos—. ¡Los estamos perdiendo! Esa escoria encorvada los está exterminando poco a poco.
—Siempre intentan hacer lo mismo, y los humanos siempre acaban con ellos. —Laila rió.
Nguyen negó con la cabeza, furioso.
—¡Esta vez no! No en este mundo cada vez más pequeño en que vivimos. Hay... había... ¡más humanos que nunca! Hay... había... ¡redes de transporte y rutas comerciales que mantenían a esos humanos más unidos que nunca! ¡Por eso la plaga se ha extendido tanto y tan rápido! Los humanos han creado un mundo repleto de contradicciones históricas. Han ido difuminando las distancias físicas al mismo tiempo que erigían otras de índole social y emocional —entonces, suspiró enfadado al contemplar nuestros inexpresivos rostros—. Cuanto más se han extendido los humanos por todo el planeta, más han optado por refugiarse en sí mismos. Mientras este mundo cada vez más pequeño daba lugar a un nuevo nivel de prosperidad material, ellos han utilizado esa prosperidad para aislarse unos de otros. Por eso, cuando la plaga comenzó a extenderse, no hubo una llamada global a las armas, ¡ni siquiera a nivel nacional! Por eso los gobiernos operaban hasta cierto punto en secreto y en vano, ¡mientras sus pueblos seguían ensimismados con sus propias y patéticas preocupaciones! ¡El diurno medio no fue capaz de darse cuenta de lo que estaba pasando hasta que fue demasiado tarde! ¡Y ya casi es demasiado tarde! ¡He hecho los cálculos! El homo sapiens se encuentra muy cerca de un punto de no retorno. ¡Pronto, habrá más submuertos que humanos vivos!
—¿Y eso qué más da? —nunca podré olvidar esas palabras, o la forma casual y molesta con la que Laila las susurró—. ¿Y qué más da que haya unos pocos menos diurnos? Como has señalado antes, si son demasiado egoístas y estúpidos como para detener a los submuertos e impedir que los sigan cazando, ¿por qué coño deberíamos preocuparnos?
En ese instante, dio la sensación de que Nguyen acababa de ver al sol alzarse en los ojos de Laila.
—No lo entiendes —replicó con un tono de voz áspero—. No has entendido las consecuencias —entonces, se detuvo por un segundo, retrocedió unos cuantos pasos y rebuscó por la habitación como si hubiera dejado caer las palabras adecuadas en algún lugar sobre aquella alfombra—. No estamos hablando de que vaya a ver unos pocos menos diurnos, ¡sino que no va a quedar ninguno! ¡Ninguno! —gritó.
Todos los que estábamos en la habitación nos volvimos en dirección a Nguyen, aunque su mirada abrasadora y acusadora se clavó directamente en la de Laila.
—¡Los sapiens están luchando por su supervivencia! ¡Y están perdiendo! —A continuación, extendió los brazos de una manera muy teatral y trazó en el aire un semicírculo vacío—. Y cuando el último de ellos haya desaparecido, ¿¡¿¡de qué diablos nos vamos a alimentar tú, o yo, o cualquiera de nuestra raza!?!? —El silencio fue la única respuesta que obtuvo Nguyen, quien recorrió rápidamente con la mirada el grupo allí reunido—. ¿Acaso a ninguno de vosotros se le ha ocurrido pensar más allá de la comida de esta noche? ¡¿¿¡Acaso ninguno de vosotros comprende lo que implica que exista otro organismo que compite con nosotros por nuestra única fuente de comida!??!
En ese momento, me atreví a darle una tímida respuesta, algo del tipo «pero los... los submuertos tendrán que parar en algún momento. Tienen que saber...».
—¡No, no saben nada! —me interrumpió Nguyen—. ¡Y lo sabes! ¡sabes perfectamente en qué nos diferenciamos nosotros de ellos! ¡Nosotros cazamos a los humanos! ¡Ellos consumen a la humanidad! ¡Nosotros somos depredadores! ¡Ellos, una plaga! Los depredadores son conscientes de que no deben cazar en demasía, ¡ni reproducirse en exceso! ¡Siempre hemos sabido que solo debíamos dejar un huevo en el nido! ¡Sabemos que nuestra supervivencia depende de que mantengamos el equilibrio entre cazadores y presas! ¡Una enfermedad no es consciente de eso! ¡Una enfermedad se extiende y extiende hasta que infecta a todo su anfitrión! ¡Y si la muerte de ese anfitrión supone su propia muerte, le da igual! ¡Una enfermedad no sabe contenerse ni se plantea el futuro! ¡No alcanza a comprender las consecuencias que tendrán a largo plazo sus actos, y lo mismo les sucede a los submuertos! ¡Pero nosotros sí podemos hacerlo! ¡Y no lo hemos hecho! ¡Incluso hemos celebrado que los extingan! Durante los últimos años, ¡hemos estado danzando despreocupadamente en medio de un desfile que nos llevará a nuestra propia extinción!
Pude apreciar que Laila se estaba alterando. Tenía la mirada clavada en Nguyen, cual depredador, mientras sus finos labios se curvaban para dejar a la vista sus colmillos.
—Habrá más diurnos —dijo con un tono de voz muy suave, casi un siseo—, ¡siempre habrá más!
A partir de entonces, ese fue el mantra que más repetíamos. Pasamos del tradicional: «Los humanos siempre han sido capaces de derrotar a los submuertos», al pragmático: «Sí, el sistema global socioeconómico humano actual tal vez desaparezca pero no los humanos», o al jocoso: «Mientras los humanos sigan fornicando desenfrenadamente, siempre habrá más». Desde los que se mostraban más displicentes a los que se mostraban más beligerantes, muchos de los nuestros se aferraban desesperadamente al mismo argumento de «siempre habrá más». Esta nueva fase de nuestra existencia solo podría definirse como tremendamente desesperada. Mientras los submuertos continuaban multiplicándose, mientras arrasaban una fortaleza humana tras otra, el argumento de «siempre habrá más» se volvía más insistente, más dogmático y más desesperado.
Aun así, no fueron los discípulos del «habrá más» los que perturbaron profundamente mi sueño durante el día, sino aquellos que pensaban como yo, que empezaron a compartir el razonamiento de Nguyen e «hicieron los cálculos» por sí solos. En efecto, la humanidad estaba alcanzando un punto de no retorno a nivel colectivo. Los submuertos habían iniciado una reacción en cadena, tal y como nuestro juicioso vietnamita había predicho. Todas las noches, sus cadáveres se amontonaban en pilas cada vez más altas en las calles, los hospitales y los campos de refugiados improvisados de Penang. La malnutrición, las enfermedades, los suicidios y los asesinatos se sucedían, y eso que los submuertos todavía no habían alcanzado nuestra zona.
Sabíamos que no «siempre habría más», que eso era imposible, pero, entonces, ¿qué se podía hacer? Qué hacer... esa cuestión sonaba al principio tan extraña. Apenas era capaz de planteármela a mí mismo y mucho menos a otros. En aquel momento que nos enfrentábamos a una amenaza apocalíptica, ¿acaso no era lógico que tratáramos de impedir que esa amenaza se hiciera realidad? Claro que sí... para cualquiera salvo para una raza de parásitos pasivos.
Éramos como pulgas que observaban al perro que las acogía mientras este luchaba por seguir vivo, sin detenerse a pensar por un momento que podían hacer algo para ayudarlo. Siempre habíamos desdeñado a los diurnos, a los que considerábamos una «raza inferior». Aun así, esa raza, que se enfrentaba a diario con sus propias debilidades y su propia mortalidad, había decidido coger al destino por el cuello. Mientras nosotros nos escondíamos entre las sombras, ellos habían estudiado, sudado la gota gorda y cambiado la faz de su mundo. Sí, era su mundo, no el nuestro. Nunca sentimos ninguna necesidad de reclamar una participación en nuestra civilización «anfitriona», ni ninguna necesidad de contribuir, por el averno, ni de luchar por ella de ningún modo. Mientras las grandes metamorfosis sociales (las guerras, las migraciones y las revoluciones épicas) desfilaban ante nuestros ojos, nosotros solo ansiábamos sangre, seguridad y librarnos del tedio. Y cuando el curso de la historia amenazaba con empujarnos hacia el abismo, nos encontrábamos encadenados de pies y manos por una parálisis casi de índole genética.
Estas revelaciones surgen, naturalmente, de cavilaciones que he realizado a posteriori. No obstante, mis reflexiones no eran tan lúcidas mientras merodeaba por mi coto de caza esa noche en el lago Temenggor. La barricada humana situada en la autopista 4 era el último dique con el que contaban para frenar la imparable marea de submuertos. Ahí solo quedaba una guarnición del ejército que había erigido algunas fortificaciones improvisadas y que había optado por no destruir el puente. Aún no debían de haber renunciado a la idea de que serían capaces de reconquistar la ribera opuesta. La isla central fue designada como zona de «cuarentena», lo cual provocó que esa antigua reserva natural acabara repleta de «retenidos». Los nuestros descubrieron que era el sitio ideal para acechar a algún refugiado incauto que se había alejado demasiado de los demás. Esa noche se tiñó de sangre por culpa de la glotonería. Yo ya me había alimentado de dos refugiados antes de purgarme y buscar a un tercero. Tales actos no se habían dado entre los nuestros, pero entonces se convirtieron en algo habitual. Tal vez el nuestro era un caso de supercompensación mal enfocada, quizá intentábamos satisfacer así una necesidad inconsciente de querer ejercer el control sobre la situación. Aunque todavía no estoy seguro de cuáles eran los verdaderos motivos que nos impulsaban a actuar así. Desde una perspectiva racional y emocional, puedo afirmar que en mis cacerías ya no había ni el más mínimo atisbo de diversión. En ese momento, mis víctimas solo provocaban en mí ira, ira y un desprecio irracional. Mis matanzas se volvieron innecesariamente crueles y dolorosas. Me sorprendí a mí mismo mutilando los cuerpos de todas mis víctimas, e incluso mofándome de ellas instantes antes de proceder a matarlas.
Una vez me excedí tanto que acabé lisiando al objetivo, al propinarle un golpe en la cabeza; no obstante, mi presa aún permaneció lo bastante consciente como para escuchar mis palabras.
—¿Por qué no haces algo? —me burlé, colocando mi rostro a solo unos centímetros del suyo. Se trataba de un viejo extranjero que no podía entender mi idioma—. ¡Adelante! —le espeté gruñendo—. ¡Haz algo!
Aquello se convirtió en una suerte de mantra psicótico. «¡Haz algo, haz algo, haz algo!» Ahora, al recordarlo, sospecho que al gritarle «haz algo» no buscaba provocarlo, sino más bien lanzar un disimulado grito de ayuda. «Por favor, haz algo», eso es lo que debería haber dicho, «¡Tu especie cuenta con los recursos y la voluntad necesaria! ¡Haced algo, por favor! ¡Debéis dar con una solución que suponga la salvación de ambas razas! ¡Haced algo, por favor! ¡Mientras aún sois bastantes! ¡Mientras aún queda tiempo! ¡Haced algo! ¡Haced algo!»
Esa noche junto al lago Temenggor, me encontraba demasiado embriagado de sangre para cometer tales atrocidades con mi último festín; una desgraciada demacrada que estaba por lo menos igual de incapacitada que yo, aunque su dolencia era mental. Muchos de los refugiados sufrían una enfermedad que los humanos denominaban «neurosis de guerra». En muchos casos, sus cuerpos habían sobrevivido pero sus mentes no lo habían superado. Por culpa de los horrores de los que habían sido testigo, de las pérdidas que habían tenido que afrontar, muchas psiques se habían sumido simplemente en las simas del olvido. La mujer de la que me estaba alimentando era tan consciente de mi presencia como los submuertos. Mientas le abría las venas, profirió lo que únicamente pudo ser un leve suspiro de alivio.
Recuerdo el sabor extremadamente repulsivo de su sangre en mi lengua, pues esa mujer estaba delgada y famélica, y su sangre se encontraba contaminada por los residuos acumulados de celulitis que su propio organismo había digerido. Incluso me planteé dejarla a medio comer y buscar una cuarta víctima. Súbitamente, me distraje por culpa de una cacofonía de gritos y gemidos, mucho más intensos que antes, que procedían de la parte occidental del puente.
Los submuertos habían logrado atravesarlo. En cuanto vi lo que ocurría, abandoné el abrigo de la jungla. La barrera levantada por los humanos con coches volcados y escombros bullía de autómatas carnívoros. No sé si los que defendían la barricada se habían quedado sin balas o sin coraje. Lo único que sé es que vi cómo los humanos se retiraban ante aquella turbamulta. Cientos, quizá miles de esas criaturas superaron en tropel la barricada, aplastando a sus hermanos que se habían transformado en una rampa de carne comprimida.
Subí de un salto al puente y llamé a gritos a Laila, utilizando ese tono que únicamente es capaz de escuchar nuestra especie. Pero no recibí respuesta alguna. Observé detenidamente a esa multitud humana que huía, con la esperanza de poder discernir el aura de intenso color ámbar de Laila entre aquella muchedumbre de brillante color rosa humano. Nada. Había desaparecido. Ahí solo había diurnos desesperados y submuertos que avanzaban en oleadas aullando. Esa fue la primera vez que sentí esa emoción tan intensa que había olvidado hace mucho tiempo. No era ansiedad, pues esa sensación se había tornado muy familiar. Uno siente ansiedad cuando teme sufrir un posible daño; por culpa del fuego, de la luz del sol, o de algún nuevo invento biomecánico apocalíptico. Eso no era ansiedad. Pero tampoco era un pensamiento consciente. Era algo primario e instintivo que me tenía atrapado como si fuera una garra invisible. Era algo que no había sentido desde que el corazón me había dejado de latir hace muchos siglos. Era una emoción humana. Era miedo.
He de reconocer que experimentar la sensación de que eres un espectador de tus propios actos es un fenómeno muy curioso. Recuerdo cada desgarro, cada golpe, cada segundo repleto de violencia que viví mientras me abría paso entre esa horda submuerta. Diez, once, doce... Vi cómo varios cráneos implosionaban y diversos cuellos se partían... Cincuenta y siete, cincuenta y ocho... Vi columnas vertebrales destrozadas, cerebros reventados, ciento cuarenta y cinco, ciento cuarenta y seis... Los conté todos, mientras las horas se prolongaban y los cadáveres se amontonaban. Mis actos de aquella noche pueden resumirse en una sola palabra: «determinación»; actué dejándome llevar, como un diurno con una de sus enormes máquinas. Avanzaba con suma determinación, sin ninguna inhibición o pausa, hasta que alguien me agarró de la mano. Retrocedí, me preparé para golpear y, entonces, mi mirada se encontró con la de Laila.
Le temblaban las manos, que se hallaban resbaladizas y negras por culpa de la putrefacción submuerta. Sus ojos ardían con una euforia animal.
—¡Mira! —me espetó, refiriéndose a los cientos de montículos silenciosos y mutilados que teníamos ante nosotros. Ahí no se movía nada, salvo unas cuantas cabezas separadas de sus troncos que seguían dando mordiscos a la nada. Laila levantó un pie por encima de una de esas calaveras que daban dentelladas al aire y, acto seguido, pisó con fuerza a la vez que profería un gruñido gutural—. Mira lo que hemos hecho... —exclamó, mientras la emoción de la revelación se iba acumulando en nuestros respectivos pechos—. ¡Mira lo que hemos hecho! —Laila, que estaba jadeando por primera vez desde hacía siglos, señaló la distante barricada que estaba siendo atravesada en esos momentos por una nueva oleada de submuertos—. Más. —Entonces, sus susurros subieron de intensidad hasta transformarse en rugidos—. Más. ¡Más! ¡Más!
Los días siguientes, yacimos moribundos. ¡¿Cómo íbamos a saber que los fluidos de los submuertos eran tan letales?! Su virulenta putrefacción había infectado nuestros organismos al adentrarse por las microfisuras que se nos habían abierto al combatir cuerpo a cuerpo. Tras haber matado a más de un millar esa noche, daba la impresión de que estábamos destinados a ser las últimas bajas de aquella batalla.
—Menos mal que os habíais alimentado antes —afirmó Nguyen, mientras se acercaba a nuestro santuario envuelto en la oscuridad—. He descubierto que el único antídoto capaz de combatir la infección que sufrís es la sangre de sapiens —había traído consigo dos platos de comida; un varón y una hembra, ambos estaban atados y se retorcían y gritaban a pesar de hallarse amordazados—. Me he planteado silenciarlos —comentó—, pero he preferido optar por la pureza antes que la conveniencia. —A continuación, sostuvo el cuello de la hembra cerca de mis labios—. Además, el influjo de adrenalina acelerará vuestra recuperación.
—¿Por qué? —pregunté, sorprendido por la gran generosidad de Nguyen. El egoísmo es un rasgo normal entre los nuestros, tanto en cuestión de posesiones materiales como de sangre—. ¿Por qué nos has reservado estos bocados? ¿Por qué no...?
—Ambos sois famosos —les anunció con una emoción casi jovial—. Con lo que habéis hecho en el puente, con lo que ambos habéis logrado... ¡os habéis convertido en la fuente de inspiración de nuestra raza!
Pude notar que a Laila se le desorbitaban los ojos mientras se alimentaba glotonamente del varón. Antes de que alguno de los dos pudiera decir algo, Nguyen prosiguió:
—Bueno, al menos habéis inspirado a los miembros de nuestra especie que se encuentran en Penang. Aunque quién sabe qué estarán haciendo los nuestros o cualquier miembro de otra especie fuera de esta zona segura. Pero de eso ya nos ocuparemos más tarde. ¡Ahora mismo, lo más importante es que nos habéis demostrado que podemos hacer algo! ¡Nos habéis mostrado una solución, una vía de escape! ¡Ahora todos podremos contraatacar juntos! ¡Algunos ya han empezado a luchar! Estas tres noches, una decena, al menos, han superado las defensas humanas y han penetrado en el corazón mismo de las colosales turbamultas que se aproximan. ¡Miles de submuertos han caído! ¡Y millones más los seguirán!
No sé si fue por culpa de las palabras de Nguyen o del éxtasis que me proporcionó la sangre humana, pero lo cierto es que mis pensamientos se sumieron rápidamente en una euforia que me aletargó.
»¡Nos habéis salvado! —nos susurró a ambos al oído—. Habéis declarado la guerra.
La guerra comenzó cuando muchos de los nuestros decidieron seguir el ejemplo de lo que Laila y yo habíamos hecho en el lago Temenggor. Al menos, gracias a que nos habíamos expuesto de ese modo tan peligroso, lo cual estuvo a punto de acabar siendo un error fatal, habíamos aprendido que debíamos protegernos las manos con guantes, o si no, debíamos enfundárnoslas con algún material impermeable. Algunos de los nuestros aprendieron a luchar solo con los pies, desarrollando así lo que los diurnos suelen llamar un «arte marcial». Estos «bailarines de cráneos» saltaban por encima de los submuertos, quienes intentaban inútilmente agarrarlos moviendo frenéticamente los brazos, y les aplastaban las cabezas como si estuvieran pisoteando un mar de huevos. Era una técnica de lucha elegante y letal y, a pesar de que no era un elemento especialmente importante dentro de nuestra estrategia bélica, si era uno de los pocos aspectos de nuestra cultura que se podía afirmar que era en verdad nuestro.
Por desgracia, había tantos «bailarines de cráneos» como «emuladores»; así llamábamos a aquellos de los nuestros que habían decidido armarse como si fueran diurnos. Los emuladores utilizaban inventos humanos para combatir; armas de fuego, espadas o porras. Se apoyaban en el argumento de que tales instrumentos eran más «eficaces» que nuestros cuerpos. Muchos escogían su arma según la era o el lugar donde hubieran vivido sus vidas previas. No era raro ver a antiguos chinos blandiendo una dadao ancha de dos manos o a un antiguo malayo llevando la tradicional Keris Sundag. Una noche, en las colinas de Cameron Highlands, fui testigo de cómo un antiguo occidental disparaba y cargaba a gran velocidad un oxidado mosquete Brown Bess[1] con disparador de pedernal en el percutor.
—Algunos hablan sobre Hércules; otros, sobre Alejandro—cantaba, mientras realizaba unos movimientos tan rápidos que acababa disparando con la misma velocidad que un rifle automático moderno—, aunque hay otros nombres tan grandes como estos, ¡como Héctor y Lisandro!
Si bien era un espectáculo realmente impresionante, no pude evitar preguntarme cuánta pólvora y munición debían quedarle. ¿De dónde narices las había sacado? Es más, ¿de dónde habían sacado todos ellos esas herramientas, y cuánto tiempo habían tenido que invertir para hacerse con ellas? ¿De verdad eran tan «eficientes», o simplemente trataban de cubrir una necesidad emocional inconsciente de volver a sentir los latidos de esos corazones deseosos de hacer cosas que una vez palpitaron en sus pechos?
Creo que esas mismas dudas también las despertaban otras camarillas de emuladores aún más fanáticas. A estos imbéciles los llamábamos «emuladores militarizados», ya que se organizaban en «grupos de asalto» cuasihumanos, en donde establecían rangos entre ellos y aprobaban nombramientos, e incluso creaban protocolos como saludos o contraseñas de seguridad. En el espacio de un solo mes, varios de esos «grupos de asalto» surgieron en Penang y alrededores.
El más notable era «el mariscal de campo Peng» (aunque ese no era su nombre real) y su «Ejército de Sangre».
—Mientras hablamos, estamos dando los últimos retoques al plan que nos llevará a la victoria—me dijo una noche mientras señalaba un mapa del sudeste de Asia.
Como tanto a Laila como a mí todo aquello nos había despertado la curiosidad, decidimos hacerle una visita al «mariscal de campo», ya que albergábamos la esperanza de que quizá él tuviera una solución para nuestra precaria situación. Sin embargo, todas nuestras esperanzas se fueron al traste tras pasar veinte minutos en el «centro estratégico de mando». Por lo que pudimos ver, aquel ejército contaba con apenas seis miembros, que se arremolinaban en torno a una serie de mapas humanos, radiosatélites humanos y libros humanos que trataban temas militares. Todos ellos tenían un aspecto impresionante con esos uniformes negros con ribetes dorados y esas boinas de color rojo sangre; e incluso llevaban... y esto no lo escribo a modo de broma, gafas de sol humanas. Su gran locuacidad verbal era aún más impresionante que su aspecto. «Defensa estática», «Cuello de botella», «Buscar y destruir» y «Despejar, resistir y consolidar» son solo algunos de los términos que logramos entender entre esa vorágine de vocablos. El «mariscal», a pesar de hallarse de espaldas a ambos, debió de darse cuenta de las miradas de extrañeza que intercambiábamos entre nosotros, así como de cuál fue nuestra reacción ante su «Cuerpo de Operaciones Estratégicas».
—El ataque final tiene que ser decisivo —afirmó con confianza, a la vez que sonreía y asentía en dirección a sus hombres—. Por tanto, debemos dejar que un centenar de flores florezcan y que un centenar de escuelas de combate peleen.
—Ojalá contáramos con un centenar de cualquier cosa —suspiró Laila mientras nos despedíamos para siempre del «Ejército de Sangre», la «Milicia de los Colmillos», el «Ala Noctáctica» y otro puñado más de bandas de emuladores militarizados que solo eran capaces de protegernos de unas pocas gotas de la furiosa tormenta submuerta.
La gran ventaja de nuestro enemigo seguía siendo que nos superaban en número, así como en horas en que podían permanecer en activo. ¿Cuántos de ellos habían sorprendido a los nuestros comiendo, descansando o simplemente escondiéndose de los rayos del sol? El bando rival no tenía estos problemas. Mientras nosotros teníamos que retirarnos cada vez que se alzaba el sol, esos cadáveres en descomposición continuaban avanzando, matando y multiplicándose. Cada turbamulta que destrozábamos era reemplazada a la noche siguiente por otra de manera instantánea. Cada kilómetro que limpiábamos en la oscuridad de la noche, acababa siendo invadido por una nueva infestación que la luz del nuevo día traía consigo. A pesar de nuestra tan cacareada superioridad física, a pesar de nuestra inteligencia supuestamente «superior», a pesar de que contábamos con la abrumadora ventaja de que nuestros adversarios ni siquiera podían percibirnos, luchábamos como si fuéramos unos desafortunados jardineros que tenían que enfrentarse a una plaga imparable.
No obstante, una de nuestras facciones sí podría haber sido capaz de mejorar nuestra situación, que respondía al nombre de las Sirenas. Estos audaces individuos habían asumido la responsabilidad de buscar a los nuestros por todo el mundo, para llevarlos a Penang con intención de coordinar nuestros esfuerzos de manera conjunta desde ahí. Las Sirenas creían que solo un verdadero ejército que contara con centenares de miembros de nuestra raza y que se concentrara en un lugar específico sería capaz de iniciar por fin la purga del planeta. Aunque aplaudí sus esfuerzos, tenía muy poca confianza en su éxito. Los medios y las rutas de transporte se habían venido abajo a nivel global, así que ¿cómo iba a recorrer alguno de nosotros más de unas pocas decenas de kilómetros, o como mucho cien, cada noche antes de que despuntara el alba al día siguiente? Aunque fueran capaces de dar con un refugio para protegerse del sol todas las mañanas, ¿serían capaces de encontrar también sustento? ¿De verdad podían creer que iban a poder vivir de lo que se encontraran por el camino, que se iban a topar con algún puesto avanzado humano aislado todas las noches? Incluso si algunas de las Sirenas tenían éxito a la hora de contactar con algunos de los nuestros, ¿cómo los iban a convencer de que Penang era un lugar más seguro que aquel donde se encontraban por aquel entonces? Además, ¿acaso era posible realizar un éxodo masivo hacia Penang? Si ya para uno solo de los nuestros resultaba casi imposible desplazarse por el globo, ¿cómo iba a hacerlo todo un supuesto «ejército»? Contra toda lógica, nunca perdí la esperanza de que alguna noche divisaría algún barco cerca de la costa, o alguna aeronave (si es que a alguno de los nuestros le daba algún día por aprender a pilotar) descendiera en picado de repente del cielo. A lo largo de todas esas noches de combates, seguí fantaseando con la idea de que, súbitamente, cientos de los nuestros se materializarían de la nada y surgirían de la noche. Había visto casos similares a lo largo de la historia humana, en lugares como Stalingrado o el río Elba, donde los refuerzos habían acabado estrechando las manos y abrazando a las tropas que tanto los habían esperado. Para mí eran un símbolo de esperanza y de victoria. Sin embargo, cuando solía pensar en esas batallas a lo largo de mis intermitentes descansos, me sentía angustiado y atormentado pues temía que estuviera esperando en vano a las Sirenas.
Aunque había otras posibilidades, otras opciones que podían suponer nuestra salvación pero que conllevaban cometer un sacrilegio. Nuestra raza carecía de una «religión» en el sentido espiritual que le dan los diurnos. Del mismo modo, no nos regimos por un complejo código moral de conducta. Nuestro comportamiento solo está limitado por dos tabúes inviolables.
El primero consistía que solo podíamos crear a uno a nuestra imagen y semejanza. Esa era la razón por la que nuestras población no se había expandido con el paso del tiempo. Aunque nunca se había establecido un debate al respecto, este mandamiento debía de tener su base en la idea de equilibrio propia de todo depredador. Tal y como había señalado Nguyen, ni siquiera habríamos podido dejar un solo huevo en el nido si demasiados depredadores caminaran por la tierra. Era lo más lógico y razonable; de hecho, la plaga de submuertos había confirmado que la idea de equilibrio era acertada. Pero entonces nos enfrentábamos al inevitable triunfo de los submuertos, ¿por qué no podíamos, aunque solo fuera por esta vez, modificar nuestro antiguo canon de conducta?
Quizá había unos cien de los nuestros en Penang, la mayor concentración de nuestra raza en toda la historia. De esa cifra, quizá una cuarta parte había abandonado la zona como las Sirenas, mientras que otra cuarta parte había optado por centrarse en ejercicios militares masturbatorios e irresponsables. Por lo cual, a la hora de la verdad, solo contábamos con cincuenta combatientes capaces de luchar únicamente unas pocas horas cada noche antes de que el hambre, la fatiga y la llegada del alba nos obligara a retirarnos. A pesar de que en nuestras matanzas nocturnas acabábamos con ellos a millares, el enemigo poseía la capacidad de propagarse por millones.
No obstante, podríamos haber corregido esa ecuación con la cantidad justa de diurnos transformados. Podríamos haberlos escogido cuidadosa y prudentemente, añadiendo solo los refuerzos necesarios para no desequilibrar el balance entre nuestra manada y el rebaño. Podríamos haber creado un ejército lo bastante grande como para limpiar la península malaya y, luego, el sudeste de Asia, y a partir de ahí, ¿quién sabe? De ese modo, quizá habríamos podido dar a los humanos el espacio que necesitaban para tomarse un respiro, para poder reunir recursos suficientes como para acabar de purgar el planeta sin necesidad de nuestra ayuda. Pese a que tuvimos esa oportunidad al alcance de la mano, a ninguno de nosotros se nos ocurrió jamás aprovecharla.
Del mismo modo, nuestro segundo precepto seguía estando fuera de toda discusión: no podíamos establecer contacto directo y abierto con la humanidad. Al igual que sucedía con las limitaciones en materia de reclutamiento de nuevos miembros, la necesidad de mantener el anonimato se basaba en el lógico deseo de querer sobrevivir. Como depredadores que somos no podemos revelar nuestra presencia a nuestras presas, ¿verdad? ¿Acaso deseamos compartir el mismo destino que el tigre de dientes de sable, los osos de cara corta, o toda una serie de grandes depredadores que en su día se daban festines con huesos humanos? A lo largo de la historia de la humanidad, nuestra existencia ha quedado relegada al espacio de los mitos y las parábolas para niños. Incluso entonces, en medio de nuestra lucha en paralelo por sobrevivir, seguimos esforzándonos por ocultar nuestras batallas de los ojos curiosos de los diurnos.
Pero ¿y si hubiéramos abandonado por fin este acertijo y hubiéramos revelado nuestra existencia a nuestros desprevenidos aliados? Tampoco habría sido necesario exponernos del todo. Podríamos haber ignorado a la plebe y haber contactado solo con unos pocos, con los más brillantes. Si no era con el gobierno malasio, quizá con otros que operaban «en el exilio» por toda la región. Debía de haber todavía, algunas zonas seguras cercanas como la nuestra y algunos líderes humanos dispuestos a llegar a un entendimiento mutuo. No les habríamos pedido mucho a cambio, solo el derecho a continuar cazando como antes. Además, los líderes homo sapiens nunca se han mostrado reticentes a sacrificar a su propia gente. Quizá incluso habríamos negociado el establecimiento de una serie de fronteras y límites concretos y nos habríamos alimentado de ciertos refugiados que lo habían perdido ya todo en la vorágine. ¿Quién iba a llorar su muerte, o siquiera darse cuenta de que ya no estaban en este mundo? Tal vez los más lúcidos se habrían entregado voluntariamente. El sacrificio por los demás no era un fenómeno nuevo entre los diurnos. Algunos podrían haberse enorgullecido de haber derramado su sangre, literalmente, por la supervivencia de su especie. ¿Acaso habría sido un precio demasiado alto a pagar por la subsistencia de su raza? ¿Acaso nuestra raza hubiera corrido demasiado riesgo al hacerles esta propuesta? Al igual que sucede con la regulación de reclutamiento, nadie ha desafiado esta ley sacrosanta jamás, que yo sepa. Resulta un triste consuelo saber que la cobardía no es una vulnerabilidad única de nuestras especies. En mi corta vida, he visto demasiados corazones, tanto de la noche como del día, que carecían del coraje suficiente como para cuestionarse sus convicciones. Ahora me cuento entre los culpables que decidieron optar por una extinción segura en vez de por la opaca posibilidad de «¿Por qué no hacemos algo?».
El día en que Perai cayó, yo dormía un sueño sin sueños. Se trataba del lugar donde se encontraba la mayor concentración de campos de refugiados de toda la zona de seguridad de Penang, por esa razón algunos de nosotros nos habíamos establecido al otro lado del río, en Butterworth. Aún seguía siendo relativamente fácil encontrar comida en la zona de seguridad del continente, no como en la isla de Penang donde el gobierno había sido capaz de imponer la ley marcial. Todas las noches renovábamos nuestras fuerzas para la batalla, gracias a la fuente de sangre carmesí que nos proporcionaba Perai; la última base donde todavía se fabricaban municiones, con las que los humanos aún resistían.
Cuando tuvo lugar la explosión, me encontraba descansando profundamente tras nuestra batalla más feroz hasta la fecha. Tres decenas de los nuestros nos habíamos encaramado sigilosamente al muro de los diurnos, que estaba situado junto al estrecho río Juru, para atacar el corazón de una turbamulta que avanzaba a trompicones hacia Tok Panjang. Habíamos regresado agotados y descorazonados, pues apenas logramos contener su incesante empuje en dirección a los humanos. Desde ese piso de finas paredes del que nos habíamos apropiado por la fuerza, pudimos escuchar un conjunto de gemidos que se alzaban junto a la brisa matutina.
—Mañana por la noche será distinto —me aseguró Laila—. Los diurnos todavía cuentan con el río Juru como barrera natural para impedir su avance y, a cada día que pasa, el muro es cada vez un poco más alto.
No estoy seguro de si me creí lo que decía, pero sí sé que estaba demasiado cansado como para discutir. Caímos rendidos en brazos el uno del otro mientras el alba despuntaba sobre esa amenaza que se iba acercando cada vez más.
Me desperté volando por los aires, ya que la onda expansiva me lanzó contra la pared opuesta del dormitorio. Medio segundo después, sentí como si una veintena de hierros al rojo vivo me estuvieran marcando la piel de repente. La detonación había hecho añicos las ventanas, y los fragmentos de cristal habían hecho jirones las cortinas con las que nos protegíamos del sol. Rodé por el suelo, cegado por la luz del día y jadeando por culpa de las heridas humeantes que acababa de sufrir, mientras buscaba desesperadamente a Laila. Ella dio conmigo primero; me agarró de la cintura y me subió a uno de sus hombros.
—¡No te muevas! —me gritó y, acto seguido, me puso una capa sobre la cabeza.
Sentí que Laila saltaba, oí el estallido de unos cristales al romperse y, a continuación, nos hallábamos sobre el suelo de hormigón, seis pisos más abajo. Laila salió corriendo rápida como el rayo, y sus pisadas retumbaron en medio de un mar de fragmentos de cristal y escombros.
—¿Qué...? —logré preguntar con voz ronca.
—¡Las fábricas! —respondió Laila—. Se ha desatado un incendio... accidentalmente... ¡Están aquí! ¡Están por todas partes!
Pude percibir el olor a carne quemada. ¿Cuántas partes de su cuerpo habían quedado expuestas al sol? ¿Cuánto tiempo le quedaba antes de calcinarse? Esos tres segundos que transcurrieron antes de volver a notar que saltaba se me hicieron eternos. La fuerza con la que Laila me agarraba menguó repentinamente en cuanto un frío y duro chapoteo nos separó.
La capa se alejó de mi rostro flotando. Lo que hasta entonces solo habían sido unas pequeñas heridas abrasadoras se habían transformado en un único tormento calcinante. Pude ver que Laila nos había arrastrado hasta el estrecho de Malaca y que me llevaba agarrado de la mano hacia los espacios envueltos en sombras que se encontraban bajo los barcos anclados. Había muchas naves con sus depósitos de combustible vacíos y las cubiertas estaban a rebosar de refugiados. Desde allá abajo, tenían el mismo aspecto que las nubes debían de tener para los diurnos. Entonces, encontramos un lugar donde descansar bajo la semioscuridad de un petrolero, que, de un modo un tanto irónico, se hallaba anclado sobre un bote de recreo hundido. Nos sentamos y apoyamos la espalda contra el casco roto del yate; ambos nos hallábamos tan conmocionados y agotados que ni siquiera nos estremecimos. Solo cuando la sombra se desplazó y nos obligó a cambiar de posición, me di cuenta de la gravedad de las heridas de Laila.
Tenía casi todo el cuerpo abrasado. ¡Cuántas veces le había advertido de que no debía dormir desnuda! Clavé la mirada en esa máscara horrorosa que había sido su rostro, cubierto por una nube de partículas calcinadas que se separaban perezosamente de sus blancos huesos. Siempre había sido tan vanidosa, siempre había estado tan obsesionada con su inmaculada belleza. Por eso había acudido a nosotros hace tantos siglos, porque su peor pesadilla siempre había sido perder su hermosura. Di gracias al agua del mar por disimular mis lágrimas. Me obligué a esbozar una sonrisa valiente y rodeé con un brazo su hombro casi esquelético. Mientras se estremecía bajo ese abrazo, alzó un brazo negruzco y carbonizado para señalar en dirección a la playa de Perai.
Los submuertos se acercaban y emergían de la niebla que surgía del cieno. No se percataron de nuestra presencia, por supuesto, y pasaron junto a nosotros sin inmutarse lo más mínimo. La isla de Penang, el último refugio humano, era su único objetivo. Los observamos en silencio, pues estábamos tan débiles que ni siquiera éramos capaces de apartarnos de su camino. Uno de ellos se acercó lo bastante como para tropezarse con la pierna que yo tenía estirada. Cayó a cámara lenta y extendí el brazo que me quedaba libre para cogerlo. No estoy muy seguro de por qué hice eso, ni tampoco Laila lo comprendió. Me miró desconcertada, y yo respondí encogiéndome de hombros tan confuso como ella. Los restos quemados y agrietados de sus labios se curvaron para dibujar una sonrisa, de tal modo que su labio inferior se partió en dos, pero fingí que no me había dado cuenta. Le devolví la sonrisa y la abracé con más fuerza si cabe. Permanecimos sentados sin mover ni un músculo, mientras observábamos cómo desfilaba esa cabalgata de cadáveres hasta que la superficie del océano de azul pasó a naranja, luego adoptó una tonalidad morada y, por último, se tornó negra.
Nos acercamos a la orilla varias horas después de ponerse el sol y nos adentramos en las fauces de una batalla atroz. Me tocaba a mí llevar a Laila, que se me agarró al cuello, cojeando y temblando, mientras esprintábamos para dejar atrás la refriega que tenía lugar en la cabeza de aquella playa. Di con una madriguera profunda y segura entre las ruinas de la derruida torre Komptar de Georgetown. Era inaccesible tanto para los diurnos como para la luz del día, y eso era a lo máximo que podíamos aspirar. Laila se tumbó sobre su espalda en silencio mientras el humo se alzaba perpetuamente de sus heridas, lo único que podía hacer para reconfortarla era sostener los restos destrozados de su mano y susurrarle una nanas que apenas recordaba de una infancia lejana y casi olvidada.
Siete noches permanecimos recluidos en nuestra destartalada madriguera, donde Laila se recuperaba lentamente mientras yo salía en busca de sangre después del anochecer. Todavía quedaban unos cuantos humanos vivos en Penang, quienes luchaban valientemente contra una oleada tras otras de submuertos que surgían incesantemente del mar. Esas noches fueron testigo de lo mejor de su especie y de lo peor de la nuestra.
No hay nada peor que ser testigo de cómo uno de los tuyos mata a otro. La víctima era más pequeña y débil. Por lo que pude ver, fue asesinada por un macho más grande por una disputa por un bocado que apenas permanecía consciente. ¿Estaban locos? Aún quedaban bastantes diurnos vivos. ¿Por qué se habían peleado por ese en concreto? Porque estaban locos. Las mentes de muchos humanos se habían derrumbado ante la presión, así que ¿por qué íbamos a ser nosotros distintos? Fui testigo de diversos asesinatos más a lo largo de aquellas siete noches, incluido uno que tuvo lugar sin ninguna razón que lo justificase aparentemente. Se trataba de dos machos de fuerzas parejas que se estaban destrozando y mordiendo mientras intentaban arrancarse el corazón mutuamente. En ese momento, creí ser capaz de ver su locura; se trataba de una entidad viva compuesta de pura demencia que enfrentaba a mis hermanos unos contra otros como si fueran los soldaditos de juguete de un niño sádico. Más tarde, llegué a preguntarme si aquel duelo en vez de ser un homicidio no era más bien un suicidio mutuamente acordado.
El suicidio no era un fenómeno nuevo entre los míos. La inmortalidad siempre trae consigo la desesperación. Una vez cada siglo, más o menos, se escuchan historias de que alguno de los nuestros «se metió voluntariamente en una hoguera». Jamás había sido testigo de algo así. Pero me había convertido en un espectador nocturno privilegiado de tales desgracias. Envuelto en lágrimas o sumido en el silencio, observé cómo muchos de mi especie, unos especímenes hermosos y fuertes que parecían invencibles, se adentraban en edificios en llamas. También fui testigo de diversos «suicidios con submuertos», pues varios de mis amigos clavaron sus colmillos voluntariamente en la pútrida carne de esa plaga con patas. Si bien sus aullidos de agonía me torturaban a lo largo de las horas que pasaba caminando, nada me desgarró más el corazón que lo que viví la noche en que me encontré con Nguyen.
Iba paseando, si se podía llamar pasear a lo que Nguyen estaba haciendo, por el medio de la calle Macallister, entre restos de submuertos y de cadáveres de diurnos. La expresión que había dibujada en su rostro transmitía serenidad y quizá felicidad. Al principio, no pareció darse cuenta de que yo estaba ahí. Tenía la mirada clavada en la luz del sol que emergía por el este.
—¡Nguyen! —grité nervioso, pues no deseaba perder más tiempo y quería volver a «casa». Cada vez resultaba más difícil encontrar comida y estaba ansioso por volver junto a Laila con mi presa antes de que el sol se alzara. Entonces, alzó la mirada justo cuando se hallaba sobre las ruinas de una antigua mezquita y me saludó amistosamente con la mano—. Pero ¿qué estás...? —acerté a decir, pero enseguida me acalló con su respuesta.
—Camino hacia el alba —por su tono de voz se podía deducir perfectamente lo que iba hacer a continuación—. Simplemente, camino hacia el alba.
No le mencioné lo que había visto a Laila, ni le conté nada sobre los horrores que tenían lugar más allá de nuestra pequeña cueva. Mientras se alimentaba de ese sustento que apenas respiraba ya, me obligué a esbozar una sonrisa lo más amplia posible y repetí las palabras que había ensayado mentalmente.
—Saldremos de esta —le aseguré—. Sé cómo lo vamos a lograr.
La idea se me ocurrió el día en que acabamos bajo aquel barco, y había ido cobrando forma con rapidez durante las últimas noches.
—Nos convertiremos en ganaderos —dije, y entonces Laila frunció el ceño, cuyas cejas aún se estaban recuperando, extrañada—. Así fue como los diurnos se convirtieron en la especie dominante del planeta. En cierto momento, pasaron de cazar animales a domesticarlos. ¡Eso es lo que vamos a hacer! —Antes de que ella pudiera decir nada, coloqué una de mis manos sobre esos labios que se regeneraban—. ¡Piénsalo! Todavía hay cientos de naves por ahí que deben de albergar a miles de diurnos. Lo único que tenemos que hacer es tomar uno de esos barcos por la fuerza. Llevaremos el ganado a alguna isla perdida. Hay millones de islas por aquí cerca. ¡Lo único que tenemos que hacer es encontrar una lo bastante grande como para construir un rancho de diurnos! ¡Quizá incluso ya haya algún rancho en algunas de esas islas! Bueno, los humanos no los consideran ranchos sino refugios. Pero ¡espera a que lleguemos ahí! Con una sola noche plagada de violencia, nos bastará para eliminar a los machos alfa del rebaño y el resto obedecerá como corderos. ¡Han pasado tantas penalidades que estarán ya lo bastante maduros como para pasar a ser nuestro ganado! ¡Comenzaremos a criar diurnos! Nos desharemos de los más problemáticos y engordaremos y maniataremos a los más sumisos. Con el paso del tiempo, incluso podríamos lograr que menguara su inteligencia. ¡Tenemos todo el tiempo del mundo en nuestras manos! Los submuertos no durarán siempre, ya has visto cómo se pudren, ¿eh? ¿Eh? ¿Cuánto tiempo durarán, unos cuantos años, unas pocas décadas? Esperaremos, sanos y salvos en nuestra isla de coral, autoabasteciéndonos con nuestros suministros de sangre... o mejor, mucho mejor... ¡Podríamos ir a Borneo o Nueva Guinea! ¡Todavía debe de haber por ahí algunas tribus humanas a las que este holocausto no ha afectado! ¡Podremos convertirnos en sus reyes, en sus deidades! ¡Ni siquiera necesitaremos cuidarlos, ni matarlos, lo harán ellos mismos por amor a sus nuevos dioses! ¡Sí, podemos hacerlo! ¡Ya lo verás! ¡Podemos y lo haremos!
En esos momentos, creía de verdad en todo lo que acababa de propugnar. No sabía cómo íbamos a arreglárnoslas para dar con un barco y capturarlo o para localizarla una isla y controlarla, pero eso daba igual. No sabía cómo íbamos a ingeniárnoslas para mantener a ese «rebaño» místico de diurnos cautivos, o sanos, o bien alimentados, pero eso daba igual. Se me acababa de ocurrir la posibilidad de ir a Borneo o Nueva Guinea, así que todos esos detalles me parecían incluso más triviales que la idea de convertir a los humanos en ganado. Lo único que importaba era que deseaba creer en mí mismo con todas mis fuerzas, así como deseaba con todas mis ganas que Laila creyera en mí.
Debería haberme dado cuenta entonces de lo mucho que se parecía la sonrisa que Laia había dibujado en su rostro a la de Nguyen. Debería haberla detenido en ese instante, valiéndome de acero, hormigón o incluso de mi propio cuerpo. No debería haberme dormido aquel día. Como tampoco debería haberme sorprendido al toparme con lo que me topé a la noche siguiente. Laila, mi hermana, mi amiga, mi hermoso y fuerte cielo nocturno eterno. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que éramos solo unos niños que poseían unos corazones palpitantes, y jugábamos y reíamos bajo el calor del sol del mediodía? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que decidí seguirla a la oscuridad? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la siguiera a la luz?
Ahora las noches son muy tranquilas. Hace mucho que los gritos y fuegos se han apagado. Los submuertos están ahora por todas partes, caminan arrastrando los pies sin rumbo hasta allá donde alcanza la vista. Han pasado casi tres semanas desde que cacé a los últimos humanos que quedaban en la ciudad, y casi cuatro meses desde que mi amada Laila se transformó en cenizas. Al menos, mi idea de los ranchos ha cobrado forma en cierto modo. Todavía quedan algunos diurnos en los barcos que hay anclados por aquí cerca, que sobreviven a base de pescado y agua de lluvia, que albergan aún la esperanza de que acaben siendo rescatados. Aunque me alimento de la manera más moderada posible, el número de humanos sigue menguando. He calculado que me quedan unos pocos meses más, como mucho, antes de que deje pálido y seco al último de ellos. Aunque contara con la mitad de los conocimientos necesarios, o de la voluntad requerida, para llevar a cabo mi plan de domesticación, no quedarían bastantes como para tener un rebaño estable. La realidad puede llegar a ser una maestra muy cruel, y tal y como Nguyen dijo una vez: «He hecho los cálculos».
Tal vez algunos de mi raza hayan emprendido unos proyectos semejantes de «ganadería». Tal vez algunos hayan logrado llevarlos a buen puerto. El mundo se ha transformado de repente en un lugar muy, pero que muy grande, y a lo largo de su vasto horizonte, siempre se despliegan un montón de posibilidades. Supongo que podría intentar buscar esas colonias de supervivientes si me llevo a un par de diurnos maniatados bajo el brazo. Tal vez encuentre la manera de mantenerlos con vida por un tiempo si les doy agua y comida; podría encadenarlos durante el día mientras yo descansaba en una madriguera. Recuerdo que uno de las Sirenas planteó esa misma estrategia para poder realizar su viaje. Si raciono las provisiones con cuidado y viajo a máxima velocidad, podría llegar a recorrer una buena distancia. Pero el temor a lo que podría descubrir ahí fuera es lo que me mantiene atrapado en la isla de Penang. Al menos, uno puede fantasear mientras sigue sumido en la ignorancia; y en estas noches, la imaginación es lo único que me queda.
En mis ensoñaciones, unos cadáveres repugnantes que aún son capaces de moverse no heredan la tierra. En mis fantasías, los hijos de la noche y el día sobreviven el tiempo suficiente como para que los submuertos se conviertan en polvo. Por eso he preservado estos recuerdos, en papel, madera e incluso cristal, emulando así a una «novela apocalíptica» humana que leí. En mis fantasías, no malgasto mis últimas noches enredado en infructuosas divagaciones maltusianas. Espero que mis palabras sirvan como guía, como advertencia y como medio de salvación para la raza conocida por todos como la raza vampira. Pues no soy el último destello de una luz que ha dejado que la apagaran. Pues no soy el último que baila en el desfile hacia la extinción.