CAPÍTULO 13

WOMBE,

DREVLIN, REINO INFERIOR

—En realidad, esta necesidad de un elemento de diversión no podía llegar en mejor momento —afirmó Limbeck, estudiando a Haplo a través de las gafas—. He desarrollado una nueva arma y tenía ganas de probarla.

—¡Hum! —resopló Jarre—. ¡Armas!

Limbeck no le hizo caso. La discusión de los planes para la maniobra de distracción había sido larga y enconada y, en ocasiones, peligrosa para los espectadores. Incluso faltó poco para que a Haplo lo alcanzara un cuenco de sopa volante. El perro se había retirado prudentemente bajo la cama. Bane continuó durmiendo durante toda la trifulca.

Y Haplo advirtió que, si bien la enana no tenía ningún freno en arrojar utensilios de cocina, tenía mucho cuidado de no acertar con ellos al survisor jefe y augusto líder de la UAPP. Jarre parecía nerviosa e inquieta por Limbeck y lo observaba por el rabillo del ojo con una extraña mezcla de frustración y ansiedad.

En los primeros tiempos de la revolución, Jarre acostumbraba estampar sonoros besos en las mejillas del enano, o tirarle de la barba —juguetona, aunque dolorosamente— para devolverlo a la realidad. Pero ya no lo hacía. Ahora, parecía reacia a acercarse a él. Haplo observó cómo retorcía las manos en más de una ocasión durante la discusión y le pareció que nada le habría gustado tanto como agarrar a su líder por las patillas y darles un buen tirón. Pero sus manos siempre terminaban retorciendo su propia falda o revolviendo tenedores.

—He diseñado esa arma yo mismo —explicó Limbeck con orgullo. Revolvió entre un montón de discursos, la sacó de debajo y la mostró a la luz vacilante del guingué—. La llamo lanzadora.

Haplo lo habría catalogado de juguete. Los humanos del Reino Medio la habrían denominado «honda». Sin embargo, el patryn se guardó de cualquier comentario despectivo y, por el contrario, manifestó su admiración y preguntó cómo funcionaba. Limbeck hizo una demostración teórica.

—Cuando la Tumpa-chumpa hacía nuevas piezas para sí misma, solía fabricar muchas de éstas. —Sostuvo en alto un fragmento de metal de bordes afilados y de aspecto especialmente amenazador—. Entonces las arrojábamos al fundetodo, pero se me ocurrió que, arrojados contra las alas de las naves dragón elfas, estos fragmentos metálicos producirían agujeros en ellas…

Y sé por propia experiencia que un objeto no puede viajar por el aire con agujeros en las alas.[22] Si se llena ésta de suficientes agujeros, me parece razonable deducir que la nave dragón no podrá volar.

Haplo tuvo que reconocer que él también lo encontraba lógico y contempló el arma con más respeto.

—Esto podría hacer bastante daño, si acertara a alguien —murmuró, sosteniendo entre sus dedos con cuidado el fragmento de metal, afilado como una cuchilla—. Incluidos los elfos.

—Sí, también había pensado en eso —asintió Limbeck con satisfacción.

Detrás de él estalló una tremenda zarabanda. Jarre estaba golpeando amenazadora el horno frío con una sartén de hierro. Limbeck se volvió y la miró a través de sus gafas. Jarre dejó caer la sartén con un estrépito que hizo recular al perro hasta el rincón más alejado, debajo de la cama, y se encaminó hacia la puerta con la cabeza muy erguida.

—¿Adónde vas? —preguntó Limbeck.

—A dar un paseo —respondió ella, desdeñosa.

—Necesitarás el guingué —apuntó él.

—No, quédatelo —murmuró la enana, llevándose una mano a los ojos y la nariz.

—Necesitamos que vengas con nosotros, Jarre —dijo Haplo—. Eres la única que ha estado en esos túneles.

—No puedo ayudaros —replicó ella con voz entrecortada, vuelta de espaldas todavía—. Yo no hice nada. No sé cómo bajamos allí ni cómo volvimos a salir. Me limité a ir por donde ese Alfred me decía.

—Vamos, Jarre, esto es importante —insistió Haplo con voz serena—. Podría significar la paz, el final de la guerra.

Ella volvió la cabeza por encima del hombro y lo miró entre una maraña de cabellos y patillas. Después, con los labios tensos, anunció que volvería y se marchó dando un portazo.

—Lo lamento, Haplo —dijo Limbeck con las mejillas coloradas de cólera—. Ya no la entiendo. En los primeros días de la revolución, Jarre era la más militante… —Se quitó las gafas y se frotó los ojos—. ¡Fue ella quien atacó la Tumpa-chumpa! Aunque a quien detuvieron y casi matan fue a mí. —Con voz más calmada y con una sonrisa nostálgica, revivió el pasado con su borrosa visión y añadió—: Era ella la que deseaba un cambio. Y ahora que ya lo tiene, ahora… ¡se pone a tirar sartenes!

Haplo se recordó a sí mismo que las preocupaciones de los enanos lo traían sin cuidado. No se entrometería. Los necesitaba para que lo condujeran a la máquina, eso era todo.

—Me parece que a Jarre no le gusta matar —dijo, esperando apaciguar a Limbeck y poner fin a la controversia.

—A mí tampoco —replicó el enano, al tiempo que se ponía de nuevo las garras—. Pero se trata de nosotros o ellos. No fuimos nosotros quienes empezamos. Fueron ellos.

Haplo le dio la razón y dejó de lado el tema. Al fin y al cabo, ¿qué le importaba a él? Cuando llegara Xar, el caos y la muerte acabarían y la paz llegaría a Ariano.

Limbeck continuó urdiendo sus planes para la maniobra de diversión. El perro, tras asegurarse de que Jarre se había marchado, salió de debajo de la cama.

Haplo dedicó también unas horas al descanso y, al despertar, encontró a un contingente de enanos arremolinado en el pasillo ante la puerta de la SALA DE CALDERAS. Cada enano iba armado con su lanzador y sus proyectiles metálicos, guardados en bolsas de lona resistente. Haplo se lavó las manos y el rostro (que apestaban al aceite del guingué), miró y escuchó. La mayoría de los enanos había hecho prácticas con el arma y parecía bastante experta en su uso, a juzgar por lo que vio en la tosca exhibición de tiro al blanco que tenía lugar en el pasadizo.

Por supuesto, una cosa era tirar contra la silueta de un enano dibujada en la pared y otra muy distinta hacerlo a un elfo vivo que le respondía a uno con otra arma.

—No queremos que nadie salga herido —aleccionó Jarre a los enanos. La enérgica enana había regresado y, con su típica energía, había tomado el control de la situación—. Por lo tanto, manteneos a cubierto, quedaos cerca de las puertas y accesos a los Levarriba y estad preparados para echar a correr si os persiguen los elfos. Nuestro objetivo es distraerlos y mantenerlos ocupados.

—¡Para ello bastará con hacer suficientes agujeros en su nave dragón! — exclamó Lof con una sonrisa.

—Mejor sería hacerles esos agujeros a los elfos —añadió Limbeck, y hubo un grito general de asentimiento.

—Sí, y ellos os los harán a vosotros y ya estaremos otra vez —replicó Jarre, airada, lanzando una torva mirada a Limbeck.

El enano, impertérrito, asintió y sonrió. Pero su mueca pareció sombría y fría, rematada por los cristales de los anteojos.

—Recordad esto, compañeros de armas —prorrumpió—: Si conseguimos abatir la nave elfa, habremos conseguido una gran victoria. Los elfos ya no volverán a amarrar sus naves dragón en Drevlin y evitarán incluso acercarse. Eso significa que pensarán mejor lo de tener tropas desplegadas aquí abajo. Éste podría ser el primer paso para expulsarlos.

Los enanos lanzaron nuevos vítores.

Haplo fue a comprobar que su nave seguía a salvo.

Regresó satisfecho. Las runas que había activado no sólo protegían la nave sino que creaban también una especie de camuflaje que la hacía confundirse con los objetos y las sombras del entorno. Haplo no podía hacer invisible la nave, pues tal cosa no entraba en el abanico de las posibilidades probables y, por tanto, no podía conseguirse con su magia. Pero sí podía hacerla tremendamente difícil de ver, y así sucedía. Un elfo habría tenido que tropezar físicamente con ella para advertir su presencia, y tal cosa era imposible porque los signos mágicos creaban en torno al casco un campo de energía que repelía cualquier intento de acercarse.

Cuando regresó, los enanos marchaban ya a atacar los Levarriba y la nave elfa que estaba allí amarrada, flotando en el aire y sujeta a los brazos mediante cabos. Haplo, Bane, Limbeck, Jarre y el perro se encaminaron en dirección opuesta, hacia los túneles que corrían bajo la Factría.

Haplo había recorrido aquella ruta una vez, en la anterior ocasión que había visitado la Factría. Sin embargo, no habría recordado el camino y se alegró de llevar una guía. El tiempo y las maravillas presenciados en otros mundos habían hecho borroso su recuerdo de la Tumpa-chumpa, pero, al llegar a la presencia de la enorme máquina, volvió a experimentar la misma sensación de asombro y respeto. Una especie de temor reverencial al que se unía esta vez una sensación de incomodidad, de inquietud, como si estuviera en presencia de un cadáver. Recordó la enorme máquina latiendo, llena de vida: los lectrozumbadores zumbando, las girarruedas dando vueltas, las manos de hierro machacando y moldeando, las zarpas de cavar hurgando el suelo. Ahora, todo estaba quieto. Todo estaba en silencio.

Los túneles lo condujeron más allá de la máquina, debajo de ella, encima, alrededor, a través… Y de pronto lo asaltó el pensamiento de que se había equivocado. La Tumpa-chumpa no era un cadáver. La máquina no estaba muerta.

—Está esperando —dijo Bane.

—Sí —contestó Haplo—. Creo que tienes razón.

El chico se acercó al patryn y lo miró con los párpados entrecerrados.

—Cuéntame lo que sabes de la Tumpa-chumpa.

—No sé nada.

—Pero dijiste que había otra explicación…

—Dije que podía haberla, nada más. —Se encogió de hombros—. Llámalo una suposición, un presentimiento.

—No quieres decírmelo.

—Veremos si mi conjetura es acertada cuando lleguemos, Alteza.

—¡El abuelo me ha encargado esa máquina a mí! —le recordó Bane, enfurruñado—. ¡Tú sólo estás aquí para protegerme!

—Eso es precisamente lo que me propongo hacer, Alteza —replicó Haplo.

Bane le dirigió una mirada hosca, malévola, pero no dijo nada. Sabía que sería inútil discutir. No obstante, al cabo de un rato, o bien el muchacho olvidó el agravio, o decidió que no era propio de su dignidad mostrar resentimiento. Abandonando la compañía del patryn, Bane corrió unos pasos hasta llegar a la altura de Limbeck. Haplo envió al perro para escuchar la conversación entre ambos.

A decir verdad, el perro no captó nada interesante. De hecho, escuchó muy pocas palabras. La visión de la Tumpa-chumpa inmóvil y callada producía un efecto deprimente sobre todos ellos. Limbeck la estudió a través de las gafas con expresión seria y tensa. Jarre contempló con profunda tristeza la máquina que un día había atacado. Al llegar a una parte en la que había trabajado, la enana se acercó a unos conductos y les dio unas palmaditas de consuelo, como si fueran un niño enfermo.

Pasaron entre numerosos enanos que permanecían en la zona en una forzada inactividad con un aspecto desvalido, asustado y abatido. La mayoría de ellos había seguido acudiendo a su trabajo todos los días desde que la máquina se había detenido, aunque ahora no había ningún trabajo que hacer.

Al principio habían confiado en que todo aquello no era más que un error, una avería pasajera, un desajuste temporal de proporciones monumentales. Los enanos permanecían sentados o plantados en la oscuridad, iluminados sólo por aquellas luces que podían improvisar, y contemplaban la Tumpa-chumpa con expectación, esperando que reviviera con un rugido. Cuando terminaba su turno, volvían a sus casas y otro turno ocupaba su lugar. Pero, a aquellas alturas, la esperanza empezaba a desvanecerse.

—Volved a casa —les decía Limbeck en sus discursos—. Volved a casa y esperad allí. Aquí sólo malgastáis luz.

Algunos le habían hecho caso, otros se habían quedado. Algunos se habían marchado y habían vuelto. Otros se habían quedado y, más tarde, se habían marchado.

—No podemos seguir así —declaró Limbeck.

—Sí, tienes razón —lo apoyó Jarre, asintiendo a sus palabras por una vez—. Sucederá algo terrible.

—¡Un juicio! —gritó una voz ronca y crispada desde la oscuridad excesivamente silenciosa—. ¡Un juicio, eso es de lo que se trata! ¡Has traído la cólera de los dioses sobre nuestras cabezas, Limbeck Aprietatuercas! ¡Yo digo que nos presentemos ante los welfos y nos rindamos! Les diremos a los dioses que lo sentimos. Quizás así nos devuelvan la Tumpa-chumpa.

—Sí —murmuraron otras voces, al amparo de las sombras—. Queremos que todo vuelva a ser como antes.

—¿Lo ves? ¡Ya te lo dije! —indicó Limbeck a Jarre—. Cada día se extiende más este tipo de comentarios.

—Pero… ¡es imposible que crean que los elfos son dioses! —protestó Jarre, volviendo la vista hacia las sombras susurrantes con una mueca de preocupación—. ¡Los hemos visto morir!

—No lo creen —respondió Limbeck con aire sombrío—. Pero estarían dispuestos a jurar su fe si ello significara recuperar la luz y el calor y el tranquilizador estruendo de la Tumpa-chumpa.

—¡Muerte al survisor jefe! —se oyó entre los susurros.

—¡Entreguémoslo a los welfos!

—¡Aquí tienes una tuerca para que la aprietes, Aprietatuercas!

Algo cruzó la oscuridad con un zumbido: una tuerca, del tamaño de la mano de Bane. La pieza de metal no se acercó en absoluto al objetivo, sino que golpeó el muro posterior sin causar daños. Los enanos aún sentían cierto respecto por su líder, que les había proporcionado dignidad y esperanza durante un breve tiempo. Pero aquel respeto no se mantendría mucho tiempo. El hambre, la oscuridad, el frío y el silencio alimentaban el miedo.

Limbeck no dijo nada, no agachó la cabeza ni pestañeó. Sus labios se apretaron en una mueca sombría y continuó caminando. Jarre, pálida de preocupación, se apostó a su lado y lanzó miradas desafiantes a cuantos enanos aparecían a su paso. Bane se apresuró a volver junto a la protección de Haplo.

El patryn notó un hormigueo en la piel; bajó la mirada y vio que los tatuajes mágicos empezaban a despedir un leve fulgor azulado, reaccionando a un peligro.

Era extraño, se dijo. La magia de su cuerpo no reaccionaría así en respuesta a un puñado de enanos asustados, unas cuantas amenazas y el lanzamiento de una pieza de maquinaria. Allí, en alguna parte, había algo o alguien verdaderamente peligroso, una amenaza para él. Para todos ellos.

El perro gruñó y enseñó los dientes.

—¿Qué sucede? —inquirió Bane, alarmado. Había vivido entre patryn lo suficiente como para reconocer las señales de advertencia. —No lo sé, Alteza —contestó Haplo—. Pero, cuanto antes volvamos a poner en funcionamiento la máquina, mejor. Por tanto, démonos prisa.

Penetraron en los túneles, que, según recordaba Haplo de su última estancia allí, se bifurcaban, se dividían y se entrecruzaban debajo de la Tumpa-chumpa. Allí abajo no encontraron enanos. Aquellos túneles permanecían vacíos normalmente, ya que no conducían a ninguna parte que alguien tuviera motivos para visitar. La Factría no había sido utilizada desde hacía tiempo inmemorial, salvo como lugar de reunión, y esto último había terminado cuando los elfos se habían adueñado del lugar y lo habían convertido en acuartelamiento.

Lejos de los cuchicheos y de la visión de la máquina exánime, todos se relajaron perceptiblemente. Todos, menos Haplo. Las runas de su piel sólo emitían un levísimo resplandor, pero éste aún permanecía. El peligro seguía presente, aunque no conseguía imaginar dónde o en qué forma. El perro también estaba inquieto y, de vez en cuando, prorrumpía en un sonoro y bronco gruñido que sobresaltaba a todo el grupo.

—¿No puedes hacer que se calle? —Se quejó Bane—. Va a conseguir que me moje en los pantalones.

Haplo posó la mano con suavidad en la cabeza del animal. El perro se tranquilizó, pero no estaba satisfecho. Y tampoco Haplo.

¿Los elfos? Haplo no recordaba que su cuerpo hubiera reaccionado nunca a un peligro procedente de los mensch, pero los elfos de Tribus tenían fama de crueles y perversos. ¿Era posible que…?

—¡Vaya, mirad! —exclamó Jarre, señalando con el dedo—. ¡Mirad eso! ¡Nunca he visto nada parecido! ¿Y tú, Limbeck?

Señaló una marca en la pared. Una marca que emitía un luminoso resplandor rojizo.

—No —reconoció el enano, y se quitó las gafas para contemplarla. Su voz estaba impregnada del mismo tono de asombro y curiosidad infantiles que lo había llevado, tiempo atrás, a plantearse los primeros porqués acerca de los welfos y de la Tumpa-chumpa—. ¿Qué será?

—¡Yo lo sé! —Exclamó Bane—. ¡Es una runa sartán!

—¡Chist! —le avisó Haplo, cogiendo la mano del muchacho y apretándola enérgicamente.

—¿Una qué? —Limbeck se volvió hacia ellos con los ojos como platos. Dominado por la curiosidad, había olvidado la razón que los había levado allí abajo y su necesidad de darse prisa.

—Los dictores hacían marcas como ésa. Luego te lo explicaré —dijo Haplo, dirigiendo al grupo hacia adelante.

Jarre continuó avanzando, pero no miraba por dónde andaba. Sus ojos seguían fijos en la runa.

—Vi algunos de esos curiosos dibujos luminosos cuando el hombre y yo bajamos al lugar de los muertos. Pero aquéllos eran azules, no rojos.

«¿Por qué, entonces, la sigla que hemos encontrado es roja?», se preguntó Haplo. Las runas sartán eran parecidas a las patryn en muchos aspectos. El color rojo era una advertencia.

—La luz se está apagando —anunció Jarre, aún vuelta hacia atrás. De inmediato, dio un traspié.

—La estructura de runas está rota —indicó Bane a Haplo—. Ya no puede hacer nada…, nada de lo que se suponía que debía hacer.

Sí, Haplo sabía que el armazón de signos mágicos se había desestructurado. Era algo evidente: grandes extensiones de la pared habían quedado enterradas, bien por obra de la Tumpa-chumpa o bien de los enanos. Las runas sartán estaban apagadas; algunas habían desaparecido por entero y otras, como aquélla, aparecían resquebrajadas y privadas de su poder. Fuera cual fuese su propósito — advertir, detener, impedir la entrada—. Habían perdido el poder para llevarlo a cabo.

—Tal vez eres tú —sugirió Bane, mirando al patryn con una sonrisa picara—. Tal vez no les gustas a esas runas.

«Tal vez», pensó Haplo. Pero la última vez que había bajado allí, ninguna runa había emitido aquel fulgor rojo.

Continuaron caminando.

—Es por aquí —anunció Jarre. Se detuvo bajo una escalerilla y alzó el guingué hacia el hueco.

Haplo miró a su alrededor. Sí, ya sabía dónde se encontraban. Lo recordaba. Estaban justo debajo de la Factría. Una escalerilla conducía hacia arriba y, allí, una pieza del techo del túnel se deslizaba a un lado y permitía el acceso a la Factría propiamente dicha. Haplo estudió la escalerilla y volvió la vista a Limbeck.

—¿Tienes idea de qué hay ahí arriba, ahora? No me gustaría aparecer en mitad del comedor de los elfos en pleno desayuno.

Limbeck movió la cabeza.

—No —respondió—. Ninguno de los nuestros ha estado en la Factría desde que los elfos se apoderaron de ella.

—Iré a ver —se ofreció Bane, sediento de aventuras.

—No, Alteza —Haplo se mostró firme—. Tú, quédate aquí. Perro, vigílalo.

—Iré yo. —Limbeck miró a un lado y otro con aire confuso—. ¿Dónde está la escalerilla?

—¡Ponte las gafas! —se burló Jarre. Limbeck se sonrojó, llevó la mano al bolsillo, encontró los anteojos y se los ajustó a las orejas.

—Quedaos todos aquí. Seré yo quien vaya a echar un vistazo —resolvió Haplo, que ya tenía un pie en el primer peldaño—. ¿Cuándo has dicho que empezaba esa maniobra de distracción?

—Según lo previsto, en cualquier momento —respondió Limbeck, mirando hacia las sombras de lo alto con expresión cegata.

—¿Esto…, quieres el guingué? —preguntó Jarre con un titubeo. La enana estaba visiblemente impresionada ante el resplandor azulado de la piel de Haplo, algo que no había visto nunca en su vida.

—No —fue la lacónica respuesta de Haplo. Su cuerpo despedía suficiente luz. Podía pasarse sin el estorbo del guingué de la enana. Empezó a escalar los peldaños.

Había recorrido la mitad del camino cuando escuchó un revuelo a sus pies y escuchó un agudo lamento de Bane. Al parecer, el muchacho había intentado seguirlo y el perro había clavado los dientes con firmeza en los fondillos de los calzones de Su Alteza.

—¡Chist! —siseó el patryn, con una mirada furiosa.

Prosiguió la ascensión y llegó a la plancha metálica. Según recordaba de la vez anterior que había hecho aquello, la plancha se deslizaba fácilmente y —algo aún más importante— en silencio. Ahora, a no ser que algún elfo hubiera colocado algún mueble justo encima…

Apoyó los dedos en el metal y lo forzó con cuidado.

Se movió, y por la rendija entró una luz que lo bañó. Se detuvo y esperó, aguzando el oído. Nada.

Empujó de nuevo la plancha, no más que la longitud de su índice. Luego, hizo otra pausa, absolutamente inmóvil y en completo silencio.

Arriba se oían voces. Voces ligeras y delicadas de elfos. Los ojos de Haplo tardaron un rato en acostumbrarse a la luz brillante. El hecho de que los elfos tuvieran luz resultaba inquietante. Tal vez se había equivocado; tal vez era cierto que los elfos habían aprendido a hacer funcionar la Tumpa-chumpa y habían dejado sin luz y sin calor a los enanos.

Pero una mirada más detenida reveló la verdad. Los elfos —conocidos por sus artes mágicas mecánicas— habían organizado su propio sistema de iluminación. Las lámparas dependientes de la Tumpa-chumpa que un día habían iluminado la Factría estaban frías y apagadas.

Y en aquel extremo de la Factría no había ninguna luz encendida. Aquella parte del local estaba vacía, desierta. Los elfos estaban acampados en el otro extremo, cerca de la entrada. Haplo estaba a ras de una ordenada fila de camastros colocados contra la pared. Los elfos estaban en movimiento, unos barriendo el suelo, otros comprobando las armas. Algunos dormían. Vio a varios en torno a una olla de la que salía una nube de vapor y un aroma fragante. Un grupo estaba acuclillado en el suelo, dedicado a algún tipo de juego según se deducía de sus comentarios sobre «apuestas» y de sus exclamaciones de triunfo o de desengaño. Nadie prestaba la menor atención a la zona de la Factría donde estaba Haplo. El sistema de iluminación ni siquiera llegaba hasta aquella parte.

Justo delante de donde se encontraba, distinguió la estatua del dictor: la figura cubierta con capa y capucha de un sartán que sostenía en una mano un único globo ocular, que miraba fijamente. Haplo dedicó un instante a examinar el ojo y se alegró de comprobar que estaba tan oscuro y sin vida como la máquina.

Una vez activado, aquel globo ocular revelaría el secreto de la Tumpa-chumpa a cualquiera que observara sus imágenes animadas.[23] O bien los elfos no habían descubierto el secreto del ojo, o, si lo habían hecho, no le habían dado importancia, como había sucedido con los enanos durante todos aquellos años. Quizá, como los enanos, los elfos sólo utilizaban aquella parte del enorme edificio para reuniones. O quizá no le daban ningún uso en absoluto.

Haplo deslizó de nuevo la placa en su lugar, dejando abierto sólo un resquicio, y descendió la escalerilla.

—Está bien —dijo a Limbeck—. Los elfos están en la parte delantera de la Factría pero, o tu plan no ha dado resultado, o esos elfos ni se han inmutado con…

Se interrumpió. Desde arriba les llegó el lejano sonido de una corneta. A continuación, se produjo un revuelo de gritos, rechinar de armas, arrastrar de camas y voces estentóreas de irritación o de satisfacción, según los soldados tomaron la alarma por una agradable interrupción de su aburrida rutina o por una molestia.

Haplo se apresuró a subir los peldaños otra vez y se asomó por la rendija.

Los elfos estaban ciñéndose las espadas, recogiendo los arcos y el correspondiente carcaj lleno y corriendo a la llamada, entre las maldiciones y los gritos de sus oficiales para que se dieran prisa.

La maniobra de los enanos había comenzado. Haplo no estaba seguro de cuánto tiempo tenían, de cuánto tiempo conseguirían los enanos tener entretenidos a los elfos. No mucho, probablemente.

—¡Vamos! —Dijo, gesticulante—. ¡Deprisa! Está bien, perro. Déjalo subir.

Bane fue el primero en ascender, trepando como una ardilla. Limbeck lo siguió, más despacio. Detrás lo hizo Jarre. La enana, con el ardor del lanzamiento de objetos de cocina, había olvidado cambiarse la falda por unos pantalones, más cómodos, y tenía problemas con los peldaños. El perro permaneció en el fondo, observándolos con interés.

Haplo mantuvo la vigilancia y aguardó a que el último elfo hubiera abandonado la Factría.

—¡Ahora! —Exclamó entonces—. ¡Corred!

Apartó la plancha metálica y se encaramó al suelo del enorme recinto. Volviéndose, tendió la mano a Bane y lo ayudó a subir. Bane estaba sonrojado y le brillaban los ojos de excitación.

—Iré a ver la estatua…

—Espera.

El patryn dirigió una rápida mirada a su alrededor, al tiempo que se preguntaba por qué vacilaba. Los elfos se habían marchado. Él y su grupo estaban solos en la Factría. A no ser, claro, que los elfos hubieran estado sobre aviso de su llegada y les hubiesen tendido una celada. Pero era un riesgo. La magia de Haplo podía afrontar sin apuros cualquier emboscada. A pesar de ello, persistía aquel hormigueo en su piel, y aquel leve resplandor azul, tan perturbador.

—Adelante —asintió, enfadado consigo mismo—. Perro, ve con él.

Bane echó a correr, acompañado por el perro.

Limbeck asomó la cabeza del agujero. Observó al animal que daba brincos al lado de Bane, y los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas. —Habría jurado… —El enano miró hacia el fondo del conducto—. El perro estaba ahí abajo…

—¡Deprisa! —refunfuñó Haplo. Cuanto antes abandonaran aquel sitio, más tranquilo se sentiría. Ayudó a salir a Limbeck y tendió la mano para nacer lo mismo con Jarre cuando, de pronto, escuchó un grito y un ladrido excitado. Se volvió tan deprisa que estuvo a punto de desencajarle el brazo a la enana.

Bane, tendido boca abajo a los pies de la estatua, señalaba hacia abajo.

—¡Lo he encontrado! El perro, firme a su lado con las patas separadas, miraba el hueco con profunda suspicacia, desconfiando de cualquier cosa que pudiera haber allí abajo. Antes de que Haplo pudiera impedírselo, Bane se deslizó como una anguila por el hueco y desapareció. La estatua del dictor empezó a girar sobre su base, cerrando la abertura.

—¡Ve tras él! —gritó Haplo.

El perro saltó al hueco que empezaba a cerrarse. Lo último que Haplo vio de él fue la punta de una cola plumosa.

—¡Limbeck, evita que se cierre!

Haplo casi arrojó al suelo a Jarre y echó a correr hacia la estatua. Pero Limbeck le llevaba la delantera.

El rechoncho enano corrió cuanto pudo por el suelo de la Factría, impulsando furiosamente sus cortas y gruesas piernas. Al llegar a la estatua, se arrojó físicamente a la abertura, que seguía cerrándose lentamente, y se encajó como una firme cuña entre la base de la estatua y el suelo. Dio un empujón a aquélla para obligarla a abrirse otra vez de par en par y se inclinó a examinar la base.

—¡Ah!, de modo que funciona así… —murmuró, al tiempo que se ajustaba las gafas en el puente de la nariz. Luego, alargó la mano para someter a prueba su teoría manipulando una lengüeta que había descubierto.

Haplo plantó el pie, suavemente pero con firmeza, sobre los dedos del enano.

—No toques eso. La estatua podría cerrarse de nuevo y quizá esta vez no pudiéramos impedirlo.

—¿Haplo? —Le llegó la voz de Bane desde el interior del hueco—. Aquí abajo está terriblemente oscuro. ¿Me podrías pasar el guingué?

—Su Alteza debería haber esperado a los demás —fue la severa réplica de Haplo.

No hubo respuesta.

—Quédate quieto. No te muevas —dijo Haplo al muchacho—. Bajaremos en un momento. ¿Dónde está Jarre?

—Aquí —murmuró ella con una vocecilla, acercándose hasta detenerse frente a la estatua con la cara muy pálida—. Alfred dijo que no podríamos volver a salir por aquí.

—¿Alfred dijo eso?

—Bueno, no con esas palabras. No querría asustarme, probablemente. Pero ésa tuvo que ser la razón por la que nos internamos en los túneles. Si hubiéramos podido escapar por la estatua, seguro que lo habríamos hecho, ¿no te parece?

—Con Alfred, ¿quién sabe? —Murmuró Haplo—. Pero es probable que tengas razón. Este artilugio debe de cerrarse cada vez que alguien se cuela por el hueco. Lo cual significa que debemos encontrar la manera de mantenerlo abierto.

—¿Lo consideráis prudente? —Inquirió Limbeck con inquietud, mirándolos desde su posición, mitad dentro y mitad fuera de la abertura—. ¿Y si vuelven los elfos y lo encuentran abierto?

—Si lo hacen, ya veremos —respondió Haplo, aunque no consideraba muy probable tal cosa, pues parecía que los elfos evitaban aquella zona de la Factría—. No quiero terminar atrapado ahí abajo.

—Las luces azules nos condujeron a la salida —apuntó Jarre en un susurro, casi como si hablara consigo misma—. Unas luces azules que se parecían a ésas — añadió, señalando los tatuajes luminosos de la piel del patryn.

Haplo no hizo más comentarios y se alejó sigilosamente en busca de algo que utilizar como cuña. Regresó con un pedazo de tubería de sólido metal, indicó a Jarre y a Limbeck que se metieran en el hueco y siguió sus pasos. Tan pronto como hubo cruzado el umbral de la peana, la estatua empezó a deslizarse de nuevo a su lugar, lentamente y en silencio. Haplo colocó el tubo en la abertura. La estatua se cerró hasta presionar el obstáculo y éste resistió. El patryn probó a empujar y notó que la estatua cedía.

—Ya está. No es probable que los elfos se den cuenta, y así podremos abrir cuando regresemos. Y, ahora, veamos dónde estamos.

Jarre alzó el guingué, y la luz bañó el lugar.

Una angosta escalera de caracol de piedra conducía hacia el subsuelo en tinieblas. Unas tinieblas que, como había dicho Jarre, resultaban increíblemente silenciosas. El silencio daba la impresión de cubrirlo todo como una gruesa capa de polvo acumulada durante siglos sin la menor perturbación.

Jarre tragó saliva, la mano con que sostenía el guingué fue presa de un temblor y la luz se volvió vacilante. Limbeck sacó el pañuelo pero lo empleó para secarse la frente, no para limpiar las gafas. Bane, acurrucado al fondo de la escalera con la espalda apoyada en la pared de piedra, parecía alicaído e impresionado.

Haplo se frotó los signos mágicos que le escocían en el revés de las manos y reprimió con firmeza el impulso de marcharse de allí. El patryn había supuesto que, al bajar a aquellos túneles, eludirían el peligro invisible que los amenazaba, fuera cual fuese. Sin embargo, las runas de su cuerpo seguían emitiendo su leve resplandor azul, ni más intenso ni más apagado que minutos antes, en la Factría. Lo cual resultaba incomprensible pues, ¿cómo podía la amenaza estar a la vez arriba y abajo?

—¡Ahí! Esas cosas son las que hacen luz —dijo Jarre, e indicó una pared.

Haplo bajó la mirada y vio una hilera de runas sartán que orlaba la parte inferior de la pared. Recordó haber visto la misma serie de runas en Abarrach, donde Alfred las había empleado como guía para salir de los túneles de la Cámara de los Condenados.

Bane se agachó a estudiarlas y sonrió para sí. Satisfecho de sus conocimientos, puso un dedo en uno de los signos mágicos y lo pronunció en voz alta.

Al principio, no sucedió nada. Haplo entendió las palabras en idioma sartán, aunque el acento le resultó desagradable y chirriante como el chillido de una rata.

—Lo has pronunciado mal —dijo.

Bane alzó la mirada hacia él con un destello de rabia, pues no le gustaba que lo corrigieran, pero procedió a repetir la runa tomándose tiempo para articular debidamente los sonidos, extraños y difíciles.

El signo mágico se encendió con un centelleo, y su luz prendió al signo contiguo. Una tras otra, las runas continuaron iluminándose. En la parte inferior de la pared se formó una estela azulada que indicaba el camino escaleras abajo.

—Sigámosla —dijo Haplo, pero no era necesario que lo hiciera porque Bane, Limbeck y el perro ya descendían los peldaños de piedra.

Sólo Jarre se quedó atrás con la cara pálida y una expresión solemne, retorciendo los dedos y manoseando entre ellos un pequeño pliegue de tela de su falda.

—Es tan triste… —murmuró.

—Ya lo sé —respondió Haplo con un susurro.