WOMBE, DREVLIN
REINO INFERIOR
Haplo se sentó en los peldaños de la escalera que conducía desde la abertura en la base de la estatua hacia los túneles secretos de los sartán. Encima de él, Limbeck proseguía su arenga, los mensch combatían contra las serpientes por salvar su mundo y la Tumpa-chumpa permanecía callada y paralizada. Haplo se apoyó en la pared, débil y mareado por la conmoción y la pérdida de sangre.
El perro estaba a su lado, mirándolo con inquietud. Haplo no sabía cuándo había vuelto y se sentía demasiado fatigado para pensar en ello o para preguntarse qué significaba su regreso. Y no podía hacer nada por ayudar a los mensch; a duras penas podía hacer nada por sí mismo.
—De todos modos, parece que no necesitan mucha ayuda, a juzgar por los gritos —dijo al perro.
Había cerrado la terrible herida del pecho, pero necesitaría tiempo, mucho tiempo, para curarse por completo. La runa del corazón, el centro mismo de su ser, estaba rota, desorganizada.
Apoyado en la pared, cerró los ojos y agradeció la penumbra. Su mente divagó. Tenía en las manos el librito que le habían dado los kenkari. Tendría que acordarse de entregar el libro a Limbeck. Le echó una nueva ojeada. Tenía que ir con cuidado, para no manchar de sangre las páginas…, los dibujos…, diagramas…, instrucciones…
—Los sartán no abandonaron los mundos —le explicó a Limbeck… o al perro… que todo el rato tomaba la forma de Limbeck—. Los de este mundo, la gente de Alfred, previeron su propio fracaso. Descubrieron que no podrían completar su magno plan para unir los mundos, para proporcionar aire al mundo de la piedra, agua al mundo del aire y fuego al mundo del agua. Lo expusieron todo por escrito, como legado para quienes, estaban seguros, habían de quedar después de ellos.
»Está todo aquí, en este librito. Las palabras que pondrán al autómata a cumplir sus tareas, que harán volver a funcionar la Tumpa-chumpa, que alinearán los continentes y llevarán a todos ellos el agua imprescindible. Las palabras que enviarán una señal a todos los demás mundos a través de la Puerta de la Muerte.
»Está todo aquí, en este libro, repetido en cuatro idiomas: sartán, elfo, humano y enano.
»Alfred estaría muy complacido de ver esto —añadió finalmente Haplo, dirigiéndose a un Limbeck que seguía transformándose en el perro—. Ese torpe podría dejar de pedir disculpas.
Pero el plan no había dado resultado.
Aquellos antiguos sartán habían previsto que sus congéneres despertarían y utilizarían el libro, pero no había sucedido así. Alfred, el único de los sartán en animación suspendida que había despertado finalmente, o bien desconocía la existencia del libro o bien lo había buscado sin poder encontrarlo. Eran los elfos kenkari quienes lo habían descubierto. Lo habían descubierto… y habían ocultado su existencia con un absoluto hermetismo.
—Y si no hubieran sido los elfos —añadió Haplo—, seguro que los humanos o los enanos habrían actuado igual. Todos ellos estaban demasiado llenos de odio y desconfianza como para colaborar juntos…
—¡Trabajadores del mundo! —concluyó su alegato Limbeck—. ¡Unios!
Y esta vez no se equivocó.
—Ojalá esta vez lo hayan comprendido por fin —murmuró Haplo con una sonrisa cansada. Exhaló un suspiro. El perro emitió un gañido, se apretó contra su amo y olisqueó preocupado, con los músculos tensos, la sangre que le embadurnaba manos y brazos.
De pronto, se escuchó otra voz:
—Podría arrebatarte ese libro. Podría cogerlo de tu cadáver, patryn.
El perro emitió un gemido y apretó el hocico contra su mano.
Haplo abrió los ojos como una centella. El miedo lo dejó completamente despejado y alerta.
Sang-drax estaba al pie de la escalera. La serpiente había adoptado de nuevo su forma elfa y volvía a ser el de antes, salvo en la palidez de sus facciones, en su aspecto macilento y en el hecho de que sólo brillaba uno de sus rojos ojos. La otra órbita era un hueco oscuro, como si la serpiente se hubiera arrancado el globo ocular herido y se hubiera desembarazado de él.
Haplo escuchó los gritos de triunfo de los enanos sobre su cabeza y comprendió qué estaba sucediendo.
—¡Están ganando! El valor, la unión de los mensch… Esto te produce un dolor más profundo que la estocada de una espada, ¿verdad, Sang-drax? Vamos, bestia inmunda, lárgate. Estás tan débil como yo. Ahora no puedes hacerme daño.
—Sí, claro que podría. Pero no voy a hacerlo. Tenemos nuevas «órdenes». —Sang-drax sonrió y puso el énfasis en esta última palabra, como si la encontrara divertida—. Parece que, finalmente, vas a seguir vivo. O tal vez debería ser más preciso: parece que no voy a ser yo el destinado a matarte.
Haplo hundió la cabeza, cerró los ojos y se apoyó de nuevo en la pared. Estaba cansado, tan cansado…
—En cuanto a tus amigos mensch —prosiguió Sang-drax—, todavía no han conseguido poner en funcionamiento la máquina. Puede resultarles una experiencia «estremecedora». Para ellos… y para todos los demás mundos. Lee el libro, patryn. Léelo detenidamente.
La forma elfa de la serpiente empezó a fluctuar y a perder consistencia. Por unos instantes, fue visible en su repulsiva forma de reptil, pero también le resultó difícil mantener aquella apariencia. Como acababa de decir Haplo, la espantosa criatura estaba cada vez más débil. Muy pronto, sólo quedaron de él su voz y el resplandor mortecino de un único ojo rojo en la penumbra de los túneles sartán.
—Estás condenado, patryn. La tuya es una batalla que nunca podrás ganar… a menos que te derrotes a ti mismo.