A finales de octubre, al mando de diez mil hombres Aben Aboo atacó Órgiva, la mayor plaza bajo control cristiano de las tierras alpujarreñas. Tras unos iniciales embates que los acuartelados rechazaron, el rey se dispuso a rendirla por hambre y sed.
La inactividad que conllevaba el asedio sembró el tedio en el campamento morisco. Hernando, aherrojado por los tobillos, siguió al ejército junto al resto de los inútiles y efectuó el camino a Órgiva montado en la Vieja: de lado, como una mujer, clavándose los mil huesos que mostraba la famélica mula, como pretendió Ubaid al indicarle que montara en ella. Durante el trayecto fue constante objeto de escarnio por parte de las mujeres y la chiquillería que acompañaba al ejército. Sólo Yusuf, que había seguido a las mulas como si formara parte del trato entre Brahim y el arráez, le mostraba simpatía y espantaba a los chiquillos que se acercaban para reírse a su costa, siempre que Ubaid no estuviera alerta. A pesar de su incomodidad y vergüenza, intentó, sin éxito, distinguir a Fátima o a su madre en el camino, entre la gente. No consiguió dar con ellas hasta unos días después de que se instalaran a las afueras de la ciudad.
—Humilladle —ordenó Barrax a sus dos garzones—. No lo maltratéis si no es imprescindible. Humilladle en presencia de capitanes, jenízaros y soldados, pero sobre todo de esa morisca. Conseguid que pierda su orgullo. Lograd que olvide esa hombría que le ciega.
En el campamento, los dos garzones vistieron a Hernando con una delicada túnica de seda verde y unos bombachos del mismo color adornados con pedrería, ropas todas ellas que pertenecían al garzón de más edad. Hernando trató de oponerse, pero la ayuda de varios berberiscos ociosos que se divirtieron desnudándolo y vistiéndolo hicieron inútiles sus esfuerzos. Trató de arrancarse la ropa pero le ataron las manos por delante. Atado, aherrojado y vestido de seda verde, los garzones pretendieron pasearle por el campamento, entre tiendas y chamizos, entre soldados y mujeres cocinando.
No habían andado ni un par de pasos cuando Hernando se dejó caer al suelo. El mayor de los garzones le golpeó varias veces en la cabeza con una vara fina que llevaba, pero sólo consiguió que Hernando ofreciese su rostro.
—¡Pega! —le desafió.
Soldados, mujeres y niños observaban la escena. El garzón alzó la vara pero en el momento de descargar un nuevo golpe, el menor de ellos, ataviado con su chilaba de lino rojo sangre, le detuvo.
—Espera —le dijo, al tiempo que le guiñaba un ojo.
Entonces se arrodilló junto a Hernando y le lamió la mejilla. Tras unos instantes de silencio y ante el semblante enfurecido de Hernando, algunos de los curiosos aplaudieron y chillaron, otros abuchearon. Muchas mujeres mostraron su desaprobación con gestos e insultos, mientras los niños se limitaban a mirar con los ojos desmesuradamente abiertos. El mayor de los garzones estalló en carcajadas, la vara ya rendida, y el otro respondió deslizando su lengua de la mejilla al cuello, al tiempo que tanteaba con la mano derecha la entrepierna de Hernando, que se revolvió al solo contacto, aunque, atado como estaba, le fue de todo punto imposible zafarse del manoseo. Trató de morder al garzón y tampoco lo consiguió. Sólo escuchaba gritos y risas. El mayor de los garzones se acercó también, sonriendo.
—¡Basta! —gritó entonces Hernando—. ¡De acuerdo!
Los dos muchachos le ayudaron a levantarse sosteniéndole por las axilas y continuaron su paseo.
Deambuló por el campamento lo más rápido que le permitía la cadena que unía sus tobillos. No tardaron en toparse con Aisha y Fátima, cuyos rostros quedaban ocultos por el velo. Las reconoció sin necesidad de fijarse en Humam y Musa, a su lado. Su hermanastro corrió a unirse a la chiquillería que acompañaba a la comitiva. No fue un encuentro casual: los garzones se habían dirigido a la tienda de Brahim cumpliendo las órdenes de Barrax.
Hernando, avergonzado y humillado, bajó la mirada a los hierros de sus tobillos. Fátima también escondió la suya al tiempo que Aisha estallaba en llanto.
—¡Miradlo, mujeres! —La voz de Brahim, en pie en la entrada de su tienda, tronó por encima de risas, murmullos y comentarios. Hernando alzó la cabeza instintivamente, justo en el momento en que Fátima y su madre obedecían a su esposo, y sus miradas se encontraron, vacías todas ellas—. ¡Eso es lo que se merecen los nazarenos! —rió Brahim.
—Intentará huir —advirtió Barrax al jefe de su guardia y a los garzones aquella misma noche, después de que el muchacho fuera mostrado a todo el ejército como uno más de los amantes del arráez—. Quizá esta noche, quizá mañana o dentro de algunos días, pero lo intentará. No le perdáis de vista, dejadle hacer y avisadme.
Sucedió al cabo de tres días. Tras pasearlo nuevamente por el campamento, los garzones lo condujeron a la acequia en la que las mujeres lavaban la ropa y allí le obligaron a lavar la de Barrax. Bien entrada la noche, sin luna y sin importarle si los guardias vigilaban o no, Hernando se arrastró por debajo de las mulas, manos y pies atados, hasta dar con un pequeño barranco por el que se lanzó sin pensar. Rodó por la ladera y se golpeó contra piedras, arbustos y ramas. No sintió dolor. No sentía nada. Luego, sobre codos y rodillas, siguió el curso de la cañada en la oscuridad. Se arrastró con mayor afán a medida que los sonidos del campamento iban quedando atrás. Entonces empezó a reír, nerviosamente. ¡Lo iba a conseguir! De pronto chocó con unas piernas. El arráez se erguía en el centro de la cañada.
—Te advertí que mi barco se llamaba El Caballo Veloz —le dijo Barrax con voz queda. Hernando dejó caer la cabeza como un peso muerto sobre la arena—. Pocas naves españolas han escapado de mí una vez que he fijado mi objetivo en ellas. Tú tampoco lo conseguirás, muchacho. ¡Nunca!
Aben Aboo derrotó al ejército del duque de Sesa que acudió en defensa de Órgiva. La victoria proporcionó a los moriscos el control de las Alpujarras, desde las sierras hasta el Mediterráneo, así como importantes lugares cercanos a la propia capital del reino de Granada, como Güejar y muchas otras localidades más alejadas, Galera entre ellas, desde donde los cristianos temieron que la rebelión se extendiera al reino de Valencia.
Ante ese peligro, el rey Felipe II ordenó la expulsión del reino de Granada de todos los moriscos del Albaicín y, por primera vez desde la insurrección, declaró la guerra a sangre y fuego. Concedió campo franco a todos los soldados que participasen en la contienda bajo bandera o estandarte y les autorizó a que se hiciesen con todos los muebles, dineros, joyas, ganados y esclavos que capturasen al enemigo. También eximió a los soldados del pago del quinto real sobre el botín, como incentivo para obtener hombres.
En diciembre, después de meses de haber sido nombrado capitán general, don Juan de Austria obtuvo licencia de su hermanastro el rey Felipe II para entrar personalmente en combate. El príncipe organizó dos poderosos ejércitos para actuar a modo de pinza sobre los moriscos: uno bajo su mando, que entraría por oriente, por tierras del río Almanzora, y el otro a las órdenes del duque de Sesa, que atacaría por occidente, por las Alpujarras. El marqués de los Vélez continuaba guerreando por su cuenta con sus escasas tropas.
Mientras, desde Berbería seguían llegando armas y refuerzos para los sublevados.
Los cristianos recuperaron Güejar y don Juan, al mando de los tercios de Nápoles y casi medio millar de caballeros que se le unieron, se dirigió a poner cerco a la plaza fuerte de Galera, en lo alto de un cerro, donde se encontró con las cabezas de veinte soldados y la de un capitán de las tropas del marqués de los Vélez ensartadas todas ellas en lanzas en la torre del homenaje del castillo. Pese a la experiencia de los viejos soldados y la artillería expresamente traída desde Italia, el ejército del príncipe tuvo numerosas bajas, muertes que, tras la sufrida y laboriosa victoria de las fuerzas cristianas, pagaron los moriscos de Galera con su ejecución en masa en presencia del propio don Juan de Austria, quien luego dispuso la destrucción de la villa, que fue asolada, incendiada y sembrada con sal.
Durante el asedio, el príncipe también ordenó la matanza de mujeres y niños, sin respetar edades o condición. Pese a las matanzas, el ejército partió con cuatro mil quinientas mujeres y niños esclavizados, oro, aljófar y sedas, riquezas de todo tipo y trigo y cebada suficientes para sustentar a su ejército durante todo un año.
Aben Aboo no acudió en defensa de Galera y los miles de moriscos que se refugiaban en ella. Tras la rendición de Órgiva, atacó Almuñécar y Salobreña, donde fue derrotado. Luego repartió sus fuerzas por todas las Alpujarras, con orden de escaramucear contra los enemigos en espera de una ayuda de la Sublime Puerta que nunca llegaría, error que permitió al duque de Sesa la entrada en las Alpujarras y la toma de todos los lugares entre el Padul y Ugíjar. Por su parte, don Juan de Austria continuó pasando a cuchillo a pueblos enteros.
La muerte, el hambre resultado de la estrategia de tierra quemada de los cristianos y el frío, las sierras ya nevadas, empezaron a hacer mella en los ánimos de los moriscos y sus aliados de más allá del estrecho.
Sólo Hernando obtuvo una mínima satisfacción de la derrota de Salobreña. Cuando el alcaide del lugar, don Diego Ramírez de Haro, rechazó el ataque, los moriscos huyeron atropelladamente hacia las sierras. La gente inútil que acompañaba al ejército con los bagajes —mujeres, niños y ancianos— se puso en marcha en desorden, transportando sus enseres, al tiempo que el rey, Brahim, Barrax, los demás capitanes y la soldadesca, libres de trabas, lo hacían por delante, preocupados sólo por sus vidas.
Hernando, aherrojado por los tobillos y ayudado por Yusuf, aprovechó la confusión reinante para acercarse a saltos hasta la Vieja. Al lado de esa mula se encontraba la que transportaba las ropas, afeites y demás atavíos de los garzones. La gente chillaba y se apresuraba; nadie miraba; nadie estaba por él. Podía intentarlo. ¿Por qué no? Vio cómo Aisha y Fátima escapaban. También vio a los garzones, con sus túnicas deslumbrantes, que corrían confundidos entre el gentío, buscando aquella mula. Los muchachos adoraban sus pertenencias; les había visto perfumarse y cuidar sus ropas y aderezos como hacían las mujeres… ¡Más incluso! Quizá… ¿qué harían si veían peligrar todos sus tesoros?
Hizo un gesto a Yusuf para que vigilase. Justo antes de que los garzones llegaran ofuscados y jadeantes hasta ellos, aflojó los cierres y la cincha de las alforjas y desató el petral que las unía por el pecho del animal. Ubaid dio la orden de partir y la recua se puso en marcha. Entonces, las alforjas giraron hasta quedar boca abajo y dejar caer el tesoro de los garzones, que se esforzaron por recoger sus pertenencias corriendo tras la mula. Ubaid se percató de ello, pero no detuvo la marcha; el ejército morisco huía apresuradamente por delante de ellos. Yusuf sonreía volviendo una y otra vez la cabeza: primero a los garzones, luego a Hernando.
Los amantes del arráez se esforzaban en recoger el reguero de prendas, frascos y adornos que iban quedando en el camino, cogiendo unos y perdiendo otros. Con sus coloridas vestimentas destacando como fanales, gritaron y suplicaron a Ubaid para que les esperase.
Nadie les ayudó.
Hernando contempló la escena montado sobre la Vieja, escapando junto a la recua: una matrona empujó a uno de los garzones al verle agachado recogiendo una prenda; el muchacho cayó de bruces y perdió todo lo que llevaba amontonado en los brazos. El otro garzón acudió raudo en su ayuda, maldiciendo a chillidos, y otra mujer le puso la zancadilla. La siguiente escupió y la que iba detrás de aquélla le pateó. Perdieron sus preciosas babuchas, que varios mocosos cogieron para juguetear con ellas. A medida que la columna de inútiles escapaba, niños y mujeres recogían algo del camino. La última vez que Hernando pudo contemplarlos, habían perdido ya la cola de la gente y se hallaban en pie, descalzos y sucios, extrañamente quietos, llorando en tierra de nadie, entre la retaguardia del ejército morisco y la vanguardia de los cristianos.
Huyeron. Tal fue la explicación que Ubaid proporcionó a Barrax cuando todos llegaron a Ugíjar. Hernando y Yusuf escucharon la conversación a unos pasos de distancia. El capitán agarró al arriero de su marlota y lo alzó con uno solo de sus brazos, bramando y acercando peligrosamente su rostro y su boca abierta a la nariz de éste.
—Huyeron —ratificó Hernando desde donde estaba. Barrax se volvió hacia él, sin soltar al arriero—. ¿Tanto te extraña? —añadió con insolencia el muchacho.
El arráez paseó la mirada de uno a otro, varias veces, para terminar lanzando a Ubaid a varios pasos.
Aben Aboo estableció su campamento cerca de Ugíjar, donde dejó a los que consideraba elementos inútiles, un estorbo en su nueva estrategia de guerra de guerrillas; desde allí se esforzó por controlar a las tropas repartidas por las Alpujarras. Barrax y sus hombres regresaron al reducto morisco después de haberse enfrentado a don Juan de Austria en Serón. En un primer momento, la victoria se decantó por el lado de los musulmanes; ni siquiera el príncipe fue capaz de evitar que sus soldados, ávidos de botín, atacaran el pueblo desordenadamente y fueran vencidos. Don Juan corrigió a sus tropas, lo intentó de nuevo y tomó el pueblo.
Hernando fue llamado con urgencia a la tienda del arráez.
—Cúralo —le ordenó Barrax tal como entró en ella—. El manco me ha dicho que entendías de pócimas.
Hernando observó al hombre tumbado a los pies de Barrax: el velmez, sudado y grisáceo, mostraba una gran mancha de sangre en uno de sus costados; su respiración era irregular; su musculatura estaba contraída por el dolor y su rostro, enmarcado por una cuidada barba negra, aparecía crispado. Contaría unos veinticinco años, calculó antes de desviar la mirada hacia la brillante y labrada armadura del cristiano herido, amontonada a su lado.
—Es milanesa —apuntó entonces Barrax, recogiendo la celada y examinándola con detenimiento—. Fabricada cerca de donde nací, probablemente en el taller de los Negrolis. Un caballero próximo a ese bastardo infante cristiano, que lleva una armadura como ésta —añadió lanzando la celada—, comportará un rescate superior a todo el botín que llevamos hecho hasta el momento. No hay ninguna inscripción en la armadura, entérate de cómo se llama y de quién es este noble.
—Sólo he curado mulas —trató de excusarse Hernando.
—En tal caso, más fácil te será con un perro. Has tomado tu decisión, nazareno. Te lo advertí. No has querido renegar. Si muere, le acompañarás a la tumba; si vive, remarás como galeote en mi barco. Palabra de Barrax.
Luego le dejó a solas con el cristiano.
El caballero había sido herido por el propio Barrax en el camino de acceso a Serón mientras trataba de proteger a los soldados que huían en desbandada. Centenares de cristianos muertos quedaron en caminos y barrancos hasta que algunos días después don Juan pudo enterrarlos, pero al noble cautivo lo montaron como un saco en uno de los caballos y se lo llevaron al campamento.
Se arrodilló junto al caballero para examinar el alcance de la herida. ¿Qué iba a hacer? Trató de desgarrar con cuidado el velmez que vestía el caballero, acolchado con varias capas de algodón para protegerle del roce de la armadura. Él no había curado nunca a un hombre…
—Te ha llamado nazareno.
Las palabras, articuladas con dificultad, le sorprendieron con la tela del velmez entre los dedos.
—¿Entiendes el árabe? —le preguntó Hernando en castellano.
—También ha dicho que no hab… que no habías renegado.
Le faltaba el aire. Trató de incorporarse y de la herida manó un chorretón de sangre que empapó los dedos de Hernando.
—Calla. No te muevas. Debes vivir.
«Barrax cumple su palabra», murmuró para sí.
—Por Dios y la santísima Virgen… —boqueó el caballero—. Por los clavos de Jesucristo, si eres cristiano, libérame.
¿Era cristiano?
—No serías capaz de dar dos pasos —contestó el muchacho alejando aquel pensamiento—. Además, hay miles de soldados moriscos acampados aquí, ¿adónde irías? Guarda silencio mientras te examino.
La herida parecía bastante profunda. ¿Habría afectado a los pulmones? ¡Qué sabía él! Volvió a explorarla; luego hizo lo propio con el rostro del caballero. No había escupido sangre. ¿Y? ¿Qué significado podría tener que no escupiera sangre? Lo único que sabía con certeza era que si moría, él iría detrás. Lo había percibido en la actitud de Barrax, muy diferente a como le trataba mientras le pretendía, similar ahora a la que adoptaba al dirigirse a Ubaid o a cualquiera de sus hombres. El arráez, como la mayoría de los berberiscos y jenízaros, estaba preocupado por la marcha de la guerra. Y si no moría… remaría de por vida como galeote en El Caballo Veloz. ¿Quién iba a pagar un solo maravedí de rescate por un cristiano que en realidad era musulmán? Tocó la frente del noble: estaba caliente; la herida se había infectado. Eso sí que era igual que con las mulas. Tenía que cortar la infección y la hemorragia. Las posibles heridas internas del cuerpo…
Necesitaba cuernos. Llamó a Yusuf.
—Di al arráez que necesito dos o tres cuernos, preferentemente de ciervo, un mazo, una cazuela y lo necesario para hacer fuego…
—¿De dónde sacamos cuernos? —le interrumpió el chico.
—De los arcabuceros. Muchos de ellos guardan la pólvora fina de la cazoleta en cuernos. También necesitaré una lámina de cobre, vendas, agua fresca y trapos. ¡Corre!
Hernando empezó a triturar a golpes de mazo el extremo de uno de los tres cuernos que le proporcionó Yusuf.
—Barrax me ha dicho que me quede contigo y que te ayude —aclaró el muchacho cuando Hernando se volvió hacia él.
—Entonces, continúa tú con los cuernos. Debes pulverizar sus puntas.
Yusuf empezó a martillear y él desnudó al caballero, ya semiinconsciente, y le limpió la herida con agua fresca. También le colocó trapos empapados sobre la frente. Luego, una vez que Yusuf hubo terminado de machacar las puntas de los cuernos, calcinó el polvo en la cazuela y aplicó las cenizas sobre la herida. El caballero se quejó. Tapó la herida impregnada en cenizas con la lámina de cobre y colocó una venda.
¿A qué Dios debía de encomendarse a partir de entonces?
Brahim había enloquecido por Fátima. No le permitía abandonar el chamizo que ordenó que le levantaran en el campamento para ellos dos, e incluso faltaba a sus obligaciones para con el rey por estar con ella; Aisha, sus hijos y Humam se refugiaban bajo unos ramajes al lado de la choza. Fátima se mostraba indiferente cuando Brahim acudía a ella. El arriero la golpeaba, furioso ante el desprecio, y ella se sometía. La obligaba a acariciarlo, y ella lo hacía hasta que Brahim llegaba al éxtasis, pero éste sólo encontraba desdén en sus grandes ojos negros almendrados. Obedecía. Se entregaba a él, y en cada ocasión en que el arriero no conseguía más que la pasividad de su cuerpo, la muchacha obtenía una pequeña venganza, satisfacción que no obstante se desvanecía paulatinamente a medida que transcurrían los eternos días en que se hallaba recluida en el chamizo.
Una noche, Brahim apareció con Humam berreando, colgando de su mano derecha como si de un fardo se tratase.
—Le mataré si no cambias de actitud —la amenazó.
A partir de esa noche, siempre con Humam junto a ellos, para que su madre no olvidara lo que le sucedería al pequeño si no le satisfacía, Fátima recreó cuanto había aprendido de su madre y de las demás moriscas sobre el arte del amor, tratando de recordar aquello que le complacía a su esposo y cuantos comentarios intercambiaban las mujeres acerca de cómo satisfacer a sus hombres. Una y otra vez simuló el placer que hasta entonces le había negado. Luego Brahim la dejaba, llevándose consigo a Humam. La mayor parte del tiempo que pasaba en el chamizo, sola, lo dedicaba a rezar y a observar a Aisha y a su hijo a través de los resquicios del chamizo, llorando y acariciando la mano de Fátima que pendía de su cuello, esperando el momento en que tenía que amamantar al pequeño, el único en que su esposo le permitía estar con él. Brahim pretendía tenerla apartada de todo, incluso de su hijo.
Entretanto, en el otro extremo del campamento de Aben Aboo, del que iban y venían los moriscos para escaramucear con las tropas del duque de Sesa, Hernando trataba de salvar la vida del cristiano… y la suya. Durante unos días, el caballero permaneció en la semiinconsciencia, luchando contra la infección. En los momentos en que despertaba y que Hernando aprovechaba para darle de beber algún caldo, rezaba y se encomendaba a Jesucristo y a la Virgen. En alguna ocasión le pidió que rezase con él, negándose a tomar alimento hasta que lo hiciese, y el muchacho accedía y rezaba mientras se empeñaba en introducir el caldo, que acababa chorreando por la barba del caballero. En otra ocasión de mayor lucidez, el hombre clavó su mirada en los ojos azules de Hernando.
—Son ojos de cristiano —dijo, inspeccionando después su aspecto harapiento—. Déjame libre. Te recompensaré.
Si lo hiciera, ¿adónde iría?, pensó Hernando mirando la sombra del berberisco que permanentemente montaba guardia ante la tienda.
—¿Cómo te llamas? —se limitó a contestarle.
El noble volvió a fijar su mirada en los ojos azules de Hernando.
—No cargaré en mi familia el deshonor de morir en la tienda de un corsario renegado, ni en mi príncipe la preocupación por mi cautiverio.
—Si no dices quién eres, no podrán rescatarte.
—Si sobrevivo, ya habrá tiempo para ello. Soy consciente de que valgo mucho dinero, pero si muero aquí, prefiero hacerlo en la ignorancia de los míos.
Hernando leyó la inscripción que constaba en uno de los lados de la achatada hoja hexagonal de la larga y pesada espada bastarda de seis mesas del noble, colgada en el poste de la entrada de la tienda junto al alfanje de Hamid, allí donde día y noche montaba guardia un soldado. Desde que Barrax trajera al cristiano herido, tuvo que dormir en la tienda del arráez al cuidado del caballero. La primera noche, el corsario le sorprendió mirando de reojo hacia el alfanje, en una esquina de la tienda. Barrax se dirigió al alfanje, lo cogió y lo colgó en aquel madero junto a la espada del caballero. El berberisco de guardia le observó sin decir palabra.
—Si quieres morir —advirtió entonces a Hernando—, sólo tienes que empuñar una de ellas.
Desde aquel momento, siempre que entraba en la tienda, Barrax desviaba la mirada hacia el poste y el berberisco de guardia que dormía apoyado en las armas.
«No me saques sin razón ni me metas sin honor», rezaba la espada del noble. Hernando desvió la mirada al rostro del caballero, que en aquel momento dormía. ¿Y qué razón tenían los españoles para desenvainar sus armas? Vulneraron el tratado de paz suscrito por sus reyes cuando la rendición de Granada. Ellos, los moriscos, también eran súbditos del rey cristiano. Lo habían sido durante años, pagando más diezmos a los señores de los que satisfacía cristiano alguno; escarnecidos y odiados, se habían dedicado a trabajar en paz, por sus familias, unas tierras ásperas y desagradecidas que eran suyas desde tiempos inmemoriales. Simplemente eran musulmanes, ¡pero eso ya lo sabían los reyes Isabel y Fernando el día en que les prometieron la paz! ¿Qué paz era aquella de la que pretendieron disfrutar? Con la sublevación, las tierras del Rey Prudente se hallaban inundadas de esclavas moriscas. Los mercaderes negociaban esclavos moriscos a bajo precio en toda España. Millares de personas, súbditas del mismo rey, bautizadas a la fuerza, fueron esclavizadas. ¡El mismo rey! Decían que en las Indias, también bajo el imperio de aquel monarca, sus habitantes, también bautizados a la fuerza, no podían ser esclavizados. Entonces, ¿por qué razón podían serlo ellos? ¿Por qué la Iglesia no defendía igual a esos dos pueblos, siervos del mismo rey? Se decía que los habitantes de las Indias comían carne humana, adoraban ídolos y atendían a sus chamanes, y sin embargo los reyes los habían eximido de la esclavitud. Por el contrario, los musulmanes creían en el mismo Dios de Abraham que los cristianos, no comían carne humana ni adoraban ídolos, y a pesar de haber sido bautizados y de ser obligados a vivir en la misma fe… ¡podían ser esclavizados!
Él también era esclavo. ¡Ahora por ser cristiano! ¿Qué locura era aquélla? Para unos no era más que un morisco al que ejecutarían como hacían con todos los mayores de doce años; para otros era un cristiano que remaría de por vida en un barco corsario… si es que antes no le mataban. Y si se prestaba a profesar la fe musulmana, ¡la suya!, entonces se convertiría en el garzón de un renegado. ¡Él, que sí que había nacido musulmán! ¿O pesaba algo la sangre cristiana que corría por sus venas? Aquel caballero sería rescatado por un puñado de monedas de oro que enriquecerían al renegado. El corsario regresaría rico a Argel, y el otro a sus tierras para volver a luchar contra los moriscos, para continuar esclavizándolos.