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BANDO EN FAVOR DE LOS QUE SE REDUJESEN

Habiendo entendido el Rey mi señor que la mayor parte de los moriscos de este reino de Granada que se han rebelado fueron movidos, no por su voluntad, sino compelidos y apremiados, engañados e inducidos por algunos principales autores y movedores, cabezas y caudillos, que han andado y andan entre ellos; los cuales por sus fines particulares, y por gozar y ayudarse de las haciendas de la gente común del pueblo, y no para hacerles beneficio alguno, procuraron que se alzasen; y habiendo mandado juntar algún número de gente de guerra para castigarlos, como lo merecían sus culpas y delitos, y tomándoles los lugares que tenían en el río de Almanzora y sierra de Filabres y en la Alpujarra, con muerte y cautiverio de muchos de ellos, y reducídolos, como se han reducido, a andar perdidos y descarriados por las montañas, viviendo como bestias salvajes en las cavernas y cuevas y en las selvas, padeciendo extrema necesidad; movido por esto a piedad, virtud muy propia de su real condición, y queriendo usar con ellos de clemencia, acordándose que son sus súbditos y vasallos, y enterneciéndose de saber las violencias, fuerzas de mujeres, derramamiento de sangre, robos y otros grandes males que la gente de guerra usa con ellos, sin se poder excusar, nos dio comisión para que en su nombre pudiésemos usar de su real clemencia con ellos, y admitirlos debajo de su real mando en la forma siguiente:

Prométase a todos los moriscos que se hallaren rebelados fuera de la obediencia y gracia de Su Majestad, así hombres como mujeres, de cualquier calidad, grado y condición que sean, que si dentro de veinte días, contados desde el día de la data de este bando, vinieren a rendirse y a poner sus personas en manos de Su Majestad, y del señor don Juan de Austria en su nombre, se les hará merced de las vidas, y mandará oír y hacer justicia a los que después quisieran probar las violencias y opresiones que habían recibido para se levantar; y usará con ellos en lo restante de su acostumbrada clemencia, así con los tales, como con los que, demás de venirse a rendir, hicieren algún servicio particular, como será degollar o traer cautivos turcos o moros berberiscos de los que andan con los rebeldes, y de los otros naturales del reino que han sido capitanes y caudillos del rebelión, y que obstinados en ella, no quieren gozar de la gracia y merced que Su Majestad les manda hacer.

Otrosí: a todos los que fueren de quince años arriba y de cincuenta abajo, y vinieren dentro del dicho término a rendirse y trajeren a poder de los ministros de Su Majestad cada uno una escopeta o ballesta con sus aderezos, se les concede las vidas y que no puedan ser tomados por esclavos, y que demás de esto puedan señalar para que sean libres dos personas de las que consigo trajeren, como sean padre o madre, hijos o mujer o hermanos; los cuales tampoco serán esclavos, sino que quedarán en su primera libertad y arbitrio, con apercibimiento que los que no quisieren gozar de esta gracia y merced, ningún hombre de catorce años arriba será admitido a ningún partido; antes todos pasarán por el rigor de la muerte, sin tener de ellos ninguna piedad ni misericordia.

El bando dictado por don Juan de Austria en abril de 1570 corrió de mano en mano por las Alpujarras. Los cristianos lo tradujeron al árabe e hicieron copias que repartieron a través de espías y mercaderes, y que en unos casos fueron recitadas discretamente por quienes sabían leer, lejos de monfíes, jenízaros o berberiscos; en otros se cantaron como si de un pregón se tratara. El príncipe también decretó que nadie, bajo severas penas, osara detener, robar o maltratar a morisco alguno que acudiera a rendirse, como había sucedido en anteriores ocasiones.

Ambos bandos atravesaban momentos críticos: en tierras de las Alpujarras, los precios de las fanegas de trigo y cebada habían multiplicado su valor por más de diez y los soldados y sus familias pasaban hambre. Aben Aboo nada podía hacer para remediar aquella situación, por lo que, tras un cruce de cartas con Alonso de Granada Venegas, hombre de crédito entre los moriscos, delegó formalmente en el Habaquí las negociaciones de la rendición. Pero las simples negociaciones también tuvieron un efecto contrario a los intereses de los moriscos. En esas fechas, tres galeras venidas de Argel con víveres, armas y municiones, empezaron a desembarcar sus provisiones en las playas de Dalías, pero al enterarse sus ocupantes de que Aben Aboo negociaba su rendición, cargaron de nuevo y regresaron a Argel. Lo mismo sucedió con siete galeras más que arribaron a las costas al mando del Hoscein, hermano de Caracax, que acudía con cuatrocientos jenízaros y numeroso armamento, y que también puso rumbo hacia la ciudad corsaria tan pronto tuvo conocimiento de las negociaciones de paz.

En el lado cristiano la situación era bastante más compleja, si cabe: por una parte y con independencia de encuentros más o menos esporádicos en otras zonas de las Alpujarras, la estrategia de la guerra de guerrillas adoptada por Aben Aboo hacía prácticamente imposible una victoria definitiva. Por otra parte, la insurrección ya había tenido consecuencias en la cercana Sevilla, en la que diez mil moriscos vasallos del duque de Medina Sidonia y del duque de Arcos se sublevaron como consecuencia de los ultrajes a que fueron sometidos. El Rey Prudente logró solventar la situación ordenando a dichos nobles que acudieran en persona a pacificar sus tierras, pero cundió el temor de que en cualquier momento el levantamiento se extendiese a los reinos de Murcia, Valencia o Aragón, donde vivían gran cantidad de moriscos.

Sin embargo, la razón que más pesó en el rey Felipe para permitir que don Juan de Austria ofreciese condiciones para la rendición radicó en la actitud del sultán otomano.

En febrero de 1570, los turcos, imitando a los argelinos, que dedicaron sus fuerzas a la conquista de Túnez, atacaron Zara, en la Dalmacia veneciana, y reclamaron la isla de Chipre, donde desembarcaron en el mes de julio. En marzo de ese mismo año, Felipe II recibió en Córdoba, donde se hallaba reunido en Cortes para estar cerca del escenario de la guerra, a un enviado del papa Pío V. En nombre de toda la cristiandad, Su Santidad reclamaba el inicio de una nueva cruzada, a cuyos fines proponía la constitución de una Santa Liga para luchar contra la amenaza del infiel que, según el pontífice, se creía fuerte por la atención que España prestaba a sus conflictos internos. El piadoso monarca español aceptó, pero para dedicar esfuerzos a esa empresa le era imprescindible poner punto y final a los problemas con los moriscos de las Alpujarras.

El bando consiguió la rendición en masa de los moriscos, que acudieron al campamento de don Juan de Austria, en el Padul, para entregarse. Pero también consiguió que gran parte del ejército cristiano desertase ante la imposibilidad de obtener beneficios. De los diez mil hombres con que contaba el duque de Sesa al entrar en las Alpujarras, sólo le restaban cuatro mil.

—¡Nos vamos! ¡Volvemos a Argel! —La orden de Barrax tronó entre sus hombres—. Tenedlo todo preparado para mañana por la mañana. —Luego entró en su tienda—. ¿Me has oído? —gritó a Hernando—. Prepáralo para el viaje —añadió señalando al caballero.

Hernando se volvió hacia el noble: estaba algo mejor, pero…

—Morirá —dijo sin pensar.

Barrax no replicó. Frunció las cejas hasta que los extremos de cada una de ellas llegaron a fundirse por encima de sus ojos entrecerrados. Hernando contuvo la respiración mientras el arráez tuvo clavada su mirada sobre él. Barrax le dio la espalda y abandonó la tienda; su mano derecha acariciaba una daga, como si quisiera indicar al muchacho cuál iba a ser su destino.

Estaba condenado, pensó Hernando: le aguardaba la muerte o, en el mejor de los casos, remar en galeras de por vida. Sentado en el suelo, contempló las cadenas que ataban sus tobillos. No podía correr. ¡Ni siquiera andar! Era un esclavo. ¡No era más que un esclavo aherrojado! Y Fátima… Se llevó las manos al rostro y no pudo contener las lágrimas.

—Los hombres no lloran más que cuando se les muere una madre o tienen las tripas abiertas.

Hernando miró al caballero y tomó aliento, en un intento por contener el llanto.

—Vamos a morir ambos —le contestó, secándose los ojos con la manga.

—Sólo moriremos si Dios lo tiene así dispuesto —susurró el cristiano.

¿Dónde había escuchado esas mismas palabras? ¡Gonzalico! La misma disposición, la misma sumisión. Chasqueó la lengua. ¿Y el islam? ¿Acaso la propia palabra no significaba sumisión?

—Pero Dios nos ha hecho libres para luchar —añadió el caballero, interrumpiendo así sus reflexiones.

Hernando le contestó con una mueca de desprecio.

—¿Un hombre herido y otro encadenado? —A la vez que efectuaba esa observación señaló hacia el exterior de la tienda. El trajín era constante.

—Si ya has aceptado tu muerte, permite al menos que yo luche por mi vida —replicó el cristiano.

Hernando observó sus cadenas: no eran gruesas pero sí fuertes; sus tobillos aparecían despellejados allí donde rozaban con el hierro.

—¿Qué harías si te dejase libre? —le preguntó el muchacho con la mirada en las argollas.

—Huir y salvar mi vida.

—Dudo de que seas capaz de andar. Ni siquiera puedes levantarte de ese lecho.

—Lo conseguiré —repitió el caballero; al incorporarse, una mueca de dolor le contrajo el semblante.

—Hay miles de musulmanes ahí fuera. —En esta ocasión, Hernando se volvió hacia él. Percibió un desconocido brillo en la mirada del noble—. Te…

—¿Me matarán? —se le adelantó el caballero.

La llamada del muecín a la oración interrumpió su conversación. Anochecía. Los preparativos para el viaje cesaron y los fieles se postraron. «Ahora», silabeó el caballero en el silencio anterior al inicio de los rezos, indicando el extremo de la tienda tras el que se encontraban las mulas.

Hernando no rezaba. No lo había hecho desde hacía tiempo. La oración de la noche, aquella en que los moriscos, libres de la vigilancia de los cristianos, podían rezar con cierta tranquilidad escondidos en sus casas. ¿Qué le habría aconsejado Hamid? ¿Qué diría el alfaquí de liberar a un enemigo cristiano? Volvió la cabeza hacia el poste de entrada de la tienda. El alfanje de Hamid, ¡la espada del Profeta! Por la abertura entre las telas vio cómo los miembros del campamento buscaban orientarse hacia la quibla, preparándose para la oración. El berberisco de guardia, como siempre, se mantenía firme en su puesto, al lado del poste, al lado de las espadas. Hernando recordó la amenaza de Barrax: «Si quieres morir, sólo tienes que empuñar una de ellas». Morir. ¡Muerte es esperanza larga! Fue como si los ojos almendrados de Fátima, cuya imagen estalló de repente en su memoria, le guiasen. ¿Qué importaba ya todo? Cristianos, musulmanes, guerras, víctimas…

—Simula que estás muerto —ordenó al caballero, volviéndose hacia él—. Cierra los ojos y contén la respiración.

—¿Qué…?

—¡Hazlo!

El inicio de los rezos de miles de moriscos quebró el silencio. Hernando escuchó los cánticos durante unos instantes y luego asomó la cabeza entre las telas.

—¡Ayúdame! —urgió al guardia—. El noble se está muriendo.

El berberisco se introdujo en la tienda, hincó una rodilla junto al herido y le palmeó el rostro. Hernando aprovechó que el guardia le daba la espalda para desenvainar el alfanje; el susurro metálico impelió al berberisco a volver la cabeza. Sin dudarlo, desde donde se encontraba, Hernando volteó el acero y acertó en el cuello del guardia, que cayó muerto sobre el caballero.

El noble apartó el cadáver con esfuerzo.

—Dame mi espada —le pidió, al tiempo que hacía ademán de levantarse. Hernando contemplaba absorto la afilada hoja del alfanje, en la que brillaba una fina línea de sangre—. ¡Por Dios! Dame la espada —suplicó el noble. Hernando miró al cristiano: ¿qué podía hacer aquel hombre en su situación con una espada tan pesada como aquélla?—. Por favor —insistió el caballero.

Le entregó la pesada espada bastarda y se dirigió al extremo de la tienda; las recuas de mulas estaban justo al otro lado. El noble lo seguía, encorvado, con la espada en la mano. Hernando percibió el dolor y la debilidad en los lentos y agarrotados movimientos del herido, y las dudas le asaltaron de nuevo. ¡Era un suicidio! Como si presintiese sus dudas, el caballero alzó el rostro hacia él y sonrió agradecido. Hernando se agachó, se apostó junto a la tela de la tienda e intentó distinguir algo en las sombras. El caballero prescindió de toda cautela: rasgó la tela con decisión, se coló por el agujero y empezó a gatear hacia el exterior. Al pasar a su lado, Hernando vio que la herida volvía a sangrar y que la venda que cubría la placa de cobre aparecía teñida de rojo. Le siguió, también a gatas, con la vista clavada en el suelo, en el alfanje que arrastraba, esperando toparse en cualquier momento con algún soldado de guardia. Pero no fue así, y a los pocos instantes se hallaban debajo de las patas de las mulas. Los murmullos de las oraciones de miles de fieles se confundían con su propia respiración acelerada. El cristiano le sonrió de nuevo, abiertamente, como si ya fueran libres. ¿Y ahora qué?, se preguntó Hernando: el caballero no podría llegar muy lejos, se desangraría, no lograrían recorrer la décima parte de una legua. El cielo se mostraba rojizo por encima de las sierras y el sol anunciaba su pronto ocaso. ¡Los atardeceres de Sierra Nevada! Cuántas veces los había contemplado desde… ¡Juviles! ¡La Vieja! Calló y escrutó entre las patas de los animales. ¿Cómo no iba a reconocer las patas de la Vieja? Las había curado miles de veces. Las localizó e hizo una seña al cristiano para que le siguiera. Al llegar a la mula, acarició los tendones combados y plagados de vejigas. La Vieja estaba aparejada para el viaje. Hernando se puso en pie, sin pararse a comprobar si alguien miraba, si alguien vigilaba. Todos continuaban enfrascados en los rezos de la noche. A su izquierda, a pocos pasos, se abría la quebrada a uno de los incontables barrancos de las Alpujarras.

—Levántate —apremió al noble. Hernando le ayudó a tumbarse atravesado sobre la Vieja, como un fardo—. Agárrate bien —le indicó mientras acompañaba sus manos hacia la cincha del animal. Cuando intentó quitarle la espada, el cristiano se opuso y optó por cogerse sólo con una mano.

Tirando de la mula hacia el barranco, caminó dando pequeños pasitos, impedido por las cadenas de sus tobillos; procuraba evitar su tintineo, y avanzaba sin mirar a ningún lugar en especial, los ojos puestos en el vacío que se abría por encima del despeñadero al que se acercaban. Sintió deseos de rezar y sumarse a los conocidos murmullos que se oían en el campamento, pero no pudo. Sólo cuando se encontró al borde del barranco volvió la cabeza: todavía podía verse una fina línea rojiza que delineaba las cumbres. Nadie se había fijado en ellos. Se deleitó unos segundos con la escena: miles de personas postradas hacia oriente, en sentido contrario al barranco donde ellos se encontraban. El cristiano le urgió y saltó a lomos de la mula, atravesado junto al caballero, y como él se agarró a la cincha por debajo de la barriga de la Vieja.

—Agárrate fuerte —le aconsejó—. El descenso será peligroso. ¡A Juviles, Vieja! ¡Llévanos a Juviles! —Entonces la palmeó en una de sus ancas, primero con suavidad, después con fuerza, hasta que la Vieja venció su inicial reparo a lanzarse por la cortada y, tras echar adelante una de sus manos, se sentó sobre sus ancas para deslizarse por la pendiente.

Lo que en realidad fueron unos instantes, se les hizo una eternidad. La mula sorteó piedras, rocas y árboles; para sorpresa del muchacho hasta saltó alguna que otra pequeña cortada vertical. ¡La Vieja! ¡Su Vieja! En varias ocasiones estuvieron a punto de caer cuando el animal se sentaba para deslizarse cuesta abajo. Se arañaron con zarzas y ramas, pero al final llegaron al cauce de un arroyo que descendía de Sierra Nevada. El agua helada les salpicó de libertad. La Vieja se quedó parada con el agua a media caña y meneó violentamente el cuello; sus grandes orejas voltearon, orgullosas, y lanzaron miles de gotas en todas direcciones, como si ella también fuera consciente de la hazaña que acababa de lograr.

Hernando se dejó caer al riachuelo y hundió la cabeza en el agua. Entonces gritó bajo el agua y originó un sinfín de burbujas que acariciaron su rostro. ¡Lo habían conseguido! Mientras, el caballero también se deslizó hasta quedar en pie, levemente apoyado en las espaldas de la mula; continuaba sangrando y sin embargo, aun vestido con el simple velmez, aparecía digno, altanero, con la pesada y larga espada asida con fuerza en la mano derecha.

Hernando se quedó sentado en el arroyo.

—¿Ves? —comentó el noble—, Dios no deseaba nuestra muerte. —Hernando rió nervioso—. ¡Hay que luchar! No llorar. No tienes las tripas fuera ni se te ha muerto una madre. Jesucristo y la santísima Virgen y…

El caballero continuó hablando, pero Hernando no le escuchó. ¿Y su madre? ¿Y Fátima?

—Huyamos —ordenó el noble al final de su discurso.

¿Huir?, se preguntó Hernando. Sí, eso es lo que quería. Para eso era para lo que se había arriesgado, pero ya había escapado una vez, a Adra. En esa ocasión ya había dejado solas a Fátima y a su madre.

—Espera.

—Nos perseguirán. ¡Lo harán en cuanto se den cuenta de que hemos escapado!

—Espera —insistió Hernando—. La noche los detendrá…

—¿Qué sucede? —le interrumpió el noble.

—Hace unos meses —explicó levantándose del río y mirando con una súbita tristeza el alfanje de Hamid—, acudí a rescatar a mi madre a Juviles. —¿Para qué echarle en cara la matanza?, pensó antes de continuar y, sin embargo, no pudo evitarlo—. Los cristianos matasteis a más de mil mujeres y niños —le recriminó.

—Yo no…

—¡Cállate! Lo hicisteis. Y esclavizasteis a otras tantas.

—¡Y vosotros…!

—¡Qué más da, ya! —le interrumpió el joven morisco—. Yo fui allí, a Juviles, a rescatar a mi madre. Lo conseguí. También rescaté a Fátima, mi… ¡la que debía ser mi esposa! Después he vuelto a salvarlas en otra ocasión. Hemos vivido momentos muy duros. —Hernando recordó el temporal de nieve, huyendo de Paterna, la boda en Mecina, escapando de los cristianos… ¿Para qué habría servido todo aquello?—. No voy a abandonarlas a su suerte —afirmó.

Luego se enfrentó con la mirada del cristiano. Éste sangraba en abundancia, y sin embargo rebosaba fuerza. Él mismo, mientras vivía como esclavo del arráez, había borrado de su mente a Fátima y a Aisha: había apartado cualquier pensamiento sobre ellas, como si no existieran, pero ahora…, ¡la libertad! ¡Qué extrañas energías daba la libertad! Brahim no se rendiría a los cristianos, pensó de pronto, pero si él conseguía huir con Fátima y su madre y entregarse, quizá lograran olvidar aquella pesadilla.

—Necesito tu ayuda… —empezó a decir el caballero.

—De poco te iba a servir en la oscuridad. Sólo necesitas a la Vieja. Tengo que ir en busca de mi madre… ¡Y de la mujer que amo! ¿Lo comprendes? No puedo permitir que los cristianos las matéis o las esclavicéis.

Llevado por el ímpetu de su decisión, hizo ademán de abandonar el río pero cayó al agua cuando las cadenas se lo impidieron. Las había olvidado.

—Esta resolución te honra —reconoció el caballero mientras le ayudaba a levantarse—. Ven —añadió, y señaló hacia la orilla.

—¿Qué te propones?

—Muchacho, no hay hierro moro que pueda resistirse al buen acero toledano —contestó el cristiano, al tiempo que le indicaba que se sentase y que con las piernas extendidas colocara los pies encadenados sobre una pequeña roca.

Hernando le vio empuñar la espada con las dos manos. No podría hacerlo; estaba herido. Aun en la penumbra, pudo leer el dolor reflejado en el rostro del caballero al alzar el arma por encima de su cabeza.

—¡Por los clavos de Jesucristo! —gritó el noble.

Hernando creyó ver sus pies libres entre las chispas que saltaron de cadena y piedra cuando el acero golpeó contra el hierro. El crujido del eslabón tajado coincidió con el alboroto que se produjo por encima de sus cabezas. Habían descubierto su fuga. El cristiano se inclinó sobre la espada, ahora clavada en la tierra, como si aquel golpe hubiera acabado con sus fuerzas.

—¡Huye! —le apremió Hernando. El caballero ni siquiera contestó. Hernando le pasó un brazo por debajo de las axilas y le acompañó hasta la Vieja. Le ayudó a subirse igual que antes, de través, como un fardo. Desató uno de los correajes y ató al cristiano a la mula. Guardó otras correas para sí—. Confía en ella —le dijo, acercándose a su oído—. Si ves que se detiene, ordénale que se dirija a Juviles. —La Vieja irguió las orejas—. Recuerda: a Juviles. ¡A Juviles, Vieja! ¡A Juviles! —Arreó a la mula golpeándole en el anca. La contempló encaminarse cauce abajo, pero sólo durante un momento: el barranco aparecía ya plagado de antorchas que descendían con extrema precaución.

Hernando se escondió entre unos matorrales mientras los berberiscos de Barrax buscaban aquí y allá sin excesivo celo, llevando con indiferencia las antorchas de un lado a otro. Los gritos del arráez resonaban por encima del barranco. Un par de soldados siguieron el curso del arroyo en la oscuridad, pero regresaron poco después. Al día siguiente retornaban a Argel, mucho más ricos de cuando desembarcaron en las costas de al-Andalus; ¿qué les importaba a ellos si Barrax había perdido a su cautivo?

Esperó a que transcurriese la mitad de la noche antes de decidirse a ascender por la senda abierta por los propios berberiscos. Con las correas que había guardado, ató los extremos sueltos de la cadena por encima de los grilletes; le rozaban y con toda seguridad le despellejarían igual que los aros de hierro de sus tobillos, pero el dolor era diferente: hasta entonces el sufrimiento le había hecho arrastrarse; ahora, apenas era una molestia que sentía en sus piernas libres.

Mientras esperaba al pie del barranco pudo oír las zambras y las fiestas en el campamento. Muchos corsarios y berberiscos, al igual que Barrax, habían decidido volver a su patria y celebraban su última noche en tierras de al-Andalus. Por su parte, los moriscos continuaban acudiendo a rendirse a don Juan de Austria y abandonaban, ya fuera a escondidas o con total descaro, las huestes musulmanas. En esta ocasión la orden del príncipe cristiano se cumplía, y hombres y mujeres eran respetados en su camino. Hasta el pequeño Yusuf le había confesado esa misma tarde su intención de escapar a la mañana siguiente para rendirse. El muchacho se había apoderado de una vieja ballesta, con la cual pretendía acudir al campamento de don Juan como exigía el bando. Aún no tenía catorce años, pero quería comparecer como un soldado más. Lo exclamó con orgullo.

Hernando forzó una sonrisa ante sus palabras.

—Yo… —titubeó Yusuf sin atreverse a mirarle al rostro—, yo…

—Di.

—¿Te parece bien? ¿Puedo?

Entonces fue Hernando quien escondió su mirada. Se le trabó la voz antes de contestar y carraspeó repetidamente.

—No tienes que pedirme permiso. Tú… —se detuvo y volvió a carraspear—, tú eres libre y no me debes nada. En todo caso soy yo quien te debe gratitud.

—Pero…

—Que Alá te proteja, Yusuf. Ve en paz.

Yusuf se acercó a él con la solemnidad que se puede esperar de un muchacho, y la mano extendida, pero terminó echándose en sus brazos. Aún ahora, Hernando sentía la entrecortada respiración del niño en su pecho.

Alcanzó la cima del barranco y se dirigió al campamento rodeando la tienda de Barrax. No necesitó tomar excesivas precauciones: la guardia estaba formada por un único berberisco que daba cabezadas, en un vano intento por mantenerse despierto. Los demás dormían la fiesta cerca de las hogueras. ¿Dónde podría encontrar a Fátima y a su madre? Tenía que recorrer el campamento, y después de sus paseos con los garzones, ¿quién no le reconocería? Vio un turbante tirado cerca de las brasas de una de las hogueras: no sabía cómo hacerse con él. Aunque el guardia estuviera dormitando, seguro que se daba cuenta de alguien que merodeara entre sus compañeros; nada se movía y el fulgor de las antorchas que iluminaban el campamento le delataría. Recorrió el lugar con la mirada hasta… ¡No!

Las piernas le flaquearon y cayó de rodillas mientras un sudor frío asolaba todo su cuerpo. Vomitó. Vomitó por segunda vez y su estómago le pidió una tercera y una cuarta, pero ya no tenía más que echar y las arcadas le desgarraron. Luego volvió a mirar hacia la entrada de la tienda de Barrax: ensartada en la misma pica de la que el arráez había ordenado colgar las espadas aparecía la cabeza degollada de Yusuf; le habían arrancado la nariz y las orejas, y las habían clavado debajo de la testa, en línea: primero una oreja, luego la otra y al final lo que debió ser la nariz del muchacho. Le asaltó otra arcada, pero en esta ocasión no dejó de mirar. Imaginó al inmenso arráez sobre Yusuf arrancándole nariz y orejas a dentelladas. ¡Cuántas veces había amenazado con ello! Sólo podía haber sido por su causa. Habrían culpado al muchacho de su fuga; la falta de la Vieja… Él era quien se ocupaba de los animales. Buscó la cabeza de Ubaid, pero no la encontró. Sin duda, el arriero debió de ser más listo y habría huido. Miró otra vez hacia los restos de Yusuf, testigos de la crueldad del corsario. Se levantó y desenvainó el alfanje.

Con sumo sigilo recorrió el lindero de la cumbre del barranco hasta colocarse a espaldas del berberisco que montaba guardia. «De poco te servirá ese viejo alfanje si no aprendes a empuñarlo con fuerza», le había dicho aquel jenízaro. Si fallaba, volvería a caer en poder de Barrax. Apretó los dedos sobre la empuñadura y tensó todos los músculos antes de descargar con fuerza el alfanje justo en la nuca del soldado. Sólo se escuchó el silbar del arma en el aire y el sordo golpear del hombre al caer a tierra con la cabeza colgando. Luego cruzó el campamento, sin preocuparse de los berberiscos que dormían, las mandíbulas apretadas, los músculos en tensión y la mirada clavada en la entrada de la tienda del arráez. Apartó la lona y entró. Barrax dormía en el suelo, sobre su jergón. Hernando esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra y se dirigió a él. Alzó el alfanje por encima de su cabeza; los dedos le dolían, los músculos de sus brazos y su espalda pugnaban por reventar. ¡Ahí estaba! ¡Indefenso! Su cuello era mucho más grueso que el del guardia al que no había logrado decapitar por completo. Fue a descargar el golpe, pero algo le detuvo y dejó el arma en alto. ¿Por qué no? ¡El corsario sabría quién iba a poner fin a su vida! ¡Se lo debía a Yusuf! Con uno de sus pies sacudió las costillas de Barrax. El corsario masculló algo, se removió y siguió durmiendo. Lo siguiente fue una fuerte patada en su costado. Barrax se incorporó confundido y Hernando se concedió unos instantes, los suficientes para que le viese, los suficientes para que alzase la mirada al alfanje, los suficientes para que después la bajase hasta sus ojos. El arráez abrió la boca para gritar y el alfanje voló hacia su cuello. De un solo tajo le cercenó la cabeza.

Hernando recorrió el campamento ataviado al modo turco, con las vestiduras que encontró en la tienda: un turbante que le escondía medio rostro, unos bombachos y una larga marlota que le llegaba hasta los tobillos; los grilletes envueltos en retales de tela y escondidos bajo los bombachos. En la mano derecha, en un saco, llevaba la cabeza del arráez. También portaba varias dagas al cinto y un pequeño arcabuz colgando del lado contrario al del alfanje de Hamid. Con osadía, alzando la voz, preguntó a los diversos soldados de guardia con los que se encontró por la tienda de Brahim, hasta que llegó a ella. Entró sin pensarlo, resueltamente, con el alfanje desenvainado. ¡Qué le importaba que fuera el esposo de su madre! En esta ocasión no le valdrían las súplicas de Aisha. Pero la tienda que le indicaron estaba vacía: no quedaba nada en su interior. Iba a envainar el alfanje cuando un ruido a sus espaldas le obligó a volverse con el arma otra vez dispuesta. Se encontró con su madre, quieta, en la entrada.

—¿Qué buscas? —preguntó Aisha.

Hernando se descubrió el rostro.

—¡Hijo! —Aisha fue hacia él, pero por primera vez Hernando se zafó de su abrazo.

—¿Y Brahim? —inquirió con brusquedad—. ¿Y Fátima? ¿Dónde están?

—Hijo… ¡Estás vivo! Y… ¿libre? —balbuceó su madre.

Hernando observó cómo las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Madre, ¿dónde está Fátima? —volvió a preguntarle, esta vez con dulzura, al tiempo que la estrechaba entre sus brazos.

—Han huido. Escaparon a rendirse a los cristianos —contestó ella, entre sollozos—. Esta misma noche, al ponerse el sol. —La decepción de Hernando fue tan manifiesta que Aisha se apresuró a proseguir—: El rey se vio obligado a reprender a tu padrastro en varias ocasiones. Faltaba a los consejos y hasta a las escaramuzas por… —dudó—, por estar con Fátima —soltó al fin—. Como el bando de los cristianos sólo permite la libertad de dos personas, eligió a Fátima y a su hijo mayor, Aquil, aunque también se llevó a Humam a instancias de su madre. Quizá a un niño de pocos meses no lo tengan en cuenta.

—Fátima… ¿Fátima ha huido con él?

—Tuvo que obedecer, hijo. Brahim…

—¿Y Musa? —la interrumpió. No quería saber más detalles.

—En la tienda de al lado. En ésta sólo podían estar…

—¡Vamos tras ellos! —la apremió, interrumpiéndola de nuevo.

Empezaba a amanecer. Encontraron una recua de mulas a algunos pasos de la tienda y Hernando decidió hacerse con una de ellas para montar a su madre. El arriero, un morisco ya anciano, se despertó en cuanto notó movimiento entre sus animales y Hernando le amenazó con el alfanje. No le mató; le obligó a acompañarlos durante parte del trayecto, el suficiente como para que no tuviera tiempo de denunciar su fuga, y luego lo puso en libertad.