CAPÍTULO 35

LA CATEDRAL DEL ALBEDO,

REINO MEDIO

—Guardián —dijo el kenkari ayudante del Puerta—, un weesham pide verte. El weesham del conde Tretar, para ser preciso.

—Dile que no aceptamos…

—Si me perdonas, Guardián, ya se lo he hecho saber, pero es muy terco. Insiste en hablar contigo personalmente.

El Puerta suspiró, tomó un sorbo de vino, se secó los labios con una servilleta y dejó el almuerzo para ir al encuentro de aquel weesham tan pesado.

Estuvo largo rato de conversación con él y, cuando la conferencia terminó, el Guardián de la Puerta reflexionó un momento, llamó a su ayudante y le informó que estaría en la capilla.

El Guardián de las Almas y la Guardiana del Libro estaban arrodillados ante el altar de la capilla. Viéndolos en plena oración, el Puerta entró en silencio, cerró la puerta tras él y se arrodilló también, con las manos juntas y la cabeza inclinada.

El Alma se volvió.

—¿Tienes noticias?

—Sí, pero no querría…

—No, no. Haces muy bien en interrumpirnos. Observa.

Puerta levantó la cabeza y contempló el Aviario con un sobresalto. Era como si una tormenta furiosa se hubiera desatado sobre la frondosa vegetación. Los árboles temblaban y se combaban y gemían bajo un viento que era el clamor de miles de almas atrapadas. Las hojas se agitaban, presa de violentas sacudidas, y las ramas crujían y se quebraban.

—¿Qué es esto? —musitó el Puerta, olvidando en su espanto que no debía hablar hasta que lo hubiera hecho el Guardián de las Almas. Al recordarlo, se encogió y se dispuso a pedir disculpas, pero no le dio tiempo.

—Quizás tú puedes decírnoslo.

Puerta, perplejo, movió la cabeza en gesto de negativa.

—Acaba de estar aquí un weesham, el mismo que nos habló del chiquillo humano, ese Bane. El weesham recibió nuestro aviso y nos ha traído esta noticia: su pupilo, el conde Tretar, ha capturado a la dama Iridal y a Hugh la Mano. La misteriarca ha sido encerrada en las mazmorras de la Invisible. El weesham no está seguro de qué ha sido de Hugh, pero cree que a él y al muchacho los están conduciendo a alguna parte, lejos de aquí.

El Guardián de las Almas se puso en pie.

—Tenemos que actuar. Y tenemos que hacerlo enseguida.

—Pero, ¿a qué viene el clamor de los muertos? —Insistió el Puerta—. ¿Qué es lo que los perturba?

—No consigo entenderlo. —El Guardián de las Almas tenía un aire perplejo y dolorido—. Tengo la impresión de que tal vez no lo comprendamos nunca, en esta vida. Pero ellas, sí. —Volvió la vista al Aviario, y le cambió la cara; sus facciones expresaban ahora un temor reverencial, una añoranza cargada de melancolía—. Ellas lo entienden. Y nosotros debemos actuar. Debemos ponernos en marcha.

—¡Ponernos en marcha! —El Guardián de la Puerta palideció. Jamás, en los incontables años que había dedicado a abrirla a los demás, la habían traspasado sus pies—. En marcha, ¿adonde?

—A unirnos a ellas, tal vez —respondió el Alma con una sonrisa desvaída, como si captara los lamentos silenciosos de los muertos en el interior del Aviario.

En la hora fría y oscura que precede al alba, el Guardián de las Almas cerró la puerta que conducía al Aviario e invocó ante ella un hechizo que la dejó sellada. Era algo que no había sucedido en toda la historia de la catedral. Ni una sola vez, en todo aquel tiempo, había abandonado su sagrado puesto el Guardián de las Almas.

El Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro intercambiaron una mirada solemne mientras las puertas se cerraban y eran pronunciadas las palabras del hechizo. Abrumados de asombro, los dos kenkari estaban más asustados por aquel brusco cambio en sus vidas que por la vaga sensación de amenaza que percibían, pues interpretaban aquella pequeña alteración como el anuncio de un cambio de proporciones muy superiores que afectaría, para bien o para mal, a todos los pueblos de todas las razas de Ariano.

El Guardián de las Almas abandonó el Aviario y enfiló el corredor. Dos pasos más atrás, como era debido, lo siguieron el Guardián de la Puerta, a la izquierda, y la Guardiana del Libro, a la diestra. Ninguno de los tres dijo nada, aunque el Puerta estuvo a punto de soltar una exclamación cuando pasaron junto al pasillo que conducía a la puerta principal y continuaron adentrándose en la catedral. El Guardián había dado por sentado que deberían abandonar el recinto para encaminarse al Imperanon, pues había supuesto que éste sería su destino. Al parecer, había supuesto mal.

No se atrevió a hacer preguntas, ya que el Alma no decía nada. Lo único que pudo hacer fue intercambiar miradas de muda perplejidad con la Libro mientras acompañaban a su superior escaleras abajo. Llegaron a las cámaras de los weesham, dejaron atrás salas de estudio y almacenes y, finalmente, entraron en la gran biblioteca de los kenkari.

El Alma pronunció una palabra, y las lámparas cobraron vida en paredes y techos, bañando la sala en una suave luz. El Puerta se dijo que tal vez habían acudido en busca de algún volumen de referencia, de algún texto que les proporcionara alguna explicación o instrucción.

En la biblioteca de los kenkari constaba la historia entera de los elfos de Ariano y también, en menor medida, de las otras dos razas. El material sobre los humanos era voluminoso; el que trataba de los enanos, en cambio, era sumamente exiguo, algo comprensible pues los elfos consideraban a los enanos una mera nota a pie de página. Allí, a aquella biblioteca, era donde la Libro llevaba su tarea cuando estaba completa: allí bajaba los enormes volúmenes a medida que los iba llenando de nombres y los colocaba en el orden adecuado en las estanterías, en perpetua expansión, que albergaban el Registro de Almas.

En la biblioteca había también numerosos volúmenes abandonados por los sartán, aunque la colección no era tan extensa como la que podía verse en el Reino Superior.

Los elfos no podían leer la mayoría de las obras de los sartán. Pocas de ellas podían siquiera ser abiertas, pues no había modo de penetrar en los misterios de la magia rúnica empleada por los sartán, a quienes los elfos consideraban dioses. A pesar de ello, sus libros eran conservados como reliquias sagradas y ningún kenkari entraba en la biblioteca sin dedicar un recuerdo respetuoso y reverente en honor de aquellos seres divinos, desaparecidos hacía tanto tiempo.

El Puerta no se sorprendió, pues, al ver que el Guardián de las Almas se detenía ante la vitrina de cristal que contenía diversos rollos manuscritos y volúmenes encuadernados de los sartán. Tampoco lo hizo la Libro. Ella y el Puerta emularon a su superior y rindieron veneración a los sartán, pero luego observaron con perplejidad cómo el Alma alargaba la mano, posaba sus finos dedos sobre el cristal y pronunciaba unas palabras mágicas. El cristal se hundió al contacto con sus yemas. El Alma traspasó el cristal con la mano y tomó del interior un volumen delgado, de aspecto poco llamativo, que había quedado relegado en el fondo de la vitrina. Estaba cubierto de polvo.

Al retirar el libro, el cristal cubrió rápidamente el hueco, cerrando la vitrina. El Alma contempló el libro con un aire de añoranza, tristeza y temor.

—Empiezo a creer que hemos cometido un error terrible, pero teníamos miedo. —Levantó la cabeza hacia el techo. Después, volvió a bajarla con un suspiro—. Los humanos y los enanos son distintos de nosotros. Muy distintos. ¿Quién sabe? Tal vez esto nos ayude a todos a comprender…

Guardando el libro en las voluminosas mangas de su túnica multicolor, el Guardián de las Almas condujo a sus desconcertados seguidores por la amplia biblioteca hasta llegar ante una pared desnuda.

Allí se detuvo, y su expresión cambió, se hizo sombría y ceñuda. Se volvió y, por primera vez desde que habían iniciado la expedición, miró a los ojos a sus compañeros.

—¿Sabéis por qué os he traído aquí?

—No, en absoluto —murmuraron los dos, con absoluta sinceridad, pues ninguno de ellos tenía la menor idea de por qué estaban plantados ante una pared vacía cuando a su alrededor se estaban produciendo grandes y portentosos sucesos.

—Ésta es la razón —dijo entonces el Alma con un tono de severidad en su voz, normalmente dulce. Levantó la mano, la posó en la pared y empujó.

Una parte de la pared se abrió, girando suavemente y sin ruido sobre un eje central, y dejó a la vista unos peldaños toscamente tallados que se perdían en la oscuridad.

La Libro y el Puerta hablaron a la vez.

—¿Cuánto tiempo lleva esto aquí…?

—¿Quién ha podido hacer…?

—La Invisible —respondió el Alma, lúgubre—. La escalera conduce a un túnel que lleva directamente a sus mazmorras. Lo sé porque las he seguido.

Los otros dos kenkari miraron a su superior con asombro y desconsuelo, perplejos ante la revelación y temerosos de su significado.

—Respecto a cuánto tiempo lleva aquí, no tengo idea. Apenas hace unos pocos ciclos que lo descubrí. Una noche, no podía dormir y pensé que un rato de estudio me relajaría. Vine aquí a una hora muy avanzada, cuando normalmente no ronda nadie por este lugar. A decir verdad, no llegué a sorprenderlos del todo. Apenas capté un levísimo movimiento por el rabillo del ojo. Lo habría tomado por un mero efecto óptico causado por el paso de la penumbra a la luz brillante, de no haber ido acompañado por un extraño sonido que atrajo mi atención hacia esta pared. Y entonces vi claramente el contorno de la puerta, que desapareció instantes después.

»Durante tres noches, aceché en la oscuridad esperando que se presentaran otra vez. No lo hicieron. Entonces, la cuarta noche, volvieron. Los vi entrar y salir. Percibí la cólera de Krenka-Anris ante tal sacrilegio. Envuelto en su cólera, me deslicé tras ellos y los seguí a su guarida. Las mazmorras de la Invisible.

—Pero, ¿por qué? —Inquirió la Libro—. ¿Acaso se han atrevido a espiarnos?

—Sí, creo que sí —respondió el Guardián de las Almas con el rostro muy serio—. Espiarnos y algo peor, quizá. Los dos que vi entrar esa noche se pusieron a revolver entre los libros y parecieron mostrar un especial interés en los volúmenes de los sartán. Trataron de forzar la urna de cristal pero nuestra magia frustró sus intentos. Sin embargo, había algo muy extraño en esos dos agentes. —El Alma bajó la voz y dirigió una mirada a la pared abierta—: Hablaron en un idioma que jamás he oído. No entendí una palabra de lo que decían.

—Quizá la Invisible ha desarrollado un idioma secreto que sólo usan sus miembros —apuntó el Puerta—. Como la jerga que emplean los ladrones entre los humanos…

—Tal vez. —El Alma no parecía muy convencido—. Fuera lo que fuese, resultaba horrible. Sólo de oírlos hablar, me quedé casi paralizado. Las almas de los muertos temblaron y gritaron de espanto.

—Pero, aun así, los seguiste —dijo el Puerta, mirando con admiración a su superior.

—Era mi obligación —se limitó a responder éste—. Krenka-Anris me lo ordenó. Y ahora nos ordena que entremos otra vez. Y que recorramos el camino de esos guardias y empleemos contra ellos sus propios secretos oscuros.

El Alma se detuvo a la entrada del pasadizo secreto. El viento helado y desagradablemente húmedo que fluía del conducto subterráneo hizo vibrar los pliegues sedosos de su túnica multicolor, los extendió, los levantó y alzó consigo el esbelto cuerpo del elfo. Éste menguó de tamaño hasta que no fue mayor que el insecto al que emulaba.

Con un airoso batir de alas, el kenkari cruzó el umbral y penetró volando en el túnel oscuro. Sus dos compañeros también se alzaron del suelo, obraron su magia y entraron tras él. Sus ropas despidieron un fulgor radiante que iluminó su camino, un brillo que se amortiguó, transformándose en un suavísimo terciopelo negro cuando llegaron a su destino.

Sin que nadie advirtiera su presencia, los tres kenkari entraron en las mazmorras de la Invisible.

Unos pájaros gigantescos, unas criaturas espantosas de alas coriáceas, pico afilado como una cuchilla y dientes desgarradores, atacaron a Haplo. El patryn intentó escapar, pero las aves se abatieron sobre él repetidamente, batiendo las alas a su alrededor. Haplo se defendió, pero no podía verlas. Las criaturas le habían sacado los ojos a picotazos.

Trató de escapar de ellas y avanzó a tientas por el terreno áspero y desigual del Laberinto. Las aves descendieron en picado hacia él para desgarrarle la espalda desnuda con sus zarpas. El patryn cayó al suelo, y, al hacerlo, las espantosas criaturas se abatieron sobre él. Haplo volvió las cuencas sanguinolentas de sus ojos hacia la algarabía que producían, hacia los gritos estridentes de regocijo y sus risillas ahogadas de hambre saciada.

Intentó alcanzarlas con los puños y alejarlas a patadas, pero las criaturas se limitaron a revolotear en torno a él, acercándose lo justo como para burlarse de sus esfuerzos y desgastar sus energías. Y, cuando Haplo cayó al suelo, agotado, las aves se posaron sobre su cuerpo, le hundieron las zarpas en la piel, le arrancaron pedazos de carne a picotazos y se cebaron en su cuerpo, alimentándose de su miedo y de su terror.

Las criaturas se proponían matarlo. Pero lo devoraban poco a poco. Le descarnaban los huesos hasta dejarlos limpios y luego pasaban a la porción siguiente de carne aún viva. Y, una vez saciadas, batían las alas y remontaban el vuelo, dejándolo sumido en el dolor y en la oscuridad. Y, cuando el patryn recuperaba las fuerzas, cuando se curaba a sí mismo y trataba de escapar, de nuevo escuchaba el horrible aleteo de las monstruosas criaturas. Y, a cada nuevo ataque de éstas, Haplo perdía un poco más su poder para combatirlas.

Lo perdía… para no recuperarlo más.

Una vez dentro de las mazmorras de la Invisible, los kenkari recuperaron su forma y aspecto normales, con la salvedad de que sus ropas conservaron aquel color negro aterciopelado, más suave que la oscuridad que los rodeaba.

El Guardián de las Almas hizo una pausa y se volvió hacia sus compañeros, preguntándose si percibían lo mismo que él.

A juzgar por sus expresiones, así era.

—Aquí se nota la influencia de algo terriblemente maléfico —apuntó el Alma en voz baja—. En toda mi vida he experimentado nada semejante.

—Y, no obstante —intervino la Libro con timidez—, parece antiguo, como si llevara aquí desde siempre.

—Sí, más antiguo que nosotros —añadió el Puerta—. Más antiguo que nuestro pueblo.

—¿Cómo vamos a combatirlo? —inquirió la Libro con impotencia.

—¿Cómo vamos a no hacerlo? —respondió el Alma, y avanzó por el oscuro pasillo del bloque de celdas, en dirección a un charco de luz. Uno de los miembros de la Invisible, encargado de la vigilancia nocturna, acababa de dejar su puesto tras el cambio de guardia. El centinela diurno, con un voluminoso llavero en las manos, se disponía a hacer su primera ronda de la jornada para controlar a los presos y ver cuántos de ellos habían muerto durante la noche.

Una figura emergió de las sombras y se interpuso en su camino.

El Invisible se detuvo al instante y llevó la mano a la espada.

—¿Qué…? —Murmuró, dando un paso atrás ante el avance del elfo envuelto en ropas negras—. ¿Un kenkari?

El guardia apartó la mano de la empuñadura de la espada y, ya recuperado de la sorpresa inicial, recordó sus deberes.

—Los kenkari no tenéis jurisdicción aquí —murmuró con voz ronca, aunque con el respeto que consideró necesario mostrar ante uno de aquellos poderosos magos—. Accedisteis a no intervenir y debes respetar ese compromiso. En nombre del emperador, te pido que te vayas.

—El compromiso que establecimos con Su Majestad Imperial ha sido roto, y no por nosotros. Nos marcharemos cuando tengamos lo que hemos venido a buscar —respondió el Alma sin alterarse—. Ábrenos paso.

El guardia desenvainó la espada y abrió la boca para pedir refuerzos. El Guardián de las Almas levantó la mano y su gesto paralizó el del Invisible. Éste quedó inmóvil, silenciado.

—Tu cuerpo es una envoltura que abandonarás algún día —dijo el kenkari—. Ahora le hablo a tu alma, que vivirá eternamente y deberá responder ante los antepasados de lo que ha hecho en esta vida. Si no estás completamente entregada al odio y a la ambición siniestra, ayúdanos en nuestra tarea.

El Invisible empezó a estremecerse violentamente, presa de una lucha interior. Por fin, dejó caer la espada, alargó la mano hacia el llavero y, sin una palabra, se lo entregó al Alma.

—¿Cuál es la celda de la hechicera humana?

Los ojos del guardia se volvieron hacia un pasadizo a oscuras que parecía en desuso.

—No debéis ir por ahí —dijo con una voz hueca como el eco en una caverna—. Os encontraríais con ellos. Traen un prisionero.

—¿Ellos? ¿Quiénes?

—No lo sé, Guardián. Aparecieron entre nosotros no hace mucho. Fingen ser elfos como nosotros, pero no lo son. Todos lo sabemos, pero no nos atrevemos a decir nada. Sean lo que sean, resultan terribles.

—¿Cuál es la celda?

El Invisible gimoteó entre estremecimientos.

—Yo… no puedo…

—Un miedo poderoso que socava el ánimo —murmuró el Alma—. No importa. Iremos a su encuentro. Suceda lo que suceda, tu cuerpo no verá ni oirá nada hasta que nos hayamos marchado.

El Guardián de las Almas bajó la mano. El guardia, con un ligero pestañeo como si acabara de despertar de una siesta, se sentó ante el escritorio, cogió el cuaderno de incidencias de la noche y se puso a estudiarlo con profundo interés.

El Alma cogió las llaves con expresión seria y preocupada y se adentró por el oscuro corredor. Sus camaradas avanzaron tras él. Sus pasos vacilaron, sus corazones latieron aceleradamente y un escalofrío de miedo los estremeció, helándolos hasta los huesos.

En el bloque de celdas había reinado hasta entonces un silencio cargado de malos presagios; de pronto, los elfos escucharon unas pisadas y un ruido como de un pesado saco arrastrado por el suelo.

Cuatro figuras surgieron de una pared en el extremo opuesto del corredor, produciendo la impresión de que se materializaban y cobraban forma de la propia oscuridad. Entre las cuatro llevaban una quinta figura, laxa y exánime.

Las cuatro figuras pasaban por soldados elfos a los ojos de todos los demás, pero los kenkari veían más allá de lo que podían hacerlo los ojos mortales. Sin prestar atención a la máscara externa de carne, los tres guardianes de la Catedral del Albedo buscaron las almas. Y no encontraron nada.

Y, aunque no pudieron ver a las serpientes en su verdadera forma, lo que captaron los kenkari fue su absoluta maldad. Una maldad espantosa, indecible, vieja como el inicio de los tiempos y terribles como su final.

Las serpientes elfo percibieron la presencia de los kenkari —una presencia radiante— y desviaron su atención del prisionero. Los falsos elfos miraron con sorna a los hechiceros.

—¿Qué buscas, viejo senil? —Dijo uno al Guardián de las Almas—. ¿Vienes a ver cómo matamos a este tipo?

—¿O acaso vienes a capturar su alma? —añadió otro.

—No te molestes —intervino un tercero con una risotada—. Él es como nosotros. Tampoco la tiene.

Los kenkari no pudieron replicar. El terror les había robado la voz. Los tres habían tenido existencias muy largas, más que las de casi cualquier otro elfo, y jamás habían conocido una maldad semejante.

¿O sí? El Guardián de las Almas miró a su alrededor y observó las mazmorras. Con un suspiro, se asomó a su propio corazón. Y en él ya no encontró miedo. Sólo vergüenza.

—Soltad al patryn —dijo—. Soltadlo y, luego, marchaos.

—De modo que sabes quién es… —Las serpientes elfo se mostraron sorprendidas—. Pero tal vez no te das cuenta de lo poderoso de su magia. Sólo nosotras podemos controlarla. Sois tú y tus compañeros quienes debéis marcharos… mientras podáis.

El Alma juntó sus manos y dio un paso adelante.

—Soltadlo —repitió el Guardián sin alterarse—. Y marchaos.

Las cuatro serpientes elfo dejaron a Haplo en el suelo pero no se retiraron. Abandonando su apariencia de elfo, se fundieron en sombras informes. Sólo quedó visible el resplandor rojizo de sus ojos. La oscuridad avanzó hacia el kenkari, y de ella surgió el siseo de un millar de serpientes:

—Mucho tiempo habéis trabajado para nosotras. Nos habéis servido bien. Éste es un asunto que no os concierne. La mujer es humana, vuestro enemigo mortal. El patryn se propone someter a todo vuestro pueblo, también a vosotros. Marchaos, volved a vuestros puestos y vivid en paz.

—Os veo y os escucho por primera vez —respondió el Alma con un temblor en la voz— y grande es mi vergüenza. Sí, os he servido. Lo he hecho por miedo, por malentendidos, por odio. Pero, después de haber visto cómo sois en realidad, después de verme a mí mismo, os repruebo. No volveré a serviros.

El terciopelo negro de sus ropas empezó a brillar tenuemente hasta que recuperó su centelleo multicolor, envolviendo su silueta en un halo luminoso. El kenkari elevó los brazos, y el tejido sedoso flotó en torno a su delgadísimo cuerpo. El Guardián de las Almas avanzó invocando su magia, la magia de los muertos. Invocando el nombre de Krenka-Anris y pidiendo su ayuda. La oscuridad se cernió sobre él, terrible y amenazadora. El kenkari no se movió y plantó cara, sin temor. La oscuridad siseó, se retorció en torno a él y se retiró serpenteando.

La Libro y el Puerta contemplaron la escena y lanzaron una exclamación.

—¡Has hecho que se vayan!

—Porque ya no tenía miedo —explicó el Alma. Dirigió una mirada al patryn inconsciente, aparentemente sin vida, y añadió—: Pero me temo que llegamos demasiado tarde.