24

Dejaron a sus espaldas la fortaleza de la Calahorra, cruzaron el puente romano sobre el Guadalquivir y accedieron a Córdoba por la puerta del Puente, que daba a la fachada trasera de la catedral de la ciudad. En formación, vigilados por los soldados y escrutados por la ciudadanía apelotonada a su paso, Hernando, como muchos otros moriscos que reconocieron en la catedral cristiana la maravillosa mezquita de la Córdoba de los califas, desvió la mirada hacia el templo. Alpujarreños humildes, ligados a sus tierras, nunca habían tenido oportunidad de verla, pero sí que sabían de ella, y aun extenuados, la curiosidad asomó a sus rostros. Justo detrás de aquella pared centenaria, bajo la cúpula, se hallaba el mihrab, el lugar desde el que el califa dirigía la oración. Algunos murmullos corrieron entre los deportados, que inconscientemente aminoraron la marcha. Un hombre que llevaba a un niño sobre los hombros señaló la mezquita.

—¡Herejes! —gritó una mujer ante aquellas muestras de interés.

Inmediatamente, el gentío se sumó a las ofensas, como si quisiera defender la iglesia de miradas profanas:

—¡Sacrílegos! ¡Asesinos!

Un anciano fue a lanzarles una piedra, pero los soldados se lo impidieron y apremiaron el paso de la columna. Cuando sobrepasaron la fachada posterior de la catedral, las calles se hicieron más angostas y los soldados dispersaron a los ciudadanos, que sólo pudieron seguir observando a la comitiva desde los balcones de las casas encaladas de dos pisos. Los moriscos recorrieron la calle de los Cordoneros, pasaron por la Alhóndiga y la calle de la Pescadería, cruzaron la de Feria y llegaron hasta la desembocadura de la calle del Potro. La cabeza del cortejo se detuvo en la plaza del Potro, el mayor enclave comercial de la ciudad y lugar elegido por el corregidor Zapata para tenerlos en custodia.

La plaza del Potro era una plazuela cerrada, centro del barrio del mismo nombre, donde trataron infructuosamente de acomodarse los tres mil moriscos que habían superado el éxodo, aunque la mayor parte terminó diseminada por las calles adyacentes. Pocos pudieron encontrar alojamiento, y menos aún pagarlo, en la posada del Potro, situada en la misma plaza, en la de la Madera, en la de las Monjas o en cualquiera de las muchas otras que existían en los alrededores. El corregidor estableció controles de acceso a la zona y allí, en las calles, a cargo y cuenta del cabildo municipal, quedaron los moriscos a la espera de las instrucciones del rey Felipe acerca de su destino final.

La noche se les echó encima mientras la mayor parte de ellos saciaba la sed en grandes tinajas. Cuando les llegó el turno, y mientras Brahim sorbía el agua, volcado bajo el chorro, Hernando observó a Fátima: su cabello, ahora astroso y sucio, encuadraba un rostro de pómulos marcados y ojos hundidos y amoratados, unas facciones consumidas en las que destacaban los huesos. Vio cómo le temblaban las manos al unirlas en forma de cuenco y tratar de llevarlas hasta sus labios; el agua se le escapó entre los dedos antes de llegar a la boca. ¿Qué sería de ella? No resistiría un nuevo viaje.

Nadie osó lavarse; por más que el corregidor hubiera cerrado las calles, la medida afectaba tan sólo a los moriscos, y los viajantes, mercaderes, tratantes de ganado y artesanos que trabajaban y vivían en la zona —silleros, espaderos, lineros, fabricantes de agujas o curtidores— transitaban con soberbia entre la masa de deportados, vigilándolos, igual que hacían los muchos sacerdotes que merodeaban entre ellos o la multitud de desocupados que diariamente acudían al lugar: mendigos o aventureros que aprovechaban para tratarlos con desprecio.

Los moriscos estaban agotados y hambrientos. De pronto, los cristianos aparecieron con grandes peroles de un potaje de verduras… ¡y tripas de cerdo! Entonces los sacerdotes se dedicaron a detenerse, aquí y allá, para comprobar que nadie rehusaba comer ese alimento que su religión les prohibía.

—¿Por qué no come? —preguntó uno de ellos, señalando a Fátima. La joven estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la fachada de uno de los edificios de la calle del Potro; la escudilla con la comida se hallaba intacta entre sus pies.

Fátima ni siquiera levantó el rostro al oír al sacerdote. Brahim, absorto en los pedazos de entraña que flotaban en su tazón, no contestó. Aisha tampoco lo hizo.

—Está enferma —se apresuró a excusarla Hernando.

—En ese caso, la comida le vendrá bien —arguyó el cura, y, con un gesto, la instó a comer.

Fátima siguió impasible. Hernando se arrodilló junto a ella, tomó el cucharón y lo colmó de caldo… y un pedazo de cerdo.

—Come, por favor —susurró a Fátima.

Ella abrió la boca y Hernando introdujo el potaje en su interior. La grasa resbaló por el mentón de la muchacha antes de que una arcada la obligase a escupir la comida a los pies del sacerdote. El hombre saltó hacia atrás.

—¡Perra mora!

Los moriscos que se hallaban a su alrededor se apartaron y formaron un corro. Todavía de rodillas, arrastrándose, Hernando se volvió hacia el cura y se dirigió a él.

—¡Está enferma! —exclamó—. ¡Mirad! —Cogió el pedazo de cerdo del suelo y se lo llevó a la boca—. Es… es mi esposa. Sólo está enferma —repitió—. ¡Mirad! —Volvió a donde estaba la escudilla, cargó el cucharón de pedazos de tripas y las comió—. Sólo está enferma… —balbuceó con la boca llena.

El sacerdote contempló durante un buen rato cómo Hernando masticaba y tragaba el cerdo, y cómo repetía, hasta que pareció darse por satisfecho.

—Volveré —dijo antes de darles la espalda y encararse con el morisco que tenía más cercano— y entonces confío en que haya mejorado y haga honor a la comida que con tanta generosidad os proporciona la ciudad de Córdoba.

Enfrente de donde se encontraban Fátima y Hernando, al otro lado de la calle, se abría una diminuta calleja sin salida, en la que ni siquiera cabían dos hombres de costado y que llevaba desde el Potro hacia el Guadalquivir. La puerta de madera que daba paso a la calleja se hallaba en aquel momento abierta y mostraba una hilera de boticas o pequeños locales, algunos de un solo piso, que se extendían a ambos lados y en toda su longitud. Justo en la puerta del callejón, armado, charlando con los clientes que entraban o salían del lupanar, el alguacil de la mancebía de Córdoba contemplaba a los moriscos. Detrás de él, sin atreverse a salir a causa de sus prohibidas vestiduras y alhajas que sólo podían utilizar en el interior de la mancebía, algunas mujeres asomaban la cabeza, y entre todas ellas, procurando no despertar los recelos del alguacil, un hombre presenciaba las súplicas del joven morisco por aquella muchacha enfermiza. ¿Había dicho que era su esposa? Esbozó una sonrisa que se desdibujó en su mejilla derecha, allí donde la infame «S» aparecía herrada al fuego. ¡Hernando! Habían transcurrido casi dos años desde que se despidieron en el castillo de Juviles. Durante todo ese tiempo, aquel hombre había pensado en Hernando todos los días: era el hijo que nunca había tenido… Emocionado al verlo con vida, pensó con orgullo que el joven había crecido y, pese a lo andrajoso de su aspecto, era evidente que ya era un hombre. ¿Qué edad tendría? ¿Dieciséis?, se preguntó Hamid.

—¡Francisco! —gritó el alguacil al percatarse de su presencia en la puerta—. ¡Ve a trabajar! Y vosotras también —añadió, azuzando con las manos a las mujeres.

Hamid dio un respingo y cojeó a lo largo de la calleja, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas. ¡Hernando! Había creído que no volvería a encontrarlo… ¿Cuántos vecinos más de Juviles habrían llegado en aquella nueva partida? No las había visto, pero le constaba que en la ciudad se hallaban varias esclavas procedentes de Juviles, capturadas antes del perdón concedido por don Juan de Austria; todos los demás moriscos libres que se establecieron en Córdoba provenían del Albaicín o de la vega de Granada, procedentes de las primeras deportaciones. En silencio, dio gracias al Clemente por haber protegido la vida y la libertad del muchacho. Pero ¿qué le sucedía a su esposa? Se la veía enferma; temblaba de manera convulsiva. Hernando debía amarla puesto que saltó a ciegas en su defensa, arrastrándose de rodillas hasta el cura. Se detuvo ante la puerta de una pequeña botica de dos pisos y acercó la oreja. No se oía nada en su interior. Llamó con los nudillos.

—Debes comer. —Hernando se dejó caer al lado de Fátima. Al instante, Brahim alzó la mirada de su escudilla.

—Déjala —gruñó—, no te acerques…

—¡Cállate! ¿Acaso quieres que fallezca? ¿La dejarás morir y después matarás a mi madre porque yo haya intentado ayudarla?

Brahim observó a la muchacha: encogida, temblorosa.

—Ocúpate tú, mujer —ordenó a Aisha, que comía cerrando los ojos cada vez que se llevaba el cucharón a la boca—, procura que no muera.

—Debes alimentarte, Fátima —susurró Hernando al oído de Fátima. Ella no contestó, no lo miró, continuó temblando—. Sé que sientes la pérdida de Humam, pero no comer no le devolverá la vida. Todos le echamos de menos…

—Déjame a mí —le instó Aisha, en pie frente a él. Hernando alzó sus ojos azules; su mirada expresaba una profunda consternación—. Déjame —repitió ella con dulzura.

Aisha tampoco consiguió que Fátima reaccionase. Intentó forzarla a tragar la sopa, dando cuenta ella del cerdo por si volvía algún sacerdote, pero tan pronto como conseguía introducirle algo de líquido o alguna verdura, la muchacha lo devolvía. Hernando, en cuclillas, observaba cómo su madre luchaba por alimentar a Fátima; contenía la respiración cuando lo conseguía, y se desesperaba hasta golpear la tierra con los nudillos al ver cómo el cuerpo de la muchacha rechazaba el alimento.

—Dicen que hay un hospital en la plazuela —le comentó una mujer morisca que presenciaba la escena con angustia.

Cuando Hernando la interrogó con la mirada, la mujer le señaló la plaza del Potro; él salió corriendo, pero tuvo que detenerse varios pasos más allá: una multitud se apelotonaba en lo que debía de ser la entrada del hospital, frente a un pórtico cerrado por un doble arco de medio punto. Con todo, se acercó y luchó por abrirse paso entre la gente, haciendo caso omiso de las protestas.

—Ya os he dicho —logró escuchar que decía el capellán— que las catorce camas del hospital están ocupadas y en más de la mitad de ellas hay dos personas. Pero, además, para acceder al hospital es necesaria la orden del médico o del cirujano y ahora no está ninguno de los dos.

Algunos cedían al escuchar aquellas palabras y abandonaban el pórtico; otros permanecían en su sitio, mostrando sus heridas, tosiendo o extendiendo los brazos, suplicantes. Un niño agonizaba a los pies del capellán mientras su padre lloraba desconsolado. ¿Qué podía conseguir él?, pensó Hernando al ver cómo el capellán negaba tercamente con la cabeza. La visión de Fátima temblando y vomitando le impelió a hacerlo, y por segunda vez en la noche se hincó de rodillas frente a un sacerdote.

—Por Dios y la santísima Virgen… —gritó con las manos entrelazadas a la altura del estómago del capellán, recordando las palabras de súplica del noble cristiano en la tienda de Barrax—, por los clavos de Jesucristo, ¡ayudadme!

El sacerdote permaneció un instante atónito, antes de agacharse y obligarle a ponerse en pie. ¡Era el primer morisco que invocaba a Jesucristo! Sin embargo, Hernando se mantuvo de rodillas.

—Ayudadme —repitió mientras el sacerdote le tomaba por las manos y pugnaba por alzarle—. ¿Dónde puedo encontrar a ese cirujano? ¡Decidme! Mi esposa está muy enferma…

El capellán le soltó las manos con gesto brusco.

—Lo siento, muchacho. —El hombre negó con la cabeza—. El hospital de la Caridad sólo admite varones.

Hernando no quiso escuchar cómo, después de su marcha, los demás moriscos rompían en invocaciones a la Santísima Trinidad.

Transcurrieron las horas, era ya noche cerrada. Los moriscos intentaron dormir en el suelo, unos encima de otros. Hernando andaba de un lado a otro, sin alejarse de Fátima, reprimiendo los sollozos ante los temblores de la muchacha. Brahim dormía apoyado en la pared, con Musa y Aquil encogidos a su lado. Aisha acariciaba el cabello de Fátima, velándola, como… como si esperase su muerte.

Bien entrada la madrugada, el ruido de la puerta de la calleja al abrirse sorprendió a Hernando. Primero vio a una joven rubia dirigirse directamente hacia él, ¿qué hacía aquella mujer?, pero detrás, cojeando…

—¡Hamid! —El alfaquí se llevó el índice a los labios y renqueó hacia él.

Hernando se echó en sus brazos. En ese momento fue consciente de cuánto había añorado aquel rostro amable y familiar, el rostro de quien había sido su mayor consuelo durante los tiempos tristes de su infancia.

—¡Vamos! No hay tiempo —le apremió Hamid no sin antes abrazarle con fuerza—. Aquélla, su esposa, aquella muchacha —le indicó a la joven que salió con él—. Ayúdala, vamos.

—¿Qué… qué vas a hacer? —preguntó Hernando inmóvil, sin poder apartar la mirada de la letra al fuego que aparecía herrada en la mejilla del alfaquí.

Aisha se levantó y fue ella quien ayudó a la rubia a alzar a Fátima por las axilas.

—Intentar salvar a tu esposa —le contestó Hamid cuando las dos mujeres ya cruzaban la calle arrastrando a Fátima—. No debes traspasar la puerta, Aisha —añadió—. Yo me haré cargo de la muchacha.

Hernando permanecía paralizado. ¿Su esposa? Eso era frente a los cristianos, pero Hamid… ¿Y Brahim? ¿Qué diría Brahim cuando viese que Fátima no estaba? El hecho de que fuera Hamid quien ayudara a la muchacha tal vez sirviera para mitigar su cólera.

—No es mi… —Aisha, ya libre de Fátima, le agarró del antebrazo y le hizo callar con un gesto. El alfaquí no llegó a escucharle: sólo estaba pendiente de que nadie los descubriese.

—Mañana —dijo antes de cerrar la puerta de la mancebía— saldré a comprar. Hablaremos entonces, pero tened en cuenta que aquí sólo soy un esclavo; seré yo el que elija el momento… Y llamadme Francisco, ése es mi nombre cristiano.