La iglesia donde estaba enterrado Cario Vanni se encontraba en las estribaciones de los Apeninos, encima de la ciudad de Pistoia, al final de una carretera llena de curvas que ascendía en la oscuridad como si no tuviera fin. A cada curva, los faros del Fiat de repuesto se clavaban en la noche.
–Habrá que contemplar la posibilidad de no estar solos –dijo Pendergast.
–¿Cree que saben que estamos aquí?
–Lo sé. Hay un coche siguiéndonos. Lo he visto un par de veces, tres o cuatro curvas más abajo. Tendrá que aparcar antes de la iglesia, y no pienso dejar que me sorprendan. ¿Conoce la táctica de acercarse a un objetivo con una persona corriendo y la otra cubriéndola?
–Sí, claro.
–Pues usted me cubrirá cuando me mueva, y luego yo le haré esta señal para que me siga.
Hizo un ruido idéntico al de un buho. D'Agosta sonrió.
–Siempre consigue sorprenderme con sus facultades. ¿Términos del contrato?
–Nos enfrentamos con un asesino en potencia, pero no podemos ser los primeros en disparar. Espere a que lo haga él. A partir de ese momento tire a matar.
–¿Y usted?
–Sé cuidarme. Ya hemos llegado. –Pendergast redujo la velocidad antes de la última curva–. Verifique el armamento.
D'Agosta sacó su Glock, extrajo el cargador, comprobó que tuviera las diez balas, lo deslizó a su sitio y quitó el seguro. Pendergast llegó a la iglesia, pasó de largo, aparcó cerca del final de la carretera y bajó del coche.
Olía a menta pisada. Era una noche fría y sin luna, con algunas estrellas cuyo resplandor se reflejaba sobre una fila oscura de cipreses. La iglesia quedaba un poco más abajo; su silueta se recortaba en medio de las lejanas luces de Pistoia. Los grillos cantaban en la oscuridad. D'Agosta pensó que era el lugar perfecto para robar cadáveres: silencioso y solitario.
Pendergast le puso una mano en el hombro y señaló con la cabeza una arboleda oscura, situada unos cien metros más abajo. D'Agosta desenfundó su pistola y se quedó en cuclillas a la sombra del coche, mientras Pendergast tomaba con sigilo la dirección de los árboles y se fundía con la oscuridad. Al cabo de un minuto, D'Agosta oyó silbar. Se levantó y se acercó rápidamente a los árboles, donde le esperaba Pendergast. La iglesia estaba cerca. Era un templo de piedra, pequeño y muy antiguo, con un campanario cuadrado. La entrada principal (un arco gótico con una puerta de madera) estaba cerrada.
Pendergast volvió a tocar el brazo de D'Agosta, pero esta vez su cabeza señalaba la entrada. El sargento se apostó entre los árboles para esperar.
Pendergast cruzó corriendo la explanada de delante de la iglesia. D'Agosta solo distinguió su silueta delante de la puerta, negra sobre negro. Se oyó el ruido de una cerradura, seguido por la fricción de dos piezas de hierro: Pendergast la estaba forzando. La puerta se abrió con un crujido sordo, y el agente entró sin perder ni un segundo. Poco después se oyó otro buho. D'Agosta respiró hondo y corrió por la explanada hasta dejar la puerta a sus espaldas. Pendergast la ajustó inmediatamente e insertó un pequeño instrumento en el ojo de la cerradura para volver a cerrarla.
D'Agosta se volvió y se santiguó. Dentro de la iglesia hacía frío; olía a cera y piedra. A los pies de una imagen de madera pintada de la Virgen, algunas velas goteaban y alumbraban la nave con una luz anaranjada y tenue.
–Usted por la izquierda y yo por la derecha –dijo Pendergast.
Avanzaron hacia el fondo por paredes opuestas, con la pistola a punto. El mobiliario del templo se reducía a la talla de la Virgen, un confesionario con la cortina corrida y un simple altar con crucifijo.
Pendergast se acercó sigilosamente al confesionario, cogió la cortina y la abrió.
Estaba vacío.
D'Agosta vio que enfundaba la pistola y se dirigía al fondo, hasta un rincón con una puertecilla de hierro oxidado. Pendergast se agachó, abrió la cerradura con otro ruido metálico y, al empujar la puerta, descubrió una escalera descendente hecha de piedra. Encendió la linterna y la enfocó en la negra oscuridad.
–No es la primera tumba que profano –murmuró a D'Agosta, que se había reunido con él–, pero promete ser una de las más interesantes.
–¿Por qué enterraron a Vanni aquí y no fuera, en el cementerio?
Cruzaron la puerta. Pendergast la cerró suavemente con llave.
–Esta iglesia no tiene camposanto, porque el terreno es demasiado abrupto. Todos los muertos están enterrados en las criptas, que están excavadas debajo, en la montaña.
Llegaron al pie de la escalera, a un espacio con la bóveda baja, donde olía abrumadoramente a moho. A la izquierda, la linterna reveló varios sarcófagos medievales. Muchos difuntos estaban representados en el mármol de la tapa, como si durmieran. Había uno con armadura y otro vestido de obispo.
D'Agosta siguió a Pendergast hacia la derecha. Un pasadizo, bordeado también de antiguas tumbas con estatuas y relieves, les condujo a otra puerta de hierro. Pendergast la abrió en un santiamén.
Al otro lado, la linterna iluminó un túnel mucho más rudimentario, cortado en la roca viva, con repisas en los lados. Cada repisa contenía un montón de huesos, una calavera y andrajos. Algunos esqueletos tenían anillos en las falanges, o joyas y collares sobre la caja torácica. Se oyó un correteo de ratones. Vanas bolas peludas salieron disparadas por el suelo de tierra para ponerse a salvo. Las hileras del fondo eran tumbas más recientes, colocadas a lo largo, como en un mausoleo, y cada nicho tenía su placa de mármol.
Cuanto más avanzaban, más recientes eran las fechas de las placas. Algunas tenían fotos de los difuntos: caras serias del siglo XIX o principios del XX, marcadas por una vida de penurias y desilusiones. A partir de cierto punto vieron nichos vacíos, con la placa en blanco. Otras llevaban el nombre y la fecha de nacimiento, pero no la de la muerte. Pendergast caminaba moviendo la linterna en ambos sentidos. D'Agosta distinguió la pared del fondo de la cripta. La tumba que buscaban era la única de la hilera inferior.
CARLO VANNI
1934 – 2003
Pendergast metió una mano en la chaqueta y sacó una fina tela que extendió rápidamente sobre el suelo de piedra, al pie de los nichos. A continuación extrajo una pequeña palanca y una lámina metálica larga y de punta curva, que introdujo por el borde de la placa de mármol y deslizó lentamente por las cuatro esquinas. Después metió la palanca en la hendidura que acababa de crear y la empujó con fuerza. La placa desprendió una nubecilla de polvo al soltarse. Pendergast la sujetó con gran habilidad y la depositó en la tela.
El olor que salía del agujero negro era asqueroso, como de algo chamuscado.
Pendergast enfocó el nicho con la linterna.
–Ayúdeme, por favor.
D'Agosta se arrodilló a su lado sin mirar el agujero. Le parecía en cierto modo una indecencia.
–Coja el pie izquierdo, que yo cojo el derecho. Luego estiramos. Tenemos suerte de que el nicho de Vanni esté al nivel del suelo.
Haciendo de tripas corazón, D'Agosta miró el hueco, pero estaba tan oscuro que solo vio las suelas de dos zapatos con sendos agujeros.
–¿Preparado?
Asintió, metió la mano en el nicho y cogió el zapato.
–No, lo he pensado mejor. Cójalo por encima del tobillo, no sea que el pie se suelte por el hueso.
–Vale.
D'Agosta desplazó la mano por la pernera del pantalón. Era como coger un hueso lleno de bultos, con la diferencia de que también sintió un crujido, que le recordó a un pergamino; fue una sensación muy desagradable. El hedor era tremendo.
–Cuando cuente hasta tres, estire lentamente y sin forzar. Uno, dos… tres.
D'Agosta estiró. Tras unos momentos de resistencia, el cadáver se soltó y empezó a resbalar hacia ellos. Parecía mentira que pesara tan poco.
–Siga.
D'Agosta retrocedió sin dejar de estirar, hasta que el cadáver estuvo completamente fuera del nicho. Habían destapado un nido de tijeretas, que se desperdigaron asustadas. D'Agosta saltó hacia atrás y se quitó de encima las que se le habían subido por una pierna.
Tenían delante a Cario Vanni, con los brazos cruzados, las manos alrededor de un crucifijo y los ojos muy abiertos, pero negros y arrugados. Los labios se habían contraído hasta desnudar la dentadura, o sus restos podridos. La sustancia con la que habían peinado su pelo blanco debía de ser un prodigio, porque mantenía en su sitio hasta la última hebra. En cuanto al traje, salvo algunos agujeros de insectos, estaba intacto (aunque algo polvoriento, eso sí). La única señal visible de la acción del fuego eran las manos, negras y retorcidas, con las uñas enroscadas.
–Vincent, por favor, sujete la linterna.
Pendergast se agachó sobre el cadáver, le puso un cuchillo en el cuello y cortó la ropa de un tajo hasta el ombligo. Luego la abrió. El abdomen estaba hundido, relleno con papeles para que el traje abultase más. Al retirarlos, Pendergast desveló un tronco renegrido, cuya piel se despegaba en láminas quemadas y resecas. La caja torácica era un conjunto de costillas quemadas, con las puntas visiblemente chamuscadas.
D'Agosta tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le moviera la linterna.
Pendergast se sacó un papel del bolsillo y lo dejó al lado del cadáver. D'Agosta vio que era la copia del informe del forense, una fotocopia de una radiografía, donde se apreciaba la situación de las gotas de metal. El agente se puso una lupa de joyero en un ojo y se inclinó sobre el cadáver, ajustando el objetivo. Con el cuchillo en una mano y unas pinzas de cirujano en la otra, empezó a hurgar en el abdomen. Se oyó un ruido tenue, de pequeños desgarros.
–¡Ah!
Enseñó una gotita de metal sólido en la pinza, antes de introducirla en una probeta y proseguir con su examen del cadáver. De repente se oyó algo a sus espaldas.
D'Agosta se incorporó como un resorte y orientó la linterna hacia la otra punta de la cripta.
–¿Lo ha oído?
–Una rata. Luz, por favor.
D'Agosta, con el corazón como un bombo, volvió a iluminar a Vanni. Existían muchos argumentos a favor de esperar la tramitación del papeleo. ¡Un año! Como si eran dos.
Oyó algo de nuevo, y se volvió. Una rata del tamaño de un pequeño gato parpadeó, agazapada, y les enseñó los dientes con una especie de silbido.
–¡Fuera!
D'Agosta le echó tierra con el pie, espantándola.
–La luz.
Volvió a girar la linterna.
–Bichos asquerosos…
–Aquí hay otra. –Pendergast metió un churrete de metal solidificado en la probeta–. Muy interesante. El metal penetró a más de quince centímetros de profundidad. Estas gotitas no cayeron sobre el cadáver, sino que se clavaron en él a gran velocidad. A mi juicio, debió de ser el resultado de una pequeña explosión.
Después de sacar dos gotas más, tapó la probeta y se quitó la lupa. Todo desapareció en las profundidades de su traje.
–Me parece que ya hemos terminado –dijo, mirando a D'Agosta–. Devolvamos al señor Vanni a su lugar de descanso.
D'Agosta se agachó y volvió a coger el cuerpo para ayudar a meterlo en el nicho.
Pendergast juntó los trozos de cadáver que se habían caído sobre el informe del forense y los tiró al nicho. Después sacó un tubito de cemento de construcción, lo aplicó en los bordes de la placa de mármol y la colocó en su sitio con algunos golpecitos para sellarla bien.
Retrocedió para admirar su obra.
–Estupendo.
Salieron de la cripta y subieron a la iglesia, cuya puerta seguía cerrada con llave. Pendergast la abrió y cruzó la explanada como una exhalación, cubierto por D'Agosta, que al cabo de un momento oyó su voz:
–Ya puede.
El sargento salió al calor de la noche, sintiendo un infinito alivio por alejarse de la tumba; se sacudió los brazos y las piernas. El olor y la humedad se le habían pegado a la ropa. Vio que Pendergast señalaba la oscuridad de la montaña. Un kilómetro más abajo, las luces traseras de un coche seguían los meandros de la carretera.
–Nuestro amigo.
Al volver a encenderse, la linterna reveló el contorno de unas huellas desconocidas de zapato en la hierba corta y mojada de rocío.
–¿Qué hacía?
–Parece que ya no quieren matarnos. Ahora solo les interesa averiguar cuánto sabemos. ¿Por qué será, Vincent?