59

Los ángeles dijeron a María: Dios te ha escogido, te ha dejado exenta de toda mancha, te ha elegido entre todas las mujeres del universo.

CORÁN 3,42

Una mañana de aquel enero de 1595, Hernando se dispuso a ensillar a Estudiante.

—Me voy a Granada —anunció a Miguel.

—Señor, ¿no sería mejor que montases a César? —sugirió éste—. Está más…

—No —le interrumpió Hernando—. Estudiante es un buen caballo y le vendrá bien el viaje. Tendré tiempo para enseñarle y entrenarle. Además, así me distraeré durante el camino.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

Hernando le miró con la cabezada en la mano, dispuesto a ponerle el freno a Estudiante, y sonrió.

—¿No eres tú el que sabes cuándo vuelven o no vuelven los animales y las personas? —le dijo, tal y como acostumbraba a hacer cada vez que salía de viaje.

Miguel esperaba aquella réplica.

—Bien sabes que contigo no me sirve, señor. Hay cosas que hacer, decisiones que tomar, cobrar a los arrendatarios, y necesito saber…

—Y encontrarte con tu visitante nocturna —le sorprendió. Miguel enrojeció. Trató de excusarse, pero Hernando no se lo permitió—. Yo no tengo nada que objetar, pero ten cuidado con su padre: si se enterase, sería capaz de colgarte de un árbol y me gustaría encontrarte sano y salvo a mi regreso.

—Es una muchacha muy desgraciada, señor.

Hernando acababa de embocar el freno a Estudiante, que respondió mordisqueando el hierro sin cesar.

—Este Toribio nunca entenderá lo de los palos con miel —se quejó ante el vicio del potro—. ¿Desgraciada? ¿Qué le pasa a esa joven? —preguntó entonces, en tono distraído.

El silencio que siguió a su pregunta le obligó a detenerse, en esta ocasión con el recado de montar en sus brazos. Hernando intuyó que Miguel quería contarle algo; llevaba intentándolo desde hacía días, pero él tenía otras cosas en la cabeza. Al ver su semblante triste, Hernando suspiró y se acercó a su amigo.

—Te veo preocupado, Miguel —le dijo mirándole a los ojos—. Ahora no puedo demorarme, pero te prometo que cuando regrese hablaremos de ello.

El joven asintió en silencio.

—¿Ya has puesto fin a lo que estabas escribiendo, señor?

—Sí. Yo he terminado. Ahora —añadió después de hacer una pausa— le corresponde actuar a Dios.

Pero Hernando no se dirigió a Granada como había dicho. En lugar de salir de Córdoba por el puente romano, lo hizo por la puerta del Colodro y tomó la ruta de Albacete hacia la costa mediterránea, en dirección a Almansa desde donde tenía intención de encaminarse al norte, hacia Jarafuel. Desde el primer momento, Estudiante se mostró arisco y huidizo. Le dejó hacer, soportando sus espantadas y sus hachazos en el freno mientras cabalgaba por los transitados alrededores de Córdoba. Más tarde, al dejar atrás el cruce con el camino de las Ventas que llevaba a Toledo, lo espoleó para ponerle a galope tendido e iniciar una frenética carrera en la que sólo mandó la violencia del jinete. Bastaron dos leguas. Pese al frío del invierno, el caballo sudaba cuando cruzó el puente de Alcolea; resoplaba por los ollares pero, sobre todo, se había entregado ya a sus espuelas. A partir de allí anduvieron al paso; le quedaban cerca de sesenta leguas hasta llegar a Almansa y se trataba de un viaje largo y pesado, como había tenido oportunidad de comprobar hacía unos meses, tras un viaje a Granada por el asunto del martirologio. El nuevo arzobispo, don Pedro de Castro, seguía encargándole informes tal y como había hecho su difunto antecesor.

Había sido Castillo quien le aconsejó que se dirigiera a Jarafuel. Este pueblo, junto con Teresa y Cofrentes, estaba situado en el linde occidental del reino de Valencia, al norte de Almansa, en un fértil valle cuyas aguas iban a unirse al río Júcar; al otro lado del valle se alzaba la Muela de Cortes. Pero lo importante era que esos lugares eran mayoritariamente moriscos.

—No tengo pergaminos antiguos —se había quejado en su anterior viaje a Granada, reunido con don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo en la Cuadra Dorada, bajo los reflejos verdes y dorados del artesonado del techo—. De momento lo estoy escribiendo todo en papel normal, pero…

—No deberíamos utilizar pergaminos —alegó Luna, que acababa de publicar la primera parte de su obra La verdadera historia del rey Rodrigo, originando una acerada polémica entre los intelectuales de toda España. Desgraciadamente para el escritor, las opiniones más desfavorables a la positiva visión árabe que proponía en su obra fueron encabezadas precisamente por un morisco, el jesuita Ignacio de las Casas—. Algunos intelectuales han tachado el pergamino de la Turpiana de falso, arguyendo que no era antiguo…

—Antiguo sí que lo era —le interrumpió Hernando con una sonrisa—, por lo menos de la época de al-Mansur.

—Ya, pero no lo bastante —terció Castillo—. Utilicemos otro material que no sea papel o pergamino: oro, plata, cobre…

—Plomo —apuntó don Pedro—. Es fácil de conseguir y se utiliza mucho en orfebrería.

—Los griegos ya escribían sobre láminas de plomo —indicó Luna—, es un buen material. Nadie podrá decir si es antiguo o actual, sobre todo si lo pasamos por un baño de estiércol, como ya hizo nuestro amigo con el de la Turpiana.

Hernando se sumó a las sonrisas de sus compañeros.

—En el reino de Valencia, en Jarafuel —dijo Castillo—, conozco a un orfebre que, a pesar de la prohibición, continúa trabajando en secreto las joyas moriscas. También conozco al alfaquí del pueblo. Ambos son de confianza. Binilit, el orfebre, se dedica a elaborar manos de Fátima y patenas con lunas e inscripciones en árabe para el bautizo de los recién nacidos. También fabrica ajorcas, pulseras y collares en los que cincela aleyas y magníficos grabados moriscos, como los que lucían nuestras mujeres antes de la conquista cristiana. Estoy seguro de que estará en disposición de pasar esos escritos a láminas de plomo.

—Algunos están en latín —explicó entonces Hernando—, pero para otros, los escritos en árabe, he utilizado complicados caracteres puntiagudos, con una caligrafía desconocida que he inventado yo mismo, basándome en la imagen de los vértices de la estrella del Sello de Salomón: el símbolo de la unidad. He pretendido apartarme de cualquier estilo posterior al nacimiento del profeta Isa.

Don Pedro asintió complacido; Luna premió la idea con un par de aplausos corteses.

—Te aseguro que el maestro Binilit —insistió Castillo— posee la suficiente destreza como para cincelar sobre el plomo cualquier escrito que le presentemos.

Hernando había podido comprobar las habilidades de Binilit en su anterior visita a Jarafuel. Buscó a Munir, el alfaquí del pueblo, un hombre sorprendentemente joven para la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros, y juntos se encaminaron al diminuto taller del viejo orfebre. Cuando llegaron, Binilit estaba trabajando en una mano de Fátima que le habían encargado para una boda: colocó una lámina de plata sobre un molde de hierro rehundido y, sobre ésta, otra lámina de plomo que fue martilleando con precisión hasta extraer la joya, limpia y lisa, en la que empezó a cincelar dibujos geométricos. Mientras tanto, el alfaquí, ya advertido por Castillo, le explicaba lo que se esperaba de él.

—Se trata de un trabajo secreto del que puede depender el futuro de nuestro pueblo en estas tierras —terminó diciéndole Munir.

Binilit asintió y abandonó por primera vez la atención que tenía puesta en la joya.

Abstraído en el arte del platero, Hernando aprovechó ese momento para deleitarse en su trabajo. Binilit le animó a coger la pieza de plata; Hernando pensó que se parecía a la mano de Fátima que tan celosamente escondía en la biblioteca. La sopesó. Quizá pesaba algo menos. Deslizó las yemas de los dedos por los inacabados dibujos. ¿Qué muchacha la luciría en secreto? ¿De qué andanzas sería testigo aquella joya? Los recuerdos de las suyas propias con Fátima le arrancaron una sonrisa nostálgica.

—¿Te gusta? —preguntó Binilit tornándole a la realidad.

—Maravillosa.

Permanecieron unos instantes en silencio.

—Déjame ver esos escritos —le rogó el platero.

Hernando devolvió la mano a su lugar y le entregó los papeles que llevaba. El maestro los examinó: primero con cierta displicencia, pero después, tras fijarse en los sellos de Salomón dibujados en varios de los escritos, en los caracteres puntiagudos con que aparecían trazadas las letras árabes y descifrar alguna que otra frase al azar, entornó los ojos y se enfrascó en ellos como si le hubieran propuesto un reto.

—Hay veintidós conjuntos de escritos —explicó Hernando—. Algunos, como verás, de una sola hoja; otros son más extensos.

El orfebre revisó una y otra vez los papeles, extendiéndolos sobre la pequeña mesa de trabajo, calculando mentalmente su extensión, imaginando ya cómo podían quedar cincelados sobre láminas de plomo. De repente se centró en unas hojas de caracteres ilegibles que no estaban escritas ni en latín, ni con la curiosa caligrafía árabe utilizada por Hernando.

—¿Y esto? —inquirió.

—Lo llamo el Libro Mudo. No tiene sentido. Como verás, sus caracteres son totalmente indescifrables; me ha costado lo mío inventar letras sin sentido. En otro de los libros —Hernando revolvió entre los papeles—, en éste, en el de la Historia de la verdad del evangelio, se anuncia que el contenido del Libro Mudo será dado a conocer más adelante; ambos se complementan —continuó explicando Hernando. Dudó si contar también que aquel contenido no sería otro que el del evangelio de Bernabé; decidió no hacerlo—. Pero eso será el día en que los cristianos estén preparados para recibir el verdadero mensaje, aquel que no ha sido tergiversado por sus papaces, el que demuestra que sólo hay un único Dios.

Mientras Binilit asentía con un murmullo, Hernando dejó vagar la idea que había guiado sus pasos: aquellos plomos eran un ingenioso rompecabezas elaborado alrededor de una figura central, la Virgen María, que, uno tras otro, conducían hasta un final aparentemente sin salida: el Libro Mudo, el Evangelio de la Virgen, escrito en una lengua incomprensible, que dejaría perplejos a quienes lo estudiaran. Sin embargo, tal y como acababa de explicar a Binilit, en otro de los plomos se anunciaba la aparición de un texto que aclararía el misterio. Aquél sería el evangelio de Bernabé, que él tan celosamente guardaba. Cuando los plomos fueran aceptados, y con ellos aquel enigmático Libro Mudo, el evangelio de Bernabé, con su contenido cercano al islamismo, resplandecería como la única e incuestionable verdad.

—De acuerdo —convino el platero sacándole de sus pensamientos—. Os avisaré cuando los tenga hechos.

Hernando echó mano a su bolsa para pagar los trabajos, pero el maestro le detuvo.

—No cobro por mis joyas más que lo necesario para llevar una vida sobria y frugal; ya soy viejo. Lo único que pretendo es que los musulmanes puedan seguir luciendo los adornos de sus antepasados. Así pues, me pagarás cuando los cristianos acepten la palabra revelada.

En aquel segundo viaje, Hernando llegó a Jarafuel tras cuatro días de viaje en los que fue sumándose a las caravanas de mercaderes o arrieros que encontraba en las ventas donde hacía noche. Aquellos caminos podían deparar desagradables encuentros con cuadrillas de bandoleros, pero también con todo tipo de gentes que los frecuentaba: infinidad de frailes y sacerdotes que se desplazaban entre conventos, titiriteros que iban de pueblo en pueblo para ofrecer sus espectáculos, extranjeros y gitanos, pícaros, y un sinfín de mendigos expulsados de las ciudades y que pedían limosna a viajeros y peregrinos.

En la tercera jornada, Hernando hizo noche en la misma Almansa. Allí debía abandonar la transitada y antigua vía romana para internarse a lo largo de cinco leguas por senderos, y quería hacerlo de día.

Al día siguiente, ya de camino, fue Estudiante el que receló y le avisó del peligro. Caminaba al paso por una vereda solitaria a lo largo del fértil valle rodeado de altas montañas; el castillo de Ayora se alzaba ante sus ojos, sobre un risco, a una legua de distancia. Sólo se oía su propio caminar en el momento en que Estudiante irguió las orejas e hizo ademán de no querer continuar. Hernando escrutó los alrededores: no se percibía movimiento alguno, pero Estudiante caminaba reacio, atento, en tensión, volviendo las orejas, tiesas, hacia uno y otro lado. El caballo parecía pedírselo, porque en el mismo momento en que decidió confiar en el instinto del animal, antes incluso de clavarle las espuelas, Estudiante dio una lanzada hacia delante y se puso a galope tendido; Hernando se tendió sobre su cuello. Sólo unos pasos más allá, de ambos lados del camino surgieron varios hombres armados, cuyos rostros ni siquiera llegó a vislumbrar. Uno de ellos se apostó desafiante en el centro de la vereda con una vieja espada en la mano. Hernando gritó y espoleó con fuerza a Estudiante. El hombre dudó, pero optó por saltar para apartarse del frenético galope del animal; pese a ello, Hernando, con la mirada clavada en la herrumbrosa espada del bandolero, quebró el galope de Estudiante justo a la altura de su atacante para lanzarle el caballo encima y así impedir que descargara el golpe de espada a su paso. Estudiante respondió con agilidad, como si de sortear las astas de un toro se tratase, y el bandido salió despedido más allá del camino. Luego reinició el galope y Hernando volvió a tumbarse sobre el cuello del caballo, para esquivar dos disparos de arcabuz. Las pelotas de plomo silbaron en el aire, muy cerca de él.

—Volador puede estar orgulloso de ti —le felicitó después, palmeando el cuello del caballo, con el castillo de Ayora ya sobre sus cabezas.

Continuó hasta Jarafuel, adonde llegó sin ningún otro incidente. Buscó al joven alfaquí y, con él, se dirigió al taller de Binilit. Dejaron a Estudiante atado en un pequeño huerto situado en la parte posterior de la casa de Munir.

—¿Has venido solo? —le preguntó el alfaquí mientras iban en dirección al taller.

—Sí. Y además he tenido un mal encuentro a la altura de Ayora…

—No lo preguntaba por eso —le interrumpió el alfaquí—, aunque buscaré a alguien que, por lo menos, te acompañe de vuelta a Almansa; yo mismo puedo hacerlo. No. Lo decía porque no sé cómo te vas a llevar tú solo todo lo que ha preparado el maestro Binilit. Ha hecho un gran trabajo.

Hernando no había previsto que una cosa era transportar papeles y otra muy diferente llevar láminas de plomo, así que en Córdoba se limitó a coger unas alforjas que había colgado de la grupa de Estudiante y atado a la parte posterior de la montura. Ya en el taller de Binilit, no pudo impedir que se le escapase un silbido de sorpresa ante el trabajo que le mostró el orfebre: habría cien o doscientas láminas… ¡Quizá más! Se trataba de medallones de plomo de casi medio palmo de diámetro en los que el maestro había cincelado los escritos proporcionados por Hernando. Estaban amontonados en pilas en una esquina del taller. ¡Era imposible transportar todo aquel volumen y peso en unas simples alforjas!

Cogió uno de los medallones al azar, el primero de una pila: El libro de los fundamentos de la Iglesia, lo había titulado Hernando en sus escritos. Sopesó el medallón de plomo en su mano y luego observó el trabajo del orfebre. ¡Magnífico! Binilit había trasladado con precisión sus letras puntiagudas a aquella pequeña lámina.

—A María no le tocó el pecado primero —sentenció el alfaquí. Hernando se volvió hacia él—. He pasado muchos días aquí —explicó—, leyendo… más bien tratando de interpretar tus escritos. Has omitido la puntuación y las vocales.

—En aquella época todavía no se utilizaban. —El alfaquí hizo ademán de intervenir, pero Hernando continuó hablando. Binilit escuchaba con atención—. Además, nuestro mensaje no debe ser directo, debe moverse en la ambigüedad. En caso contrario, los cristianos desecharían de inmediato los libros.

—Sin embargo, las referencias a María son claras —arguyó Munir.

—En ese aspecto no existe ningún problema. Los cristianos aceptarán la intervención de la Virgen sin dudarlo —afirmó, contundente, Hernando—; la figura de María es probablemente el único punto de unión entre ambas religiones que aún no ha sido mancillado. Además, en España existe un clamor para que la Iglesia, de una vez por todas, eleve a dogma de fe la concepción sin pecado de María. Los textos apoyan esa idea, así que los utilizarán. Como habrás comprobado, María se convierte en el eje central de todos los libros. Ella está en posesión del mensaje divino, que traslada a Santiago y a los demás apóstoles tras la muerte de Isa; es ella quien ordena a Santiago la evangelización de España y es ella la que le entrega un evangelio, el Libro Mudo, ilegible, que algún día saldrá a la luz, cuando los cristianos lleguen a comprender que sus papas han subvertido la palabra de Dios. Todo ello llegará a través de un rey de los árabes.

—¿Qué ganamos si los cristianos no llegan a entender el mensaje? —inquirió entonces el orfebre—. Podrían interpretarlo a su conveniencia.

—Y lo harán. No os quepa duda alguna —afirmó Hernando.

Binilit abrió las manos en dirección a las pilas de medallones, casi como si se sintiera defraudado después de tanto trabajo

—Eso es lo que nos interesa, Binilit —trató de tranquilizarle Hernando—. Si los cristianos interpretan todos estos libros a su conveniencia, se verán obligados a reconocer que tanto san Cecilio, el patrón de Granada, como su hermano, san Tesifón, eran árabes; ambos vinieron con Santiago a evangelizar España. ¡El patrón de Granada, un árabe! Por más que lo intenten, no pueden tomar unas partes de los libros como buenas y hacer caso omiso de aquellas otras que pudieran no interesarles. También tendrán que reconocer, como dice la Virgen María, que la lengua árabe es la más sublime de todas las lenguas. Para aprovecharse del contenido de los libros tendrán que pasar por reconocer esas ideas y muchas más que aparecen en ellos. Es un buen método de acercamiento entre ambos pueblos; quizá pudiéramos conseguir que se nos levantase la prohibición de hablar en nuestra lengua. Es más, si san Cecilio era árabe, ¿a qué ese odio hacia nuestro pueblo? —Munir asintió pensativo—. Muchos serán los que tendrán que volver a considerar sus escritos y opiniones. ¡Cristianos y musulmanes creemos en el mismo Dios! Eso es algo que la mayoría del pueblo llano no sabe y que sus sacerdotes le esconden, despreciando constantemente al Profeta. Pero en cualquier caso, Binilit, todo esto es sólo un paso más después de lo de la Turpiana; no es el definitivo. En el momento en que se dé a conocer el verdadero contenido del Libro Mudo, el evangelio que no ha sido tergiversado por los papas, todos esos aspectos ambiguos que se incluyen en el texto de muchos de estos libros, como por ejemplo las sucesivas profesiones de fe musulmanas y la naturaleza de Isa, deberán interpretarse conforme a nuestras creencias.

—Pero ¿cómo puede llegar a conocerse el contenido de un libro ilegible? —inquirió el platero.

—No podrá descifrarse este texto —explicó Hernando—: nos basta que sea aceptado como el evangelio de la Virgen. Si los cristianos aceptan los plomos, tendrán que aceptar también la llegada de ese rey árabe que se anuncia en ellos y que dará a conocer el verdadero evangelio, aquel que ningún Papa o evangelista ha podido falsear. Y nadie podrá sostener que lo que afirma ese evangelio está en contradicción con el contenido del Libro Mudo… Así, el círculo se cerrará: el Libro Mudo, o evangelio de la Virgen, que habrá permanecido como un enigma, encontrará la solución en ese evangelio llegado de tierras árabes. Nadie podrá cuestionar este último sin poner en tela de juicio todo lo anterior, que ya habría sido aceptado.

«Nadie podrá cuestionar entonces el evangelio de Bernabé», dijo para sus adentros.

Hernando pasó la noche en casa de Munir, donde tuvo oportunidad de rezar con un alfaquí, algo que no hacía en mucho tiempo. Luego se enfrascaron en una íntima y profunda conversación que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. En aquellas zonas perdidas del reino de Valencia se mantenían más vivas sus creencias. Los señores, pendientes sólo de los beneficios que les reportaban los moriscos, se mostraban indulgentes hacia su forma de vida, y no existía sacerdote capaz de evangelizarlos.

Por la mañana, el propio Munir y dos jóvenes moriscos lo acompañaron hasta las cercanías de Almansa, adonde llegaron cuando anochecía. Hernando se dirigió a la ciudad en busca de un mesón y compañía con la que iniciar el viaje hasta Granada; los moriscos, pese al frío del invierno, se dispusieron a pernoctar a la intemperie, escondidos, ya que no disponían de las cédulas necesarias para abandonar Jarafuel.

—Que el que guía el camino recto te acompañe y te lo revele —se despidió el alfaquí.

Tardó cuatro días en llegar a Granada. Lo hizo alternativamente acompañado de mercaderes, frailes y soldados que se dirigían a Murcia o a la ciudad de la Alhambra. En las alforjas portaba algo más de veinte medallones de plomo cuidadosamente elegidos entre los montones cincelados por Binilit. Optó por dos de los libros: Los fundamentos de la Iglesia y La esencia de Dios, además de una serie de plomos que anunciaban el martirio de varios de los discípulos de Santiago, entre ellos el de san Cecilio, escrito en el que Hernando había incluido una referencia al hallazgo de la Turpiana, ardid mediante el que trataba de otorgar al pergamino la credibilidad que algunos estudiosos seguían poniendo en entredicho.

Antes de partir, prometió al orfebre que él o sus amigos granadinos se encargarían de recoger los plomos que faltaban. A lo largo de aquellas jornadas de viaje, alardeó en público de sus trabajos para el arzobispado de Granada, mostrando la cédula que le permitía desplazarse con libertad y algunos escritos de lo que calificó como atroces crímenes de las Alpujarras y que llevaba en las alforjas, para ocultar los plomos. ¿Quién iba a atreverse a hurgar en ellas sabiendo que contenían escritos sobre los mártires de las Alpujarras?

En cualquier caso, no se separó de las alforjas, y en las ventas del camino dormía con la cabeza apoyada sobre ellas.

Perdió una jornada entera en Huéscar, población a la que llegó un sábado al anochecer. El domingo acudió a misa mayor y se entretuvo el resto de la mañana en espera de que el sacerdote le certificara el cumplimiento de sus obligaciones religiosas, documento que debería presentar al párroco de Santa María a su regreso a Córdoba. Durante la espera en la iglesia, tres frailes franciscanos descalzos, enterados por el sacerdote de que estaba de paso hacia Granada, le procuraron su compañía puesto que llevaban el mismo camino.

—Como bien comprenderéis —alegó cuando excusó su viaje con el martirologio de las Alpujarras y los franciscanos le pidieron ver los escritos—, son confidenciales. Hasta que el arzobispo no les dé su visto bueno, nadie debe leerlos.

Así pues, Hernando realizó la última parte del viaje acompañado de aquellos tres franciscanos quienes, pese al intenso frío invernal, sólo vestían un basto hábito pardusco tejido en lana burda, del color de la tierra, símbolo de humildad. En el camino, al tiempo que le mostraban una cédula especial, le explicaron que debían obtener el permiso del provincial de la orden para no ir descalzos y usar unas alpargatas abiertas en su parte superior. Durante las dos jornadas en las que caminó junto a ellos, se sorprendió de la austeridad y extrema pobreza en la que vivían los «descalzos», que aprovechaban cualquier encuentro para pedir limosna. Admiró la frugalidad de su alimentación y su estoica forma de vida, que les llevaba incluso a dormir sobre el mismo suelo.

Se despidió de los frailes a la entrada de Granada, una vez superada la puerta de Guadix, por encima del Albaicín. Desde allí, descendió por la carrera del Darro en dirección a la Plaza Nueva y a la casa de los Tiros. A su derecha quedaba la ladera en la que se alzaban los cármenes de Granada, velados por la bruma en aquel día de invierno granadino. ¿Qué habría sido de Isabel? Hacía siete años que no la veía. En los esporádicos viajes que durante ese tiempo había hecho a Granada para entrevistarse con don Pedro, Miguel de Luna o Alonso del Castillo, o para entregar algún escrito sobre los mártires, no quiso volver a insistir, respetando la negativa envuelta en lágrimas con la que ella se había despedido en su último encuentro, a la salida de la iglesia.

Azuzó a Estudiante para que avivase el paso. ¡Siete años! Sí, gozaba de la pelirroja de la mancebía, incluso de alguna otra mujer, pero jamás había llegado a olvidar la última noche que pasó junto a Isabel, cuando, los dos en el lecho, estuvieron a punto de rozar el cielo. Entre la bruma creyó ver la terraza del carmen del oidor que se abría a la ladera del Darro. Con la mirada clavada en la terraza, sintió una repentina debilidad en todo su cuerpo y apoyó sus manos sobre la cruz de Estudiante que, libre de mando, se detuvo para mordisquear el verde que nacía a la vera del camino, con las aguas del Darro corriendo a sus pies. Había trabajado duramente para su Dios, pero ¿qué tenía? Sólo recuerdos… el de Isabel, bella y sensual; el de los seres queridos que habían muerto: su madre, Hamid… Fátima y sus pequeños. Su vida se había centrado en un sueño: unir a dos religiones enfrentadas y demostrar la supremacía del Profeta. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Quién se lo agradecería? ¿La comunidad que le rechazaba? El segundo paso después de la Turpiana ya estaba dado. ¿Y ahora? ¿Y si no obtenía éxito? ¡Fátima! Los ojos negros almendrados de la muchacha revivieron en su memoria; su sonrisa; su resuelto carácter; la joya de oro colgando entre sus pechos y las noches de amor vividas junto a ella. Hernando no hizo nada por impedir que una lágrima corriese por su mejilla mientras permitía que sus recuerdos volaran hacia Francisco e Inés jugueteando en el patio de la casa de Córdoba, estudiando con Hamid, aprendiendo, riendo o mirándole en silencio, atentos y felices.

¡Necesitaba decirlo! Necesitaba oírse a sí mismo reconociendo la verdad.

—Solo. Estoy solo —murmuró entonces con la voz tomada, al tiempo que tironeaba de las riendas para que Estudiante dejase de morder el verde y emprendiese la marcha de nuevo.

Entretanto, en la casa de Córdoba, Miguel seguía reuniéndose con Rafaela todas las noches, pero las historias que le contaba ya no versaban sobre seres fantásticos, sino que tenían un único protagonista: Hernando, su señor, el apuesto dueño de la casa. Rafaela escuchaba embobada los relatos del joven tullido. Hernando había sido un héroe, había salvado a muchachas durante la guerra, había luchado y sobrevivido a numerosos peligros. Casi lloró cuando Miguel le contó las muertes de su esposa y de sus hijos a manos de unos crueles bandidos… Y él sonreía con cierta tristeza, al ver cómo aquella joven, casi sin darse cuenta, poco a poco, iba sintiéndose cautivada por el protagonista de sus relatos.