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—Tienes que entregar tu caballo al conde de Espiel —le ordenó don Diego López de Haro una mañana, nada más llegar a las cuadras. Hernando sacudió la cabeza como si quisiera alejar de sí aquellas palabras—. El rey se lo ha regalado —tuvo no obstante que escuchar de boca del caballerizo.

—Pero… Yo… Azirat… —Su intento de protesta quedó en absurdas gesticulaciones con las manos.

—Sé lo que has trabajado ese animal y también sé que, pese a su capa, es uno de los mejores productos que han nacido en estas cuadras. Te permitiré elegir otro, incluso aunque no sea uno de los de desecho, siempre que tampoco sea de los destinados al rey…

—¡Yo quiero ése! Quiero a Azirat. ¡Es mío…!

Al instante lamentó sus palabras. Don Diego se puso en tensión, frunció el ceño y dejó transcurrir unos instantes antes de contestar:

—No es tuyo ni lo será nunca, y poco importa lo que tú quieras o puedas querer. Sabías cuál era el trato cuando optaste por cobrar parte de tu salario mediante un caballo: siempre estaría a disposición del rey. El conde ha conseguido que don Felipe le distinga con ese caballo, que por lo visto ha pedido expresamente. Hay que cumplir los deseos de Su Majestad.

—¡Lo destrozará! ¡No sabe montar ni correr toros!

Don Diego era consciente de ello. El mismo Hernando le había oído decirlo, le había visto burlarse del obeso conde de Espiel, siempre apoltronado en la montura como si estuviera en un sillón…

—No eres tú quién para juzgar cómo monta o deja de montar un noble —le contestó sin embargo el caballerizo con brusquedad—. En uno solo de sus borceguíes lleva más honor y servicios prestados a estos reinos de los que jamás prestará toda tu comunidad. Cuida tu lengua.

El morisco dejó caer los brazos a los costados y se deshinchó frente al caballerizo.

—¿Puedo…? —titubeó. ¿Qué quería? ¿Qué quería pedirle?—. ¿Podría montarlo por última vez? —Don Diego dudó—. Quizá… No sé… si merezco esa gracia. Me gustaría notarlo bajo mis piernas una vez más, excelencia. Es sólo una última cabalgada. Vos sois un gran jinete. Vos conocéis cuántas y qué graves han sido mis recientes desgracias…

«Trae mala suerte cambiar el nombre de origen de un caballo.» ¡Qué razón había tenido Abbas al advertírselo!, pensó mientras apretaba la cincha de la montura. El recuerdo del herrador le causó inquietud. Después de lo del Lomo del Grullo se vieron en las cuadras, pero no se hablaron; ni siquiera se saludaron. ¡Era incapaz de perdonarle! Saltó sobre Azirat, que se movió inquieto ante la violencia con la que el jinete se acomodó en la montura: tenía a Abbas en su mente, la ira le atenazaba. ¡Azirat lo sabía! Sabía que algo malo sucedía; lo presintió al solo contacto con su jinete mediante ese sexto sentido propio de los nobles brutos, y ahora mordía incesantemente el freno, como si quisiera comunicarse con su jinete a través de aquellos constantes y tan inusuales tirones en las riendas.

Hernando le palmeó el cuello y Azirat respondió sacudiéndolo y resoplando, todo bajo la atenta mirada de don Diego, que se mantenía en pie en la gran plaza abierta de las caballerizas tapándose la boca con los dedos de su mano, el pulgar por debajo del mentón, quizá replanteándose su decisión. Hernando no le dio tiempo y abandonó las cuadras a medio galope, haciendo una leve inclinación de cabeza al pasar por delante del caballerizo.

¡Y ahora le quitaban a Azirat! ¿Qué pecado habría cometido? ¿Por qué Dios le castigaba de aquella manera? En poco más de un año había perdido a casi todos sus seres queridos: Hamid, Karim, Fátima y los niños… El morisco se llevó la manga de la marlota a los ojos; Azirat caminaba al paso, libre. ¡Ahora su caballo! Abbas, otro de sus amigos… ¡Había incumplido sus promesas!

Y ahora el conde de Espiel había conseguido que el rey le regalase su caballo. No le había resultado difícil al noble. Desde Sevilla, donde se separó de la yeguada para dirigirse a las marismas, mandó a su secretario a tierras portuguesas con la petición de que el rey le hiciera la merced de regalarle aquel caballo colorado que caracoleaba y galopaba soberbio en el camino de Córdoba a Sevilla. Y el rey accedió gustoso a la solicitud de un aristócrata que no hacía más que pedirle un simple desecho de sus cuadras. Recordó el primer encuentro con Espiel, aquel en que el noble había citado al morlaco con tanta torpeza que la cogida del caballo resultaba inevitable. Lo había visto correr toros en otras ocasiones, siempre con similares resultados, más o menos desafortunados para los caballos. Azirat sintió el temblor en las piernas de su jinete y retrotó, inquieto. Hernando también había presenciado los juegos de cañas en la plaza de la Corredera y comprobado que mientras los demás nobles, al son de la música de atabales y trompetas, se exhibían con presteza y gallardía en simulado combate, y lanzaban y detenían con sus adargas las teóricamente inofensivas cañas, el conde ya tenía problemas desde el mismo inicio del espectáculo, puesto que descompensaba el equipo con el que por sorteo le tocaba participar. El pueblo abucheaba a la cuadrilla con la que participaba el noble cuando para cubrir la distancia que tenía que recorrer la lanza, se acercaba a la contraria más de lo que las reglas de la caballería y la cortesía permitían.

¿Por qué habría elegido el conde a Azirat si no se trataba más que de un desecho? ¿Por él? ¿Por los sucesos de la primera corrida de toros? En verdad, era cruel y vengativo. Lo llegó incluso a escuchar de boca de quien esa misma mañana le amonestara por poner en entredicho las cualidades que como jinete tenía el conde de Espiel. Había sido hacía cerca de ocho años.

—¿Sabéis cuál es la última del conde de Espiel? —preguntó don Diego a un grupo de nobles que cabalgaban junto a él probando los caballos del rey, Hernando y los lacayos del caballerizo con ellos.

—Cuenta, cuenta —le apremió uno de los caballeros ya con la sonrisa en la boca.

—Pues resulta que desde hace un par de semanas el médico le ha obligado a guardar cama por tercianas, y aburrido por no poder montar o salir de caza, ha ideado la forma de hacerlo desde el lecho…

—¿Dispara saetas a los pajarillos por la ventana? —bromeó otro de los nobles.

—¡Quia! —exclamó don Diego, sin poder evitar que la risa aflorase ya a sus labios—. A todo aquel sirviente que comete alguna falta, ¡y son muchas las que cometen los criados del conde!, le ata un cojín a las posaderas y le obliga a correr y saltar por el dormitorio hasta que él, armado con su saeta en la cama, logra acertarle en el culo.

Las carcajadas habían estallado en el grupo de jinetes. Incluso Hernando sonrió entonces al imaginar al conde en camisa de dormir, obeso y sudoroso, nervioso y excitado, tratando de hacer puntería con su ballesta a un sirviente que no cesaba de saltar por encima de sillas y muebles con un cojín atado al culo, pero borró su sonrisa tan pronto como su mirada se cruzó con la de José Velasco que, como sirviente que era de don Diego, se revolvía inquieto sobre la montura.

—Dicen… —balbuceó don Diego entre carcajada y carcajada—, dicen que se ha convertido en el más estricto de los mayordomos de su propia casa y que en todo momento… —el caballerizo real tuvo que dejar de hablar hasta que logró erguirse, con la mano en el estómago— pregunta por las labores de todos los sirvientes y esclavos y las posibles faltas que pudieran haber cometido para que se los suelten en el dormitorio como liebres.

—¿Y la condesa? —logró articular entre risotadas uno de los acompañantes.

—¡Uh! ¡Preocupadísima! —Don Diego volvió a doblarse de la risa—. Les ha sustituido a los desgraciados los cojines de seda por cojines de algodón, algo más compactos, para no quedarse sin servicio… y sin ajuar.

Las risas volvieron a estallar en el grupo de jinetes.

¡Aquél era el hombre que iba a montar a su caballo!, pensó Hernando con las carcajadas de los nobles resonando en sus oídos.

Azuzó a Azirat con un simple chasqueo de su lengua y el caballo salió al galope. Hacía un magnífico día otoñal. ¡Podía escapar! Podía galopar hasta llegar… ¿adónde? ¿Y su madre? Ya sólo se tenían el uno al otro. Llevaba media legua a un galope relajado, sin rumbo fijo, cuando notó que Azirat se ponía en tensión: a su derecha se abría una dehesa en la que pastaban toros bravos. El caballo parecía desear jugar con ellos, como tantas otras veces.

No se lo pensó dos veces. Acortó las riendas, bajó los talones y apretó las rodillas para afianzarse en la montura. Entró en la dehesa y durante un buen rato volvió a tocar el cielo. Gritó y rió caracoleando frente a las astas de los morlacos, llegando a permitirse el rozar los cuernos con sus dedos en los quiebros, Azirat ágil y veloz, dulce al freno, entregado a sus piernas y a sus movimientos como no lo había estado nunca. ¡Era el mejor! A pesar de su color rojo, era el mejor caballo de los centenares que habían pasado por las cuadras del rey. Y aquel magnífico ejemplar iba a caer en manos del peor y más soberbio jinete de toda Andalucía.

En un determinado momento, Azirat se paró, enfrentado a un inmenso toro negro zaino; los dos tanteándose en la distancia, el toro humillando y el caballo manoteando sobre el sitio.

Entonces Hernando creyó escuchar los silbidos y abucheos de las gentes hacia el conde de Espiel, en la plaza de la Corredera.

El caballo cabeceaba y pateaba, como si él mismo citara a su enemigo. Era extraño, pensó Hernando. Sentía la acelerada respiración de Azirat en sus piernas.

De repente, el toro embistió enfurecido y Hernando tiró de las riendas y presionó los flancos de Azirat para que estuviese presto a requebrar, pero notó que el caballo no respondía. En sólo un suspiro, los abucheos que todavía resonaban en su cabeza se convirtieron en aplausos y vítores nacidos de gente alguna y cuando ya alcanzaba a ver los ojos coléricos del negro zaino, soltó las riendas de Azirat para que éste marcase su destino. Entonces el caballo se alzó de manos y ofreció su pecho a las astas del toro.

El impacto fue mortal y Hernando salió despedido a varios pasos de distancia al tiempo que el morlaco, en lugar de ensañarse con el caballo ya tendido en tierra, se retiraba orgulloso, en homenaje, quizá por la ley que rige la vida de los animales, a aquel de los suyos que había decidido no huir ante su envite.

Más tarde, José Velasco, a quien don Diego ordenó que siguiera y vigilara al morisco con discreción, aseguraría, jurando y perjurando ante todo aquel que quisiera escucharle, que fue el propio caballo el que, como si lo desease, se había entregado a una muerte segura después de burlar con una elegancia y un arte nunca vistos a cuantos toros se había enfrentado durante esa mañana de otoño.

Pero los juramentos del lacayo, fantasías donde las hubiere al decir de quienes prestaron atención a su historia, no fueron suficientes para que un magullado Hernando evitara la detención y encarcelamiento que de inmediato y de acuerdo con la jurisdicción que le competía, ordenó don Diego López de Haro, burlado en su buena fe por conceder al morisco aquel deseo que le había suplicado. Al desengaño del caballerizo, se sumó la preocupación por la segura y predecible violenta respuesta del conde de Espiel ante la muerte de su caballo.

—Has tenido la posibilidad de medrar y la has desaprovechado —le dijo el caballerizo delante de los trabajadores de las cuadras, Abbas entre ellos, cuando Hernando fue materialmente transportado por José Velasco desde la dehesa—. No puedo hacer nada por ti. Quedarás a disposición de la justicia y de lo que contigo quiera hacer el conde de Espiel, propietario del caballo que has malogrado.

Pero Hernando no escuchaba; tampoco reaccionó ante las palabras de don Diego: se hallaba absorto en la magia de aquel momento en que Azirat cobró voluntad propia y decidió por su cuenta. ¡Ningún caballo de los que había montado llegó nunca a hacer algo parecido!

—Llevadlo a la cárcel —ordenó a sus lacayos—. Yo, don Diego López de Haro, caballerizo de Su Majestad don Felipe II, así lo ordeno.

Hernando ladeó la cabeza hacia el noble. ¡Cárcel! ¿Lo habría previsto Azirat? Quizá debería haber muerto él también, pensó mientras caminaba por el Campo Real, frente al alcázar de los reyes cristianos, donde la Inquisición, escoltado por José Velasco y un par de hombres más. No tenía nada por lo que vivir. Sólo su madre, pensó con tristeza. Se dirigían a la calle de la cárcel, y Hernando lo hacía renqueante y dolorido, agarrado del brazo por José, todavía confundido entre lo que había presenciado en la dehesa y los lógicos razonamientos de quienes escucharon sus explicaciones y se negaron a creerlas. ¡Pero él lo había visto! José y Hernando se miraron y una mueca ininteligible apareció en los labios del lacayo. Cruzaron bajo el puente de la catedral y ascendieron en silencio por la calle de los Arquillos, la mezquita a su derecha. La gente con la que se cruzaban miraba con curiosidad a la comitiva.

Sólo Dios podía haber guiado los pasos de Azirat, igual que hacía con todos los creyentes, concluyó Hernando. Pero si él había salido ileso, ¿de qué servía el sacrificio del caballo? ¿Para terminar en la cárcel a disposición del hombre por cuya causa había entregado su vida Azirat? «El diablo jamás entrará en una tienda habitada por un caballo árabe», escribió el Profeta para elevar a los nobles brutos a defensores de los creyentes. ¿Qué pretendía decirle Dios a través de Azirat? José Velasco tiró de su brazo ante la duda que llevó a Hernando a detener sus pasos. ¿Cuál era el mensaje divino que podía esconderse en lo sucedido esa mañana?, continuó preguntándose.

—¡Camina! —ordenó uno de los hombres al tiempo que le empujaba por detrás.

Sintió el empujón sobre su espalda como uno de los golpes más fuertes que nunca hubiera recibido. ¡Azirat no podía pretender que él terminase encarcelado! Pero ¿cómo podía librarse de la prisión? No podría correr más que algunos pasos y los hombres iban armados mientras que él…

—¡Obedece! —Un nuevo empujón estuvo a punto de lanzarle al suelo.

José Velasco soltó su brazo y lo miró extrañado.

—Hernando, no me lo pongas más difícil —le rogó.

La puerta de los Deanes, que daba al huerto de la mezquita, se hallaba a sólo un par de pasos de donde se encontraban. El morisco la miró. También lo hizo José Velasco.

—No intentes… —trató de advertirle el lacayo.

Pero Hernando, pese al dolor que sentía en todo su cuerpo, corría ya hacia la mezquita.

Traspasó la puerta de los Deanes en el momento en que los tres hombres se abalanzaban sobre él; todos cayeron en el interior del huerto de naranjos de la catedral. Hernando luchó y pateó por librarse de ellos, pero sus músculos ya no respondían. Rodeados por la gente que se hallaba en el huerto, José Velasco logró inmovilizarlo al tiempo que sus compañeros, ya en pie, lo agarraban de tobillos y muñecas para extraerlo del huerto como si de un fardo se tratase.

—¡Grítalo! —le apremió un hombre que observaba la escena.

¿Qué…?, pensó Hernando.

—¡Dilo! —le conminó otro.

¿Qué tenía que decir?

Los hombres del caballerizo ya le habían alzado del suelo y Hernando colgaba igual que un animal.

—¡Sagrado! —escuchó de voz de una mujer.

—¡Sagrado! —gritó el morisco, recordando entonces cuántas veces había escuchado esa súplica en sus estancias en la catedral—. ¡Me acojo a sagrado!

En el linde interior de la puerta de los Deanes, los hombres que le acarreaban dudaron, pero inmediatamente hicieron ademán de sacarlo de la catedral.

—¿Qué pretendéis? —Un sacerdote se interpuso en su camino—. ¿Acaso no habéis oído que este hombre se ha acogido a sagrado? ¡Soltadle bajo pena de excomunión ipso facto! —Hernando notó cómo aflojaba la presión en sus manos y pies.

—Este hombre… —intentó explicar José Velasco.

—¡Es sacrilegio violar la inmunidad y el derecho de asilo de un lugar sagrado! —insistió el sacerdote interrumpiéndolo con brusquedad.

El lacayo hizo un gesto a los hombres que le acompañaban y éstos soltaron a Hernando, que quedó a los pies de todos ellos.

—No estarás mucho tiempo retraído en la catedral —le espetó José Velasco, temeroso ya del castigo que le impondría su señor por haber permitido que el detenido escapase—. Dentro de treinta días te echarán de aquí.

—Eso lo tendrá que decidir el provisor eclesiástico —volvió a interrumpirle el sacerdote. José y sus hombres, ambos con igual rostro de preocupación que el lacayo, fruncieron el ceño—. Y tú —añadió entonces, dirigiéndose a Hernando—, ve en busca del vicario a comunicarle las circunstancias que te han llevado a pretender este derecho.