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En Valencia se ha hecho prisión de muchos moriscos, por ciertas cartas que el rey de Inglaterra ha enviado, las cuales se habían hallado entre los papeles de la reina pasada, que le habían escrito los moriscos pidiéndole favor para levantarse, y que ellos darían orden que pudiese saquear aquella ciudad, viniendo con su armada. Hase dado tormento a muchos de ellos para averiguarse lo que pasaba en este negocio, y no dejarán de castigarse algunos para ejemplo de los demás.

Luis Cabrera de Córdoba,

Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España

Tras la muerte de Isabel de Inglaterra, a finales de agosto de 1604, España e Inglaterra suscribieron un tratado de paz. Entre otros compromisos, el rey español se comprometía a cejar en su empeño por elevar al trono de la isla a un rey católico. Quizá por ello, meses más tarde, una vez firmado el acuerdo y en muestra de gratitud, Jacobo I hizo llegar a Felipe III una serie de documentos hallados en los archivos de su antecesora. En ellos constaban las propuestas de los moriscos españoles para, con la ayuda de ingleses y franceses, alzarse contra el rey católico y reconquistar los reinos de España para el islam.

El virrey de Valencia y la Inquisición pusieron manos a la obra tan pronto como el Consejo de Estado hizo pública la conjura. Multitud de moriscos fueron detenidos y sometidos a tormento hasta que confesaron el plan. Varios de ellos fueron ejecutados conforme a las costumbres valencianas. Al reo se le preguntaba si quería morir en la fe cristiana o en la musulmana. Si contestaba que en la primera, era ahorcado en la plaza del mercado; si se empeñaba en conservar su fe, se le llevaba extramuros de la ciudad, a la Rambla, y conforme al castigo divino previsto en el Deuteronomio para los idólatras, el pueblo lo lapidaba y después quemaba su cadáver.

Salvo excepciones, los moriscos optaban por una muerte rápida y elegían hacerlo en la fe cristiana, pero justo en el momento en que la soga se tensaba, estallaban en gritos invocando a Alá. Tan conocida era esa estratagema que la gente acudía a las ejecuciones provista de piedras para lapidar al ahorcado en el momento en que clamaba el nombre de Alá. Luego, las familias moriscas recogían las piedras y las guardaban en recuerdo de la ejecución de sus muertos.

A los tres meses de su vuelta a Córdoba, Hernando tuvo conocimiento de que la tentativa de revuelta urdida en Toga había sido desbaratada. Lo cierto era que durante esos tres meses, sólo una cosa le había aportado algo de bienestar en su permanente desesperanza: la carta que logró escribir para Fátima.

Él y Munir habían hecho el camino de regreso de Toga en silencio, su mula siempre por detrás de la del alfaquí, como si éste tirase de él para llegar cuanto antes a Jarafuel. Su madre le había engañado. Fátima vivía y había matado a Brahim. Su hijo también había jurado matarle si sus caminos volvían a cruzarse. ¡Matarle! ¡Su propio hijo!, pero ¿acaso no lo habría hecho ya en Toga? Recordó los inocentes y expresivos ojos azules de Francisco en el patio de la casa cordobesa. Y la pequeña Inés, ¿qué habría sido de ella? La cabeza de Hernando no paraba de dar vueltas a las revelaciones de las últimas horas. Las imágenes, las preguntas, se agolpaban en su mente, y las punzadas de dolor se acompasaban a los cortos trancos del animal que montaba.

¡Fátima! El semblante de su esposa aparecía y desaparecía en su recuerdo como si juguetease con su sufrimiento. ¿Qué habría pensado de él? ¿Habría esperado que fuera en su busca? Cuánto tiempo, ¿cuántos años debió de confiar en su ayuda? El estómago no podía encogérsele más al imaginarla sometida a Brahim esperando su ayuda; ¡su Fátima! La había defraudado.

«¿Por qué, madre?» Mil veces elevó la mirada al cielo. ¿Por qué me lo ocultaste?

Lo que a la ida les había costado siete días de viaje, ahora les llevó sólo cuatro. Munir, sumido en un pertinaz mutismo, se detuvo lo estrictamente necesario y viajaron por las noches, a la luz de la luna. Hernando se limitaba a obedecer las órdenes de su compañero de viaje: descansemos aquí; comamos algo; demos de beber a las mulas; esta noche pararemos junto a ese pueblo… ¿Por qué le había salvado la vida?

En Jarafuel, el alfaquí lo hizo esperar a la puerta de su casa, sin invitarlo a entrar. Al cabo, él mismo apareció con el caballo de la mano.

—Aparte de al duque —trató de explicarse entonces Hernando—, sólo salvé a una niña de corta edad. Lo demás son rumores…

—No me interesa —le interrumpió Munir secamente.

Hernando le miró a la cara; el alfaquí le contemplaba con dureza, pero al cabo de unos instantes pareció asomar a sus ojos un atisbo de compasión.

—Te he salvado la vida, Hernando, pero es Dios quien te juzgará.

Durante el regreso a Córdoba evitó la compañía de frailes, mercaderes, cómicos o caminantes de los que acostumbraban a transitar por los caminos principales e hizo el viaje solo, absorto en sus pensamientos. La culpa pesaba en él como una losa, y hubo momentos en que creyó que no soportaría más ese lastre. A medida que se acercaba a la ciudad, sus penas se vieron sustituidas por una congoja aún mayor: no deseaba llegar. ¿Qué iba a decirle a Rafaela? ¿Que su matrimonio con ella no era válido? ¿Que su primera esposa estaba viva?

Retrasó cuanto pudo su llegada a casa. Temía enfrentarse con ella. Temía enfrentarse consigo mismo si se veía obligado a confesarle la verdad. Cuando por fin cruzó la puerta de su casa, ni siquiera se atrevió a mirarla.

Observó impasible cómo se borraba la sonrisa con que Rafaela, de nuevo embarazada, acudió a recibirle. La mujer detuvo sus apresurados pasos a la vista de los moratones y heridas que le habían causado los berberiscos al patearle.

—¿Qué te ha sucedido? —Rafaela trató de acercar su mano al magullado rostro de su esposo—. ¿Quién…?

—Nada —contestó él, rechazando inconscientemente la mano de su esposa—. Me caí del caballo.

—Pero ¿estás bien…?

Hernando le dio la espalda y la dejó con la palabra en la boca. Anduvo hasta las cuadras para desembridar al caballo y luego cruzó el patio en dirección a las escaleras.

—Comeré y cenaré en la biblioteca —ordenó secamente al pasar junto a su esposa.

También durmió en ella.

Así transcurrieron los días. Hernando arrinconó el Corán en el que se hallaba trabajando y se esforzó en escribir una carta para Fátima. Tardó en conseguirlo; tardó en lograr plasmar en papel todo cuanto sentía. En el momento en que intentaba concentrarse en la escritura, su mente se perdía en la culpa y el dolor. Desechó y rompió muchas hojas. Al final le contó de Rafaela, de sus dos hijos y del que estaba por venir. «¡No lo sabía! ¡No sabía que vivías!», rasgueó con mano temblorosa. Una vez la tuvo escrita, decidió recurrir a Munir para remitírsela a Fátima pese a la fría despedida del alfaquí. Era un hombre santo; le ayudaría, además, era desde Valencia desde donde más moriscos partían para Berbería. ¡Necesitaba su ayuda! Escribió otra carta para Munir implorándosela.

Un día que supo que Miguel se encontraba en Córdoba, lo llamó. Tenía que recurrir al tullido para que le consiguiese un arriero morisco de confianza; él seguía siendo un apestado entre la comunidad cordobesa y había perdido todo contacto con la red de miles de hombres que se movían por los caminos, pero el tullido, al contrario que su señor, compraba y vendía cuanto necesitaba para los caballos y utilizaba con asiduidad los servicios de los arrieros.

—Necesito hacer llegar una carta a Jarafuel —le comunicó con una aspereza innecesaria, sentado ante el escritorio. Miguel permaneció plantado delante de él tratando de imaginar qué era lo que le sucedía a su señor. Antes había hablado con Rafaela, y ella le había confiado su enorme inquietud—. ¿A qué esperas? —le recriminó Hernando.

—Conozco la historia de un correo portador de malas noticias —contestó el tullido—, ¿quieres que te la cuente?

—No estoy para historias, Miguel.

El repiqueteo de las muletas del tullido sobre el entablado de la galería resonó en los oídos de Hernando. ¿Y ahora, qué? Manoseó el bello Corán en el que trabajaba; no se veía con ánimo de continuar. Aun así, canturreó algunas de las suras ya escritas.

—Cualquier cosa que estuviese haciendo, parece que ya la ha terminado.

Tales fueron las palabras que Miguel le dijo a Rafaela en cuanto hubo salido de la biblioteca con la orden de su señor de encontrar a un arriero para que llevara una carta a Jarafuel.

La mujer lo interrogó con unos ojos enrojecidos por el llanto.

—Ve —la instó el tullido—. Lucha por él, por ti.

Rafaela no había podido ver a Hernando durante los días que estuvo recluido en la biblioteca. Pensaba que podría hacerlo al llevarle la comida, pero éste dio orden de que se la dejaran tras la puerta. Hernando había pedido también una jofaina con agua limpia para sus oraciones, que él mismo dejaba tras la puerta una vez utilizada. En todo momento Rafaela estuvo pendiente del sonido de aquella puerta para apresurarse a cambiar el agua. Cinco veces al día.

¿Qué le había sucedido?, se preguntó la mujer por enésima vez al iniciar el ascenso de las escaleras, jadeando. El nuevo embarazo le pesaba más que los anteriores. Dudó al acercarse a la biblioteca. El murmullo de las suras se colaba por la puerta, ahora abierta, y llegaba hasta ella. ¿Y si Hernando se enojaba? Se paró y estuvo a punto de echarse atrás, pero los momentos vividos con anterioridad al viaje a Toga, el cariño, las risas, la alegría, la felicidad, ¡el amor que se profesaron!, la impulsaron a continuar.

Hernando permanecía sentado a su escritorio. Con un dedo seguía las letras del Corán mientras salmodiaba en árabe, ajeno a todo. Rafaela se detuvo sin atreverse a romper lo que le pareció un momento mágico. Cuando Hernando se apercibió de su presencia y volvió la cabeza hacia ella la encontró parada bajo el quicio de la puerta, con los ojos llenos de lágrimas, agarrándose con ambas manos la prominente barriga.

—No creo haber hecho nada para que me trates así. Necesito saber qué te está pasando… —musitó Rafaela, antes de que se le quebrara la voz.

Hernando asintió, con cierta frialdad, sin levantar la cabeza del escritorio.

—Hace más de veinte años… —empezó a decir. Pero ¿por qué contárselo? Nunca le había hablado de Fátima o de sus hijos; ella conocía la historia por Miguel—. Tienes razón —reconoció—. No lo mereces. Lo siento. Son cosas del pasado.

El mero hecho de pronunciar aquella disculpa pareció liberar a Hernando. La carta dirigida a Fátima obraba ya en manos de Miguel, ¿quién podía predecir cuáles serían sus resultados o qué le contestaría Fátima, si es que lo hacía? Rafaela se enjugó las lágrimas con una mano mientras con la otra continuaba asiéndose la barriga.

Y entonces Hernando comprendió algo: sí, había fallado a Fátima, y ésa era una culpa de la que nunca podría librarse… pero no iba a cometer dos veces el mismo error con la persona a la que entonces amaba. Sin decir palabra, se levantó, rodeó el escritorio y se fundió con su esposa en un dulce abrazo.

A pesar de sus esfuerzos por ocultar sus inquietudes a Rafaela, Hernando no podía dejar de pensar en las revelaciones que le había hecho su hijo. Ella no volvió a mencionar lo sucedido, como si aquellos días de reclusión no hubieran existido. Hernando buscó consuelo en sus pequeños y esperanza en el que estaba por venir. Un día, incluso se dirigió al campo de la Merced y paseó por el triste cementerio hasta dar con la tumba de su madre. Allí habló con Aisha en silencio.

—¿Por qué lo hiciste, madre?

Intentó encontrar la respuesta en su interior. El tiempo transcurrió con Hernando especulando mil posibilidades hasta que una de ellas, ajena a las razones de Aisha para haber obrado como lo hizo, despuntó entre las demás: «Viven». Fátima vivía. Francisco también, y Shamir, y probablemente Inés. ¿Hubiera preferido que todos ellos estuvieran muertos para aliviar sus penas? Se sintió indigno. Hasta entonces sólo había pensado en él mismo, en sus culpas, en la cobardía que tanto le echara en cara Francisco. Sin embargo, lo importante era que vivían aunque fuera lejos de él. Halló cierto consuelo en esta idea… Pero seguía necesitando obtener su perdón. Aguardaba con ansiedad noticias de Munir, pero dicho anhelo se trocó en decepción cuando el alfaquí hizo que le devolvieran la carta dirigida a Fátima junto a su negativa de remitírsela a Tetuán.

Fátima no pudo dejar de darse cuenta: después de la visita de Shamir y su hijo, tres imponentes esclavos nubios, armados, se sumaron al personal de servicio que atendía el palacio.

—Son para vuestra seguridad, señora —le contestó uno de los sirvientes—. Corren tiempos revueltos y vuestro hijo así lo ha dispuesto.

¿Para su seguridad? Dos de ellos la seguían, un par de pasos por detrás, en sus salidas por Tetuán. Fátima lo probó. Una mañana, acompañada de dos esclavas a las que hizo cargar con algunos bultos, se dirigió con resolución a la puerta de Bab Mqabar, al norte de la muralla de la ciudad.

Antes de que pudiera cruzarla, los dos nubios se interpusieron en su camino.

—No podéis salir, señora —le dijo uno de ellos.

—Sólo quiero ir al cementerio —afirmó Fátima.

—No es seguro, señora.

Otro día, de madrugada, abandonó su dormitorio. No había recorrido la mitad del pasillo y la inmensa figura de uno de los negros apareció de entre las sombras.

—¿Deseáis algo, señora?

—Agua.

—Yo ordenaré que os la traigan, no os preocupéis. Descansad.

¡Estaba presa en su propia casa! No se había planteado huir, ni siquiera sabía qué hacer o qué pensar; sólo sabía que después de años de creer en la traición de Hernando, la simple posibilidad de que no hubiera sido así hizo revivir en ella unos sentimientos que durante años se había obligado a arrinconar en lo más recóndito de su interior. Desde la muerte de Brahim se había dedicado a dirigir los negocios y a amasar dinero con tanta frialdad como Abdul y Shamir atacaban a los barcos cristianos o las costas españolas. Llegó incluso a renunciar a su condición de mujer. Pero ahora algo había vuelto a despertar en ella y de vez en cuando, por las noches, con la mirada perdida en el horizonte, allí donde debían alzarse las sierras granadinas, unos casi imperceptibles estremecimientos le recordaban que había sido capaz de amar con todo su ser.

Una tarde Efraín acudió a despachar de negocios con ella. El judío, muerto ya su padre, se había convertido en el más íntimo colaborador en los negocios familiares dirigidos por la gran señora tetuaní.

—Tengo que pedirte un favor, Efraín —le dijo mientras el otro le explicaba de números y mercaderías.

—Debes saber que tu hijo ha venido a verme —susurró el inteligente judío.

Fátima clavó en él sus hermosos ojos negros.

—Pero mi lealtad está contigo, señora —añadió Efraín al cabo de unos instantes de silencio.