Córdoba, 1584
Hernando observaba los trabajos de pintura y remodelación que se realizaban en la biblioteca de la catedral, una vez vacía de volúmenes, que la convertirían en la capilla del Sagrario. El lugar le atraía poderosamente y acudía a él con regularidad. Salvo pasear a caballo y encerrarse a leer en la gran biblioteca del palacio del duque de Monterreal, su nueva morada, poco más tenía que hacer. El duque había arreglado sus problemas con el conde de Espiel mediante un pacto del que Hernando nunca llegó a conocer los detalles, y, al estilo de los hidalgos españoles, le prohibió trabajar asignándole una generosa cantidad mensual que Hernando ni siquiera sabía cómo gastar. ¡Hubiera sido una afrenta para la casa de don Alfonso de Córdoba que uno de sus protegidos se rebajase a desempeñar cualquier tipo de trabajo!
Sin embargo, y pese a la estima en que le tenía el duque, Hernando quedaba excluido del resto de las actividades sociales en que se entretenían aquellos ociosos hidalgos. El duque tenía sus propias tareas y sus obligaciones en la corte, amén de las impuestas por sus extensos y ricos dominios, que le obligaban a ausentarse de Córdoba durante largas temporadas. Aunque le hubiese salvado la vida, Hernando no dejaba de ser un morisco a duras penas tolerado por la soberbia sociedad cordobesa.
Pero si esto ocurría con los cristianos, algo similar sucedía con sus hermanos en la fe. La noticia de que había liberado al duque en la guerra de las Alpujarras y los favores que dicha acción le reportaba estaban en boca de toda la comunidad. Con la esperanza de que sus correligionarios acabarían por entender y no dar mayor importancia a aquel lejano suceso, admitió el amparo del noble, pero cuando quiso darse cuenta, la historia circulaba por toda Córdoba y los moriscos se referían a él despectivamente con el odiado nombre que le había perseguido desde su infancia: el nazareno.
—No quieren aceptar más tu dinero. No desean deberle favores a un cristiano —le comunicó un día Aisha, cuando él pretendía entregarle una buena cantidad que debía servir para el rescate de esclavos.
Además de los dineros destinados a ese menester, Hernando proporcionaba a su madre el suficiente como para salir adelante sin estrecheces compartiendo casa con varias familias moriscas. Hernando fue en busca de Abbas, el único de los antiguos miembros del consejo que quedaba con vida tras la epidemia de peste que había azotado la ciudad dos años atrás, provocando cerca de diez mil muertos, la quinta parte de la población, entre ellos Jalil y el buen don Julián. Lo encontró en las caballerizas reales.
—¿Por qué no aceptáis mi ayuda? —le preguntó a solas, en la herrería, tras murmurar un saludo casi ininteligible a su llegada. Después de recibir la noticia de la muerte de Fátima y de sus hijos, y de la violenta reacción de Hernando con el herrador, la amistad entre ambos se había resentido—. Fátima y yo fuimos los primeros en contribuir para la liberación de esclavos moriscos, y lo hicimos en mayor medida que los demás miembros de la comunidad, ¿recuerdas?
Durante unos instantes, Abbas desvió su atención de los instrumentos con que trajinaba sobre una mesa.
—La gente no quiere dádivas del nazareno —le contestó secamente antes de concentrarse de nuevo en sus quehaceres.
—Precisamente tú más que nadie deberías saber que eso no es cierto, que no soy cristiano. El duque y yo nos limitamos a unir nuestras fuerzas para escapar de un corsario renegado que…
—No quiero escuchar tus explicaciones —le interrumpió Abbas sin dejar de trabajar—. Son muchas las cosas que todos sabemos que no son ciertas y sin embargo… Todos los moriscos juraron fidelidad a su rey, por eso están aquí, humillados, porque perdieron la guerra. Tú también juraste lealtad a la causa y sin embargo ayudaste a un cristiano. Si pudiste quebrantar ese juramento, ¿por qué juzgas con tanta dureza a quienes en algún momento no han podido cumplir con sus promesas?
Tras pronunciar estas palabras, el herrador se irguió frente a él, imponente. «¿Por qué sigues juzgándome?», preguntaban sus ojos. «No pude hacer nada por evitar la muerte de tu esposa», parecían querer decirle.
Hernando se mantuvo en silencio. Posó la mirada en el yunque donde se daba forma a las herraduras. No era lo mismo: Abbas le había prometido cuidar de su familia; Abbas le había asegurado que Ubaid no les molestaría. Abbas… ¡Le había fallado! Y Fátima, Francisco, Inés y Shamir estaban muertos. ¡Su familia! ¿Acaso existía perdón para algo así?
—Yo no hice daño a nadie —replicó Hernando.
—¿Ah, no? Devolviste la vida y la libertad a un grande de España. ¿Cómo puedes asegurar que en verdad no dañaste a nadie? El resultado de las guerras depende de ellos, de todos y cada uno de ellos: de sus padres y de sus hermanos, de los pactos a los que pueden llegar si uno de su familia es hecho preso. Esta misma ciudad santa —continuó Abbas elevando la voz— pudo ser reconquistada por los cristianos porque un solo noble, uno sólo, don Lorenzo Suárez Gallinato, convenció al rey Abenhut de que se hallaba apostado con un gran ejército en Écija, ¡a tan sólo siete leguas de aquí! Y de que debía dirigirse en ayuda de Valencia en lugar de acudir a socorrer a Córdoba. —Abbas resopló; Hernando no supo qué decir—. ¡Un solo noble cambió el destino de la capital musulmana de Occidente! ¿Sigues afirmando que no dañaste a nadie?
Ni siquiera se despidieron.
La recriminación de Abbas persiguió a Hernando durante varios días. Una y otra vez trató de convencerse de que el corsario Barrax sólo quería a don Alfonso para obtener un rescate por él. ¡Su libertad no pudo haber influido en el desarrollo de la guerra de las Alpujarras!, se repetía con insistencia, pero las palabras del herrador no dejaban de regresar a su mente en los momentos más inoportunos. Por eso le gustaba visitar la capilla del Sagrario de la catedral, la antigua biblioteca que tantos recuerdos le traía. Allí lograba el sosiego, mientras contemplaba cómo Cesare Arbasia, el maestro italiano contratado por el cabildo, pintaba y decoraba la capilla desde el suelo hasta la bóveda, incluyendo las paredes y los dobles arcos. Poco a poco, aquel fondo en tonos ocres y rojos se iba llenando de ángeles y escudos. La mano del artista alcanzaba hasta el más pequeño rincón. ¡Hasta los capiteles de las columnas se recubrían de una capa dorada!
—Dijo el gran maestro Leonardo da Vinci que los creyentes prefieren ver a Dios en imagen antes que leer un escrito referido a la divinidad —le explicó uno de aquellos días el italiano—. Esta capilla se hará a imagen y semejanza de la Sixtina de San Pedro de Roma.
—¿Quién es Leonardo da Vinci?
—Mi maestro.
Hernando y Cesare Arbasia, un hombre de unos cuarenta y cinco años, serio, nervioso e inteligente, habían trabado amistad. El pintor se había fijado en aquel morisco, siempre impecablemente ataviado a la castellana, como era obligado en la corte del duque, en la tercera ocasión en que lo vio sentado en la capilla, contemplando su labor durante horas, y ambos habían congeniado con facilidad.
—Poco te importan las imágenes, ¿no es verdad? —le había preguntado un día—. Nunca te he visto observarlas, ya no con devoción, sino ni tan siquiera con curiosidad. Te interesas más por el proceso de pintura.
Así era. Lo que más atraía a Hernando era el método, tan diferente al que había visto utilizar a los guadamacileros y pintores cordobeses, que usaba el italiano para pintar la capilla del Sagrario: el fresco.
El maestro revocaba la parte del muro que deseaba pintar con una mezcla de cierto espesor hecha con arena gruesa y cal, que después alisaba a conciencia y enlucía con arena de mármol y más cal. Sólo podía pintar sobre ella mientras estuviera fresca y húmeda, por lo que, en ocasiones, cuando veía que el revoco iba a secarse antes de que pudiera finalizar su tarea, los gritos e imprecaciones en su lengua materna resonaban por toda la catedral.
Los dos hombres se observaron en silencio durante unos instantes. El italiano sabía que Hernando era cristiano nuevo e intuía que continuaba profesando la fe de Mahoma. Al morisco no le preocupó confesarse a él. Estaba seguro de que Arbasia también escondía algo: se comportaba como un cristiano, pintaba a Dios, a la Virgen, a los mártires de Córdoba y a los ángeles; trabajaba para la catedral, pero algo en sus formas y en sus palabras lo diferenciaba de los piadosos españoles.
—Yo soy partidario de la lectura —reconoció el morisco—. Nunca encontraré a Dios en simples imágenes.
—No todas las imágenes son tan simples; muchas de ellas reflejan aquello que esconden los libros.
Con esa enigmática declaración por parte del maestro dieron por terminada la conversación ese día.
El palacio del duque de Monterreal estaba en la zona alta del barrio de Santo Domingo. Su cuerpo principal databa del siglo XIV, la época en que fue conquistada la ciudad de Córdoba, de cuyo esplendor califal era testigo un antiguo alminar que destacaba en una de sus esquinas. La casa constaba de dos pisos de altísimos techos, a los que se les habían añadido varias edificaciones hasta llegar a conformar un laberíntico entramado. Poseía dos grandes jardines y diez patios interiores, que unían unos edificios con otros. Todo el conjunto ocupaba una inmensa extensión de terreno. Su interior mostraba las riquezas propias de un noble: una profusión de grandes muebles, esculturas, tapices y guadamecíes, que no obstante iban cediendo su lugar, poco a poco, a pinturas al óleo; la plata y el oro se mostraba en vajillas y cuberterías; el cuero y la seda bordada aparecían por doquier. El palacio contaba con todos los servicios: múltiples dormitorios y letrinas, cocina, almacenes y despensas, capilla, biblioteca, contaduría, caballerizas y vastos salones para fiestas y recepciones.
En 1584, Hernando tenía treinta años y el duque treinta y nueve. De su primer matrimonio le sobrevivía un hijo varón de dieciséis años y del segundo, contraído ocho años atrás con doña Lucía, noble castellana, dos niñas de seis y cuatro años y el benjamín, de dos. Salvo Fernando, el primogénito, que había sido enviado a la corte de Madrid, doña Lucía y sus tres vástagos vivían en el palacio de Córdoba, y con ellos lo hacían once parientes hidalgos sin fortuna, de una u otra rama de la familia y de edades diversas, a quienes don Alfonso de Córdoba, titular del mayorazgo, acogía y mantenía.
Dentro de aquella variopinta corte que vivía a expensas del duque, hidalgos orgullosos y arrogantes como aquel que un día pagó cuatro reales a Hernando para que le señalara quién había puesto en duda su linaje, también había parientes más lejanos, retraídos y callados, como don Esteban, un sargento de los tercios impedido de un brazo, un «pobre vergonzante» al que don Alfonso llevó a su hogar.
Los «pobres vergonzantes» eran una categoría especial de mendigos. Se trataba de hombres y mujeres sin recursos, a quienes el honor impedía tanto trabajar como mendigar públicamente, y que eran aceptados por la digna sociedad española. ¿Cómo iban a pedir limosna honorables hombres o mujeres? Se crearon, por tanto, cofradías para atender a sus necesidades. Investigaban sus orígenes y su condición y, si realmente se trataba de vergonzantes, los propios cofrades pedían limosna de casa en casa por ellos para después entregarles el fruto de las dádivas en privado. En una de sus estancias en la ciudad, don Alfonso de Córdoba presidió la cofradía y se enteró de la existencia de su pariente lejano; al día siguiente le ofreció su hospitalidad.
Hernando volvió al palacio después de pasar la tarde con Arbasia. Recorrió con desidia la distancia que separaba la catedral del barrio de Santo Domingo, deteniéndose aquí y allá sin más objetivo que el de perder tiempo, como si quisiera aplazar el momento de cruzar el umbral del palacio. Sólo en las raras y escasas ocasiones en las que el duque recalaba en Córdoba y le pedía que se sentara a su vera, lograba sentirse a gusto en aquella hermosa y tranquila mansión; en ausencia de don Alfonso, sin embargo, el trato que recibía estaba lleno de sutiles humillaciones. Muchas veces se había planteado la posibilidad de abandonar el palacio, pero se veía incapaz de adoptar decisión alguna. Las muertes de Fátima y de sus hijos le habían secado el corazón y mermado la voluntad, dejándole sin fuerzas para enfrentarse a la vida. Fueron muchas las noches en que permaneció insomne, aferrado a su recuerdo, y muchas más las que pasó sumido en pesadillas en las que Ubaid asesinaba a su familia una y otra vez, sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. Después, poco a poco, esas terribles imágenes que poblaban sus sueños fueron dejando paso a otros recuerdos más felices que llenaban su mente mientras dormía: Fátima con su toca blanca, sonriente; Inés, seria, esperándole en la puerta de su casa, y Francisco, enfrascado en escribir los números que le dictaba la entrañable voz de Hamid. Hernando se refugió en esas evocaciones y los días se convirtieron en jornadas interminables de las que sólo aguardaba su final, la noche que le permitía reunirse con los suyos aunque fuera en sueños. El resto poco le importaba: al parecer su lugar no estaba con los cristianos ni tampoco con los moriscos. No sabía hacer otra cosa que montar a caballo. Su trabajo en las caballerizas reales se había acabado después del triste incidente con Azirat; en ellas ya no le quedaban amigos. ¿Qué futuro le esperaba si abandonaba el palacio? ¿Regresar a la curtiduría? ¿Enfrentarse al desprecio de sus hermanos en la fe? En una ocasión, convencido de que un trabajo le ayudaría a salir de su estado de melancolía, se había atrevido a insinuar a don Alfonso la posibilidad de trabajar domando a los caballos, pero la respuesta de éste fue tajante.
—No pretenderás que la gente piense que no soy generoso con quien me salvó la vida. —Se hallaban en el despacho del duque. Don Alfonso leía un documento mientras un numeroso grupo de personas esperaba en la antesala—. ¿Acaso te falta algo aquí? —añadió sin levantar los ojos del papel—. ¿No eres bien tratado?
¿Cómo decirle al duque que su propia esposa era la primera que le humillaba? El agradecimiento de don Alfonso de Córdoba era sincero. Hernando lo sabía, y no percibía en él un ápice de impostura, pero doña Lucía…
—¿Y bien? —le insistió el noble desde detrás de su escritorio.
—Ha sido una necedad —se retractó Hernando.
Pasara lo que pasase, nunca volvería a la curtiduría, se dijo ese día, una vez más, cuando llegó a las puertas del palacio. El portero le hizo esperar un instante de más antes de abrir la puerta. Lo recibió en silencio, sin la reverencia con que saludaba a los demás hidalgos. En la entrada, el morisco le entregó su capa.
—Con Dios —le dijo él de todos modos, mientras el hombre la recogía sin mirarlo.
A sabiendas de que el portero le observaba a sus espaldas, reprimió un suspiro y se enfrentó a la inmensidad del palacio: en ese momento, y hasta que no pudiera refugiarse en la soledad de la biblioteca, se iniciaba un sinfín de pequeñas afrentas. La cena estaba pronta a ser servida y Hernando vio moverse por el palacio a varios criados; lo hacían en silencio, presurosos. Más de cien personas atendían a los duques, a su familia y a cuantos pululaban a su alrededor.
Hernando había tenido que aprender a distinguir a todo aquel personal. El capellán, el mayordomo, el secretario, el camarero y la camarera de los duques encabezaban la larga lista. Les seguían el maestresala, el caballerizo, el contador y el tesorero. Tras ellos el veedor, el botellero, el repostero de estrados y el repostero de plata; el comprador, el despensero, el repartidor y el escribano. Las ayas de los niños y sus profesores. Y por último el resto de los criados, decenas de ellos: varones en su mayoría; algunos de ellos libres, otros esclavos, y entre estos últimos varios moriscos. Para terminar, media docena de niños que actuaban como pajes.
Doña Lucía había dispuesto que Hernando fuera instruido en los modales cortesanos, principalmente en los de la mesa, una de las ceremonias más importantes en las que debía distinguirse a los caballeros. La dama tomó esa decisión tras la primera comida de Hernando en la larga mesa a la que se sentaban los duques, el capellán y los once hidalgos. Ese día, los pajes y oficiales de mesa sirvieron capones y palominos, carnero, cabrito y lechones como primer plato. Luego, el consabido potaje de los cristianos, cocido hecho con carne de gallinas, carnero, vaca y legumbres, todo aderezado con libras de tocino para el caldo. Después, el manjar blanco: pechugas de gallina cocidas a fuego lento en salsa de azúcar, leche y harina de arroz, y para terminar, pasteles hojaldrados y fruta. Hernando, sentado a la derecha del duque, frente al capellán, se encontró con tenedores, cuchillos y cucharas de plata dorada ordenadamente dispuestos; platos y tazas, copas y vasos de cristal, saleros, servilletas y una escudilla con agua que le trajo un paje. Ante la socarrona mirada de los hidalgos y del capellán, Hernando hizo ademán de llevársela a los labios para beber cuando, azorado, vio cómo el duque le guiñaba un ojo antes de lavarse las manos en ella.
Doña Lucía no pensaba tolerar esa falta de modales en su mesa. Cuando terminaron de comer, el morisco fue llamado a una salita privada donde le esperaban los duques; don Alfonso sentado en un sillón, con la vista algo baja, un poco molesto, como si con anterioridad a la llegada del morisco se hubiera tenido que plegar a las exigencias de su esposa. Al contrario que el duque, doña Lucía le esperaba en pie, soberbia, vestida de negro hasta el cuello por el que asomaban unas delicadas puntillas blancas. Hernando no pudo evitar compararla con las mujeres musulmanas, recatadas y ocultas ante los extraños. A diferencia de ellas, y como todas las nobles cristianas, doña Lucía se mostraba a la gente, aunque, como cualquier dama recatada, trataba de esconder sus atractivos: se fajaba los pechos después de apretarlos con unas laminillas de plomo e intentaba que su tez tuviera un tono macilento, para lo cual ingería con regularidad tierra arcillosa.
—¡Hernando, no podemos…! —El duque carraspeó; doña Lucía suspiró y suavizó su tono—. Hernando…, al duque y a mí nos complacería mucho que te instruyeras en los buenos modales.
Le asignaron al mayor de los parientes que vivían en palacio, un peripuesto hidalgo llamado Sancho, primo del duque, que aceptó a regañadientes el encargo. Durante casi un año, don Sancho le enseñó cómo utilizar la cubertería, cómo comportarse en público y cómo vestir; incluso se empeñó en tratar de corregir la dicción del aljamiado de Hernando que, como todos los moriscos, adolecía de ciertos defectos fonéticos, entre ellos la tendencia a convertir las eses en equis y viceversa.
Aguantó estoicamente las clases que cada día le impartía don Sancho. En esa época, el desánimo de Hernando era tal que ni siquiera llegaba a plantearse la humillación de ser tratado como un niño; simplemente obedecía sin pensar, hasta que un día el hidalgo, alegre, como si aquello le complaciese, le propuso que aprendiera a danzar.
—Pasos —anunció en voz alta al tiempo que andaba con afectación por el salón en el que estudiaban—, floretas, saltos, encajes, campanelas —recitó don Sancho al tiempo que brincaba con torpeza y trazaba un círculo con un pie—, cabriolas. —Con las cabriolas, Hernando le dio la espalda y abandonó la estancia en silencio—. Cuatropeados —escuchó que cantaba el hidalgo en la estancia—, giradas…
Después de ese día, doña Lucía consideró que el morisco ya podía convivir con ellos; entendió que difícilmente se vería en la tesitura de tener que acreditar sus dotes en el arte de la danza y dio por finalizada su instrucción. Pese a ello, sus nuevos modales no variaron el rechazo que sufría en palacio cuando don Alfonso no estaba presente.
La noche del viernes en que Hernando confesó a Arbasia que él no podía encontrar a Dios en sus imágenes, cenaron en palacio pescado fresco traído por los playeros del Guadalquivir. En los días de abstinencia, las conversaciones de los catorce comensales eran bastante más parcas y serias que cuando degustaban carnes y tocino, y era sabido que muchos de ellos, entre los que cabía incluir al sacerdote, acudían después a las cocinas a hacerse con pan, jamón y morcillas. Durante la cena, Hernando no prestó atención a las palabras que se cruzaron los hidalgos, el capellán o doña Lucía, que presidía majestuosamente la larga mesa. Éstos, a su vez, tampoco le hacían el menor caso.
Deseaba irse a la biblioteca, donde se refugiaba todas las noches entre los casi tres centenares de libros acumulados por don Alfonso, y así lo hizo tan pronto la duquesa dio por finalizada la cena. Por fortuna para él, había quedado excluido de las largas veladas nocturnas en las que se leían libros en voz alta o se cantaba. Cruzó diversas estancias y dos patios antes de llegar al que llamaban patio de la biblioteca, tras el que se hallaba la gran sala de lectura. Llevaba varios días enfrascado en la lectura de La Araucana, cuya primera parte había sido publicada quince años antes, pero esa noche no tenía intención de continuar con aquel interesante libro. Las palabras que esa tarde había pronunciado Arbasia, citando a Leonardo da Vinci y hablando de buscar a Dios en las imágenes, le habían hecho pensar en otras que en su día le dirigiera don Julián en el silencio de aquella misma capilla:
—Lee, pues tu Señor es el más generoso. Él es el que ha enseñado al hombre a servirse del cálamo.
—¿Qué significan esas aleyas? —le interrogó entonces Hernando.
—Establecen la relación divina entre los creyentes y Dios a través de la caligrafía. Debemos honrar a la palabra revelada. A través de la caligrafía permitimos la visualización de la Revelación, de la palabra divina. Todos los grandes calígrafos se han esforzado por embellecer la Palabra. Los fieles deben poder encontrar la Revelación escrita en sus lugares de oración para que siempre la recuerden y la tengan ante sus ojos, y cuanto más bella sea, mejor.
A lo largo de aquellas jornadas en las que ambos copiaron ejemplares del Corán, don Julián le habló de los diferentes tipos de caligrafía, principalmente la cúfica, la elegida por los Omeyas en Córdoba para sacralizar la mezquita, o la cursiva nazarí utilizada en la Alhambra de Granada. Pero ni siquiera mientras se recreaban en comentarios sobre los trazos o los magníficos conjuntos que algunos calígrafos conseguían utilizando varios colores, buscaban la belleza en sus escritos; cuantos más ejemplares del Corán pudieran ofrecer a la comunidad, mejor, y la rapidez estaba reñida con la perfección.
Esa noche, tras acceder a la biblioteca y despabilar las lámparas, Hernando sólo tenía en mente un propósito: coger una pluma y un papel, y entregarse a Dios, igual que hacía Arbasia mediante sus pinturas. Visualizaba ya la primera sura del Corán pulcramente caligrafiada en árabe andalusí: las verticales de las letras rectilíneas, que después se prolongaban en forma circular; los signos volados en negro, rojo o verde. ¿Habría tinta de colores en la biblioteca? Ni el secretario ni el escribano de don Alfonso la utilizaban en sus escritos. En ese caso, tendría que comprarla. ¿Dónde podría encontrarla?
Con esos pensamientos se sentó ante un escritorio, rodeado de libros ordenados en estanterías finamente labradas en maderas nobles. Como era de esperar, no había tinta de colores. Hernando observó las plumas, el tintero y las hojas de papel. Podía ejercitarse primero, decidió. Mojó una de las plumas y con delicadeza, deleitándose en el trazo, dibujó una gran letra, el alif, la primera letra del alfabeto árabe, larga y sensualmente curvada, como el cuerpo humano, tal cual la definieron en la antigüedad. Dibujó la cabeza con su frente, el pecho y la espalda, el vientre…
Unas risas en el patio le sobresaltaron. Se estremeció. ¿Qué estaba haciendo? Estuvo a punto de derramar el tintero debido al sudor que empapó las palmas de sus manos; agarró el papel y lo dobló con rapidez para esconderlo debajo de la camisa. Con el corazón golpeándole el pecho, escuchó cómo el sonido de las risas y los pasos se alejaban por el extremo opuesto del patio. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza, se recriminó mientras sentía cómo se acompasaban los latidos. ¡No podía dedicarse a la caligrafía árabe en la biblioteca de un duque cristiano, donde en cualquier momento podía entrar uno de los hidalgos o cualquier criado! Pero tampoco podía encerrarse en su dormitorio, pensó al plantearse aquella posibilidad. Llevaba dos años acudiendo regularmente a la biblioteca después de cenar, mientras los demás leían o cantaban a la espera de que doña Lucía se retirase a sus aposentos, momento que aprovechaban para salir por fin en busca de los placeres que ofrecía la noche cordobesa. Desconfiarían de aquel cambio en sus costumbres. Además, ¿dónde iba a guardar los instrumentos de escritura y los papeles? Los criados… y quizá no sólo ellos, le revolvían sus pertenencias. Lo había notado desde el principio, incluso aquellas que guardaba en el arcón, aunque lo cerrara con llave; alguien disponía de otro ejemplar, dedujo cuando por tercera vez comprobó que habían registrado sus cosas. Desde el primer día mantenía escondida la mano de oro de Fátima, su único tesoro, en el pliegue de un colorido tapiz que representaba la escena de caza de un cerdo salvaje en la sierra; allí estaba a salvo. Pero esconder plumas, tintero y papeles… ¡era imposible!
¿Dónde podía escribir sin peligro de ser descubierto? Hernando recorrió la gran biblioteca con la mirada: se trataba de una habitación rectangular con una puerta en cada uno de sus extremos. Entre las estanterías de los libros y las ventanas enrejadas que daban a la galería y al patio había una larga mesa con sillas y lámparas para la lectura y tres escritorios independientes. No tenía dónde esconderse. Observó una tercera puerta al fondo de la estancia, encajonada en la librería, y que daba acceso al antiguo alminar adosado a una esquina del palacio. En alguna ocasión había curioseado en el interior del alminar y lo único que encontró fue la nostalgia al imaginar al muecín llamando a la oración: se trataba de un simple torreón cuadrado, estrecho, con un machón central a cuyo alrededor, en forma circular, ascendían las escaleras que llevaban a lo alto. Debía encontrar algún sitio donde escribir, incluso si ello requería cambiar de costumbres o hacerlo fuera del palacio, en otra casa. ¿Por qué no? Extrajo el arrugado papel de su camisa y contempló el alif. Le pareció diferente a cuantas letras pudiera haber escrito hasta entonces; notó en ella una devoción de la que adolecían las demás. Hizo ademán de romper el papel, pero se arrepintió: era la primera letra que escribía tratando de representar a Dios en ella, igual que le sucedía a Arbasia con sus imágenes sagradas.
¿Dónde podía ocultar sus trabajos? Se levantó, cogió una lámpara, paseó por la biblioteca descartando posibles escondrijos y al final se encontró al pie de las escaleras del alminar. No parecía que nadie acudiese allí a menudo; los escalones estaban llenos de la arenilla que se desprendía de los viejos sillares. Aquella torre no había sido reparada en siglos, quizá por el significado que tenía para los cristianos. Empezó a ascender apoyándose en el pilar central. Algunas de sus piedras se movían. ¿Y si pudiera esconder sus papeles tras alguna de ellas? Las palpó con detenimiento para encontrar alguna que le sirviese. De repente, a mitad de la ascensión, una de las piedras cedió. Hernando acercó la lámpara: no sólo había sido la piedra; un par de ellas, en línea, habían dejado a la vista una rendija casi inapreciable. ¿Qué era aquello? Empujó con fuerza y las piedras se desplazaron: parecía una pequeña portezuela secreta que se abría a un reducido hueco abierto en el pilar.
Iluminó el interior; la lámpara temblaba en su mano y descubrió una arqueta: lo único que cabía en aquel reducido espacio. Se trataba de un arca de cuero repujado y ferreteado muy diferente a las arcas y arcones que se podían encontrar en el palacio, la mayoría de estilo mudéjar, taraceados en hueso, ébano y boj, o fabricados en Córdoba y adornados con guadamecíes. Tiró de ella para extraerla, se arrodilló en las escaleras y acercó la lámpara para examinarla: el cuero estaba muy trabajado, y entre varios motivos vegetales, entrevió un alif como el que acababa de dibujar. ¡No podía ser más que un alif!
Se acercó cuanto pudo y limpió el polvo del cuero. Tosió. Luego acercó la llama de la lámpara a los dibujos que acababa de limpiar y recorrió las letras desgastadas con la yema de sus dedos al tiempo que las leía: «Muham… Ibn Abi Amir». ¡Al-Mansur!, musitó reverentemente. Poco más podía leerse. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. ¡Se trataba de una arqueta musulmana de la época del caudillo Almanzor! ¿Qué hacía allí escondida? Se sentó en el suelo. ¡Si pudiera abrirla!
Inspeccionó la cerradura que unía las dos láminas de hierro que recorrían la parte central de la arqueta. ¿Cómo podría abrirla? Mientras sus dedos jugueteaban sobre el cierre, la veta de hierro se desprendió suavemente del cuero al que estaba cosida con un tenue ruido a viejo y a podrido. Hernando se encontró con la cerradura en la mano. Dudó unos instantes. Volvió a arrodillarse y abrió la tapa con solemnidad.
Cuando iluminó el interior, descubrió varios libros escritos en árabe.