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Córdoba, 1587

Ese año la reina de Inglaterra, Isabel Tudor, «permitió» la ejecución de la de Escocia, la católica María Estuardo. Indignado, y en defensa de la fe verdadera, Felipe II dio el impulso definitivo a su idea de armar una gran flota al mando de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, con la que conquistar Inglaterra y someter a los herejes protestantes. A pesar de la intervención de sir Francis Drake, el intrépido pirata inglés que en abril capitaneó un ataque sorpresa en la bahía de Cádiz, provocando el hundimiento o el incendio de cerca de treinta y seis navíos españoles, y que se mantuvo por la zona interceptando numerosas barcazas y carabelas que transportaban material para la flota del rey español, Felipe II siguió adelante con su proyecto.

La Grande y Felicísima Armada que por designio de Dios, al decir de su embajador en París, debía dirigir el rey Felipe contra los herejes, exacerbó también la religiosidad del pueblo y de la nobleza española, siempre ávida por vencer en nombre de Dios a unos ancestrales enemigos como los ingleses, que además resultaban ser los aliados de los luteranos de los Países Bajos en su guerra contra España. Don Alfonso de Córdoba y su primogénito, que ya contaba veinte años, se prepararon para embarcar junto al marqués de Santa Cruz en la nueva cruzada.

Pero al mismo tiempo que los preparativos para la guerra con Inglaterra, llegaron noticias preocupantes para los moriscos. Desde la junta celebrada en Portugal seis años antes, en la que Felipe II había estudiado la posibilidad de embarcarlos a todos y hundirlos en alta mar, se redactaron varios memoriales que aconsejaban la detención de los moriscos y su posterior envío a galeras. Y en ese año de preparativos bélicos se alzó una de las voces más autorizadas del reino de Valencia, la del obispo de Segorbe, don Martín de Salvatierra, quien, apoyado por algunos personajes de igual parecer, dirigió un memorial al consejo en el que proponía lo que a su entender constituía la única solución: la castración de todos los varones moriscos, ya fueran adultos o niños.

Hernando sintió un escalofrío al tiempo que notaba cómo se le encogían los testículos. Acababa de leer la carta remitida por Alonso del Castillo desde El Escorial, en la que éste le comunicaba el contenido del informe del obispo Salvatierra.

—¡Perros cornudos! —masculló en el silencio y la soledad de la biblioteca del palacio del duque.

¿Serían capaces algún día los cristianos de llevar a cabo tan horrendo acto? «Sí. ¿Por qué no?», se contestaba Castillo en la carta ante esa misma pregunta. Hacía tan sólo quince años que el propio Felipe II, instigador de revueltas y protector de la causa católica en Francia, había reaccionado con entusiasmo al saber de la matanza de la noche de San Bartolomé, en la que los católicos aniquilaron a más de treinta mil hugonotes. Si en un conflicto religioso entre cristianos, aducía el traductor en su carta, el rey Felipe era capaz de mostrar públicamente su alegría y satisfacción por la ejecución de miles de personas —quizá no católicas, pero cristianas al fin y al cabo—, ¿qué misericordia podría esperarse de él si los condenados no eran más que un hatajo de moros? ¿Acaso no había considerado el monarca español la posibilidad de ahogarlos a todos en alta mar? ¿Movería un solo dedo el Rey Católico si el pueblo se levantaba y, siguiendo los consejos de ese memorial, se lanzaba a castrar a todos los varones moriscos?

Releyó la carta antes de arrugarla con violencia. Luego la destruyó tal y como hacía con todas las comunicaciones que recibía del traductor. ¡Castrarlos! ¿Qué locura era aquélla? ¿Cómo un obispo, adalid de aquella religión que ellos mismos tildaban de clemente y piadosa, podía aconsejar esa barbaridad? De repente, su trabajo para Luna y Castillo se le mostró de todo punto intrascendente; los sucesos se les adelantaban a un ritmo vertiginoso, y para cuando Luna hubiera puesto fin a su panegírico acerca de los conquistadores musulmanes, hubiera obtenido la licencia necesaria para su publicación, y por fin el texto llegara a ojos de los cristianos, ya los habrían exterminado de una forma u otra. ¿Y si Abbas y los otros moriscos que eran partidarios de una revuelta armada pudieran llegar a tener razón?

Se levantó del escritorio y paseó por la biblioteca, arriba y abajo, ofuscado, retorciéndose las manos, mascullando improperios. Le hubiera gustado poder comentar esas noticias con Arbasia, pero el maestro había abandonado Córdoba hacía ya unos meses para pintar en el palacio del Viso, contratado por don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Había dejado tras de sí una majestuosa capilla del Sagrario en la que destacaba la para él enigmática figura que se apoyaba en Jesucristo durante la Santa Cena.

—Lucha por tu causa, Hernando —recordaba que le animó, ya montado en una mula, de la mano de un arriero.

¿Cómo luchar contra la propuesta de castrarlos?

—¡Perros hipócritas! —gritó en el silencio de la biblioteca.

¡Hipócrita! Así había descrito Arbasia al propio rey Felipe en uno de sus encuentros. «Vuestro piadoso rey no es más que un hipócrita», le dijo sin ambages.

—Poca gente sabe —le contó después— que el rey Felipe está en posesión de una serie de cuadros eróticos que encargó en persona al gran maestro Tiziano. Tuve oportunidad de ver uno de ellos en Venecia, una obra de arte en la que Venus, desnuda, se aferra lascivamente a Adonis. Son varios los cuadros que pintó para el monarca cristiano, con diosas desnudas en diferentes posturas. «Para que le resulten más agradables a la vista», le escribió el maestro a tu rey. Nunca una mujer cristiana osaría lanzarse sobre su esposo tal cual lo hace la Venus de Tiziano. —Por unos instantes, Hernando dejó vagar sus recuerdos hacia Isabel—. ¿Qué piensas? —le preguntó el pintor al verlo pensativo.

—En las mujeres cristianas —trató de excusarse—. En su situación…

—Vosotros no tenéis en mayor consideración a las mujeres. Sólo son vuestras prisioneras, incapaces de hacer nada por sí mismas, ¿no es eso lo que dijo vuestro Profeta?

Hernando asintió en silencio.

—Sí —reiteró tras pensar en ello—, ambas religiones las han apartado. En eso nos parecemos. Tanto es así, que hasta en la Virgen María convenimos: cristianos y musulmanes creemos en ella en forma similar. Pero es como si el hecho de coincidir en una mujer, aunque sea la madre de Jesús, careciera de importancia…

Hernando detuvo su pesaroso deambular por la biblioteca de palacio al recuerdo de la conversación sostenida con Arbasia. ¡La Virgen María! Aquél era, verdaderamente, un punto de unión entre cristianos y musulmanes. ¿Para qué empeñarse en demostrar la benevolencia de los conquistadores árabes para con los cristianos, como pretendía Luna, si disponían de un elemento de entronque indiscutible para ambas comunidades? ¿Qué mejor argumento que ése? ¡Hasta el evangelio de Bernabé coincidía con la versión que presentaban aquéllos manipulados por los papas y que los cristianos defendían como verdaderos! ¿Por qué no iniciar ese camino de unión que permitiera la convivencia entre las dos religiones a través de la única persona en la que todos parecían estar de acuerdo? España entera vivía una época de devoción mariana rayana en el fanatismo; eran constantes las exigencias a Roma para que declarase dogma de fe la concepción inmaculada de María. Ni siquiera Dios, el mismo para ambas religiones, el Dios de Abraham, podía llegar a suscitar la misma unanimidad: los cristianos lo habían desvirtuado con su doctrina de la Santísima Trinidad.

Durante algunos días no pudo concentrarse en sus labores. Ya había mandado a Granada su memorial sobre las matanzas de Juviles y, para su sorpresa, puesto que creía que tras leerlo renunciarían a su colaboración, el cabildo le solicitó información acerca de los sucesos de Cuxurio, donde Ubaid había arrancado el corazón de Gonzalico. ¿Cómo iba a excusar aquella carnicería? Allí ningún caudillo morisco había detenido las matanzas. Dejó de lado la transcripción del evangelio de Bernabé y los escritos para Luna y se empeñó en la caligrafía. Había conseguido unas buenas cañas con las que fabricar cálamos con la punta ligeramente inclinada hacia la derecha, como recomendaba Ibn Muqla; sin embargo, le costaba encontrar el punto exacto en que debía tallar esa curvatura, y por las mañanas, mientras Volador ramoneaba en las dehesas, él se apoyaba en un árbol y empezaba a cortar las puntas de las cañas que después probaría en la biblioteca.

Pero la caligrafía ya no lograba aplacar su ansiedad. No se hallaba en la disposición de ánimo necesaria para encontrarse con Dios a través de los dibujos. Después del día en que creyó haber encontrado la solución a través de Maryam, las dudas le asaltaron. ¿Cómo hacerlo? ¿Tenía razón? ¿Cómo presentarlo a los cristianos para que tuviese el eco necesario? ¿Cómo podía, él solo, afrontar tal proyecto?

Sin embargo, la realidad estaba ahí. Desde el día en que fuera al garito de Pablo Coca siguiendo al camarero, quien cumplió con su palabra y acudió al establecimiento del maestro tejedor tras las explicaciones que Hernando le proporcionó acerca de las tretas que utilizaban los fulleros para marcar los naipes —tiznándolos, con diminutas marcas sobre ellos, o con naipes de unas medidas diferentes, imperceptibles, a las del resto del mazo—, Hernando había vuelto en varias ocasiones a jugar; algunas lo hizo solo, otras acompañado por el camarero. Sabía que estaba incumpliendo el mandato que prohíbe el juego, pero ¿cuántos mandamientos más se veía obligado a incumplir en aquellas tierras?

Una noche trataba de ajustar las medidas de las letras a un alif previamente dibujado. Rodeó la primera letra del alifato árabe con una circunferencia en la que el alif era su diámetro, y se ejercitó en trazar las demás conforme al canon que marcaba aquella circunferencia. No llevaba ni media hora de ejercicio cuando comprobó que por más que se esforzase, no conseguía que la ba, horizontal y curvada, se circunscribiese a las medidas de aquella circunferencia ideal ni a la posición que debía ocupar en el plano con respecto al alif.

Rompió los papeles, se levantó y decidió ir a jugar al garito de Coca pese a que le tocaba perder. Llevaba dos noches perdiendo y aun así, Pablo le anunció que todavía debería hacerlo otra más.

—No puedes ganar siempre —le había advertido—. Es posible que nadie reconozca nuestra flor, pero todos pensarían que algo extraño sucede si siempre ganas y no tardarían en asociarte conmigo. Por más que me mueva de una tabla a otra, saben que eres mi amigo. Deja que corran los dineros.

A partir de ahí, Pablo le marcaba los días en que obtendría beneficio, ganancias que por otra parte siempre eran muy superiores a la suma de las pérdidas acumuladas. Con todo, Hernando se distraía en la casa de tablaje. Por más que hubiera aprendido, jugaba como un verdadero palomo y apostaba sin sentido salvo en el momento en el que el lóbulo de la oreja del coimero se movía. Además, cuando salía de la tabla, aprovechaba para visitar la mancebía, donde disfrutaba con una joven pelirroja de cuerpo exuberante y actitud lujuriosa. Antes de abandonar el palacio preguntó por el camarero, ya que le gustaba tenerlo a su lado el día en que le tocaba perder; así al menos podía charlar con alguien conocido. El duque se hallaba fuera, en la corte, preparando la invasión de Inglaterra y José Caro acudió presuroso.

—No pareces de buen humor —comentó el camarero al cabo de un rato de caminar en silencio.

—Lo siento —se excusó Hernando.

Sus pasos resonaban en las desiertas callejuelas del barrio de Santo Domingo. Andaban con energía, el camarero permitiendo que los eslabones y la vaina de su daga entrechocasen y tintineasen, para advertir a quienes pudieran estar embozados en la oscuridad de las noches cordobesas que se trataba de dos hombres fuertes y armados. Hernando llevaba un simple puñal escondido en su marlota, violando la prohibición para los moriscos de portar armas.

Ciertamente no estaba de buen humor. La idea de utilizar a la Virgen María para acercar a las dos comunidades seguía rondándole por la cabeza, pero todavía ignoraba cómo desarrollarla y no tenía con quién comentarla. Uno de los muchos altares que iluminaban Córdoba en la noche asomó al final de la calle por la que transitaban. Si durante el día la multitud de retablos, hornacinas e imágenes de las calles de la ciudad atraían los rezos y súplicas de los devotos cristianos, por la noche se erigían en verdaderos fanales que parecían indicar algún camino más allá de la oscuridad reinante. Se trataba de un retablo en la fachada de una casa, con velas encendidas, flores y una serie de exvotos a sus pies. Hernando se detuvo frente a la pintura: la Virgen del Carmen.

—Virgen santísima —murmuró José Caro.

—A ella no le tocó el pecado —susurró Hernando repitiendo inconscientemente las palabras del Profeta contenidas en los hadices.

—Así es —afirmó el camarero mientras se santiguaba—: pura y limpia, sin pecado concebida.

Continuaron su camino, Hernando absorto en sus pensamientos. ¿Acaso aquel cristiano podía llegar a imaginar que su afirmación sobre la Inmaculada Concepción no procedía sino de la Suna, la recopilación de dichos del Profeta? ¿Qué pensaría aquel hombre si le explicase que el reconocimiento como dogma de la Inmaculada Concepción por el que tanto luchaban los cristianos ya se hallaba contenido en el Corán? ¿Qué pensaría el camarero si le dijese que fue el Profeta quien sostuvo que a la Virgen nunca le tocó el pecado? ¿Qué pensaría ante la consideración en que el Profeta tenía a Maryam? «Tú serás la señora de las mujeres del paraíso… —anunció Muhammad a su hija Fátima cuando vio que la hora de su muerte estaba cerca—, después de Maryam.»

Hernando aligeró el paso. ¡Aquél era el camino que debían seguir para acercar las religiones y obtener el respeto que pretendían don Pedro y sus amigos para los moriscos! ¡Tenía que conseguirlo!

Obsesionado por esa idea, tuvo conocimiento de que ese mismo año de 1587 se había descubierto otra conjura entre moriscos de Sevilla, Córdoba y Écija, que querían aprovechar la carencia de defensas de la capital para hacerse con la ciudad hispalense durante la noche de San Pedro. Los cabecillas fueron ejecutados de forma sumaria; Abbas no se hallaba entre ellos, pero varios vecinos de Córdoba corrieron esa suerte. ¡Las armas! Jamás conseguirían con las armas otra cosa que no fuera soliviantar aún más a los cristianos y a su rey, pensó. ¡Querían castrarlos! ¿Acaso no se daba cuenta de ello la comunidad morisca y los ancianos y sabios que la dirigían?

Hernando por fin había pergeñado un plan: los granadinos buscaban mártires y reliquias, los necesitaban para hacer de su ciudad cuna de la cristiandad y compararse a los grandes centros de peregrinación de España: Toledo, Santiago de Compostela, Sevilla… ¿Por qué no proporcionárselos? Así se lo propuso a Castillo en una larga misiva.

Creemos en el mismo Dios, el de Abraham —escribió—. Para nosotros, su Jesucristo es el Mesías, la Palabra de Dios y el Espíritu de Dios, así lo afirma el Corán muchas veces. ¡Isa es el Enviado!, lo dijo Muhammad, la salvación sea con Él. ¿Saben eso los cristianos? Nos juzgan como simples perros, como si fuésemos mulas ignorantes; ninguno de ellos se ha preocupado por conocer cuáles son nuestras verdaderas creencias y los polemistas, nuestros o suyos, con sus escritos y discusiones, profundizan más en todo aquello que nos separa que en lo que pudiera llegar a unirnos. Todos sabemos que trescientos años después de su muerte, la naturaleza divina de Jesús fue adulterada por los papas. Él, Isa, nunca se llamó Dios o Hijo de Dios, nunca defendió más que la existencia de un Dios, solo y único, como hacemos nosotros. Pero si la naturaleza divina de Jesús fue falseada por los papaces, no sucedió lo mismo con la de su madre. Quizá el hecho de que fuera mujer la relegó a un segundo plano y no se preocuparon de ella; aún hoy los papas, pese al clamor del pueblo, se resisten a elevar a dogma de fe la Inmaculada Concepción. Es, pues, en María donde nuestras dos religiones continúan coincidiendo, y quizá sea a través de María como podamos acercar a nuestras dos comunidades. Las polémicas sobre la Virgen giran en torno a su genealogía, no en cuanto a su consideración. Si el pueblo y sus sacerdotes, esos mismos que hoy nos consideran unos perros herejes, entienden que veneramos a la madre de Dios igual que ellos, quizá se replanteen sus posturas. La devoción mariana se halla a flor de piel en el pueblo llano; ¡no pueden odiar a quienes comparten con ellos esos sentimientos! Quizá sea ése el principio de entendimiento que con tanto ahínco buscamos.

Luego, Hernando desveló a Castillo, como si lo hubiera hallado entonces, la existencia de la copia del evangelio de Bernabé.

Con toda seguridad, un documento como el evangelio sería inmediatamente tachado de apócrifo, hereje y contrario a los principios de la Santa Madre Iglesia si viera la luz sin una previa estrategia. Empecemos a convencer a los cristianos de cuáles son nuestras creencias y cuál es la realidad; preparémosles para su conocimiento y algún día podremos mostrarlo para, por lo menos, sembrar en ellos la duda y conseguir un trato más benevolente y misericordioso.

El traductor real no tardó en contestarle. Una mañana, un arriero venido especialmente de El Escorial le salió al paso a las afueras de Córdoba y le entregó una carta. Hernando galopó hasta las dehesas, buscó un lugar escondido, desmontó y se enfrascó en la contestación de Castillo.

En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso, el que indica el camino recto. Muchos de nuestros hermanos, por contrariar a los cristianos, han olvidado cuanto dices en tu carta. Pero tienes razón: con la ayuda de Dios, éste puede ser un buen camino para intentar acercarnos los unos a los otros y que la paz reine entre los dos pueblos. Espero con ansiedad poder leer ese evangelio del que me hablas. En el decreto gelasiano del siglo sobre «libros aprobados y no aprobados», la Iglesia ya hace referencia, calificándolo de apócrifo, a un evangelio de san Bernabé. Estoy contigo en que el conocimiento de ese texto, sin una previa preparación, no nos llevaría a ningún sitio. Granada es el lugar. Empieza en ella. Proporciónales pruebas de esa tradición cristiana que tan desesperadamente buscan y aprovecha entonces para sembrar todo aquello que un día pueda llevarlos a la Verdad. La Virgen, cierto, pero acuérdate también de san Cecilio. San Cecilio fue el primer obispo de Granada, supuestamente martirizado en época del emperador Nerón. San Cecilio y su hermano, san Tesifón, eran árabes. Utiliza por lo tanto nuestra lengua divina; que los cristianos encuentren su pasado a través de la lengua universal, pero hazlo ambiguamente, en forma tal que tus escritos se presten a diversas interpretaciones. Recuerda que ya en los primeros tiempos no se utilizaban vocales, ni signos diacríticos, en la escritura. Cuando estés preparado, mándame aviso. La paz sea contigo y que Dios te guíe.

Rompió la carta y montó sobre Volador. El cielo amenazaba tormenta. ¿Cómo hacerlo? A lo largo de su vida había engañado a mucha gente. Siendo muchacho, haciéndose con dineros para trocar a Fátima por una mula e incluso ahora, apostando en el momento en que Pablo movía la oreja… Pero engañar a todo un reino, ¡a la Iglesia católica! Una lluvia fresca empezó a caer con insistencia. Hernando continuó al paso, imaginándose que iniciaba una gran partida él solo. Una partida que debería jugar con inteligencia; no se trataba de los naipes y sus fullerías. ¡Ajedrez! Una gran partida de ajedrez: él a un lado de la mesa; la cristiandad entera al otro.

Esa noche excusó su presencia en palacio. Necesitaba estar solo. El huerto de la mezquita continuaba igual: centenares de sambenitos, con los nombres de los penados escritos en ellos, colgando de las paredes del claustro que rodeaba el patio; algunos de los delincuentes acogidos a sagrado vagabundeaban por el recinto ajenos a la lluvia; otros trataban de refugiarse. Hernando pensó en qué habría sido de sus compañeros de asilo. También había sacerdotes, decenas de ellos, jóvenes y ancianos, entre la multitud de feligreses: muchos corrían para escapar del insistente aguacero. Entró en la catedral y al pasar junto a la reja de la capilla de San Bernabé, se detuvo un instante. Se agachó, como si se le hubiera caído algo: las llaves de la capilla permanecían escondidas en el mismo lugar en que las dejó, atadas bajo la reja. ¡San Bernabé!, murmuró Hernando. ¡Su evangelio! ¿Qué más señal necesitaba? Las cogió mientras se preguntaba si habrían cambiado la cerradura. No lo sabría hasta que intentara abrirla, después de que los porteros hubieran cerrado la catedral. La examinó de camino al sagrario. ¿Era la misma cerradura? De momento debía dejar pasar el tiempo; lo hizo extasiado en las pinturas de Arbasia en el nuevo sagrario y en la figura que acompañaba a Jesucristo en la Santa Cena. ¿Por qué?, se preguntó por enésima vez.

Las llaves abrieron la capilla de San Bernabé, y él se deslizó en el armario. Se introdujo como pudo, pues estaba lleno, y amontonó a sus pies los ornamentos para oficiar la misa. Luego esperó.

De madrugada, con la catedral aún vacía y los vigilantes apostados en la alejada capilla del Punto, la tormenta descargó sobre Córdoba y los relámpagos iluminaron fugazmente, una y otra vez, la figura de un hombre postrado frente al mihrab de la más maravillosa de las mezquitas del mundo. Un hombre cuya mente estaba absorta en un proyecto que, tal vez, conseguiría por fin el acercamiento de ambas religiones.