—¡Kai! —gritó entonces Dana, entre sueños—. Estoy aquí, Dana —dijo Kai suavemente.
—A tu lado. Ella cerró los ojos y sonrió, un poco más relajada.
—Parece que reacciona —comentó Salamandra, esperanzada—. Te ha oído, Kai.
—Mirad —dijo entonces Jonás—. Viene alguien. Todos, excepto Dana, que seguía ausente, se volvieron hacia el lado que señalaba el chico. Vieron entre las brumas la figura de un enorme lobo acercándose. Conrado se irguió, como movido por un resorte.
—No —murmuró—. ¿Qué has hecho? Jonás se removió, nervioso; sin embargo, Salamandra mantuvo su mirada clavada en la sombra del lobo, con la esperanza de que las pesadillas de Fenris no se hubiesen hecho realidad. Las sombras seguían susurrando a su alrededor; la muchacha estaba aprendiendo a no escucharlas, pero en esta ocasión no logró evitar que sembraran su corazón de inquietud.
—Fenris —murmuró—. No, Fenris.
Sintió que Jonás la rodeaba con el brazo. Eso la reconfortó.
El lobo se aproximó a ellos, surgiendo de las brumas y del juego de luces y sombras de aquella engañosa prisión. Se detuvo frente a ellos y los miró.
Entonces inclinó la cabeza y todos pudieron ver que, montada sobre su lomo, aferrada al pelaje de su cuello y muy asustada, pero sana y salva, estaba Nawin, la princesa elfa.
—¡Nawin! —exclamó Jonás; sin embargo, no se atrevió a acercarse al enorme lobo.
El animal sonrió, y comenzó su transformación. Lo vieron adoptar de nuevo su forma de elfo, lo vieron desplegar su túnica de color rojo y fijar en ellos la mirada de sus ojos de color miel.
Sostenía entre sus brazos a Nawin. Avanzó hacia ellos y, con gesto serio, depositó a la princesa en el suelo. Entonces se giró y miró hacia atrás, y los otros pudieron ver que tras él estaba Shi-Mae, aturdida, en pie entre las sombras.
Kai se volvió también para mirarla, mientras todavía acariciaba el pelo de Dana, en un desesperado intento de que reaccionara.
—Lo que faltaba —murmuró.
Mientras, en la Torre se libraba una dura batalla. Tina y Morderek se habían atrincherado en la zona alta, mas allá de las almenas, donde el edificio se estrechaba y por tanto era más sencillo cortar el paso a los lobos. Tina luchaba valientemente, manteniendo a raya a los animales con una tea ardiendo, mientras el joven aprendiz les obstaculizaba el paso lanzando un conjuro tras otro.
No le había dicho a Tina, sin embargo, que si hubieran querido podrían haberse marchado tiempo atrás, con el hechizo de teletransportación.
No, Morderek no quería abandonar la Torre, ahora que le pertenecía por completo. Había cientos de objetos mágicos en el estudio de Dana, cientos de objetos mágicos que ahora estaban a su alcance, y no pensaba dejarlos atrás. Solo tenían que resistir un poco más…
—Kai, vuelve, vuelve conmigo —musitó Dana. Kai se apresuró a reunirse con ella.
—Dana, ¿me escuchas? —Kai, ¿estás aquí? —murmuró ella—. ¿De verdad estás aquí, conmigo?
Kai tomó el rostro de Dana entre sus manos.
—Mírame, Dana. Estoy a tu lado. Mírame, escúchame.
Y ella lo miró. Sus ojos azules se encontraron con los ojos verdes de él, como tantas otras veces, cuando ella era niña. Y vio tanta ternura y amor en ellos que su alma no pudo mantenerse mucho tiempo alejada de aquel muchacho que la miraba de aquella forma.
—Estás aquí, Kai —dijo Dana, sonriendo—. ¿Dónde te habías metido?
Kai no pudo decir nada. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¡Dana! —pudo decir Fenris, radiante de alegría.
—¡Hurra! —exclamó Jonás—. ¡Hurra, Maestra!
Dana miró a su alrededor, aturdida.
—¿Dónde… dónde estamos?
—En el Laberinto de las Sombras —dijo Fenris, ayudándola a levantarse—. Y vamos a salir de aquí.
—¡Estupendo! —dijo Salamandra—. Teletransportémonos.
—La teletransportación solo funciona dentro de una misma dimensión —cortó Fenris—. Para teletransportarnos a la Torre primero hemos de salir de aquí.
—¿Y cómo lo hacemos? —le preguntó Nawin.
—Para salir del Laberinto de las Sombras el propio Laberinto debe dejarte salir. —intervino Shi-Mae, avanzando hacia ellos; se plantó frente a Dana y la miró a los ojos.
—Y no va a dejarnos salir a todos, Señora de la Torre.
Dana la observó sin comprender; súbitamente, Shi-Mae pronunció las palabras de un hechizo de ataque, y un rayo mágico brotó de sus manos en dirección a la hechicera. Dana ahogó un grito y se echó a un lado; el rayo cayó junto a ella.
—¡Dana! —gritó Kai, y corrió a su encuentro.
Shi-Mae extendió el brazo hacia él y pronunció unas palabras mágicas.
Y Salamandra vio que, de pronto, estaban todos en el centro de un torbellino de sombras que giraba y giraba a su alrededor…
Tina chilló de nuevo, y Morderek se apresuró a lanzar un hechizo de hielo que bloqueó el pasillo con un muro gélido de varios metros de grosor.
—Eso los detendrá un rato, pero no mucho más.
La joven se volvió hacia él, con la frente cubierta de sudor.
—Tiene que haber algo más que podamos hacer.
—No, no lo hay —mintió Morderek.
Dana se dio cuenta enseguida de lo que había pasado: sus amigos estaban allí, pero no podían moverse. Shi-Mae los había atrapado en una jaula mágica de muros invisibles pero infranqueables.
—Ahora solo quedamos tú y yo, Dana —dijo Shi-Mae, y volvió a ejecutar un conjuro de ataque.
En un movimiento reflejo, Dana juntó las manos para crear un escudo mágico. El rayo de Shi-Mae rebotó en el escudo. La Señora de la Torre retrocedió unos pasos, temblando.
—Esto es una pesadilla —murmuró.
Shi-Mae rió.
—Es una pesadilla, sí. Pero una pesadilla de la que no vas a despertar.
Fenris se había sentado en el suelo, abatido.
—No tendría que haberla salvado —murmuraba—. No tendría que haberla salvado.
Jonás examinaba los muros invisibles de su prisión. Estaban recluidos en un recinto de unos cinco metros cuadrados. Aparentemente, nada les impedía salir de allí y acudir en ayuda de Dana, pero, en la práctica, no eran capaces de dar un paso fuera de aquel espacio, ni ejecutar un hechizo de teletransportación que los sacase de allí.
Kai era el único que podía entrar y salir de allí a voluntad, dado que no tenía cuerpo; pero no podía hacer absolutamente nada para ayudar a Dana, que, apenas unos metros más allá, estaba enfrascada en un terrible duelo de magia contra Shi-Mae.
—Por lo menos parece que ha reaccionado —murmuró Conrado, admirando la habilidad de su Maestra en los hechizos de ataque y defensa—. ¡Mirad qué bola de fuego! ¿De dónde sacará las energías?
Kai no dijo nada, pero conocía la respuesta perfectamente. No podía hacer otra cosa que observar el duelo, impotente, y veía que a menudo Dana lo miraba de reojo cuando formulaba un hechizo. «Está tratando de protegerme», pensó el chico, conmovido. «Sabe por experiencia que existen conjuros capaces de dañarme incluso a mí; sabe que Fenris defenderá a los chicos, pero yo…».
Se volvió hacia sus compañeros.
—¡Fenris, reacciona de una vez! ¿No hay nada que puedas hacer?
El elfo le dirigió una mirada desconsolada.
—No puedo deshacer este hechizo desde dentro. Si estuviese fuera, no habría problemas… de hecho, solo haría falta que Dana tuviese unos segundos de tranquilidad para liberarnos, y no le costaría ningún esfuerzo.
Pero, por el cariz que tomaba la lucha, parecía que Dana no iba a poder ayudarlos, por el momento.
Salamandra suspiró, asustada. Tampoco a ella le gustaba ver a su Maestra luchando por su vida contra la poderosa Shi-Mae.
Dana gritó las palabras de un nuevo hechizo. Los cielos brumosos se abrieron y de ellos descendió un rayo que buscó el cuerpo de Shi-Mae. La Archimaga se apresuró a redoblar la fuerza del escudo de protección que había formado en torno a sí, pero, pese a ello, parte de la energía del rayo la alcanzó. Shi-Mae gritó, y Dana retrocedió unos pasos.
Sin embargo, la hechicera elfa aún no había dicho su última palabra. De sus labios brotó una nueva retahíla de palabras mágicas.
La tierra tembló y el suelo se abrió a los pies de Dana, quien, sin embargo, reaccionó rápido. Ejecutó el hechizo de levitación y se elevó en el aire para evitar caer en la profunda sima abierta por la magia de Shi-Mae.
Aterrizó suavemente en el suelo, un poco más allá, y respiró hondo. Ambas se miraron a los ojos. Estaban agotadas, pero sabían lo que implicaba un duelo de magia.
Continuarían hasta que una de las dos resultase vencedora. El destino que le aguardaba a la perdedora no era otra que la muerte.
Apenas a unos metros de distancia, Fenris y los aprendices contemplaban la batalla con un nudo en la garganta.
—¿Por qué no invoca a algún ser poderoso para que le ayude? —gimió Salamandra.
—Porque está demasiado cansada —replicó Fenris, frunciendo el ceño—. ¡Maldita sea! Yo podría realizar la invocación por ella… si tan solo…
—Bueno —murmuró Jonás—. Por suerte, Shi-Mae también está cansada. De lo contrario…
—¡Esperad! —exclamó Kai de pronto; se irguió para observar las sombras atentamente.
—¿Qué pasa?
Pero él no respondió. Seguía mirando a su alrededor con el ceño fruncido.
—Kai, ¿qué es lo que pasa? —dijo Salamandra, muy nerviosa.
Los ojos de él se abrieron de par en par.
—Decidme que esto es una pesadilla —murmuró—. Por favor, decidme que estoy soñando.
—Me temo que no —se oyó una voz profunda y gutural, una voz que los estremeció a todos—. Me temo que no, mi querido amigo.
Una enorme sombra se elevó entre las brumas. Ellos retrocedieron un tanto, temerosos e intimidados.
—¿Qué… es eso? —pregunto Nawin.
—Es… —empezó Kai, pero la voz retumbó de nuevo:
—Tu peor pesadilla, Kai.
Una enorme cabeza escamosa rasgó la niebla para descender hasta ellos, una cabeza de reptil con cuernos retorcidos y escamas de color azul. Sus ojos oscuros destellaban con un brillo malévolo, y su sonrisa perversa dejaba asomar unos terribles y afilados colmillos.
Las dos Archimagas se volvieron rápidamente hacia él, y la lucha se interrumpió por un momento.
—No —murmuró Kai—. No, tú otra vez no. Estabas muerto.
—¿Pretendías matarme con un cuchillo de cocina, patético granjero humano? —se burló el dragón.
—¡Está muerto! —gritó Dana—. ¡Yo tengo su esqueleto guardado en el sótano de la Torre!
El dragón adelantó una zarpa que cayó peligrosamente cerca de ella. El suelo retumbó.
—¿Te parezco suficientemente vivo, Dana? —preguntó el reptil, con una espantosa sonrisa.
Kai temblaba, incapaz de moverse.
—Es… ¿el dragón que te mató? —preguntó Salamandra en un susurro.
Kai no respondió.
El dragón se volvió hacia Shi-Mae, que retrocedió unos pasos y comenzó a acumular magia para ejecutar un hechizo de ataque.
—Tú me has desobedecido —dijo la criatura.
—¿De qué me estás hablando?
—¡Teníamos un trato! —rugió el dragón—. ¡No quiero que Dana muera para reunirse con Kai al Otro Lado, te lo dije claramente! ¡Y tú… estás intentando asesinarla!
—¡El trato no especificaba que yo también terminaría prisionera en el Laberinto de las Sombras! —replicó Shi-Mae.
Dana no perdió el tiempo. Mientras el dragón y la elfa discutían, se acercó a sus amigos y en un momento deshizo el hechizo de la prisión invisible. Fenris se apresuró a colocarse a su lado, y entre ambos levantaron una barrera mágica de protección. Los aprendices se refugiaron tras ella, temblando.
—¿Acaso vas a sacarme tú de aquí? —decía Shi-Mae—. ¿Cuál era tu plan? ¿Matarnos a todos excepto a Dana, para que pierda la razón aquí dentro, ella sola? ¡Reconócelo de una vez has perdido!
El dragón rugió de ira y descargó su cola escamosa sobre ella. Shi-Mae alzó las manos para levantar un escudo mágico; pero, después de su duelo mágico con Dana, sus fuerzas ya no estaban al cien por cien, y sus reflejos no eran los mismos, en una fracción de segundo se dio cuenta de que no le daría tiempo a cerrar el conjuro. Quiso gritar…
La cola del reptil la golpeó con fuerza y la lanzó por el aire. Su cuerpo se estrelló contra un muro y cayó al suelo desmadejado, como el de un muñeco sin vida.
—¡Shi-Mae! —gritó Fenris; iba a correr junto a ella, pero Jonás se lo impidió.
—¡Quieto, Fenris! No puedes hacer nada por ella. ¡Te necesitamos aquí!
Fenris se detuvo, aún con los ojos fijos en el cuerpo de Shi-Mae. Sobreponiéndose, alzó las manos para reforzar la barrera mágica de Dana.
El dragón se volvió hacia ellos y sonrió.
—Puedo mataros a todos entre horribles tormentos —aseguró—. La única que no va a morir eres tú, Dana… pero todavía estás encerrada aquí dentro, y me aseguraré de que no vuelvas a salir.
Dana se volvió para mirar a Kai; el muchacho tenía aún los ojos fijos en el dragón y estaba paralizado por el terror.
—Kai, escucha. Necesito que reacciones, porque, desgraciadamente, esto es real. Pero no es él. El dragón azul murió hace mucho tiempo, Kai.
El dragón inspiró profundamente. Haciendo gala de grandes reflejos, Fenris gritó las palabras de un hechizo. Su escudo de hielo se formó frente a ellos justo cuando el aliento de fuego del dragón estaba a punto de abrasarlos. Una nube de vapor de agua los envolvió.
El dragón rugió, y trató de golpearlos con su enorme cola escamosa. La barrera resistió.
Los dos hechiceros seguían con las manos en alto, generando magia a su alrededor. Los cuatro aprendices se limitaban a ocultarse tras ellos, asustados, sin saber qué hacer.
El dragón golpeó de nuevo la barrera mágica. No parecía importarle el hecho de que, cada vez que la tocaba, algo lo fustigaba, como una descarga eléctrica. Siguió atacando a los magos con furia asesina, mientras ellos sentían que su magia no podría aguantar mucho más tiempo.
—Alguien tiene que ejecutar un hechizo de ataque —jadeó Fenris.
—¡Pero la barrera no aguantará si uno de nosotros la abandona! —replicó Dana.
El dragón se estremeció desde la cabeza a la punta de la cola, y una desagradable risa resonó por el Laberinto de las Sombras.
—Reconócelo, aprendiz —se burló—. No puedes nada contra mí, ni siquiera ayudado por una Archimaga.
Fenris reaccionó.
—¡Tú! ¿Qué… Cómo…?
—¡El Maestro! —susurró Dana—. Ha adoptado la forma de las peores pesadillas de Kai. Pero ¿por qué es tan real?
El reptil rugió y volvió a golpear la barrera. Los magos se estremecieron, y su magia vaciló un breve momento, pero no llegó a resquebrajarse.
—Porque tiene las reglas de la magia de su parte —murmuró Fenris.
—¡La maldición! —dijo Dana, comprendiendo—. Tiene derecho a un último gran conjuro y ha elegido adoptar esta forma para atacarnos.
De pronto se oyeron unas palabras mágicas. Eran unas palabras pronunciadas en voz baja, pero clara y firme. Un conjuro mágico, un conjuro de ataque.
Era la voz de Salamandra.
El suelo tembló y se agrietó bajo los pies del gran dragón, que se tambaleó un momento; sin embargo, pronto recuperó el equilibrio y miró a Salamandra.
—¡Pequeño insecto! —rugió—. ¿Creías que…?
Pero antes de que pudiera acabar, algo salió de la sima abierta del suelo. Parecían miles de serpientes que trepaban por las patas del dragón; sin embargo, las serpientes comenzaron a crecer y a crecer, y enseguida todos pudieron darse cuenta de que se trataba de plantas que se convertían en enormes enredaderas a una velocidad de vértigo. El dragón alzó las alas para levantar el vuelo, pero las plantas lo atraparon antes de que lo consiguiera.
—Uno de mis hechizos favoritos —comentó Dana, complacida.
Otra voz sonó, pronunciando las palabras en idioma arcano, y las enredaderas comenzaron a endurecerse… hasta transformarse en piedra.
El dragón estaba atrapado.
El hechizo había sido de Jonás. Salamandra lo miró, orgullosa, mientras el enorme reptil luchaba por liberarse.
—No hemos acabado —dijo la muchacha.
Antes de que nadie pudiese hacer nada, avanzó unos pasos y cerró los ojos para concentrarse. Recordaba con perfecta claridad las palabras de Fenris la noche anterior: «Tienes un gran poder, muchacha. Pero ese lado salvaje también forma parte de nosotros mismos; no hay que luchar contra él, solo aprender a controlarlo y canalizarlo de forma adecuada. Entonces aprendemos que no se trata de un error de la naturaleza; es un don, un regalo, si hacemos buen uso de él».
El dragón exhaló una nueva bocanada de fuego hacia ellos, pero la barrera resistió.
Salamandra frunció el ceño y se concentró aún más. Se dio cuenta de que comenzaba a acumular energía entre las manos, pero hizo lo posible por no asustarse.
—¡Salamandra! —gritó Jonás.
Ella no lo escuchaba. Entre sus manos se iba formando lentamente una bola de miles de pequeños rayos que se movían a una velocidad de vértigo. Cuando aquello era ya tan deslumbrante que no se podía mirar directamente, Salamandra abrió las manos y liberó su proyectil mágico, una bola de fuego… que dio de lleno al dragón.
El reptil rugió de dolor y se debatió, furioso y herido. Salamandra, agotada pero animada por el éxito de su intento, avanzó un poco más y volvió a iniciar el hechizo.
Sin embargo, de improviso, el dragón hizo acopio de fuerzas y destrozó su prisión de piedra.
—¡Cuidado! —gritó Jonás.
El dragón golpeó a Salamandra, pero ella logró apartarse a tiempo; se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó al suelo.
—Espera —lo detuvo Kai—. Sabe lo que hace.
El dragón lanzó hacia ella una bocanada de fuego. Salamandra temblaba de miedo, pero no se movió.
Cuando las llamas se disiparon, ella no estaba allí. El dragón, sorprendido de no ver por ninguna parte sus restos calcinados, miró a su alrededor.
La descubrió de pronto entre el humo, completamente ilesa, mirándolo con gesto serio. Sus ojos parecían echar tantas llamaradas como la boca del dragón azul.
—¡No! —rugió el animal—. ¡No puedes hacer eso! ¡Eres una…!
—… Una aprendiza de primer grado —murmuró ella con una sonrisa.
El dragón exhaló una nueva bocanada de fuego. Salamandra se quedó donde estaba. De nuevo, las llamas no lograron dañarla. El dragón rugió de furia y se lanzó sobre ella, pero la muchacha desapareció de allí casi enseguida. Se materializó unos metros más allá, y se quedó mirando al dragón con expresión burlona.
Dana cruzó una mirada con Fenris.
—Tenemos que hacer algo, Fenris.
—Haquin-sail —dijo entonces Nawin, en élfico.
Fenris se irguió, muy atento.
—Haquin-sail —repitió—. Eso es, Nawin. ¿Podrás hacerlo?
—Sola, no —reconoció ella, y miró a sus compañeros—. Voy a necesitar vuestra ayuda.
—Haquin-sail —dijo Fenris—. ¡Invoca a su contrario! Es uno de los proverbios más conocidos de los magos elfos. Dana y yo mantendremos la barrera, Nawin; vosotros deberéis hacer el resto. Salamandra no va a lograr distraer al Maestro durante mucho más tiempo.
Nawin se volvió hacia Jonás y Conrado.
—Seguidme. Es nuestra única oportunidad.
Comenzó a pronunciar las palabras de un conjuro, y los chicos le ayudaron aportando energía mágica.
El dragón se dio cuenta de que sucedía algo raro y se volvió para mirarlos. Al ver lo que estaban haciendo, rugió y se abalanzó sobre ellos. La barrera tembló, pero se mantuvo.
Salamandra gritó, consciente de que tenía que hacer algo. Sabía que se jugaba la vida, porque, aunque era capaz de sobrevivir al fuego del dragón, no era invulnerable a sus garras ni a sus dientes. No conocía hechizos que pudiesen ayudarla en aquel trance. Solo podía recurrir a la fuerza ígnea que latía en su interior, y que podía sacar en momentos de crisis. Pero ninguna de sus bolas de fuego lograría matar al dragón, cuyas escamas protegían su cuerpo prácticamente de cualquier ataque.
Salamandra recordó una vez más las palabras de Fenris, y miró a sus compañeros desde el lugar donde se hallaba semioculta. Vio a Dana y al hechicero elfo luchando por mantener activa la barrera mágica que los protegía de los ataques del dragón; vio la angustia en sus rostros, pero también vio un brillo de decisión en sus ojos.
Vio a Jonás, Conrado y Nawin en círculo, formulando las palabras de un conjuro de invocación. Miró a Jonás, con el ceño fruncido en señal de concentración.
Vio al dragón rugiendo con furia, tratando de superar la barrera mágica.
Y supo que lo lograría.
Cayó de rodillas y cerró los ojos. Buscó en su interior, porque sabía que tenía que haber algo en ella que sirviese para ayudar a sus amigos. Buscó en su interior aquella fuerza que tanto la había asustado al principio, y que Fenris consideraba un don de la naturaleza.
Aquella fuerza que podía salvar a sus amigos.
La fuerza del fuego que ardía en su alma.
Mientras, el círculo formado por los aprendices empezó a dar sus frutos. En el centro comenzó a formarse una pequeña espiral…
El dragón volvió a golpear. La barrera se resquebrajó.
—¡No! —gritó Dana.
Nawin pronunciaba las últimas palabras del conjuro. Jonás y Conrado sintieron enseguida cómo su magia era absorbida por la espiral formada en el centro del círculo.
—¡Aguantad! —dijo Nawin—. ¡La puerta se está abriendo!
Kai seguía observando las brumas cambiantes del Laberinto de las Sombras. El dragón golpeo de nuevo. La barrera se resquebrajó, y el animal lanzó un rugido de victoria.
—¡Demasiado tarde!
Nawin gritó, y el círculo estuvo a punto de romperse en el último momento. Dana pronunció rápidamente las palabras de un hechizo de ataque, pero supo que no lograría ejecutarlo a tiempo…
—¡Resistid! —gritó Jonás, justo antes de que el dragón se lanzara sobre ellos.
Pero, de pronto, un grito salvaje resonó en el Laberinto de las Sombras, y algo enorme y ardiente iluminó sus brumas fantasmales. El dragón se volvió solo un momento para ver lo que estaba pasando, y los aprendices también alzaron la cabeza, sorprendidos.
Lo que vieron los dejó sin habla.
La figura de Salamandra, envuelta en violentas llamaradas, como si alimentase el corazón de un sol.
Aquella imagen duró apenas un instante. Inmediatamente, toda aquella energía en forma de fuego confluyó con una espiral de llamas que brotó de los brazos de Salamandra con una violencia inusitada. La muchacha gritó, asustada, pero se esforzó por mantener el control, y dirigió su rayo contra el dragón.
Todo sucedió en centésimas de segundo. El dragón que albergaba el espíritu del Maestro fue alcanzado de lleno por el fuego de Salamandra, justo cuando estaba a punto de lanzarse sobre Dana, Fenris y sus aprendices. La criatura bramó de dolor, se retorció y cayó pesadamente al suelo.
—¡Termina el conjuro, Nawin! —gritó Dana.
La princesa se había olvidado por un momento de la invocación y se apresuró a pronunciar la última palabra mágica.
El dragón se levantó, jadeante, y se volvió hacia Salamandra. La muchacha, agotada tras aquel esfuerzo, yacía semiinconsciente sobre el suelo, sin percatarse del peligro que corría.
—¡Salamandra, no! —gritó Jonás.
De pronto, Kai alzó la cabeza y escrutó las sombras.
—¿Qué es eso?
Dana inició rápidamente un hechizo de ataque. El dragón estaba malherido, pero continuaba vivo, y seguía siendo un adversario terrible. Con un rugido de rabia, se lanzó sobre la chica tendida en el suelo.
Pero otro rugido le contestó de pronto desde la niebla.
—¡Eso! —gritó Kai—. ¿Lo habéis traído vosotros?
Otra enorme cabeza de reptil emergió de la semioscuridad, seguida de un gran cuerpo escamoso y unas alas membranosas. Otro dragón se lanzó sobre el Maestro, dientes y garras por delante.
Pero no era un dragón azul; su cuerpo relucía con un brillo dorado, y sus movimientos eran ágiles, seguros y elegantes.
—Un dragón dorado… —murmuró Dana.
—Haquin-sail —susurró Fenris—. Bien hecho, Nawin.
El dragón azul respondió a la provocación con un rugido, y pronto la lucha entre los dos se volvió encarnizada. El azul ya no prestaba atención a los magos y sus aprendices, y estos corrieron a ocultarse tras una pared, para recuperar fuerzas.
—Si no vence el dragón dorado, estaremos perdidos —dijo Dana—. El Maestro nos encontrará donde quiera que vayamos dentro de este laberinto.
Jonás solo tenía ojos para la figura que yacía en el suelo, a unos metros de los dragones. Dana se dio cuenta de ello y dirigió a Fenris una mirada de circunstancias. El mago elfo asintió, y se alejó de ellos, silencioso como una sombra. Al cabo de unos minutos había regresado y traía a Salamandra en brazos. Jonás corrió junto a ella para asegurarse de que estaba bien.
—Está agotada —dijo Fenris—, pero se recuperará.
—¡No! —exclamó Nawin que, oculta tras la pared, estudiaba atentamente las evoluciones de los dos dragones—. ¡El dragón dorado está herido! ¡Pierde fuerzas!
Kai se apresuró a asomarse con ella para comprobarlo.
El dragón dorado luchaba con valentía, pero, aunque era más grande, no podía con la fuerza del monstruo azul, a quien la sed de venganza daba energías casi ilimitadas, a pesar de estar malherido. El dragón dorado ya parecía agotado, y combatía con un ala desgarrada y el pecho sangrante.
El dragón azul rugió y lanzó un poderoso zarpazo a su oponente. El dorado trató de esquivarlo, pero le dio de lleno en la cabeza. La criatura exhaló su último aliento y cayó al suelo pesadamente.
—¡No! —chilló Nawin, aterrada.
Kai contempló un momento al dragón, pensativo. Después, se volvió hacia Dana y la miró largamente. Ella sorprendió su mirada y le devolvió una interrogante. Él sonrió.
—Volveré, Dana —murmuró.
—Kai…
Él dio media vuelta y avanzó hacia los dos dragones.
—¡Kai, no!
Dana corrió tras él, pero Fenris la retuvo. Kai se perdió entre las brumas, y Dana se debatió en brazos de Fenris.
—¡No, Kai! ¡Vuelve! ¡No puedo perderte otra vez!
Mientras, el dragón azul abandonaba el cuerpo de su oponente en el suelo y alzaba la cabeza para olisquear el aire y buscar a los magos.
Su enorme cabeza descendió hasta ellos. Pero entonces, de pronto, como surgido de la nada, el dragón dorado se abalanzó sobre el Maestro con un rugido, con renovadas fuerzas. La criatura, sorprendida, gimió y trató de defenderse. Pero el dragón dorado, con una furia inaudita, mordió, desgarró, envolvió al otro en su fuego sobrenatural. Seguía herido, pero no parecía importarle, y peleaba como si acabase de incorporarse a la lucha.
El reptil azul no resistió aquella avalancha de rabia y fuerza dorada. Pronto, su cuerpo yació a los pies de su oponente, completamente destrozado.
Totalmente cogidos por sorpresa, los magos y sus aprendices no supieron cómo reaccionar. Por encima del cuerpo del dragón caído se formó una pequeña nube de bruma que adoptó por un momento la forma de un rostro viejo y amargado…
Con un alarido, el espíritu del Maestro fue a fundirse con las sombras del laberinto. El cuerpo del dragón azul se desvaneció en el aire.
Reinó el silencio.
Lentamente, el dragón dorado se volvió hacia ellos. Los chicos retrocedieron. La criatura bajó la cabeza y fijó sus ojos, verdes como esmeraldas, en los ojos de Dana. Ella lo miró, sin poder creérselo, con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
—Oh, Kai —suspiró—. ¿Por qué lo has hecho?
El dragón ladeó la cabeza y sonrió.
—¿Y por qué no? —dijo.
Los aprendices no salían de su asombro.
—¿Kai? —preguntó Jonás, titubeante.
—¿Cómo es posible? —murmuró Nawin.
El dragón desplegó sus alas y estiró el cuello.
—¡Sí! —exclamó—. ¡Soy yo, Kai, y por fin estoy vivo! ¡Vivo de nuevo!
Se volvió otra vez hacia Dana, que lo miraba muda de emoción.
—Ahora podré vivir la vida contigo, Dana —dijo—. No del modo en que me gustaría, pero… por lo menos…
Dana no respondió. Alzó lentamente la mano para acariciar el cuello escamoso del dragón, que se estremeció de felicidad bajo su caricia.
—Puedo… tocarte —dijo ella mientras levantaba la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Soy yo, Dana —dijo él suavemente—. Y ya nunca volveré a separarme de ti.
Ella no respondió. Se abrazó al cuello del dragón con todas sus fuerzas, llorando de felicidad.
Él iba a decir algo cuando de pronto se oyó un ruido atronador, y el suelo tembló.
Kai —el dragón dorado que ahora era Kai—, se colocó frente a ellos, para protegerlos.
—¡Mirad! —exclamó Jonás, señalando a lo alto.
Un enorme remolino brillante se formó sobre el Laberinto de las Sombras, ahuyentando la niebla de almas perdidas.
—¡Es la salida! —dijo Dana—. ¡El Laberinto nos deja salir!
—¡Montad sobre mi lomo! —dijo Kai—. ¡Lo alcanzaremos!
Ellos titubearon, pero finalmente, uno por uno, treparon por su garra hasta acomodarse entre sus alas membranosas, bien aferrados a su cresta dorada.
Fenris se quedó el último. Mientras sus compañeros subían al lomo de Kai, el elfo se inclinó junto al cuerpo inerte de Shi—Mae. La Archimaga elfa había muerto.
Fenris acarició su mejilla con ternura. Vio que de su cuello pendía una fina cadena de oro, y la alzó para verla.
De ella colgaba un pequeño colgante en forma de corazón, con las iniciales: AK y SM.
Fenris sonrió con tristeza. Hacía mucho tiempo que nadie lo llamaba por su verdadero nombre, su nombre élfico, al cual correspondían aquellas iniciales; porque él, o el joven elfo que fue una vez, había sido quien le había regalado aquella joya a Shi-Mae, casi medio siglo atrás.
—Lo siento —murmuró—. No fue culpa tuya, pero tampoco mía. Quizá fue eso lo que no fuiste capaz de comprender. Pero quiero que sepas que yo…
—¡Fenris, date prisa! —Era la voz de Conrado.
Fenris no llegó a terminar aquella frase. Con un suspiro, se incorporó y se alejó de nuevo hacia donde lo esperaban sus compañeros. Trepó al lomo del dragón dorado.
Kai movió las alas un poco y se elevó unos palmos, probando su nuevo cuerpo. Entonces tomó impulso y, con una poderosa batida, se alzó en el aire, hacia el remolino que era su última esperanza de salvación.
—¡Atención, voy a entrar! —anunció.
Los chicos no pudieron evitar cerrar los ojos. Sintieron que un fuerte viento los sacudía y se agarraron con todas sus fuerzas al lomo de Kai.
De pronto los lobos dejaron de aullar y de arañar el muro de hielo, y reinó un súbito silencio sobre la Torre.
—¡Se marchan! —exclamó Tina, sorprendida; se volvió para ver qué tenía que decir Morderek al respecto, y descubrió que él ya no estaba allí.
El muchacho se había dado cuenta de que el conflicto había finalizado. Los lobos se retiraban poco antes del amanecer, y eso solo significaba una cosa, o la maldición se había cumplido, o Dana y sus amigos habían logrado derrotar al espectro vengativo.
En cualquier caso, le quedaba poco tiempo.
Se deslizó hasta el despacho de Dana, preguntándose si habría alguna cosa allí que pudiese servirle.
Y en un rincón descubrió, apoyado sobre la pared, el bastón de Archimaga de Shi-Mae.
Morderek sonrió. Sabía que tardaría años en aprender a controlarlo, pero también sabía que, en cuanto lo hiciese, igualaría en poder a los propios Archimagos.
Antes de tocarlo, sin embargo, titubeó. Aquellos objetos guardaban una gran fidelidad hacia su dueño, y se preguntó si Shi-Mae no volvería a buscarlo…
Finalmente, se atrevió a rozarlo con la punta de los dedos y sintió una feroz sacudida eléctrica. Morderek gimió y retiró la mano. Se mordió el labio inferior, pensativo. Había percibido con total claridad el inmenso poder que encerraba aquel bastón… Si lograse dominarlo…
Apretó los dientes y aferró el bastón con decisión. El objeto reaccionó. Morderek sintió que algo le abrasaba la mano y gritó de dolor, pero no lo soltó. Trató de imponer su voluntad al bastón mientras luchaba contra el dolor y sentía el olor de su propia carne chamuscada…
Por último, su esfuerzo se vio recompensado y el bastón dejó de hacerle daño. Morderek contuvo el aliento y lo agarró con la otra mano. Nada sucedió. El bastón ya no lo rechazaba.
Aquello solo podía significar una cosa: Shi-Mae había muerto.
Morderek se apoderó del bastón con una sonrisa de triunfo en los labios.
—Esto es solo el principio —murmuró—. Si sales del Laberinto, Maestra, tendrás noticias mías.
Ejecutó el hechizo de teletransportación para desaparecer de la Torre y no regresar nunca más por allí.
Cuando volvieron a abrir los ojos, solo vieron el cielo nocturno sobre las montañas del Valle de los Lobos. Alboreaba ya en el horizonte, y ellos se miraron unos a otros.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Nawin, muy confusa.
—¡Teletransportarnos a la Torre! —decidió Jonás, que aún sostenía en brazos a Salamandra.
Uno por uno fueron pronunciando el hechizo de teletransportación, ansiosos por volver a casa. Uno por uno fueron abandonando el lomo de Kai.
En apenas unos instantes, solo quedaban allí Dana y el dragón dorado.
—¿No regresamos a la Torre? —preguntó él.
La Archimaga no contestó. Kai seguía suspendido sobre las montañas, mientras Dana, montada en su lomo, contemplaba el horizonte.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Kai? —preguntó ella—. ¿No puedes salir de ese cuerpo?
—No. Pero ya no tengo que volver al Otro Lado, no hasta que este cuerpo no muera. ¿Es que no te alegras de que haya vuelto a la vida?
Lo había dicho con un tono de reproche, y Dana sonrió. Era Kai, el inconfundible Kai. Resultaba irónico que se hubiera convertido en dragón, el ser que más odiaba y temía. Pero, desde luego, no había ni punto de comparación entre el monstruo azul que había segado su vida cinco siglos atrás, cuando él era apenas un muchacho, y aquella criatura dorada que parecía recién bajada del sol.
A él, desde luego, no parecía importarle. Batió las alas, cansado y herido, pero ebrio de vida y libertad, y se giró hacia Dana.
—¿Tienes idea de lo grande que es el mundo, y lo maravilloso que sería explorarlo desde aquí arriba?
Dana lo miró, algo preocupada. El dragón sonrió.
—¿Vendrás conmigo, Dana?
Ella sonrió a su vez.
—Siempre, Kai.
Con un rugido de triunfo, Kai se elevó en el aire y voló, con Dana sobre su lomo, hacia el horizonte, de vuelta al Valle de los Lobos, con sus doradas escamas reluciendo bajo los rayos del sol naciente.