CAPÍTULO 11

WOMBE,

DREVLIN, REINO INFERIOR

—¡Fuera de funcionamiento! —Exclamó Bane—. ¡La máquina entera!

—Ya hace siete ciclos de eso —asintió Limbeck—. Mira ahí fuera y tú mismo lo verás. Está oscuro y en silencio. No se mueve nada. No funciona nada. No tenemos luz, ni calor. —El enano exhaló un suspiro de frustración—. Hasta ahora, no habíamos sabido lo mucho que la Tumpa-chumpa hacía por nosotros. Culpa nuestra, por supuesto, pues a ningún enano se le había ocurrido nunca pensar por qué se ocupaba de nosotros.

»Ahora que las bombas se han detenido, muchos de los túneles más profundos se están llenando de agua. Mi pueblo tenía hogares en ellos y muchos enanos se han visto obligados a marcharse para no morir ahogados. Las viviendas que nos quedan están abarrotadas.

»En Herot teníamos unas cuevas especiales donde cultivábamos nuestra comida. Unas linternas que brillaban como el sol nos proporcionaban luz para las cosechas. Pero, cuando la Tumpa-chumpa dejó de funcionar, las linternas se apagaron y desde entonces estamos a oscuras. Las plantas empiezan a marchitarse y pronto morirán.

»Pero, además de todo eso —continuó Limbeck, frotándose las sienes—, mi pueblo está aterrorizado. Cuando los elfos atacaron, nadie mostró miedo, pero ahora están paralizados de pánico. Es el silencio, ¿sabéis? —Miró en torno a sí con un pestañeo—. No pueden soportar el silencio.

Naturalmente, era más que eso y Limbeck lo sabía, se dijo Haplo. Durante siglos, la vida de los enanos había girado en torno a su gran y amada máquina, a la que servían con fidelidad, con devoción, sin molestarse nunca en preguntar comos y porqués. Y, ahora que el corazón del amo había dejado de latir, los siervos no tenían idea de qué hacer de sí mismos.

—¿A qué te refieres, survisor jefe, cuando dices que «los elfos han puesto fuera de funcionamiento la Tumpa-chumpa»? ¿Cómo? —preguntó Bane.

—¡No lo sé! —Limbeck se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

—Pero ¿estás seguro de que han sido los elfos? —insistió Bane.

—Disculpa, príncipe Bane, pero, ¿qué importa eso? —inquirió el enano con acritud.

—Podría tener importancia, y mucha —explicó Bane—. Si los elfos han puesto fuera de funcionamiento la Tumpa-chumpa, podría ser que hubieran descubierto cómo ponerla en marcha…

A Limbeck se le ensombreció la expresión. Se llevó las manos a las gafas y terminó con éstas colgadas de una sola oreja en un ángulo inverosímil.

—¡Eso significaría que controlarían nuestras vidas! ¡Es intolerable! ¡Tenemos que luchar!

Mientras el enano hablaba, Bane observaba a Haplo por el rabillo de sus azules ojos, con una leve sonrisa en los labios suavemente curvados. El muchacho estaba complacido consigo mismo; sabía que le llevaba un paso de ventaja al patryn en la partida que jugaban, fuera la que fuese.

—Ten calma —pidió Haplo al enano—. Pensemos en esto un momento.

Si Bane tenía razón en lo que decía, y Haplo se vio obligado a reconocer que la sugerencia parecía sensata, era muy probable que los elfos hubieran aprendido a hacer funcionar la Tumpa-chumpa, algo que nadie había conseguido hacer desde que los sartán habían abandonado misteriosamente su gran máquina, tantos siglos atrás. Y, si los elfos sabían ponerla en acción, también sabrían controlarla, controlar sus acciones, el alineamiento de las islas flotantes, el agua y, en definitiva, todo aquel mundo.

«Quien domina la máquina, domina el agua. Y quien domina el agua, gobierna a quienes deben beberla para no perecer.»

Palabras de Xar. El Señor del Nexo esperaba llegar a Ariano como salvador, para imponer el orden en un mundo en caos. No le interesaba presentarse en un mundo forzado a la sumisión por el puño de hierro de los elfos de Tribus, que no cederían su dominio por las buenas.

Haplo reflexionó y comprendió que estaba cometiendo la misma torpeza que Limbeck. Dejaba que lo preocupase algo que podía no tener la menor importancia. Lo primero que debía hacer era averiguar la verdad. Era posible que la condenada máquina se hubiera descompuesto, sencillamente, aunque la Tumpa-chumpa, por lo que le había contado Limbeck en el pasado, era muy capaz de repararse a sí misma y así lo había hecho durante todos aquellos años.

Pero cabía otra posibilidad, se dijo el patryn. Y, si tenía razón y ésa era la verdadera situación, los elfos debían de estar tan desconcertados y preocupados como los enanos ante la inactividad de la Tumpa-chumpa. Se volvió hacia Limbeck.

—He entendido que sólo os desplazáis por el Exterior durante las tormentas y que utilizáis éstas como camuflaje, ¿es así?

Limbeck asintió. Finalmente, consiguió ajustarse las gafas.

—Y ésta no va a durar mucho más —apuntó.

—Tenemos que descubrir la verdad acerca de la máquina. No querrás enviar a tu pueblo a una guerra sangrienta que tal vez sea innecesaria, ¿verdad? Tengo que entrar en la Factría. ¿Puedes ayudarme?

Bane asintió enérgicamente y murmuró:

—Allí debe de estar el control central.

—Pero ahora la Factría está vacía. Allí no ha habido nada desde hace mucho tiempo.

—En la Factría, no. Debajo de ella —replicó Haplo—. Cuando los sartán (los dictores, como vosotros los llamáis) vivían en Drevlin, construyeron una red de salas y túneles subterráneos que ocultaron bajo la protección de su magia de modo que nadie pudiera encontrarlas nunca. Los controles de la Tumpa-chumpa no están en ningún lugar de la superficie de Drevlin, ¿verdad? —preguntó, mirando a Bane.

El muchacho sacudió la cabeza.

—No sería lógico que los sartán los dejaran al aire libre —respondió—. Más bien procurarían protegerlos, ponerlos a salvo. Naturalmente, los controles podrían encontrarse en cualquier lugar de Drevlin, pero lo más lógico es pensar que estarán en la Factría, que es donde nació la Tumpa-chumpa…, por decirlo de algún modo. ¿Qué sucede?

Limbeck parecía terriblemente excitado.

—¡Tienes razón! ¡Existen esos túneles secretos, ahí abajo! ¡Unos túneles protegidos por la magia! Jarre los vio. Ese…, ese otro hombre que estaba con vosotros, el criado de Su Alteza. El que andaba siempre tropezando con sus propios pies…

—Alfred —apuntó Haplo con una ligera sonrisa.

—¡Sí, Alfred! ¡Él llevó a Jarre ahí abajo! Pero ella —Limbeck recuperó su anterior expresión sombría— dijo que lo único que vio allí fue gente muerta.

«¡De modo que es ahí donde estuve!», se dijo Haplo.[21] Y no lo sedujo especialmente la idea de volver.

—Aquí abajo hay más que eso —dijo, esperando que fuera verdad—. Veréis…

—¡Survisor! ¡Survisor jefe! —De la parte delantera de la nave les llegaron unos gritos, acompañados de un ladrido—. ¡La tormenta está amainando!

—Tenemos que irnos. —Limbeck se puso en pie—. ¿Queréis venir con nosotros? Aquí, en la nave, no estaréis seguros, una vez que los elfos la vean. Aunque, probablemente, la destruirán. Eso, o sus magos intentarán apoderarse de ella y…

—No te preocupes —lo interrumpió Haplo con una sonrisa—. Yo también tengo poderes mágicos, ¿recuerdas? Nadie se acercará a la nave si no lo permito. Pero iremos contigo. Necesito hablar con Jarre.

Haplo mandó a Bane a recoger sus ropas y, sobre todo, el diagrama de la Tumpa-chumpa que el muchacho había dibujada Luego se ciñó una espada con inscripciones rúnicas y guardó una daga con parecidos signos mágicos en la caña de la bota.

Se miró las manos y observó los tatuajes azules visibles en su piel. La vez anterior que había visitado Ariano, había ocultado los signos mágicos bajo unas vendas y tampoco había revelado su condición de patryn. En esta ocasión, no era necesario que ocultara su identidad. Ese momento ya había quedado atrás.

Se unió a Limbeck y a los dos enanos cerca de la escotilla. La tormenta soplaba con la misma fuerza de siempre, por lo que Haplo pudo calcular, aunque consideró posible que el huracán hubiera menguado un ápice para convertirse en un chaparrón torrencial. Granizos enormes continuaban golpeando el casco de la nave, y los rayos abrieron tres cráteres en la coralita durante el breve rato en que Haplo permaneció observando. Podía utilizar la magia para transportarse y hacer lo propio con Bane pero, para que funcionaran las posibilidades que regían su magia, tenía que visualizar exactamente adonde quería ir, y el único lugar de Drevlin que recordaba con claridad era la Factría.

De pronto, lo asaltó la ominosa idea de aparecer entre un círculo de llamas azules justo en medio del ejército elfo.

Estudió lo mejor que pudo, a través de la cortina de agua de la claraboya, los artilugios que utilizaban los enanos para viajar a través de la tormenta.

—¿Qué son esas cosas?

—Carretillas de la Tumpa-chumpa —explicó Limbeck. Se quitó las gafas y esbozó una sonrisa vaga que recordó por fin al Limbeck de antes—. Idea mía. Es probable que no lo recuerdes, pero te llevamos en una cuando estabas herido, esa vez que las zarpas excavadoras los llevaron arriba. Ahora hemos vuelto las carretillas del revés y hemos puesto las ruedas en la parte abierta, en lugar de en el fondo, y las hemos cubierto de coralita. Cabrás en una de ellas, Haplo —añadió en un afán tranquilizador—, aunque estarás bastante justo e incómodo. Yo iré con Lof. Tú puedes ocupar la mía…

—No me preocupa si quepo en ella —lo interrumpió Haplo, ceñudo—. Pensaba en los relámpagos. —Su magia lo protegería, pero no a Bane ni a los enanos—. Si un rayo alcanza ese metal…

—¡Ah, no debes inquietarte por eso! —Respondió Limbeck, con el pecho henchido de orgullo—. Observa esas varillas metálicas en la parte superior de cada carretilla. Si cae un rayo, la varilla transporta la centella por el costado del vehículo y a través de las ruedas hasta el suelo. Yo las llamo «atraparrayos».

—¿Funcionan?

—Bueno —concedió Limbeck a regañadientes—, en realidad no se ha comprobado nunca. Pero la teoría parece sólida. Algún día —añadió con tono esperanzado—, nos caerá un rayo encima y entonces lo veremos.

Los demás enanos parecieron sumamente alarmados ante tal perspectiva. Era obvio que no compartían el entusiasmo de Limbeck por la ciencia. Tampoco Haplo lo hacía. Llevaría a Bane en su vehículo y usaría la magia para invocar un hechizo en torno a ambos que los protegería de cualquier daño.

Haplo abrió la escotilla. La lluvia entró con fuerza, el viento aullaba y el trueno hacía vibrar el suelo bajo sus pies. Bane, ahora con la furia desatada de la tormenta a su alrededor, estaba pálido y con los ojos desorbitados. Limbeck y los enanos salieron a toda prisa. Bane se detuvo junto a la escotilla abierta.

—No tengo miedo —dijo, aunque le temblaban los labios—. Mi padre podría detener el rayo.

—Sí, claro. Pero papá no está. Y dudo que ni siquiera Sinistrad pudiera hacer mucho por dominar esta tormenta.

Haplo agarró al muchacho por la cintura, lo levantó a pulso y corrió a la primera carretilla, con el perro trotando a sus talones. Limbeck y sus compañeros de armas ya habían alcanzado las suyas. Los enanos levantaron los artilugios y se escabulleron debajo con notable rapidez. Las carretillas cayeron sobre ellos, ocultándolos por entero y poniéndolos a cubierto de la terrible tormenta.

Los signos mágicos de la piel de Haplo emitieron su resplandor azul y formaron en torno a él un escudo protector que los puso a salvo de la lluvia y el granizo. Allí donde el brazo del patryn u otra parte de su cuerpo entraba en contacto con Bane, éste también quedaba protegido, pero Haplo no podía apretarlo contra sí y, al mismo tiempo, meterlo en el vehículo.

En la oscuridad completa, Haplo manoseó con torpeza la carretilla. Los lados estaban resbaladizos y no lograba introducir los dedos bajo el borde metálico. Un relámpago iluminó el cielo, y una piedra de granizo golpeó en la mejilla a Bane. El pequeño se llevó la mano al corte, pero no gritó. El perro respondió al trueno con unos ladridos, como si fuera una amenaza viva que el animal podía ahuyentar.

Por último Haplo consiguió levantar la carretilla lo suficiente como para introducir en ella a Bane. El perro se deslizó dentro junto al muchacho.

—¡Quédate quieto! —le ordenó Haplo, y corrió otra vez a la nave.

Los enanos ya avanzaban a campo abierto en sus cascarones, camino de la seguridad. Haplo tomó nota de la dirección que seguían y volvió a sus asuntos. Rápidamente, trazó un signo mágico en el casco exterior de la nave. La runa emitió un destello azul y otras, en cadena, prendieron el fuego mágico. Luces rojas y azules se extendieron en dibujos por el casco. Haplo permaneció bajo la tormenta, observando minuciosamente que la magia hubiera cubierto por completo la nave. Una leve luz azulada irradiaba de ella y Haplo asintió satisfecho, seguro de que nadie —elfo, humano o enano— podía ahora causar daño a la embarcación. Dio media vuelta, corrió a la carretilla y se arrastró a su interior. Bane estaba acurrucado en el centro, con los brazos en torno al perro.

—Largo, desaparece —ordenó Haplo al animal, y éste se desvaneció. Bane miró a su alrededor, perplejo, y olvidó el miedo.

—¿Eh, qué ha pasado con el perro? —chilló.

—Silencio —gruñó Haplo. Doblándose por la cintura, encajó la espalda contra la parte superior de la carretilla—. Ponte debajo de mí —dijo a Bane.

El chiquillo se colocó a duras penas bajo los brazos extendidos de Haplo.

—Cuando empiece a gatear, haz lo mismo.

Moviéndose torpemente, con muchos altos y vacilaciones, sin dejar de tropezar a cada instante, avanzaron penosamente. Un agujero abierto en la plancha de la carretilla permitía a Haplo ver por dónde iban, y el camino era mucho más largo de lo que había calculado. La coralita, donde era dura, resultaba resbaladiza debido al agua; en otros lugares, se hundían hasta el codo en el fango y chapoteaban entre los charcos.

La lluvia seguía cayendo y el granizo repiqueteaba sobre la cubierta de la carretilla metálica con un estrépito ensordecedor. Fuera, se oía al perro responder a los truenos con sus ladridos.

—¡«Atraparrayos»! —murmuró Haplo.