Fenris topó con una sombra, que se escondía en un rincón y alargó la mano hacia allí. Era un tembloroso Morderek.
—No sé nada…, te juro que no sé nada…
—Entonces, ¿qué haces aquí a estas horas?
—Yo… no sé… no podía dormir…
Fenris temblaba de ira.
—Mientes. Tú sabías que iban a marcharse.
—Y Shi-Mae también —se defendió el chico—. Yo mismo se lo dije.
Fenris lo soltó, sorprendido. Movido por un oscuro presentimiento, realizó el hechizo de teletransportación y desapareció de allí.
Aún temblando, Morderek se apoyó contra el muro de piedra.
—Ayudadme —indicó Conrado—. Tenemos que formar un círculo.
Jonás y Salamandra obedecieron. Los tres chicos se tomaron de las manos, mientras Kai observaba, expectante.
Conrado cerró los ojos y se concentró. Ninguno de sus compañeros se atrevía a respirar siquiera, para no distraerlo.
Lo vieron morderse el labio inferior, y sintieron que acumulaba energía.
Sentado en un rincón de la cueva, Kai también cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas que aquello saliera bien, evocando el rostro de Dana y sintiendo que su existencia no tendría sentido si llegaba a perderla para siempre.
Fenris entró sin ceremonias en el despacho de Shi-Mae.
—¡Se han ido! —exclamó—. ¿Tú sabías algo de esto?
—Cálmate —ella le indicó una silla, pero el mago no quiso sentarse.
—No puedo calmarme. Maldita sea, Shi-Mae, estás a cargo de la Torre. Tus alumnos se han marchado, y ya sabes lo peligroso que resulta salir de aquí por las noches desde que la maldición del Maestro cayó sobre nosotros.
—He mandado a un elemental a buscarlos, mago. No tardará en traerlos de vuelta.
—Estás mintiendo —Fenris plantó las manos sobre el escritorio de Shi-Mae y se inclinó hacia ella, ceñudo—. Tú sabías que iban a marcharse. No lo has impedido. ¿Por qué?
Shi-Mae se levantó.
—No me hables en ese tono, hechicero. ¿Olvidas quién es la Señora de la Torre?
—No —Fenris se separó de ella, irritado—. No he olvidado quién es la Señora de la Torre. Y durante todo este tiempo había supuesto que el Consejo tampoco lo había olvidado. Ahora veo cuan equivocado estaba.
Shi-Mae no respondió.
—No es la primera vez que los aprendices toman la iniciativa en la Torre —prosiguió Fenris—. La experiencia debería habernos enseñado a escucharlos. Incluso Nawin, tu protegida…
Se calló súbitamente, dándose cuenta de que algo no encajaba. Miró a Shi-Mae, que seguía sin hablar.
—Nawin, tu protegida —susurró el elfo—. La princesa de los elfos. Nawin, la última de su dinastía.
Palideció cuando comprendió qué era lo que estaba pasando.
—La has enviado a la muerte —musitó—. Porque tú perteneces a la familia noble más influyente de nuestro reino.
—Porque si ella muere y tú mueves un par de hilos… podrías ser la próxima reina de los elfos.
Shi-Mae no replicó a la acusación, pero Fenris leyó la verdad en sus ojos.
—Tú… —balbuceó el elfo.
Shi-Mae sonrió. Temblando de ira, Fenris se lanzó sobre ella; sin embargo, se detuvo a medio camino. Lo pensó mejor y, con un aullido de rabia, se teletransportó lejos de allí.
Shi-Mae se quedó sola en el despacho.
—Corre hasta ella, mago —murmuró, satisfecha—. Corre hasta ella y alcánzala. La luna llena brilla esta noche.
Nawin oyó el coro de lejanos aullidos y se sobresaltó. Su caballo se encabritó y se alzó de manos. La princesa hizo lo posible por controlarlo, pero no lo logró. Cayó al suelo.
Pudo levantar un poco la cabeza, justo para ver cómo su caballo se perdía en la oscuridad.
Se levantó, cojeando, y se dijo que, al fin y al cabo, un caballo no le servía de mucho de noche, en pleno bosque. Miró a su alrededor. Estaba perdida, pero eso no era ninguna novedad.
—Tengo que llegar a las montañas —se recordó a sí misma.
Tuvo que admitir que no sabría llegar sola. Un nuevo aullido resonó por el bosque, y Nawin supo que los lobos no tardarían en encontrarla. Sin embargo, eso no le preocupaba. Conocía varios hechizos que podían neutralizarlos. Shi-Mae le había enseñado bien, al fin y al cabo.
Tuvo una idea. Se arrodilló en el suelo, junto a un árbol, cerró los ojos y se concentró para comenzar a acumular energía.
Después, empezó a entonar el cántico mágico de llamada a los espíritus del bosque.
Conrado murmuraba las palabras del hechizo mágico. Un pequeño remolino de color azul comenzó a formarse en el centro del círculo.
Conrado calló, y fue el turno de Jonás. Pronunció la misma fórmula, pero con pequeñas variantes, y al remolino azul se unió uno de color violeta. Ambos se fusionaron en uno más grande que comenzó a girar a mayor velocidad.
Salamandra tragó saliva, pero se esforzó en evitar que su voz temblara cuando pronunció la tercera variante del hechizo. Sintió que una gran cantidad de energía salía de su cuerpo para unirse al resultado del conjuro de sus compañeros. Se notó muy débil de pronto y comprobó que las piernas le temblaban, pero se mantuvo firme.
Otro remolino, de color rojo, se unió a los otros dos. Giraban los tres a una velocidad considerable, y formaban ya un tornado tricolor de la altura de Jonás.
Salamandra respiraba entrecortadamente, exhausta. Notó que Jonás le oprimía la mano para infundirle ánimos, y eso la ayudó un poco.
Ambos miraron a Conrado, que sudaba copiosamente y temblaba casi con violencia. El muchacho trató de sobreponerse y comenzó a pronunciar la última parte de la fórmula.
Jonás y Salamandra hicieron que fluyera hacia él parte de la poca magia que les quedaba.
El rostro del hada era etéreo y juvenil, pero mostraba una pequeña mueca de preocupación.
—Pequeña mortal, no deberías salir de noche. El Valle de los Lobos está maldito.
Nawin oía los aullidos de los lobos cada vez más cerca.
—Busco a unos chicos humanos —dijo—. Por favor, necesito que me ayudes.
—Jóvenes aprendices de la Torre —asintió el hada—. No han pasado por el bosque.
Nawin abrió la boca, sorprendida; pero el hada seguía hablando:
—Han volado directamente a las montañas.
—Por favor, llévame hasta ellos.
El hada no respondió, pero echó a volar ante ella, dejando tras de sí una leve estela de luz dorada.
Nawin la siguió.
El lobo alzó la cabeza y olfateó en el aire. No había rastro de los aprendices, pero sí olía a la joven elfa. Podría encontrar fácilmente el lugar donde ella se había materializado.
Con un aullido de triunfo, el animal echó a correr entre los árboles, en busca de la muchacha que había osado adentrarse en el bosque.
—Resiste, Conrado —murmuraba Kai para sí mismo—. Por favor, resiste. La existencia de Dana depende de ello.
Conrado seguía pronunciando el hechizo. Cada palabra salía de sus labios tras un enorme esfuerzo. Cada frase del conjuro extraía de su ser una enorme cantidad de energía vital.
—Aguanta, Conrado —repitió Kai.
De nuevo pensó en Dana, deseando con todo su ser que no fuera demasiado tarde para ella.
Shi-Mae volvió a retirar el paño de terciopelo para abrir la puerta al mundo de los muertos.
No tuvo que esperar mucho. Enseguida, la voz de aquel que se comunicaba con ella desde allí llenó su mente:
—¿Y bien?
—Todo sale según lo previsto. Los aprendices abrirán la puerta, y no tendré más que empujarlos al otro lado.
—¿También a Fenris?
—No. Para él reservo otra sorpresa.
La voz calló, intrigada. Shi-Mae sonrió.
El hada se volvió rápidamente.
—¡Ya están aquí, joven mortal! —avisó—. ¡Huye! ¡Vuelve a la Torre antes de que sea demasiado tarde!
Nawin pensó que el hada la subestimaba. Conocía muchos hechizos de ataque y defensa, y, al fin y al cabo, los lobos eran solo lobos. Se dio la vuelta. Su mirada nocturna apreció perfectamente varios pares de ojos observándola desde la oscuridad.
Juntó las manos y preparó un hechizo que petrificaría a cualquier lobo que se cruzase en su camino. El hada la observaba, preocupada.
Las últimas palabras del conjuro no llegaron a salir de los labios de Conrado. El muchacho, con un suspiro, cayó desvanecido; a pesar de que Jonás y Salamandra trataron de que el círculo no se rompiera, las manos de Conrado se soltaron de las de sus compañeros.
Inmediatamente, los tres remolinos mágicos desaparecieron.
—¡No! —exclamó Kai—. ¿Qué es lo que ha pasado?
Salamandra corrió a socorrer a Conrado, pero miró a Jonás.
—Kai quiere una explicación.
—Este conjuro necesita que se invoque a las fuerzas de los cuatro elementos de este mundo —dijo Jonás, no muy seguro de a quién dirigirse—. Conrado ha invocado al aire, yo he invocado al agua y Salamandra ha invocado al fuego. Como faltaba una cuarta persona, Conrado ha decidido asumir él mismo la invocación a la tierra. Pero, al fin y al cabo, solo es un estudiante de cuarto grado. Su magia no es tan poderosa como para resistir dos invocaciones seguidas.
—Genial —murmuró Kai—. Y ahora, ¿qué hacemos?
El primer lobo se lanzó sobre la princesa. Ella gritó las palabras del hechizo de petrificación, e inmediatamente el animal cayó al suelo, convertido en un bloque de granito. Nawin sonrió. Se volvió para neutralizar a otro lobo, y el resultado fue también satisfactorio.
Pero apreció de pronto un movimiento a su derecha, y descubrió, con horror, que el lobo petrificado volvía a la vida. Nawin se apresuró a volver a preparar el hechizo y se preguntó en qué podía haber fallado.
Se giró hacia el hada… pero la criatura había desaparecido.
Nawin miró a su alrededor y se vio rodeada de lobos, lobos que 'la miraban con ojos brillantes, lobos que gruñían y enseñaban los dientes.
Conrado volvió en sí y miró a sus amigos, confuso.
—Lo… lo siento —murmuró—. Eh, ¿qué es eso?
Los demás se giraron hacia el lugar donde miraba Conrado, la entrada de la cueva.
Allí había una pequeña criatura alada, de ojos grandes y límpidos y figura de mujer.
—Sois vosotros —dijo el hada—. Los tres mortales y el muchacho inmaterial. Una amiga vuestra está en peligro.
Kai se levantó de un salto.
—¡Dana! —exclamó—. ¿Tú puedes llevarnos hasta ella?
—No han abierto la puerta —dijo Shi-Mae, observando atentamente a través del Óculo.
—Van al encuentro de Nawin.
—Parece que hay un pequeño fallo en tu plan.
—No importa. Los lobos los devorarán a todos. El resultado será el mismo.
Nawin gritó, y cayó al suelo de rodillas, agotada. El círculo de lobos se estrechaba, y la princesa elfa acababa de comprender, demasiado tarde, las advertencias del hada.
A aquellos lobos no les afectaba la magia.
No tenía fuerzas para preparar un nuevo hechizo defensivo, pero quizá pudiera teletransportarse a un lugar seguro.
¿Dónde? Nawin pensó inmediatamente en el Reino de los Elfos, pero luego se dio cuenta de que estaba demasiado cansada; su tierra quedaba demasiado lejos, al otro lado del mar; no podría alcanzarla, y menos con las pocas fuerzas que le restaban.
Después pensó en la Torre; pero inmediatamente recordó a Shi-Mae, y a sus compañeros, que estaban a punto de caer en la trampa preparada por la persona en quien ella había confiado.
Se preguntó por qué la habría abandonado el hada.
De pronto, cuando ya pensaba que estaba todo perdido, algo o alguien tiró de ella hacia arriba y la alzó en el aire.
Los lobos aullaron de rabia cuando vieron que su presa se alejaba volando.
Morderek los oyó desde su habitación, en la Torre, y tembló. Llevaba un rato escuchando lo que decían los lobos. Sabía que estaban furiosos porque había una maldición que debía cumplirse, y, aunque la maldición solo recaía sobre Dana y Fenris, nadie en el valle se libraría hasta que una de las dos partes resultara vencedora en el conflicto.
Durante un buen rato, Morderek había imaginado que Shi-Mae acudiría a castigarlo por haber hablado con Fenris. Sin embargo, la Archimaga no se presentó, y el muchacho adivinó que tenía otras cosas más importantes que hacer.
Los lobos aullaron otra vez, y Morderek se sintió contento de estar seguro en la Torre, en lugar de haber salido aquella noche.
Sin embargo, había algo que le preocupaba.
Había unos aullidos que no lograba descifrar. ¿Qué tipo de animal hablaba de esa forma?
El lobo llegó al claro donde momentos antes Nawin había estado a punto de ser devorada por sus compañeros. Olfateó el suelo. Sí, la muchacha había pasado por allí. Se había dejado en aquel lugar grandes cantidades de magia. Pero su rastro se perdía de pronto. ¿Hacia dónde podía haberse marchado?
El lobo miró a su alrededor, confuso. La chica elfa no había sido atacada por los otros lobos, porque, de lo contrario, habría por allí restos de sangre.
El animal alzó la cabeza hacia la luna y aulló.
Estuviera donde estuviese, la encontraría.
Nawin levantó la cabeza, sorprendida, y vio algo asombroso: era Salamandra quien la sostenía en el aire; a la muchacha le habían crecido unas enormes alas de pluma blanca en la espalda, y volaba sobre las copas de los árboles llevando a la elfa consigo… hacia las montañas.
—No me des las gracias —se apresuró a gruñir Salamandra—. El hada nos avisó de que estabas en peligro, y Jonás y Conrado hicieron el hechizo; me tocó a mí porque soy la más ligera.
—¿Adonde vamos? —pudo decir Nawin.
Salamandra no contestó. Al cabo de un rato Nawin vio que descendían de nuevo a una velocidad vertiginosa, y cerró los ojos…
Antes de que se diera cuenta, estaban de nuevo en el suelo. Cuando volvió a mirar, Salamandra estaba junto a ella, y ya no tenía alas. Sonreía ampliamente.
—Bonito aterrizaje, ¿verdad?
Nawin miró a su alrededor. Estaban al pie de las montañas, en un desfiladero cubierto de nieve, frente a una cueva de la que salía el cálido resplandor de una hoguera. De entre las sombras surgieron también Conrado y Jonás.
—Supongo que vienes de parte de Shi-Mae —dijo Salamandra—. Bien, no pensamos volver a la Torre, por el momento. Además, casualmente necesitábamos a una cuarta persona para un conjuro… y creo que la hemos encontrado.
—¡No! —exclamó Nawin—. No debéis ejecutar ese conjuro. Shi-Mae quiere enviaros a todos al Laberinto de las Sombras.
—¡Qué embustera! —soltó Salamandra—. ¿Por qué haría eso? ¿Y por qué ibas a decírnoslo tú, eh?
—Porque yo no soy como ella —Nawin se acercó a Jonás y a Conrado, suplicante.
—Tenéis que creerme. La oí hablar con ese espejo que tiene. Quiere hacerse con el control de la Torre. Dijo que Dana estaba en el Laberinto de las Sombras y que no pensaba hacer nada por ayudarla.
Salamandra iba a decir algo, pero se calló al ver la expresión de Kai.
—Es él —murmuró el muchacho—. El espectro del Maestro está detrás de todo esto.
—Espera, Nawin —dijo Jonás—. ¿Quieres decir que…?
Nunca llegó a terminar aquella frase. Dos enormes lobos grises se lanzaron sobre él, y el muchacho gritó…
—¡Sí! —dijo Shi-Mae.
Sus largos y finos dedos aferraron con fuerza la suave superficie del Óculo. A sus espaldas, proveniente del espejo mágico, se oyó una risa apagada.
¡No! —chilló Salamandra. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, alargó las manos hacia los lobos. Ante su sorpresa, de sus dedos brotaron chorros de fuego que lanzaron a los lobos lejos de Jonás. Los animales, aullando, fueron a refugiarse en la maleza, envueltos en llamas.
—¡Eso es un hechizo de cuarto grado! —dijeron a la vez Nawin y Conrado.
Salamandra temblaba, sin entender muy bien lo que acababa de pasar. Jonás se levantó, vacilante.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Kai.
Aunque solo Salamandra podía oírlo, los otros se dieron cuenta enseguida de que tenían que irse a cualquier otra parte.
Se miraron unos a otros. La cueva ya no era segura, y, ya que no podían volver atrás, solo les quedaba seguir adelante, a través de las montañas, lejos del Valle de los Lobos.
Shi-Mae apartó las manos del Óculo, pensativa.
—Mala suerte, —comentó la voz del espejo.
—Aún no he dicho la última palabra. Las montañas no son fáciles de cruzar, y, además, los lobos no tardarán en alcanzarlos.
—Tampoco tardarán en alcanzar la Torre.
Shi-Mae se volvió rápidamente hacia él.
—No me digas que no sabías que, sin Fenris en la Torre, los lobos pueden acercarse a ti todo lo que quieran, —se rió la voz—. No me digas que no sabías que su presencia aquí es una garantía para los habitantes de la Torre cuando los lobos claman venganza.
Shi-Mae dio la espalda al espejo; no quería admitir que aquello se le había pasado por alto.
Salamandra miró a Kai, y lo vio por primera vez desanimado y sin fuerzas para seguir.
—No te preocupes —le dijo—. La encontraremos.
Kai negó con la cabeza.
—No a este paso. Me había equivocado: no estabais preparados.
Salamandra se sintió herida por el comentario del chico, pero no tenía ganas ni fuerzas para discutir. En cambio Jonás seguía adelante, infatigable. Caminaba a través del desfiladero, y Conrado y Nawin lo seguían; la muchacha avanzaba con dificultad, envuelta en su capa de piel blanca, aterrada, pero sin proferir una sola queja. Salamandra no pudo dejar de admirar su coraje.
—Llegaremos —dijo, alzando la cabeza con decisión—. Llegaremos a tiempo, y rescataremos a Dana, o no volveremos para contarlo. Pero no nos vamos a echar atrás. De pronto, vio que Jonás retrocedía unos pasos. —¿Qué pasa?
Miró a su alrededor, intentando ver algo más allá en la oscuridad, bajo la luz de la luna llena. Como contestando a su pregunta, un coro de aullidos se elevó entre las rocas de las montañas nevadas. Entonces Salamandra descubrió que estaban rodeados por bultos que se acercaban cada vez más a ellos. Se volvió hacia Kai, y vio que el muchacho parecía completamente desalentado.
—Nos han alcanzado —murmuró él—. Estamos perdidos. Sacudió la cabeza, y miró a sus compañeros. —Es el final del viaje —dijo—. Usad el hechizo de teletransportación y volved a la Torre, antes de que sea demasiado tarde.
Salamandra repitió para sus compañeros el mensaje de Kai y se volvió hacia él para preguntarle —¿Estás seguro? —No, no lo estoy —confesó el muchacho—. Pero conozco el valor de la vida, y no os llevaría voluntariamente a la muerte.
—Pero no podemos marcharnos ahora —objetó Salamandra—. No tendremos otra oportunidad para…
—¡Ya lo sé! —casi gritó Kai, transido de dolor—. ¡Sé que si nos vamos ahora perderé a Dana para siempre, pero también sé que, si nos quedamos, os matarán a todos! ¡Maldita sea, no me lo pongas más difícil!
El círculo de lobos se iba estrechando en torno a ellos. Todos podían oír perfectamente sus gruñidos en la oscuridad.
—Salamandra —dijo Jonás, cogiéndola del brazo—. Hemos de marcharnos.
Pero ella se desasió, furiosa.
—¡No seas cobarde! —le reprochó—. ¡Hemos llegado hasta aquí y no…!
Él la agarró de nuevo con más fuerza y la obligó a mirarlo a los ojos.
—Salamandra, sabes que daría mi vida por ti. Me quedaré luchando, acompañaré a Kai a buscar a Dana, pero, por lo que más quieras, vuelve a la Torre o te llevaré yo mismo a la fuerza.
Ella no fue capaz de pronunciar una palabra.
Uno de los lobos saltó hacia ellos. Jonás se volvió con rapidez y lanzó un hechizo de congelación. El lobo cayó a sus pies, hecho un témpano de hielo.
Tanto Nawin como Conrado habían cerrado filas y preparaban sendos hechizos de ataque. Jonás se volvió de nuevo hacia Salamandra e inició sobre ella el pase mágico del hechizo de teletransportación.
—¡No! —se rebeló la muchacha, parándole el brazo con la mano.
Forcejearon. Salamandra logró escapar, rodó sobre la nieve, se levantó y echó a correr.
—¡Vuelve, Salamandra, no seas niña! Salamandra se detuvo de golpe cuando vio que los lobos la rodeaban.
—¡Salamandra! —chilló Jonás, fuera de sí—. ¡No! Los lobos se lanzaron sobre ella. Salamandra chilló y cerró los ojos. De pronto se oyó un siseo, y varios aullidos agónicos, y el crepitar de unas llamas, y un fuerte olor a chamusquina invadió el ambiente.
La chica abrió los ojos, y lo que vio la dejó atónita. A su alrededor había un círculo de fuego, y siete lobos se estaban carbonizando entre las llamas. La muchacha se dejó caer de rodillas sobre la nieve, aterrada.
—Increíble criatura —murmuró Kai, sorprendido. Jonás usó un hechizo de levitación para saltar por encima del círculo de fuego y correr a su encuentro. La abrazó con fuerza. Salamandra apoyó la cabeza en su pecho y se echó a llorar.
—¡Jonás! ¡Salamandra! —gritó Kai—. ¡Vamonos antes de que vengan más!
Jonás apartó la enmarañada melena pelirroja de Salamandra para echar un vistazo a los lobos, que aún ardían entre las llamas. Uno de los animales, medio carbonizado, movió la cabeza para mirarlo y le enseñó los dientes con un gruñido.
—Maldita sea —murmuró—. Shi-Mae tenía razón; son inmortales.
Miró a su alrededor. Los lobos se habían reagrupado y los habían rodeado de nuevo; sin embargo, se mantenían a una distancia prudencial, limitándose a gruñirles.
Jonás volvió con sus compañeros.
—Hemos de volver a la Torre —dijo Conrado, temblando.
—¡No! —gritó Nawin—. Shi-Mae os matará. Tenéis que creerme.
De pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, todos los lobos saltaron sobre ellos a la vez. Todo fue muy confuso. Kai lanzó la voz de alarma, Nawin gritó, Jonás soltó a Salamandra y preparó un hechizo defensivo. Durante un segundo tuvieron el convencimiento de que iban a morir.
Pero una enorme bestia peluda se lanzó sobre los lobos, gruñendo y aullando, y, con una furia inusitada, abrió vientres y desgarró gargantas. Los lobos recularon un poco y se arrojaron sobre él, con aullidos de rabia.
Los chicos retrocedieron.
—¿Qué está pasando? —murmuró Salamandra, un poco mareada.
Miró a Jonás y a Kai; el rostro de este último mostraba una expresión extraña.
El enorme lobo que había acudido al rescate de los aprendices tenía problemas. Era más grande que los demás, pero tenía a doce encima y, aunque se defendía valientemente, parecía estar condenado.
—No —dijo Kai—. No.
Se volvió hacia Salamandra.
—Haz algo, ¿quieres?
—¿Por qué? —replicó ella, aún temblando—. Mejor vamonos de aquí.
—No, maldita sea, ¡hay que salvarlo!
La chica iba a replicar cuando un tercer elemento entró en la batalla: era algo que se movía, pero que resultaba difícil de distinguir entre la nieve.
—¡Es un lobo blanco! —exclamó Nawin—. ¡Mirad, un lobo blanco!
Los chicos comprobaron enseguida que la elfa tenía razón: un gran lobo de pelaje blanco como la nieve acababa de acudir en ayuda del que estaba en minoría, y los otros lobos aullaron de rabia.
La lucha tomó un cariz diferente. El enorme lobo blanco peleaba con furia, y pronto el otro animal pudo ayudarle. Era una escena terrible, pero tenía algo de salvaje y de fascinante que hacía que los aprendices no pudiesen apartar la mirada de ella. Parecía que los dos lobos se entendían a la perfección, parecía que eran diferentes de los demás, parecía que mientras lucharan juntos nada podría vencerlos.
Así, en poco tiempo, entre los dos lograron dispersar a la jauría.
El lobo grande se volvió hacia su compañero. Ambos cruzaron una mirada de entendimiento; pero, de pronto, el lobo blanco dio media vuelta y echó a correr, de nuevo, hacia las montañas. El otro lobo lo llamó con un aullido y corrió tras él unos metros; pero debía de tener una pata herida, porque le falló y tuvo que detenerse. Se quedó mirando con impotencia cómo el lobo blanco se perdía en la lejanía.
Entonces se volvió hacia los chicos y se aproximó a ellos. Todos retrocedieron, incluido Kai, que lo observaba con cierta desconfianza.
El animal entró dentro del círculo de luz proyectado por la lámpara que sostenía Nawin. Los chicos pudieron ver que, efectivamente, estaba herido: regueros de sangre manchaban su pelaje de color castaño cobrizo.
Jonás inició de nuevo el hechizo de teletransportación.
—Espera —dijo Kai—. No podemos abandonarlo.
—¿Por qué? —preguntó Salamandra.
Pero parecía que Kai no las tenía todas consigo. Aun así, Salamandra detuvo una vez más el brazo de Jonás, antes de que terminase de trazar el signo mágico.
El lobo se acercó a ellos. Los aprendices retrocedieron un poco más, sin saber cómo debían actuar. El animal clavó en ellos una mirada pensativa, demasiado inteligente como para pertenecer a un ser irracional.
—Nos has alcanzado —dijo entonces Kai—. ¿Qué vas a hacer ahora?
El lobo gruñó, y, sorprendidos, los aprendices entendieron perfectamente que decía.
—Debería despedazarte. Y, créeme, lo haría, si tuvieses un cuerpo que pudiera despedazar.
Kai sonrió, aunque algo intranquilo.
—¿Puedes verme y escucharme? —preguntó.
—Bajo esta forma, sí —respondió el lobo—. Tiene sus ventajas.
De pronto, Nawin chilló. —¡Eres tú! ¡Nos has seguido!
Salamandra miró de nuevo al lobo con mayor atención.
El animal se estaba lamiendo una herida de la pata, pero alzó la cabeza y clavó en ella unos ojos ambarinos que la muchacha conocía demasiado bien.
—No… —susurró.
El lobo sonrió. Avanzó un poco y alzó las patas delanteras; entonces un extraño cambio comenzó a operarse en él, sus miembros se alargaron, su hocico se acortó, sus colmillos menguaron y su pelaje fue retrocediendo hasta descubrir una piel fina y broncínea.
Alzó la cabeza y se incorporó, poco a poco.
—Tú… no… —repitió Salamandra.
El echó la cabeza hacía atrás y aulló, y Salamandra sintió que se le ponían los pelos de punta. Lo vio incorporarse, estirando sus miembros y desplegando su túnica de color rojo. Lo vio sacudir hacia atrás su fino cabello de color de cobre, y abrir de nuevo sus ojos almendrados para mirarlos, con una serena sonrisa.
—¡Tenían razón! —exclamó Nawin—. ¡Tú… eres un monstruo, un error de la naturaleza! —retrocedió un poco mientras lo miraba, aterrorizada—. ¡No deberías haber nacido!
El sonrió de nuevo. Cuando habló, su voz melodiosa sonó un poco más grave de lo habitual.
—Yo también me alegro de verte, Nawin.