Córdoba, 1581
El 15 de abril de 1581, las Cortes portuguesas, reunidas en la ciudad de Tomar, juraron rey de Portugal a Felipe II de España. La península Ibérica se unificaba así bajo una misma corona y el Rey Prudente obtenía el control de los territorios que la formaban y el comercio con el Nuevo Mundo, repartido entre España y Portugal a raíz del tratado de Tordesillas.
Fue precisamente en Portugal donde por primera vez se trató la posibilidad del exterminio en masa de los moriscos españoles. Reunidos el rey, el conde de Chinchón y el rehabilitado anciano duque de Alba, cuyo carácter no se suavizaba ni siquiera con la vejez, estudiaron la posibilidad de embarcar a todos los moriscos con destino a Berbería para, una vez en alta mar, barrenar las naves a fin de que perecieran ahogados.
Por fortuna, o quizá porque la armada estaba ocupada en otros menesteres, la matanza de todo un pueblo no se llevó a cabo.
Pero en el mes de agosto de ese mismo año, desde Portugal, el rey adoptó también otra decisión que afectaría directamente a Hernando. Ese verano la sequía hizo estragos en la campiña cordobesa: las yeguas carecían de pastos en las dehesas, y faltaba el dinero para alimentarlas con un grano excesivamente caro que, por otra parte, era reclamado por los vecinos. Hasta el obispado de Córdoba se había visto obligado a adquirir trigo importado de fuera de España. Por eso, el rey escribió al caballerizo mayor don Diego López de Haro y al conde de Olivares comunicándoles que la yeguada debía ser trasladada a Sevilla, a los pastos del coto real del Lomo del Grullo, sobre el que tenía jurisdicción el conde, para que allí pudiera apacentar.
Había transcurrido más de un año desde que Karim murió a manos del verdugo de la Inquisición y Hamid desapareció en las aguas del Guadalquivir tras vengar la traición a la comunidad morisca. Hernando vivió ese período en constante penitencia, porque cada vez que recordaba el obstinado silencio de Karim en la sala de tortura del alcázar de los reyes cristianos le invadía un sentimiento de culpabilidad al que sólo creía engañar mediante el ayuno y la oración.
—Habría muerto igual —trató de convencerle Fátima, preocupada por el estado que mostraba su esposo: delgado, demacrado y con unas marcadas ojeras negras que apagaban el intenso azul de sus ojos—. Aunque hubiera confesado, nunca se habría reconciliado con la Iglesia y le habrían ejecutado de todos modos.
—Quizá sí… —contestó Hernando, pensativo—, quizá no. Eso no podemos saberlo. Lo único cierto, lo único que sé, puesto que lo viví momento a momento, es que falleció en el dolor y la crueldad por mantener en secreto mi nombre.
—¡El de todos, Hernando! Karim ocultaba el nombre de todos aquellos que siguen creyendo en el único Dios, no sólo el tuyo. No puedes asumir solo esa responsabilidad.
Pero el morisco rechazó las palabras de su mujer.
—Dale tiempo, hija —le recomendó Aisha ante el llanto de Fátima.
Don Diego anunció a Hernando que debía ir con la yeguada a Sevilla y quedarse con ella hasta volver a Córdoba. Fátima y Aisha se alegraron, esperanzadas en que el viaje y el tiempo que estuviese en Sevilla consiguieran distraerle y arrancarle de la tristeza en la que se hallaba sumido y para la que no parecía existir consuelo, ni siquiera en sus paseos diarios a lomos de Azirat.
A principios de septiembre, cerca de cuatrocientas yeguas, los potros de un año y los nacidos en esa primavera se pusieron en marcha en dirección a los ricos pastos de las marismas del bajo Guadalquivir. El Lomo del Grullo se hallaba a unas treinta leguas de Córdoba por el camino de Écija y Carmona a Sevilla desde donde, una vez cruzado el río, debían dirigirse a Villamanrique, población enclavada junto al coto de caza real. En circunstancias normales el viaje podía hacerse en unas cuatro o cinco jornadas, pero Hernando y los demás jinetes que le acompañaban pronto comprendieron que, por lo menos, doblarían el número de días. Don Diego contrató personal complementario para que ayudase a los yegüeros que andaban junto al ganado, tratando de mantener unida y compacta una gran manada que no estaba tan acostumbrada a los traslados a larga distancia como podían estarlo los grandes rebaños de ovejas que trashumaban por la cercana cañada real de la Mesta. A todo aquel contingente de hombres y caballos se les unió, como si de una romería se tratase, un grupo de nobles cordobeses deseosos de satisfacer al rey, que no hacían sino entorpecer el trabajo de yegüeros y jinetes.
Así, como bien previeran Fátima y Aisha, Hernando llegó a olvidar toda preocupación, centrándose en galopar arriba y abajo con Azirat para recuperar las yeguas o los potros que se alejaban de la manada, o para actuar todos unidos a fin de agrupar aún más a los animales en el momento de cruzar un paso estrecho o complicado. El rojo brillante del pelo de Azirat destacaba allí donde trabajase y su agilidad, sus caracoleos y sus aires soberbios despertaban admiración entre los viajeros.
—¿Y ese caballo? —preguntó un noble obeso, apoltronado más que montado en una gran silla de cuero repujada con adornos de plata, a otros dos que le acompañaban, algo alejados de la manada para evitar la polvareda que ésta levantaba del seco camino.
Hernando acababa de impedir la huida de uno de los potros, persiguiéndolo, adelantándolo y revolviéndose frente a él con Azirat a la empinada que, elevado sobre sus cuartos traseros, sin llegar a manotear en el aire, obligó al díscolo a retornar.
—Por su capa colorada, no debe de ser sino un desecho de las caballerizas reales —presumió uno de los interpelados—. Una verdadera lástima —sentenció, impresionado ante los movimientos de caballo y jinete—. Será uno de los caballos con que Diego satisface parte del sueldo de los empleados.
—¿Y el jinete? —inquirió el primero.
—Un morisco —aclaró en esta ocasión el tercero—. He oído a Diego hablar de él. Tiene una gran confianza en sus cualidades y no cabe duda de que…
—Un morisco… —repitió para sí el noble obeso sin hacer caso a otras explicaciones.
Los tres hombres observaban ahora cómo Hernando se dirigía a galope tendido hacia la cabeza de la manada. Cuando el morisco pasaba por su lado, el conde de Espiel se irguió sobre los estribos de plata de su lujosa silla de montar y frunció el ceño. ¿Dónde había visto antes aquella cara?
El rey les proveyó de órdenes para recabar la ayuda de las gentes y los corregidores de todos los pueblos que cruzaran en su camino, pero, no obstante, antes de poner fin a cada jornada, los jinetes tenían que encontrar el lugar adecuado para reunir y alimentar a aquella cantidad de ganado y obtener grano o paja si los pastos elegidos eran insuficientes. Al mismo tiempo, los nobles buscaban las comodidades del pueblo más cercano.
Por las noches, Hernando caía rendido después de atender a Azirat, cenar el potaje de la olla que el cocinero preparaba sobre un fuego a campo abierto y charlar un rato con los demás hombres. Sólo durante los turnos de guardia en aquellas dehesas abiertas y desconocidas tanto para el ganado como para los hombres rememoraba los acontecimientos que habían marcado su último año.
Fue en esos momentos de silencio, montado sobre Azirat, cuando Hernando llegó a reconciliarse consigo mismo. A lomos de su caballo, mientras escuchaba cómo el resoplar de alguno de los animales rompía el silencio o azuzaba con suavidad a aquel que, dormitando, pretendía alejarse de la manada, el morisco recobró el sosiego. ¡Cuán diferentes eran aquellas horas del estruendo de más de medio millar de animales por los caminos! Los relinchos y bramidos, las coces y los mordiscos; la inmensa polvareda que levantaban en el camino y que le impedía ver más allá de unos pasos. Por las noches podía contemplar un inmenso cielo estrellado, nítido y brillante, diferente al que alcanzaba a ver desde su casa de Córdoba, encajonada entre tantos otros edificios. Allí en el campo, a solas, llegó a sentirse como en las Alpujarras. ¡Hamid! Se había entregado a ellos. Buscando el contacto de un ser vivo, palmeaba el cuello de Azirat cuando notaba cómo se le cerraba la garganta al recuerdo del viejo alfaquí. También pensó en Karim, pero en esta ocasión permitió que las dolorosas escenas que había vivido en las mazmorras de la Inquisición renacieran una tras otra en su memoria, sin refugiarse en la oración o en el ayuno para alejarlas de sí. Revivió una y otra vez el dolor del anciano, sintiéndolo en su carne, viéndolo, sufriéndolo, doliéndose como si fuera allí y entonces donde lo torturaran, a Karim… y a él. Poco a poco, su rostro congestionado y sus reprimidos aullidos de dolor en pugna por no conceder victoria o satisfacción alguna a sus verdugos, y su cuerpo cada día más dislocado, se le presentaron con una crudeza tal, que Hernando se encogía en la montura y allí, en la inmensidad de Andalucía, donde al amparo de la noche no podía huir a ningún sitio para alejarse de todos aquellos recuerdos, empezó a aprender a vivir con su dolor y a enfrentarse a él.
Hernando miró al cielo, a la luna que jugaba a definir los contornos y vio caer una estrella fugaz, y al cabo, otra… y otra más, como si los dos ancianos le contemplaran y le hablaran desde el paraíso.
Brahim también vio las mismas estrellas fugaces, pero su interpretación fue bien distinta de la de Hernando. Habían transcurrido siete años desde que había armado sus primeras fustas para el corso y después de cuatro temporadas capitaneando personalmente los ataques a la costa, y de varias ocasiones en las que las milicias urbanas estuvieron a punto de detenerle, decidió ceder su puesto en las barcas a Nasi, convertido en un joven fuerte y cruel como su amo, y limitarse a invertir su dinero, a llevar el negocio con mano de hierro y a recoger los cuantiosos beneficios que éste le proporcionaba.
Junto a Nasi se mudó a un palacete en la medina de Tetuán, donde vivía rodeado de lujo y de mujeres. Para cerrar una conveniente alianza volvió a casarse, esta vez con la hija de otro jeque de la ciudad que le dio dos hijas, pero se cuidó mucho, a la hora de concertar y contraer matrimonio, de advertir a la familia de la novia de que aquella mujer no era más que su segunda esposa; que la primera estaba retenida en España y que, un día u otro, volvería a él para ocupar el lugar que le correspondía.
Porque a medida que el antiguo arriero de las Alpujarras obtenía riquezas, prestigio y respeto, su humillante salida de Córdoba le corroía más y más; ahí estaba el muñón de su brazo derecho como un recuerdo perenne, sobre todo durante las calurosas noches del verano norteafricano en las que se despertaba, empapado en sudor, por las punzadas de dolor de aquella mano que le faltaba. Luego, el tiempo discurría hasta el amanecer en una duermevela. Cuanto mayor era su poder, mayor era su desesperación. ¿De qué le servían los esclavos si no lograba olvidar la esclavitud a que él mismo había sido condenado en Córdoba? ¿Para qué quería sus fabulosas riquezas si le robaron la mujer que deseaba por no poder gobernarla? Y en cada ocasión en que castigaba a alguno de sus hombres por ladrón y sentenciaba que le cortasen una mano, siempre se veía a sí mismo, en Sierra Morena, inmovilizado por un grupo de monfíes que le extendían el brazo para que el alfanje cercenara la misma mano que él ordenaba entonces cortar.
Las comodidades y la abundancia, amén de la falta de cualquier otro tipo de preocupaciones, llevaron a Brahim a obsesionarse con su pasado y no había cautivo cristiano o fugado morisco que no fuera interrogado sobre la situación en Córdoba, sobre un monfí de Sierra Morena al que llamaban el Manco; sobre Hernando, morisco de Juviles, que vivía en Córdoba y al que llamaban el nazareno, y sobre Aisha o Fátima. Sobre todo acerca de Fátima, cuyos almendrados ojos negros permanecían vivos en el recuerdo y en el cada vez más enfermizo deseo del arriero. El interés del rico corsario, que premiaba con suma generosidad cualquier noticia, corrió de boca en boca y pocos eran los hombres de sus fustas que no perseguían aquellas informaciones y que, de una forma u otra, se las proporcionaban al retornar de sus incursiones. Así llegó a enterarse de que el Sobahet había muerto y de que Ubaid había ocupado su puesto.
—¿Conocéis Córdoba?
Brahim lo preguntó directamente en aljamiado, interrumpiendo sin consideración los saludos de cortesía de los dos frailes capuchinos en misión redentora de esclavos. ¿Qué le importaban a él las formalidades?
Los frailes, tonsurados, ataviados con sus hábitos y sus cruces en el pecho, se sorprendieron y se consultaron con la mirada. Se hallaban en la magnífica sala de recepción del palacio de la medina de Brahim, en pie frente a su anfitrión, que los interrogaba recostado sobre multitud de cojines de seda, con el joven Nasi a su lado.
—Sí, excelencia —contestó fray Silvestre—. He estado varios años en el convento de Córdoba.
Brahim no pudo ocultar su satisfacción, sonrió e indicó a los monjes que tomaran asiento junto a él, palmeando nerviosamente los cojines que se disponían a sus lados. Mientras el corsario ordenaba que llamasen a un esclavo para que los atendiese, fray Enrique cruzó una mirada de complicidad con su compañero: debían aprovechar la predisposición del gran corsario de Tetuán para obtener sus favores y un menor precio por las almas que habían ido a rescatar.
Junto a otras órdenes redentoras, los monjes capuchinos se ocupaban del rescate de los esclavos de Tetuán, mientras los carmelitas hacían lo propio con los de Argel. A tales fines, fray Silvestre y fray Enrique acababan de visitar la alcazaba Sidi al-Mandri, residencia del gobernador y etapa obligada en toda misión de rescate: primero, tras pagar impuestos al desembarcar entre los insultos y los escupitajos de la gente, había que liberar a los cautivos propiedad del gobernante del lugar; como era costumbre, el gobernador incumplió las condiciones pactadas en el difícil y complejo acuerdo por el que concedía permiso y salvaguarda a los monjes redentoristas, y exigió mayor precio y mayor número de esclavos de su propiedad para liberar. Por eso, encontrarse con un jeque bien dispuesto, que los invitaba a sentarse y les ofrecía comida y bebida que ya les estaba sirviendo todo un ejército de esclavos negros, constituía una circunstancia que debían aprovechar. Tenían dinero, bastante dinero fruto de las entregas directas de los familiares de los cautivos, de las limosnas que constantemente se demandaban en todos los reinos, y sobre todo de las mandas y legados que los piadosos cristianos efectuaban en sus testamentos. ¡Cerca de un setenta por ciento de los testamentos de los españoles instituían mandas para el rescate de almas! Sin embargo, todo el dinero del mundo era insuficiente para liberar a los miles de cristianos que se amontonaban bajo tierra en los silos de Tetuán, porque la ciudad se hallaba construida sobre terreno calcáreo y, junto a la alcazaba, existían unas inmensas galerías subterráneas naturales que cruzaban toda la ciudad y en las que se encerraban a miles de cristianos cautivos.
Los frailes acababan de estar en aquellas mazmorras y casi habían llegado a perder el sentido debido al hedor y al ambiente malsano. Miles de hombres se hacinaban en los subterráneos, mugrientos, desnudos y enfermos. No había luz natural ni aire; la única ventilación provenía de unas troneras enrejadas que daban directamente a las calles de la ciudad. Allí, los cristianos esperaban su rescate o su muerte, aherrojados mediante cadenas o argollas, o con los pies introducidos entre largas barras de hierro que les impedían moverse.
—Contadme, contadme —los exhortó Brahim, despertándolos del recuerdo de las salvajes condiciones en que se mantenían cautivos a sus compatriotas.
Fray Silvestre sabía de Hernando, el morisco empleado por don Diego en las caballerizas reales y que los domingos se paseaba por Córdoba en un magnífico caballo alazán con dos niños a horcajadas en la montura. Le habían comentado que prestaba servicios al cabildo catedralicio, aunque ignoraba cualquier circunstancia acerca de su familia. Y sí, por supuesto, sabía del sanguinario monfí a quien todos llamaban el Manco —el religioso tuvo que hacer un esfuerzo por desviar la mirada del muñón de Brahim—, que tras la muerte del Sobahet se había convertido en un reyezuelo en las entrañas de Sierra Morena. Ninguno de los dos osó preguntar a qué venía el interés del corsario por aquellos personajes, y entre tragos de limonada, dátiles y dulces, hablaron de Córdoba antes de tratar sobre el rescate de los esclavos que habían venido a liberar y cuya negociación, para desespero de los religiosos, Brahim dejó en manos de Nasi.
Poco a poco, Brahim fue reuniendo la información que anhelaba pero, pese a que la osadía de los corsarios los llevaba a internarse en territorio cristiano hasta poblaciones bastante alejadas de las costas, Córdoba estaba demasiado lejos, a más de treinta leguas por las vías principales, como para arriesgarse a acudir hasta allí. Además, ¿qué harían una vez se hallaran en la antigua sede califal?
Ahora, Brahim contemplaba aquellas mismas estrellas fugaces en las que Hernando, en una dehesa cercana a Carmona, quiso ver un mensaje celestial de sus difuntos seres queridos. El corsario había logrado resolver, no sin riesgos, los problemas que le impedían llevar a cabo su venganza. La solución le había llegado de la mano de la joven y bella doña Catalina y su pequeño Daniel, esposa e hijo de don José de Guzmán, marqués de Casabermeja, rico terrateniente de origen malagueño, a quienes sus hombres hicieron prisioneros junto a una pequeña escolta con la que viajaban, en una incursión en las cercanías de Marbella.
Doña Catalina y su hijo Daniel constituían una presa valiosísima, por lo que el corsario los acogió de inmediato en su palacio y les procuró cuantas atenciones fueran necesarias hasta que llegasen los negociadores del marqués, porque los nobles no esperaban hasta que una misión redentorista obtuviera los fondos y los difíciles permisos necesarios del gobernador de Tetuán y del rey Felipe, siempre reacio a aquella fuga de capitales hacia sus enemigos musulmanes, aunque al final se viera siempre obligado a claudicar. En el caso de nobles y principales, tan pronto como las familias tenían noticias de dónde se encontraban sus allegados, cosa de la que se ocupaban los propios corsarios, se entraba en rápidas negociaciones para pactar el rescate.
Doña Catalina y su hijo no fueron menos y Brahim no tardó en recibir la visita de Samuel, un prestigioso mercader judío de Tetuán con quien el arriero ya había tenido numerosos tratos comerciales a la hora de vender mercancías capturadas a los barcos cristianos.
—No quiero dinero —le interrumpió tan pronto como el judío empezó a negociar—. Quiero que el marqués se ocupe de devolverme a mi familia y de procurarme venganza sobre dos alpujarreños.
La última de las estrellas fugaces trazó una parábola en el límpido cielo cordobés y Brahim sonrió con el recuerdo de la cara de sorpresa de Samuel al escuchar sus condiciones para liberar a doña Catalina y su hijo.
—Si no es así, Samuel —sentenció poniendo fin a la conversación—, mataré a madre e hijo.
Brahim miraba al cielo desde el balcón de la estancia en que se hallaba alojado, en la venta del Montón de la Tierra, la última de las que se abrían en el camino de las Ventas desde Toledo, a sólo una legua de Córdoba. Por allí había pasado hacía ocho años con Aisha y Shamir en busca del Sobahet para proponerle el trato que conllevó la pérdida de la mano derecha. ¡Ubaid!, masculló. Acarició la empuñadura del alfanje que colgaba de su cinto; había aprendido a utilizar el arma con su mano izquierda. En su bolsa llevaba un documento suscrito por el secretario del marqués que le garantizaba la libre circulación por Andalucía, y en la puerta de su habitación se apostaba un lacayo del noble para que nadie le molestase mientras esperaba acontecimientos. Desde el balcón observó también la planta baja de la venta, un patio cuadrado iluminado por hachones clavados en las paredes, alrededor del cual se disponían la cocina y el comedor, el pajar, las habitaciones del mesonero y su familia y establos para las caballerías. Varios soldados del pequeño ejército reclutado por el marqués remoloneaban en el patio y esperaban igual que él. Al ventero se le había entregado una buena cantidad de dinero para comprar su silencio y cerrar la posada a cualquier otro viajero.
Volvió a mirar al cielo y trató de contagiarse de la serenidad con que le amparaba. Llevaba años soñando con ese día. Golpeó repetidamente la barandilla de madera en la que se apoyaba con el puño de su mano izquierda y un par de soldados miraron hacia el balcón.
Nasi había tratado de convencerle, una vez más, hacía cuatro días, antes de que desembarcara en las costas malagueñas.
—¿Qué necesidad tienes de ir a Córdoba? El marqués puede traértelos a todos, incluido Ubaid. Podría entregártelo aquí, encadenado como un perro. No correrías ningún riesgo…
—Quiero presenciarlo desde el primer momento —contestó Brahim.
Tampoco lo entendió el marqués, un joven soberbio y tan altivo como anunciaba su magnífica presencia. El noble había exigido garantías de que, una vez cumplida su parte del trato, el corsario cumpliría con la suya y, para su sorpresa, la garantía se le presentó en la persona del mismísimo Brahim.
—Si yo no volviese, cristiano —le amenazó éste—, no puedes llegar a imaginar los sufrimientos que padecerán tu mujer y tu hijo antes de morir.
Había hablado con Nasi al efecto.
—En caso de que no regrese, mi mujer y mis hijas heredarán, como es ley —añadió al despedirse de su joven ayudante—, pero el negocio será tuyo.
Sabía que se jugaba la vida, que si algo salía mal…, pero necesitaba estar allí, ver la expresión de Fátima y del nazareno, de Aisha, de Ubaid; la venganza sería poca si le privaban de esos momentos.
Aquella madrugada, siete hombres del marqués de Casabermeja, de entera confianza y probada fidelidad al noble, se dirigieron a la puerta de Almodóvar, en el lienzo occidental de la muralla que rodeaba Córdoba. Durante el día habían comprobado que las informaciones recibidas acerca de la situación de la casa de Hernando eran correctas. No lograron ver al morisco, pero un par de vecinos, cristianos viejos bien dispuestos cuando de maldecir a los moriscos se trataba, les confirmaron que allí vivía el que trabajaba como jinete en las caballerizas reales. También pagaron una buena suma al alguacil que debía franquearles el paso por la puerta de Almodóvar. Esa madrugada el portón se entreabrió, y el marqués, embozado, junto a dos lacayos con el rostro igualmente cubierto y siete soldados más, entró en Córdoba. Fuera, escondidos, esperaban dos hombres con caballos para todos. Los diez hombres descendieron en silencio por la desierta calle de Almanzor hasta llegar a la de los Barberos, donde uno de los hombres se apostó. El marqués, con el rostro oculto en el embozo, se santiguó frente a la pintura de la Virgen de los Dolores que aparecía en la fachada de la última casa de la calle de Almanzor antes de ordenar que apagaran las velas que descansaban bajo la escena, única iluminación de la calle. Mientras los lacayos obedecían, el resto se adelantó hasta la casa, cuya recia puerta de madera permanecía cerrada. Uno de ellos continuó más allá, hasta la intersección de la calle de los Barberos con la de San Bartolomé, desde donde silbó en señal de que no existía peligro alguno; nadie andaba por aquella zona de Córdoba a tales horas y sólo algunos ruidos esporádicos rompían la quietud.
—Adelante —ordenó entonces el noble sin importarle que pudieran escucharle.
A la luz de la luna, que pugnaba por llegar a los estrechos callejones de la Córdoba musulmana, uno de sus hombres se desprendió de la capa, y ayudado por otros dos que lo impulsaron hacia arriba, se encaramó con asombrosa agilidad hasta un balcón del segundo piso. Una vez allí, arrojó una cuerda por la que ascendieron los dos que le habían ayudado.
El caballero continuó oculto tras su embozo, y los hombres que le acompañaban empuñaron sus espadas, dispuestos para el ataque, en cuanto vieron a sus tres compañeros apretujados en el pequeño balcón de la vivienda de Hernando.
—¡Ahora! —gritó el marqués.
Dos fuertes patadas contra el postigo de madera que cerraba la ventana resonaron en las calles de la medina. Inmediatamente después de las patadas, al escucharse el primer grito desde dentro de la casa, los del balcón se lanzaron contra el maltrecho postigo, lo hicieron añicos e irrumpieron en el dormitorio de Fátima. Los hombres que esperaban abajo se movieron, nerviosos, junto a la puerta cerrada. El marqués ni siquiera volvió la cabeza, hierático. El escándalo de los gritos y las correrías de hombres y mujeres por la casa, los llantos de los niños y los tiestos de flores que se rompían contra el suelo precedió a la apertura de la puerta que daba a la calle. Los hombres que esperaban abajo se arrollaron unos a otros con las espadas en alto para superar el zaguán de entrada.
En las casas vecinas empezó a evidenciarse movimiento. La luz de una linterna brilló en un balcón cercano.
—¡En nombre del Manco de Sierra Morena —gritó uno de los apostados en el callejón—, apagad las luces y quedaos en vuestras casas!
—¡En nombre de Ubaid, monfí morisco, cerrad las puertas y las ventanas si no queréis salir perjudicados! —ordenaba el otro recorriéndolo arriba y abajo.
El marqués de Casabermeja continuó quieto frente a la fachada de la casa; poco después salieron sus hombres llevando a rastras a Aisha y a Fátima, descalzas y con la simple camisola con la que dormían, y en volandas a los tres niños, que lloraban.
—No hay nadie más, excelencia —le comunicó uno de ellos—. El morisco no está.
—¿Qué pretendéis? —gritó entonces Fátima.
El hombre que la agarraba del brazo le propinó un manotazo en el rostro al tiempo que el secuaz que arrastraba a Aisha la zarandeaba para que no gritase. Fátima, aterrada, tuvo tiempo de lanzar una última mirada hacia su hogar. Los sollozos de sus hijos la hicieron volver la cabeza hacia ellos. Dos hombres los cargaban sobre los hombros; otro arrastraba a Shamir, que intentaba soltarse mediante infructuosos puntapiés. Inés, Francisco… ¿qué iba a ser de ellos? Se debatió una vez más, inútilmente, en los fuertes brazos de su secuestrador. Cuando se rindió, vencida, salió de su boca un grito ronco, de ira y dolor, que el hombre sofocó con su recia mano. ¡Ibn Hamid!, murmuró entonces Fátima para sí, con el rostro anegado en lágrimas. Ibn Hamid…
—Vámonos —ordenó el noble.
Desanduvieron sus pasos hasta la cercana puerta de Almodóvar, arrastrando a las dos mujeres por las axilas; los niños seguían en brazos de aquellos que los habían sacado de la casa.
En sólo unos instantes montaban a caballo, con las mujeres tumbadas sobre la cruz como si de simples fardos se tratase y los niños agarrados por los jinetes. Mientras, en la calle de los Barberos, los vecinos se arremolinaban frente a las puertas abiertas de la casa de Hernando, dudando si entrar o no. El marqués y sus hombres partieron al galope en dirección a la venta del Montón de la Tierra.
Pero el secuestro de aquella familia sólo constituía una parte del acuerdo con Samuel el judío, que también incluía poner a los pies de Brahim al monfí de Sierra Morena conocido como el Manco, pensaba el marqués, preocupado durante su carrera hacia la venta por no haber encontrado a Hernando.
Asaltar una casa morisca en Córdoba fue para el marqués de Casabermeja una empresa relativamente fácil. Sólo hacía falta contar con hombres leales y preparados, y dejar caer unos escudos de oro aquí y allá; nadie iba a preocuparse por unos cuantos perros moros. Lo del monfí era diferente: había que encontrar a su banda en el interior de Sierra Morena, acercarse a él y, con toda seguridad, pelear con su gente para capturarlo. La empresa del monfí se había iniciado hacía días y sólo cuando el marqués recibió noticias de que sus hombres ya se habían puesto en contacto con el Manco, avisó a Brahim y éste se arriesgó a entrar en Córdoba. Todo tenía que hacerse al mismo tiempo, puesto que ni el corsario quería permanecer en tierras españolas más días de los imprescindibles, ni el marqués de Casabermeja quería arriesgarse a que los detuvieran.
Para capturar al monfí el marqués había contado con un ejército de bandoleros valencianos capitaneados por un noble de menor rango y escasos recursos económicos, cuyas tierras lindaban con las posesiones que él señoreaba en el reino de Valencia. No era el único hidalgo que recurría a tratos con bandoleros; existían verdaderos ejércitos al mando de nobles y señores que, amparados en sus prerrogativas, usaban a esos criminales a sueldo para misiones de puro saqueo o con el fin de zanjar a su favor cualquier pleito sin necesidad de recurrir a la siempre lenta y costosa justicia.
El administrador de las tierras del marqués en Valencia gozaba de buenas relaciones con el barón de Solans, quien mantenía un pequeño ejército de cerca de cincuenta bandoleros que haraganeaban en un destartalado castillo y que aceptó de buen grado el importe que le ofreció el administrador por deshacerse de una banda de moriscos. Salvo el Manco, al que deberían entregar vivo en la venta del Montón de la Tierra, los demás debían morir, pues el marqués no deseaba testigos. El barón de Solans engañó a los monfíes de Sierra Morena haciendo llegar a Ubaid un mensaje por el que le invitaba a aliarse con él dado su conocimiento de las sierras para, juntos, afrontar misiones de mayor envergadura en las cercanías de la rica Toledo. Cuando ambas partidas se encontraron en la sierra, se produjo una lucha desigual: cincuenta experimentados criminales bien armados contra Ubaid y algo más de una docena de esclavos moriscos fugados.
Brahim corrió hacia el balcón que daba al patio ante la agitación de los hombres que allí esperaban. Llegó a tiempo de ver cómo abrían las puertas de la venta para franquear el paso a un grupo de jinetes y crispó los dedos de su mano izquierda sobre la barandilla de madera cuando, entre las sombras y el titilar del fuego de los hachones, vislumbró las figuras de dos mujeres que los hombres dejaron caer de los caballos tan pronto como las puertas se cerraron tras ellos.
Aisha y Fátima trataron de ponerse en pie. La primera se apoyó en la espalda de un caballo y volvió a caer cuando éste caracoleó inquieto. Fátima gateó y trastabilló en varias ocasiones antes de lograr levantar la mirada hacia los jinetes, buscando a los niños cuyos llantos le llegaban con nitidez pese al alboroto que armaban los caballos. Por encima de ellos, Brahim sí que descubrió a los niños, pero…, aguzó la vista inclinándose sobre la baranda.
—¿Y el nazareno? —gritó desde el balcón—. ¿Dónde está ese hijo de puta?
Aisha se llevó las manos al rostro y se derrumbó entre las patas de uno de los caballos; dejó escapar un único grito que resonó por encima del repicar de cascos, los bufidos de animales y las órdenes de sus jinetes. Fátima se irguió y, temblorosa, con todos los músculos de su cuerpo en tensión, giró lentamente la cabeza, como si quisiera darse tiempo para identificar la voz que acababa de reventar en sus oídos antes de alzar sus inmensos ojos negros hacia el balcón. Sus miradas se cruzaron. Brahim sonrió. Instintivamente, Fátima trató de tapar sus pechos, que sintió desnudos bajo la sencilla camisola de dormir. Unas risotadas surgieron de boca de los jinetes más próximos a Fátima, algunos de ellos ya pie a tierra.
—¡Cúbrete, perra! —gritó el corsario—. ¡Y vosotros —añadió hacia los hombres que por primera vez parecían darse cuenta de la desnudez de las mujeres—, desviad vuestras sucias miradas de mi esposa! —Fátima notó cómo el llanto le llenaba los ojos: «¡Mi esposa!, ¡ha gritado mi esposa!»—. ¿Dónde está el nazareno, marqués?
El noble era el único de los hombres que permanecía oculto en su embozo, a caballo; el refulgir de los hachones chocaba contra los pliegues de su capucha. Tampoco contestó, lo hizo uno de sus lacayos por él.
—No había nadie más en la casa.
—Ése no era el trato —rugió el corsario.
Durante unos instantes, sólo se oyeron los sollozos de los niños.
—En ese caso, no hay trato —le retó el noble con voz firme.
Brahim afrontó el desafío sin decir palabra. Observó a Fátima, abrazada a sí misma, encogida y cabizbaja, y un escalofrío de placer le recorrió la columna vertebral. Luego volvió la cabeza hacia el noble: si el trato se deshacía, su muerte era segura.
—¿Y el Manco? —inquirió, dando a entender que cedía a la falta de Hernando.
Como si estuviera previsto, en aquel mismo momento resonaron en el patio un par de aldabonazos sobre la vieja y reseca madera de la puerta de la venta. El administrador del marqués fue claro en sus instrucciones: «Estad preparados con el monfí. Escondeos en las cercanías y cuando veáis que mi señor entra en la venta, acudid a ella».
Ubaid accedió al patio arrastrando los pies, con los brazos atados por encima del muñón y entre dos de los secuaces del barón, que los precedía a todos. El noble valenciano, ya viejo pero firme y correoso, buscó al marqués de Casabermeja y, sin dudarlo un instante, se dirigió a la figura embozada a caballo.
—Aquí lo tenéis, marqués —le dijo, al tiempo que echaba un brazo atrás hasta agarrar a Ubaid del cabello y le obligaba a arrodillarse a los pies del caballo.
—Os estoy agradecido, señor —contestó Casabermeja.
Mientras el marqués hablaba, uno de sus lacayos echó pie a tierra y entregó una bolsa al barón, quien la desató, la abrió y empezó a contar los escudos de oro que restaban del pago convenido.
—El agradecimiento es mío, excelencia —afirmó el valenciano dándose por satisfecho—. Confío en que en vuestra próxima visita a vuestros estados de Valencia, podamos reunirnos y salir de caza.
—Estaréis invitado a mi mesa, barón. —El marqués acompañó sus palabras con una inclinación de cabeza.
—Me considero muy honrado —se despidió el barón. Con un gesto indicó a los dos hombres que le acompañaban que se dirigieran hacia la puerta.
—Id con Dios —le deseó el marqués.
El barón respondió a esas palabras con algo parecido a la reverencia con que debía despedirse de un caballero de mayor rango y se encaminó hacia la salida. Antes de que alcanzase la puerta, el marqués desvió su atención hacia el balcón donde unos instantes antes se hallaba Brahim, pero el corsario ya había bajado al patio para, sin mediar palabra, echar por encima de Fátima una manta piojosa que encontró en la habitación, y dirigirse, sofocado y resoplando, hacia el arriero de Narila.
—No te acerques a él —le conminó el lacayo que había pagado al barón haciendo ademán de empuñar su espada. Varios de los hombres que le rodeaban sí que la desenvainaron nada más percibir la actitud del servidor de su señor.
—¿Qué…? —empezó a quejarse Brahim.
—No te hemos oído dar el visto bueno al nuevo trato —le interrumpió el lacayo.
—De acuerdo —accedió de inmediato el corsario, antes de apartarlo violentamente de su camino.
Ubaid había permanecido arrodillado a los pies del caballo del marqués, tratando de mantener su orgullo, hasta que oyó la voz de Brahim, momento en que volvió la cabeza lo justo para recibir una fuerte patada en la boca.
—¡Perro! ¡Cerdo marrano! ¡Hijo de mala puta!
Aisha y Fátima, envuelta ésta en la sucia y áspera manta con que la había cubierto Brahim, intentaron observar la escena entre el baile de sombras originado por el fuego de los hachones, los hombres y los caballos: ¡Ubaid!
Brahim había acariciado mil distintas formas de disfrutar con la lenta y cruel muerte que reservaba al arriero de Narila, pero la mueca de desprecio con la que éste le respondió desde el suelo, con la boca ensangrentada, le irritó de tal manera que olvidó todas aquellas torturas con las que había soñado. Temblando de ira, desenvainó el alfanje y descargó un golpe sobre el cuerpo del monfí, acertando en su estómago sin originarle la muerte. Tan sólo el marqués permaneció quieto en su sitio; los demás se apartaron presurosos de un hombre enloquecido que, al tiempo que gritaba insultos casi incomprensibles, se ensañaba con Ubaid, aovillado, golpeándolo con su alfanje una y otra vez: en las piernas, en el pecho, en los brazos o en la cabeza.
—Ya está muerto —señaló el marqués desde su caballo, aprovechando un momento en que Brahim paró para coger aire—. ¡Ya está muerto! —gritó al comprobar que el corsario hacía ademán de descargar otro golpe.
El corsario se detuvo, jadeando, temblando todo él, y rindió el alfanje para permanecer quieto junto al cadáver destrozado de Ubaid. Sin mirar a nadie, se arrodilló, y con el muñón de su mano derecha volteó en el amasijo de carne en busca de lo que había sido su espalda. Muchos de aquellos hombres, incluido el marqués por más que su embozo no lo revelara, avezados en los horrores de la guerra, apartaron la mirada cuando Brahim dejó caer el alfanje y empuñó una daga con la que sajó el costado del monfí en busca de su corazón. Luego hurgó en el interior del cuerpo hasta arrancárselo y, de rodillas, lo miró: el órgano aún parecía palpitar cuando escupió sobre él y lo arrojó a la tierra.
—Partiremos al amanecer —dijo Brahim dirigiéndose al marqués. Se había levantado, empapado en sangre.
El noble se limitó a asentir. Entonces Brahim se dirigió hacia donde estaba Fátima y la agarró del brazo. Todavía tenía que cumplir una parte de sus sueños. Sin embargo, antes la empujó hasta donde se encontraba Aisha.
—¡Mujer! —Aisha alzó el rostro—. Dile a tu hijo el nazareno que lo espero en Tetuán. Que si quiere recuperar a sus hijos tendrá que venir a buscarlos a Berbería.
Mientras el corsario daba media vuelta tirando de Fátima, Aisha cruzó su mirada con la de su amiga, que negó de manera casi imperceptible. «¡No lo hagas! ¡No se lo digas!», le suplicaron sus ojos.
Hasta que el cielo empezó a cambiar de color nadie molestó a Brahim, que se había encerrado con Fátima en la habitación superior de la venta.