11

Tenía trece años y era de Terque, de la taa de Marchena, en el levante alpujarreño. Eso explicó Fátima a Hernando de camino a Ugíjar. Y no, no sabía dónde estaba su esposo. El padre de Humam se había unido a los monfíes que acudieron a luchar contra el marqués de los Vélez en el extremo oriental de las Alpujarras, y ella, como tantas otras mujeres moriscas, había terminado en la plaza de Juviles.

—Te vi armado y me acerqué a vosotros. Lo siento… No podía dejar que mi niño muriera a manos de los soldados… —musito Fátima. Sus ojos negros expresaban pesar, pero también una firme resolución. Los dos caminaban delante de Aisha, que ni siquiera había pronunciado palabra desde que se percatara de la confusión que había tenido en el momento de escapar de la matanza. Los hermanastros de Hernando intentaban seguirles el paso quejándose constantemente.

Amanecía. El sol empezó a iluminar montañas y barrancos como si nada hubiera sucedido; el frío y la nieve producían tal sensación de limpieza que la matanza de Juviles se aparecía como una macabra fantasía.

Pero había sido real y él había conseguido su propósito: salvar a su madre. Pero sus hermanastras… Y Hamid, ¿qué habría sido del alfaquí? Apretó el alfanje que llevaba al cinto y volvió la cabeza hacia Aisha: caminaba cabizbaja; antes la había oído sollozar, ahora simplemente andaba tras ellos. Aprovechó también aquellos primeros rayos de sol para mirar de reojo a su acompañante: el pelo negro ensortijado le caía sobre los hombros. Era de tez oscura y facciones cinceladas; su cuerpo era el de las niñas que pasan por una maternidad prematura, y se movía con dignidad, a pesar del cansancio. Fátima se sintió observada y se volvió hacia él para mostrarle una leve sonrisa acompañada por el chispear de aquellos fantásticos y almendrados ojos negros que él descubrió justo entonces. Hernando notó una oleada de calor que le ascendía a las mejillas, y Humam rompió a llorar. Fátima arrullaba a su hijo sin dejar de andar.

—Detengámonos para que mame el niño —aconsejó Aisha por detrás.

Fátima asintió y todos se alejaron del sendero.

—Lo siento, madre —dijo Hernando mientras Fátima se sentaba para amamantar a Humam con los dos niños rodeándola, embobados. Aisha no contestó—. Creí… Creía que era Raissa.

—Me has salvado la vida —le interrumpió entonces su madre—. A mí y a tus dos hermanos. —Aisha se abandonó al llanto, atrajo a su hijo y le abrazó—. No tienes por qué excusarte… —sollozó, aún abrazada a él—, pero entiende mi dolor por tus hermanas. Gracias…

Fátima observaba la escena con semblante serio. Humam mamaba con fruición. Sobre el pecho descubierto de la muchacha, Hernando pudo observar entonces una joya de oro que colgaba de su cuello: la jamsa, la mano de Fátima, el colgante que los cristianos les prohibían lucir, un amuleto que protege del mal.

Hernando y su pequeña comitiva tardaron toda la mañana en recorrer las cerca de tres leguas que separaban Juviles de Ugíjar, la población cristiana más importante de las Alpujarras que se hallaba en manos moriscas tras una salvaje matanza ordenada por Farax. Estaba enclavada en el valle del Nechite, algo alejada de las estribaciones de Sierra Nevada, por lo que su orografía no era tan fragosa como la de las Alpujarras altas; era un pueblo rico en vid y cereales, y poseía extensos pastos para el ganado. El ejército de Aben Humeya se encontraba acampado cuando llegaron. Ugíjar era un hervidero.

El rey de Granada se instaló en la casa que fuera de Pedro López, escribano mayor de las Alpujarras. El edificio albergaba una de las tres torres defensivas con las que contaba la población. Las torres estaban dispuestas en triángulo y gran parte del ejército se hallaba diseminado por el interior. Hernando encontró a su recua de mulas frente a la torre de la colegiata; Ubaid vigilaba al overo de su padrastro. Si antes le había temido, entonces se sintió con fuerzas para dirigirse a él.

—¿Y Brahim? —preguntó al arriero.

Ubaid se encogió de hombros a la vez que clavaba su mirada en Fátima. Musa y Aquil trataron de acercarse a las mulas, todavía cargadas con el botín, pero unos soldados se lo impidieron. Ubaid ni siquiera apartó la mirada de Fátima cuando el pequeño Musa cayó a sus pies, debido al empujón con que los soldados le apartaron del botín. La muchacha, intimidada, se arrimó a Hernando.

—¿Qué miras? —le espetó éste al arriero.

Ubaid volvió a encogerse de hombros, lanzó una última mirada lasciva hacia Fátima y cesó en su acoso. Hernando relajó la mano que instintivamente había llevado a la empuñadura del alfanje.

Tras preguntar a uno de los soldados por su padrastro, los condujo a todos a la casa de Pedro López, el lugar donde le señaló el morisco. Encontraron a Brahim a las puertas de la casa, junto a jefes y multitud de monfíes; Aben Humeya estaba en el interior, reunido con sus consejeros.

—¿Qué significa…? —exclamó su padrastro a la vista de Aisha y sus dos hijos, pero el Gironcillo, también presente, le interrumpió.

—¡Bienvenido, muchacho! —celebró—. Creo que te necesitaremos. Tenemos bastantes animales heridos.

Al instante, el Gironcillo se explayó explicando a los demás monfíes cómo había curado Hernando a su alazán. Brahim esperó furioso, conteniendo la rabia, a que el jefe monfí terminase de cantar las alabanzas de su hijastro.

—¡Pero abandonaste la recua! —saltó en el momento en que el Gironcillo puso fin a su discurso—. Además, ¿por qué has traído a mis hijos? Ya dije…

—No sé si moriremos aquí o si a tus hijos les sucederá algo —le impidió continuar Aisha, alzando la voz para sorpresa de su esposo—, pero de momento, Hernando les ha salvado la vida.

—Los cristianos… —murmuró entonces el muchacho— han matado a centenares de niños y mujeres a las puertas de la iglesia de Juviles.

Inmediatamente los monfíes le rodearon y él les explicó con pesar lo sucedido en Juviles.

—Vamos —indicó el Gironcillo antes incluso de que terminase—, debes contárselo tú mismo a Ibn Umayya.

Los soldados que montaban guardia a las puertas de la casa les franquearon el acceso sin problemas. Hernando entró con el Gironcillo. Los guardias hicieron ademán de impedir el paso a Brahim, pero éste consiguió convencerlos de que debía acompañar a su hijastro.

Se trataba de un edificio señorial de dos pisos, encalado, con balcones de hierro forjado en la planta superior, y techado con tejas a cuatro aguas. Nada más superar a la guardia, antes incluso de que se abrieran las recias puertas de madera que daban a la amplia estancia donde se encontraba Aben Humeya, Hernando percibió la esencia de algún perfume. El guardia que les acompañaba llamó y abrió las puertas, y un penetrante olor a almizcle se mezcló con el sonido de un ud, un laúd de mástil corto y sin trastes. El rey, joven, atractivo y soberbio, se arrellanaba en un sillón de madera tapizado en seda roja, rodeado por sus cuatro mujeres; su figura quedaba por encima de la de los demás presentes, que se hallaban sentados en el suelo sobre almohadones de seda entretejida con hilos de oro y plata y guadamecíes bordados en mil colores. El salón se hallaba decorado con alfombras y tapices; una mujer danzaba en el centro.

Los tres se quedaron inmóviles bajo el quicio de la puerta: Hernando con la vista clavada en la bailarina; el Gironcillo y Brahim miraban de hito en hito la estancia. Al final fue Aben Humeya quien, con una palmada, puso fin a música y baile y los hizo entrar. Miguel de Rojas, padre de la primera esposa del rey y acaudalado morisco de Ugíjar, varios de los principales de Ugíjar y algunos jefes monfíes como el Partal, el Seniz o el Gorri, fijaron su atención en los dos hombres y el muchacho.

—¿Qué queréis? —preguntó directamente Aben Humeya.

—Este muchacho trae noticias de Juviles —contestó el Gironcillo con voz potente.

—Habla —le instó el rey.

Hernando casi no se atrevía a mirar al rey. La nueva seguridad en sí mismo que había sentido la noche anterior pareció abandonarle como por ensalmo. Empezó su relato, tartamudeando, hasta que Aben Humeya le sonrió abiertamente y ese gesto le dio confianza.

—¡Asesinos! —gritó el Partal tras escuchar el relato.

—¡Matan a las mujeres y los niños! —exclamó el Seniz.

—Os dije que debíamos hacernos fuertes en esta ciudad —saltó Miguel de Rojas—. Debemos pelear y proteger a nuestras familias.

—¡No! Aquí no podemos detener a las fuerzas del marqués… —replicó el Partal.

Sin embargo, Aben Humeya le ordenó que callase, tranquilizando con un gesto de su mano a los demás monfíes que, ansiosos por atacar de nuevo, sostenían que debían abandonar la ciudad.

—Ya he dicho que de momento nos quedaremos en Ugíjar —declaró el rey, ante el descontento de los monfíes—. En cuanto a ti —añadió dirigiéndose a Hernando—, te felicito por la valentía que has mostrado. ¿A qué te dedicas?

—Soy arriero… Llevo las mulas de mi padrastro —explicó señalando a Brahim; Aben Humeya hizo gestos de reconocerle—, y cuido de vuestro botín.

—También es un magnífico veterinario —terció el Gironcillo.

El rey pensó durante unos instantes antes de volver a hablar:

—¿Cuidarás de los dineros de nuestro pueblo igual que has hecho con tu madre? —Hernando asintió—. En ese caso caminarás a mi lado con el oro.

Al lado de su hijastro, Brahim se movió inquieto.

—He pedido ayuda a Uluch Ali, beylerbey de Argel —prosiguió Aben Humeya—, prometiendo vasallaje al Gran Turco, y me consta que en una de las mezquitas de Argel se están acumulando armas para ser traídas a nuestro reino. Cuando se inicie la época de navegación nos llegarán esas armas… que tendremos que pagar.

El rey se mantuvo en silencio durante unos instantes. Hernando se preguntaba si aquella propuesta incluía a su padrastro cuando Aben Humeya volvió a tomar la palabra.

—Necesitamos arcabuces y artillería. La mayoría de nuestros hombres luchan con simples hondas y aperos de labranza. Ni siquiera tienen alabardas o espadas. Sin embargo… ¡Tú sí tienes un buen alfanje! —Señaló el arma que colgaba del cinto de Hernando.

Hernando la desenvainó para mostrársela y el alfanje apareció manchado de sangre. Entonces recordó los golpes que había dado con él, los tajos en carnes cristianas que había percibido en la oscuridad. No había tenido oportunidad de pensar en ello. Contempló absorto la hoja del alfanje, ennegrecida de sangre seca.

—Veo que también la has usado —dijo entonces Aben Humeya—. Confío en que sigas haciéndolo y en que muchos cristianos caigan bajo ese acero.

—Me la dio Hamid, el alfaquí de Juviles —explicó Hernando. Evitó, no obstante, mencionar que la espada había sido propiedad del Profeta; se la quitarían sin dudarlo y él había prometido a Hamid que cuidaría del arma. El rey asintió en señal de conocer al alfaquí—. Hamid estaba con los hombres, en el pueblo… —añadió el muchacho con pesar.

Luego guardó silencio y Aben Humeya se sumó a ese momento de respeto. Uno de los monfíes se incorporó para coger el alfanje, pero el monarca, al ver la ávida mirada del morisco puesta en la vaina de oro, dijo en voz bien alta:

—Cuidarás de ella hasta que puedas devolvérsela a Hamid. Yo, rey de Granada y de Córdoba, así lo dispongo. Seguro que podrás devolvérsela, muchacho —sonrió Aben Humeya—. En cuanto jenízaros y berberiscos acudan en nuestra ayuda, volveremos a reinar en al-Andalus.

Abandonaron la casa donde se alojaba Aben Humeya y consiguieron comida. Los hombres se sentaron en el suelo a dar cuenta del cordero.

—¿Quién es ella? —gruñó Brahim señalando a Fátima.

—Escapó con nosotros de Juviles —contestó Aisha, antes de que Hernando pudiera responder.

Brahim entrecerró los ojos y los clavó en la muchacha, que estaba de pie junto a Aisha; Humam dormía en un capazo entre ellas. Con un pedazo de cordero en la mano, la miró de arriba abajo, deteniéndose en sus pechos y en su rostro, en aquellos maravillosos ojos negros que Fátima bajó, turbada.

El arriero chasqueó la lengua, impúdicamente, como si la aprobase, y mordió el cordero.

—¿Y mis hijas? —inquirió mientras masticaba.

—No lo sé. —Aisha ahogó un sollozo—. Era de noche… Había mucha gente… No se veía nada… No pude encontrarlas. ¡Vigilaba a los varones! —se excusó.

Brahim miró a sus dos hijos y asintió, como si aceptara aquella excusa.

—¡Tú! —llamó a Fátima—. Sírveme agua.

Brahim desnudó a la muchacha con la mirada cuando ésta le llevaba el agua; el arriero mantuvo el vaso junto a su cuerpo, sin extender el brazo, para que la joven tuviera que acercársele y así tocar su piel.

Hernando se sorprendió conteniendo la respiración al observar cómo Fátima intentaba no rozar a Brahim. ¿Qué pretendía su padrastro? Por el rabillo del ojo, creyó ver cómo Aisha sacudía el capazo de Humam con uno de sus pies: el niño rompió a llorar.

—Tengo que darle de mamar —se disculpó Fátima, azorada.

El arriero la persiguió con la mirada, temblando al pensar en aquellos pechos de niña rebosantes de leche.

—Hernando… —le llamó Fátima una vez hubo alimentado a su hijo, y éste dormía en sus brazos.

—Ibn Hamid —le corrigió él.

Fátima asintió.

—¿Me acompañas a buscar noticias de mi esposo? Debo saber qué ha sido de él. —Fátima miró de soslayo a Brahim.

Después de dejar a Humam al cuidado de Aisha, desfilaron entre tiendas y corros en busca de noticias de las gentes de la taa de Marchena, que habían peleado junto a los monfíes contra el marqués de los Vélez, adelantado del reino de Murcia y capitán general de Cartagena. Soldado cruel que peleaba sin concesión alguna a los moriscos, el marqués de los Vélez había iniciado la lucha por su cuenta, antes incluso de recibir el encargo real, y había empezado por la costa de levante del antiguo reino, al sur y al este de las Alpujarras, donde no alcanzaba a combatir el de Mondéjar.

No les costó encontrar las noticias que buscaban. Una partida de los hombres del Gorri que lucharon contra el marqués de los Vélez, les empezaron a dar cumplida cuenta de sus avatares.

—Pero mi esposo no estaba con el Gorri —les interrumpió Fátima—. Él se fue con el Futey. Es… es su primo.

El soldado que había empezado a hablar suspiró entonces sin reparos. Fátima se agarró al brazo de Hernando: presagiaba malas noticias. Dos hombres que formaban parte del grupo esquivaron la mirada inquisitiva de la muchacha. Un tercero tomó la palabra:

—Yo estuve allí. El Futey cayó en la batalla de Félix. Y con él la mayoría de sus hombres… pero sobre todo mujeres… fallecieron muchas mujeres. Con el Futey estaban el Tezi y Portocarrero, y como no tenían suficientes hombres para hacer frente a los cristianos, disfrazaron de soldados a las mujeres. Nuestros hermanos les hicieron frente a campo abierto y después en las casas de Félix. Al final tuvieron que refugiarse en la cumbre de un cerro frente al pueblo, constantemente perseguidos por la infantería del marqués.

El hombre hizo una pausa que a Hernando le pareció interminable; notaba las uñas de Fátima clavadas en su brazo.

—Murieron más de setecientos, entre hombres y mujeres. Algunos logramos escapar a la sierra… de donde veníamos —añadió apesadumbrado—, pero los que no lo consiguieron… ¡Vi a mujeres abalanzarse con puñales contra las barrigas de los caballos! ¡Se dirigían a una muerte segura! Vi cómo muchas de ellas terminaron lanzando arena a los ojos de los cristianos a falta de fuerzas para levantar piedras. Lucharon con tanto valor como sus hombres. —En esta ocasión, el soldado miró directamente a Fátima—. Si no lo encuentras aquí… Los que sobrevivieron fueron muertos. El marqués de los Vélez no hace cautivos entre los hombres, ni concede el perdón como Mondéjar. Las mujeres y los niños que no murieron fueron tomados como esclavos. Vimos numerosas partidas de soldados que desertaban del ejército en dirección a Murcia, encabezando largas filas de mujeres y niños esclavos.

Buscaron por todo Ugíjar. Muchos moriscos les confirmaron el relato.

—¿De Terque? —terció un soldado que había oído las preguntas de Fátima—. ¿Salvador de Terque? —La muchacha asintió—. ¿El cordelero? —Fátima volvió a asentir, las manos frente a su pecho, los dedos entrelazados con fuerza—. Lo siento… murió. Murió junto al Futey luchando valerosamente…

Hernando la agarró al vuelo. No pesaba. Casi no pesaba. Ella se desmoronó en sus brazos y Hernando notó cómo se le empapaba la mejilla con sus lágrimas.

—¿A qué viene tanto llanto? —preguntó Brahim a la hora de la cena, sentado en corro en el centro del pueblo, entre multitud de hogueras.

—Su esposo… —se adelantó Hernando—. Dicen que está herido en las sierras —mintió.

Aisha, enterada de la muerte del padre del pequeño antes de que volviera Brahim, no contradijo la versión de su hijo. Tampoco lo hizo Fátima. Sin embargo, pese al dolor que mostraba la muchacha y al hecho de que su esposo supuestamente siguiera con vida, Brahim continuó mirándola lasciva y desvergonzadamente.

Esa noche Hernando no pudo conciliar el sueño: los sollozos contenidos de Fátima repiqueteaban en su interior con más fuerza que la música y los cánticos que se escuchaban en el campamento.

—Lo siento —susurró por enésima vez, tumbado a su lado, muy pasada la medianoche.

Fátima sollozó una respuesta ininteligible.

—Le querías mucho. —Las palabras de Hernando se quedaron entre la afirmación y la pregunta.

Fátima dejó transcurrir unos instantes.

—Nos criamos juntos… Le conocía desde que era una niña. Era aprendiz de mi padre, pocos años mayor que yo. Casarnos pareció lo más…. —La muchacha intentó encontrar la palabra—. Lo más natural. Siempre había estado ahí…

Los sollozos se habían convertido en un llanto desesperado.

—Ahora estamos solos, Humam y yo —logró articular—. ¿Qué haremos? No tenemos a nadie más…

—Me tienes a mí —susurró él. Sin pensarlo, acercó una mano hacia la joven, pero ella no la tocó.

Fátima se quedó en silencio. Hernando oía la respiración entrecortada de la muchacha, confundida con las zambras del campamento morisco. Antes de que la música y los cánticos ganaran fuerza, Fátima musitó:

—Gracias.

El marqués de Mondéjar concedió unos días de respiro al ejército morisco acampado en Ugíjar. Recibía a los principales de los lugares que acudían a él a rendirse; destinaba partidas de hombres que atacaban las cuevas en las que se escondían moriscos y por último, se dirigió a Cádiar antes que a Ugíjar.

Esos días bastaron para que los espías moriscos, que vigilaban cuanto sucedía en Granada, acudieran a Ugíjar provistos de noticias. Hernando se dirigió con curiosidad al nutrido corro de hombres que rodeaba a uno de los recién llegados.

—Han asesinado a todos nuestros hermanos que tenían presos en la cárcel de la Chancillería —logró oír Hernando; había tantos hombres que no llegaba a ver el centro del corro. El espía se mantuvo en silencio mientras duraron los rumores, las imprecaciones y los insultos con que los hombres recibieron su declaración. Luego continuó—: La soldadesca cristiana atacó la cárcel ante la pasividad de los alcaides, y los mataron como a perros, encerrados en los calabozos y sin posibilidad de defenderse. ¡A más de un centenar de ellos! Luego confiscaron todas sus haciendas y posesiones. ¡Se trataba de los más ricos de Granada!

—¡Sólo les interesan nuestros bienes! —gritó alguien.

—¡Lo único que pretenden es enriquecerse! —contestó otro.

—Tanto el marqués de Mondéjar como el de los Vélez están teniendo serios problemas con sus respectivos ejércitos. —Hernando reconoció la voz del espía de nuevo. La gente se había ido acercando al grupo y él se hallaba ya emparedado entre los muchos moriscos que prestaban atención—. Los soldados desertan en el momento en que obtienen algún esclavo o parte del botín. Mondéjar ha perdido a gran parte de sus hombres a raíz del botín obtenido desde que cruzó el puente de Tablate y entró en las Alpujarras, pero le siguen llegando refuerzos, gente ávida de hacerse rica antes de volver a sus casas.

—¿Qué ha sido de los ancianos, mujeres y niños de Juviles? —preguntó alguien.

Más de dos mil hombres habían dejado a sus familias en el castillo, y los rumores que corrieron después de las noticias proporcionadas por Hernando los habían tenido en vilo desde entonces.

—Cerca de mil mujeres y niños fueron vendidos como botín de guerra en almoneda en la plaza de Bibarrambla…

La voz del espía se apagaba.

—¡Habla más alto! —le instaron desde detrás.

—Las vendieron como esclavas —se esforzó en gritar el hombre—. ¡A mil de ellas!

—¡Sólo mil! —Hernando escuchó la apagada exclamación a sus espaldas y tembló.

—Las expusieron públicamente en la plaza, harapientas y humilladas. —Un silencio reverencial se hizo mientras el tono de voz del espía descendía de nuevo—. Los mercaderes cristianos las manoseaban sin el menor pudor con el pretexto de comprobar su estado, mientras los corredores gritaban los precios y las adjudicaban ante los insultos, pedradas y escupitajos de las gentes de Granada. ¡Todo el dinero ha ido a parar a las arcas del monarca cristiano!

—¿Y los niños? —se interesó alguien—. ¿También los vendieron como esclavos?

—En Bibarrambla, en almoneda pública, sólo vendieron a los niños mayores de diez años y a las niñas mayores de once. Así lo ordenó el rey.

—¿Y los menores?

Fueron varios los que hicieron la pregunta al mismo tiempo. El espía esperó unos instantes antes de contestar. Los hombres empujaron, se pusieron de puntillas o incluso llegaron a subirse sobre la espalda de alguno de sus compañeros para ver y escuchar mejor.

—También los vendieron, fuera de almoneda, a espaldas de la orden del rey —se arrancó de repente el espía, como si le costara un gran esfuerzo—. Yo los vi. Los herraron a fuego en el rostro… a niños de pocos años… para que nadie pudiera ya discutir su condición de esclavo. Luego los enviaron rápidamente a Castilla e incluso a Italia.

Hernando vio cómo un hombre, que se había encaramado sobre los hombros del que tenía delante, se derrumbaba y caía. Nadie osó hablar durante un largo rato: el dolor de aquellos hombres era casi palpable.

—¿Y los ancianos e impedidos de Juviles? —La pregunta surgió de entre la multitud ya en tono desesperado—. Eran cerca de cuatrocientos.

Hernando aguzó el oído. ¡Hamid!

—Los esclavizaron los propios soldados de Mondéjar cuando desertaron.

¡Hamid convertido en esclavo! Hernando notó que se le doblaban las rodillas y se apoyó en un hombre.

¡Pero faltaba una pregunta! Una que ninguno de los presentes deseaba formular. Durante aquellos días, Hernando había sido materialmente asaltado por grupos de moriscos; querían escuchar de su voz lo que se rumoreaba por el campamento. Todos ellos tenían mujeres e hijos en Juviles, y él les repetía una y otra vez lo sucedido. «Pero era noche cerrada cuando huiste de la plaza, ¿no?», discutían en un intento de negar la posibilidad de tantas muertes. «Fue imposible que vieras cuántas de las mujeres y niños llegaron a morir realmente…» Y entonces él asentía. Aquella noche había saltado sobre centenares de cadáveres, escuchando, sintiendo incluso el odio y la locura que se apoderaban de la tropa cristiana, pero ¿para qué desesperanzar más a aquellos esposos y padres?

—¡Murieron todas las que estaban fuera de la iglesia de Juviles! ¡Todas! —aulló el espía—. ¡Más de mil mujeres y niños! Ninguna se salvó.

Poco después, las hogueras en las cimas de cerros y montañas anunciaron a los moriscos que el marqués de Mondéjar se dirigía con su ejército hacia Ugíjar. Aben Humeya, convencido por los monfíes de que su suegro, Miguel de Rojas, le había aconsejado parapetarse en Ugíjar porque había llegado a un pacto con el marqués de Mondéjar —según el cual, a cambio de la cabeza del rey de Granada, Miguel de Rojas y su familia quedarían en libertad y se harían con el botín del ejército morisco—, asesinó sin contemplaciones a su suegro y a gran parte del grupo familiar de los Rojas, y repudió a su primera esposa.

Aben Humeya y sus hombres partieron hacia Paterna del Río, al norte, en la falda de Sierra Nevada. Por encima de aquel pueblo sólo había rocas, barrancos, montaña y nieve. Hernando andaba con el ejército, junto al rey y su estado mayor, lejos de los demás arrieros, sus mulas cargadas de oro y plata amonedada y de todo tipo de joyas y ropajes bordados en hilo de oro. Brahim así lo había dispuesto por orden del rey: el botín debía ser seleccionado, y el oro y las joyas cargados en las mulas del joven arriero, que iba en cabeza; las demás mulas, con el resto del botín, seguían detrás, como era usual.

En algunas ocasiones, cuando el sinuoso camino se lo permitía, Hernando volvía la cabeza para intentar ver el final de una columna compuesta por seis mil hombres, allí donde, junto al resto de las mujeres, debían de andar Aisha, sus hermanastros y Fátima con su pequeño. No conseguía borrar de su mente los almendrados ojos negros de la muchacha que le perseguían, unas veces chispeantes, otras anegados en lágrimas y otras escondidos, atemorizados.

—¡Arre! —hostigaba entonces a las mulas para deshacerse de aquellas sensaciones.

Llegaron a Paterna y el rey morisco dispuso a sus hombres a media legua del lugar, en una cuesta que consideró casi inexpugnable, mientras él, los bagajes y la gente inútil para el combate entraban en el pueblo.

Hernando no quiso unirse al resto de la impedimenta puesto que no deseaba toparse con Ubaid, y nada más llegar a Paterna buscó un corral lo suficientemente amplio en las casas de los arrabales; las pequeñas huertas de los edificios del centro del pueblo no podían acoger a su recua. Nadie le puso dificultades. Para desesperación de Brahim, que veía en peligro su posición, Aben Humeya confió en él públicamente.

—Haced lo que os ordene el muchacho —dijo a los demás soldados que custodiaban el oro—. Él es el guardián de las riquezas que nos proporcionarán la victoria.

Así que Hernando ni siquiera tuvo que excusar su decisión. Una vez en Paterna, y mientras Aben Humeya se encerraba en una de las casas principales, esperó la llegada de la retaguardia, donde entre las mujeres y los bagajes caminaban Aisha y Fátima. Las vio llegar arrastrando los pies, y el rostro anegado en lágrimas: Aisha a causa de la ya segura muerte de sus hijas; como los demás moriscos que acudieran a escuchar al espía, había vivido con la tenue esperanza de que hubieran sobrevivido; Fátima, por su esposo y su incierto futuro con un hijo pequeño a cuestas. Aquil y Musa, sin embargo, se entretenían jugando a la guerra. Una vez reunidos, los soldados los acompañaron en busca del corral. Al ver que Hernando se afanaba en el cuidado de los animales, y confiados en que el ejército morisco detendría a las fuerzas del marqués en la inexpugnable cuesta elegida por Aben Humeya, los dejaron y se desperdigaron por el pueblo.

Empezaba a nevar.

Pero las previsiones de Aben Humeya relativas a la dificultad de acceso resultaron erróneas. Los soldados cristianos, desobedeciendo las órdenes del marqués, atacaron y lograron poner en desbandada a las tropas que defendían el acceso al poblado. Entraron en él ávidos de sangre y botín, cansados del perdón que su capitán general concedía a cuantos herejes y asesinos se rendían.

El caos asoló Paterna. Los moriscos huyeron del pueblo; las mujeres y los niños buscaban a sus hombres, y las cautivas cristianas, libres de repente, recibían con vítores a sus salvadores y trataban de impedir la huida de las moriscas. Sólo lucharon ellas. Los hombres del marqués, a excepción de algún que otro disparo, se lanzaron a la búsqueda del botín, que encontraron sin vigilancia de ningún tipo en decenas de mulas reunidas junto a la iglesia del pueblo, levantada, como muchas otras de las Alpujarras, sobre una antigua mezquita. El fabuloso trofeo encendió la avaricia y las rencillas entre los cristianos: sedas, aljófar y todo tipo de objetos de valor se amontonaban entre las mulas.

En el desconcierto, nadie se percató de que faltaba el oro; tantas eran las mulas frente a la iglesia que aquel que no encontró el oro, creyó que estaría en algunas acémilas más allá.

Con Sierra Nevada a sus espaldas, sin casas que le limitaran la visión, protegiéndose del frío y de la nieve, Hernando fue el primero en observar cómo el ejército morisco huía en desbandada por las sierras. A media legua de donde se encontraban, allí donde se produjo el primer enfrentamiento, centenares de figuras fueron punteándose en la nieve. Ascendían. Ascendían desordenadamente hacia las cumbres. Muchas de las figuras caían y resbalaban por pendientes y riscos; otras, de repente, quedaban inmóviles. Desde la distancia, Hernando no podía oír el estruendo de los arcabuces, pero sí ver los fogonazos y la intensa humareda que las armas cristianas despedían tras cada disparo.

—¡Vámonos! —apremió a Aisha y a Fátima.

Las dos mujeres perdieron unos instantes, atónitas ante la huida de su ejército.

—¡Ayudadme! —les urgió Hernando.

No tuvo necesidad de pedir instrucciones. Cuando logró aparejar la recua, comprobó cómo por el otro extremo del pueblo, Aben Humeya huía a galope tendido. Brahim y otros jinetes espoleaban violentamente a sus caballos detrás del rey. Los soldados acantonados en Paterna huían también en desbandada. Los disparos y los «¡Santiago!» de los perseguidores eran ya claramente perceptibles.

—¿Y ahora? —oyó preguntar a Fátima a sus espaldas.

—¡Por allá! ¡Subiremos al puerto de la Ragua! —contestó, e indicó el extremo opuesto a aquel por el que huían el rey y sus hombres perseguidos por los cristianos.

Fátima y Aisha miraron hacia donde señalaba. La muchacha fue a decir algo, pero sólo logró balbucear un par de palabras ininteligibles mientras aferraba a Humam contra su pecho. Aisha estaba boquiabierta. ¡No se veía ningún sendero! ¡Sólo nieve y rocas!

—¡Venga, Vieja! —Hernando agarró a la mula del ronzal y la obligó a ponerse en cabeza—. Encuéntranos un camino hacia la cumbre —le susurró, palmeándole el cuello.

La Vieja empezó a tantear la nieve a cada paso que daba y lentamente iniciaron el ascenso. La nevada, ahora copiosa, los ocultó de la vista de los cristianos.