Mala suerte, —repitió la voz del espejo.
Shi-Mae volvió a retirar las manos del Óculo, perpleja.
—No esperaba que hubiese aprendido a controlar sus cambios.
—Era un plan muy retorcido, querida. De modo que pretendías que los lobos matasen a Nawin para echarle las culpas a Fenris ante los de su raza, ¿no?
—Podría haberlo lanzado a él también al Laberinto de las Sombras —murmuró Shi-Mae—. Pero es demasiado pronto aún; todavía no he tenido ocasión de verlo sufrir.
—Pobre elfo, —comentó la voz—. Me pregunto qué habrá hecho para merecer esa sed de venganza por tu parte.
Shi-Mae no respondió.
—De todas formas, no olvides nuestro trato: puedes jugar con Fenris todo lo que quieras, pero, al final, ha de ser mío.
—No te preocupes: lo tendrás. Una vez haya terminado con él, lo arrojaremos al Laberinto de las Sombras, para que haga compañía a Dana… o a lo que quede de ella.
Fenris se estiró para habituarse a caminar erguido. Se volvió hacia el lugar por donde había desaparecido el lobo blanco, con una expresión seria y pensativa.
—¿Era amigo tuyo? —preguntó Jonás. Pero Fenris no contestó. Se volvió hacia los aprendices y les dirigió una mirada severa.
—Sabíais que no debíais salir de la Torre de noche. —¿Dónde está Kai?
Avanzó hacia ellos, pero los chicos retrocedieron, intimidados.
—Tú… —empezó Salamandra—. Eres un…
—… ¡Licántropo! —completó Nawin—. ¡Un elfo—lobo, una bestia que no merece vivir entre seres racionales!
—Por eso te desterraron —murmuró Salamandra—. Por eso no puedes volver a tu tierra.
—No voy a haceros daño —dijo él—. Os he salvado la vida, ¿no?
Kai lo observaba atentamente.
—De modo que lo has conseguido —murmuró—. Has aprendido a controlar tus cambios.
Pero Fenris ya no podía escucharlo. Solo en forma lobuna podían sus sentidos percibir a los seres como Kai.
—¡Kai! —lo llamó—. Donde quiera que estés, me debes una explicación, ¿no te parece? Jonás respondió por él.
—Estabas inconsciente; no había tiempo que perder, y Kai pensó que debíamos abrir la puerta nosotros, y dejarle entrar en el Laberinto de las Sombras para rescatar a Dana. Como no confiábamos en Shi-Mae, decidimos huir de La Torre.
El rostro de Fenris cambió ante la mención de la hechicera.
—En eso os doy la razón —asintió—. Habéis hecho bien en marcharos. Teníais razón, y yo estaba equivocado.
—Nawin dice que Shi-Mae quería ser la Señora de la Torre, y que no ayudaría a Dana por nada del mundo —intervino Conrado.
Fenris se volvió rápidamente hacia Nawin, que retrocedió un paso.
—No vuelvas a acercarte a Shi-Mae, muchacha. Quiere algo más que la Torre; quiere el Reino de los Elfos.
Nawin abrió la boca, sorprendida, pero no llegó a decir nada.
De pronto el rostro de Fenris se crispó con una mueca de dolor; le flaquearon las piernas y cayó de rodillas sobre la nieve.
—¡Estás herido! —exclamó Salamandra.
Corrió junto a él, pero no se atrevió a acercarse más. Aún recordaba con espantosa claridad la imagen del lobo que había sido Fenris.
—No quieres tratos con una bestia, ¿eh? —murmuró el elfo con cierta amargura.
A Salamandra se le encogió el corazón. Se arrodilló resueltamente junto a él para examinarle las heridas, y le dijo en voz baja:
—Tú no eres una bestia. Eres Fenris, mi amigo y Maestro.
Él no dijo nada. Se limitó a apartarla de sí con suavidad y a pronunciar las palabras del hechizo de autocuración.
—¿Crees que tienes fuerzas? —preguntó ella, preocupada; pero Fenris siguió adelante con el hechizo hasta que sus heridas cicatrizaron del todo.
Trató de levantarse entonces, pero se había quedado tan falto de energías que tuvo que apoyarse en el hombro de Salamandra.
—Os diré qué es lo que vamos a hacer —dijo—. Quiero que, en cuanto recuperéis fuerzas, abramos la puerta al Laberinto de las Sombras entre todos; pero solo Kai y yo entraremos a buscar a Dana. Conrado y Jonás irán al Consejo de Magos a denunciar a Shi-Mae; Nawin y Salamandra viajarán al Reino de los Elfos para poner las cosas en su sitio.
Los aprendices estaban demasiado cansados para replicar. Sin embargo, Nawin objetó:
—No podemos abrir la puerta del Laberinto de las Sombras. Es exactamente lo que Shi-Mae quiere que hagamos.
Salamandra miró a Kai, que apretó los puños con rabia.
—Pero hemos de hacerlo, o Dana estará perdida —dijo—. ¿No hay alguna forma de protegernos contra Shi-Mae?
—Sí, la hay —dijo Fenris, y sonrió.
La imagen de la bola de cristal se hizo borrosa y, de pronto, desapareció.
—¡Condenado mago! —gruñó la hechicera—. Ha velado el Óculo.
El aullido de un lobo resonó escalofriantemente cerca.
—Se te acaba el tiempo, Shi-Mae.
Ella se volvió furiosa hacia el espejo.
—¡También a ti! Si Kai y el mago entran en el Laberinto y rescatan a Dana…
—Nunca lo conseguirán. Para ello, primero deben derrotar al Laberinto, y después derrotarme a mí. En cambio no parece que tú vayas a poder evitar que esos aprendices denuncien tus intrigas al Consejo de Magos…
—No es el Consejo lo que me preocupa —Shi-Mae se acercó a la ventana, pensativa.
—Es Nawin. Ella tiene aún partidarios poderosos en la Corte.
La voz rió de nuevo. Shi-Mae se volvió hacia el espejo, irritada.
—Creo que ha llegado la hora de que me ocupe personalmente de todo este asunto.
Otro aullido ascendió hasta ellos. —Date prisa—, aconsejó la voz que hablaba desde el mundo de los muertos. —Los lobos vienen por ti.
—A mí me gustaría saber quién es Kai —declaró Jonás.
Los demás asintieron, apoyando su petición. Fenris los miró, dudoso. Salamandra desvió la mirada hacia Kai, pero el muchacho tenía la vista fija en el fuego, como si no estuviera escuchando.
Dentro de la campana de protección, y ahora que Fenris estaba con ellos, los aprendices se sentían algo más seguros. Resguardados de la nieve, del frío, de los lobos y de la mirada de Shi-Mae, mientras trataban de recuperar fuerzas para aquel hechizo vital para el futuro de Dana y de la Torre, los chicos hablaban para que el silencio no los llenase de malos presagios.
—Está bien —accedió el elfo.
Kai no se movió. Los aprendices se prepararon para escuchar la historia.
—Hace quince años, cuando Dana llegó a la Torre —comenzó Fenris—, allí solo vivíamos tres personas: Maritta, el Maestro y yo. El Maestro era un hombre solitario y centrado en sus estudios, y su única obsesión era convertirse en Archimago.
Dana se limitaba a estudiar y a ir avanzando grado a grado. Ella y yo no teníamos mucha relación entonces, pero a ella eso parecía no importarle: no estaba sola, nunca estuvo sola.
Kai seguía mirando el fuego, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados sobre el pecho.
—Aunque yo no lo sabía, Dana no era como los demás chicos de su edad, ni siquiera como los demás magos. Por eso la trajo el Maestro al valle. Habéis visto el espejo de Shi-Mae, ¿verdad? Ese tipo de objetos no están al alcance de cualquiera. Por tanto, muy pocos magos pueden hablar con el Más Allá.
Bien, pues a Dana nunca le haría falta una cosa parecida. Porque ella había nacido con el poder de comunicarse con los espíritus de los muertos.
Kai respiró hondo y cambió de posición, desviando la mirada hacia el espeso manto de nieve que caía fuera de la campana protectora.
—Ese tipo de magos son sumamente raros —prosiguió Fenris—. Se llaman Kin-Shannay, y son un portal abierto entre ambas dimensiones. Por tal motivo, los espíritus del Otro Lado los cuidan y protegen, y asignan a cada uno un guardián, un compañero, para que viva junto a ellos los primeros años de su vida y los adiestre en el camino a seguir.
—Esa era la misión de Kai, y por eso su espíritu volvió del mundo de los muertos, para proteger a Dana hasta que fuera la hora de abandonarla. Cosa que, desgraciadamente, sucedió cuando ella tenía quince años. No se habían vuelto a ver hasta hace unos días, cuando él…
—Cuando él volvió para advertirla de un grave peligro, la maldición —completó Salamandra—. Entonces, él… tú… —rectificó, volviéndose hacia Kai—. ¿Eres un fantasma?
—Sí, maldita sea, soy un fantasma —dijo él, irritado—. Me mató un dragón hace quinientos años, cuando yo no había cumplido los diecisiete, ¿contenta? Nunca había apreciado tanto la vida como cuando volví a vivirla junto a Dana, y eso que yo ya no tenía cuerpo y solo ella podía verme…
—… Pero no podía tocarte —adivinó Salamandra, conmovida—. Y se enamoró de ti.
—¿Podemos hablar de otra cosa? —gruñó Kai—. Me resulta bastante doloroso recordarlo, ¿sabes?
Salamandra dijo a los demás lo que le había dicho Kai, y el elfo sonrió con tristeza.
—Es un sentimiento que no conoce las fronteras de la vida y la muerte —dijo—. Por eso el Maestro ha enviado a Dana al Laberinto de las Sombras, un destino peor que la muerte, como dijo Kai. Si ella se deja vencer por el poder del Laberinto, desaparecerá sin más, y no estará ni viva ni muerta; por lo tanto, ella y Kai nunca volverán a encontrarse, ni en este mundo ni al Otro Lado.
Kai se levantó bruscamente y se alejó de ellos, perdiéndose en la oscuridad.
—¡Kai! —lo llamó Salamandra, pero él no respondió.
—¿Se ha ido? —preguntó Conrado, mirando a todas partes.
—Has sido muy poco delicado con él, Fenris.
—Bueno, no es difícil olvidar que él está presente —opinó Jonás—. Nadie puede verlo, excepto Salamandra.
La chica oprimió con fuerza el colgante de Dana. Fenris le brindó una cálida sonrisa.
—Volverá, no te preocupes. Solo necesita estar solo.
—Es complicado todo esto —gimió Conrado—. No acabo de entender lo que está pasando.
—Es sencillo —sonó la voz de Nawin, fría y desapasionada—. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Shi-Mae tiene al Consejo de Magos de su parte. Jamás me habrían enviado al Valle de los Lobos si ella no hubiese querido.
Sobrevino un silencio. Fenris asintió, pesaroso.
—De modo que ella quería venir a la Torre. ¿Para qué? ¿Para usurpar el puesto de Dana? ¿Para vengarse de mí? ¿Para deshacerse de Nawin fuera del Reino de los Elfos?
—Para las tres cosas —dijo Salamandra—. Y, si os dais cuenta, no está sola.
—La voz del espejo —recordó Conrado—. ¿Queréis decir que quizá se trate del Maestro?
—Con toda seguridad —respondió Fenris—. Ahora empiezo a verlo claro, esos dos han hecho un trato.
—¿Un trato?
—Un trato de ayuda mutua. Es algo común entre magos de gran poder. Cada uno de ellos tiene un objetivo distinto; se alían para conseguir ambos objetivos, y así los dos salen beneficiados.
—El Maestro solo quiere una cosa: venganza. En esa venganza entramos Dana y yo, y posiblemente Kai, aunque en menor medida. Y Shi-Mae quiere…
—Ser la soberana del Reino de los Elfos —dijo Nawin, sombría.
—El plan era retorcido, pero, hasta el momento, les ha dado buenos resultados. Shi-Mae se puso en contacto con el Maestro, o quizá fue él quien la llamó a ella, no lo sé. Con la puerta de Shi-Mae abierta, el Maestro podía llevar a cabo su venganza en el mundo de los vivos. Por tanto, ella le ayudaba a enviar a Dana al Laberinto de las Sombras, y a cambio obtenía un escenario perfecto para sus planes la Torre, situada en un remoto valle, con cuatro aprendices, sin Maestros… ya que Shi-Mae se aseguró también de que yo me mantuviera inconsciente durante algunos días…
—Pero, si lo que ella quería era matar a Nawin —intervino Salamandra—, ¿por qué ella sigue viva? Shi-Mae ha tenido muchas ocasiones para hacerlo.
—No lo sé. Imagino que hay una parte de su plan que se me escapa, pero no consigo adivinar en qué consiste. Y, de todos modos, ya habéis visto que no debía de ser un mal plan, ya que ha estado en un tris de matarnos a todos.
—Supongo que querría echarle la culpa a los lobos del valle —dijo Jonás, que llevaba un buen rato sin hablar—. No podía matar a Nawin así, sin más. Es una princesa. Pero me parece que se las ha apañado bastante bien para conseguir que ella saliese corriendo de la Torre de noche, para que los lobos acabasen con ella. Si no es así, no me explico por qué no le había dicho a Nawin que era peligroso salir de noche. Todos lo sabíamos, excepto ella.
—A mí me sorprende que Fenris siga vivo —declaró Conrado—, dado que los dos magos quieren vengarse de él.
—Tengo muchos enemigos —asintió el elfo lúgubremente—. Imagino que tenían… o tienen… otros planes para mí.
Salamandra se estremeció y lo miró fijamente.
—Saben que vas a entrar en el Laberinto de las Sombras de todas formas —dijo.
—Lo único que tienen que hacer es asegurarse de que no vuelvas a salir.
Morderek supo enseguida que Shi-Mae se había ido.
Lo supo porque los lobos comenzaron a aullar más alto, y porque había algo en la Torre que no era igual. El edificio pareció de pronto más silencioso, más vacío, más solo.
A Morderek no le importó. Hasta aquel momento no había podido dormir, temeroso de que Fenris o Shi-Mae acudiesen a ajustar las cuentas con él. Ahora que ninguno de los dos estaba en la Torre, el muchacho podía respirar tranquilo.
Podía imaginar perfectamente por qué se había marchado Shi-Mae, y adonde había ido. No compadecía a sus compañeros; si habían sido lo bastante estúpidos como para cruzarse en el camino de una Archimaga ambiciosa, ellos mismos se lo habían buscado.
Se frotó los ojos, cansado y soñoliento. Iba a volver a acostarse cuando los aullidos de los lobos reclamaron de nuevo su atención. Los escuchó sin mucho interés. Decían lo de siempre. Hablaban de maldiciones y venganzas.
Pero esta vez sonaban triunfantes y transmitían un nuevo mensaje.
—Cuidado, magos. Ya nada nos impide entrar en la Torre. Vamos por vosotros.
El terrible rugido del viento despertó a Salamandra de un sueño inquieto y poco reparador. Se incorporó un poco y vio a sus compañeros durmiendo, con excepción de Kai, que no estaba, y de Fenris, que contemplaba la hoguera, pensativo. Se acercó a él.
—Deberías estar durmiendo —se limitó a decir el elfo.
Salamandra no replicó. Se sentó junto a él.
—¿En qué piensas?
Fenris guardó silencio. Luego dijo:
—¿Recuerdas el lobo blanco que me ayudó en el desfiladero? Pues no es uno de los lobos del valle. Nunca lo había visto antes.
—Bueno, sería un lobo extranjero que estaba de paso. ¿Qué tiene eso de particular?
—No era un lobo corriente. No me refiero a que estuviese o no embrujado debido a una maldición, es… —calló un momento; luego prosiguió, en voz baja—: Creo que es como yo.
—¿Un hombre-lobo…? Quiero decir, ¿un elfo-lobo?
—No lo sé. Solo nos miramos un instante, y luego… Pero ojalá pudiera volver a encontrarlo. Puede que él tenga la respuesta a mis preguntas.
Salamandra no dijo nada. Fenris añadió:
—Pero ahora no tengo tiempo de ir en su busca. Tenemos que entrar en el Laberinto de las Sombras antes de que sea demasiado tarde.
Salamandra asintió en silencio. Desvió de nuevo su mirada hacia el fuego de la hoguera, y Fenris descubrió que temblaba.
—Tengo miedo —dijo ella, contestando a la muda pregunta del elfo.
—No vas a entrar en el Laberinto, Salamandra. No te preocupes; pronto habrá acabado todo esto para ti.
—No —Salamandra se irguió para mirarlo a los ojos—. Solo acaba de empezar —se observó las manos con desolación—. ¿Qué es lo que soy, Fenris? ¿Por qué soy así?
Él colocó una mano sobre su hombro, en señal de consuelo.
—Tienes un gran poder, muchacha. Ahora te asusta, pero cuando aprendas a controlarlo…
—¡Controlarlo! Tú no has visto lo que hice en el bosque.
—Le salvaste la vida a Jonás, por lo que tengo entendido.
—Pero fue casualidad. Todo fue muy rápido, apenas apunté. Podría haber fallado y haberlo calcinado a él —Salamandra se cubrió el rostro con las manos—. Oh, Fenris; si le hubiese hecho daño a Jonás, no me lo habría perdonado nunca.
—Pero no lo hiciste. Le salvaste la vida, y es lo que cuenta, ¿no?
Salamandra suspiró y volvió a mirarlo a los ojos.
—Tengo miedo de mí misma —confesó—. Quiero hacer muchas cosas, no soporto quedarme sentada mientras hay problemas. Pero solo soy una aprendiza de primer grado, eso es lo que me dice la gente. Y, sin embargo, si saco lo que hay dentro de mí… —se estremeció—. Podrían pasar cosas terribles. Hasta ahora ha ido bien, pero… ¿y más adelante?
—Irá bien, estoy convencido. Verás, la mayoría de los que venimos aquí tenemos algo dentro que no podemos controlar. Pasamos mucho tiempo angustiados, pensando que somos diferentes, que somos monstruosos, que la gente no nos va a aceptar. Hasta que comprendemos que ese lado salvaje también forma parte de nosotros mismos; no hay que luchar contra él, solo aprender a controlarlo y canalizarlo de forma adecuada. Entonces aprendemos que no se trata de un error de la naturaleza; es un don, un regalo, si hacemos buen uso de él.
Salamandra miró a su amigo, pensativa.
—¿También a ti te pasó eso?
—También a mí. Pero para mí fue mucho más terrible, créeme. Maté a mucha gente antes de poder controlar mi lado salvaje.
Salamandra se estremeció. Fenris la miró con simpatía.
—Para ti, en cambio, será diferente. Porque ya has empezado a aprender.
Ella no dijo nada durante un rato. Entonces, lentamente, murmuró:
—También tengo miedo por otras cosas, Fenris. Tengo miedo por ti. Tengo miedo de que no logres volver y el Laberinto de las Sombras te destruya.
Fenris sonrió.
—Cuando encuentras un obstáculo debes luchar para superarlo —dijo.
—Cuando, a pesar de todos tus esfuerzos, ese obstáculo te vence, es porque era tu destino que sucediese así.
Salamandra se levantó de un salto. —¡No! —dijo—. Yo no lo acepto. Yo no creo que haya un destino que está escrito. Y si es así, y tu destino es quedar encerrado en el Laberinto de las Sombras, yo lo cambiaré.
Se alejó de él, muy confusa, y Fenris no hizo nada para detenerla. Salamandra sentía que tenía las mejillas ardiendo, y buscó un lugar privado para sentarse a pensar.
—Lo has visto transformado en lobo y ni siquiera te importa —oyó la voz de Kai en un susurro—. Supongo que debe de ser amor.
—Dana sabe que estás muerto y ni siquiera le importa —respondió ella—. Eso también es amor —se volvió para mirarle—. Por eso sé que lo conseguiremos, Kai. Ella no va a rendirse. Luchará hasta el final. Por ti.
—Y por vosotros —añadió él.
Hubo un breve silencio. Entonces, Salamandra confesó:
—Sí que me importa. Le tengo miedo.
—Cuando yo lo conocí —rememoró él—, todas las noches de luna llena se transformaba sin remedio y se convertía en una bestia asesina. Fenris ha sufrido mucho, Salamandra.
—Ella… Shi-Mae… lo rechazó, ¿verdad? Y él todavía la quiere.
—No. En eso te equivocas. Estoy convencido de que ya no la quiere.
Ella alzó la cabeza con una luz de esperanza en sus ojos oscuros.
—Pero —añadió Kai—, yo que tú esperaría. Puede que no te hayas dado cuenta aún, Salamandra, pero tienes el corazón dividido.
Ella sacudió la cabeza con una sonrisa, y se volvió para mirarlo.
Kai contemplaba la tormenta de nieve con un brillo especial en la mirada. Se había sentado sobre una roca baja, con los brazos sobre las rodillas.
—Es extraño —comentó la muchacha—. Pareces…
—¿Real? —la ayudó él—. ¿Corpóreo? No todos los fantasmas son como yo, en eso tienes razón. Yo regresé de nuevo al mundo de los vivos; todo es exactamente igual… excepto mi cuerpo.
Salamandra no quiso preguntarle dónde estaba su cuerpo… o lo que quedara de él. Se le hacía muy extraño hablar de aquello.
—Y, aun así, la quieres.
—Puedo sentir cosas —aseguró Kai—. Ahora mismo siento a Dana muy, muy cerca… aquí —y se llevó la mano al pecho—. Siento un dolor terrible. Siento…
Kai calló. Salamandra también. Luego, la joven dijo:
—¿Cuántos años tiene ella?
—No lo sé. Entre veinticinco y treinta, supongo.
—Pero tú no pareces tener más de dieciséis…
—Tú lo has dicho: parezco. Ahora me ves con el aspecto que tenía en la época de mi muerte. En realidad, tengo más de quinientos años, Salamandra.
—¡Otro longevo! —suspiró ella.
—Soy más que eso —repuso él con una sonrisa—. Soy eterno. Y tú también lo eres, ¿sabes? Todos lo son, excepto aquellos que acaban sus días en el Laberinto de las Sombras. Es eso lo que quieren arrebatarle a Dana su espíritu.
—Es terrible —dijo ella, estremeciéndose.
—Sí, ya lo sé. Por eso tenemos que rescatarla cuanto antes —se levantó—. Mejor será que despertemos ya a los demás. Ha llegado la hora.
Morderek se dio cuenta de que Shi-Mae lo había abandonado a su suerte cuando los lobos comenzaron a arañar las puertas de la Torre. Estaba pensando qué podría hacer para ahuyentarlos cuando oyó un grito proveniente de la parte baja, y recordó que no estaba solo en la Torre.
Se teletransportó hasta la cocina, donde Tina intentaba atrancar la puerta de salida al patio. Fuera, los lobos gruñían y arañaban la madera, tratando de entrar.
La cocinera se volvió hacia Morderek, aterrada.
—¿Qué es lo que está pasando aquí? ¿Por qué no hace nada la Señora de la Torre?
—Se ha ido, Tina. Todos se han ido. Estamos solos tú y yo.
Un mago y cuatro aprendices formando un círculo. Un mago y cuatro aprendices recitando, por turno, las palabras mágicas. Un mago y cuatro aprendices abriendo la puerta al Laberinto de las Sombras.
La furiosa tormenta de nieve seguía golpeando la campana protectora, pero Fenris y los chicos no parecían notarlo. Concentrados en su tarea, solo se preocupaban de dos cosas acumular toda la energía mágica que les fuera posible y pronunciar correctamente las palabras del conjuro.
Uno por uno fueron realizando las invocaciones a los elementos. Uno por uno fueron aportando su magia. Uno por uno fueron contribuyendo a que la puerta entre ambas dimensiones se abriese un poco más.
Finalmente, cuando el círculo estaba a punto de romperse, la puerta se abrió.
Los cinco abrieron los ojos, con precaución. Frente a ellos, en el centro del círculo, había un enorme agujero gris que giraba lentamente sobre sí mismo. Fenris se quedó mirándolo, con semblante inexpresivo. Soltó las manos de Jonás y avanzó un paso al frente.
Pero Kai se le adelantó. Entró en el círculo y se arrojó temerariamente al interior del agujero interdimensional. —¡Kai! —gritó Salamandra, y Fenris dio un respingo—. ¿Qué ha pasado?
—¡Kai ha entrado en el Laberinto!
Fenris se volvió hacia sus alumnos.
—En tal caso, ha llegado la hora de despedirnos. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.
Salamandra avanzó hasta situarse frente a él y mirarlo a los ojos. No fue capaz de decirle nada, pero Fenris leyó en su mirada cuáles eran sus sentimientos.
—No sufras, Salamandra —dijo—. Volveré. No creo que sea mi destino desaparecer entre las sombras como si jamás hubiese existido.
Salamandra sonrió débilmente.
—No, tampoco yo lo creo.
Se separó de él y le dio la espalda.
—¿Lista, Nawin? —preguntó.
La princesa elfa nunca llegó a contestar a esa pregunta. Súbitamente un viento huracanado salido de no se sabía dónde la empujó, junto con el resto de los aprendices, hacia la puerta del Laberinto de las Sombras. Rápidamente, el agujero se los tragó.
Fenris saltó hacia delante con un grito, pero llegó demasiado tarde. Se había quedado solo.
Se disponía a lanzarse tras los chicos cuando oyó una voz conocida:
—Has podido ocultarte de mí durante mucho tiempo, mago. Pero ni tu campana protectora puede evitar que yo encuentre la puerta al Laberinto de las Sombras, una vez que ha sido abierta.
La alta figura de Shi-Mae avanzó hacia él desde las sombras de la tormenta de nieve. Fenris la miró con un rictus de rabia dibujado en su rostro.
—¿Por qué lo has hecho? Solo son jóvenes aprendices.
—… Que iban a denunciarme al Consejo de Magos.
Fenris quiso matarla allí mismo, pero se contuvo a duras penas.
—Déjalos marchar. Tú solo me odias a mí, Shi-Mae.
Ella le dirigió una mirada pensativa.
—Ahora estás demasiado débil como para defenderte —dijo—. Te tengo en mi poder. Por fin puedo destruirte, como tendría que haber hecho cuando descubrí quién eras.
Ladeó la cabeza y siguió observándolo, pensativa.
—Llevo mucho tiempo esperando este momento. Esperando el momento de mi venganza. Ahora vendrás conmigo, mago, y me aseguraré de que sufres lo indecible antes de morir…
—¡No! —tronó de pronto una voz, y los dos elfos se volvieron rápidamente—. Un trato es un trato, Shi-Mae. Has desaprovechado tu oportunidad. Ahora Fenris me pertenece a mí.
Ninguno de los dos magos vio a la persona que se escondía tras aquella voz, pero sí se dieron cuenta de que procedía de la puerta al Laberinto de las Sombras. Antes de que ninguno de los dos pudiese reaccionar, el agujero dimensional se agrandó y comenzó a girar más rápido; un extraño efecto de succión tiró de Fenris hacia la puerta…
El elfo ahogó un grito y alargó el brazo, tratando de agarrarse a algo.
Y encontró el brazo de Shi-Mae.
Ella chilló y trató de desasirse, desesperada, pero ya era tarde.
En apenas unos segundos, Fenris había desaparecido por la puerta dimensional, arrastrando a Shi-Mae con él.