CAPÍTULO 34

EL IMPERANON,

ARISTAGÓN, REINO MEDIO

Haplo vio alejarse a Hugh y se propuso seguirlo, pero antes dirigió una cauta mirada a su alrededor. Sang-drax andaba por allí, en alguna parte; las runas de la piel del patryn reaccionaban a la presencia de la serpiente.

Sin duda, Sang-drax aguardaba en aquella misma habitación. Lo cual significaba que…

—¡Haplo! —Chilló una voz—. ¡Haplo, ven con nosotros!

—¿Jarre? —El patryn se volvió.

Sang-drax tenía asida a la enana por la mano y corría con ella por el pasadizo hacia la escalera.

A la espalda de Haplo, la madera saltó hecha astillas. Hugh había echado abajo la puerta y el patryn lo oyó irrumpir en la habitación con un rugido. Fue recibido con gritos, órdenes en elfo y un estruendo de acero contra acero.

—¡Ven conmigo, Haplo! —Jarre alargó la mano libre hacia él—. ¡Nos escapamos!

—No podemos detenernos, querida —avisó Sang-drax, arrastrando consigo a la enana—. Tenemos que huir antes de que termine la confusión. He prometido a Limbeck que me ocuparía de que volvieras a Drevlin sana y salva.

Pero Sang-drax no miraba a Jarre. Miraba a Haplo. Y los ojos de la serpiente tenían un intenso fulgor rojo.

Jarre no llegaría viva a la tierra de los enanos.

Sang-drax y la enana descendieron a toda prisa la escalera; la enana, dando traspiés y produciendo un gran estruendo de tintineos y pisadas firmes con sus recias botas.

—¡Haplo! —le llegó el grito de Jarre.

Se quedó plantado en mitad del pasillo, soltando juramentos de amarga frustración. De haber podido, se habría dividido en dos, pero tal cosa era inalcanzable incluso para un semidiós. Hizo, pues, lo más parecido que estaba en su mano.

—¡Perro! —ordenó a éste—. ¡Ve con Bane! ¡Quédate con él!

Apenas esperó a ver que el perro se alejaba a toda velocidad hacia la habitación de Bane, donde reinaba ahora un silencio cargado de malos presagios, y se puso en marcha por el pasillo en persecución de Sang-drax.

«¡Una trampa!»

El eco de la advertencia de Haplo resonó en la cabeza de Hugh.

«Lo has sospechado desde el principio.»

Muy cierto, maldita fuera. Hugh llegó hasta la habitación de Bane y encontró cerrada la puerta. Le dio una patada, y la débil madera de tile saltó hecha astillas, que lo llenaron de arañazos cuando se abrió paso por el hueco. No tenía ningún plan de ataque y no había tiempo para improvisar alguno, pero la experiencia le había enseñado que una acción temeraria e inesperada podía, en ocasiones, derrotar a un enemigo superior, sobre todo si éste ya daba por hecho su triunfo. Hugh dejó a un lado el disimulo y la discreción y empezó a hacer todo el ruido, a armar todo el revuelo del que fue capaz.

Los guardias elfos que se habían ocultado en la habitación sabían que Iridal tenía un cómplice, pues su llamada de auxilio los había puesto sobre aviso. Una vez reducida la misteriarca, los guardias permanecieron al acecho del hombre y saltaron sobre él cuando irrumpió a través de la puerta. Pero, al cabo de pocos segundos, los elfos empezaron a preguntarse si estaban viéndoselas con un hombre o con una legión de demonios.

La habitación había permanecido a oscuras hasta entonces pero en aquel momento, con la puerta reventada, la luz de la antorcha del pasadizo iluminaba en parte la escena, aunque la luz vacilante no hacía sino contribuir a la confusión. Hugh no llevaba puesta la máscara, que Haplo le había arrancado, de modo que eran visibles su cabeza y sus manos, mientras el resto de su cuerpo aún seguía camuflado por la magia elfa. A los desconcertados guardias les produjo la impresión de que una cabeza humana incorpórea se abalanzaba sobre ellos al tiempo que unas manos portadoras de muerte surgían de la nada con un destello.

La afilada daga de Hugh alcanzó a uno de los elfos en el rostro y se hundió en el gaznate de otro. De una patada en la entrepierna, Hugh envió a un tercero al suelo, retorciéndose de dolor; su puño, como un ariete, derribó a otro.

Los elfos, cogidos por sorpresa ante la ferocidad del ataque y sin saber a ciencia cierta si estaban combatiendo a un ser vivo o a un espectro, retrocedieron en desorden.

Hugh no les prestó más atención. Bane —con las mejillas pálidas, los ojos muy abiertos y los rizos desgreñados— estaba en cuclillas al lado de su madre, la cual yacía en el suelo, inconsciente. Hugh apartó a un lado muebles y cuerpos. Estaba a punto de tomar en brazos a la mujer y salir de allí con ella y el pequeño, cuando escuchó una voz fría:

—Esto es ridículo. Es un humano y está solo. Detenedlo.

Avergonzados, reaccionando tras su exhibición de terror, los soldados elfos volvieron al ataque. Tres de ellos se lanzaron por la espalda sobre Hugh, le sujetaron los brazos y se los inmovilizaron contra los costados. Otro guardia le cruzó el rostro con un golpe plano de su espada y dos elfos más lo cogieron por los pies. La lucha terminó.

Los elfos ataron brazos, muñecas y tobillos de Hugh con cuerdas de arco. El hombre quedó tendido de costado, con las rodillas encogidas contra el pecho, aturdido e impotente.

De una herida en un lado de la cabeza descendía un pequeño reguero de sangre, que también goteaba de un corte en los labios. Dos elfos lo vigilaron estrechamente mientras los demás iban en busca de luz y de ayuda para sus compañeros caídos.

Velas y antorchas iluminaron un escenario de destrucción. Hugh no tenía idea de qué clase de hechizos había lanzado Iridal antes de ser reducida, pero las paredes estaban tiznadas como por el impacto de algún objeto ardiente, varios espléndidos tapices humeaban todavía y dos elfos estaban siendo retirados de la estancia con quemaduras graves.

Iridal yacía en el suelo con los ojos cerrados y el cuerpo flácido, pero respiraba. Estaba viva. Hugh no apreció ninguna herida y se preguntó qué le habría sucedido. Después, dirigió la mirada a Bane, que seguía acuclillado junto a la figura inmóvil de su madre. Hugh recordó las palabras de Haplo y, aunque no confiaba en el patryn, tampoco se fiaba de Bane. ¿Los habría traicionado el chiquillo?

Dirigió una mirada penetrante a éste. Bane se la devolvió con rostro impasible, sin revelar nada, ni inocencia ni culpabilidad. No obstante, cuanto más tiempo sostenía la mirada de Hugh, más nervioso parecía ponerse. Sus ojos se apartaron del rostro de Hugh y se fijaron en un punto justo por encima del hombro del humano. De pronto, con los ojos abiertos como platos, Bane emitió un grito ahogado:

—¡Alfred!

Hugh estuvo a punto de volver la cabeza, pero enseguida se dio cuenta de que el muchacho sólo trataba de engañarlo para desviar su atención de Iridal.

Pero, si Bane estaba haciendo comedia, su interpretación era magistral. El pequeño se encogió, retrocedió un paso y levantó una de sus manitas como para protegerse.

—¡Alfred! ¿Qué haces aquí? ¡Vete! ¡No te quiero por aquí! No te necesito…

El chiquillo sólo era capaz de balbucir unas palabras casi incoherentes. La voz fría intervino de nuevo:

—Tranquilízate, Alteza. Aquí no hay nadie.

Bane estalló de cólera.

—¡Alfred está aquí! Justo sobre el hombro de Hugh! ¡Lo veo perfectamente, te lo aseguro…!

De pronto, el muchacho parpadeó y miró a Hugh con los ojos entrecerrados. Tragó saliva y ensayó una sonrisa, astuta y socarrona.

—Estaba tendiendo una trampa, conde. Trataba de averiguar si este hombre tenía un cómplice, pero tú lo has estropeado. ¡Lo has echado todo a perder!

Bane intentó parecer indignado, pero no apartó la vista de Hugh, y éste siguió percibiendo cierta inquietud en los ojos del muchacho.

Hugh no tenía idea de qué se proponía Bane, ni le importaba. Algún truco, sin duda. La Mano recordó una ocasión en que el muchacho había afirmado ver a un monje kir detrás de su hombro.[67] Se lamió la sangre de la herida del labio y miró a su alrededor tratando de identificar la voz que daba las órdenes.

Descubrió ante él a un elfo alto y bien formado. Ataviado con unas ropas refulgentes, el elfo había salido milagrosamente ileso del torbellino de destrucción que había arrasado gran parte de la estancia. El conde avanzó unos pasos y estudió a Hugh con distante interés, como si inspeccionara una especie de insecto recién descubierta.

—Soy el conde Tretar, señor de los elfos trétaros. Y tú, creo, eres conocido como Hugh la Mano.

—Mí no habla elfo —gruñó Hugh.

—¿No? —Tretar sonrió—. Pero sabes lucir muy bien nuestras ropas. Vamos, vamos, señor mío… —El conde seguía hablando en elfo—. El juego ha terminado. Acepta la derrota con elegancia. Yo sé muchas cosas de ti, Hugh: sé que hablas elfo con fluidez, que eres responsable de la muerte de varios de mi raza, que robaste una de nuestras naves dragón… Y tengo una orden de busca y captura contra ti… vivo o muerto.

Hugh miró de nuevo a Bane, que lo contemplaba con la inocencia candida e impertérrita que ponen en práctica los niños como su mejor defensa contra los adultos.

Con una mueca de dolor, Hugh movió el cuerpo con la aparente intención de ponerse más cómodo, aunque lo que pretendía en realidad era probar la firmeza de sus ataduras. Las cuerdas de arco estaban seguras. Si intentaba desatarse, sólo conseguiría que se le hundieran aún más en la carne.

Aquel Tretar no era estúpido. De nada le serviría seguir fingiendo, se dijo. Quizá si intentaba un trato…

—¿Qué le ha sucedido a la madre del muchacho? —preguntó—. ¿Qué le habéis hecho?

El conde miró brevemente a Iridal y enarcó una ceja.

—Le hemos inoculado un veneno. ¡Oh!, nada peligroso, te lo aseguro. Es un preparado poco potente, administrado mediante un dardo, que la mantendrá inconsciente e incapacitada durante el tiempo que estimemos necesario. Es el único modo de tratar a esos humanos conocidos como «misteriarcas». Esto, o matarlos directamente, por…

El conde se detuvo a media frase. Su mirada se había vuelto hacia un perro que acababa de entrar en la sala.

El perro de Haplo. Hugh se preguntó dónde se habría metido el patryn y cuál era su papel en todo aquello, pero no encontró respuesta. Y, desde luego, no iba a pedírsela a los elfos por si, por alguna casualidad, éstos no habían contado con Haplo en sus cálculos.

Tretar frunció el entrecejo y se dirigió a sus soldados.

—Ése es el perro del criado de Su Alteza. ¿Qué hace aquí? Lleváoslo.

—¡No! —Exclamó Bane—. ¡Es mío!

El niño se incorporó de un salto y echó los brazos al cuello del animal. Éste respondió lamiéndole la mejilla y haciéndole fiestas demostrativas de que acababa de recuperar a un amigo al que no veía en mucho tiempo.

—Me prefiere a Haplo —anunció el muchacho—. Me quedo con él.

El conde contempló al niño y su mascota con aire pensativo.

—Está bien, el animal puede quedarse. Ve a averiguar cómo ha escapado el perro —dijo en voz baja a uno de sus subordinados—. Y averigua qué ha sido de su amo.

Bane forzó al perro a tenderse a su lado. El animal se tumbó en el suelo jadeando y miró a su alrededor con ojos brillantes.

El conde volvió de nuevo la atención a Hugh.

—Me has capturado —dijo éste—. Soy tu prisionero. Enciérrame, mátame si quieres. Lo que hagas conmigo no importa, pero deja que la mujer y el muchacho se vayan.

Tretar lo observó, visiblemente divertido.

—¿De veras me crees tan estúpido, señor mío? ¿Un famoso asesino y una poderosa hechicera caen en nuestras manos y esperas que nos deshagamos de vosotros sin más? ¡Qué desperdicio! ¡Qué estupidez!

—¿Qué quieres de mí, entonces? —preguntó Hugh con voz ronca.

—Contratarte —respondió Tretar sin alterarse.

—No estoy disponible.

—Todo hombre tiene su precio.

Hugh gruñó y cambió de postura otra vez.

—En este repugnante reino vuestro no hay suficientes barls como para comprarme.

—Dinero, no —replicó Tretar, limpiando cuidadosamente el hollín del asiento de una silla con un pañuelo de seda. La ocupó, cruzó con garbo las piernas, cubiertas con unas medias del mismo material que el pañuelo, y se recostó en el respaldo—. El pago es una vida. La de esa mujer.

—De modo que es eso.

Rodó sobre sí mismo hasta quedar boca arriba y tensó los músculos en un nuevo intento de romper sus ataduras. La sangre, caliente y pegajosa, se deslizó por sus manos.

—Tranquilízate, humano. Con eso sólo consigues hacerte daño. —Tretar exhaló un suspiro afectado—. Reconozco que mis hombres no son combatientes especialmente admirables, pero son expertos en hacer nudos. Es imposible que te sueltes y no somos tan estúpidos como para permitir que mueras intentándolo, si era eso lo que esperabas. Al fin y al cabo, no te pedimos nada que no hayas hecho ya incontables veces. Queremos contratarte para un asesinato. Así de simple.

—¿Y quién es el objetivo? —inquirió Hugh, creyendo adivinar la respuesta.

—El rey Stephen y la reina Ana.

Sorprendido, Hugh volvió la vista hacia Tretar. El conde asintió, comprensivo.

—Esperabas que dijera el príncipe Reesh’ahn, ¿me equivoco? Cuando supimos que venías, pensamos en ello. Pero el príncipe ha sobrevivido a varios atentados. Se dice que lo protegen unos poderes sobrenaturales y, aunque no creo demasiado en esas tonterías, sí me parece que tú, un humano, tendrías más oportunidades de matar a los gobernantes humanos. Y sus muertes serán tan útiles como la de Reesh’ahn, para nuestros propósitos. Muertos Stephen y Ana, con su hijo en el trono, la alianza con el rebelde se desmoronará.

Hugh miró a Bane con aire torvo.

—¿De modo que es idea tuya?

—Quiero ser rey —declaró Bane sin dejar de acariciar al perro.

—¿Y tú confías en este pequeño bastardo? —Dijo Hugh al conde—. ¡Si es capaz de traicionar a su propia madre!

—Es una especie de chiste, ¿verdad? Lo siento, pero nunca he entendido el sentido del humor de los humanos. Su Alteza, el príncipe Bane, sabe muy bien lo que más le interesa.

Hugh dirigió la mirada a Iridal y agradeció que siguiera inconsciente. Casi deseó, por su bien, que estuviera muerta.

—Si accedo a matar a los reyes, la dejarás libre. Ése es el trato.

—De acuerdo.

—¿Qué seguridad puedo tener de que mantendrás tu palabra?

—Ninguna. Pero tampoco tienes muchas alternativas salvo confiar en nosotros, ¿no te parece? De todos modos, te haré una concesión. El muchacho te acompañará. Está en contacto con su madre y, a través de él, sabrás que la hechicera está viva.

—Y a través de él sabrás si he hecho lo que me pides, ¿no es eso?

—Naturalmente. —Tretar se encogió de hombros—. Y la madre se mantendrá informada del estado de su hijo. Supongo que quedaría desolada si le sucediera algo a su hijo. Sería un sufrimiento tan terrible para ella…

—No debes hacerle daño —ordenó Bane—. Ella va a convencer a todos los misteriarcas para que se pongan de mi parte. Me adora —añadió con una sonrisa picara—. Hará todo lo que yo le diga.

Era cierto, pensó Hugh. Y, aunque le contara la verdad, Iridal no le creería. De todos modos, continuó pensando, él no tendría ocasión de verlo. Bane se ocuparía de ello. El pequeño diablo no podía dejarlo con vida; sin duda, una vez que hubiera servido a su propósito, sería «capturado» y ejecutado. Pero, ¿cómo encajaba Haplo en todo aquello? ¿Dónde estaba?

—Bien, Hugh, ¿puedo saber tu respuesta? —Tretar tocó al prisionero con la punta de su reluciente zapato.

—No es preciso que te la dé —replicó la Mano—. Me tienes en tu poder y ya la conoces.

—Excelente —asintió Tretar con energía. Se incorporó del asiento e hizo una indicación a varios de sus hombres—. Llevaos a la dama a las mazmorras. Mantenedla drogada. Salvo eso, ocupaos de que reciba buen trato.

Los elfos pusieron en pie a Iridal. Ella abrió los ojos, miró a su alrededor como si estuviera ebria, vio a su hijo y sonrió. Después, con un parpadeo, ladeó la cabeza y se dejó caer en brazos de sus captores. Tretar le cubrió la cabeza con la capucha para ocultarle las facciones.

—Así, si alguien os ve, pensará que la mujer sólo padece de un exceso de vino. Marchaos.

Los elfos cruzaron la puerta y se alejaron por el pasillo llevando a Iridal medio a rastras. Bane, con el brazo en torno al perro, contempló la escena sin mucho interés. Después, se volvió a Hugh con expectación.

—¿Cuándo nos vamos?

—Tiene que ser pronto —intervino Tretar—. Reesh’ahn ya está en Siete Campos. Stephen y Ana ya están en camino. Te proporcionaremos todo lo que necesites, Hugh…

—No creo que pueda ir a ninguna parte, así —replicó Hugh desde el suelo.

Tretar lo miró detenidamente y, por fin, hizo un breve y seco gesto de asentimiento.

—Soltadlo. Hugh ya sabe que, incluso si consigue escapar de nosotros y encuentra el camino a las mazmorras, la mujer morirá antes de que llegue hasta ella.

Los elfos cortaron las ataduras del humano y lo ayudaron a ponerse en pie.

—Quiero una espada corta —dijo Hugh mientras se frotaba los brazos, tratando de estimular la circulación en sus venas—. Y quiero recuperar mis dagas. Y veneno para el acero. Conozco uno que… ¿Tienes algún alquimista? Bien. Hablaré con él. Y quiero dinero. Mucho, por si tenemos que recurrir al soborno. Y un dragón.

Tretar apretó los labios.

—Esto último será difícil, pero no imposible.

—Necesitaré ropas para el viaje —continuó Hugh—. El muchacho, también. Ropas humanas. Las que llevaría un buhonero. Y algunas joyas elfas. Nada de valor; sólo algunas piezas baratas y llamativas.

—En esto no habrá problemas. Pero, ¿dónde están tus ropas? —inquirió con una mirada penetrante.

—Las he quemado —respondió Hugh sin alterarse.

Tretar no añadió nada más. El conde ardía en deseos de saber cómo, de dónde y de quién había obtenido Hugh el uniforme mágico de la Invisible, pero daba por descontado que el humano mantendría la boca cerrada al respecto. Y, de todos modos, creía tener una idea bastante aproximada. Por supuesto, a aquellas alturas, sus espías ya habían relacionado a Hugh e Iridal con los dos monjes kir que habían llegado a Paxaua. ¿Y a quién podían recurrir tales monjes, sino a sus hermanos espirituales, los kenkari?

—Voy a llevarme el perro —anunció Bane, excitado, poniéndose en pie de un salto.

—Sólo si le enseñas a volar a lomos de un dragón —replicó Hugh.

Por unos instantes, Bane pareció abatido. Después, dio unos pasos apresurados hasta la cama y ordenó al perro que lo siguiera.

—Fíjate, esto es un dragón —dijo Bane, señalando la cama. Dio unas palmaditas en el colchón y añadió—: Ahora, súbete aquí… Eso es. Y siéntate. No, así no; siéntate. Baja las patas traseras.

El animal, meneando el rabo con la lengua fuera y las orejas en alto, se mostró gustoso de participar en el juego, aunque no parecía saber muy bien qué se requería de él y terminó por ofrecer la pata al muchacho.

—¡No, no, no! ¡Siéntate! —Bane presionó la parte trasera del animal.

—Un encanto de muchacho —comentó Tretar—. Cualquiera pensaría que se marcha de vacaciones…

Hugh no dijo nada y contempló al perro. El animal era mágico, recordó. Al menos, sospechaba que lo era, después de haberlo visto hacer cosas muy extrañas en varias ocasiones. Y no solía separarse de Haplo; más aún: cuando lo hacía, siempre era por alguna razón concreta. Esta vez, sin embargo, Hugh no conseguía imaginar cuál podía ser ésta. De todos modos, no importaba mucho pues, desde el punto de vista de Hugh, sólo había una salida de todo aquello.

Un elfo entró en la habitación, se acercó a Tretar y le susurró algo. Hugh tenía un oído muy fino.

—Sang-drax… Todo según el plan. Tiene a la enana… Llegará a Drevlin sana y salva. Explicará la fuga. El orgullo del emperador quedará salvado… La Tumpa-chumpa, también. El muchacho puede quedarse el perro…

Al principio, Haplo no tuvo dificultades para seguir a Sang-drax y a la enana. Jarre, con sus pesadas botas, sus cortas piernas que no alcanzaban a mantener el paso de su supuesto rescatador y sus resoplidos de fatiga ante el ejercicio extenuante al que no estaba acostumbrada, avanzaba con lentitud y haciendo tanto ruido como la mismísima Tumpa-chumpa.

Lo cual hacía aún más inexplicable que Haplo les perdiera la pista.

El patryn los había seguido por el pasillo que arrancaba de la habitación de Bane y escaleras abajo pero, al llegar al pie de éstas, que daba a otro pasadizo —el mismo por el que había entrado—, los dos habían desaparecido de vista sin dejar el menor rastro.

Haplo, con una maldición, echó a correr por el pasillo barriendo con la vista el suelo, las paredes y las puertas cerradas a ambos lados. Ya estaba cerca del final del pasadizo, casi junto a la puerta delantera, cuando cayó en la cuenta de que allí sucedía algo extraño.

Las teas estaban encendidas, cuando antes las había encontrado apagadas. Y en la entrada no había ningún criado bostezando o comentando chismes. De pronto, con súbita perplejidad, advirtió que no había ninguna entrada. Al llegar al fondo del pasillo, donde debía estar la puerta, Haplo descubrió una pared lisa y dos pasadizos más, que se abrían en direcciones opuestas. Estos pasillos eran mucho más largos de lo normal, mucho más de lo que resultaba concebible, tomando en cuenta el tamaño del edificio, y el patryn tuvo la certeza de que si echaba a correr por cualquiera de ellos, descubriría que conducían a otros tantos.

Estaba en un laberinto, una creación mágica de la serpiente elfo, una maquinación frustrante y de pesadilla que haría correr a Haplo de un lado a otro interminablemente, sin conducirlo a otro sitio que a la locura.

Haplo se detuvo y alargó las manos con la esperanza de tocar algo sólido y real que lo ayudara a disipar la magia. Se sentía en peligro pues, aunque le parecía estar en un corredor vacío, en realidad podía encontrarse en mitad de un patio abierto, rodeado por un centenar de elfos armados.

Aquello era peor, mucho peor, que quedarse ciego de repente. Privado de la vista, aún podría haberse fiado de los demás sentidos, haberse apoyado en ellos. Pero ahora su cerebro estaba obligado a dudar de sus percepciones. El parecido de aquella ilusión con los sueños resultaba enervante. Dio un paso, y el corredor osciló y se cimbreó. El suelo que notaba bajo los pies no era el mismo que veían sus ojos. Las paredes se deslizaban entre sus dedos, pero éstos tocaban algo sólido. Haplo se sentía cada vez más mareado, más desorientado.

Cerró los ojos e intentó concentrarse en los sonidos, pero tampoco podía fiarse de ellos. Los únicos que oía le llegaban a través del perro. Era como si estuviese en la habitación con Hugh y Bane.

Notó en la piel el hormigueo de las runas al activarse. Algo o alguien se acercaba a él. Y allí se quedó plantado, con los ojos cerrados y agitando los puños con impotencia. Captó unas pisadas pero, ¿a quién se acercaban, a él… o al perro? Haplo reprimió el impulso del pánico que lo urgía a lanzar golpes a ciegas.

Un soplo de brisa le rozó la mejilla, y se volvió.

El pasillo seguía vacío pero, maldita fuera, el patryn sabía que tenía algo o a alguien justo detrás de él. Activó su magia e hizo que los tatuajes mágicos emitieran su resplandor azul, envolviéndolo en un escudo protector.

Funcionaría contra los mensch. Pero no contra…

De pronto, se produjo un estallido de dolor en su cabeza y se notó caer, caer en el sueño. Golpeó el suelo, y la conmoción lo devolvió bruscamente a la conciencia. La sangre le nublaba la vista y le adhería los párpados. Pugnó por mantenerlos abiertos pero acabó por rendirse. La luz deslumbrante que brillaba ante él lo dañaba. Su protección mágica se estaba desbaratando.

Otro estallido de dolor…