LA FACTRÍA
REINO INFERIOR
Elfos y enanos se detuvieron el tiempo suficiente como para volver la mirada a Limbeck. Algunos parecían desconcertados; otros, malhumorados; la mayoría, suspicaces, y todos, asombrados. Aprovechando la estupefacción general, Limbeck se encaramó a la pena de la estatua.
—¿Estáis ciegos? —gritó—. ¿Acaso no veis adonde nos conduce todo esto? ¡A la muerte! ¡Esto será nuestra muerte y la de todo nuestro mundo, si no nos detenemos! —Extendió las manos a los elfos y continuó—: Soy el survisor jefe y mi palabra es ley. Hablemos. Negociemos. Los elfos podéis quedaros con la Tumpa-chumpa. Y voy a demostrar que hablo en serio. Ahí abajo —indicó el túnel— hay una sala desde la que se puede controlar la máquina. Os la enseñaré…
Jarre lanzó una exclamación. Limbeck tuvo la súbita sensación de que una mole enorme se alzaba sobre él y notó un aliento malsano y siseante que lo envolvía como el viento del Torbellino.
—¡Demasiado tarde! —rugió Sang-drax—. No habrá paz en este mundo. Sólo caos y terror, y lucha por la supervivencia. ¡En todo Ariano, tendréis que beber sangre en lugar de agua! ¡Destruid la máquina!
La cabeza de la serpiente pasó por encima del desconcertado enano y golpeó la estatua del dictor.
Un estruendo resonante, grave y estremecedor, recorrió la Factría. La estatua del dictor, la severa y silenciosa figura del sartán que se había mantenido allí durante siglos, adorada y reverenciada por innumerables generaciones de enanos, se estremeció y osciló sobre su base. La serpiente se lanzó de nuevo contra ella y la golpeó con furia. El dictor emitió otro retumbo metálico, se inclinó, osciló y se derrumbó sobre el suelo.
El eco estruendoso de la caída sonó como el toque a muertos de una campana a lo largo y ancho de la Factría.
Por todo Drevlin, las serpientes empezaron a golpear los le—trozumbadores, a romper los silbatos y reducir a pedazos de metal la máquina maravillosa. Los elfos vieron lo que sucedía y, de pronto, acudió a su mente una visión de sus naves cisternas regresando al Reino Medio… vacías.
Los enanos detuvieron su retirada, volvieron a tomar las armas y se volvieron para hacer frente a las odiosas criaturas. Los elfos empezaron a arrojar flechas mágicas a sus rojos ojos y, dentro y fuera de la Factría, unidos por la terrible visión de las serpientes atacando la máquina, enanos y elfos combatieron juntos para proteger la Tumpa-chumpa.
Los ayudó en la lucha la oportuna llegada de una nave dragón desarbolada que, merced al esfuerzo conjunto de sus ocupantes elfos y humanos, había conseguido escapar a duras penas del Torbellino. Un grupo de robustos humanos, bajo el mando de un capitán elfo y empuñando armas encantadas con los hechizos de un mago elfo, se unió a los enanos. Los mensch atacaron a las serpientes con tal ferocidad que éstas dieron media vuelta y huyeron.
Era la primera vez en toda la historia de Ariano que humanos, elfos y enanos combatían juntos, y no unos contra otros.
La escena habría enorgullecido al líder de la UAPP, pero, por desgracia, Limbeck no podía verla. El enano había desaparecido, enterrado bajo la estatua rota del dictor.
Jarre, casi sin ver entre las lágrimas, levantó el hacha y se dispuso a combatir a la serpiente cuya ensangrentada cabeza se cernía sobre la estatua, quizá buscando a Haplo, quizás a Limbeck. Jarre se lanzó adelante entre gritos de desafío, blandiendo el hacha… y no encontró a su enemigo.
La serpiente había desaparecido.
La enana trastabilló y no pudo detener el impulso de su violento ataque. El hacha voló de sus manos pringosas de sangre, y Jarre cayó de cuatro manos.
—¿Limbeck? —gritó desesperada, febril, y gateó hacia la estatua rota. Entre los fragmentos apareció una mano que se agitó débilmente.
—Estoy aquí. Yo…, me parece…
—¡Limbeck! —Jarre se arrojó sobre la mano, la tomó entre las suyas, la besó y empezó a tirar de ella.
—¡Ay! ¡Espera! ¡Estoy atrapado! ¡Oh, el brazo…! ¡No…!
Jarre no hizo caso de las protestas. No tenía tiempo para mimos. Agarró firmemente su regordeta mano, apoyó los pies en la estatua y tiró con fuerza. Tras un breve y enérgico esfuerzo, consiguió liberar al enano.
El augusto líder de la UAPP emergió de los pedazos de la estatua despeinado y desaliñado, apurado y confundido, sin un solo botón en sus ropas y con todo el aspecto de haber sido aplastado y estrujado pero, por lo demás, estaba ileso.
—¿Qué…, qué ha sucedido? —preguntó, entrecerrando los ojos para intentar distinguir algo.
—Estamos luchando para salvar la Tumpa-chumpa —explicó Jarre mientras le daba un rápido abrazo. Después, empuñó de nuevo el hacha ensangrentada y se dispuso a sumarse a la refriega.
—¡Espera! ¡Voy contigo! —gritó Limbeck, cerrando los puños y con una mueca de ferocidad.
—No seas memo —replicó Jarre cariñosamente, y acompañó sus palabras de un tirón de barba—. No ves nada. Sólo conseguirás nacerte daño. Tú quédate aquí.
—Pero… ¿qué puedo hacer? —protestó él, disgustado—. Debe haber algo…
Jarre podría haberle dicho (y lo haría más tarde, cuando estuvieran los dos a solas) que todo había sido obra suya. Que él era el héroe de aquella guerra, el responsable de la salvación de la Tumpa-chumpa y de las vidas no sólo de su propio pueblo, sino de todos los habitantes de Ariano.
Pero, en aquel momento, no tenía tiempo para todo aquello.
—¿Por qué no haces un discurso? —se apresuró a sugerir—. Sí, creo que uno de tus discursos sería lo más oportuno.
Limbeck reflexionó en ello. Hacía mucho tiempo que no pronunciaba un discurso; descontado el parlamento de rendición, que había sido interrumpido de una manera bastante brusca. De todos modos, no recordaba muy bien adonde quería llegar con aquella alocución.
—Pero…, es que no tengo ninguno preparado…
—Sí, claro que sí, querido. Aquí.
Jarre buscó en uno de los amplios bolsillos de Limbeck, extrajo una hoja de papel con manchones de tinta y, sacando el bocadillo de su interior, la entregó a Limbeck.
El enano apoyó una mano en la estatua caída del dictor, acercó el papel a la nariz y empezó a declamar:
—¡Operarios de Drevlin! ¡Hundios y liberaos de las cadenas…! No, eso no puede ser. ¡Aja!: ¡Operarios de Drevlin! ¡Unios y liberaos de las cadenas…!
Y así marcharon los enanos a la que más tarde pasaría a la historia como la batalla de la Tumpa-chumpa, con las palabras a veces confusas —pero siempre inspiradoras— del líder de la UAPP y héroe mundial en ciernes, Limbeck Aprietatuercas, resonando en sus oídos.