Transcurrió menos de un mes desde que se dictó el bando de expulsión de los moriscos andaluces hasta que los cordobeses fueron obligados a abandonar la antigua ciudad de los califas. En ese escaso margen de tiempo, pocas gestiones pudieron efectuarse frente al rey para que suavizase la medida. Es más, el cabildo municipal acordó no acudir a Su Majestad en demanda de indulgencia para los cristianos nuevos: la orden debía cumplirse sin excepciones.
La fortaleza de ánimo que había acompañado a Rafaela durante la espera desapareció el día anterior al señalado por las autoridades para la expulsión. Entonces la mujer se sumió en llanto y desesperación. Los niños, de los que ya no intentaba esconderse, terminaron acompañándola en su dolor. Al contrario de lo que había hecho unos días antes, Hernando mintió a los pequeños: volverían, les aseguró, sólo se trataba de un corto viaje. Pero luego se escondía, para que no vieran sus ojos a punto de derramar las mismas lágrimas que llenaban los de su madre. Entre juegos forzados e historias de las que contaba Miguel, entregó al pequeño Muqla el librillo encerado para que escribiese. A sus cinco años, el niño trazó con el palillo un delicado alif como los que había visto escribir a su hermano. ¿Por qué, Dios?, preguntó Hernando antes de borrarlo con tristeza.
Por último, mientras preparaba un hatillo donde llevaría las pertenencias que les autorizaban a portar consigo, Hernando extrajo de su escondrijo tras la pared falsa la mano de Fátima y el ejemplar del evangelio de Bernabé que había hallado en el viejo alminar del palacio del duque. Guardó el evangelio en la bolsa —pensaba esconderlo bajo la montura de alguno de los caballos, igual que hacían con los papeles que les llegaban de Xàtiva— e iba a hacer lo mismo con la joya prohibida, pero antes se la llevó a los labios y la besó. Lo había hecho muchas veces, pero en esta ocasión la apretó con fuerza entre sus manos, como si se resistiese a soltarla.
Por la noche, los dos tendidos en el lecho, Rafaela ya con los ojos secos, dejaron transcurrir las horas en silencio, como si pretendieran saturarse de recuerdos: de olores; de los crujidos nocturnos de la madera; del salpicar del agua, abajo, en el patio; de los esporádicos gritos nocturnos que desde las calles venían a romper la quietud de la noche cordobesa o del acompasado respirar de sus hijos que ambos creían escuchar aun en la distancia.
Ella se apretó contra el cuerpo de su marido. No quería pensar que ésa sería la última noche en que compartirían esa cama, que a partir de entonces ella dormiría sola. La palabra surgió de sus labios sin casi pensarla.
—Tómame —le pidió de repente.
—Pero… —Hernando le acarició el cabello.
—Una última vez —susurró ella.
Hernando se volvió hacia su esposa, que se había incorporado. Para su sorpresa Rafaela se quitó la camisa de dormir y le mostró sus pechos. Luego se tumbó, desnuda, desprovista ya de toda timidez.
—Aquí estoy. Ningún hombre me verá nunca como me ves tú ahora.
Hernando besó sus labios, primero con dulzura, luego llevado por una pasión que hacía tiempo que no sentía. Rafaela le atrajo hacia sí, como si quisiera retenerle para siempre.
Después de hacer el amor permanecieron abrazados hasta la madrugada. Ninguno de los dos logró conciliar el sueño.
Los gritos desde la calle y los golpes en la puerta les hicieron enmudecer. Acababan de desayunar y estaban todos reunidos en la cocina, los bultos de los que marchaban amontonados en una de las esquinas. Poco era lo que Hernando había dispuesto para tan largo viaje, pensó Rafaela una vez más, al dirigir la mirada hacia un pequeño baúl y varios hatillos. No quería echarse a llorar de nuevo. Pero antes de que volviera la atención hacia su familia, Amin y Laila se abalanzaron sobre ella y la abrazaron, aferrándose a su cintura, dispuestos a que nadie los separase.
Las palabras, entrecortadas, se mezclaron con los sollozos. Los golpes en la puerta resonaron de nuevo.
—¡Abrid al rey!
Únicamente el pequeño Muqla mantenía una extraña serenidad; sus ojos azules estaban fijos en los de su padre; los dos pequeños se sumaron entonces a los llantos. Rafaela se rindió por fin, y lloró abrazada a sus hijos.
—Debemos marcharnos —dijo Hernando después de carraspear, sin poder resistir la intensa mirada de Muqla. Nadie le hizo caso—. Vamos —insistió, al tiempo que trataba de separar a los mayores de su madre.
Sólo lo consiguió cuando Rafaela se sumó a su empeño. Hernando cargó a sus espaldas el pequeño baúl y uno de los hatillos, Amin y Laila cogieron los que restaban. La estrecha callejuela a la que daba la casa les presentó un espectáculo desolador: las milicias cordobesas se habían repartido por parroquias al mando de los jurados de cada una de ellas y recorrían las calles de vivienda en vivienda en busca de los moriscos censados. Más allá de Gil Ulloa y los soldados que esperaban frente a la puerta, una larga fila de deportados cargados con sus pertenencias se arracimaba en la calle, todos esperando a que Hernando y sus hijos se sumasen a la columna antes de acudir a la siguiente vivienda de la lista.
—Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, y sus hijos Juan y Rosa, mayores de seis años.
Las palabras surgieron de boca de un escribano que, provisto del censo de la parroquia, acompañaba a Gil y sus soldados. A su lado se hallaba el párroco de Santa María.
Hernando asintió mientras comprobaba que sus hijos no volvieran a abalanzarse sobre su madre, que se había quedado parada bajo el quicio de la puerta, pero Amin y Laila no podían desviar la mirada de la columna de deportados que permanecían en silencio, sometidos y humillados, tras los soldados.
—¡Id con los demás moros! —les ordenó Gil.
Hernando se volvió hacia Rafaela. Ya no les quedaba nada que decirse, después de aquella última noche. Abrazó a los tres pequeños que quedaban con ella. «¡Mis niños!», pensó con el corazón oprimido mientras los llenaba de besos.
—¡Id! —insistió el jurado.
Con los ojos enrojecidos, Hernando apretó los labios; no existían palabras con las que despedirse de una familia. Iba a obedecer la orden cuando Rafaela saltó hacia él, le echó las manos alrededor del cuello y le besó en la boca. El baúl y el hatillo que portaba su esposo cayeron al suelo al acoger su abrazo. Fue un beso apasionado que enfureció a su hermano Gil. Los soldados que iban con él observaban la escena. Algunos negaron con la cabeza, compadeciendo a su capitán: su hermana, cristiana vieja, besando ávidamente a un moro. ¡Y en público!
Gil Ulloa se acercó a la pareja y trató de separarlos con violencia, pero nada consiguió. Al instante, varios soldados acudieron en ayuda de su capitán y empezaron a golpear a Hernando. Éste hizo ademán de revolverse, pero los golpes le llovieron con más fuerza. Rafaela cayó al suelo con un gemido; Amin acudió en defensa de su padre y pateó a uno de los soldados.
El último puñetazo lo propinó Gil Ulloa a un Hernando que, vencido y sangrando por la nariz, fue puesto ante él, inmovilizado por sus hombres. Amin también sangraba por el labio.
—¡Perro moro! —masculló Gil después de golpearle con furia en el rostro.
Rafaela, ya en pie, se acercó en defensa de su esposo, pero Gil la apartó de un manotazo.
—¡Requisad esta casa en nombre del rey! —ordenó entonces al escribano.
Hernando, aturdido, quiso protestar, pero los soldados le golpearon de nuevo y lo arrastraron hacia el grupo de moriscos que presenciaba la reyerta. Amin y Laila fueron empujados tras su padre. Gil dio orden de continuar y los deportados se pusieron en movimiento. Hernando y sus hijos recogieron sus pertenencias mientras la columna de moriscos, franqueada por soldados, desfilaba por delante de la casa.
—¡Dios! ¡No! —gritó Rafaela al paso de su esposo—. ¡Te quiero, Hernando!
Mezclado entre sus hermanos en la fe, Hernando quiso contestar, pero el empujón de quienes le seguían se lo impidió. Intentó volverse: le fue imposible. Padre e hijos se vieron arrastrados por la muchedumbre.
Al final de la mañana, cerca de diez mil moriscos cordobeses habían sido reunidos a las afueras de la ciudad, en el campo de la Verdad, al otro extremo del puente romano. Las milicias cordobesas los cercaban y vigilaban. Miguel también se encontraba allí, con su mula y los caballos completamente cargados con fardos, para controlar el alquiler que había pactado con los moriscos; sería él quien tendría que volver de Sevilla con animales y dineros.
«¿Por qué no?» Fátima se permitió lanzar la pregunta al aire, en voz alta, sola en el salón. «¿Por qué no?», repitió sintiendo un dulce escalofrío. Hacía ya bastante rato que Efraín había abandonado el palacio tras comunicarle las últimas noticias relativas a Córdoba. Ella misma le había apremiado a enterarse de qué le iba a suceder a Ibn Hamid cuando los primeros moriscos valencianos empezaron a llegar a Berbería, y el judío se movió con rapidez y eficacia entre las redes comerciales que no entendían de religiones.
Efraín había regresado hacía poco con las noticias que había ido a buscar: se había dictado la orden de expulsión y Hernando no tardaría en ser deportado a través del puerto de Sevilla. Nada podría hacer el morisco por evitarlo. Según había averiguado el judío, Hernando Ruiz se había granjeado muchos enemigos entre los dirigentes de la ciudad e incluso entre los de Granada, donde su pleito de hidalguía no había llegado a prosperar. Su esposa cristiana quedaría en España con los hijos menores de seis años.
En cuanto Efraín salió de la sala, la idea acudió a la mente de Fátima. Recorrió la amplia estancia con la mirada. Los muebles taraceados, los cojines y almohadones, las columnas, el suelo de mármol y las alfombras que lo cubrían, las lámparas… todo cobró un nuevo sentido, que le invitaba a tomar la decisión. Hacía ya tiempo que se ahogaba en aquel lujoso entorno: Abdul y Shamir habían sido capturados por una flota de barcos españoles que les tendió una encerrona cuando trataban de abordar una nave mercante que actuaba como señuelo. ¿Cómo pudieron caer en semejante engaño? Quizá debido a un exceso de confianza… Los marineros de una fusta que logró escapar trajeron noticias confusas y contradictorias: unos decían que habían muerto, otros que habían sido capturados y hubo hasta quien sostuvo que los había visto lanzarse al mar. Luego, alguien trajo la noticia de que habían sido condenados a galeras, pero nadie pudo comprobarlo con seguridad. Fátima lloró por la suerte de su hijo, aunque en su fuero interno era consciente de que su relación con él se había visto enturbiada desde lo acontecido en Toga entre los corsarios e Ibn Hamid.
De inmediato, la viuda y los hijos de Shamir se echaron encima del gran patrimonio que éste dejaba y los jueces, sin dudarlo, les dieron la razón.
La relación de Fátima con la familia de Shamir era muy lejana: no era más que la esposa de su hermanastro cristiano y los suegros de Shamir le dieron plazo para desalojar el palacio. ¿Qué podía hacer a partir de entonces? ¿Vivir de la caridad de la esposa de Abdul o con alguna de sus otras hijas?
Pero existía una posibilidad. Lo había hablado con Efraín; el propio judío se lo había propuesto nada más enterarse de la situación. Sin la ayuda de Efraín, era imposible que la familia de Shamir llegase a conocer las inversiones que en interés del corsario se mantenían a lo largo y ancho del Mediterráneo, de lo que se podía aprovechar Fátima en su propio beneficio. El judío tampoco deseaba perder la dirección y los beneficios de todos aquellos negocios que con seguridad los familiares de Shamir no continuarían confiándole. Fátima podía continuar siendo rica, pero no en Tetuán, un lugar en el que nunca podría acreditar de dónde obtenía aquellos dineros.
Paseó por el salón rozando distraídamente los muebles con las yemas de sus dedos. Sin Abdul y Shamir estaba sola, pero por fin era totalmente libre. Ya nada la retenía en Tetuán. ¿Por qué no marcharse de aquí para siempre? Y ahora Ibn Hamid iba a ser expulsado de España y su insulsa esposa cristiana se vería obligada a quedarse atrás. ¿Quién sino el propio Dios podía mandarle un mensaje tan claro?
Llegó hasta el patio y contempló el correr del agua de una fuente, pensando que pronto dejaría de verla. ¡Constantinopla! Allí podría vivir. En esos momentos Fátima se permitió pensar en Ibn Hamid, algo que en los últimos años había intentado evitar: debería de rondar ahora los cincuenta y seis años, uno más que ella. ¿Qué aspecto tendría? ¿Cómo le habría tratado el paso del tiempo? Sus dudas se disiparon de repente. ¡Sí! ¡Tenía que verlo! El destino, que los había separado con crueldad, le deparaba ahora la oportunidad del reencuentro. Y ese reencuentro era algo que ella, Fátima, la mujer que había sufrido y matado, amado y odiado, no pensaba dejar escapar.
—¡Llamad a Efraín! —se decidió por fin, dirigiéndose a sus esclavos.
El judío le había dicho que serían expulsados por el puerto de Sevilla. Necesitaba acudir allí antes de que lo desembarcaran en algún lugar en el que pudiera caer en manos de los berberiscos. Conocía las matanzas de los deportados del reino de Valencia; en Tetuán tampoco fueron bien recibidos aquellos que lograron llegar a la ciudad corsaria, muchos los consideraron cristianos que sólo acudían a Berbería a la fuerza y los mataron. ¡Tenía que llegar a Sevilla antes de que embarcase! Necesitaba una nave capaz de ir luego a Constantinopla. Necesitaba cédulas que le permitiesen moverse por la ciudad española para encontrarlo. Pero antes debía arreglar sus asuntos. Tendría que comprar muchas voluntades. Efraín se ocuparía de todo. Siempre lo hacía. Siempre conseguía cuanto deseaba… por más oro que costase.
—¿Dónde está Efraín? —aulló.
Les permitieron quedarse en la casa hasta que el jurado Gil Ulloa regresase de Sevilla y dispusiese de ella. Durante todo el día, Rafaela presenció cómo un escribano y un alguacil hacían detallado inventario de todos los objetos y enseres que quedaban en la vivienda.
—El bando… —titubeó Rafaela en el momento en el que el escribano revolvía en el baúl donde guardaba sus ropas—, el bando establece que sólo los bienes raíces quedarán en poder real. Los demás son míos.
—El bando —le contestó ásperamente el hombre, mientras el alguacil, con lascivia, alzaba a contraluz una enagua blanca bordada— otorgaba a los moros la posibilidad de llevarse sus pertenencias. Si tu esposo no lo ha hecho así…
—¡Esas ropas son mías! —protestó ella.
—Tengo entendido que acudiste al matrimonio sin dote, ¿no es así? —replicó el escribano sin volverse hacia Rafaela, anotando la enagua en sus papeles al tiempo que el alguacil, tras lanzarla sobre el lecho, se disponía a coger la siguiente prenda—. Careces de bienes —añadió—. La propiedad de todo esto la tendrá que decidir el consejo o un juez.
—Son mías —insistió Rafaela con voz cada vez más débil. Se sentía agotada, desbordada por todo aquello.
En ese momento el alguacil ya sostenía entre sus manos un delicado corpiño, con los brazos abiertos, en esta ocasión en dirección a Rafaela, como si, desde la distancia, se lo estuviese probando directamente sobre sus pechos.
La mujer escapó corriendo del dormitorio. Las risotadas del alguacil la persiguieron escaleras abajo, hasta el patio donde estaban los niños.
¿Cómo podía Nuestro Señor permitir todo aquello?, pensó Rafaela durante la noche, tumbada con los ojos abiertos clavados en el techo y los tres niños durmiendo amontonados sobre su madre. Ninguno de ellos había querido dormir en su cama. Rafaela tampoco deseaba hacerlo sola. Transcurrieron las horas mientras les acariciaba la espalda y las cabezas, enredando los dedos entre sus cabellos. Durante la tarde, había escuchado de un soldado que se presentó en la casa para hablar con el alguacil, que la columna de deportados ya marchaba en dirección a Sevilla, despedida entre los insultos y el griterío de los cordobeses. Imaginó a Hernando, a Amin y Laila entre ellos, caminando cargados. Quizá sus hijos pudieran hacer el camino montados en la mula, con Miguel; todos los caballos estaban arrendados a otros moriscos. ¡Sus hijos! ¡Su esposo! ¿Qué sería de ellos? Todavía sentía en sus labios la pasión del último beso que le había dado a Hernando. Ajena a su hermano, a los soldados y a las decenas de moriscos que observaban, Rafaela se había estremecido como si de una jovencita se tratara, toda ella tembló de un doloroso amor antes de que Gil interviniese para separarles. ¿Qué misericordia era aquella que tanto llenaba la boca de sacerdotes y piadosos cristianos? ¿Dónde estaban el perdón y la compasión que predicaban a todas horas?
La pequeña Salma, tumbada de través sobre sus piernas, se agitó en sueños y estuvo a punto de caer al suelo. Como pudo, Rafaela se incorporó, la acercó hasta su vientre y la acomodó entre sus hermanos.
¿Qué futuro se le presentaba a aquella criatura?, pensó Rafaela. ¿El convento, que ella misma había evitado? ¿Servir a alguna familia acomodada? ¿La mancebía? ¿Y Muqla y Musa? Recordó la mirada de lascivia del alguacil toqueteando sus ropas; ése era el trato que podía esperar de las gentes. No era más que la esposa abandonada de un morisco, y sus hijos, los hijos de un hereje. ¡Toda Córdoba lo sabía!
Pero ella, Rafaela Ulloa, pese a todo, había decidido permanecer en tierras cristianas, celosa de su fe y de sus creencias. Sin embargo, ni siquiera había transcurrido un día y su mundo se desmoronaba. ¿Dónde estaba el resto de su familia? Le quitarían los caballos igual que pretendían hacer con sus ropas y muebles. ¿De qué vivirían entonces? No podía esperar ayuda de sus hermanos; había mancillado el honor de la familia. ¿Podía esperarla de algún cristiano?
Sollozó y abrazó con fuerza a los pequeños. Muqla abrió sus ojos azules y, aún somnoliento, la miró con ternura.
—Duerme, mi niño —le susurró al tiempo que aflojaba la presión y empezaba a mecerlo con suavidad.
El niño volvió a acompasar la respiración y Rafaela, como era su costumbre, trató de encontrar consuelo en la oración, pero las plegarias no surgieron. Rezad a la Virgen, recordó. Hernando creía en María. Le había oído hablar a los niños de la Virgen y contarles con entusiasmo que María era el punto de unión entre aquellas dos religiones enfrentadas a muerte. Su inmaculada concepción permanecía incólume desde hacía siglos, tanto para cristianos como para musulmanes.
—María —musitó Rafaela en la noche—. Dios te salve…
Entonces, mientras ella murmuraba la plegaria, su corazón le marcó el camino: fue una decisión súbita, pero irrevocable. Y, por primera vez desde hacía días, sus labios esbozaron una sonrisa y sus ojos cedieron a la presión del sueño.
Al amanecer del día siguiente, Rafaela, con Salma en sus brazos y Musa y Muqla andando a su lado, cruzaba el puente romano entre la gente que acudía a trabajar los campos: su único equipaje era una cesta con comida y los dineros que le había entregado Miguel y que había logrado esconder al avaricioso escribano.
—Madre, ¿adónde vamos? —inquirió Muqla cuando ya llevaban un buen rato andando.
—A buscar a tu padre —contestó ella con la vista al frente, el largo camino abriéndose por delante de ellos.
María volvería a unir a su familia, igual que pretendía Hernando con las dos religiones, decidió Rafaela.
El Arenal de Sevilla era un gran espacio de terreno situado entre el río Guadalquivir y las magníficas murallas que encerraban la ciudad y que por uno de sus extremos llegaban hasta la Torre del Oro, en la ribera. En aquella zona se desarrollaban todos los trabajos necesarios para el mantenimiento del importante puerto fluvial hispalense, destino obligado de las flotas de Indias, que transportaban al reino de Castilla las riquezas obtenidas por los conquistadores. Calafates, carpinteros de ribera, estibadores, barqueros, soldados…, centenares de hombres acostumbraban a trabajar atendiendo al tráfico portuario y a la reparación y mantenimiento de las naves, pero en febrero de 1610, el Arenal de Sevilla, fuertemente vigilado por soldados en aquel de sus extremos que no estaba cerrado y en las puertas que daban acceso a la ciudad, se convirtió en cárcel de miles de familias moriscas cargadas con sus enseres a la espera de ser deportadas a Berbería. Las había ricas, puesto que ni Córdoba ni Sevilla hicieron excepciones a la hora de cumplir el bando real, familias cuyos miembros vestían con lujo y que buscaban un lugar donde apartarse de aquellos otros miles de moriscos humildes. Centenares de niños menores de seis años habían quedado atrás, en manos de una Iglesia obcecada en conseguir con ellos lo que no habían logrado con sus padres: evangelizarlos. Entre la muchedumbre, hacinada y sometida, entregada a su suerte, alguaciles y soldados buscaban el oro y las monedas que se decía escondían los deportados. Cacheaban a hombres, mujeres y niños, ancianos o enfermos; rebuscaban entre sus ropas y propiedades y hasta deshacían las cuerdas que portaban por si bajo sus hilos habían ocultado collares o joyas.
Galeras, carabelas, galeones, carracas y todo tipo de naves de menor calado permanecían atracadas en el río para embarcar a los cerca de veinte mil moriscos que debían salir por Sevilla; algunas formaban parte de la armada real, pero la mayoría de ellas eran naves expresamente fletadas para aquel viaje sin retorno. A diferencia de lo sucedido con los moriscos valencianos, los andaluces debían pagar el coste de sus pasajes, y los armadores olieron el negocio de un macabro transporte por el que cobraban más del doble de lo habitual.
En una de aquellas naves, una carabela redonda catalana atracada a cierta distancia de la ribera del río, apoyada en la borda, Fátima observaba el gentío reunido en el Arenal. ¿Cómo encontrar a Hernando entre todos ellos? Tenía noticia de que las gentes de Córdoba ya habían llegado y se habían mezclado con las de Sevilla; la noche anterior vio cómo la inacabable columna rodeaba las murallas para llegar al Arenal. Desde el amanecer, las barcazas transportaban gente, mercaderías y equipajes desde la ribera hasta los barcos. Fátima escrutaba los rostros demudados de los moriscos que viajaban en ellas; algunos de aquellos rostros aparecían llorosos. Mujeres a las que les habían robado sus hijos; hombres que dejaban atrás ilusiones y años de esfuerzos por sacar adelante hogares y familias; ancianos enfermos a los que había que ayudar a subir a la barca e izar hasta la nave. Sin embargo otros se percibían felices, como si estuvieran alcanzando la liberación. No reconoció a su esposo en ninguna de las barcazas, aunque, de todas formas, era demasiado pronto para que los cordobeses embarcasen. Durante el viaje, ella había dado rienda suelta a sus más peregrinos sueños. Imaginaba a Ibn Hamid corriendo a sus brazos, asegurándole que no la había olvidado nunca, jurándole amor eterno. Luego se reprendía a sí misma. Habían pasado más de treinta años… Ella ya no era joven, aunque sabía que seguía siendo hermosa. ¿Acaso no tenía derecho a la felicidad? Fátima se dejó mecer por una imagen que la llenaba de ilusión: ella e Ibn Hamid, juntos en Constantinopla, hasta el fin de sus días… ¿Era una locura? Tal vez, pero nunca la locura le había parecido tan maravillosa. Ahora que había llegado a su destino, el nerviosismo se apoderó de ella. Tenía que encontrarlo entre aquella multitud de desesperados, hombres y mujeres perdidos que se enfrentaban a un destino incierto.
—Avisa al piloto para que disponga lo necesario para que una barcaza me lleve a tierra —ordenó Fátima a uno de los tres nubios que decidió comprar a través de Efraín. Si los anteriores, puestos para vigilarla por Shamir, habían cumplido bien su función, éstos harían lo mismo para protegerla, ahora bajo sus órdenes—. ¡Ve! —le gritó ante la mirada de duda del esclavo—. Vosotros me acompañaréis. No —se corrigió al pensar en la expectación que podían originar los tres grandes negros—, dile al piloto que disponga de cuatro marineros armados para que vengan conmigo.
Tenía que desembarcar. Sólo si buscaba entre la gente lo encontraría. Disponía de cédulas y autorizaciones suficientes. Efraín había cumplido con su encargo, como siempre, sonrió. La señora tetuaní figuraba como armadora de la carabela con autorización para una ruta con destino final en Berbería. Nadie la molestaría en el Arenal, se dijo Fátima, pero por si acaso…, palpó la bolsa repleta de monedas de oro que escondía entre sus ropas, podía sobornar a todos los soldados cristianos que corrían por la zona.
Descendió ágilmente hasta la barcaza y al cabo estuvo sentada en uno de sus bancos junto a una sirvienta y a cuatro marineros catalanes que el piloto dispuso a sus órdenes.
Con los marineros abriéndole paso entre la muchedumbre, Fátima empezó a recorrer el Arenal manteniendo sus grandes ojos negros en todos cuantos la miraban con curiosidad. ¿Cuál sería el aspecto de su esposo?
Rafaela se sentó, exhausta y derrotada, sobre un tocón a la vera del camino y soltó a Salma y a Musa, que continuaron llorando pese a que la última parte del camino la habían hecho en brazos de su madre. Solo Muqla, a sus cinco años, había resistido en silencio, andando junto a ella, como si fuera verdaderamente consciente de la trascendencia del viaje. Pero la mujer no podía continuar. Llevaban varias jornadas de marcha en pos de los deportados cordobeses que sólo les adelantaban media jornada, pero no lograba darles alcance. ¡Media jornada! Los dos pequeños eran incapaces de andar ni siquiera un cuarto de legua más y su lento caminar la exasperaba, aunque también intuía que la marcha de los cordobeses era tan lenta como la suya. Había tirado la cesta con la comida, los había cogido a los dos, uno en cada brazo y había apresurado el paso. Pero ahora ya no aguantaba más. Le dolían las piernas y los brazos, tenía los pies llagados y los músculos de su espalda parecían a punto de reventar entre agudos y constantes pinchazos. ¡Y los pequeños continuaban lloriqueando!
Transcurrió el tiempo entre el silencio de los campos desiertos y los sollozos de los niños. Rafaela mantuvo la vista en el horizonte, allí donde debía estar Sevilla.
—Vamos, madre. Levantaos —la instó Muqla justo cuando vio que se llevaba las manos al rostro.
Ella negó con el rostro ya escondido. ¡No podía!
—Levantaos —insistió el pequeño, tironeando de uno de sus antebrazos.
Rafaela lo intentó, pero en cuanto apoyó el peso sobre sus piernas, éstas le fallaron y tuvo que sentarse de nuevo.
—Descansemos un rato, hijo —trató de tranquilizarle—, pronto continuaremos.
Entonces lo observó: sólo sus ojos azules brillaban límpidos, expectantes; el resto de él, sus cabellos, sus ropas, sus zapatos ya rotos, ofrecía un aspecto tan desastrado como el de cualquiera de los chiquillos que recorrían las calles de Córdoba mendigando una limosna. Sin embargo aquellos ojos… ¿sería fundada la confianza que Hernando depositaba en esa criatura?
—Ya hemos descansado muchas veces —se quejó Muqla.
—Lo sé. —Rafaela abrió los brazos para que su hijo se refugiase en ellos—. Lo sé, mi vida —sollozó a su oído cuando consiguió abrazarle.
Sin embargo, el descanso no hizo que se recuperase. El frío del invierno se coló en su cuerpo y sus músculos, en lugar de relajarse, se contrajeron en dolorosos aguijonazos hasta llegar a agarrotarse. Los pequeños jugueteaban distraídos entre las hierbas del campo. Muqla los vigilaba con un ojo siempre puesto en la espalda de su madre, presto a reemprender la marcha tan pronto la viera levantarse del tocón en el que continuaba sentada.
No lo conseguirían, sollozó Rafaela. Sólo las lágrimas parecían estar dispuestas a romper la quietud de su cuerpo y se deslizaban libres por sus mejillas. Hernando y los niños embarcarían en alguna nave rumbo a Berbería y los perdería para siempre.
La angustia fue superior al dolor físico y los sollozos se convirtieron en convulsiones. ¿Qué sería de ellos? Empezaba a sentir un tremendo mareo cuando un sordo alboroto se escuchó en la distancia. Muqla apareció a su lado, como salido de la nada, con la mirada puesta en el camino.
—Nos ayudarán, madre —la animó el pequeño buscando el contacto de su mano.
Una larga columna de personas y caballerías apareció a lo lejos. Se trataba de los moriscos de Castro del Río, Villafranca, Cañete y otros muchos pueblos que también se dirigían a Sevilla. Rafaela se enjugó las lágrimas, venció el dolor de su cuerpo y se levantó. Se escondió con sus hijos a unos pasos del camino, y cuando la columna pasó por delante de ellos y comprobó que ningún soldado le observaba, agarró a los pequeños y se confundió con las gentes. Algunos moriscos los miraron con extrañeza, pero ninguno de ellos les concedió importancia; todos ellos se dirigían al destierro, ¿qué más daba que alguien se sumase a la columna? Ella no se lo pensó dos veces: extrajo la bolsa con los dineros y pagó con generosidad a uno de los arrieros para que permitiese a Salma y a Musa encaramarse sobre un montón de fardos que transportaba una de las mulas. ¡Podían llegar a Sevilla a tiempo! La sola idea le proporcionó fuerzas para mover las piernas. Muqla caminó sonriente junto a ella, los dos cogidos de la mano.
Fátima tuvo que sobreponerse al hedor de miles de personas reunidas en las peores condiciones. Los gritos, el humo de las hogueras y de las frituras, el chapotear en el barro, los correteos de los niños que se colaban entre sus piernas, los llantos en algunos grupos o las zambras en otros, los empujones que llegó a recibir pese a la protección de los marineros, y el caminar de un lado al otro, a menudo pasando por el mismo lugar por el que ya lo habían hecho, la convencieron de que aquélla no era la manera de conseguirlo. Llevaba mucho tiempo recluida en su lujoso palacio, aislada entre sus muros dorados, y notó que empezaba a sudar. Intentó controlar su nerviosismo: no quería presentarse ante Ibn Hamid sucia y desastrada después de tanto tiempo.
Preguntó por Hernando a unos soldados que la miraron como a una idiota antes de estallar en carcajadas.
—No tienen nombre. ¡Todos estos perros son iguales! —espetó uno de ellos.
Junto a la muralla, encontró un poyo en el que sentarse.
—Vosotros —ordenó dirigiéndose a tres de los marineros—, buscad a un hombre llamado Hernando Ruiz, de Juviles, un lugar de las Alpujarras. Ha venido con las gentes de Córdoba. Tiene cincuenta y seis años y ojos azules —«unos maravillosos ojos azules», añadió para sí—. Le acompañan un niño y una niña. Yo esperaré aquí. Os recompensaré generosamente si lo encontráis, a todos —agregó para tranquilidad del que obligaba a permanecer con ella.
Los hombres se apresuraron a dividirse en varias direcciones.
Mientras en el puerto de Sevilla aquellos marineros catalanes se mezclaban entre los moriscos, escrutaban en su derredor y preguntaban a gritos entre las gentes, zarandeando a quienes no les prestaban atención, Rafaela, en el camino, trataba de acompasar su ritmo al lento caminar de la columna de deportados. Los dolores habían cedido ante la esperanza, pero sólo ella parecía tener prisa. Las gentes caminaban despacio, cabizbajas, en silencio. «¡Ánimo! —le hubiera gustado gritar—. ¡Corred!» El pequeño Muqla, cogido de su mano, alzó el rostro hacia ella, como si leyera sus pensamientos. Rafaela apretó la mano de su hijo al tiempo que con la otra acariciaba a los dos pequeños que dormitaban agarrados a los fardos que transportaba la mula.
—El hombre que buscáis está allí, señora —anunció uno de los marineros, a la vez que señalaba en dirección a la Torre del Oro—, junto a unos caballos.
Fátima se levantó del poyo en el que había permanecido sentada.
—¿Estás seguro?
—Sí. He hablado con él. Hernando Ruiz, de Juviles, me ha dicho que se llama.
La mujer notó cómo un escalofrío recorría su cuerpo.
—¿Le has dicho…? —La voz le temblaba—. ¿Le has dicho que le están buscando?
El marinero dudó. Alguien de Córdoba le había señalado a un hombre que estaba de espaldas con los caballos, y el marinero se había limitado a agarrar al morisco del hombro y girarlo con brusquedad. Luego le había preguntado su nombre y, al oír su respuesta, había vuelto enseguida en busca del premio prometido.
—No —contestó.
—Llévame hasta él —ordenó Fátima.
El marinero se lo señaló: era aquel hombre que, de espaldas a ella, charlaba con un tullido apoyado en unas muletas. Entre ellos se interponía un constante ir y venir de gente cargada con fardos. Tembló y se detuvo un instante. Esperó a que se diera la vuelta: no se atrevía a dar un paso más. El marinero se paró a su lado. ¿Qué le pasaba ahora a la señora? Gesticuló y volvió a señalar al morisco. Miguel, que estaba de frente a ellos, reconoció al hombre que acababa de hablar a Hernando y llamó la atención de éste con un movimiento de cabeza.
—Me parece que alguien te busca, señor.
Hernando se volvió. Lo hizo despacio, como si presintiese algo inesperado. Entre la gente vio al marinero, en pie a pocos pasos de él. Le acompañaba una mujer… No consiguió verle la cara porque en ese momento alguien se interpuso entre ellos. Lo siguiente que vio fueron unos ojos negros clavados en él. Le faltó el aliento… ¡Fátima! Sus miradas se cruzaron y quedaron fijas la una en la otra. Un incontrolable torbellino de sensaciones le atenazó y le impidió reaccionar. ¡Fátima!
Fue el pequeño Muqla quien tuvo que detener a su madre, tirando de su mano, cuando ésta aligeró el paso a la vista de las murallas de Sevilla. ¡Los moriscos habían aminorado su ya lento caminar! Los suspiros se oían por todas partes. El pavoroso sollozo de una mujer se alzó por encima del sonido de los cascos de las caballerías y del arrastrar de miles de pies. Un anciano que andaba junto a ellos negó con la cabeza y chasqueó la lengua, sólo una vez, como si fuera incapaz de mostrar mayor dolor que el que se desprendía de aquella insignificante queja.
—¡Caminad! —gritó uno de los soldados.
—¡Andad! —se escuchó de boca de otro.
—¡Arre, malas bestias! —los humilló un tercero.
Entre las carcajadas que surgieron de boca de los soldados tras la burla, Rafaela miró a su hijo. «¡Continúa igual que ellos! —pareció indicarle el niño en silencio—; no nos descubramos ahora. ¡Llegaremos!», le auguró con una sonrisa que borró de inmediato de sus labios. Pero Rafaela no quería entregarse a la desesperación que se respiraba entre las filas de moriscos. Se soltó de la mano de Muqla y zarandeó con cariño a Musa.
—Vamos, pequeño, despierta —le dijo antes de darse cuenta de la mirada de sorpresa que le dirigía el arriero.
Rafaela vaciló, pero luego hizo lo mismo con Salma.
—¡Ya llegamos! —susurró al oído de la niña, ocultando su ansiedad al arriero.
La pequeña balbuceó unas palabras, abrió los ojos pero los volvió a cerrar, rendida por el cansancio. Rafaela la desmontó de la mula, la tomó en brazos y la apretó contra sí.
—¡Tu padre nos espera! —volvió a susurrar, esta vez escondiendo sus labios en el enmarañado cabello de la niña.
Fue Fátima quien rompió el hechizo: cerró los ojos al tiempo que apretaba los labios. «¡Por fin!», pareció decirle a Hernando con aquel gesto. Luego se encaminó hacia él, muy despacio, con los ojos negros llenos de lágrimas.
Hernando no pudo apartar la mirada de Fátima. Treinta años no habían sido suficientes para marchitar su belleza. Una sucesión de recuerdos pugnó por aflorar y le hizo temblar como una criatura justo en el momento en que ella llegó a su altura.
—¡Fátima! —susurró.
Ella le miró durante unos instantes, acarició con la mirada aquel rostro, tan distinto del que recordaba. Los años no habían pasado en balde, se dijo, pero el azul de aquellos ojos seguía siendo el mismo que la enamoró en las Alpujarras.
No se atrevía a tocarlo. Tuvo que agarrarse las manos para no lanzarle los brazos al cuello y llenar aquel rostro de besos. Alguien que pasaba la empujó sin querer y él la agarró para que no se cayera. Notó la mano en su piel y se estremeció.
—Ha pasado mucho tiempo —musitó él por fin. Seguía cogido de su mano, aquella mano que tantas noches le había acariciado.
Con un suspiro, Fátima dio un paso hacia él y ambos se fundieron en un estrecho abrazo. Por unos instantes, entre el tumulto que había a su alrededor, los dos permanecieron inmóviles, sintiendo sus respiraciones, invadidos por mil y un recuerdos. Él aspiró el aroma de sus cabellos, apretándola con fuerza, como si quisiese retenerla para siempre.
—¡Cuánto tiempo he soñado…! —empezó a decirle al oído, pero Fátima no le permitió seguir hablando. Echó la cabeza hacia atrás y le besó en la boca; fue un beso ardiente y triste, que él avivó deslizando las manos hasta su nuca.
Miguel y los niños, que habían salido de entre los caballos, observaban atónitos la escena.
La columna de deportados de Castro del Río rodeó las murallas de la ciudad y dejó atrás el cuerpo de guardia que vigilaba los accesos al Arenal de Sevilla. Los moriscos se desperdigaron entre la muchedumbre y Rafaela se detuvo para hacerse una idea del lugar. Sabía qué buscar. Dieciséis caballos juntos tenían que ser fácilmente reconocibles incluso entre la multitud; con ellos estarían Hernando y los niños.
—Estate atento a tus hermanos y permaneced junto a mí. No vayáis a extraviaros —advirtió a Muqla al tiempo que se encaminaba hacia una carreta que se hallaba a pocos pasos.
Sin pedir permiso, se encaramó al pescante nada más llegar a ella.
—¡Eh! —gritó un hombre que trató de impedírselo. Pero Rafaela ya tenía prevista aquella posibilidad y se zafó de él con determinación—. ¿Qué haces? —insistió el carretero tirando de la saya de la mujer.
Sólo necesitaba unos instantes. Aguantó los tirones, se puso de puntillas sobre el pescante y recorrió el amplio lugar con la mirada. Dieciséis caballos. «No puede ser difícil», musitó Rafaela. El hombre hizo ademán de subir también, pero Muqla reaccionó y se abalanzó sobre él para aferrarse a sus piernas. Un corrillo de curiosos se formó en el lugar mientras el carretero trataba de librarse a patadas del mocoso. «¡Dieciséis caballos!», seguía diciéndose Rafaela. Escuchaba los gritos del hombre y los esfuerzos de su pequeño por detenerle.
—¡Allí! —se sorprendió gritando.
Los caballos aparecieron nítidos al pie de una torre resplandeciente que se alzaba en la ribera del río, al otro extremo de donde se hallaban.
Saltó del pescante como si fuera una muchacha. Ni siquiera sintió el dolor de sus pies al golpear sobre la tierra.
—Gracias, buen hombre —le dijo al carretero—. Deja tranquilo a este caballero, Muqla. —El niño liberó su presa y salió corriendo por si se escapaba otra patada—. ¡Vamos, niños!
Se abrió paso entre los curiosos y se encaminó airosa hacia la torre, con una sonrisa en los labios, sorteando a hombres y mujeres o apartándolos a empujones si era menester.
—Lo hemos conseguido, niños —repetía.
Volvía a llevar a los pequeños en brazos. Muqla se esforzaba por seguir su paso.
—No quiero volver a separarme de ti —había exclamado Fátima tras aquel largo beso.
Seguían muy cerca uno del otro, recorriéndose con la mirada, posando los ojos en cada arruga de sus rostros, intentando borrarlas; por unos momentos volvieron a ser el joven arriero de las Alpujarras y la muchacha que le esperaba. El tiempo transcurrido parecía desvanecerse. Ahí estaban, los dos, juntos; el pasado se perdía llevado por la emoción del reencuentro.
—Ven conmigo a Constantinopla —dijo Fátima—. Tú y tus hijos. No nos faltará de nada. Tengo dinero, Ibn Hamid, mucho dinero. Ya nada ni nadie me impide entregarme a ti. Ninguno de los dos correremos peligro. Empezaremos de nuevo.
Hernando escuchó aquellas palabras y en su semblante apareció una sombra de duda.
—Haremos llegar dinero al resto de tu familia —se apresuró a decir ella—. Efraín se ocupará. A ellos tampoco les faltará de nada, te lo juro. —Fátima no le dio tiempo a pensar y continuó hablando precipitadamente, con pasión. Amin y Laila se miraban el uno al otro, boquiabiertos, buscando inconscientemente el contacto de Miguel mientras escuchaban a aquella desconocida que había besado a su padre—. Tengo un barco. Tengo los permisos necesarios para transportar a nuestros hermanos hasta Berbería. Después, nosotros continuaremos navegando hacia Oriente. En poco tiempo estaremos instalados en una gran casa… ¡No! ¡En un palacio! ¡Lo merecemos! Tendremos cuanto deseemos. Y podremos ser felices, como antes, como si nada hubiera sucedido a lo largo de estos años, reencontrándonos cada día…
Hernando se agitaba en un sinfín de sensaciones y sentimientos encontrados. ¡Fátima! Los recuerdos acudían impetuosos a su mente, atropellándose los unos a los otros. La comunión en la distancia que durante los últimos tiempos había mantenido con Fátima, como si se tratase de un fanal etéreo que alumbrara su camino, se había trocado ahora en una realidad tangible y al tiempo maravillosa. Era…, era como si su cuerpo y su espíritu al tiempo hubieran despertado a la vida, permitiendo aflorar unos sentimientos que, de forma consciente y voluntaria, había reprimido. ¡Cuánto se habían amado a lo largo de los años! Fátima estaba allí, delante de él, hablándole sin cesar, ilusionada, apasionada. ¿Cómo había sido capaz de pensar que todo aquel amor podía desaparecer?
—Nadie podrá separarnos de nuevo, jamás —repetía ella, una vez más, cuando Hernando desvió la mirada hacia sus hijos.
¿Y ellos? ¿Y Rafaela? ¿Y los pequeños que habían quedado en Córdoba? Una casi imperceptible sacudida de repulsa vino a turbar el hechizo del momento. ¿Los estaba traicionando? Amin y Laila mantenían la mirada clavada en él, haciéndole mil preguntas silenciosas al tiempo que mil reproches. Hernando sintió sus censuras como finas agujas que se clavaban en su carne. ¿Quién es esa mujer que te besa y a la que has acogido con tanta pasión?, parecía echarle en cara su hija. ¿Qué vida es esa que tienes que reemprender lejos de mi madre?, le recriminaba Amin. Miguel…, Miguel se mantenía cabizbajo, sus piernas más encogidas que nunca, como si toda su vida, todos sus esfuerzos y renuncias, se concentrasen en el barro sobre el que se apoyaban sus muletas.
Fátima había callado. El alboroto, los lamentos de los miles de moriscos reunidos en el Arenal se hicieran sonoros de repente. La realidad se imponía. Los cristianos los habían echado de Córdoba. Le aguardaba el destierro, un futuro incierto, tanto a él como a sus hijos. ¡Tal vez Dios hubiera puesto ahora a Fátima en su camino! ¡No podía ser otro sino Él quien había llevado hasta allí a su primera esposa!
Iba a responderle cuando la voz de su hija Laila le sorprendió.
—¡Madre! —exclamó la niña de repente, echando a correr.
—¡Lai…! —empezó a decir Hernando. ¿Madre? ¿Había dicho madre? Vio entonces a Amin, que salía en pos de su hermana.
No pudo decir más. Se quedó paralizado. A varios pasos de donde se encontraba, Rafaela abrazaba a Amin y Laila y les besaba rostros y cabezas. Alrededor se encontraban los tres pequeños, quietos, mirándole expectantes.
Con ternura, Rafaela apartó de sí a los niños y se irguió frente a su esposo. Entonces le sonrió apretando los labios en un gesto decidido, triunfal. «¡Lo he conseguido! ¡Aquí estás!», le decían. Hernando fue incapaz de reaccionar. La mujer se extrañó e inconscientemente examinó sus ropas. ¿Sería por su aspecto? Se vio harapienta y sucia. Avergonzada, trató de alisarse la saya con las manos.
—¿Tu esposa cristiana?
La voz de Fátima resonó en los oídos de Hernando a modo de pregunta y de reproche, de lamento incluso.
Él asintió con la cabeza, sin volverse.
Rafaela se percató de la presencia de la hermosa y lujosamente ataviada mujer que se hallaba al lado de su esposo y avanzó hacia él, pero con la mirada fija en la desconocida.
—¿Quién es esta mujer? —inquirió Rafaela, acercándose a Fátima.
—¿No le has hablado de mí, Hamid ibn Hamid? —preguntó Fátima, aunque sus ojos estaban puestos en aquella figura desastrada y sucia que se acercaba a ellos.
Hernando fue a contestar pero Rafaela se le adelantó con la misma resolución con la que un día, cuando la peste, había echado a su madre de la casa de Córdoba.
—Yo soy su esposa. ¿Con qué derecho te atreves a interrogarnos?
—Con el que me concede el ser su primera y única esposa
—afirmó Fátima haciendo un gesto con el mentón hacia Hernando.
El desconcierto se mostró en el rostro de Rafaela. La primera esposa de Hernando había muerto. Todavía recordaba el triste relato de Miguel. Negó con la cabeza, con los ojos cerrados, como si quisiera alejar de sí aquella afirmación.
—¿Cómo? —dijo con un hilo de voz—. Hernando, dime que no es cierto.
—Sí, díselo, Hamid. —La voz de Fátima sonó desafiante.
—Cuando me casé contigo, creía que había muerto —acertó a contestar Hernando.
Rafaela sacudió la cabeza con violencia.
—¡Cuando te casaste conmigo! —gritó—. ¿Y después? ¿Lo has sabido después? ¡Virgen santísima! —terminó exclamando.
Lo había dejado todo por Hernando. Había recorrido leguas para encontrarse con él. Estaba harapienta y sucia, con los zapatos destrozados. ¡Todavía le sangraban los pies! ¿De dónde salía aquella mujer? ¿Qué quería de Hernando? A su alrededor había miles de moriscos derrotados, todos entregados a su maldita suerte. ¿Qué hacía ella allí? Notó que le flaqueaban las fuerzas, que la determinación con la que había iniciado aquella empresa desaparecía confundiéndose en los llantos y lamentos de las gentes.
—Ha sido una marcha interminable —sollozó como si renunciase—. Los niños… ¡no hacían más que llorar! Sólo Muqla aguantaba. Pensaba que no llegaríamos a tiempo, ¿y para qué? —En ese momento separó ligeramente uno de sus brazos del cuerpo y como si hubiera sido una señal, Laila acudió a abrazarla—. Nos lo han quitado todo: la casa, los muebles, mis ropas…
Hernando se acercó a Rafaela con las manos abiertas y algo extendidas, tratando de explicarse a través de ellas; su mirada, sin embargo, era furtiva.
—Rafaela, yo… —empezó a decir.
—Podría arreglarlo para que también pudiera venir ella —le interrumpió entonces Fátima, alzando la voz. ¿Qué hacía allí la cristiana? No estaba dispuesta a renunciar a sus sueños aunque eso significase… Ya lo arreglaría.
Hernando se volvió hacia Fátima y Rafaela percibió la duda en su esposo. ¿Por qué dudaba? ¿De qué hablaba aquella mujer? ¿Ir adónde? ¿Y con ella?
—¿Qué es esta locura? —preguntó entonces.
—Que si lo deseas —contestó Fátima—, tú y tus hijos podréis venir con nosotros a Constantinopla.
—Hernando —Rafaela se dirigió a su esposo con dureza—. Te he entregado mi vida. Estoy…, estoy dispuesta a renunciar a los dogmas de mi Iglesia y a compartir contigo la fe en María y el destino que te aguarda, pero jamás, ¿me escuchas? —masculló—, jamás te compartiré con otra mujer.
Finalizó sus palabras señalando a Fátima con el índice.
—¿Y qué otra alternativa tienes, cristiana? —le dijo ésta—. ¿Crees que te dejarán embarcar con él hacia Berbería? No te lo permitirán. ¡Y te quitarán a los niños! Lo sabéis ambos. Lo he visto mientras esperaba: los arrancan sin la menor compasión de los brazos de sus madres… —Fátima dejó que las palabras flotaran en el aire y entrecerró los ojos al comprobar que Rafaela mudaba el semblante ante la posibilidad de perder a sus pequeños. La comprendió, entendió su dolor al pensar en su propio hijo, muerto por culpa de esos cristianos, pero al mismo tiempo el recuerdo la enfureció. Era una cristiana, no merecía su compasión—. ¡Lo he visto! —insistió Fátima con terquedad—. En cuanto comprueben que ella no tiene papeles moriscos, que es una cristiana, la detendrán, la acusarán de apostasía y os quitarán a los niños.
Rafaela se llevó las manos al rostro.
—Hay cientos de soldados vigilando —prosiguió Fátima.
Rafaela sollozó. El mundo parecía desdibujarse a su alrededor. El cansancio, la emoción, la tremenda sorpresa. Todo pareció unirse en un instante. Sintió que le fallaban las piernas, que le faltaba el aire. Sólo oía las palabras de aquella mujer, cada vez más difusas, cada vez más lejos…
—No tenéis escapatoria. No hay forma de salir del Arenal… Sólo yo puedo ayudaros…
Entonces Rafaela, ahogando un gemido, se desmayó.
Los niños corrieron a su lado, pero fue Hernando quien, apartándolos, se arrodilló junto a ella.
—¡Rafaela! —dijo, palmeándole las mejillas—. ¡Rafaela!
Desesperado, miró a su alrededor. Sus ojos se cruzaron, sólo un instante, con los de Fátima, pero ese fugaz contacto sirvió para que ésta comprendiese, antes que él incluso, que lo había perdido.
—No me abandones —suplicaba Rafaela, medio aturdida—. No nos dejes, Hernando.
Miguel, los niños y Fátima observaban a la pareja algo alejada de ellos, junto a la ribera del río, adonde Hernando había llevado a su esposa. Rafaela aún tenía el semblante pálido, su voz seguía siendo trémula; no se atrevía ni a mirarle.
Hernando todavía sentía el aroma de Fátima en su piel. No hacía mucho rato se había entregado a ella, deseándola; hasta había soñado fugazmente, unos meros instantes, en la felicidad que le proponía. Pero ahora… Observó a Rafaela: las lágrimas corrían por sus mejillas mezclándose con el polvo del camino que llevaba pegado en su rostro. Vio temblar el mentón de Rafaela, que trataba de reprimir sus sollozos como si quisiera presentarse ante él como una mujer dura, decidida. Hernando apretó los labios. No lo era: era la muchacha a la que había librado del convento, aquella que poco a poco, con su dulzura, había ganado su corazón. Era su esposa.
—No te dejaré nunca —se oyó decir a sí mismo.
La tomó de las manos, dulcemente, y la besó. Luego la abrazó.
—¿Qué haremos? —escuchó que le preguntaba ella.
—No te preocupes —musitó tratando de parecer convincente.
Los niños no tardaron en rodearles.
—Ahora hay algo que debo hacer… —empezó a decir Hernando.
Miguel se separó cuando vio acercarse a Hernando donde todavía estaba Fátima.
—He venido a buscarte, Hamid ibn Hamid —le recibió ella con seriedad—. Creía que Dios…
—Dios dispondrá.
—No te equivoques. Dios ya ha dispuesto esto —añadió señalando la muchedumbre que se apretujaba en el Arenal.
—Mi sitio está con Rafaela y mis hijos —dijo él. La firmeza de su tono no admitía réplica.
Ella tembló. Su rostro se había convertido en una máscara bella y dura. Fátima hizo ademán de marchar, pero antes de dar un solo paso volvió sus ojos hacia él:
—Yo sé que todavía me amas.
Tras estas palabras, Fátima dio media vuelta y empezó a alejarse.
—Espera un momento —le rogó Hernando. Corrió hacia donde estaban los caballos y volvió enseguida, con un paquete en sus manos; rebuscaba en su interior al llegar a su lado—. Esto es tuyo —dijo entregándole la vieja mano de oro. Fátima la cogió con mano temblorosa—. Y esto… —Hernando le acercó la copia árabe del evangelio de Bernabé de la época de Almanzor—, estos escritos son muy valiosos, muy antiguos y pertenecen a nuestro pueblo. Yo debía intentar hacerlos llegar a manos del sultán. —Fátima no cogió los pliegos—. Sé que te sientes defraudada —reconoció Hernando—. Como bien has dicho antes, es difícil que escape de aquí, pero lo intentaré y si lo consigo, continuaré luchando en España por el único Dios y por la paz entre nuestros pueblos. Entiéndeme, puedo arriesgar mi vida, puedo arriesgar la de mi esposa y hasta la de mis hijos, puedo incluso renunciar a ti…, pero no puedo arriesgar el legado de nuestro pueblo. No puedo hacerme cargo de esto, Fátima. Los cristianos no deben hacerse con él. Guárdalo tú en homenaje a nuestra lucha por conservar las leyes musulmanas y haz con él lo que consideres más oportuno. Cógelo, por Alá, por el Profeta, por todos nuestros hermanos.
Ella extendió una mano hacia el legajo.
—Piensa que te amé —aseguró entonces Hernando—, y que seguiré haciéndolo hasta mi… —Carraspeó y permaneció callado un instante—. Muerte es esperanza larga —susurró.
Pero Fátima había dado media vuelta antes de que él pudiera terminar la frase.
Sólo después de ver cómo Fátima desaparecía entre la muchedumbre, Hernando llegó a comprender la verdad de las palabras que ella había pronunciado. Sintió cómo se le encogía el estómago al recorrer el Arenal con la mirada. Miles de moriscos encarcelados en aquella superficie; soldados y escribanos dando órdenes sin cesar; gente embarcando; mercaderes y buhoneros tratando de aprovecharse de la última blanca de aquellas gentes arruinadas; sacerdotes pendientes de que nadie escapase con niños menores…
—¿Qué hacemos, Hernando? —inquirió Rafaela, aliviada al ver alejarse a aquella mujer. De nuevo estaban juntos, eran una familia. Los niños los rodeaban y esperaban, expectantes, ya todos junto a él.
—No lo sé. —No podía apartar la mirada de Rafaela y los niños. Había estado a punto de perderlos…—. Aun suponiendo que, de una forma u otra, tú pudieras embarcar como morisca, nunca dejarían hacerlo a los niños. Nos los robarían. Tenemos que escapar de este agujero. No hay tiempo que perder.
Bajo el resplandor que el atardecer arrancaba de los azulejos de la Torre del Oro, Hernando observó las murallas de la ciudad. Rafaela le imitó; Miguel también lo hizo. A sus espaldas no había salida: la propia muralla y el alcázar cerraban el paso. Algo más allá se hallaba la puerta de Jerez que daba acceso a la ciudad, pero estaba vigilada por una compañía de soldados, igual que la del Arenal y la de Triana. Sólo podía salirse de allí por el río Guadalquivir. Rafaela y Miguel vieron que Hernando negaba con la cabeza. ¡Eso era imposible! Bajo concepto alguno debían acercarse a los barcos, con los escribanos y sacerdotes vigilando la ribera. La única salida era la misma por la que habían accedido al Arenal, en el otro extremo, extramuros, aunque también se trataba de un lugar fuertemente vigilado por soldados. ¿Cómo podrían hacerlo?
—Esperadme aquí —les ordenó.
Cruzó el Arenal. Efectivamente, en la entrada se apostaba un cuerpo de guardia, provisto de armas, en unos chamizos precariamente construidos para recibir las columnas de moriscos. Hernando observó, sin embargo, que los soldados perdían el tiempo charlando o jugando a los naipes. Ya nadie entraba y ningún morisco se atrevía a intentar salir. Los cristianos que se hallaban en el Arenal lo abandonaban por las puertas de acceso a la ciudad, no por una zona que continuaba rodeando las murallas. Sin embargo… ¡Tenían que salir!
Regresó a la Torre del Oro cuando empezaba a anochecer; la hora de la oración. Hernando miró al cielo e imploró la ayuda divina. Luego reunió a Rafaela y Miguel, también a Amin y Laila. Era arriesgado, muy arriesgado.
—¿Dónde están los hombres que has traído con los caballos? —le preguntó a Miguel.
—En la ciudad. Queda uno de guardia.
—Dile que vaya con sus compañeros. Dile…, dile que me gustaría pasar la última noche con mis caballos, a solas. ¿Lo creerá?
—Le importará muy poco el porqué. Saldrá a divertirse. Les he pagado. Tienen dinero caliente y la ciudad bulle.
Esperaron a que Miguel volviese.
—Hecho —confirmó el tullido.
—Bien. Tú, como cristiano, puedes salir de aquí… —Miguel fue a quejarse pero Hernando le interrumpió—. Haz lo que te digo, Miguel. Sólo tendremos una oportunidad. Abandona el Arenal por cualquiera de las puertas, cruza la ciudad y sal por otra de ellas. Espéranos más allá de las murallas.
—¿Y ella? —intervino el tullido señalando a Rafaela—. También es cristiana. Podría salir conmigo…
—¿Con los niños? —preguntó Hernando—. No superaría el cuerpo de guardia. Creerían que ha entrado para robarlos y los perderíamos. ¿Qué excusa podría proporcionar una mujer cristiana para hallarse en el Arenal con sus hijos pequeños? La detendrían. Seguro.
—Pero…
—Ve, Miguel.
Hernando abrazó a su amigo y luego ayudó a Miguel a encaramarse a su mula. Quizá aquélla fuera la última vez que lo viera.
—La paz, Miguel —le dijo al pasar junto a ellos. El tullido murmuró una despedida—. No llores, Rafaela —añadió al volverse hacia su esposa y encontrársela con lágrimas en los ojos—. Lo conseguiremos…, con la ayuda de Dios lo conseguiremos. Niños, tenemos mucho trabajo y poco tiempo —apremió a Amin y Laila.
Se acercó a los caballos, que descansaban rendidos por el viaje. Miguel, como había advertido en su día, les había reducido la comida para que perdieran fuerzas y soportasen sumisos la carga de bultos, mujeres y ancianos. Casi todos ellos presentaban rozaduras y mataduras por la carga que habían transportado. Hernando cogió ronzales y cuerdas.
—Atadlos a todos entre sí, de una cabezada a la otra, bien fuerte —explicó a sus hijos entregándoles varios ronzales y reservándose unas cuerdas largas—. No —rectificó sopesando la dificultad de controlar dieciséis caballos atados—; atad… diez como mucho. Quiero que vayas con los tres pequeños hasta el otro extremo —dijo entonces, dirigiéndose a Rafaela—. Tú tardarás más que nosotros. Allí deberás apostarte lo más cerca del cuerpo de guardia que te sea posible, pero sin que te vean o sospechen de ti. Lanzaré los caballos contra ellos… —Rafaela se sobresaltó—. Es lo único que se me ocurre, amor mío. Cuando eso suceda, cruza rápidamente con los niños y escóndete entre las matas de la ribera, allí no hay barcos, pero no te quedes quieta, vete, aléjate cuanto puedas. Continúa por la ribera rodeando la muralla hasta que dejes atrás la ciudad y te encuentres con Miguel.
—¿Y vosotros? —preguntó ella, consternada.
—Llegaremos. Confía en ello —le aseguró Hernando, pero el temblor de su voz contradecía su firmeza.
Hernando le dio un dulce beso y la urgió a cruzar el Arenal. Rafaela titubeó.
—Lo conseguiremos. Todos —le insistió Hernando—. Confía en Dios. Ve. Corre.
Fue el pequeño Muqla quien tiró de la mano de su madre para encaminarla hacia el otro extremo del Arenal. Hernando perdió unos instantes observando cómo parte de su familia se perdía entre la muchedumbre; luego se volvió con resolución para ayudar a sus hijos.
—¿Habéis oído lo que le he dicho a vuestra madre? —preguntó a los dos mayores. Ambos asintieron—. De acuerdo entonces. Cada uno de vosotros irá a un lado de la manada; yo los dirigiré. Nos costará pasar entre tanta gente, pero tenemos que conseguirlo. Por suerte la mayoría de los soldados están de fiesta en la ciudad y ya no deambulan entre nosotros; no nos detendrán —hablaba con energía mientras ataba los caballos, sin dar oportunidad a que sus hijos se plantearan lo que iban a hacer—. Arreadlos por detrás y por los costados para que caminen —les ordenó—, hacedlo con brío, sin que os importe lo que nadie pueda deciros. Nuestro objetivo es cruzar esta explanada, como sea. ¿Me habéis entendido? —Amin y Laila asintieron de nuevo—. Cuando estemos cerca de la salida, quedaos detrás de ellos, luego escapad y corred igual que vuestra madre. ¿De acuerdo?
No esperó confirmación. Los diez caballos ya estaban atados. Entonces Hernando cogió las cuerdas largas y, por encima de las cruces, las ató a las manos de dos de los animales que irían en cabeza, luego agarró del ronzal a otro que pretendía llevar libre.
—¿De acuerdo? —repitió. Amin y Laila asintieron con la cabeza. Su padre los animó con una sonrisa—. ¡Nos espera vuestra madre! ¡No podemos dejarlos solos! ¡En marcha! —ordenó sin permitirse un respiro. Amin sólo tenía once años; su hermana uno menos. ¿Serían capaces?
Hernando tiró de los tres caballos de cabeza, los siete restantes por detrás, atados entre ellos, agrupados, abriéndose por los flancos.
—¡Arre! ¡Vamos, preciosos!
Le costó ponerlos en movimiento; no estaban acostumbrados a moverse atados unos a otros. Los de detrás cocearon, se encabritaron y se mordieron, negándose a adelantar. ¿Y él?, se preguntó entonces, ¿sería capaz a su edad? Pateó con fuerza la barriga de uno de los caballos.
—¡Moveos!
—¡Arre! —escuchó entonces desde detrás.
Entre los animales vio que Amin había cogido una cuerda y azotaba las grupas de los traseros. Al instante se sumó la voz de Laila, primero titubeante, después firme como la de su hermano.
¡Serían capaces!, sonrió con los gritos de sus pequeños en los oídos.
Cuando todos los caballos se pusieron en movimiento lo hicieron como un ejército imparable; Hernando creyó que no podría controlarlos, pero sus hijos iban y venían corriendo desde atrás a los flancos, para azuzarlos y mantenerlos agrupados.
—¡Cuidado! ¡Apartaos! —gritaba él sin cesar.
Los niños también gritaban. Y la gente, que se quejaba y los insultaba.
Los moriscos saltaban a su paso para apartarse. Pisotearon enseres y arrollaron tiendas. Cuando pasaron por encima de una pequeña hoguera, Hernando llegó a comprender lo ciegos que estaban los animales entre el gentío: jamás habrían hecho tal cosa en otras condiciones; nunca habrían pasado por encima de un fuego.
—¡Cuidado!
Tu vo que tironear con violencia de los caballos de cabeza para dar tiempo a que una anciana escapase y no fuera arrollada, aunque más de algún morisco salió despedido al chocar con los animales que iban por los costados.
Por extenso que fuera el Arenal, el tiempo voló y Hernando distinguió el cuerpo de guardia por delante, los soldados extrañados ante el escándalo.
—¡Ahora, niños! ¡Huid! ¡Al galope! —gritó.
No fue necesario que se esforzara. El espacio libre que se abría entre donde se asentaban los últimos moriscos y la guardia animó a los animales a lanzarse a un frenético galope. Hernando corrió un par de trancos al lado del caballo libre y se agarró a su crin para montar aprovechando la inercia. Le costó hacerlo; sus músculos chasquearon ante el esfuerzo. Falló en su primer intento y se quedó con la pierna derecha a medio camino de la grupa, pero tal y como volvió a tocar el suelo, sin llegar a dar un paso, se izó con fuerza y lo consiguió. El resto, sin Amin y Laila azuzándoles, se abrió en abanico. Los soldados observaron aterrados cómo se les venían encima once caballos al galope: una manada de animales desenfrenados, locos.
—Allahu Akbar!
No había terminado de invocar a su Dios cuando tiró de las dos cuerdas largas que había atado a las manos de los otros dos caballos de cabeza. Los animales tropezaron, cayeron de bruces y dieron una vuelta de campana. A la luz de las antorchas, Hernando llegó a vislumbrar el pánico en los rostros de los soldados cuando todos los animales tropezaron entre sí y se abalanzaron sobre hombres y chamizos. Él, en el caballo libre, galopó fuera del Arenal dejando atrás un cuerpo de guardia destrozado.
Saltó a tierra igual que había montado y corrió hacia las matas de la ribera. Los relinchos de los caballos y el griterío resonaban en la noche.
—¿Rafaela? ¿Amin?
Tardó unos interminables momentos en escuchar contestación.
—Aquí.
En la más absoluta oscuridad, reconoció la voz de su hijo mayor.
—¿Y tu madre?
—Aquí —respondió Rafaela algo más lejos.
Le dio un vuelco el corazón al oír su voz. ¡Lo habían logrado!