En abril de 1569, el recompuesto ejército morisco y sus seguidores, mujeres y niños entre ellos, marchó hacia Ugíjar con Aben Humeya y sus íntimos por delante: entre ellos, cabalgando orgulloso, iba Hernando. La larga columna aparecía encabezada por una guardia de arcabuceros que llevaba el nuevo estandarte bermejo adoptado por Aben Humeya.
Al rey y sus lugartenientes les seguía la caballería morisca y después la infantería, que en esta ocasión había sido dispuesta ordenadamente, conforme a las tácticas cristianas: repartida en escuadras mandadas por capitanes que portaban sus propias banderas, que en parte se habían confeccionado durante la espera en las cuevas por encima de Mecina, en tafetán o seda, en blanco, amarillo o carmesí, con lunas de plata u oro en su centro, flecos de seda u oro, o borlas guarnecidas con aljófar. Pero otras escuadras marchaban arrogantes bajo estandartes y banderas antiguas, recuperadas de cuando los musulmanes dominaban al-Andalus, como la de las gentes de Mecina, de tafetán carmesí bordada en oro y con un castillo con tres torres de plata en su centro, o incluso alguna robada a los cristianos, como el estandarte del Santísimo Sacramento de Ugíjar, en damasco carmesí con flecos de seda y oro, en el que los moriscos bordaron lunas de plata.
Cerraban la marcha, como era habitual, los bagajes y multitud de gente inútil: mujeres, niños, enfermos y ancianos.
Todos avanzaban hacia Ugíjar al son de atabales y dulzainas, saludados entusiastamente por los habitantes dedicados al cultivo de las tierras por las que transitaban, porque aquélla era la orden que dio el rey: no se podía prescindir del laboreo. Los cristianos recibían suministros de fuera de Granada, pero ellos sólo disponían de sus propios recursos; la inesperada tregua proporcionada por la toma de posesión de don Juan de Austria, que continuaba enzarzado en discusiones en la ciudad, les brindaba la oportunidad de sembrar y recoger una nueva cosecha.
Hernando cabalgaba erguido, dominando al morcillo, refrenándolo constantemente para que no adelantase al grupo de caballeros que le precedían porque entre ellos se encontraba Brahim, convertido en inseparable compañero de un Aben Aboo al que se le tuvo que forrar la montura con varias capas de piel de cordero para que las cicatrices no le molestasen, aunque ni así podía evitar las muecas de dolor de su rostro. Aben Aboo cabalgaba al lado de su primo, el rey, y Brahim iba detrás de él.
Ni siquiera desde su montura lograba Hernando vislumbrar la retaguardia del ejército porque se lo impedían los grandes jefes monfíes que cabalgaban tras él. Allí estaban las mujeres, entre ellas Aisha y Fátima, y las mulas, cuidadas por Aquil y un chavalillo espabilado llamado Yusuf, al que Hernando conoció por las cuevas y a quien pidió que ayudara a su hermanastro. ¿Cómo iba Aquil a controlar él solo la recua?
Ugíjar los recibió engalanada y al son de música y zambras. No era la ciudad que conocieron huyendo de los cristianos. En la iglesia-colegiata se trabajaba a destajo para su reconversión en mezquita. Las campanas en las que los moriscos volcaban su odio aparecían destruidas a los pies del campanario, y en el triángulo que formaban las tres torres defensivas del lugar se ubicaba un zoco que se desparramaba por las calles adyacentes. Todo era color, aromas y bullicio, y gentes nuevas, sobre todo gentes nuevas: berberiscos, corsarios y mercaderes musulmanes del otro lado del estrecho. La mayoría vestía de forma similar a como lo podían hacer los moriscos, algunos con chilabas, pero lo que verdaderamente extrañó a Hernando fue el aspecto de muchos de ellos: algunos eran rubios y altos, de tez lechosa; otros pelirrojos de ojos verdes, y también podían verse negros libres. Todos se movían entre los berberiscos de piel tostada como si pertenecieran a sus tribus.
—Cristianos renegados —le comentó el Gironcillo cuando, embobado ante un imponente albino caucásico, Hernando casi llegó a chocar con el hombre.
El albino le sonrió de forma extraña, como… como si le invitase a echar pie a tierra e irse con él. Se volvió turbado hacia el monfí.
—Nunca te fíes de ellos —le aconsejó el Gironcillo tan pronto como dejaron atrás al albino—, sus costumbres son bastante diferentes a las nuestras: gustan de los muchachos como tú. Los renegados son los verdaderos dueños de Argel; el corso es suyo y nos desprecian. Tetuán es morisca; Salah, La Mámora y Vélez también, pero Argel…
—¿No son turcos? —le interrumpió Hernando.
—No.
—¿Entonces…?
—En Argel, con los renegados, conviven verdaderos jenízaros turcos enviados por el sultán. —El Gironcillo se alzó sobre los estribos y ojeó el zoco—. No. No han llegado todavía. Los reconocerás en cuanto lo hagan. Los jenízaros no dependen del beylerbey de Argel, sólo del sultán, de quien reciben órdenes a través de sus agás, sus propios jefes. En su día, hará cuarenta años, Jayr ad-Din, al que los cristianos llaman Barbarroja, sometió su reino a la Sublime Puerta, a nuestro sultán, a aquel que debe ayudarnos en la lucha contra los cristianos… Pero no te equivoques: los renegados que dominan Argel no son de fiar, sobre todo para hermosos muchachos como tú. —Rió—. ¡Nunca les des la espalda!
La carcajada del Gironcillo puso fin a la conversación. Aben Humeya desmontaba ya y le buscó con la mirada; Hernando debía hacerse cargo de los caballos. Entre el caos, trató de vislumbrar a Fátima y Aisha, pero la retaguardia de la columna ni siquiera había llegado a entrar en el pueblo. Primero debía acomodar a los caballos; luego volvería a ver qué es lo que sucedía con las mujeres.
Igual que había hecho en Paterna con las mulas, Aben Humeya dispuso a varios arcabuceros de su guardia a las órdenes de Hernando. Más allá de las abarrotadas calles de detrás de la iglesia de Ugíjar, donde la ciudad empezaba a perderse en campos, encontró una buena casa de dos pisos, grande y con tierras suficientes, debidamente cercadas por un muro bajo, como para acomodar los caballos del rey y de los jefes monfíes. Sin duda alguna se trataba de la vivienda de alguna de las familias cristianas asesinadas durante la insurrección; no tenía acceso directo desde la calle, sino que se entraba por las tierras que la rodeaban.
—¡Desalojad la casa! —gritó uno de los soldados a la familia morisca que salió en tropel ante la llegada de la comitiva.
Se trataba de un matrimonio de mediana edad: ella gorda, como la mayoría de las matronas; él, todavía más si cabe, con un viejo arcabuz en las manos que humilló al ver a los soldados. A su alrededor se hallaban siete niños de distintas edades.
Hernando percibió en la mujer la habitual sumisión de todas las moriscas; una niña de no más de dos años se escondía agarrada a las medias enrolladas en sus piernas. Quizá…, pensó él, quizá la presencia de aquella familia con tantos niños trocase el ambiente de la cueva.
—¿Entiendes de animales? —preguntó Hernando al hombre, deseando que contestase afirmativamente—. En ese caso —añadió al obtener por respuesta una mueca que quiso tomar por asentimiento—, tú y tu familia me ayudaréis con los caballos del rey y compartiremos la vivienda.
Hernando desembridó con rapidez a la docena de animales de la que se había hecho cargo, entorpecido por los intentos de ayuda de los tres niños. No le importó su evidente inexperiencia con los caballos. Tenía que encontrar a Aisha y a Fátima.
Con la misma celeridad abandonó la casa. Ya daría de comer a los animales a su regreso. Sin embargo, en cuanto cruzó el portón de hierro forjado que daba a la calle sin empedrar y comprobó que el ejército de Aben Humeya se estaba desparramando por el pueblo y empezaba a llegar hasta allí, volvió.
—Cerrad la puerta y apostaos tras ella —ordenó a los arcabuceros—. Que nadie entre en estas tierras. Vigilad también el perímetro. Son los caballos del rey —les recordó.
En el momento en que dos de los arcabuceros obedecían sus órdenes, un nutrido grupo de soldados con sus familias pretendían entrar en la casa.
—Son los caballos del rey —les advirtió, al tiempo que los arcabuceros se apresuraban a cerrar las puertas tras él.
Tenía que andar contra corriente. La villa era incapaz de acoger a todos los moriscos que llegaban; los soldados y sus familias, en masa, se expandían hacia las afueras mientras él intentaba regresar al centro. Trató de sortear a la muchedumbre con la que se topaba, pero a menudo chocaba con la gente y se veía obligado a introducirse a la fuerza entre los grupos apiñados. ¿Dónde podría encontrar a las mujeres? ¡Las mulas! Las mulas serían fáciles de encontrar aun entre…
Hernando chocó violentamente con un hombre.
—¡Cornuti!
El muchacho recibió un empellón que le lanzó contra un grupo que caminaba en dirección contraria, quienes a su vez lo empujaron. La riada de hombres y mujeres se detuvo y se abrió un pequeño espacio en el centro de la calle.
—Señori…
Hernando se volvió aturdido hacia el hombre que le había golpeado. ¿En qué idioma hablaba aquél…? «Te mataré», eso sí lo entendió, al tiempo que veía cómo un rubio, de cabello ensortijado y barba tupida, se movía hacia él armado con una preciosa daga de empuñadura enjoyada. El rubio soltó otra retahíla de palabras. No hablaba castellano, tampoco árabe ni aljamiado. Le pareció que mezclaba palabras de muchos idiomas.
—¡Perro! —masculló el hombre.
Eso también lo entendió, pero tenía prisa. Si Brahim encontraba antes a las mujeres, quizá se las llevase a algún otro lugar, lo que significaría que las perdería de vista: él debía vivir cerca de los caballos del rey. Intentó escapar y seguir su camino, pero chocó con los hombres que contemplaban la disputa. Alguien le empujó hacia el espacio que se había abierto alrededor del rubio. La gente se asomaba con curiosidad por encima de las cabezas y por entre los cuerpos de los primeros. El rubio, con el brazo extendido, movía la daga frente a él, en círculos pequeños, amenazante. Hernando comprobó que aquélla era su única arma y desenvainó el alfanje.
—Alá es grande —sentenció en árabe. Y empuñó la espada con ambas manos, justo por el centro de su pecho, alzada, en disposición de golpear; mantenía las piernas abiertas y firmemente asentadas, todo él en tensión.
Entonces, el rubio le miró a los ojos azules.
—¡Bello! —exclamó de repente, arrastrando las «eles» con dulzura.
—¡Hermoso! —oyó Hernando que decían junto al rubio. No quiso desviar la mirada.
Alguien rió entre los moriscos. Otros silbaron.
—¡Bellísimo! —El rubio volvió a arrastrar las «eles» y escondió la daga en su cinto para enzarzarse en una sonora e ininteligible conversación con su compañero. Hernando continuaba quieto, con el alfanje alzado y el semblante furioso, pero ¿cómo iba a lanzarse sobre un hombre desarmado y que no le prestaba la menor atención? Entonces el rubio le miró de nuevo, le sonrió y le guiñó un ojo antes de volverse y abrirse paso a manotazos entre los espectadores que se apresuraban a apartarse.
—Bellllllo —oyó que algún morisco repetía torpemente.
La sangre le subió a borbotones hasta las mejillas y notó su impertinente calor justo cuando las risas estallaron entre los reunidos. Bajó el alfanje sin mirar a nadie.
—¡Hermoso! —rió un morisco a quien Hernando empujó para salir de allí. Mientras sorteaba a la gente, alguien le pellizcó en las nalgas.
Los encontró con las mulas, parados a la entrada del pueblo, sin saber adónde ir. Los niños trataban de impedir que la recua se sumase a alguna de las riadas de gente que discurría por su lado. Ni Aisha ni Fátima, ni siquiera sus hermanastros, pudieron esconder una expresión de alivio ante la celeridad con que Hernando se hizo cargo de la situación: hasta las mulas, empezando por la Vieja, parecieron alegrarse de aquella voz conocida que las empezó a arrear a gritos. Nadie sabía nada de Brahim.
Ya en casa, Salah, el obeso morisco que la ocupaba junto a su extensa familia, los recibió con una deferencia rayana en el servilismo. Hernando se dijo que alguno de los arcabuceros le habría comentado las atenciones que el rey le prestaba.
El morisco trasladó a su familia a la planta baja y cedió a los recién llegados la alta, en una de cuyas habitaciones todavía quedaba una gran cama con lo que debiera haber sido un magnífico dosel. Comentó que el resto del mobiliario lo había vendido no sin antes, y esto lo juró y perjuró con vehemencia, destrozar los tapices e imágenes cristianas.
Salah era un astuto comerciante que vendía lo que fuera necesario, tanto a musulmanes como a cristianos. En la guerra se movía mucho dinero, ¿para qué iba él, como acostumbraba a decir, a deslomarse tratando de fecundar las piedras a golpes de azada como hacían los alpujarreños en sus pedregales inhóspitos, si podía vender lo que aquéllos producían?
Anochecía, y Fátima y Aisha se sumaron a la mujer de Salah que preparaba la cena, restando importancia a las cinco bocas más que de repente tenía que alimentar. Yusuf, el muchacho que les había ayudado con las mulas, se sumó con gusto a las comodidades que parecía ofrecer aquella vivienda. Hernando lo aceptó en cuanto reparó que se apañaba bien con los animales. Poca más ayuda podía esperar: sus hermanastros le rehuían y no se acercaban a las mulas si él estaba presente, y los hijos de Salah, pese a la buena disposición de su padre, nada sabían de animales.
Fátima llevó unas limonadas a los hombres, que se encontraban en el porche de la casa. Lo hizo sin velo que la cubriese y sonrió a Hernando al entregarle la suya. El muchacho sintió una punzada en el estómago. ¿Le habría perdonado? También oyó charlar y reír a su madre, en la cocina. Brahim todavía no había hecho acto de presencia. En el cambio de guardia, ordenó a uno de los arcabuceros que investigase acerca de su padrastro y regresara a darle noticias. «Lo encontrarás con Ibn Abbu», le comunicó el soldado, que había preguntado por el arriero a uno de los capitanes del rey.
Antes de retirarse, Fátima sostuvo la mirada de Hernando durante unos instantes. ¡Volvía a sonreírle!
—Buena esposa —apuntó entonces Salah, rompiendo el encanto del momento—. Silenciosa.
Hernando se llevó el vaso a la boca para poder mirar de reojo al comerciante. A pesar de que la noche se presentaba fría, el hombre sudaba. Le contestó con un murmullo ininteligible.
—Alá os ha premiado con un varón. Mis dos primeros fueron hembras —insistió Salah.
El interés del mercader le molestó. Podía echarlos de allí… pero volvió a escuchar cómo su madre parloteaba alegremente desde la cocina, ¿cuánto tiempo hacía que no escuchaba la risa de su madre? Sin embargo tampoco deseaba proporcionar a Salah más explicaciones acerca de la situación de su familia.
—Pero después te ha compensado con cuatro —adujo.
Salah hizo ademán de contestar, pero la llamada a la oración del muecín silenciaron el zoco y su curiosidad.
Rezaron y luego cenaron. El comerciante tenía bien provista la despensa, que guardaba bajo llave en los sótanos del edificio: el antiguo lagar de los propietarios cristianos en donde también amontonaba multitud de variopintas mercaderías. Dieron cuenta de la cena y Hernando revisó los caballos y las mulas acompañado de Yusuf. Todos los animales pacían con tranquilidad: habían arrasado el huerto de la esposa del mercader, que tuvo que consentirlo tras volverse hacia su esposo reclamando ayuda con sus ojos. «Son los caballos del rey», le contestó impotente Salah, también con la mirada, haciendo un elocuente gesto hacia los arcabuceros que montaban guardia.
«Necesitarán cebada y forraje», pensó Hernando. En un par de días aquel campo estaría esquilmado, y el rey le había ordenado que en todo momento tuviera a los caballos dispuestos, por lo que no podía llevarlos a pacer a otros campos en las afueras de Ugíjar. Por la mañana tendría que proveerse de alimento suficiente. Dio por finalizada la ronda y dispuso mantas en el porche para taparse con ellas.
—Prefiero dormir aquí y estar cerca de los animales —se excusó, adelantándose a la pregunta de Salah, que veía con extrañeza que el chico no durmiera con su esposa.
Yusuf se quedó con él y charlaron hasta caer rendidos; el niño estaba atento a la menor de sus observaciones. Los arcabuceros de refresco dormitaban en sus puestos de guardia y las mujeres y los niños se distribuyeron en los dos pisos; Aisha en el dormitorio principal. Brahim seguía sin aparecer. Pese a hacerlo en el porche, Hernando durmió tranquilo por primera vez en muchos días: Fátima volvía a sonreírle.
Al amanecer atendió a los animales y decidió presentarse ante el rey para solicitarle dinero con el que comprar forraje, pero Aben Humeya no pudo recibirle. El rey se había acomodado otra vez en la casa de Pedro López, escribano mayor de las Alpujarras, cercana a la iglesia, y estaba recibiendo a los jefes de una compañía de jenízaros que acababan de llegar de Argel: los doscientos que el sultán ordenó a su beylerbey que enviase a al-Andalus para contentar, si no engañar, a sus hermanos en la fe.
Hernando los vio curioseando por el inmenso zoco en que se había convertido Ugíjar. Como le advirtió el Gironcillo, era imposible no fijarse en ellos. Pese a la cantidad de gente que se amontonaba en la ciudad —entre mercaderes, berberiscos, aventureros, moriscos y el ejército de Aben Humeya—, allí donde se hallaban los turcos, la gente se apartaba con temor. No vestían los bonetes y capas con las que Farax, desaparecido en las sierras, trató de disfrazar a los moriscos que intentaron alzar el Albaicín de Granada. Se cubrían con grandes turbantes, la mayoría de ellos ajados, con flecos que casi rozaban el suelo. Vestían bombachos, marlotas largas y prácticas zapatillas; muchos lucían largos y finos bigotes. Sin embargo lo que más impresionaba era la cantidad de armas que portaban: arcabuces de largos cañones, cimitarras y dagas.
Habían desembarcado en la costa de las Alpujarras al mando de Dalí, ayabachi de los jenízaros, uno de los oficiales de mayor rango por debajo del agá, cargo que democráticamente elegían en el diwan los cerca de doce mil miembros que se hallaban establecidos en Argel. A Dalí le acompañaban dos oficiales jenízaros: Caracax y Hosceni, y los tres se hallaban entonces reunidos con Aben Humeya.
Los jenízaros habían sido creados como una milicia de élite a las órdenes del sultán; soldados fieles e invencibles. Sus miembros eran reclutados obligatoriamente entre los niños cristianos mayores de ocho años que vivían en los amplios dominios europeos del imperio otomano, a razón de uno por cada cuarenta casas. Tras la leva, se les instruía en la fe musulmana y se les entrenaba como soldados desde esa tierna edad. Al alcanzar el rango de jenízaro gozaban de una paga de por vida y de numerosos privilegios frente al resto de la población. Disponían de jurisdicción propia: ningún jenízaro podía ser juzgado y castigado ni siquiera por el bey; dependían exclusivamente de su agá quien, en todo caso, los juzgaba en secreto.
Los jenízaros de Argel, sin embargo, habían dejado de seguir el procedimiento de levas obligatorias entre los infantes cristianos del imperio otomano. Los inicialmente trasladados a Argel desde el imperio fueron sustituyéndose por sus hijos u otros turcos, incluso cristianos renegados, pero nunca árabes o berberiscos. Los árabes y berberiscos tenían vedado el acceso al ejército de élite; los jenízaros constituían una casta privilegiada. Se dedicaban al saqueo de los pueblos de Berbería y en Argel: seguros y confiados en su poder y prerrogativas, actuaban con el más absoluto desprecio hacia los demás habitantes, robando y violando niños y mujeres. ¡Nadie podía tocar a un jenízaro!
Aquellos hombres, los doscientos que el sultán ordenó a su bey de Argel que mandase para contentar a los moriscos, acudieron a al-Andalus a luchar, pero eso no implicaba la pérdida de sus privilegios. Y Hernando pudo comprobarlo mientras esperaba, a las puertas de la casa del escribano mayor, a que el arcabucero de la guardia de Aben Humeya volviese con la respuesta del rey.
Mientras tanto, intentó vencer la curiosidad y evitar que su mirada persiguiese a los jenízaros que haraganeaban frente al edificio.
—¿Sabes algo de Brahim, el arriero? —preguntó distraídamente a uno de los arcabuceros que quedaban en la puerta—. Es mi padrastro.
—Ayer por la noche —le contestó—, partió junto a Ibn Abbu y una compañía de hombres a Poqueira. El rey ha nombrado a su primo alguacil de Poqueira y a su vez, Ibn Abbu ha nombrado a tu padrastro lugarteniente suyo.
—¿Cuánto tiempo estarán en Poqueira? —preguntó de nuevo, en esta ocasión sin poder esconder su entusiasmo.
El arcabucero se encogió de hombros.
¡Brahim se había ido! Se volvió sonriente hacia el zoco que se abría frente a la casa en el momento en que pasaba un vendedor con un capazo lleno de uvas pasas a sus espaldas. Uno de los jenízaros echó mano de un puñado de pasas. El hombre se volvió y, sin pensar, empujó a quien le acababa de robar su humilde mercadería.
Todo transcurrió en un instante. Ninguno de los jenízaros recriminó su desplante al vendedor pero, de repente, agarraron al hombre entre varios: uno le extendió el brazo y aquel que había sido empujado le cercenó la mano a la altura de la muñeca con un rápido y eficaz golpe de cimitarra. La mano fue a parar al capazo de las uvas pasas, el hombre despedido a patadas del lugar y los jenízaros reanudaron su conversación como si nada hubiera sucedido; aquél era el castigo para quien osase tocar a uno de los soldados del sultán de la Sublime Puerta.
Hernando fue incapaz de reaccionar y se quedó quieto, absorto en el reguero de sangre que dejaba el vendedor de uvas pasas hasta desplomarse unos pasos más allá. Ensimismado como estaba, el arcabucero de la guardia del rey tuvo que golpearle en la espalda.
—Sígueme —le dijo cuando por fin fijó sus ojos en él.
La casa volvía a estar perfumada con almizcle, pero en esta ocasión no fue llevado a presencia de Aben Humeya. El guardia lo acompañó a una habitación al fondo del primer piso. La puerta de madera labrada se hallaba protegida por dos arcabuceros; el tesoro que el rey no había enviado a Argel debía de estar en su interior, pensó ante tales cautelas.
—¿Eres tú Ibn Hamid? —le preguntaron a sus espaldas. Hernando se volvió para encontrarse con un morisco ricamente ataviado—. Ibn Umayya me ha hablado de ti. —El hombre le tendió la mano—. Soy Mustafa Calderón, vecino de Ugíjar y consejero del rey.
Tras el saludo, Mustafa buscó en un juego de llaves que portaba al cinto y abrió la puerta.
—Aquí tienes toda la cebada que necesitas para los caballos —añadió invitándole a entrar con la mano extendida.
¿Cómo podía estar allí la cebada? Aquello no era un granero. Sorprendido, se quedó parado en el quicio de la puerta.
Las risas de Mustafa y de los tres arcabuceros no consiguieron distraer el asombro de Hernando: cerca de una docena de muchachas y niñas se amontonaban en el interior, iluminadas por la luz que entraba a través de un ventanuco alto. Las muchachas le miraban asustadas e intentaban ocultarse unas detrás de otras, retrocediendo hasta el fondo de la habitación.
—El rey quiere reservarse las joyas y el dinero que le queda —explicó el consejero, sorbiendo la nariz—. El oro es más fácil de transportar que las cautivas que le han dado en pago por su quinto… ¡Y las monedas no comen! —Volvió a reír—. Elige a la que quieras y negóciala en el mercado. Con su precio, obtendrás cuanto necesites, aunque cada mes tendrás que venir a pasar cuentas conmigo. Yo no lo hubiera hecho así, pero el rey ha insistido. También ha ordenado que si cabalgas junto a él, te compres ropa adecuada.
—¿Có…, cómo voy a vender a una niña?
—Te la quitarán de las manos, muchacho —le interrumpió el morisco—. Las mujeres cristianas son las más deseadas en Argel, una ciudad en poder de turcos y cristianos renegados que no quieren casarse con musulmanas. ¡Ni siquiera los turcos! Mira —añadió poniendo una mano sobre su hombro—, un cristiano cautivo puede ser rescatado por esos frailes mercedarios o trinitarios que van cargados de dinero a Berbería, pero una mujer nunca. Entre las pocas leyes que rigen la vida de los corsarios, hay una por la que está prohibido el rescate de las mujeres. ¡Las adoran!
—Pero… —empezó a decir Hernando observando cómo las muchachas temblaban y se apretujaban todavía más entre ellas.
—La que tú quieras, ¡ya! —le apremió Mustafa—. Estamos en consejo con los turcos y no puedo perder mucho tiempo.
¿Cómo iba él a vender a una niña? ¿Qué sabía él de…?
—Yo no puedo… —empezaba a protestar cuando el pelo pajizo de una niña temblorosa y sucia apareció ante él. Una de las mayores la acababa de desplazar sin contemplaciones—. ¡Ésa! —exclamó de repente, sin pensar.
—¡Hecho! —sentenció Mustafa—. Atadla y entregádsela —ordenó a los guardias para acto seguido retirarse con prisas—. Y recuerda: te espero en un mes.
Sin embargo, Hernando ya no escuchaba al consejero del rey. Tenía los ojos clavados en su cautiva. Era Isabel, la hermana de Gonzalico. ¿Qué habría sido de Ubaid?, pensó en ese momento, recordando cómo alzó el corazón del muchacho antes de arrojarlo a los pies de la niña.
En poco rato se encontró de nuevo en la calle, observado por arcabuceros y jenízaros; en las manos llevaba la soga con la que los guardias habían atado a la niña de pelo pajizo. Se quedó parado, con Isabel a sus espaldas, extrañado por los miles de reflejos que arrancaba el sol de gentes y colores. Antes no se había percatado de ello, ¿por qué ahora aquel zoco se le mostraba como un mundo nuevo?
—Muchacho, ¿qué vas a hacer con esa belleza? —oyó que le preguntaban con sorna.
Hernando no contestó. ¿Por qué había tenido que aceptar aquel trato? ¿Qué iba a hacer ahora con Isabel? ¿Venderla? El recuerdo de la matanza de Cuxurio y las súplicas de Isabel se mezclaron con los miles de colores y olores que flotaban en el ambiente. ¿Cómo iba a venderla? ¿Acaso no le habían hecho ya suficiente daño a aquella niña? ¿Qué culpa tenía ella? Entonces, ¿por qué la había elegido? ¡Ni siquiera lo pensó! La soga se tensó y Hernando se volvió hacia Isabel: un jenízaro trataba de examinarla y la niña retrocedía, asustada.
Dio un paso hacia el turco, pero el recuerdo de la mano cortada del vendedor de uvas pasas se interpuso en su camino. Isabel volvía a sollozar, los ojos muy abiertos, mirándole a él, suplicando su ayuda igual que había hecho en Cuxurio mientras Ubaid asesinaba a su hermano Gonzalico. Isabel chocó de espaldas con los arcabuceros de guardia, que le cerraron el paso, y el jenízaro empezó a manosear su cabello dorado.
—¡Quieto! —gritó Hernando. Soltó la soga y desenvainó el alfanje.
Ni siquiera pudo llegar a alzar la espada. Con asombrosa rapidez, el jenízaro desenvainó su cimitarra para, sin pausa, golpear violentamente el alfanje, que salió despedido por los aires. Instintivamente, el muchacho sacudió varias veces la mano al tiempo que los demás turcos estallaban en carcajadas.
—¡Deja a la niña! —insistió no obstante.
El jenízaro volvió el rostro hacia Hernando: una de sus manos tanteaba los nacientes pechos de Isabel. Una impúdica sonrisa blanca se sumó a los miles de destellos del zoco.
—Quiero ver la mercancía —silabeó.
Hernando dudó unos instantes.
—Y yo tus dineros —balbuceó—. Sin ellos no hay examen.
Algunos jenízaros, como si de un juego se tratara, aclamaron a Hernando.
—¡Bien dicho! —exclamaron entre carcajadas.
—¡Sí! Enséñale tus dineros…
En ese momento, el arcabucero que impedía la retirada de Isabel, el mismo que había acompañado a Hernando al interior de la casa, susurró unas palabras al oído del jenízaro. El turco escuchó en silencio y torció el gesto.
—¡No vale un ducado! —gruñó tras pensar unos instantes, y empujó a Isabel.
—¡Más de trescientos puedes obtener por ella, muchacho! —le contradijo otro jenízaro.
Tras agarrar de nuevo la soga, Hernando se dirigió al lugar al que había ido a parar el alfanje de Hamid, más allá del grupo de jenízaros que todavía reía a su costa, y caminó tirando de Isabel y sorteando a los turcos.
—De poco te servirá ese viejo alfanje —escuchó que le gritaban a sus espaldas al agacharse a recogerlo—, si no aprendes a empuñarlo con fuerza.
El zoco: los gritos, la muchedumbre, los colores y los aromas volvieron a abrirse ante Hernando. Envainó su alfanje y se irguió. ¿Qué iba a hacer con aquella niña?, pensó, mientras veía cómo algunos mercaderes se apresuraban en su dirección.