CAPÍTULO 25

SKURVASH,

ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO

Hugh despertó de su sueño a Iridal mientras aún estaban en el aire y el fatigado dragón buscaba con impaciencia un lugar donde posarse. Los Señores de la Noche ya habían retirado sus capas oscuras, y el Firmamento empezaba a iluminarse con los primeros rayos de Solarus. Iridal volvió en sí, admirada de haber dormido tanto y tan profundamente.

—¿Dónde estamos? —preguntó mientras contemplaba con satisfacción, medio adormilada todavía, la isla que emergía de las sombras de la noche y las aldeas, como piezas de un juego para niños desde aquella altura, que recibían la caricia del amanecer. Las chimeneas empezaban a humear. Sobre un acantilado, el punto mas elevado de la isla, una fortaleza construida del preciado granito tan escaso en Ariano extendía la sombra de sus torres macizas sobre la tierra.

—En Skurvash —respondió Hugh la Mano. Con un tirón de las bridas, desvió al dragón de lo que sin duda era un activo puerto comercial y lo dirigió hacia el lado boscoso de la ciudad, donde se podía posar más discretamente, ya que no en secreto.

Iridal ya estaba despierta del todo, como si le hubieran echado encima una jofaina de agua fría. Permaneció callada y pensativa hasta que, por fin, dijo en voz baja:

—Supongo que esto es necesario…

—Ya has oído hablar de este lugar, ¿verdad?

—Nada bueno.

—Y, posiblemente, los rumores se quedan cortos. Pero tú pretendes ir a Aristagón, señora. ¿Cómo piensas hacerlo? ¿Pidiendo a los elfos que tengan la bondad de permitirte una breve visita?

—Claro que no —respondió ella con frialdad, ofendida—. Pero…

—Nada de peros. Nada de preguntas. Harás sólo lo que yo diga, ¿recuerdas?

A Hugh le dolían todos los músculos del cuerpo, desacostumbrados a los rigores del vuelo. Echó de menos su pipa y un buen vaso de vino. Más de uno.

—Nuestras vidas correrán peligro cada minuto que pasemos en esta tierra, señora. Guarda silencio y déjame hablar a mí. Sigue mis instrucciones y, por el bien de ambos, no hagas ningún acto de magia. Ni siquiera hacer desaparecer un barl. Si descubren que eres una misteriarca, estamos perdidos.

El dragón había localizado un lugar adecuado para posarse, un paraje despejado cerca de la costa. Hugh dio rienda suelta a la criatura alada y la dejó descender en espiral.

—No me llames señora. Sólo Iridal —dijo ella con suavidad.

—¿Siempre permites que la gente a tu servicio te llame por el nombre?

La mujer suspiró.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Hugh?

—No prometo contestarla.

—Dices que no deben saber que soy una misteriarca. ¿A quién te refieres?

—A los gobernantes de Skurvash.

—El gobernante es el rey Stephen.

Hugh soltó una risotada, breve y áspera.

—En Skurvash, no. Bien, es cierto que ha prometido presentarse aquí para hacer limpieza, pero sabe que no puede. No conseguiría reunir las fuerzas necesarias. No hay en todo Volkaran y Ulyndia un solo barón que no tenga vinculación con este lugar, aunque no encontrarías uno solo que se atreviera a reconocerlo. Ni siquiera los elfos, cuando dominaban casi todo el resto del Reino Medio, llegaron nunca a conquistar Skurvash.

Iridal contempló la isla a sus pies. Salvo la fortaleza, de aspecto formidable, tenía poco más que destacar. En su mayor parte, estaba cubierta por ese arbusto ralo conocido como la «mata del enano», así llamado porque recuerda vagamente la barba pelirroja de los enanos y porque, una vez enraizada en la coralita, es casi imposible de arrancar. Una pequeña ciudad llena de desniveles colgaba de una pronunciada pendiente junto a la orilla, agarrándose al terreno con la misma tenacidad que los arbustos. Una única carretera partía de la ciudad, entre bosques de árboles hargast, y ascendía la ladera de la montaña hasta la fortaleza.

—¿Sabes si los elfos la sitiaron? Da la impresión de que una fortaleza como ésa podría resistir mucho tiempo…

—¡Bah! —Hugh flexionó los brazos con una mueca y probó a relajar los músculos acalambrados del cuello y de los hombros—. Los elfos no atacaron. La guerra es algo maravilloso, señora, hasta que empieza a tocarle a uno el bolsillo.

—¿Insinúas que estos humanos comercian con los elfos?

Iridal parecía perpleja. Hugh se encogió de hombros.

—A los gobernantes de Skurvash no les importa si el cliente tiene los ojos más o menos rasgados. Lo único que les interesa es el brillo de su dinero.

—¿Y quién es ese gobernante? —A Iridal se le había despertado el interés y la curiosidad.

—No es una persona sola, sino un grupo —explicó Hugh—. Sus miembros son conocidos como la Hermandad.

El dragón decidió posarse en un espacio amplio y despejado que, al parecer, ya había servido para aquel mismo propósito en muchas ocasiones, a juzgar por las ramas rotas (arrancadas con el batir de las alas), las marcas de zarpas dejadas en la coralita y los excrementos esparcidos por el campo.

Hugh desmontó, estiró la dolorida espalda y flexionó las piernas.

—O quizá debería decir «somos» —se corrigió mientras ayudaba a Iridal a descender del lomo del dragón—. «Somos» conocidos como la Hermandad.

La mujer había estado a punto de colocar su mano en la de él pero, al oírlo, titubeó y lo miró fijamente con la cara muy pálida y los ojos como platos. Su color tornasolado estaba empañado, oscurecido por la sombra de los árboles hargast que los rodeaban.

—No comprendo qué…

—Regresa, Iridal —le dijo él, ceñudo y sincero—. Vete, márchate ahora. El dragón está cansado, pero podrá hacerlo. Por lo menos, seguro que te lleva hasta Providencia.

Al oír que hablaban de él, el dragón cambió el peso del cuerpo de una pata a otra con aire irritado y batió las alas. La criatura quería librarse de sus jinetes y ocultarse entre los árboles para echarse a dormir.

—Primero, estás impaciente por acompañarme. Ahora, intentas convencerme para que me marche. —Iridal lo miró fríamente—. ¿Qué ha sucedido? ¿A qué viene el cambio?

—He dicho que nada de preguntas —refunfuñó Hugh, con la mirada sombría perdida más allá de la orilla de la isla, en las insondables profundidades azules del cielo abierto. Después, la volvió hacia la mujer y añadió—: A menos que quieras responder a algunas que yo te podría hacer.

Iridal se sonrojó y retiró la mano. Desmontó del dragón sin ayuda y aprovechó la oportunidad para mantener la cabeza baja y el rostro oculto tras los pliegues de la capucha con que se cubría. Cuando estuvo bien asentada en el suelo y segura de mantener el dominio de sí, se volvió a Hugh.

—Tú me necesitas. Me necesitas para que te ayude a encontrar a Alfred. Yo sé algunas cosas de él; muchas cosas, en realidad. Sé quién y qué es y, créeme, no darás con él sin mi ayuda. ¿De veras quieres renunciar a ella? ¿De veras quieres que me vaya?

Hugh rehusó mirarla.

—Sí —dijo en voz baja—. ¡Sí, maldita sea!

Sus manos se asieron a la silla del dragón y apoyó la cabeza sobre ellas.

—¡Maldito sea Triano! —Masculló entre dientes—. ¡Maldito sea Stephen! ¡Maldita esa mujer y maldito su hijo! Debería haber ofrecido mi cabeza al verdugo cuando tuve ocasión. Entonces estaba seguro. Algo me lo advirtió. Me habría envuelto en la muerte como si fuera un sudario y me habría sumido en un sueño…

—¿Qué andas diciendo?

Hugh notó la mano de Iridal en su hombro, suave y cálida. Con un estremecimiento, rehuyó el contacto.

—¡Qué terrible peso llevas encima! —escuchó su voz compasiva—. Déjame compartirlo.

Se volvió hacia ella bruscamente, con gesto furioso.

—Olvídame. Contrata a otro. Puedo darte el nombre de diez hombres que te podrán ayudar mejor que yo. Y, respecto a lo que has dicho, no te necesito. Sabré encontrar a Alfred yo solo. Soy capaz de encontrar a cualquiera…

—… siempre que esté en el fondo de una botella —terminó la frase Iridal.

Hugh la agarró por los brazos con firmeza, dolorosamente. La sacudió y la obligó a alzar la cabeza para mirarlo.

—Fíjate bien en mí, en lo que soy: un asesino a sueldo. Tengo las manos manchadas de sangre…, de una sangre por cuyo derramamiento me han pagado. ¡Incluso acepté dinero por matar a un niño!

—También diste la vida por él…

—¡Pura causalidad! —Hugh apartó a la mujer de un empujón, alejándola de sí—. Fue ese maldito hechizo que me lanzó. O quizá fue cosa tuya, con otro encantamiento.

A continuación, volviéndole la espalda, empezó a desatar el fardo de la silla de montar a base de rápidos y enérgicos tirones.

—¡Vete! —repitió, sin mirarla—. ¡Vete ahora, Iridal!

—No. Hicimos un trato —contestó ella—. Lo mejor que he oído decir de ti es que nunca has incumplido un contrato.

Hugh dejó lo que estaba haciendo y se volvió a mirarla, con sus hundidos ojos muy sombríos bajo las cejas fruncidas y sobresalientes. De pronto, se sentía frío y calmado.

—Tienes razón, señora. Nunca he incumplido un contrato. Recuérdalo, cuando llegue el momento. —Cuando hubo soltado el fardo, lo sostuvo bajo el brazo y señaló hacia el dragón con un gesto de cabeza—. Levántale el encantamiento.

—¡Pero…! Si hago lo que dices, quedará libre y escapará volando. Quizá no podamos capturarlo de nuevo.

—Exacto. Ni nosotros, ni nadie. Y también es improbable que regrese a los establos reales en el próximo futuro. Tardará en hacerlo el tiempo suficiente para que podamos desaparecer.

—Pero, ¿y si nos ataca?

—No lo hará. Tiene más sueño que hambre. —Hugh miró fijamente a la mujer, con los ojos enrojecidos de falta de sueño y de la resaca—. Suéltalo, o móntalo, dama Iridal. No voy a discutir.

Iridal miró al dragón, el último vínculo con su hogar y con su pueblo. Hasta aquel momento, todo el viaje había sido un sueño. Un sueño como el que había tenido entre los brazos de Hugh: un glorioso rescate, lleno de magia y de bruñido acero, en el que tomaba a su hijo en brazos y desafiaba a sus enemigos a cogerlo y los elfos retrocedían, intimidados ante el amor de una madre y ante la bravura de Hugh.

Pero en aquel sueño no aparecía Skurvash. Ni las palabras duras y ominosas de Hugh.

No estaba siendo muy práctica, se dijo Iridal con desconsuelo. Ni práctica, ni muy realista. Como todos los que habían vivido en el Reino Superior, pues allí no había necesidad de serlo. Salvo Sinistrad. Por eso le habían permitido llevar adelante sus planes perversos y no habían dado el menor paso para detenerlo. Los misteriarcas eran débiles, impotentes. Pero ella se había prometido cambiar. Se había prometido ser fuerte, por su hijo.

Apoyó la mano en el pecho, sobre el amuleto de la pluma que llevaba guardado bajo el corpiño. Cuando se sintió con más fuerzas, levantó el hechizo del dragón. Con ello rompía el último eslabón de la cadena.

Una vez libre, la criatura sacudió su espinosa crin y miró a los humanos con ferocidad; por unos instantes, pareció tentado de engullirlos para saciar el hambre pero, finalmente, decidió no hacerlo. Tras lanzar un bramido hacia ellos, remontó el vuelo.

El dragón buscaría un lugar seguro para descansar, algún reducto elevado y oculto.

Más adelante, se cansaría de estar solo y volvería a su establo, pues los dragones son criaturas sociales y no tardaría en sentir añoranza de su compañera y de los demás congéneres que había dejado atrás.

Hugh esperó a que se hubiera alejado; luego, dio media vuelta y echó a andar por un estrecho sendero que conducía al camino principal que habían visto desde el aire. Iridal se apresuró a colocarse a su lado. Sin dejar de caminar, Hugh revolvió en el hatillo. Sacó de él un objeto, una bolsa cuyo contenido emitió un tintineo metálico, y procedió a atarlo al cinturón.

—Dame el dinero que tengas —ordenó entonces a Iridal—. Todo.

Sin una palabra, la mujer le entregó su bolsa.

Hugh la abrió, hizo un rápido cálculo aproximado del contenido y, cerrándola de nuevo, la guardó bajo la camisa, en contacto con su piel.

—Los dedos ligeros de Skurvash[53] hacen honor a su fama —explicó secamente—. Tendremos que guardar bien el dinero que tenemos, para comprar los pasajes.

—¿Comprar los pasajes? ¿A Aristagón? —repitió Iridal, perpleja—. ¡Pero si estamos en guerra! ¿Acaso…, acaso volar a tierras elfas es así de sencillo?

—No —respondió Hugh—, pero con dinero se puede conseguir cualquier cosa.

Iridal esperó a que continuara, pero quedó claro que no iba a añadir nada más. Solarus brillaba, la coralita refulgía bajo su luz y el aire se calentaba rápidamente tras el frío nocturno. A lo lejos, posada en lo alto de la ladera de una montaña, se alzaba la fortaleza, recia e imponente y de un tamaño equiparable al del palacio de Stephen. Iridal no alcanzaba a ver ninguna casa u otros edificios, pero imaginó que se dirigían a la pequeña población que había visto desde el lomo del dragón. De entre la vegetación se alzaban columnas de humo procedente de las forjas y de los fuegos matutinos en las cocinas.

—Tú tienes amigos aquí… —murmuró la mujer, recordando las palabras de Hugh y cómo había corregido el «ellos» por el «nosotros».

—Es una manera de decirlo. Mantén cubierto el rostro.

—¿Por qué? Aquí no me conocen y nadie puede saber que soy una misteriarca sólo por mi aspecto.

Hugh se detuvo y la miró severamente.

—Lo siento —dijo Iridal con un suspiro—. Sé que te prometí no pedir explicaciones de nada de lo que hicieras y me doy cuenta de que no hago otra cosa. No lo hago a propósito, pero no entiendo lo que sucede y… y estoy asustada.

—Tienes derecho a estarlo, supongo —respondió él después de dedicar un instante a tirarse de las largas y finas trenzas de la barba, en actitud pensativa—. Y también supongo que, cuantas más cosas sepas, en mejor situación estaremos los dos. Mírate: con esos ojos, esas ropas y esa voz, hasta un niño vería que eres de noble cuna. Y eso te convierte en una presa valiosa, en una pieza de caza codiciada. Pues bien, quiero que todo el mundo entienda que eres mi pieza.

—¡No pienso serlo de nadie! —Protestó Iridal con rotundidad—. ¿Por qué no les cuentas la verdad: que soy tu patrona?

Hugh la miró de hito en hito. Después, sonrió. Por último, echó la cabeza atrás y rompió a reír. La carcajada sonó espontánea y sentida, como si hubiera liberado algo en su interior.

La sonrisa que dirigió esta vez a Iridal era sincera y se reflejaba en sus ojos.

—Buena respuesta, dama Iridal. Tal vez lo haga. Pero, mientras tanto, no te apartes de mi lado. Aquí eres una extraña. Y en Skurvash se ofrece un recibimiento muy especial a los extraños.

La ciudad portuaria de Klervashna se extendía a poca distancia de la costa. Estaba construida en terreno abierto, sin murallas que la rodeasen, ni puertas que impidieran la entrada, y los dos viajeros no encontraron ningún centinela que les preguntase qué andaban haciendo allí. Una única carretera conducía desde la orilla hasta la ciudad y una única carretera —la misma— ascendía desde la ciudad hacia las montañas.

—Desde luego, no les preocupa la posibilidad de un ataque —comentó Iridal, acostumbrada a las ciudades fortificadas de Volkaran y de Ulyndia, cuyos habitantes, en constante alerta frente a los corsarios elfos, vivían en un estado de inquietud casi permanente.

—Si algo llegara a amenazarlos, los residentes recogerían los bártulos y se dirigirían a la fortaleza. Pero tienes razón: no están preocupados.

Unos chiquillos que jugaban a piratas en una callejuela fueron los primeros que repararon en ellos. Los niños se olvidaron de sus espadas de palo de hargast y corrieron a contemplarlos con ingenua franqueza y abierta curiosidad.

Los pequeños eran de la edad de Bane, más o menos, e Iridal les dirigió una sonrisa. Una niña vestida con harapos se acercó a ella y extendió la mano.

—Déme dinero, bella señora —le suplicó con una sonrisa encantadora—. Mi madre está enferma y mi padre ha muerto. Y tengo dos hermanitos más pequeños. Écheme para comer, bella señora, sólo una moneda…

Iridal inició el gesto de llevar la mano a la bolsa; entonces recordó que ya no la llevaba encima.

—¡Lárgate! —masculló Hugh con aspereza, al tiempo que levantaba la mano derecha con la palma hacia afuera.

La chiquilla lo miró con perspicacia y, encogiéndose de hombros, se escabulló y volvió al juego. Los demás fueron tras ella entre cabriolas y gritos, excepto uno que echó a correr por la carretera hacia la ciudad.

—No había necesidad de ser tan rudo con la pequeña —dijo Iridal en tono reprobatorio—. Era tan dulce… Podríamos habernos desprendido de una moneda…

—…y perder la bolsa. Esa niña «tan dulce» se encarga de descubrir dónde guarda uno el dinero. Después, pasa la información a su padre, que sin duda está vivito y coleando, y éste se encarga de aliviarlo a uno de la bolsa mientras recorre la ciudad.

—¡No puedo creerlo! ¡Una niña tan…!

Hugh se encogió de hombros y continuó la marcha.

Iridal se envolvió en la capa, ciñéndola al cuerpo con fuerza.

—¿Tendremos que estar mucho tiempo en este lugar horrible? —preguntó en voz baja, acercándose más al hombre.

—Ni siquiera vamos a detenernos. Seguiremos directamente hasta la fortaleza.

—¿No hay otro camino?

—No. La única ruta es a través de Klervashna. Así nos pueden echar un vistazo. Esos niños juegan aquí por una razón: estar atentos a la llegada de extraños.

Pero ya les he dado la señal, y uno de ellos corre ahora a informar de nuestra llegada a la Hermandad. No te preocupes. En adelante, nadie más nos molestará. Pero es mejor que guardes silencio.

Iridal casi agradeció la orden. Niños ladrones. Niños espías. Por un instante, se escandalizó al pensar que unos padres pudieran abusar y destruir de aquel modo la inocencia de la infancia. Pero entonces recordó a un padre que había utilizado a su hijo para espiar a un rey.

—Klervashna —anunció Hugh, señalando con la mano.

Iridal miró a su alrededor con perplejidad. Por los comentarios de Hugh, había esperado encontrar una ciudad del pecado, desenfrenada y violenta, con ladrones acechando en las sombras y asesinos sueltos por las calles. Por eso le produjo una considerable sorpresa no observar nada alarmante; sólo unas muchachas que conducían unos gansos al mercado, unas mujeres cargadas con cestas de huevos y unos hombres dedicados a su trabajo, aparentemente honrado.

La ciudad rebosaba de actividad. Sus calles estaban concurridas y la única diferencia que Iridal pudo apreciar entre aquélla y cualquier respetable ciudad de Ulyndia era que la población parecía ser de muy variada procedencia, pues abarcaba todo tipo de humanos, desde los habitantes de Humbisash, con su tez oscura, hasta los rubísimos nómadas de Malakal. Pero ni siquiera esta variedad de gentes preparó a Iridal para la insólita visión de dos elfos que salían de una tienda de quesos, casi tropezaban con ella y se abrían paso entre la multitud murmurando juramentos.

Iridal se volvió hacia Hugh, alarmada, pensando que tal vez la ciudad había sido conquistada, después de todo. Pero el hombre no parecía preocupado y apenas dirigió una mirada a los elfos. Los habitantes de la ciudad tampoco prestaron demasiada atención a los enemigos, a excepción de una mujer joven que los siguió, intentando venderles una bolsa de frutos de búa.

«A los gobernantes de Skurvash no les importa si el cliente tiene los ojos más o menos rasgados. Lo único que les interesa es el brillo de su dinero.»

Idéntico desconcierto causó a Iridal la visión de unos criados bien vestidos, pertenecientes a familias ricas de otras islas, que deambulaban por las calles con paquetes en los brazos. Algunos llevaban a la vista sus libreas, sin que pareciera importarles que se conociera el nombre de sus amos. La mujer reconoció el escudo de armas de más de un barón de Volkaran y de más de un duque de Ulyndia.

—Productos de contrabando —explicó Hugh—. Tejidos elfos, armas elfas, vino elfo, joyas elfas. Y los elfos acuden aquí por la misma razón, para comprar productos humanos que no pueden conseguir en Aristagón. Hierbas y pócimas, dientes y zarpas de dragón[54], pieles y escamas de esas criaturas para emplearlas en sus naves…

Para aquella gente, reflexionó Iridal, la guerra resultaba lucrativa. La paz significaría el desastre económico. O tal vez no. Los vientos de la cambiante fortuna debían de haber soplado muchas veces sobre Klervashna. La ciudad sobreviviría tal como, según la leyenda, las ratas habían sobrevivido a la Separación.

Cruzaron la ciudad sin prisas. Hugh hizo un alto para comprar esterego para la pipa, una botella de vino y un cuenco de agua, que ofreció a Iridal. Después, continuó la marcha abriéndose paso entre la multitud sin soltar por un instante a «su presa». Algunos de los viandantes les dirigieron unas miradas penetrantes, inquisitivas, que resbalaron sobre el rostro serio e impasible de Hugh y se fijaron en la rica vestimenta de Iridal. Algunas cejas se enarcaron a su paso, una sonrisa de complicidad asomó en algunos labios, pero nadie dijo una palabra y nadie los detuvo. Lo que cada cual hiciera en Klervashna era asunto suyo.

Y de la Hermandad.

—¿Seguimos hasta la fortaleza? —preguntó Iridal.

Las filas de casas ordenadas, con sus tejados de caballete, habían quedado atrás y se encaminaban de nuevo a campo abierto. Un grupo de niños los había seguido un rato, pero incluso ellos habían desaparecido.

Hugh destapó la botella de vino con los dientes y escupió el tapón al suelo.

—Sí —respondió—. ¿Cansada?

Ella alzó la cabeza y contempló la fortaleza, que parecía aún muy lejana.

—Me temo que no estoy acostumbrada a caminar. ¿Podríamos detenernos a descansar?

Hugh reflexionó unos instantes y asintió.

—Pero no mucho rato —dijo mientras la ayudaba a sentarse en un afloramiento de coralita—. Saben que hemos salido de la ciudad y estarán esperándonos.

El hombre dio cuenta del vino y arrojó la botella entre los arbustos que bordeaban el camino. Dedicó otro momento a cargar la pipa con unas hebras del hongo seco de la bolsa y la encendió, empleando yesca y pedernal. Dio unas chupadas y llenó sus pulmones con el humo. Después cerró el fardo, lo colocó bajo el brazo y se puso en pie.

—Será mejor que continuemos. Ya descansarás cuando lleguemos. Tengo que negociar un asunto.

—¿Qué es esa Hermandad? —Preguntó Iridal, incorporándose con esfuerzo—. ¿Quienes la forman?

—Yo pertenezco a ella —dijo Hugh, con los dientes apretados contra la boquilla—. ¿No lo adivinas?

—No, me temo que no.

—Es la Hermandad de la Mano. La sociedad de los asesinos.