Ve. Eres libre.
Hernando había logrado cruzar el zoco sin hacer caso de las ofertas de los mercaderes. «¡Ya está vendida!», exclamaba, tirando de la niña para escapar de los mercaderes que se acercaban a Isabel. «¡No la toquéis!» Luego tuvo que zafarse de otros tantos que en cuanto veían a la joven cristiana maniatada los abordaban, y aun sin saber el supuesto precio de Isabel, se empecinaban en seguirlos con todo tipo de proposiciones.
Cuando por fin llegaron a las afueras del pueblo, se agazaparon tras un pequeño muro que separaba el camino de un olivar; entonces desató las manos de Isabel.
—¡Corre! —susurró una vez deshecho el nudo.
La niña temblaba. También lo hacía Hernando. ¡Estaba liberando a la esclava que el rey le había entregado para que pudiera alimentar a sus animales!
—¡Huye! —insistió en voz baja a la muchacha, que permanecía inmóvil. Incapaz de articular palabra, el temor se reflejaba en sus ojos castaños—. ¡Vete!
La empujó, pero Isabel se acurrucó todavía más contra el muro de piedra. Entonces él se levantó e hizo ademán de dejarla allí.
—¿Adónde? —preguntó Isabel con un hilo de voz.
—Pues… —Hernando gesticuló con las manos. Luego observó los alrededores, con la sierra al fondo. Aquí y allá ardían los fuegos de los soldados y moriscos que no cabían en Ugíjar: la mayoría pertenecía al gran ejército de Aben Humeya—. ¡No lo sé! Bastantes problemas tengo ya —se quejó—. Debería venderte y comprar forraje para los caballos del rey. ¿Cómo les daré de comer si te dejo libre? ¿Quieres que te venda?
Ella no contestó, pero tampoco dejó de suplicarle con la mirada. Hernando volvió a agacharse e indicó a Isabel que guardase silencio al ver venir a un grupo. Esperaron a que pasasen. ¿Qué iba a hacer?, pensó mientras tanto. ¿Cómo alimentaría a los caballos? ¿Qué sucedería si el rey se enteraba?
—¡Vete! ¡Huye! —insistió pese a todo, una vez que las voces de los moriscos se perdieron en la distancia. ¿Cómo iba a vender a la hermana de Gonzalico? No había conseguido que aquel obstinado niño renunciase a su fe. ¡No lo había convencido de que sólo se trataba de mentir! Recordó a aquella criatura que había dormido plácidamente a su lado, cogido de su mano, la noche anterior a que Ubaid lo degollase y le arrancase el corazón—. ¡Lárgate de una vez!
Hernando se levantó y se encaminó de vuelta al pueblo tratando de no volver la mirada, pero al cabo de una docena de pasos le pudo la curiosidad y una sensación… ¡Le seguía! Isabel le seguía, descalza, desastrada, llorando y mostrando al sol del mediodía su enmarañado pelo pajizo. El muchacho le hizo un gesto con la mano indicándole la dirección contraria, pero ella permaneció quieta. Volvió a ordenarle que se marchara e Isabel insistió en su actitud.
Hernando retrocedió.
—¡Te venderé! —le dijo, volviendo a apartarla del camino y llevándola hacia el muro—. Si me sigues, te venderé. Ya lo has visto: todos quieren comprarte.
Isabel lloraba. Hernando esperó a que se calmara, pero pasaba el rato y la niña seguía llorando.
—Podrías escapar —insistió—. Podrías esperar a que cayese la noche y colarte entre ellos…
—¿Y después? —le interrumpió Isabel entre sollozos—. ¿Adónde voy después?
Las Alpujarras estaban en manos de los moriscos, reconoció Hernando para sí. Desde Ugíjar hasta Órgiva, a más de siete leguas, donde se emplazaba el último campamento del marqués de Mondéjar, no se encontraban cristianos. Y a lo largo de las cuatro leguas que distaba Berja, donde estaba el marqués de los Vélez, tampoco hallaría ninguno. Las tierras estaban plagadas de moriscos que vigilaban el más mínimo movimiento. ¿Dónde podría llegar una niña antes de que la detuvieran? Y si la detenían… Si la detenían se sabría que él la había liberado; entonces se dio cuenta del error cometido y resopló.
Para no tener que volver a cruzar el zoco, rodearon Ugíjar y se dirigieron a la casa de Salah. Hernando tiraba otra vez de la soga que había atado de nuevo a las manos de Isabel por si se cruzaban con alguien. ¿Qué iba a hacer con ella? ¿Presentarla como musulmana? ¡Todo Ugíjar había visto su pelo pajizo, rubio y seco! ¿Quién no la reconocería? ¿Qué explicaciones daría? ¿Cómo podría convivir una cristiana con ellos? Efectivamente se toparon con multitud de grupos de moriscos y soldados que no dejaron de observar con expectación a la cautiva. Llegaron a las tierras de la casa, al muro que las encerraba, por el extremo más alejado de Ugíjar.
—Escóndete —dijo a Isabel después de desatarla. La niña miró a su alrededor: sólo estaba el muro; el resto eran campos llanos—. Túmbate entre los rastrojos, llegarán a cubrirte. Haz lo que quieras, pero escóndete. Si te descubren…, ya sabes lo que te sucederá. —«Y a mí también», añadió para sí—. Vendré a buscarte. No sé cuándo. Tampoco sé para qué —chasqueó la lengua y negó con la cabeza—, pero sabrás de mí.
Rodeó el muro para llegar a la puerta principal sin preocuparse de Isabel; lo único que notó fue que la niña se lanzó al suelo en cuanto él le dio la espalda y empezó a alejarse. ¿Qué iba a hacer con ella? Pero aun suponiendo que lograse resolver aquella situación, ¿y la cebada? ¿Y el forraje? ¿De dónde iba a conseguir el alimento de los animales? Poco más podrían pastar en el campo que rodeaba la casa. ¡Isabel! ¿Quién le mandaba elegirla? Podría haber elegido a cualquier otra. ¡A la que empujó a Isabel para salvarse, por ejemplo! ¿Habría sido capaz de venderla?
Desde siempre los moriscos habían ayudado a los corsarios berberiscos en sus incursiones en las costas mediterráneas. Se contaban muchos moriscos entre los corsarios, sobre todo entre los de Tetuán, pero también entre los argelinos. Eran hombres nacidos en al-Andalus que, con la ayuda de familiares y amigos, hacían prisioneros que luego vendían como esclavos en Berbería, aunque a veces llegaban incluso a liberarlos contra el pago del correspondiente rescate en las mismas playas, antes de zarpar para volver a sus puertos. Pero eso era en las tierras costeras del antiguo reino nazarí, no en las Alpujarras altas, donde los esclavos de los moriscos ricos acostumbraban a ser negros guineos. Los cristianos también les habían prohibido tener esclavos negros. Se lo contó Hamid. ¡Hernando nunca había vendido a nadie ni ayudado a capturar a cristiano alguno! ¿Cómo iba a vender a una muchacha, aunque fuera cristiana, a sabiendas de cuál iba a ser su destino en manos de aquellos corsarios o jenízaros? Acarició el alfanje, como hacía siempre que el alfaquí tornaba a su memoria.
Absorto en esos pensamientos, cruzó los portalones de hierro que daban a la casa. ¿Qué…? ¿Qué sucedía allí? Más de una docena de soldados berberiscos charlaban en el patio, frente al porche. Los acompañaban caballos enjaezados y mulas cargadas. Hernando se sintió débil de repente, levemente mareado, con el estómago revuelto y un sudor frío recorriendo su espalda.
Uno de los arcabuceros moriscos de la guardia de Aben Humeya le salió al paso. Hernando retrocedió sin querer. El hombre mostró sorpresa en su rostro.
—Ibn Hamid… —empezó a decir.
¿Acaso sabrían ya lo de Isabel? ¿Venían a detenerle? ¡Ubaid! Por detrás de una de las mulas, vio al arriero de Narila.
—¿Qué hace él aquí? —preguntó, alzando la voz y señalándole.
El arcabucero se volvió hacia donde señalaba Hernando y se encogió de hombros. Ubaid frunció el ceño.
—¿Ése? —preguntó a su vez el arcabucero—. No lo sé. Ha venido con el arráez corsario. Es lo que quería decirte: un capitán corsario junto a sus hombres se ha unido a nosotros. —Hernando trataba de escuchar la explicación, pero su atención estaba puesta en Ubaid, que continuaba mirándole con soberbia—. El rey le ha permitido estabular a sus animales junto a los nuestros puesto que aquí hay suficiente forraje para todos…
—¿Aquí? —se le escapó a Hernando.
—Eso ha dicho el rey —le contestó el arcabucero.
Le temblaron las rodillas. Por un instante estuvo tentado de salir corriendo. Escapar… o volver adonde estaba Isabel: atarla de nuevo y venderla de una vez por todas. No parecía difícil.
—Pero hay otro problema —continuó el arcabucero. Hernando cerró los ojos antes de enfrentarse al morisco: ¿qué más podía pasar?—. El turco dice que también se quedan él y sus hombres. No hay ningún alojamiento libre en todo Ugíjar, y aquí contáis con espacio suficiente. Dice que no ha venido a ayudarnos a luchar contra los cristianos para dormir a la intemperie.
—No —trató de oponerse Hernando. ¡Más gente! Y Ubaid entre ellos. Tenía a una cautiva cristiana escondida junto al muro y ni un grano de cebada para… uno, dos, tres, cuatro caballos más, contó, y otras tantas mulas—. No puede ser…
—Ya ha llegado a un acuerdo con el mercader. Él y sus acompañantes se instalarán en la planta baja; Salah y su familia, en el porche.
—¿Qué acuerdo?
El arcabucero sonrió.
—Creo que era algo así como que si no le cedía la planta baja, le cortaría la nariz y las orejas a dentelladas y después las clavaría en el estanterol de la tienda de popa de su embarcación.
—¿Estant… rol?
—Eso ha dicho —contestó el arcabucero, y volvió a encogerse de hombros.
¿Para qué preguntaba? ¿Qué le importaban a él las orejas de Salah y dónde las clavase el arráez turco?
—Detened a ese hombre —ordenó señalando a Ubaid. El arcabucero le miró sorprendido—. ¡Detenedlo! —le apremió—. No… no puede estar junto a los caballos del rey —añadió tras pensar la excusa unos instantes.
Aunque el arcabucero parecía confundido, algo en el tono de Hernando le hizo llamar a algunos compañeros, pero cuando éstos se dirigían hacia Ubaid varios soldados berberiscos se interpusieron en su camino. No eran jenízaros. Vestían en forma similar a los moriscos granadinos, pero su tez no era la de los árabes; sin duda se trataba de cristianos renegados. Los dos grupos quedaron el uno frente al otro: el desafío flotaba en el aire. Ubaid, escondido detrás de los berberiscos, tenía la mirada clavada en Hernando.
—¿Dónde está ese turco? —inquirió Hernando cuando el arcabucero se volvió hacia él en espera de instrucciones.
El morisco le señaló la vivienda. Encontró al arráez en el comedor del hogar cristiano, arrellanado sobre un montón de cojines de seda bordados en mil colores. Hernando no dudó de que fuera capaz de cortar a dentelladas cualquier oreja que se le pusiera por delante: se trataba de un hombre corpulento, de facciones rectas y severas y que le saludó con el mismo acento que el rubio que antes le había retado con la daga para luego burlarse de él. ¡Otro cristiano renegado!
Sin embargo, Hernando no fue capaz de contestar a su saludo. Después de examinar al arráez, su atención se posó en el extremo de uno de sus poderosos brazos: allí donde con los dedos de su mano derecha acariciaba el cabello de un niño, ricamente ataviado, que se sentaba en el suelo a sus pies.
—¿Te gusta mi garzón? —preguntó el corsario ante la mirada de asombro del muchacho.
—¿Qué…? —despertó Hernando—. ¡No! —La negativa surgió de su boca con más fuerza de la que hubiera deseado.
Vio sonreír al corsario y notó cómo le examinaba con desvergonzada lujuria. ¿Qué sucedía con esos hombres?, se preguntó, azorado. Se encontraba plantado allí delante, enfrente de un capitán corsario que amenazaba con arrancar orejas, pero que sin embargo acariciaba con dulzura el cabello de un niño. En ese momento, seguido por Salah, apareció otro muchacho algo mayor que el que estaba sentado y ataviado con el mismo lujo: una chilaba de lino amarillo sobre unos bombachos y delicadas babuchas del mismo color. El chico se movía con afectación; entregó un vaso de limonada al arráez y se sentó a su otro lado, pegado a él.
—Y éste, ¿tampoco te gusta? —inquirió antes de llevarse la limonada a los labios.
Hernando buscó ayuda en Salah, pero el comerciante no podía apartar sus ojillos hinchados del trío.
—Tampoco —contestó Hernando—. No me gusta ninguno de los dos. —Los tres parecían desnudarle con la mirada—. No puedes quedarte aquí —le espetó bruscamente, para poner fin a aquella situación.
—Me llamo Barrax —dijo el corsario.
—La paz sea contigo, Barrax, pero no puedes quedarte en esta casa.
—Mi barco se llama El Caballo Veloz. Es una de las naves corsarias más rápidas de Argel. Te gustaría navegar en ella.
—Quizá, pero…
—¿Cuál es tu nombre?
—Hamid ibn Hamid.
El capitán se levantó muy despacio: superaba en altura a todos los allí presentes en más de medio cuerpo; vestía una sencilla túnica de lino blanco. Hernando tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un paso atrás; Salah sí que lo hizo. El corsario volvió a sonreír.
—Eres valiente —reconoció—, pero escúchame, Ibn Hamid: me quedo en esta casa hasta que vuestro rey se ponga en marcha con su ejército, y ningún perro morisco, por más protegido que sea de Ibn Umayya, me lo impedirá.
—Estamos esperando a mi padrastro… ¡y a Ibn Abbu! ¡Sí! —añadió incoherentemente—. Están en Poqueira. Es el primo del rey, alguacil de Poqueira. Si vuelven no habrá sitio…
—Ese día las mujeres y los niños del piso superior deberán abandonarlo para que lo ocupen el noble y valeroso Ibn Abbu junto a tu padrastro.
—Pero…
—Tranquilízate, tú también podrás dormir con nosotros, Ibn Hamid.
Tras estas palabras, el corsario hizo ademán de salir de la estancia junto a los dos garzones: uno despedía destellos de oro y el otro de rojo sangre.
—El arriero no puede quedarse —saltó entonces Hernando. El arráez se detuvo y abrió las manos en señal de incomprensión—. No quiero verlo por aquí —alegó por toda explicación.
—¿Quién cuidará entonces de mis caballos y mulas?
—No te preocupes por los animales. Lo haremos nosotros.
—De acuerdo —cedió el corsario sin darle mayor importancia; de repente esbozó una sonrisa y añadió—: Pero lo consideraré un favor hacia un joven tan valiente, Ibn Hamid. Estarás en deuda conmigo…
No disponía de cebada y los animales necesitaban alimento. Antes de que le ordenaran abandonar la casa, Ubaid la había reclamado. Hernando se enteró por Salah de que el manco se había unido a Barrax en Adra, adonde huyó tras la toma de Paterna por las tropas del marqués de Mondéjar. Corsarios, berberiscos y turcos llegaban a las costas de al-Andalus sin cesar, sabedores de que las galeras de Nápoles estaban prontas a arribar y de que a partir de aquel momento el desembarco se haría más difícil. También el corso se complicaría en las costas españolas con la llegada de la armada del comendador de Castilla, por lo que muchos arráeces decidieron buscar sus beneficios en la guerra o el comercio con los moriscos. Barrax necesitaba caballos y mulas para transportar sus enseres, principalmente las ropas y demás efectos personales de sus garzones, los únicos componentes de la expedición corsaria autorizados a viajar con equipaje, y por eso contrató a Ubaid que, aun manco, había logrado recuperar su competencia con las mulas y era un experto conocedor de la zona de las Alpujarras altas.
Fue Salah quien trasladó a Hernando la exigencia de forraje que efectuó Ubaid nada más llegar.
—Eso es asunto mío —le contestó Hernando de malos modos, tratando de quitárselo de encima.
¿Cómo iba a conseguirlo?, se dijo por enésima vez cuando el sudoroso mercader le dio la espalda.
Era mediodía y las mujeres preparaban la comida, pero con la llegada de Barrax y sus hombres, la intimidad del día anterior se había disipado: Aisha, Fátima y la esposa de Salah se movían con las cabezas y los rostros tapados en una casa en la que se topaban con extraños. Fátima trató de sustituir las sonrisas del día anterior con tiernas miradas que permanecían en Hernando un instante más de lo necesario, pero tanto ella como Aisha no tardaron en comprender que le sucedía algo.
—¿Qué te preocupa, hijo? —aprovechó para interesarse Aisha cuando nadie podía escucharles. Hernando negó con la cabeza, los labios apretados—. Tu padrastro no ha vuelto —insistió Aisha—, he oído que se lo decías al arráez. ¿Qué sucede entonces? —Al ver que Hernando evitaba su mirada, Aisha insistió—: No te preocupes por nosotras. No parece que el corsario esté interesado en las mujeres…
Dejó de escucharla. ¡Claro que no lo estaba! Allí a donde fuera, allí donde se hallase, Hernando se encontraba con la mirada libidinosa de Barrax: unas veces solo, otras mientras acariciaba a alguno de los garzones que le acompañaban. Lo había hecho durante toda la comida, sin dejar de mirar a Hernando, que estaba sentado enfrente junto a Salah, como si fuera el muchacho quien ocupara el lugar del garzón. Todos los demás comieron fuera de la casa. ¿Cómo iba a contarle eso a su madre, si es que no se había dado cuenta ya? ¿Cómo confesarle, también, que desde hacía algún tiempo tenía una niña cristiana escondida junto al muro, probablemente hambrienta y atemorizada, capaz de…? ¿De qué sería capaz Isabel? ¿Y si abandonaba su escondite y la detenían? Vendrían a por él. ¿Cómo contarle que no disponía de cebada y que aquella misma noche, al día siguiente a lo más tardar, los hombres de Barrax estallarían reclamando lo que Aben Humeya había prometido a su capitán? ¿Cómo iba a hacer partícipe a su madre de que había desobedecido al rey y le había robado una cautiva de su propiedad? Si al arriero de Narila le habían cortado una mano por un simple crucifijo… ¿qué le sucedería a él por una cristiana que podía valer trescientos ducados?
—¿Por qué tiemblas? —preguntó su madre llevando ambas manos a sus mejillas—. ¿Estás enfermo?
—No…, madre. No te preocupes. Lo arreglaré todo.
—¿Qué hay que arreglar? ¿Qué…?
—¡No te preocupes! —la interrumpió con brusquedad.
Dedicó la tarde al cuidado de los animales e intentó acercarse a la zona del muro tras la que debía continuar escondida Isabel, pero no consiguió hacerlo lo suficiente como para hablar con la niña, aunque fuera con el muro de por medio. Yusuf estaba permanentemente a su lado, atento, interesado, queriendo aprender y preguntando sin cesar el porqué de cada cuidado que Hernando procuraba a los animales.
Con todo, en un momento en que se hallaban cerca del lugar en el que debía encontrarse Isabel, Hernando mostró a Yusuf los belfos de los caballos, impregnados de tierra.
—¿Sabes por qué? —le preguntó.
—Por buscar las raíces —contestó el muchacho, extrañado ante el hecho de que Hernando le plantease entonces una cuestión tan sencilla.
—¡Es porque no hay comida! —dijo Hernando levantando la voz, simulando mirar más allá del muro—. Esta noche no habrá comida. ¡Hay que aguantar hasta mañana! —gritó.
—Ella ya ha comido —le susurró entonces Yusuf. Hernando dio un respingo—. Oí llantos y fui a ver qué pasaba… —se explicó el niño—. Le di un pedazo de pan. No te preocupes —añadió apresuradamente ante la evidente alarma de Hernando—: no te delataré.
¿Y mañana?, pensó no obstante el morisco. Dio una palmada afectuosa al rostro del pequeño Yusuf y miró al cielo plomizo que cubría Sierra Nevada.
Esa noche, Fátima, instigada por una preocupada Aisha, también se acercó a él para enterarse de qué le sucedía, y lo hizo con tal dulzura que Hernando creyó ver su rostro a través del velo que lo cubría.
Llevó los dedos de su mano derecha al velo para alzarlo, pero un ruido hizo que Fátima escapase.
—¿Y la cebada? —preguntó Salah.
Fue el mercader quien puso en fuga a Fátima justo en el momento en el que él se disponía a alzarle el velo. Pese a su obesidad, el comerciante se había deslizado silenciosamente en la estancia en la que ella había abordado a Hernando, antesala de las escaleras que descendían a los sótanos, donde el mercader escondía sus tesoros. En su huida, Fátima intentó pasar de lado para no rozar al gordo comerciante, pero éste jugueteó unos instantes con la muchacha, disfrutando de su contacto.
Hernando todavía tenía los dedos extendidos y la mano abierta hacia un velo que había desaparecido, con el susurro de la voz de Fátima acariciándole los oídos.
—¡Déjala! —gritó—. ¿A qué tanto interés en la cebada? —replicó con acritud tras comprobar que Fátima escapaba del asedio de Salah y corría al piso superior.
—Porque no habrá cebada. —Los ojillos de Salah brillaron a la tenue luz de una linterna que colgaba del techo, sobre el primer escalón—. Todo el mercado habla de un joven morisco con alfanje al cinto que tiraba de una preciosa niña cristiana entregada por el rey para comprar forraje.
—¿Y?
—La niña no está aquí y tampoco la has vendido. Nadie en Ugíjar te la ha comprado. Lo sé. —Hernando no había previsto aquella posibilidad y sin embargo… ¡De repente se sintió tranquilo! Allí mismo tenía la solución. La ansiedad que le había perseguido durante todo el día desapareció de súbito, mientras pergeñaba su plan. Salah continuaba hablando con una mueca triunfal en sus labios—: ¡Ladrón! ¿Qué has hecho con ella? ¿La has violado y matado? ¿Te la has quedado para ti? Vale mucho dinero… Entrégamela y no te denunciaré; en caso contrario… —El mercader hablaba y amenazaba. Hernando se afianzó sobre el piso—. Lo haré, acudiré al rey y te ejecutarán.
—Sí que la he vendido —afirmó Hernando; su dura mirada se posó sobre el gordo y taimado comerciante.
—Mientes.
—La he vendido al único mercader que conozco en Ugíjar… Pensaba que a través de él obtendría un mejor precio, pero…
—¿A quién…? —empezó a preguntar Salah, pero se interrumpió al ver cómo el muchacho echaba mano al alfanje.
—Pero ese gordo mercader no me ha pagado —continuó Hernando con aplomo— y ahora no tengo ni cristiana ni dinero con que alimentar a los caballos del rey.
Desenvainó y presionó con el alfanje la barriga de Salah, que retrocedió un solo paso hasta la pared; Hernando apretó con fuerza la empuñadura; todos los músculos de su brazo estaban en tensión: esta vez no se dejaría desarmar.
—¿Quién te iba a creer? —balbuceó Salah, comprendiendo la trampa que le tendía el muchacho—. Será… será tu palabra contra la mía y nunca podrás demostrar que me la has entregado.
—¿Tu palabra? —Hernando entrecerró los ojos—. ¡Nadie podrá oír tu palabra!
Cuando hizo ademán de clavar el alfanje, Salah cayó de rodillas. La espada corrió hasta su garganta y rasgó las vestiduras del mercader.
—¡No! —suplicó Salah. Hernando presionó el afilado extremo de la espada contra la nuez—. Haré lo que quieras, pero perdóname la vida. ¡Te pagaré! ¡Te pagaré lo que desees!
Luego lloró.
—Trescientos ducados —cedió Hernando.
—Sí, sí. Claro. Sí. Trescientos ducados. Lo que quieras. Sí.
El llanto no duró más que unos escasos instantes. Hernando volvió a ejercer un poco de presión sobre la nuez del mercader.
—Si me engañas, sufrirás. Palabra de Ibn Hamid. —Salah negó repetidamente con la cabeza—. Levántate y abre el almacén. Vamos a buscar el dinero.
Descendieron los escalones con la espada en la nuca del mercader. Salah tardó en abrir las dos cerraduras con que protegía el acceso; su espalda impedía que la linterna con que el muchacho se hizo iluminara lo suficiente.
—¡De rodillas! —exigió Hernando cuando la puerta se entreabrió y Salah hizo ademán de cruzarla—. Camina como un perro. —El mercader obedeció y accedió al almacén a cuatro patas. Hernando cerró la puerta de una patada. Luego intentó atisbar el interior sin dejar de amenazar a Salah, que resollaba—. ¡Ahora túmbate en el suelo, con los brazos y las piernas en cruz! Como note que haces el más mínimo movimiento, te mataré. ¿Dónde hay otra lámpara?
—Delante de ti, sobre un arcón. —Salah acabó tosiendo debido al polvo que sus palabras levantaron del suelo.
Encontró la lámpara, prendió la mecha y el sótano ganó algo de luz.
—¡Hereje! —soltó tan pronto como sus ojos se acostumbraron a la penumbra—. ¿Quién iba a creer en tu palabra? —Vírgenes y crucifijos, un cáliz, mantos y casullas y hasta un pequeño retablo se amontonaban junto a viejos toneles de víveres, ropas y mercaderías de todo tipo.
—Valen mucho dinero —se defendió el mercader.
Hernando se mantuvo en silencio durante unos instantes y luego rozó con los dedos la figura de una Virgen con el Niño que se hallaba cerca de él. «En esta ocasión me has salvado», estuvo tentado de decirle. De no ser por todas aquellas imágenes…, uno de los dos habría muerto.
—¿Dónde tienes los ducados? —preguntó.
—En una pequeña arca, justo al lado de la lámpara.
—Siéntate —le ordenó después de cogerla—. Despacio, con las piernas extendidas y abiertas —añadió cuando el mercader empezó a incorporarse pesadamente—. Cuenta trescientos ducados e introdúcelos en una bolsa.
Salah terminó y Hernando volvió a dejar el arca y la bolsa sobre el arcón.
—¿Los vas a dejar ahí? —inquirió Salah extrañado.
—Sí. No creo que haya mejor lugar para los dineros del rey.
Cerraron la puerta igual que la abrieron, con Hernando amenazando al mercader.
—Entrégame una de las llaves. Ésa, la más grande —le exigió una vez que Salah hubo terminado de manejar las cerraduras—. Bien —continuó con la llave ya en su poder—, ahora viene la última parte: me acompañarás a ver al jefe de la guardia de arcabuceros. Si hablas, yo intentaré excusarme. Me creerán o no, pero seguro que eso tú no llegarás a verlo con todo lo que escondes ahí dentro. Te matarán sin contemplaciones. ¿De acuerdo?
El mercader se mantuvo en silencio en el patio, escuchando cómo Hernando hablaba con el jefe de los arcabuceros y le ordenaba que uno de sus hombres montara guardia permanente frente a la puerta de acceso a los sótanos.
—En su interior se hallan los dineros del rey —explicó—. Solamente podremos entrar los dos a la vez, Salah y yo. Si algún día me sucediese algo, deberéis forzar la puerta y recuperar lo que es del rey. Ruega al Misericordioso —le dijo después a Salah, cuando ambos ya se encontraban dentro de la casa— que no me suceda nada.
—Oraré por ti —aseguró el mercader muy a su pesar.
A la mañana siguiente, temprano, cada cual abrió su cerradura bajo la mirada del arcabucero de guardia, en lo alto de las escaleras. Una vez dentro, Salah se apresuró a cerrar la puerta pero Hernando la mantuvo entreabierta, lo suficiente como para que el mercader tuviera que permanecer atento a cualquier ruido que se produjese en las escaleras, mientras corría el peligro de que alguien más viera sus mercancías. Hernando cogió varios ducados y se los entregó a Salah.
—Ve a comprar cebada y forraje —le dijo—. Suficiente para varios días y para todos los animales. Lo quiero todo aquí a lo largo de esta mañana, y por cierto, necesito buena ropa…
—Pero…
—El rey así lo desea. Hazte a la idea de que el precio ha aumentado. También quiero ropa negra…, ¡no!, blanca, de mujer… para una niña. —Sonrió—. Y un velo, sobre todo un velo, y lo necesito ahora mismo. Seguro que encuentras lo necesario entre… todo esto —añadió gesticulando con la mano.
Poco después, Hernando abandonaba el sótano ataviado de verde, con una marlota de tafetán rojo y plata, capa de tela de oro morada bordada con perlas y un bonete con una pequeña esmeralda en su frente: llevaba el alfanje de Hamid al cinto, las ropas para Isabel en la mano y la mirada de odio de Salah clavada en su espalda. Durante la noche había ideado multitud de planes para sacar a Isabel de aquellas tierras, pero los fue desechando uno a uno hasta que… ¿por qué no? ¿Acaso no le había salido bien el asunto del forraje? Simplemente, debía dejarse llevar por su instinto. En el salón se encontró con Barrax y sus garzones: el arráez se apartó de su camino y le hizo una reverencia. Hernando cruzó entre ellos dándoles la paz.
—De zafiros como tus ojos llenaría yo ese bonete si vinieses conmigo —exclamó el capitán a su paso.
Hernando trastabilló, turbado, pero se recompuso. Llegó al porche y pidió su caballo morcillo a Yusuf, que al poco se lo trajo embridado.
—Debo salir para cumplir un encargo del rey —se excusó ante Fátima y su madre, que no pudieron disimular la admiración por sus lujosas vestiduras.
Montó en el morcillo, lo espoleó y salió al galope de la casa, hasta llegar donde se encontraba la niña.
—Ponte estas ropas. —Isabel, tumbada allí donde la dejara el día anterior, no levantó la cabeza hasta que los cascos del morcillo llegaron a rozarle la frente—. ¡Obedece! —insistió ante las dudas de la muchacha—. ¿Qué miráis vosotros? —ladró a un grupo de soldados que se habían acercado.
Hernando desenvainó el alfanje y azuzó el caballo contra los moriscos; la capa de oro morada revoloteaba sobre la grupa del animal. Los hombres escaparon.
—Date prisa —insistió al volver junto a Isabel.
La niña no tenía donde esconderse y empezó a desnudarse encogida, tratando de taparse. Hernando le dio la espalda, pero el tiempo apremiaba. Podían llegar más soldados en cualquier momento.
—¿Estás ya? —Se volvió al no obtener respuesta y alcanzó a ver sus pequeños pechos—. ¡Rápido! —Isabel no sabía cómo ponerse un tipo de prendas que desconocía. Hernando desmontó y la ayudó, haciendo caso omiso a su sonrojo—. El velo, el velo, ¡cúbrete bien la cabeza!
Una vez lista, la montó a horcajadas sobre la cruz del caballo, por delante de él, para poder agarrarla por la barriga y partió al galope. Isabel oscilaba, inestable, pero no se quejó. Hernando dudó entre Órgiva y Berja, pero concluyó que aun cuando en esta última estuviese el Diablo Cabeza de Hierro, en el trayecto a Órgiva se toparía con mayor número de moriscos; Aben Aboo y Brahim merodeaban con sus hombres por la zona de Válor y nada más lejos de sus intenciones que toparse con su padrastro. Conocía el camino a Berja: era el mismo que había recorrido un par de meses antes hasta Adra. Aproximadamente a media legua de la costa debería desviarse hacia el levante, hacia las estribaciones de la sierra de Gádor. Lejos de Ugíjar y del ejército de Aben Humeya, Hernando contuvo al morcillo, ya sudoroso.
—¿Dónde me llevas? —preguntó entonces Isabel.
—Con los tuyos.
Trotaron un largo rato antes de que la niña volviera a hablar:
—¿Por qué lo haces?
Hernando no contestó. ¿Por qué lo hacía? ¿Por Gonzalico? ¿Por el calor de aquellas manos que mantuvo agarradas durante la última noche del pequeño? ¿Por la unión que tuvo con Isabel mientras los dos miraban cómo Ubaid lo asesinaba, o simplemente porque no quería que cayese en manos de algún berberisco o cristiano renegado? Ni siquiera se lo había planteado hasta entonces. Se limitó a actuar… ¡como le ordenaba su instinto! Pero realmente, ¿por qué lo hacía? Sólo se buscaba problemas. ¿Qué habían hecho los cristianos por él para que defendiese a una de las suyas? Isabel volvió a preguntarle por qué lo hacía. Espoleó al morcillo para que se pusiese al galope. ¿Por qué?, insistía la niña. Azuzó todavía más al caballo y alcanzó el galope tendido. Agarraba a Isabel por la barriga para que no se cayese. No pesaba. Era sólo una niña. Por eso lo hacía, concluyó con satisfacción mientras el viento le azotaba el rostro. ¡Porque no era más que una niña!
Ninguno de los moriscos con los que se cruzaron intentó detenerlos. Se apartaban de su camino mostrando interés en aquella extraña pareja a caballo: una figura femenina vestida de blanco con la cabeza y el rostro tapado, agarrada por un jinete que cabalgaba altivo con sus ricos ropajes y el alfanje golpeando el costado del caballo.
Antes del mediodía llegaron a los alrededores de Berja, la ciudad donde cada casa tenía un jardín y en la que varias torres defensivas descollaban por encima del vecindario. El último trecho lo hicieron al paso para procurar un descanso al caballo. Fue entonces cuando sintió el contacto del joven cuerpo de Isabel. La niña se recostaba totalmente contra él. El vestido, en su abdomen, allí por donde la mantenía firme, estaba empapado en sudor, y Hernando notó la barriga de Isabel, dura y en permanente tensión.
Desechó aquellas sensaciones a la vista de Berja. En el exterior de la ciudad la gente trabajaba los campos y algunos soldados cristianos descansaban mientras otros recogían forraje para los caballos. Los soldados detuvieron sus quehaceres ante la aparición de Hernando. El sol del mediodía caía a plomo. El morcillo, refrenado, sintiendo la tensión de su jinete, bailó resoplando en el sitio: el rojo de su pelo centelleaba, al igual que la capa de Hernando… Y al igual que la armadura del marqués de los Vélez y la de su hijo, don Diego Fajardo, ambos de pie a la entrada del pueblo.
Desmontó a Isabel en el momento en que un grupo de soldados corría ya hacia él con sus armas preparadas. Desde lo alto del morcillo, arrancó el velo de la muchacha y dejó que se mostrase su cabello rubio. Entonces desenvainó el alfanje y lo apoyó en la nuca de la niña. Los soldados tropezaron entre sí cuando los que iban en cabeza se detuvieron en seco, a poco más de cincuenta pasos de la pareja.
—¡Corre, niña! ¡Apártate! —gritó uno de ellos mientras intentaba cebar su arcabuz.
Pero Isabel se mantuvo quieta.
En la distancia, Hernando buscó la mirada del marqués de los Vélez, que se la sostuvo durante unos instantes. Por fin pareció comprender lo que pretendía el morisco. Con un gesto de la mano indicó a los hombres que se retirasen.
—La paz sea contigo, Isabel —le deseó Hernando tan pronto como los soldados cristianos obedecieron a su general.
Volvió grupas y abandonó el lugar a galope tendido, volteando el alfanje en el aire y aullando como hacían los moriscos cuando atacaban a las tropas cristianas.