Parecía que olía a quemado, y hacía mucho calor.
Salamandra abrió lentamente los ojos. Esperaba ver a Fenris, a Jonás, a Conrado y a Nawin, probablemente a Kai y, tal vez, a Dana.
En lugar de eso, vio una multitud observándola con gesto serio. «¿Qué es esto?», se preguntó. De pronto uno de los niños de la primera fila chilló:
—¡Bruja!
Y ella se dio cuenta entonces de dónde estaba: atada a un poste, en lo alto de una pira encendida. La estaban ejecutando, por bruja. Bela la había delatado al tribunal.
—¡No! —gritó, pero las llamas ahogaron su voz.
No podía estar pasándole aquello otra vez. Quiso pronunciar las palabras del hechizo de teletransportación, pero no las recordaba. Se debatió, furiosa, pero solo logró que las cuerdas se clavaran más en su carne.
Escudriñó entre la muchedumbre, esperando ver una túnica roja. No entendía qué era lo que estaba pasando, pero sí sabía que Fenris vendría a buscarla, como la última vez…
… Si es que había habido última vez. Aquel pensamiento le congeló la sangre en las venas.
Nada en su vida había sido igual desde que Fenris la rescatara de las llamas. ¿Había sucedido todo aquello en realidad? ¿Fenris, Dana, la Torre, el Valle de los Lobos? ¿Existían de veras, o los había imaginado ella en una pérdida de consciencia producida por el miedo?
¿Acababa de despertar de un sueño para darse cuenta de que seguía en la hoguera y estaba a punto de morir abrasada?
—¡¡No!! —chilló de nuevo—. ¡¡Fenris!! ¡¡Jonás!!
Nadie acudió a su llamada.
El fuego prendió en su vestido y alcanzó su piel. Salamandra sintió un dolor lacerante y chilló de nuevo. Ni por un solo momento, durante su encierro en el calabozo, había pensado que podía ser una muerte tan dolorosa.
Cerró los ojos, y suspiró, quizá por última vez, pensando en la Torre.
Había sido un bonito sueño.
Fenris despertó en mitad del bosque, de noche, solo. Se incorporó de un salto y llamó a sus aprendices. Solo obtuvo como respuesta el silbido del viento y el aullido de los lobos.
Se estremeció, y se frotó la sien, un poco mareado. Recordaba perfectamente cómo había rescatado a los chicos en el desfiladero y cómo habían abierto la puerta del Laberinto de las Sombras. También recordaba al lobo blanco, aquel lobo blanco que parecía salido de otro mundo.
O de un sueño.
Fenris sacudió la cabeza. Quizá había sido un sueño, al fin y al cabo. Miró a su alrededor y decidió que estaba claro que seguía en el bosque; lo conocía como la palma de su mano. Tal vez había perdido la consciencia por alguna razón que no acertaba a comprender, y había soñado…
En tal caso, había perdido un tiempo precioso. Salamandra, Nawin, Conrado y Jonás estaban en grave peligro si pretendían enfrentarse a los lobos ellos solos.
No lo pensó más. Alzó la mirada hacia el cielo, hacia la luna tapada por un grueso manto de nubes, y aulló. Dejó que su parte animal fluyera a través de él y tomara posesión de su cuerpo, que fue modificándose para convertirse en el de un enorme lobo de pelaje cobrizo, y sintió aquel júbilo salvaje que lo inundaba cuando aquello ocurría. Se puso a cuatro patas mientras se completaba la transformación, echó la cabeza atrás y aulló otra vez.
Momentos después corría a través del bosque, hacia el desfiladero, donde se oían los aullidos de los lobos. Sentía la frialdad de la nieve bajo sus patas, el viento acariciándole el lomo, toda la naturaleza revelándole sus secretos. Sus sentidos estaban hiperdesarrollados y su fuerza y resistencia habían aumentado. Corrió y corrió, ebrio de aquella salvaje sensación de libertad.
La noche era suya.
Pronto llegó al desfiladero. Vio desde lejos a los aprendices luchando contra los lobos y, con un aullido de triunfo, se lanzó hacia la escena de la pelea.
Los lobos lo saludaron con gruñidos de camaradería, y Fenris supo que lo habían echado de menos. Se alegró de verlos. Los lobos le hablaron de intrusos en su territorio: cuatro chicos y una criatura inmaterial a la que, por si acaso, mejor era no acercarse. Fenris les preguntó a los lobos cuál era el problema. Eran casi niños, no tardarían mucho en despedazarlos. Serían un bocado apetitoso.
Los lobos acogieron su mensaje con ladridos de aprobación, y esperaron que él liderase el ataque. Fenris aceptó encantado. Avanzó hacia los muchachos enseñando los dientes, con el pelaje del lomo erizado. Olían muy bien, y él tenía hambre. La muchacha humana parecía más apetitosa que los otros tres, una elfa y dos chicos. Desde luego, y ya que era el líder de la manada, Fenris pensaba quedarse con el mejor bocado.
Se lanzó sobre ella. La muchacha chilló y cayó sobre la nieve. El color de su cabellera recordó a Fenris el color de la sangre, y ello lo excitó todavía más. Abrió la boca para devorarla…
Y entonces se dio cuenta de que estaba atacando a Salamandra, su protegida, su amiga. Fenris trató de retroceder, horrorizado, pero su parte animal dominaba todas sus acciones. Sin poder evitarlo, clavó los dientes en la carne de la chica. El olor de la sangre lo volvió más salvaje todavía. La sangre de Salamandra sobre la nieve blanca…
Fenris (la parte del lobo que era Fenris, el elfo) gritó en plena agonía, luchando por controlarse, luchando por invertir el cambio y transformarse de nuevo en una criatura racional. Absolutamente desesperado, mientras se preguntaba cómo era posible que le fallara el control de repente, después de diez años de transformaciones a voluntad, veía cómo la bestia en la que se había convertido destrozaba a la pobre Salamandra…
Fenris gritó de nuevo, deseando morir antes que seguir matando, pero su voz racional quedó ahogada bajo los gruñidos de la bestia.
«Eres una salamandra. El fuego no puede dañarte».
Ella abrió los ojos lentamente y miró a su alrededor, tratando de localizar aquella voz; pero el humo le impedía ver nada, y el dolor era tan intenso que no la dejaba pensar.
«El fuego no puede dañarte», repitió la voz.
—No —murmuró ella—. Es mentira.
«Es verdad. Despierta, Salamandra. Abre los ojos». —Tengo… los ojos abiertos…— murmuró ella, jadeando con sus últimas fuerzas.
Pero los abrió más todavía y trató de ver más allá de la cortina de humo.
«Abre los ojos, Salamandra», insistió la voz. «Estás en el Laberinto de las Sombras».
—¡¡Salamandra, maldita sea, despierta!! ¡No te estás quemando! ¡No es más que una pesadilla!
Salamandra abrió los ojos, aturdida, y se encontró cara a cara con un alterado Kai.
—Qué…
—Era una pesadilla, Salamandra. Solo una pesadilla. ¿No recuerdas lo que nos dijo Fenris? No hagas caso de lo que veas aquí, porque ese es el poder del Laberinto de las Sombras. Si te dejas llevar por los malos sueños, nunca despertarás.
Salamandra se incorporó un poco, confundida, y miró a su alrededor.
Solo vio brumas y formas confusas en la niebla. La luz tenía un matiz extraño, irreal. Salamandra gimió, sintiendo que su sueño parecía mucho más auténtico que aquel onírico lugar.
—¿Esto es el Laberinto de las Sombras?
—Eso parece —asintió Kai—. No tengo la menor idea de dónde están los demás, así que levántate y ayúdame a buscarlos antes de que sea tarde.
—Tú… ¿tú no tienes pesadillas?
—Yo estoy muerto —replicó Kai lacónicamente—. El Laberinto solo tiene poder sobre los vivos. Vamos, levántate. Tenemos mucho que hacer.
Salamandra obedeció, aún algo aturdida.
Caminaron por entre las brumas, sin saber a ciencia cierta adonde iban. Salamandra se envolvía en su capa y se cubría la cabeza con la capucha, pero no lograba escapar de la humedad que, con mil dientecillos helados, le mordía la piel. Su respiración formaba vaho en aquel extraño aire de luces y sombras y sus pies tropezaban con alguna clase de raíces invisibles.
Pero lo peor eran las voces. Al principio, Salamandra había intentado ignorarlas, hacer como que no existían, pero llegó un momento en que no pudo. Le susurraban al oído cosas que ella no podía entender, eran como siseos, como palabras perdidas en el viento.
—¿Qué es eso? —preguntó, temblando—. Sombras —respondió Kai—. Restos de espíritus perdidos. No están ni vivos ni muertos; algún día desaparecerán, sin que quede nada para recordarlos, ni en este mundo ni en el Otro Lado.
Salamandra se estremeció, y apretó el paso. Vagaron y vagaron sin rumbo fijo. En varias ocasiones volvieron a asaltar a Salamandra imágenes terribles, y todas aquellas veces Kai tuvo que sacarla de su pesadilla. Sin embargo, la muchacha estaba cada vez más agotada, y con menos fuerzas para luchar contra ella.
—No los encontraremos —murmuró, apoyándose en una fría pared—. No sabemos adonde vamos, Kai. Podríamos estar alejándonos de ellos.
Kai se detuvo y la miró, pensativo. Entonces le rozó la mano, y Salamandra se sintió un poco mejor. No era un contacto corpóreo, pero lo había sentido; se trataba de algo más cálido que la húmeda niebla que la envolvía, y tenía algo…
—Espérame aquí y no te muevas. Volveré a buscarte, te lo prometo.
—No… —empezó ella, pero, antes de que pudiera darse cuenta, Kai había desaparecido—. No —repitió, temblando de frío y de miedo.
Se acurrucó junto a la pared y escrutó las sombras cambiantes con aprensión. Le dio la impresión de que a veces adoptaban rasgos que parecían humanos.
—¡Kai! —llamó, aterrada.
Le pareció que solo un siseo respondía a su llamada. Se dejó resbalar por la pared hasta que cayó de rodillas al suelo. Se encogió allí, arrebujándose en su capa, sollozando de puro terror.
Jonás oyó la voz de Shi-Mae pronunciando su nombre y sacudió la cabeza, algo confuso. Qué raro; tenía tantas ganas de acabar ya que por un momento había imaginado que escapaba de la Torre para ir a rescatar a Dana.
Pero era evidente que no había terminado, ya que seguía en la Sala de Pruebas, y Shi-Mae lo observaba con el ceño fruncido desde la Silla del Examinador.
Jonás respiró hondo. Había estudiado mucho para aquel examen; no podía fallar, aunque fuera Shi-Mae, y no Dana, quien fuera a juzgar sus conocimientos aquel día.
Entonces la Archimaga dijo algo, algo que Jonás no entendió del todo, y se quedó esperando. Al chico le entró el pánico. ¿Qué le había preguntado? Tímidamente, le pidió que volviera a repetir lo que había dicho. La arruga del ceño de Shi-Mae se hizo más profunda, pero repitió la pregunta.
Jonás sintió que un sudor frío le recorría la espalda. Había oído a Shi-Mae perfectamente, pero no tenía ni idea de lo que le había preguntado. Se quedó parado, sin saber qué hacer. El hechizo que le había pedido no le sonaba de nada. ¡No podía estar en el Libro del Agua! ¿O sí?
Sintió que se mareaba; tragó saliva mientras alzaba los ojos para mirar a Shi-Mae.
—Eres una nulidad como mago —decretó ella—. Regresa a tu casa y no vuelvas a poner los pies en la Torre.
Jonás sintió que se le caía el mundo encima. No imaginaba su vida lejos de la Torre, pero, por encima de aquello, estaba aquél abrumador sentimiento de fracaso, y la pregunta de si se atrevería a volver a mirar a Salamandra a la cara después de aquello.
Salamandra había perdido la noción del tiempo. Las visiones la acosaban sin tregua, y estuvo a punto de dejarse llevar por su engañosa sensación de realidad. Incluso la pira encendida parecía mejor que aquella bruma fantasmagórica y susurrante.
Pero de pronto oyó una voz. Al principio se tapó los oídos, creyendo que las sombras del laberinto la acosaban otra vez. Pero entonces se dio cuenta de que se trataba de una voz humana, con consistencia, y no un siseo ininteligible. Se irguió y escuchó con atención.
Era una voz que canturreaba una canción sin palabras, una tonada triste y ausente. Salamandra se levantó y trató de alcanzarla, segura de que aquella voz le resultaba conocida.
Anduvo por entre jirones de niebla y paredes húmedas y oscuras, entre luces y sombras, siguiendo a aquella misteriosa voz que iba y venía. En ocasiones le parecía que veía entre las brumas una figura que vagaba sin rumbo, pero cuando intentaba alcanzarla la perdía misteriosamente.
Salamandra no se resignó. Había algo en aquella voz que le resultaba poderosamente familiar; pero, a su vez, había también algo que la inquietaba.
Fuera quien fuese, aquella persona cantaba casi sin darse cuenta, como si no se sintiera consciente de ello, como si simplemente se topara con las notas por casualidad.
Por fin la vio frente a ella, una figura vestida con ropajes blancos. Una larga cabellera, lisa y negra como el ala de un cuervo, destacaba entre el claroscuro del Laberinto de las Sombras.
Salamandra la reconoció entonces, y corrió tras ella.
La alcanzó en una esquina; la cogió por los brazos y la obligó a mirarla a los ojos.
—¡Maestra! —llamó—. Maestra, soy yo, Salamandra. Hemos venido a buscarte.
Pero los ojos de ella le devolvieron una mirada perdida y vacía.
—¡Dana! —insistió Salamandra, sacudiéndola con desesperación—. ¡Dana, escúchame! No debes rendirte. Tenemos que salir de aquí.
Ella trató de separarse de la muchacha. Pero Salamandra no pensaba dejarla marchar.
—Dana, por favor.
Consiguió que la hechicera la mirase por fin; pero lo hizo como si mirase a través de ella, como si no la viera, o no la reconociera.
—Maestra, soy yo, soy Salamandra —repitió ella, aunque ya sin esperanzas de ser oída.
—Tan lejos… —suspiró Dana.
Salamandra se irguió.
—¿Cómo has dicho? —la sacudió suavemente—. Háblame, Dana. Dime…
Pero ella sollozó y se dejó caer. Salamandra tuvo que sostenerla.
—Lejos —repitió—. Sola… No.
A Salamandra se le encogió el corazón. Iba a pedirle que siguiera hablando, pero la mujer inició de nuevo su melodía sin palabras.
—Dana —susurró Salamandra—. No te rindas, Dana. No ahora.
«Salamandra está viva».
Era un pensamiento absurdo, se dijo Fenris con ironía. Acababa de devorarla. Y había disfrutado con el festín.
En un soberano esfuerzo de voluntad, se había lanzado contra uno de los lobos, esperando que él aceptase la provocación y luchara contra él, y lo matara de una vez. Pero el lobo había pensado que era un juego, y de todas formas, no osaría enfrentarse al jefe de la manada. Tendrían que atacarle todos a la vez para hacerle daño.
«Salamandra está viva», insistió la voz.
Fenris soltó una amarga carcajada, que sonó como un bajo gruñido. Estaba viendo perfectamente cómo sus compañeros de manada se repartían los despojos de los cuatro chicos.
«Abre los ojos, Fenris. Esto es solo una pesadilla».
Esa era una posibilidad interesante, se dijo Fenris. Desgraciadamente, no era verdad. Si hubiera sido una pesadilla, habría despertado tiempo atrás, seguro.
«Despierta, Fenris. Estás en el Laberinto de las Sombras. Esto no es real».
Fenris abrió los ojos, aturdido. De pronto, ya no vio ante sí el desfiladero, la nieve salpicada de sangre ni las sombras de los lobos, sino una extraña niebla hecha de luces y sombras. Parecía tan inverosímil que Fenris estuvo a punto de convencerse de que se trataba de un sueño en medio de la pesadilla que estaba viviendo bajo su forma lobuna… cuando, de pronto, el rostro de Kai apareció ante él.
—¡Eh! —exclamó el elfo, algo mareado—. ¿Qué haces tú aquí?
—Estamos buscando a Dana —le recordó el espíritu.
En el Laberinto de las Sombras.
—¿Dana? —Fenris se incorporó de un salto y miró a su alrededor—. ¿Dónde están…?
—Salamandra está bien. La he dejado no lejos de aquí. Solo me faltan Nawin, Conrado y Jonás, pero creo que no tardaré en encontrarlos. Este lugar no parece muy grande.
Fenris asintió y se miró las manos, pensativo.
—Eres un elfo —le dijo Kai, y sonrió—. Y los salvaste en el desfiladero. No les hiciste ningún daño.
Fenris recordó.
—El lobo blanco… —murmuró—. Entonces, ¿eso era verdad? —fijó su mirada en Kai.
—¿Y por qué puedo verte yo?
—Porque no estás en tu mundo, sino en otra dimensión —sonrió—. Por cierto, me alegro de que podamos vernos por fin, cara a cara.
Adelantó una mano. Sin tenerlas todas consigo, Fenris le tendió la suya.
—Va a ser algo difícil —opinó.
Trató de estrechar la mano de Kai, pero sus dedos se cerraron en el vacío.
—Con eso me basta —dijo el fantasma—. ¿Comprendes ahora lo que se siente?
—Siempre lo he sabido —replicó el mago—. Conozco a Dana muy bien. Nunca ha dejado de pensar en ti, ni de recordarte, a pesar de que nunca ha podido rozarte siquiera.
—En eso te equivocas —Kai sonrió con tristeza—. Hubo una vez… un momento… solo un momento…
Se separó de él bruscamente y sacudió la cabeza para alejar de sí aquellos pensamientos.
—Date prisa —dijo con voz ronca—. Tenemos que encontrar a Dana.
Salamandra se había acurrucado junto a una pared, sujetando a la Señora de la Torre para que no se alejara de ella. Recordaba perfectamente que Kai le había dicho que no se moviera, y ahora era incapaz de encontrar el camino de vuelta. Temía que él no pudiera llegar hasta ella de nuevo, y aquel pensamiento la llenaba de terror.
A menudo, sin embargo, tenía otras cosas en qué pensar. Dana se debatía de vez en cuando en espasmos de terror y gritaba cosas incongruentes, con los ojos azules abiertos de par en par. En tales ocasiones, Salamandra debía sujetarla con fuerza y susurrarle palabras tranquilizadoras al oído, hasta que la aterradora visión que atormentaba a la hechicera pasaba, y ella volvía a sumirse en aquella apatía distante.
«Qué horrible», se dijo Salamandra, acariciando los cabellos de Dana, mientras ella sufría entre sombras y pesadillas. «¿Cuánto tiempo llevará aquí? ¿Y cuánto tiempo será capaz de aguantar ella… o nosotros?».
Luchar por que Dana permaneciese en la realidad le ayudaba a combatir sus propias pesadillas. Sin embargo, Salamandra sabía que no resistiría mucho más.
Fenris y Kai encontraron a Conrado acurrucado en un rincón, sudando y gritando en medio de una pesadilla que parecía tener que ver con su padre. Kai lo escuchó atentamente para tratar de adivinar cuáles eran sus sueños. No le costó mucho sacarlo de ellos.
—Abre los ojos, Conrado —le susurró al oído—, y verás que sigues siendo un aprendiz de mago; verás que puedes volver a la Torre y seguir estudiando, y que nadie va a obligarte a golpes a que regreses a tu cabaña en el bosque para ser leñador, como tu padre y tus tres hermanos —hizo una pausa, y añadió—. La Señora de la Torre está muy orgullosa de ti.
—La Señora de la Torre… —murmuró el muchacho.
—Nos está esperando, Conrado. Despierta; hemos de ir a buscarla.
Fenris se irguió de pronto y escuchó atentamente.
—Tenemos suerte, Kai —dijo—. Creo que oigo la voz de Jonás, que grita.
Las voces de sus amigos sacaron a Salamandra de un confuso sueño en el que se mezclaban lobos, fuego y espectros amenazantes. Se sobrepuso y abrió los ojos para despertar de su nueva pesadilla.
Dana seguía junto a ella, con la mirada perdida en las brumas. Salamandra escrutó las sombras y vio a lo lejos una túnica de color rojo.
—¡Fenris!
—¡Salamandra! —era la voz de Jonás—. ¿Estás bien?
Pronto se reunieron todos. Salamandra miró a su alrededor.
—¿Dónde está Nawin?
No le respondieron. Acababan de darse cuenta de que Dana estaba allí, con la muchacha.
—La has encontrado —murmuró Kai.
Se arrodilló junto a ella y la rodeó con sus brazos.
—Dana —dijo—. Dana, soy yo. ¿Me escuchas?
—Los muertos vienen y van —murmuró ella—. Fuego, fuego. Serpiente.
—Dana, respóndeme —la llamó Kai—. Soy yo, Kai. He venido a buscarte.
Ella no dijo nada. Pareció que miraba a través de él, como si no pudiera verlo. Volvió a tararear una melodía nueva.
Un pesado silencio reinó entre sus amigos.
—Hemos llegado a tiempo de evitar que pierda su espíritu —murmuró Fenris, apesadumbrado—. Pero, desgraciadamente, creo que la razón ya no va a recuperarla.
Kai alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—No —dijo—. Dana es fuerte, la conoces tan bien como yo. Saldrá de esta.
Se inclinó de nuevo junto a su amiga y susurró —Dana, escúchame. Tienes que dar media vuelta. Ese camino que has escogido no es el adecuado. Vuelve atrás; yo te estoy esperando. Si sigues adelante, ya no podré alcanzarte.
Ella gimió. Salamandra miró a su alrededor, inquieta.
—Deberíamos marcharnos de aquí, antes de que sea tarde.
—Pero falta Nawin —objetó Jonás—. No podemos irnos sin ella.
—Yo iré a buscarla —dijo Fenris—. Quedaos aquí, y no os separéis de Dana y Kai.
Se alejó de ellos, y las sombras se lo tragaron. Salamandra se quedó mirando el lugar por donde se había marchado, llena de sentimientos contradictorios.
Dana gritó algo ininteligible, mientras se convulsionaba torturada por una nueva pesadilla. Kai trató de sujetarla, pero sus brazos inmateriales no lograban retenerla.
—¡Suéltalo! —gritó ella—. ¡Haré lo que quieras, pero suéltalo, déjalo marchar!
Por el rostro de Kai pasó una sombra de tristeza.
—¿Entiendes lo que dice? —preguntó Jonás.
—Desgraciadamente, sí.
Rozó la mejilla de Dana, bañada en lágrimas.
—No voy a abandonarte —susurró—, pero tienes que quedarte en un lugar donde yo pueda encontrarte.
——Me prometiste… —musitó ella.
—Y mantengo mi promesa —Kai la abrazó de nuevo, o, al menos, lo intentó—. Solo se trataba de una separación temporal, Dana. Una vida a cambio de una eternidad. Te estaré esperando si regresas a la vida, querida amiga.
Ella no respondió. Kai la miró a los ojos, esperando encontrar algún signo de reconocimiento en ellos. Pero su mirada seguía siendo vacía y ausente.
Nawin corría por los pasillos de su palacio en el Bosque Dorado. Había sucedido lo que llevaba tiempo mascándose en el ambiente, una conspiración. La más poderosa de las familias de la nobleza élfica se había alzado en su contra. Ahora sus asesinos la perseguían en su propio palacio, y aunque Nawin gritaba pidiendo ayuda, nadie parecía escucharla.
Abrió una puerta y se encontró con Shi-Mae. Se sintió muy aliviada. Los padres de Nawin habían muerto mucho tiempo atrás, de modo que Shi-Mae no había sido solamente su tutora y Maestra, sino también su amiga y protectora, casi una madre para ella. Shi-Mae era una Archimaga poderosa; ella desbarataría la revuelta y pondría cada cosa en su lugar.
La llamó, pidiéndole ayuda, y la hechicera tendió las manos hacia ella. Nawin corrió a refugiarse entre sus brazos, convencida de que allí estaría segura. Alzó la cabeza para mirar a Shi-Mae a la cara…Y leyó la verdad en sus ojos.
Sintió que las manos de Shi-Mae se cerraban en torno a su cuello, pero era demasiado tarde para escapar.
Transformado en lobo, Fenris recorría el Laberinto de las Sombras. Le había costado mucho tomar aquella decisión, porque todavía lo atormentaban los recuerdos de aquel mal sueño en el que devoraba a sus aprendices. Sin embargo, era la mejor solución. No importaba cuánto lo engañase aquel lugar con sus brumas fantasmales, él se limitaba a seguir el olor de Nawin, que lo llevaba directamente hacia donde se encontraba la princesa elfa.
La halló en un rincón, convulsionándose mientras gritaba palabras incoherentes en élfico. Se detuvo a unos pasos de ella. Su instinto de lobo le dijo que llevaba mucho tiempo sin comer, y que la muchacha apenas opondría resistencia.
Sin embargo, Fenris era perfectamente consciente de lo que estaba pasando. Se visualizó a sí mismo con forma de elfo, y no tardó mucho en abandonar su cuerpo lobuno.
De pronto oyó gritos entre la niebla, y reconoció la voz de Shi-Mae; adivinó entonces que ni siquiera la poderosa Archimaga había logrado escapar de las pesadillas del Laberinto, y decidió que, a pesar de todo, trataría de ayudarla a ella también. «Pero vayamos por partes», se dijo.
Se levantó y caminó hacia Nawin.
—Escúchame —le dijo en élfico—. No es más que una pesadilla…
No muy lejos de allí, Kai todavía luchaba por recuperar a Dana. La Señora de la Torre seguía murmurando cosas que no parecían tener ningún sentido para nadie, excepto para el muchacho que había vuelto del mundo de los muertos para rescatarla.
Salamandra escudriñaba las sombras, esperando ver aparecer a Fenris. Conrado se había encogido sobre sí mismo, temblando, y Jonás miraba pensativo a Kai y a Dana.
—Está tardando demasiado —murmuró la aprendiza.
—No te preocupes, volverá —le aseguró Jonás.
Salamandra lo miró a los ojos, y entendió cuánta razón había tenido Kai al afirmar que tenía el corazón dividido. Jonás no era misterioso y fascinante como el elfo, pero era cálido y agradable, y Salamandra se sentía segura a su lado. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro del muchacho, con un suspiro. Jonás le acarició el pelo.
—Saldremos de aquí —le prometió.
Shi-Mae corría por el Bosque Dorado, huyendo de una espantosa criatura con forma de lobo que pretendía devorarla. Ella era apenas una aprendiza de primer grado y no sabía cómo defenderse de aquel monstruo; pero eso no era lo peor; no, lo más espantoso era que aquella bestia había sido momentos antes un apuesto y joven elfo, un elfo que ella conocía muy bien, y que, súbitamente, se había transformado en un horrible lobo a la luz de la luna llena, justo cuando Shi-Mae acababa de convencerse de que estaba enamorada…
Mientras corría por salvar su vida, Shi-Mae oyó de pronto la voz de él entre los gruñidos de la bestia. Era una voz tan agradable como la de cualquier elfo, y la llamaba por su nombre, y le decía que todo aquello no era más que una pesadilla. Shi-Mae sabía que no era una pesadilla. Sabía que aquel lobo estaba a punto de devorarla, sabía que debajo de aquella forma animal se escondía la persona de la que estaba enamorada, una persona que le había ocultado hasta aquel momento su terrible secreto.
Una persona en la que ya nunca más podría confiar. Shi-Mae cerró los ojos a la bestia; decidió que, si tenía que morir, se dejaría llevar por aquella voz…
Y vio a Fenris frente a ella, y vio que sostenía en brazos a una chica elfa que le resultaba conocida… y recordó de golpe que ella era Shi-Mae, la Archimaga del Bosque Dorado, que había sido arrastrada al Laberinto de las Sombras y que aquella jovencita era lo único que se interponía entre ella y el trono del reino de los elfos.
Sin embargo, estaba demasiado débil para hacer nada, siquiera para moverse. Cuando vio que el elfo volvía a transformarse en lobo, decidió que, seguramente, seguía en medio de una pesadilla.