Al fin, Hernando cedió ante la insistencia de don Sancho y acudió a la casa de los Tiros, donde los Granada Venegas celebraban sus tertulias. Al atardecer de un día de junio, ambos montaron a caballo y descendieron desde el Albaicín hasta el Realejo, el antiguo barrio judío del que se apoderaron los Reyes Católicos tras la toma de Granada y la expulsión de los judíos, y que se extendía en la margen izquierda del río Darro, bajo la Alhambra. La casa de los Tiros se emplazaba frente al convento de los franciscanos y su iglesia junto a otra serie de palacios y casas nobles construidos en los solares de la derruida judería.
A lo largo del trayecto, Hernando hizo caso omiso a la conversación que le procuraba el complacido hidalgo. Durante los días anteriores había intentado cumplir con su promesa al notario del cabildo catedralicio y escribir un informe acerca de los sucesos de Juviles durante la sublevación, pero no sólo no encontró las palabras para excusar los monstruosos desafueros de sus hermanos, sino que en cuanto trataba de concentrarse, sus pensamientos volaban hacia Isabel y se confundían con los recuerdos del día en que su madre acuchilló a don Martín.
—No me gusta verlos morir —recordaba haberle dicho a Hamid ante la fila de cristianos desnudos y atados que se dirigían al campo—. ¿Por qué hay que matarlos?
—A mí tampoco —le había contestado el alfaquí—, pero tenemos que hacerlo. A nosotros nos obligaron a hacernos cristianos so pena de destierro, otra forma de morir, lejos de tu tierra y tu familia. Ellos no han querido reconocer al único Dios; no han aprovechado la oportunidad que se les ha brindado. Han elegido la muerte.
¿Cómo iba a trasladar las palabras de Hamid en un informe al arzobispado? Y en cuanto a Isabel, ésta parecía haberse sobrepuesto a la vergüenza con la que abandonó el dormitorio tras su único encuentro, y se movía por el carmen con fingida soltura. No obstante, la duda le asaltaba al toparse con la mirada de ella: unas veces se la sostenía un instante de más, otras la escondía con celeridad. Quien nunca la escondía era la joven camarera de Isabel, que incluso se permitió sonreírle con cierto aire de picardía; debía de haber sido ella quien recogió las ropas de su señora.
La misma mañana en que debía acudir a la tertulia volvió a encontrarse con Isabel en la terraza y el deseo mutuo afloró en el incómodo silencio que se produjo entre la pareja. Pero Hernando, pese a la pasión que sentía, no quiso repetir una experiencia que no había logrado más que satisfacer su lado más instintivo, sin procurarle el gozo que esperaba.
—Debes aprender a disfrutar de tu cuerpo —le susurró, notando cómo ella se estremecía al oír esas palabras.
Isabel enrojeció, pero calló y se dejó llevar por segunda vez al interior del dormitorio de Hernando.
Él quiso hablarle de que se podía encontrar a Dios a través del placer, pero se limitó a proporcionárselo tratando de no asustarla en el momento en que ella se ponía en tensión y reprimía los jadeos de satisfacción. Isabel se dejó acariciar los pechos, sin llegar a descubrirlos, de espaldas a él, erguida, mordiéndose el labio inferior ante los pellizcos en sus erectos pezones, pero escapó como alma que lleva el diablo, volviendo a abandonar sus ropas, cuando Hernando deslizó una mano hasta su entrepierna.
—Hemos llegado —le sobresaltó el hidalgo interrumpiendo sus pensamientos.
Hernando se encontró frente a un torreón cuadrado coronado por almenas, en cuya fachada se abrían dos balcones y en la que a diversos niveles se adosaban cinco esculturas de cuerpo entero de personajes de la antigüedad. Tras el torreón que daba a la calle se extendía un edificio noble, con numerosos salones distribuidos en varios pisos alrededor de un patio con seis columnas de capiteles nazaríes y un jardín en el extremo opuesto. Después de dejar sus caballos en manos de los criados y acceder al palacio, fueron guiados por un portero a través de unas estrechas escaleras que llegaban al segundo piso, donde había un gran salón.
—A este salón se le conoce como la «Cuadra Dorada» —susurró don Sancho mientras el criado abría unas puertas en cuyas hojas se mostraban bustos laureados.
Nada más acceder a la estancia, Hernando entendió el porqué del nombre: la sala estaba inundada por unos reflejos dorados provenientes del magnífico artesonado del techo, en verde y oro, donde aparecían tallados personajes masculinos.
—Bienvenidos. —Don Pedro de Granada se separó de un grupo de hombres con los que charlaba y le tendió la mano a Hernando—. Nos presentaron en la fiesta que el oidor don Ponce ofreció en vuestro honor, pero no pudimos cruzar más que un corto saludo. Sed bienvenido a mi casa.
Hernando aceptó la mano del noble, que se la mantuvo presionada más tiempo del que era necesario. Aprovechó para fijarse en él —delgado, de frente ancha y despejada, cuidada barba negra y expresión inteligente—, y se esforzó por no exteriorizar los prejuicios con los que acudía a la cita: don Pedro y sus antecesores habían renunciado a la verdadera religión y colaborado con los cristianos.
Después de saludar al hidalgo, el señor de Campotéjar fue presentándoles a las demás personas que se hallaban en la Cuadra Dorada: Luis Barahona de Soto, médico y poeta; Joan de Faría, abogado y relator de la Chancillería; Gonzalo Mateo de Berrío, poeta, y otras cuantas personas más. Hernando se sentía incómodo. ¿Por qué habría cedido a la insistencia de don Sancho? ¿De qué podía hablar él con todos aquellos desconocidos? En una de las esquinas del salón se hallaban dos hombres que departían con sendas copas de vino en la mano. Don Pedro los llevó hasta ellos.
—Don Miguel de Luna, médico y traductor —presentó al primero.
Hernando le saludó.
—Don Alonso del Castillo —dijo su anfitrión refiriéndose al otro hombre, elegantemente vestido—, también médico, y también traductor oficial del árabe al servicio de la Inquisición de Granada, y ahora del rey Felipe II.
Don Alonso le ofreció la mano con la mirada clavada en sus ojos. Hernando aguantó el envite y la apretó.
—Deseaba conoceros. —Hernando dio un respingo. El traductor le hablaba en árabe al tiempo que aumentaba sensiblemente la presión sobre su mano—. He oído de vuestras hazañas en las Alpujarras.
—No hay que concederles mayor importancia —contestó Hernando en castellano. ¡Otra vez la liberación de cristianos!—. Don Sancho, de Córdoba —continuó, haciendo un gesto hacia el hidalgo y liberándose de la mano del traductor.
—Primo de don Alfonso de Córdoba, duque de Monterreal —se jactó don Sancho igual que venía haciendo con cuantos saludaba.
—Don Sancho —terció Pedro de Granada—, creo que todavía no os he presentado al marqués. —El hidalgo se irguió ante la mera mención del título—. Venid conmigo.
Hernando hizo ademán de seguir a los dos hombres, pero Castillo le agarró del antebrazo y le retuvo. Miguel de Luna le rodeó también, y los tres quedaron en grupo en la esquina de la Cuadra Dorada.
—He oído también —apuntó el traductor, esta vez en castellano— que colaboráis con el obispado en la investigación del martirologio de las Alpujarras.
—Así es.
—Y que trabajabais en las caballerizas reales de Córdoba —añadió en esta ocasión Miguel de Luna.
Hernando frunció el ceño.
—También es cierto —admitió con cierta brusquedad.
—En Córdoba —agregó el primero sin prestar importancia a la actitud de Hernando, manteniéndolo todavía agarrado del brazo—, auxiliasteis en la catedral, como traductor…
—Señores —le interrumpió Hernando al tiempo que se soltaba—, ¿acaso me habéis invitado para someterme a un interrogatorio?
Ninguno de los dos hombres se inmutó.
—Allí en la catedral de Córdoba, en la biblioteca —continuó hablando don Alonso, al tiempo que volvía a agarrar suavemente a Hernando, como si no quisiera darle la oportunidad de escapar—, trabajaba un sacerdote…, don Julián.
Hernando torció el gesto y se zafó una vez más del contacto del traductor. Los tres permanecieron en silencio unos instantes, sondeándose, hasta que Miguel de Luna tomó la palabra.
—Sabemos de don Julián, el bibliotecario del cabildo catedralicio de Córdoba.
Hernando titubeó y se movió, inquieto. En el resto del salón, la gente charlaba animadamente en grupo, algunos en pie, otros sentados en lujosos sillones alrededor de mesas bajas de marquetería surtidas de vino y dulces.
—Mirad —intervino Castillo—, Miguel y yo, al igual que don Pedro de Granada, descendemos de musulmanes. Después de la guerra de las Alpujarras, en la que trabajé como traductor para el marqués de Mondéjar primero y después para el príncipe don Juan de Austria, fui llamado por el rey Felipe para ocuparme de los libros y manuscritos árabes de la biblioteca del monasterio de El Escorial: debía traducirlos, catalogarlos… Otra de las funciones que me encomendó el rey fue la de buscar y adquirir nuevos libros en árabe. Hallé algunos en tierras de Córdoba, un par de ejemplares del Corán que no resultaron interesantes para la biblioteca real y algunas copias de jofores y de calendarios lunares.
El traductor detuvo su discurso. Hernando ya no pugnaba por librarse de su mano y Castillo le permitió pensar. ¿Qué pretendían aquellos dos renegados? ¡Todos colaboraban con los cristianos! Sus padres fueron quienes entregaron Granada a los Reyes Católicos y no les dolían prendas por reconocer que ellos mismos estuvieron en el bando cristiano en la guerra de las Alpujarras. Eran nobles, eruditos, médicos o poetas entregados a la evangelización, igual que don Pedro de Granada. ¡Castillo trabajaba para la Inquisición! ¿Y si aquella invitación no era más que un ardid para desenmascararle?
—Finalmente no los compré. —La repentina afirmación del traductor puso en guardia a Hernando—. Estaban escritos en papel basto y actual e interlineados en aljamiado, como si…
—¿Por qué me contáis todo eso? —le interrumpió Hernando.
—¿Qué es lo que le contáis a mi invitado?
Hernando se volvió y se encontró cara a cara con don Pedro de Granada.
—Le estábamos hablando acerca del trabajo de Alonso en la biblioteca del rey —explicó Luna—, y de que conocíamos a don Julián, el bibliotecario de la catedral de Córdoba.
—Buen hombre —afirmó el noble—. Una persona volcada en la defensa de la religión…
El señor de Campotéjar dejó flotar en el aire sus últimas palabras. Hernando sintió sobre sí la atención de los tres. ¿Qué quería decir? Don Julián, el bibliotecario, era un musulmán escondido bajo los hábitos de un sacerdote.
—Sí —mintió—. Era un buen cristiano.
Don Pedro, Luna y Castillo intercambiaron miradas. El noble asintió con la cabeza a Castillo, como si le autorizase. El traductor comprobó que nadie podía escucharles antes de hablar.
—Don Julián me contó que erais vos quien copiaba los ejemplares del Corán —le espetó entonces con seriedad—, para distribuirlos por Córdoba…
—Yo no… —empezó a negar Hernando.
—Me contó también —añadió, al tiempo que aumentaba la presión sobre su antebrazo— que gozabais de la confianza del consejo de ancianos junto a Karim, Jalil y… ¿cómo se llamaba? Sí: Hamid, el alfaquí de Juviles.
Hernando se encontraba rodeado por los tres hombres, sin saber qué hacer, qué decir o adónde mirar.
—Hamid —terció entonces don Pedro— era descendiente de la dinastía nazarí. Teníamos cierto parentesco. Su familia eligió otro camino: el destierro a las Alpujarras junto a Boabdil, pero tampoco quisieron huir a Berbería cuando el Rey Chico lo hizo.
Hernando tiró del antebrazo para librarse definitivamente de Castillo.
—Señores —empezó a decir haciendo ademán de abandonar el grupo—, no entiendo qué es lo que pretendéis, pero…
—Escuchad —le interrumpió bruscamente Castillo al tiempo que se apartaba para franquearle el paso, como si ya no pretendiera obligarle a permanecer con ellos—, ¿acaso creéis que don Julián, el bibliotecario, hubiera sido capaz de traicionaros y contarle a unos simples renegados como ahora mismo pensáis que somos todo lo que os hemos revelado?
Hernando se detuvo en seco. ¿Don Julián? Mil recuerdos acudieron a su mente en un fogonazo. ¡Jamás lo hubiera hecho! Antes hubiera dejado que lo torturasen, igual que Karim. ¡Ni la Inquisición consiguió que el anciano les proporcionase el nombre que pretendían y que no era otro que el suyo: Hernando Ruiz, de Juviles! Los verdaderos musulmanes no se denunciaban unos a otros.
—Pensadlo —escuchó que le decía Luna.
—Sé muchas más cosas de vos —insistió Castillo—. Don Julián os tenía en alta estima y en la mayor consideración.
¿Por qué había tenido que contarles nada el sacerdote?, continuaba preguntándose Hernando. Pero si lo hizo, eso sólo podía significar que aquellos tres hombres luchaban por la misma causa que él. Sin embargo, ¿luchaba él ya por algo? Hasta su propia madre acababa de repudiarle.
—Ya no tengo nada que ver con todo aquello —afirmó con voz tenue—. La comunidad de Córdoba me ha dado la espalda al enterarse de la ayuda que presté a los cristianos durante la guerra…
—Todos jugamos esas cartas —le interrumpió don Pedro de Granada—. Yo, el primero. Mirad —añadió señalando un gran arcón que estaba detrás de Miguel de Luna, que se apartó para permitir la visión—. ¿Veis el escudo de armas? Ése es el escudo de los Granada Venegas; esas mismas armas han estado del lado de los reyes cristianos en las guerras contra nuestro pueblo, pero ¿distinguís su emblema?
—Lagaleblila —leyó Hernando en voz alta—. ¿Qué quiere decir…?
Él mismo se interrumpió al desentrañar el significado: Wa la galib illa Allah. ¡No hay vencedor sino Dios! El lema de la dinastía nazarí; el lema que se repetía por toda la Alhambra en honor y glorificación del único Dios: Alá.
—A nosotros no nos interesan los consejos de ancianos de las comunidades moriscas —adujo entonces Castillo—. De una u otra forma, todos apuestan por la confrontación armada si no por la conversión verdadera; todos esperan la ayuda del turco, de los berberiscos o de los franceses. Creemos que no es ésa la solución. Nadie acudirá en nuestra ayuda y si lo hicieran, si alguien se decidiese a ello, los cristianos nos aniquilarían; los moriscos seríamos los primeros en caer. Mientras tanto, y debido a esas actitudes, la convivencia degenera y se va haciendo más difícil cada día. Los moriscos valencianos y los aragoneses son levantiscos y en cuanto a los granadinos… ¡no son más que un pueblo sin tierra! Hace seis meses fueron expulsados de nuevo de Granada cerca de cuatro mil quinientos moriscos que habían retornado subrepticiamente al que fuera su hogar. Ya son muchas las voces que se alzan exigiendo la expulsión de España de todos los moriscos, o la adopción de medidas mucho más crueles y sanguinarias. Si continuamos así…
—¿Y qué? —le interrumpió Hernando—. Soy consciente de que carecemos de oportunidades en un enfrentamiento armado contra los españoles y de que, salvo un milagro, nadie va a acudir en nuestra ayuda, pero en ese caso sólo nos resta la conversión que pretenden los cristianos.
—¡No! —afirmó con contundencia Castillo—. Existe otra posibilidad.
—¡Debemos volver a Córdoba!
Don Sancho irrumpió en el escritorio donde Hernando, por enésima vez, trataba de explicar los sucesos ocurridos en Juviles durante el levantamiento. Unos días atrás, después de releer lo escrito, desechó y rompió los legajos. Alzó la vista de un papel que seguía en blanco desde que se había sentado detrás de la escribanía, hacía ya más de una hora, y vio al hidalgo caminando hacia él con el rostro desencajado.
—¿Por qué? ¿Qué sucede? —se preocupó.
—¿Qué sucede? —gritó don Sancho—. ¡Dímelo tú! Estás en boca de la servidumbre de la casa. ¡Has mancillado el honor de un oidor de la Real Chancillería de Granada! Si don Ponce se enterase… ¿Cómo has osado? El rumor podría extenderse por la ciudad. ¡No quiero ni pensarlo! ¡Un juez! —Don Sancho se revolvió el escaso cabello cano que le cubría la cabeza—. Debemos irnos de aquí, volver a Córdoba ahora mismo.
—¿Qué es lo que se cuenta? —preguntó Hernando, simulando desinterés, en un esfuerzo por ganar tiempo.
—Tú deberías saberlo mejor que nadie: ¡Isabel!
—Sentaos, don Sancho. —El hidalgo golpeó el aire con una mano y permaneció en pie, andando arriba y abajo junto al frontal de la mesa—. Os veo alterado y no alcanzo a comprender el motivo. Isabel y yo no hemos hecho nada malo —trató de convencerle—. No he mancillado el honor de nadie.
Don Sancho se detuvo, se apoyó con los puños en la mesa y observó a Hernando como haría un maestro a su pupilo. Luego desvió la mirada hacia el jardín a espaldas del morisco y pensó unos instantes: Isabel no se hallaba en él.
—No es eso lo que ella dice —mintió entonces.
Hernando palideció.
—¿Habéis… habéis hablado con Isabel? —balbuceó.
—Sí. Hace un momento.
—¿Y qué os ha contado? —Su voz traicionaba la seguridad en sí mismo que había intentado fingir.
—Todo —casi gritó don Sancho. Respiró hondo y se obligó a bajar la voz—. Su rostro me lo ha contado todo. Su azoramiento es suficiente confesión. ¡Casi se desmaya!
—¿Y cómo pretendéis que reaccione una piadosa cristiana si la acusáis de adulterio? —se defendió Hernando.
Don Sancho golpeó la mesa con un puño.
—Ahórrate el cinismo. Me he enterado. Una de las criadas cristianas ha tratado de convencer a un esclavo morisco para que le proporcione el placer que al parecer tú le proporcionas a su señora; quiere ser tomada «a la morisca», según ha dicho. —Hernando no pudo reprimir una casi imperceptible mueca de satisfacción. Le había costado días y encuentros furtivos el que Isabel empezara a ceder y abandonarse a sus caricias—. ¡Sátiro! —le insultó el hidalgo al percatarse de la complacencia con que el morisco se deleitaba en sus últimas palabras—. No sólo te has aprovechado de la inocencia de una mujer que probablemente habrá caído en tus garras por agradecimiento, sino que la has pervertido obscena e impúdicamente atentando contra todos los preceptos de la Santa Iglesia.
—Don Sancho… —intentó calmarle Hernando.
—¿No te das cuenta? —volvió a interrumpirle el hidalgo, en esta ocasión hablando con lentitud—. El oidor te matará. Con sus propias manos.
Hernando se pasó la mano por el mentón; a su espalda los rayos del sol atravesaban las puertas que daban al jardín.
—¿Qué estás pensando? —insistió don Sancho.
Que no es el momento de abandonar, le hubiera gustado contestarle. Que estaba consiguiendo que los ojos de Isabel languidecieran y que sus suspiros fueran más y más profundos mientras la acariciaba y mordisqueaba, señal inequívoca de que su cuerpo anhelaba copular. Que en cada uno de sus encuentros Isabel lograba superar un escalón más por encima de la rutina, las culpas, los prejuicios y las enseñanzas cristianas, y que estaba casi preparada para alcanzar un éxtasis que jamás había llegado tan siquiera a imaginar. Y que, a través del placer de aquel cuerpo, él quizá volvería a tocar el cielo como hacía con Fátima. Hernando notó el miembro erecto bajo sus calzas. Su mente recreó a Isabel desnuda, deseable, voluptuosa, solícita y atenta a las yemas de sus dedos y a su lengua, ávida por descubrir el mundo.
—Pienso —replicó al hidalgo— que ahora no puedo partir hacia Córdoba. El obispado espera mi informe y vuestros amigos de la casa de los Tiros reclaman mi presencia. Lo sabéis.
—Y tú también debes saber —bramó don Sancho— que la ley dice que después de que don Ponce acabe con tu vida, tiene obligación de matarla a ella.
—Quizá no lo haga con ninguno de los dos.
Hidalgo y morisco enfrentaron sus miradas por encima de la mesa.
—Escribiré a mi primo contándole lo que sucede —le amenazó aquél.
—Os cuidaréis mucho de poner en duda la virtud de una dama.
—¿Tanto vale esa mujer como para arriesgar tu vida por ella? —soltó don Sancho antes de abandonar la estancia sin darle oportunidad a contestar.
«¿Qué vale mi vida?», se preguntó Hernando tras el portazo con el que el hidalgo se despidió. No poseía más que un buen caballo con el que no podía ir a ningún lugar, puesto que no tenía adónde ir ni quien le esperase, ¡ni siquiera su propia madre! El duque no le permitía trabajar, pero le mandaba de viaje en interés del mismo rey que humilló y expulsó de Granada a su pueblo. Había aceptado trabajar para el obispado. «Continúa con el martirologio», le había aconsejado Castillo en una de las tertulias. «Debemos parecer más cristianos que los cristianos», afirmó después. ¡La misma recomendación que en su día le hiciera Abbas! ¿Qué valía la vida de alguien que fingía ser siempre lo que no era? ¿Cuál era su objetivo? ¿Dejar que su existencia transcurriera cómodamente gracias a la generosidad del duque, al igual que la de sus aduladores parientes?
Don Pedro de Granada, Castillo y Luna le habían revelado su nuevo plan en cuanto lo conocieron mejor: convencer a los cristianos de la bondad de los musulmanes que vivían en España para que variaran su parecer sobre los moriscos. Luna se hallaba escribiendo un libro titulado La verdadera historia del rey Rodrigo, a través del cual, partiendo de los relatos de un imaginario manuscrito árabe de la biblioteca de El Escorial, planteaba la conquista de España por parte de los musulmanes venidos de Berbería como una liberación de los cristianos sometidos a la tiranía de sus reyes godos. Tras la conquista, habían transcurrido ocho siglos de paz y convivencia entre las dos religiones.
—¿Por qué no puede repetirse esa convivencia ahora? —Había sido el propio Luna quien lanzó la pregunta sin esperar respuesta.
—Debemos luchar contra la imagen que los cristianos tienen de los moriscos —intervino don Pedro—. Ellos, sus escritores y sacerdotes, crean la ficción de que los moriscos somos extremadamente fecundos porque las moriscas se casan de niñas y tienen muchos hijos. ¡No es cierto! Tienen los mismos que los cristianos. Dicen que nuestras mujeres son promiscuas y adúlteras. Que los hombres moriscos no somos objeto de leva para el ejército ni entramos al servicio de la Iglesia, por lo que la población de cristianos nuevos aumenta desmesuradamente y atesora oro, plata y todo tipo de bienes, arruinando al reino; ¡falso! Que somos perversos y asesinos. Que en secreto, profanamos el nombre de Dios. ¡Todo mentiras! Pero el pueblo las cree a medida que unos y otros las repiten, las gritan en sus sermones o las publican en sus libros. Debemos luchar con sus mismas armas y convencerlos de lo contrario.
—Escucha —añadió entonces Castillo—: si algún berberisco cruza el estrecho para vivir en España y convertirse al cristianismo es recibido con los brazos abiertos. Nadie sospecha de esos nuevos conversos aunque sus intenciones disten mucho de abrazar la religión de los papaces. Sin embargo, a los moriscos que llevan casi un siglo bautizados no se les conceden iguales privilegios. Debemos variar esos conceptos tan arraigados en esta sociedad. Y para esa lucha necesitamos personas como tú, cultas, que sepan leer y escribir, que nos acompañen en ese empeño.
Era la historia de su vida desde la misma Juviles, cuando de niño los del pueblo le encomendaban las mercaderías y los ganados para librarse del diezmo porque sabía escribir y contar. Lo mismo que le había sucedido en Córdoba. ¿Y de qué le servía todo ello? Convencer a los cristianos le parecía un proyecto tan descabellado como intentar derrotarles en una nueva revuelta armada.
Soltó la pluma que todavía mantenía en su mano sobre el papel en blanco.
—Sí, don Sancho —se encontró murmurando hacia la puerta cerrada del escritorio—, probablemente valga la pena arriesgar una vida absurda aunque lo sea por un solo momento de placer con una mujer como ella.
En cualquier caso, pensó, debería andarse con cuidado a partir de ese momento.
Esa noche, después de cenar, don Ponce de Hervás se retiró a su escritorio para trabajar. Poco después, un criado que esperaba obtener algunos dineros por información tan importante para su señor, llamó titubeante a la puerta. El oidor escuchó los tartamudeos del hombre con el mismo semblante que adoptaba ante los litigantes en la Chancillería: impasible.
—¿Estás seguro de lo que dices? —le preguntó una vez finalizada la delación.
—No, excelencia. Sólo sé lo que se habla en las cocinas, en el huerto, en los dormitorios del servicio o en las cuadras de vuestra excelencia, pero nada puedo aseguraros. Con todo, creía que estaríais interesado en ello.
Don Ponce lo despidió con su premio y el mandato de que continuara informándole. Luego estrujó con violencia el papel en el que trabajaba. Con las manos agarrotadas, tembló convulso sentado en la misma silla en la que pocas horas antes Hernando había decidido arriesgar su vida por alcanzar el éxtasis con Isabel. Sin embargo, acostumbrado como estaba a la toma de decisiones, el oidor reprimió su ira y el impulso que le llamaba a levantarse, apalear a su esposa en el dormitorio y luego matar al morisco.
El carmen cayó en el silencio de la noche mientras don Ponce se martirizaba imaginando a Isabel en los brazos del morisco. «Buscan el placer —le había contado el criado—. No…, no fornican», logró articular después, encorvado ante el juez, con los dedos de las manos blanquecinos, fuertemente entrelazados. ¡Puta!, masculló en la noche don Ponce. ¡Igual que una vulgar prostituta de la mancebía! Sabía de qué hablaba el criado: el prohibido placer que él mismo buscaba al acudir al burdel. Durante horas se imaginó a Isabel como la muchacha rubia con la que disfrutaba en otro lecho: obscena, pintarrajeada y perfumada, mostrando su cuerpo al perro morisco mientras lo besaba y lo acariciaba. En la mancebía había elegido a una muchacha por su parecido con Isabel, y ahora el morisco se estaba aprovechando del placer que él mismo no obtenía con su esposa. Pensó en matarlos.
Durante la madrugada, con el relente de la noche entrando desde el jardín y refrescando el sudoroso cuerpo de don Ponce, éste decidió no adoptar una medida tan drástica como la de ejecutar a los amantes. Si mataba a Isabel, perdería la sustanciosa dote con que la premiaron los Vélez por razón de su matrimonio, pero lo que era más importante, perdería también una influencia en el entorno del monarca y sus diversos consejos de la que no quería prescindir: contar con la protección de unos grandes de España como los Vélez le convenía. Luchar, con el honor como bandera, sólo podían permitírselo los muy ricos, los muy pobres o los insensatos, y él no pertenecía a ninguna de esas categorías: acusar de adulterio a la protegida de los marqueses se le antojó entonces una apuesta demasiado arriesgada amén de deshonrosa, pero tampoco podía consentir que su casa acogiese el adulterio… ¡Maldito morisco hijo de puta! Lo había tratado como a un hidalgo, había organizado una fiesta en su honor… Y ni siquiera podía vengarse de él sin que ese acto legítimo diera pábulo a comentarios mordaces. ¡Ante todos el morisco era un héroe! ¡El salvador de los cristianos! El protegido del duque de Monterreal… Aquella noche don Ponce no pudo conciliar el sueño, pero, al amanecer, su decisión estaba tomada: Isabel no abandonaría sus aposentos; según el oidor yacía aquejada de fiebres. La mujer permaneció, pues, recluida, hasta que esa misma mañana, llamada con urgencia, llegó al carmen una prima de don Ponce, doña Ángela, viuda, seria, seca y malcarada, quien tan sólo cruzar la puerta de la casa se hizo cargo de la vigilancia de Isabel.
Tras una breve conversación con el oidor, doña Ángela se puso manos a la obra: la joven camarera de Isabel desapareció aquel mismo día. Alguien contó después que la vieron en las mazmorras de la Chancillería, acusada de ladrona. Por la tarde, bajo la excusa de que le había faltado al respeto, la viuda dispuso que la criada que pretendiera placeres del esclavo morisco fuera azotada. También ordenó que otro criado perdiera parte de su salario por no trabajar a su satisfacción.
En un solo día toda la servidumbre se dio por enterada del claro mensaje del oidor y su prima. Poco podían hacer: la ley establecía que, salvo que fueran expresamente despedidos, ninguno de ellos, bajo pena de cárcel de veinte días y destierro por un año, podía dejar el carmen sin licencia de don Ponce para servir en otra casa de la ciudad de Granada o sus arrabales. Quien lo hiciera, si alguien marchase sin su consentimiento, sólo podía emigrar o colocarse como jornalero, y lo cierto era que en casa del oidor nunca faltaba de comer.
Pero no sólo fue la servidumbre la que comprobó el duro carácter de la prima del oidor; ni don Sancho ni Hernando pudieron permanecer ajenos al revuelo. Doña Ángela se ocupó de que todas sus decisiones fueran lo suficientemente públicas como para que no pasasen inadvertidas al morisco, y a última hora de la tarde, antes de que se pusiese el sol, ordenó a Isabel que abandonase su dormitorio, vestida de negro, igual que ella, y la paseó por los jardines del carmen a la vista de todos, pero principalmente de la de Hernando, anunciando así a su amante que ya nunca podría acercarse a ella en privado.
Pero no sólo fue Hernando quien pudo contemplar a Isabel bajo la estricta vigilancia de doña Ángela; don Sancho también lo hizo y comprendió que el asunto había llegado a conocimiento del oidor. Un par de veces se cruzó con don Ponce por el carmen, y el juez ni siquiera tuvo la cortesía de contestar a sus saludos, girándole el rostro; don Sancho no esperó ni un instante en enfrentarse a Hernando.
—Nos iremos mañana por la mañana, sin excusas —llegó a ordenarle. Hernando quedó pensativo—. ¿No lo entiendes? —gritó don Sancho—. ¿Qué piensas? Por poco respeto o… ¡lo que sea que sientas por esa mujer!, debes apartarte de ella. ¡Es imposible que vuelvas a verla a solas! ¿No te das cuenta? El oidor ha debido de enterarse y ha tomado medidas. —El hidalgo dejó transcurrir unos instantes—. Ya que tu vida —dijo después— parece que poco te importa, piensa en que si persistes en este comportamiento arruinarás la vida de Isabel.
Hernando se sorprendió asintiendo al discurso de su acompañante. ¡Qué poco había durado su determinación! Pero era cierto, tenía razón el hidalgo. ¿Cómo iba a acercarse a Isabel? Su imagen, vestida de negro y paseando cabizbaja por los jardines esa misma tarde, en contraste con el porte altivo y desafiante de doña Ángela, le habían convencido de ello. Además, si los rumores habían llegado a conocimiento del oidor… ¡Sería una locura!
—De acuerdo —cedió—. Partiremos mañana por la mañana.
Esa noche Hernando empezó a preparar sus pertenencias para el viaje. Entre sus ropas, encontró aquellas que el oidor le había comprado para la fiesta; la noche que las había vestido, Isabel… Había sido una necedad, trató de convencerse. ¿Qué derecho tenía, como decía don Sancho, a arruinar la vida de una mujer digna? Sí, sentía que ella lo deseaba, cada vez más, pero quizá fuera cierto que se había aprovechado de una mujer que le debía gratitud. Miró a su alrededor; ¿olvidaba algo? ¿Y aquellas ropas? Las agarró y las lanzó al suelo, lejos de él, a una esquina de la alcoba. ¡Tampoco era cierto que se hubiera aprovechado de la ingenuidad de Isabel como le había recriminado don Sancho! Había sido ella la que se pegó a su espalda el día del castillo de fuegos y había sido ella quien alargó la mano hasta la suya. En cualquier caso, ¿qué más daba ya? Regresaba a Córdoba.
Hernando se dejó caer en una silla con adornos en plata batida tallada, y perdió la mirada en la Alhambra y en el juego de luces doradas y sombras que arrancaban de sus piedras los hachones y la luna. Pasaba la medianoche. El carmen estaba en silencio; el Albaicín estaba en silencio; ¡toda Granada parecía estarlo! Una brisa caprichosa refrescaba el ambiente y lograba hacer olvidar el sofocante calor del día. Hernando se dejó llevar, cerró los ojos y respiró hondo.
—Será la primera vez que nos acompañará la luna.
Las palabras le sobresaltaron. Isabel, vestida con la camisa de dormir, se hallaba en la terraza, bella, sensual, con la Alhambra recortada a su espalda.
—¿Qué haces aquí…? —Hernando se levantó de la silla—. ¿Y tu esposo?
—Le he oído roncar desde mi habitación. Y doña Ángela se retiró hace horas.
Al tiempo que le contestaba, en la misma terraza, Isabel deslizó de sus hombros la camisa, que resbaló por su cuerpo hasta llegar al suelo, y se le mostró desnuda; le miró a los ojos, atrevida, orgullosa, invitándole a deleitarse en ella.
Hernando se quedó paralizado, ¡hasta la luna, con sus reflejos, parecía acariciar aquel cuerpo esplendoroso!
—Isabel… —susurró Hernando sin poder apartar la mirada de sus pechos, de sus caderas y de su vientre, de su pubis…
—Mañana te vas —musitó ella—. Eso me ha dicho Ponce. Sólo nos queda esta noche.
Hernando se acercó a Isabel y le tendió una mano para que entrase en la alcoba. Recogió su camisa y cerró las puertas de la terraza. Luego se volvió y fue a decirle algo, pero ella llevó uno de sus dedos hasta los labios de Hernando, pidiéndole así que no lo hiciera. Y le besó, dulcemente. Él trató de acariciarla, pero Isabel cogió sus manos y las separó de su cuerpo.
—Déjame a mí —le rogó.
¡Sólo le quedaba esa noche! Empezó a desabrocharle la camisa. ¡Quería hacerlo ella! ¡Anhelaba ese placer que tanto le había prometido Hernando! Se sorprendió al notar la firmeza de sus propias manos cuando acariciaron los hombros de Hernando para deslizar la camisa por su espalda. Luego besó su pecho y bajó las manos hasta sus calzas. Dudó un instante, tras el que se arrodilló frente a él.
Hernando suspiró.
Cuando Isabel llegó a conocer el cuerpo de Hernando, después de besarlo y lamerlo, se dirigieron al lecho. Durante un largo rato, la tenue luz de una única lámpara alumbró las siluetas de un hombre y una mujer, sudorosos y brillantes, que se hablaban en susurros, entrecortadamente, mientras se besaban, se acariciaban y se mordían sin urgencias. Fue Isabel quien le llamó a penetrarla, como si ya estuviera dispuesta, como si hubiera llegado a comprender, por fin, el sentido de todas aquellas palabras que tanto le había dicho Hernando. Y se fundieron en un solo cuerpo; los apagados jadeos de Isabel fueron aumentando hasta que Hernando trató de acallarlos con un largo beso, sin dejar de empujar, hasta que él mismo notó en su interior, apagado, reprimido por su beso, un aullido gutural que la mujer, extasiada, nunca hubiera llegado a imaginar que pudiera surgir de sus entrañas y que vino a confundirse con su propio éxtasis. Luego, durante un largo rato, se quedaron quietos, saciados, uno encima del otro, sin separarse, sin hablarse siquiera.
—Mañana me voy —dijo al fin Hernando.
—Lo sé —se limitó a contestar ella.
El silencio volvió a hacerse entre los dos, hasta que Isabel negó casi imperceptiblemente con la cabeza y deshizo el abrazo de sus cuerpos.
—Isabel…
—Calla —le suplicó la mujer—. Debo volver a mi vida. Dos veces has entrado en ella y dos veces he resucitado. —Ya sentada, Isabel acarició el rostro de Hernando con el dorso de sus dedos—. Debo regresar.
—Pero…
Ella llevó de nuevo uno de sus dedos a los labios de Hernando, rogándole silencio.
—Ve con Dios —susurró conteniendo el llanto.
Luego abandonó el dormitorio sin mirar atrás.
Hernando no quiso verla marchar y permaneció tumbado con la mirada perdida en el techo artesonado. Al cabo, cuando los sonidos de la noche granadina volvieron a hacerse presentes, se levantó y fue hacia la terraza, donde se perdió una vez más en la contemplación de la Alhambra. ¿Por qué no insistía? ¿Por qué no corría a ella y le prometía felicidad eterna? Pese a las advertencias de don Sancho y el peligro, había llegado a jugarse la vida por aquella mujer. ¿Acaso el mero hecho de lograr el placer con ella era suficiente? ¿Era amor lo que sentía?, se preguntó, turbado y confuso. Transcurrió el tiempo hasta que la esplendorosa alcazaba roja que se abría al otro lado del valle del Darro pareció contestarle: allí, de muchacho, en los jardines del Generalife, había soñado en bailar con Fátima. ¡Fátima! ¡No! No era amor lo que sentía por Isabel. Los grandes ojos negros almendrados de su esposa le trajeron al recuerdo sus noches de amor: ¿dónde estaba aquel espíritu saciado, de dicha absoluta, de miles de silenciosas promesas con el que terminaban todas ellas?
Hernando dedicó el poco tiempo que restaba hasta el amanecer a finalizar los preparativos de la marcha. Luego bajó a las cuadras, para sorpresa del mozo, que ni siquiera había llegado a retirar el estiércol de las camas de los caballos.
—Limpia y embrídame a Volador —le ordenó—. Después, prepara también el caballo de don Sancho y las mulas. Partimos.
Se dirigió a la cocina, donde pilló al servicio desperezándose y desayunando. Cogió un pedazo de pan duro y lo mordió.
—Avisa a don Sancho —dijo a uno de sus criados— de que volvemos a Córdoba. Estad listos para cuando regrese. Tengo que ir a la catedral.
Descendió del Albaicín hacia la catedral. Granada se despertaba y la gente empezaba a salir de sus casas; Hernando montaba erguido, sin mirar a nada ni a nadie. En la catedral no encontró al notario, pero sí a un sacerdote que le ayudaba y que lo recibió de mala gana. Si volvía a Córdoba necesitaría una cédula que le permitiese moverse por los reinos, al modo de la que en su día le proporcionara el obispado de Córdoba para hacerlo por la ciudad.
—Decidle al notario —le encargó tras un frío saludo que Hernando hubiera incluso evitado— que debo volver a Córdoba y que me es difícil trabajar aquí en Granada, en un lugar tan implicado en los acontecimientos que debo narrarle. Yo personalmente le traeré mi informe y todos aquellos que puedan interesar al deán o al arzobispo. Decidle también que, como morisco que soy, necesitaré una cédula del obispado, o de quien sea menester, por la que se me autorice a moverme con libertad por los caminos. Que me la haga llegar a Córdoba, al palacio del duque de Monterreal.
—Pero una autorización… —trató de oponerse el sacerdote.
—Sí. Eso he dicho. Sin ella no habrá informes. ¿Lo habéis entendido? No os estoy pidiendo dinero por mi trabajo.
—Pero…
—¿Acaso no me he explicado con claridad?
Sólo le quedaba una gestión antes de emprender el regreso. Los granadinos ya atestaban las calles, y la alcaicería, junto a la catedral, recogía torrentes de personas interesadas en la compra o venta de sedas o paños. Don Pedro de Granada ya se habría levantado, pensó Hernando.
El noble lo recibió a solas, en el comedor, mientras daba buena cuenta de un capón.
—¿Qué te trae tan temprano por aquí? Siéntate y acompáñame —le invitó haciendo un ademán hacia los demás manjares que reposaban sobre la mesa.
—Gracias, Pedro. Pero no tengo apetito. —Se sentó junto al noble—. Parto hacia Córdoba y antes de hacerlo, necesitaba hablar contigo. —Hernando hizo un gesto hacia los dos criados que atendían la mesa. Don Pedro les ordenó que se fueran.
—Tú dirás.
—Necesito que me hagas un favor. He tenido una diferencia con el oidor.
Don Pedro dejó de comer y asintió como si ya lo previera.
—Como todos los leguleyos, es un hombre retorcido —afirmó.
—Tanto que temo que pretenda vengarse de mí.
—¿Tan grave ha sido el asunto? —Hernando asintió—. Mal enemigo —sentenció entonces.
—Me gustaría que estuvieras al tanto de lo que hace o dice de mí, y que me mantuvieras informado. Podría tratar de perjudicarme ante el cabildo catedralicio. He pensado que debías saberlo.
El señor de Campotéjar apoyó los codos en la mesa y luego el mentón sobre las manos, con los dedos entrecruzados.
—Estaré alerta. No te preocupes —prometió—. ¿Debería saber cuál ha sido el problema?
—Es fácil de imaginar conviviendo con una beldad como la esposa del oidor.
El puñetazo sobre la mesa retumbó en el comedor y volcó un par de copas. Al tiempo que golpeaba de nuevo la mesa, don Pedro soltó una carcajada. Los criados entraron extrañados, pero el noble volvió a despedirlos entre risotadas.
—¡Esa mujer era tan inexpugnable como la Alhambra! ¡Cuántos lo han intentado sin éxito! Yo mismo…
—Te ruego discreción —trató de calmarle Hernando, al tiempo que se preguntaba si habría hecho bien en contarle de sus amoríos.
—Por supuesto. Por fin alguien ha puesto al juez en su sitio —rió de nuevo—, y dándole donde más puede dolerle. ¿Sabías que gran parte de la fortuna del oidor proviene de los expolios que los escribanos hicieron a los moriscos cuando desempolvaron pleitos antiguos y les exigieron los títulos de propiedad de unas tierras que les pertenecían desde hacía siglos? Su padre trabajaba entonces como escribano de la Chancillería y, al igual que muchos otros, se aprovechó de todo ello. Ya tiene dinero, ahora pretende poder a través de la protegida de los Vélez. No puede interesarle un escándalo de ese tipo.
—¿No te pongo en un compromiso?
Don Pedro mudó el semblante.
—Todos tenemos compromisos, ¿no es cierto?
—Sí —aceptó Hernando.
—¿Estarás en contacto con nosotros?
—No lo dudes.