CAPÍTULO 4

LA PUERTA DE LA MUERTE

La travesía de la Puerta de la Muerte es un viaje terrible, una colisión espeluznante de paradojas que golpean la conciencia con tal fuerza que la mente queda en blanco. En una ocasión, Haplo había tratado de permanecer consciente durante el tránsito [11] y todavía se estremecía al recordar la espantosa experiencia. Incapaz de encontrar refugio en el vacío, su mente había saltado a otro cuerpo, al que tenía más cerca: el de Alfred. El sartán y él habían intercambiado sus conciencias y habían revivido las experiencias vitales más profundas del otro.

Cada uno había descubierto algo del otro, y ninguno de los dos había podido seguir viendo al otro igual que antes. Haplo sabía lo que se sentía cuando uno se creía el último miembro de su raza, a solas en un mundo de extranjeros. Alfred sabía qué era estar prisionero en el Laberinto.

—Supongo que ahora lo sabe de primera mano —dijo Haplo mientras se instalaba junto al perro, disponiéndose a conciliar el sueño como hacía ahora cada vez que iba a entrar en la Puerta de la Muerte—. Pobre estúpido. Dudo que aún siga vivo. Él y esa mujer que llevó consigo… ¿cómo se llamaba? ¿Orla? Sí, eso es: Orla.

A la mención del nombre de Alfred, el perro lanzó un gañido y apoyó la cabeza en el regazo de Haplo. El patryn lo rascó bajo el hocico mientras murmuraba:

—Supongo que lo mejor que puedo desear para Alfred es que tenga una muerte rápida.

El perro suspiró y miró hacia la ventana con ojos tristes y esperanzados, como si esperara ver en cualquier momento a Alfred, regresando a bordo con su habitual paso vacilante.

Guiada por la magia de las runas, la nave dejó atrás las aguas de Chelestra y entró en la enorme bolsa de aire que rodeaba la Puerta de la Muerte. Haplo apartó de su cabeza unos pensamientos que no le ofrecían ayuda ni consuelo y procedió a verificar si la magia estaba actuando como debía, protegiendo la nave, sosteniéndola, propulsándola hacia adelante.

El patryn, sin embargo, comprobó con perplejidad que su magia apenas actuaba. Los signos mágicos estaban inscritos en el interior de la nave y no en el exterior del casco, como en anteriores ocasiones, pero esto no debería haber importado. Si acaso, las runas deberían estar actuando con más intensidad para compensar tal hecho. La sala de gobierno debería haber estado iluminada por un intenso resplandor rojo y azul, pero apenas reinaba en ella un agradable fulgor mortecino de un difuminado tono púrpura.

Haplo reprimió un breve instante de vacilación y de pánico y repasó meticulosamente toda la estructura de runas grabada en el interior del pequeño sumergible. No descubrió ningún error, lo cual no lo sorprendió puesto que, previamente, ya había revisado dos veces las inscripciones.

Corrió a la gran claraboya de la sala de gobierno, observó el exterior y alcanzó a ver la Puerta de la Muerte como un pequeño agujero que parecía demasiado angosto para cualquier nave de un tamaño mayor de…

Parpadeó y se frotó los ojos.

La Puerta de la Muerte había cambiado. Por unos instantes, Haplo se quedó en blanco, incapaz de encontrar explicación a lo que sucedía. Momentos después, tuvo la respuesta.

La Puerta de la Muerte estaba abierta.

No se le había ocurrido pensar que la apertura de la Puerta significara ninguna diferencia a la hora de cruzarla pero, por supuesto, tenía que haberla. Los sartán que habían diseñado la Puerta debían de haberla concebido como un conducto de acceso rápido y fácil a los otros tres mundos. Era lógico que así lo hicieran, y Haplo se reprendió por haber sido tan estúpido para no haber caído antes en ello. Probablemente, se habría ahorrado tiempo y preocupaciones.

¿O no?

Frunció el entrecejo y reflexionó. La entrada en la Puerta de la Muerte quizá fuese más sencilla pero, ¿qué haría una vez dentro? ¿Cómo se controlaba la travesía? ¿Funcionaría su magia? ¿O la nave se desmontaría por las junturas?

—Muy pronto conocerás la respuesta —se dijo en un murmullo—. Ya no puedes volver atrás.

Domino el impulso de ponerse a deambular por la pequeña cabina de pilotaje con paso nervioso y concentró la atención en la Puerta de la Muerte.

El agujero, que momentos antes parecía demasiado pequeño como para que pasara por él un mosquito, se había hecho enorme. La entrada, antes oscura y siniestra, estaba ahora llena de luz y color. Haplo no estaba seguro, pero le pareció captar visiones fugaces de los otros mundos. Unas imágenes pasaron velozmente por su mente y desaparecieron enseguida, como en un sueño, demasiado deprisa como para concentrarse en alguna en particular.

Las junglas cálidas y húmedas de Pryan, los ríos de roca fundida de Abarrach, las islas flotantes de Ariano: todo pasó aceleradamente ante sus ojos. Haplo vio también el tenue resplandor del suave crepúsculo del Nexo. La visión se difuminó y surgió de ella el erial yermo y aterrador del Laberinto. Luego, por un instante —tan breve que no estuvo seguro de haberlo visto realmente—, captó una fugaz visión de otro lugar, un sitio extraño que no reconoció, un paraje de tal paz y tal belleza que el corazón se le contrajo de dolor cuando la imagen se desvaneció.

Perplejo, Haplo contempló la rápida sucesión de imágenes, que le recordaba un juguete élfico [12] que había visto en Pryan. Las imágenes empezaron a repetirse. Era extraño, se dijo, aunque no sabía por qué. El torbellino de visiones giró de nuevo en su mente, en el mismo orden, y por fin entendió qué significaba.

La Puerta le estaba dando a elegir destino. ¿Adonde quería ir?

Haplo sabía muy bien adonde quería dirigirse, pero esta vez no estaba seguro de cómo llegar. En otras ocasiones, la decisión había estado vinculada a su magia; sólo había tenido que buscar entre las posibilidades y seleccionar un lugar. La estructura rúnica necesaria para llevar a efecto tal selección era muy compleja y había sido extremadamente difícil de diseñar. Su señor había pasado incontables horas estudiando los textos sartán[13] hasta dar con la clave; luego, había dedicado otro tiempo considerable a traducir el idioma sartán al patryn para enseñárselo a Haplo.

Pero ahora todo había cambiado. Haplo estaba cada vez más cerca de la Puerta, su nave avanzaba cada vez más deprisa y él no tenía la menor idea de cómo controlarla.

Sobreponiéndose a su creciente pánico, llegó a la conclusión de que los sartán debían de haber concebido la Puerta como un lugar seguro y de fácil acceso. Las imágenes se sucedieron de nuevo ante sus ojos en un torbellino cada vez más acelerado. Tuvo la sensación horrible de estar cayendo, como experimenta uno en los sueños: las junglas de Pryan, las islas de Ariano, el agua de Chelestra, la lava de Abarrach… Todo daba vueltas en torno a él, debajo de él. La nave caía girando hacia ellos y Haplo no podía detenerla. El crepúsculo del Nexo…

Haplo se agarró a aquella imagen con desesperación, se asió a ella y la fijó en su mente. Pensó en el Nexo, lo recordó, evocó las imágenes de sus bosques umbríos, de sus calles ordenadas, de su gente. Cerró los ojos para concentrarse mejor y para olvidar la visión aterradora del torbellino caótico. El perro empezó a lanzar aullidos, no de advertencia, sino de alegría, excitación y reconocimiento.

Haplo abrió los ojos. La nave sobrevolaba tranquilamente una tierra a media luz, bañada por un sol que nunca terminaba de alzarse, que nunca se ponía por completo.

Estaba en casa.

No perdió un segundo. Tan pronto como hubo posado la nave, se encaminó directamente a la morada de su señor en el bosque para presentarle su informe. Caminaba deprisa, abstraído, absorto en sus pensamientos y sin apenas prestar atención a su entorno. Estaba en el Nexo, un lugar libre de peligros para él. Por eso se sobresaltó bastante cuando el gruñido agresivo del perro lo sacó de sus meditaciones.

El patryn dirigió automáticamente la vista hacia los signos mágicos de su piel y observó con sorpresa que despedían un leve fulgor azulado.

Ante él, en el camino, había alguien.

Haplo calmó al perro posando sobre su testuz una mano cuyas runas brillaban con más fuerza a cada momento. Notó el calor y el hormigueo de los signos mágicos tatuados en su piel y aguardó, inmóvil, en mitad del camino.

De nada servía esconderse. El desconocido, fuera quien fuese, ya lo había visto y oído. Haplo decidió quedarse, averiguar qué peligro acechaba tan cerca de la mansión de su señor y ocuparse de él, si era preciso.

El perro tensó las patas. Se le erizó el pelaje del cuello y lanzó desde lo más hondo un gruñido amenazador. La figura en sombras avanzó sin molestarse en ocultarse, pero cuidando de evitar los escasos charcos de luz que se filtraban por los huecos entre el follaje. Tenía la forma y la altura de un hombre y se movía como tal, pero no era un patryn. La magia defensiva de Haplo no habría reaccionado nunca de aquella manera a uno de su propia raza.

Su desconcierto aumentó. La idea de que pudiera existir un enemigo de cualquier clase en el Nexo era impensable. Lo primero que le vino a la cabeza fue Samah. ¿Acaso el jefe del Consejo Sartán había penetrado en la Puerta de la Muerte y había llegado hasta allí? Cabía tal posibilidad, aunque no era muy probable. ¡Aquél era el último lugar al que viajaría Samah! Con todo, a Haplo no se le ocurría otra explicación. El desconocido se acercó más, y Haplo observó, con asombro, que sus temores habían sido infundados. El hombre era un patryn.

Haplo no lo reconoció, pero no había nada de insólito en ello. Haplo había estado ausente bastante tiempo; su señor habría rescatado del Laberinto a muchos patryn, mientras tanto.

El desconocido mantuvo la mirada baja, observando a Haplo bajo unos párpados entornados. Tras un gesto seco y austero de saludo con la cabeza como es costumbre entre los patryn, que son gente solitaria y poco expresiva, pareció disponerse a continuar su camino sin una palabra. El desconocido venía en dirección contraria a la de Haplo, es decir, alejándose de la casa de su señor.

De ordinario, Haplo habría respondido con igual reserva y habría olvidado al desconocido. Pero la comezón y el ardor de los signos mágicos de su piel casi lo volvieron loco. El resplandor azul iluminó las sombras. Los demás tatuajes del patryn no habían alterado su aspecto y permanecían apagados. Haplo observó las manos del desconocido y percibió algo raro en sus tatuajes.

El extraño había llegado a su altura. Haplo tuvo que sujetar al perro y obligar al animal a permanecer donde estaba pues, de lo contrario, se habría lanzado a la garganta del individuo. Era otra cosa muy extraña.

—¡Espera! —exclamó—. ¡Tú, espera! No te conozco, ¿verdad? ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu Puerta?[14]

Haplo preguntaba por preguntar; de hecho, casi no prestó atención a lo que decía. Lo único que quería era echar una mirada más detenida a las manos y los brazos del individuo, a los signos tatuados en ellos.

—Te equivocas. Ya nos hemos encontrado —dijo el desconocido con una voz susurrante que le resultó familiar. No conseguía recordar dónde la había oído, pero pronto tuvo algo más preocupante en qué pensar.

Los signos mágicos en las manos y en los brazos del individuo eran falsos; garabatos sin sentido que cualquier chiquillo patryn habría dibujado mejor. Cada signo individual estaba formado correctamente, pero no encajaba con los demás como era debido.

Los tatuajes en los brazos del hombre deberían haber sido runas de poder, de defensa, de curación, pero eran, por el contrario, un trabalenguas sin inteligencia. De pronto, Haplo recordó el juego de las tabas rúnicas practicado por los sartán de Abarrach, en el que se arrojaban las runas al azar sobre una mesa. Las de aquel individuo habían sido arrojadas al azar sobre su piel.

Haplo se abalanzó sobre el falso patryn con la intención de reducirlo y averiguar quién o qué estaba intentando espiarlos.

Sus manos se cerraron en el aire.

Desequilibrado, Haplo trastabilló y cayó al suelo de bruces. Al instante, se incorporó y miró en todas direcciones.

El falso patryn había desaparecido. Se había esfumado sin dejar rastro. Haplo miró al perro. El animal soltó un gañido y se estremeció de hocico a rabo.

Haplo tuvo ganas de imitarlo. Buscó sin ánimo entre los árboles y matorrales que bordeaban el camino, convencido de no hallar nada y no muy seguro de querer descubrirlo. Fuera lo que fuese, la misteriosa aparición se había ido. Las runas de sus brazos empezaban a apagarse y la sensación ardiente de alarma se enfriaba.

El patryn reemprendió la marcha sin perder más tiempo. El misterioso encuentro era una razón añadida para darse prisa. Evidentemente, la aparición del desconocido y la apertura de la Puerta de la Muerte no eran coincidencia. Ahora, Haplo sabía dónde había oído aquella voz y lo sorprendía cómo no había conseguido reconocerla.

Quizás había querido olvidarla.

Por lo menos, ahora podía dar un nombre al desconocido.