EN CIELO ABIERTO,
REINO MEDIO
Haplo deambulaba hecho una furia por una celda carcelaria tan amplia, espaciosa y abierta como el mundo entero. Con desesperación, intentó romper unas rejas frágiles como hilos de una telaraña. Recorrió un espacio no limitado por pared alguna, trató de derribar una puerta inexistente que no vigilaba ningún centinela. Y, pese a todo, como hombre nacido en una cárcel, sabía que no había prisión peor que aquella en la que se encontraba. Al dejarlo libre, al dejarlo marchar, al concederle el privilegio de hacer lo que se le antojara, las serpientes lo habían encerrado en una jaula, habían pasado el cerrojo y habían arrojado la llave.
Porque el patryn no podía hacer nada, no podía ir a ninguna parte, no tenía modo de escapar.
Pensamientos y planes febriles se sucedieron en su cabeza aceleradamente. Lo primero que había descubierto al despertar era que se encontraba a bordo de una de las naves dragón elfas, rumbo —según Sang-drax— a la ciudad elfa de Paxaria, situada en el continente del Aristagón. Haplo consideró la posibilidad de matar a Sang-drax, de apoderarse de la nave elfa o de saltar por la borda de la nave y arrojarse a la muerte a través de los cielos vacíos de Ariano. Al repasar sus planes de modo más frío y racional, esta última le pareció la única alternativa que podía tener algo de positivo.
Tal vez pudiera matar a Sang-drax pero, como le había explicado la serpiente, su malévola presencia no sólo regresaría, sino que lo haría con el doble de fuerza. También podía adueñarse de la nave elfa, pues la magia del patryn era demasiado poderosa como para que la pudiese contrarrestar el insignificante mago de la nave. Pero la magia de Haplo no podía hacer volar la nave dragón y, aunque hubiese podido, ¿adonde la habría dirigido? ¿De vuelta a Drevlin? Las serpientes estaban allí. ¿De regreso al Nexo? Las serpientes también habían llegado allí. ¿Camino de Abarrach? Lo más probable era que las maléficas criaturas también hubieran llegado a aquel mundo.
Podía avisar a alguien, pero, ¿a quién? ¿A Xar? ¿Para alertarlo de qué? ¿Y por qué iba a creerle Xar, si ni siquiera él mismo estaba convencido de que fuera cierto?
Aquel estado febril, aquel constante urdir planes y fantasías, sus posteriores reflexiones en frío y el rechazo de sus locas ideas no fueron lo peor del tormento de Haplo en aquella prisión sin rejas. Lo peor de todo era tener la certeza de que Sang-drax conocía cada uno de sus planes, cada uno de sus pensamientos desesperados. Y saber que la serpiente elfo los aprobaba todos y hasta lo incitaba mentalmente a ponerlos en práctica. Y así, como única forma de rebelión contra la serpiente elfo y contra su prisión, el patryn se abstuvo de emprender acción alguna. Sin embargo, poca satisfacción obtuvo con ello, puesto que Sang-drax también mostró su absoluta aprobación ante tal decisión.
Haplo no hizo nada durante el viaje y mantuvo su postura con una torva tenacidad que inquietó al perro, asustó a Jarre y dejó visiblemente intimidado a Bane, pues el chiquillo tuvo buen cuidado de no cruzarse en el camino del patryn. Bane estaba dedicado a otras estratagemas. Una de las fuentes de entretenimiento de Haplo era observar los arduos esfuerzos del muchacho por congraciarse con Sang-drax.
—No es precisamente el tipo de persona que yo escogería para depositar en él mi confianza —apuntó Haplo al chiquillo.
—¿A quién, entonces? ¿A ti? —replicó Bane con una sonrisa burlona—. ¡Para lo que me has servido! Has permitido que los elfos nos capturaran. De no haber sido por mí y mi rapidez de reacción, a estas alturas ya estaríamos todos muertos.
—¿Qué ves cuando miras a Sang-drax?
—Veo un elfo, por supuesto. —El tono de Bane era sarcástico—. ¿Por qué? ¿Qué ves tú?
—Ya entiendes a qué me refiero. ¿Qué imágenes surgen en tu mente, si empleas esa facultad tuya para la clarividencia?
De pronto, Bane se mostró incómodo.
—Lo que vea es asunto mío. Sé lo que me hago, así que déjame en paz.
Sí, el muchacho creía saber lo que se hacía, se dijo Haplo con fastidio. Y quizá fuera verdad, en el fondo. Él, desde luego, no tenía la menor idea.
El patryn tenía una esperanza. Era muy vaga y ni siquiera estaba seguro de que fuera tal esperanza, ni de qué hacer con ella. Había llegado a la conclusión de que las serpientes ignoraban la existencia del autómata y su relación con la Tumpa-chumpa.
Haplo lo había descubierto mientras escuchaba a escondidas una conversación que tenía lugar entre Sang-drax y Jarre. Al patryn le resultaba siniestramente fascinante observar a la serpiente en acción, verla difundir el contagio del odio y las disensiones, observar cómo infectaba a quienes hasta entonces habían sido inmunes a su efecto.
Poco después de su llegada al Reino Medio, la nave dragón sobrevoló Tolthom, una comunidad agrícola elfa, para desembarcar una cargamento de agua.[39] No se quedaron allí mucho tiempo, sino que procedieron a la descarga con la mayor rapidez posible, pues la isla era uno de los objetivos predilectos de los piratas del agua humanos. Todos los elfos de a bordo permanecieron armados y en alerta para repeler posibles ataques. Los galeotes humanos, esclavos que accionaban las alas gigantescas de la nave dragón, fueron subidos a cubierta, a la vista de todos. Junto a ellos se apostaron centinelas con los arcos a punto, preparados para atravesar el corazón de los prisioneros en el caso de un ataque de los humanos. Las naves dragón de la propia Tolthom sobrevolaron la de Sang-drax mientras se procedía al bombeo de la preciada agua desde la nave a los inmensos tanques contenedores del continente.
Haplo se hallaba en cubierta siguiendo la descarga del agua, contemplando el brillo del sol sobre su rutilante superficie, e imaginó su vida como un chorro parecido a aquél. Y se dio cuenta de que era tan incapaz de detenerla como de cortar aquel flujo de agua. No le importó. No tenía importancia. Nada la tenía.
El perro, plantado cerca de él, lanzó un gañido de nerviosa inquietud y frotó la testuz contra las rodillas de su amo en un intento de atraer su atención.
Haplo habría bajado la mano para acariciar al animal, pero hacerlo le habría costado demasiado esfuerzo.
—Vete —ordenó al can.
Éste, dolido, se acercó a Jarre y se enroscó a sus pies con aire desgraciado.
Haplo se inclinó sobre los pasamanos y contempló fijamente el chorro de agua.
—Lo siento, Limbeck. Ahora comprendo.
Las palabras llegaron hasta Haplo a través del oído del perro.
Jarre, a cierta distancia del patryn, contemplaba con asombro y temor la isla de coralita que flotaba en el cielo azul perla. Las calles bulliciosas de la ciudad portuaria estaban llenas de gente. Unas pulcras casitas salpicaban los farallones de coralita. Por las calles traqueteaban los carros de los agricultores que, en fila india, aguardaban pacientemente para recibir su cuota de agua. Los elfos reían y charlaban relajadamente mientras sus hijos jugaban y corrían bajo el sol, al aire libre.
A Jarre se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Podríamos vivir aquí. Nuestro pueblo se sentiría feliz, aquí. Quizá le llevaría algún tiempo…
—No tanto como crees —intervino Sang-drax, mientras avanzaba por la cubierta con su andar relajado y despreocupado de costumbre.
El perro se incorporó hasta quedar sentado sobre las patas traseras y lanzó un gruñido.
Haplo, en silencio, ordenó al animal que prestara atención, aunque al mismo tiempo se preguntó por qué se molestaba.
—En otro tiempo, existieron en estas islas diversas colonias de enanos. De eso hace muchísimo —añadió la serpiente elfo, encogiendo sus delgadísimos hombros— pero, según la leyenda, esos asentamientos fueron muy prósperos. Por desgracia, la carencia de facultades mágicas causó vuestra ruina. Los elfos de esa época obligaron a los enanos a abandonar el Reino Medio, los embarcaron rumbo a Drevlin y los forzaron a sumarse a los demás que ya trabajaban al servicio de la Tumpa-chumpa. Una vez expulsados los enanos, los elfos se apropiaron de sus casas y de sus tierras.
Sang-drax extendió una mano elegante, bien formada y señaló algo al tiempo que añadía:
—¿Ves ese grupito de casas, esas que horadan la ladera de aquella colina? Fueron construidas por enanos y son antiquísimas, pero aún se sostienen en pie. Son las entradas de unas galerías subterráneas que se adentran hasta el corazón de las montañas y resultan refugios confortables y secos; tu pueblo descubrió un modo de sellar la coralita[40] para impedir que el agua de lluvia se filtrara en ella. Hoy, los elfos las utilizamos como almacenes.
Jarre examinó las construcciones, apenas visibles en la lejana ladera.
—Podríamos volver e instalarnos en ellas. ¡Esta riqueza, este paraíso que debía pertenecemos, podría volver a nuestras manos!
—En efecto, podría —asintió Sang-drax, apoyándose en la barandilla de la borda—. Aunque para ello tendríais que organizar un ejército lo bastante numeroso y fuerte como para expulsarnos de las islas. Eso es lo que necesitaríais. Reflexiona, geg: ¿de veras crees que permitiríamos a vuestra raza volver a vivir entre nosotros?
Los dedos cortos y rechonchos de Jarre se asieron a las tablillas del pasamanos. La enana, demasiado baja para mirar por encima de la barandilla, se veía obligada a observar entre los balaustres de ésta.
—¿Por qué me atormentas con estos comentarios? —preguntó con voz fría y tensa—. Ya te odio lo suficiente.
Haplo permaneció en la cubierta viendo fluir el agua y escuchando el flujo de comentarios en torno a él, y llegó a la conclusión de que todo, en conjunto, se resumía en lo mismo: nada. Con una especie de ociosa curiosidad, advirtió que sus defensas mágicas ya no reaccionaban a la cercanía de Sang-drax. Haplo ya no reaccionaba a nada. Pero, en lo más hondo de su ser, una parte de él se resistía todavía a su prisión y pugnaba por liberarse. Y esa parte de él sabía que si era capaz de encontrar la energía necesaria, podría liberarse y entonces… entonces…
… entonces podría seguir viendo fluir el agua.
De no ser porque ésta había dejado de hacerlo. Y los aljibes sólo estaban llenos a medias.
—Hablas de odiar —seguía diciéndole Sang-drax a la enana—. Observa ahí abajo. ¿Sabes qué sucede?
—No —respondió Jarre—. Ni me importa.
La caravana de carros, cargados de toneles, había empezado a desfilar ante los tanques de almacenamiento pero, una vez atendidos los primeros, los campesinos hicieron una pausa y empezaron a lanzar exclamaciones furibundas. La noticia no tardó en correr y, pronto, una multitud se arremolinaba en torno a los aljibes con los puños en alto.
—Se acaba de comunicar a mi pueblo que el agua queda racionada y que, en adelante, los cargamentos que lleguen de Drevlin serán muy escasos. Ahora, los elfos saben que vosotros, los gegs, habéis cortado el suministro.
—¡Pero eso no es verdad! —protestó Jarre, sin reflexionar lo que decía.
—¿Ah, no? —dijo Sang-drax con interés. Con un interés indudable. Haplo despertó de su letargo. Mientras escuchaba a través del oído del perro, el patryn estudió detenidamente a la serpiente elfo.
Jarre observó el agua de los aljibes, y se le endureció la expresión. Frunció el entrecejo y permaneció callada.
—Me parece que estás mintiendo —dijo Sang-drax tras una breve pausa—. Me parece que será mejor para ti que me estés mintiendo, querida.
Acto seguido, la serpiente dragón se alejó de la enana. Terminada su misión, los elfos que iban a bordo de la nave condujeron a los esclavos humanos de vuelta a la bodega. Unos centinelas escoltaron al patryn, a su perro y a la enana a sus camarotes. Jarre se agarró de la barandilla para echar una última mirada interminable a tierra, con los ojos fijos en los edificios medio en ruinas de la ladera. Los elfos tuvieron que soltarle las manos casi con palancas y se la llevaron prácticamente a rastras.
Con una sonrisa amarga, Haplo sacudió la cabeza. ¡Construidas por enanos hacía siglos! ¡Vaya tontería! Pero Jarre se lo había tragado. Y había empezado a sentir odio. Sí, la enana empezaba a odiar de verdad. «Nunca tienes suficiente, ¿verdad, Sang-drax? —Pensó para sí—. Siempre necesitas más odio, ¿no es eso?»
El patryn se dejó llevar con docilidad. ¿Qué importaba adonde? Fuera donde fuese, siempre llevaría con él su celda. El perro dejó a Jarre, volvió junto a Haplo y no dejó de gruñir a cualquier elfo que se acercara demasiado a su amo.
Pero el patryn había descubierto algo. Las serpientes no sabían la verdad acerca de la Tumpa-chumpa. Daban por sentado que la habían puesto fuera de funcionamiento los enanos. Y esto debía de ser buena cosa, se dijo, aunque fue incapaz de determinar qué importancia podía tener.
Sí, buena cosa para él. Buena cosa para Bane, que tal vez podría despertar la máquina y ponerla en marcha. Buena cosa para los enanos y para Limbeck.
Pero no, probablemente, para Jarre.
Aquélla fue la única incidencia digna de mención en todo el viaje, salvo una última conversación con Sang-drax, poco antes de que la nave dragón arribara a la capital imperial.
Una vez que zarparon de Tolthom (después de una agria disputa con la multitud enfurecida, que había descubierto que la nave llevaba más agua a bordo, con destino al continente), el viaje a Aristagón se completó rápidamente. Los esclavos humanos de la bodega fueron obligados a trabajar hasta el borde del agotamiento, en cuyo momento fueron sometidos al látigo para que se esforzaran aún más. La nave dragón cruzaba el cielo abierto a solas y era un objetivo fácil para los piratas.
Apenas un año antes, las naves dragón cargadas de agua como aquélla, lentas y pesadas, habrían sido escoltadas por una flota de pequeñas naves de guerra. Éstas, construidas a semejanza de las naves dragón de mayor tamaño, eran capaces de maniobrar con rapidez en el aire y transportaban a varios magos pirotécnicos cuya misión era combatir a los corsarios humanos. Sin embargo, últimamente, las escoltas habían desaparecido y las naves como la de Sang-drax debían hacer la travesía sin escolta alguna.
La posición pública oficial del emperador era que los humanos se habían convertido en una amenaza tan débil que las escoltas se habían hecho innecesarias.
—La verdad del asunto —informó la serpiente elfo a Haplo la última noche del viaje— es que los ejércitos de Tribus están demasiado dispersos. Las naves de guerra se están utilizando para mantener al príncipe Reesh’ahn y a sus rebeldes confinados en las Remotas Kirikai. De momento, lo está consiguiendo. Reesh’ahn no cuenta con ninguna nave dragón. Pero, si se alía con Stephen, el rebelde conseguirá suficientes dragones para lanzar una invasión en toda regla. Así pues, las naves de guerra no sólo están impidiendo que Reesh’ahn salga de su encierro, sino también se ocupan de que Stephen no entre.
—¿Qué les ha impedido aliarse antes? —inquirió Haplo en tono grosero. Detestaba hablar con la serpiente elfo, pero estaba obligado a hacerlo si quería enterarse de qué estaba pasando.
Sang-drax sonrió. Comprendía el dilema de Haplo y se recreaba con él. Vuelto hacia el patryn, susurró:
—Viejos miedos, viejas desconfianzas, viejos odios, viejos prejuicios. Llamas que son fáciles de avivar y difíciles de apagar.
—Y vosotras, las serpientes, ponéis todo vuestro empeño en aventarlas.
—Por supuesto. Tenemos gente trabajando para ambos bandos… o más bien debería decir contra ambos bandos. Pero no me importa decirte que ha sido difícil y que no estamos muy confiadas todavía. Por eso apreciamos a Bane. El chiquillo posee una astucia sorprendente. Algo que debemos atribuir a su padre… y no me refiero a Stephen.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver Bane con todo esto? Debes saber que todo ese galimatías que te contó en el túnel era un montón de mentiras. Haplo se inquietó. ¿Le habría contado el chiquillo algo acerca de la Tumpa chumpa?
—Estamos al corriente, por supuesto. Pero otros no lo saben. Ni lo sabrán.
—Mi señor se ha encaprichado del muchacho —dijo Haplo en tono de advertencia, sin alzar la voz—. No le gustaría que le sucediera algo malo.
—¿Insinúas que tal vez querríamos hacerle daño? Te aseguro, patryn, que protegeremos a ese niño humano con el mismo cuidado que si fuera uno de nuestros propios retoños. Todo ha sido idea suya, ¿sabes? Y hemos comprobado que vosotros, los mortales, trabajáis con mucha más eficacia cuando os impulsa la codicia y la ambición personal.
—¿Cuál es el plan?
—Vamos, vamos. La vida debe tener algunas sorpresas, patryn. De lo contrario, uno se aburriría mortalmente.
A la mañana siguiente, la nave dragón atracó en Paxaria, cuyo nombre significa «Tierra de Almas Pacíficas».
Antiguamente, los paxarias (Almas en Paz) eran el clan dominante en los territorios elfos.
El fundador del clan, según la leyenda elfa, fue Paxar Kethin, de quien se afirmaba que «cayó del cielo» siendo un recién nacido y que fue a aterrizar en un hermoso valle, del cual tomó el nombre. Para él, los minutos fueron como años: se hizo un adulto en un abrir y cerrar de ojos y decidió que fundaría una gran ciudad en ese lugar, pues había tenido una visión de los tres ríos y del Pozo Eterno cuando todavía estaba en el útero de su madre.
Cada uno de los clanes de Aristagón posee una historia similar, que difiere en casi todos los detalles, excepto uno: todos los elfos creen que «llegaron de arriba», lo cual es verdad, en cierto modo. Los sartán, al llegar a aquel mundo del aire, instalaron a los mensch en el Reino Superior mientras trabajaban en la construcción de la Tumpa-chumpa y esperaban la señal de los otros mundos. Pero, como esta señal se retrasó indefinidamente, los sartán se vieron obligados a recolocar a los mensch —cuya población aumentaba rápidamente—, repartiéndolos entre los Reinos Medio e Inferior. Y, para llevar agua a los mensch hasta que la Tumpa-chumpa funcionase por fin como era debido, construyeron el Pozo Eterno.
Para ello, edificaron tres enormes torres en Fendi, Gonster y Templar. Imbuidas de la magia sartán, estas torres cubiertas de runas recogían el agua de lluvia, la almacenaban y la repartían de manera controlada. Una vez al mes, las tres torres abrían sus esclusas y enviaban tres ríos de agua turbulenta a través de sendos canales horadados en la coralita, unos canales sellados mágicamente para evitar que el agua se filtrara por el material poroso.
Los tres ríos convergían en un punto central formando una especie de Y, para desplomarse allí en una espléndida cascada hasta el fondo del Pozo Eterno, una cavidad subterránea cuyas paredes eran de roca traída de la antigua Tierra. Del centro de la cavidad brotaba una fuente llamada WaTid, que proporcionaba agua a todo el que la necesitaba.
Este sistema estaba pensado para ser provisional y para proveer de agua a una población reducida, pero el número de mensch crecía con rapidez, al tiempo que la población sartán menguaba. El suministro de agua —un día tan abundante que nadie había pensado en conservarla— empezaba a contarse casi gota a gota.
Después de la Guerra del Firmamento,[41] los elfos paxarias, reforzados por los kenkari, emergieron como los clanes más poderosos. Reclamaron la propiedad del Pozo Eterno, colocaron centinelas en la fuente Wal´id y levantaron el palacio real del clan junto a tal emplazamiento.
Los paxarias continuaron compartiendo el agua con los demás clanes elfos e incluso con los humanos, que en un tiempo habían vivido en Aristagón, pero luego se habían trasladado a las Volkaran y a Ulyndia. Los paxarias no cortaron nunca el acceso al agua ni cobraron por ella. El dominio paxaria fue benévolo y bien intencionado, aunque paternalista.
Pero la amenaza de perturbación del vital sistema de suministro de agua se mantuvo omnipresente.
El agresivo clan de Tribus consideraba deshonroso y humillante ser obligado a suplicar —así lo consideraban ellos— el agua. Tampoco les gustaba tener que compartir ésta con los humanos. Esta disputa condujo finalmente a la Sangre Hermana, una guerra entre los elfos de Tribus y los paxarias que duró tres años y que concluyó con la caída de Paxaria en poder de Tribus.
El golpe definitivo para los paxarias llegó cuando los kenkari, autoproclamados neutrales en el conflicto, incitaron a las almas elfas conservadas en la Catedral del Albedo a apoyar el bando de Tribus. (Los kenkari siempre han negado tal extremo. Insisten en que mantuvieron la neutralidad pero nadie, y menos aún los paxarias, da crédito a sus alegaciones.)
Los vencedores saquearon el palacio real de los paxarias y edificaron otro mayor en las inmediaciones del Pozo Eterno. Conocido como el Imperanon, es casi una pequeña ciudad por sí solo. Cuenta con el palacio, los parques del Refugio (para uso exclusivo de la familia real), la Catedral del Albedo y, bajo el suelo, los salones de la Invisible.
Una vez al mes, las torres construidas por los sartán mandan el agua dadora de vida. Pero, ahora, el líquido estaba bajo el control de Tribus. Los demás clanes elfos fueron obligados a pagar una tasa, supuestamente para atender los costes de mantenimiento y conservación. A los humanos se les negó el agua tajantemente. Las arcas de Tribus engordaron. Los otros clanes, irritados con la tasa, buscaron suministros alternativos de agua y los encontraron abajo, en Drevlin.
Esos otros clanes, y en especial el de los trataros, inventor de las famosas naves dragón, empezaron a prosperar. Tribus habría podido terminar colgado de su propia soga pero, por fortuna para el clan, grupos de humanos desesperados empezaron a atacar las naves dragón para robar el agua. Enfrentados a tal amenaza, los diversos clanes elfos olvidaron viejas diferencias, se coaligaron y formaron el imperio de Tribus, cuyo corazón es el Imperanon.
La guerra contra los humanos iba bien para los elfos, que ya estaban cerca de la victoria. Pero entonces su estratega militar más carismático y experto, el príncipe Reesh’ahn, cayó bajo el influjo (algunos dicen que mágico) de una canción entonada por un humano de piel negra conocido como Cornejalondra. Esta canción hace recordar a los elfos los ideales de Paxar Kethin y de Krenka-Anris. Los elfos que escuchan la canción ven la verdad, ven el corazón siniestro y corrupto del imperio dictatorial de Tribus y comprenden que significa la destrucción de su mundo.
Ahora, las torres de los sartán siguen enviando agua, pero a lo largo de su ruta se encuentran apostados guarniciones elfas. Corre el rumor de que grandes partidas de esclavos humanos y de elfos rebeldes capturados están construyendo acueductos secretos que conducen directamente desde los ríos al Imperanon. Cada mes, el caudal de agua que fluye de las torres es menor que el del precedente. Los magos elfos, que han estudiado a fondo las torres, dicen que la magia que las sostiene empieza a fallar, por alguna causa desconocida.
Y ninguno de ellos sabe qué hacer para evitarlo.