WOMBE,
DREVLIN, REINO INFERIOR
—¡No voy a deciros nada de la estatua! —declaró Jarre—. ¡Sólo causaría más problemas, estoy segura!
Limbeck enrojeció de furia y lanzó una mirada colérica a la enana a través de las gafas. Al instante, abrió la boca para soltar algún improperio contra Jarre; un improperio que no sólo habría puesto fin a sus relaciones sino que le habría deparado la rotura de las gafas, probablemente. Haplo se apresuró a dar un pisotón al enano, disimuladamente. Limbeck comprendió la indicación y guardó silencio a duras penas.
Se encontraban de nuevo en la SALA DE CALDERAS, la vivienda de Limbeck, iluminada ahora por lo que Jarre llamaba un «guingué». Harta de quemar discursos de Limbeck y harta también de oír que podía ver en la oscuridad si se concentraba en ello, Jarre había salido a dar una vuelta y le había quitado de las manos el guingué a un compañero de armas, diciendo que lo necesitaba el survisor jefe. El compañero de armas, según resultó, no sentía mucho aprecio por el survisor jefe, pero Jarre era muy corpulenta y perfectamente capaz de subrayar con los músculos su influencia política.
Así pues, se quedó con el guingué, un desecho de los elfos, reliquia de los días en que éstos pagaban el agua a los enanos con sus desperdicios. El guingué, colgado de un gancho, resultaba bastante útil cuando una se acostumbraba a la llama humeante, al olor y a la grieta de uno de los lados, por la que rezumaba hasta el suelo una sustancia obviamente muy inflamable.
Jarre lanzó una mirada de desafío al grupo. La luz del guingué endureció aún más su expresión ceñuda y terca. Haplo pensó que la cólera de la enana era un disfraz que enmascaraba su afectuosa preocupación, tanto por su pueblo como por Limbeck. Aunque no necesariamente por este orden.
Bane llamó la atención del patryn arqueando una ceja.
Yo puedo manejarla, se ofreció el muchacho. Si me das permiso.
Haplo respondió con un encogimiento de hombros. No podía hacer ningún mal. Además de una insólita intuición, Bane poseía clarividencia. A veces podía ver los pensamientos más íntimos de otra gente…, es decir, de otros mensch. El muchacho no tenía manera de penetrar en la mente de Haplo.
Bane se deslizó junto a Jarre y tomó las manos de la enana entre las suyas.
—Puedo ver las criptas de cristal, Jarre. Puedo verlas y no te culpo por tener miedo de volver allí. Realmente, es muy triste. Pero Jarre, querida Jarre, es preciso que nos digas cómo entrar en los túneles. ¿Acaso no quieres descubrir si los elfos han dejado fuera de servicio la Tumpa-chumpa…? —insistió en tono halagador.
—¿Y qué harás, si es así? —inquirió Jarre, retirando las manos—. ¿Y cómo sabes lo que vi? Estás imaginándolo todo. Eso, o Limbeck te lo ha contado. —No, te aseguro que no —gimoteó Bane, dolido en su orgullo.
—¿Ves lo que has hecho ahora? —intervino Limbeck, pasando el brazo en torno a los hombros del muchacho para consolarlo.
Jarre se sonrojó de vergüenza.
—Lo siento —murmuró, retorciendo entre sus rechonchos dedos la falda de su vestido—. No quería chillarte. Pero insisto: ¿qué vais a hacer? —Levantó la cabeza y miró a Haplo con los ojos nublados por las lágrimas—. ¡No podemos luchar contra los elfos! ¡Muchísimos de nosotros moriríamos, lo sabéis muy bien! ¡Sabéis lo que sucedería! ¡Tenemos que rendirnos, decirles que cometimos un error, que nos equivocamos! ¡Así, tal vez se marcharán y nos dejarán en paz y todo volverá a ser como antes!
Hundió el rostro entre las manos. El perro se acercó a ella y le ofreció su silenciosa comprensión.
Limbeck se hinchó hasta que Haplo creyó que el enano iba a estallar. Al tiempo que le dirigía un gesto de advertencia con el índice extendido hacia arriba, el patryn habló con voz serena y firme.
—Ya es demasiado tarde para eso, Jarre. Nada puede volver a ser como antes. Los elfos no se marcharán. Ahora que tienen el control del suministro de agua de Ariano, no lo entregarán. Y, tarde o temprano, se cansarán de vuestros hostigamientos y vuestra táctica de guerrillas. Enviarán un gran ejército y esclavizarán a vuestro pueblo o lo barrerán de Drevlin. Es demasiado tarde, Jarre. Habéis ido demasiado lejos.
—Lo sé. —Jarre se enjugó las lágrimas con la punta de la falda y suspiró—. Pero para mí es evidente que los elfos se han apoderado de la máquina. Y no sé qué crees que puedes hacer tú —añadió en tono sombrío, sin esperanza.
—Ahora no te lo puedo explicar —dijo Haplo—, pero existe la posibilidad de que no hayan sido los elfos quienes han dejado fuera de servicio la Tumpa-chumpa. Y tal vez están más preocupados que vosotros, incluso, ante lo sucedido. Y, si es así y Su Alteza puede ponerla en funcionamiento otra vez, será el momento de coger a los elfos y decirles que ya pueden ir saltando de cabeza al Torbellino.
—¿Quieres decir que podemos recuperar el control de los Levarriba? — preguntó Jarre, no muy convencida.
—No sólo los Levarriba —intervino Bane con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡De todo Ariano! ¡De todo el mundo! ¡Todas sus gentes, elfas y humanas, bajo vuestro mando!
Jarre puso una expresión más alarmada que complacida ante tal perspectiva e incluso Limbeck pareció un tanto desconcertado.
—En realidad, no queremos tenerlos bajo nuestro mando —empezó a decir; luego hizo una pausa, meditando la cuestión—. ¿O sí?
—Claro que no —sentenció Jarre, enérgica—. ¿Qué haríamos con un montón de humanos y de elfos en nuestras manos, siempre peleándose, siempre insatisfechos?
—Pero, querida…
Limbeck parecía dispuesto a discutir y Haplo se apresuró a cortarlo.
—Perdonad, pero aún estamos muy lejos de todo eso; no es preciso que nos preocupemos de ello, de momento.
Por no mencionar el hecho, añadió el patryn en silencio, de que Bane estaba mintiendo por aquella boquita de dientes blancos como perlas. Sería el Señor del Nexo quien gobernaría Ariano. ¡Pues claro que su señor dominaría aquel mundo! No se trataba de eso, sino de que a Haplo le desagradaba engañar a los enanos, impulsarlos a arriesgarse con falsas esperanzas, con falsas promesas.
—Hay otro aspecto que no habéis tomado en cuenta. Si no han sido los elfos quienes han detenido el funcionamiento de la Tumpa-chumpa, probablemente pensarán que es cosa vuestra. Lo cual significa que estarán aún más preocupados por vosotros de lo que vosotros lo estáis por ellos. Al fin y al cabo, con la máquina inactiva, se han quedado sin agua para su pueblo.
—¡Tal vez están preparando un ataque ahora mismo! —murmuró Limbeck, abatido. Haplo asintió.
—¿De veras crees que los elfos tal vez no se han hecho con el control de la…? —Jarre empezaba a titubear.
—No saldremos de dudas hasta que lo veamos con nuestros propios ojos.
—La verdad, querida —dijo Limbeck con voz suavizada—. En eso creemos.
—En eso creíamos —murmuró la enana. Con un suspiro, añadió—: Está bien, os diré lo que pueda de la estatua del dictor, pero me temo que no sé gran cosa. Resultó todo tan confuso, con la pelea y los gardas y…
—Háblanos de la estatua —sugirió Haplo—. Tú y el otro hombre que estaba con nosotros, ése tan torpe, Alfred. Tú entraste en la estatua con él y lo acompañaste por los túneles.
—Sí —murmuró Jarre, alicaída—. Y resultó muy triste, mucho. Toda aquella gente tan bella, muerta. Y Alfred, tan abrumado de pena. No me gusta recordarlo.
El perro, al oír el nombre de Alfred, meneó la cola y soltó un gañido. Haplo le dio unas palmaditas y le recomendó silencio. El perro jadeó y se dejó caer en el suelo con el hocico entre las patas.
—No pienses en eso —dijo Haplo—. Háblanos de la estatua. Empieza por el principio.
—Bien… —Jarre frunció el entrecejo, pensativa, y se mordisqueó las largas patillas—, la lucha continuaba. Yo andaba buscando a Limbeck y lo vi cerca de la estatua. El survisor jefe y los gardas intentaban llevárselo y corrí a ayudarlo pero, cuando llegué, ya no estaba allí. Miré a mi alrededor… ¡Y vi que la estatua se había abierto!
Jarre asintió enérgicamente.
—Vi sus pies, que sobresalían de un hueco bajo la estatua. Por aquel hueco descendían unos peldaños, y Alfred estaba caído de espaldas en ellos, con los pies en el aire. En aquel momento, vi acercarse más gardas y comprendí que debía ocultarme o me encontrarían. Me colé por el hueco y entonces tuve miedo de que vieran los pies de Alfred, de modo que lo arrastré conmigo escaleras abajo.
»Entonces sucedió algo extraño. —Jarre sacudió la cabeza—. Cuando arrastré a Alfred hacia abajo, la estatua empezó a cerrarse. Estaba tan asustada que fui incapaz de reaccionar. Allí abajo estaba oscuro y silencioso. — Jarre se estremeció y miró a su alrededor—. Un silencio horrible. Como éste de ahora. Yo me eché a gritar.
—¿Qué sucedió después?
—Alfred despertó. Se había desmayado, creo…
—Sí, tiene esa costumbre —apuntó Haplo tétricamente.
—En fin, yo estaba aterrorizada y le pregunté si podía abrir la estatua, pero él dijo que no. Yo insistí en que lo intentara— al fin y al cabo, ya la había abierto una vez, ¿no? Alfred lo negó y dijo que no lo había hecho voluntariamente. Se había desmayado y había caído sobre la estatua y sólo podía suponer que esta se había abierto por accidente.
—Te mintió —murmuró Haplo—. Alfred sabía abrirla. ¿No lo viste hacerlo? Jarre movió la cabeza en gesto de negativa.
—¿No lo viste acercarse a la estatua en algún momento? ¿Durante la batalla, por ejemplo?
—Mal pude hacerlo. Yo había corrido hasta el lugar de los túneles donde se ocultaban los nuestros para anunciarles que era el momento de atacar. Cuando volví, la lucha había empezado y no pude ver nada.
—Pero… ¡ahora lo recuerdo! —intervino Limbeck de improviso—. ¡Yo vi a ese otro hombre, el asesino…!
—¡A Hugh la Mano!
—Sí. Yo estaba con Alfred, y Hugh corrió hacia nosotros gritando que se acercaban los gardas. Alfred se puso pálido y Hugh le gritó que no se desmayara, pero Alfred lo hizo a pesar de la advertencia. ¡Y cayó justo a los pies de la estatua!
—¡Y ésta se abrió! —exclamó Bane, excitado.
—No. —Limbeck se rascó la cabeza—. Creo que no. Me temo que tengo las cosas un poco confusas, desde ese momento. Pero recuerdo que lo vi allí tendido y me pregunté si estaría herido. Creo que me habría fijado en la estatua, de haber estado abierta.
Haplo no compartía esa opinión, teniendo en cuenta la pobre vista del enano.
El patryn intentó ponerse en el lugar de Alfred e intentó recrear en su mente lo que podía haber sucedido. El sartán, temeroso como siempre de utilizar su poder mágico y descubrirse, se ve atrapado en el fragor de la batalla. Se desmaya —su reacción normal ante situaciones violentas— y cae a los pies de la estatua. Cuando despierta, la lucha ya está entablada. Debe escapar.
Abre la estatua con la intención de colarse por ella y hacer mutis, pero se lleva algún otro susto y termina perdiendo de nuevo el sentido y cayendo por el hueco. Eso, o recibe algún golpe en la cabeza. La estatua queda abierta y Jarre aprovecha la ocasión.
Sí, eso era lo que debía de haber ocurrido, se dijo Haplo, aunque de poco les servía saberlo. Salvo por el detalle de que Alfred estaba semiinconsciente y con la cabeza bastante espesa en el momento de abrir la estatua. Era una buena señal: el artilugio no debía de ser demasiado difícil de abrir. Si estaba protegido por la magia sartán, la estructura rúnica no podía ser demasiado compleja. Lo más difícil sería encontrarla… y evitar a los elfos el tiempo suficiente para abrirla.
Haplo se dio cuenta, gradualmente, de que todos los demás habían dejado de hablar y lo miraban con expectación. Al parecer, se había perdido algo.
—¿Qué? —inquirió.
—¿Qué hacemos una vez que lleguemos a los túneles? —inquirió Jarre con pragmatismo. —Buscar los controles de la Tumpa-chumpa —respondió el patryn. Jarre sacudió la cabeza.
—No recuerdo que nada de lo que vi pareciera pertenecer a la Tumpa-chumpa. —Bajó el tono de voz para añadir—: Sólo recuerdo a toda esa gente tan bella… muerta.
—Sí, bien… Los controles tienen que estar ahí abajo, en alguna parte — seguró Haplo con firmeza, preguntándose a quién trataba de convencer—. Su Alteza los encontrará. Y allí abajo estaremos bastante a salvo. Tú misma dijiste que la estatua se cerró detrás de ti. Lo que necesitamos es un elemento de diversión que haga salir a los elfos de la Factría el tiempo suficiente para que podamos entrar. ¿Crees que tu pueblo podrá ocuparse de eso?
—Una de las naves dragón de los elfos está anclada junto a los Levarriba — apuntó Limbeck—. Podríamos atacarla y…
—¡Nada de atacar!
Jarre y Limbeck se enzarzaron en una discusión que casi al instante se hizo borrascosa. Haplo se echó hacia atrás en su asiento y los dejó debatir el asunto, satisfecho del cambio de tema. No le importaba qué hicieran los enanos, con tal que cumplieran. El perro, tumbado sobre un costado, soñaba que perseguía o era perseguido por algo. Las patas le temblaban y sus flancos se agitaban aceleradamente.
Bane observó al perro dormido, contuvo un bostezo e intentó dar la impresión de que no tenía un ápice de sueño. Pero se le cerraron los ojos y se le cayó hacia adelante la cabeza. Haplo lo despertó.
—A la cama, Alteza. No haremos nada hasta mañana.
Bane asintió, demasiado cansado para discusiones. Con paso tambaleante y ojos nublados, se dirigió a la cama de Limbeck, se derrumbó sobre ella y cayó dormido casi al instante.
Haplo notó un dolor agudo y extraño en el corazón al contemplarlo. Dormido, con los párpados cerrados sobre aquellos ojillos azules en los que brillaba una astucia y una sutileza propia de un adulto, Bane parecía un chiquillo de diez años como cualquier otro. Su sueño era profundo y relajado. Correspondía a otros, mayores y más sabios, ocuparse de su bienestar.
«Así podría estar durmiendo, en este mismo instante, un hijo mío —dijo el patryn para sí con un dolor que le resultaba casi insoportable—. ¿Dónde lo hará él? En la choza de algún residente, probablemente, si su madre lo ha dejado en la seguridad del grupo (toda la seguridad que uno puede tener en el Laberinto), antes de seguir su camino. O estará con su madre, si sigue viva. Y si el chico sigue vivo. Seguro que sí. Sé que sigue vivo, igual que supe que había nacido. Siempre lo he sabido. Lo sabía cuando ella se marchó, y no hice nada. Nada en absoluto, salvo intentar hacerme matar para no tener que seguir pensando en ello.»
«Pero volveré allí. Volveré por ti, hijo. El viejo quizá tenía razón. Aún no es el momento. Y no puedo hacerlo solo. —Alargó la mano y apartó de la frente de Bane un rizo de cabello húmedo—. Debo esperar un poco más. Sólo un poco más…»
En la cama, Bane se enroscó en un ovillo. Hacía frío allí abajo, en los túneles, sin el calor de la Tumpa-chumpa. Haplo se puso en pie, cogió la manta de Limbeck y la colocó sobre el muchacho, cubriendo cuidadosamente sus hombros aún enclenques.
Volvió a su asiento y, mientras escuchaba la discusión entre Limbeck y Jarre, sacó la espada de la vaina y empezó a repasar los signos mágicos grabados en la empuñadura. Necesitaba otra cosa en la que pensar. Y se le ocurrió una mientras depositaba con cuidado la espada sobre la mesa que tenía ante sí.
«No estoy en Ariano porque me haya mandado mi señor. No estoy aquí porque quiera conquistar el mundo.»
«Estoy aquí para hacer seguro el mundo para ese niño. Para mi hijo, atrapado en el Laberinto.»
Pero eso mismo era lo que impulsaba a Xar en su plan, comprendió Haplo. El Señor del Nexo hacía aquello por sus hijos. Por todos sus hijos atrapados en el Laberinto.
Reconfortado, reconciliado por fin consigo mismo y con su señor, Haplo pronunció las runas y observó el llamear de los signos mágicos en la hoja del arma. Su resplandor eclipsaba el del guingué de la enana.