Era noche cerrada. En su habitación, en la cúspide de la Torre, Dana dormitaba en un sueño intranquilo, respirando entrecortadamente.
Fuera, los lobos aullaban desde las montañas.
—Dana.
La Señora de la Torre abrió los ojos casi enseguida. Se volvió hacia la ventana. Allí, recortada contra la luna creciente, estaba la silueta de Kai, sentado sobre el alféizar. Dana se relajó un tanto, pero apreció que su postura tensa no era natural en él.
—¿Qué es lo que pasa, Kai?
Él le tendió la mano.
—Dame la mano, Dana.
Ella se irguió y susurró una palabra mágica. El candil mágico que reposaba sobre la mesa se iluminó inmediatamente, bañando la habitación en una suave luz vacilante.
Dana observó el rostro de Kai. El muchacho se había incorporado y se alejaba del alféizar, desde donde solía velar el sueño de su amiga, para acercarse a ella.
—Dame la mano —repitió.
Dana se apartó de la cara la larga melena negra y alargó la mano hacia él, vacilante. Sabía que no podría tocarlo, pero también sabía que podía sentir su contacto, un tipo de contacto que no era real, pero que podía consolarla inmensamente.
Kai sonrió. Sus dedos rozaron los de ella, y Dana lanzó una exclamación de sorpresa. Los había sentido cálidos, consistentes, vivos.
La Señora de la Torre aferró la mano del muchacho, que se cerró en torno a la suya.
—Puedo… tocarte —dijo ella, maravillada.
Kai sonrió otra vez. Dana lo miró a los ojos, aquellos ojos verdes cuya mirada tenía clavada en lo más profundo del corazón.
Pero vio algo en ellos…
El chico seguía sonriendo con ternura. Sin embargo, la Señora de la Torre pudo ver, a la débil luz del candil, que sus ojos le estaban mintiendo.
—Tú no eres Kai —dijo—. ¿Quién…?
Trató de desasirse, pero no lo consiguió. El muchacho lanzó una siniestra carcajada. Sus ojos eran ahora de un pétreo color gris.
—Al fin eres mía —dijo, con una perversa sonrisa.
Kai se irguió inmediatamente en su puesto sobre el alféizar de la ventana en cuanto oyó chillar a la Señora de la Torre.
La hechicera se debatía en sueños y acababa de gritar su nombre.
—¿Dana? —llamó Kai, preocupado.
En la penumbra pudo ver algo aterrador: la mano derecha de Dana había desaparecido, y su brazo se desvanecía lentamente en el aire.
—¡Dana!
Kai se lanzó hacia ella, tratando de evitar que desapareciera por completo. Sus dedos lograron alcanzar la mano de la joven maga, pero, cuando intentaron aferrarla, pasaron a través de ella, como si Kai no fuese más que un ser creado de niebla incorpórea.
Dana gritó de nuevo en sueños, poco antes de desvanecerse ante la mirada desesperada e impotente de Kai. El chico trató de abrazarla, de retenerla a su lado, pero, una vez más, no logró ni siquiera rozarla.
Sus manos quedaron tendidas hacia el lecho donde momentos antes había estado Dana, en un último intento de hacer algo por ella.
—Dana… —sollozó.
Ya nadie podía escucharlo.
Salamandra apenas pudo dormir aquella noche. Eran demasiadas las cosas que la preocupaban: los comentarios de Shi-Mae, Dana hablando con nadie, las acusaciones de Nawin…
Quizá era esto lo que más le quitaba el sueño. No quería creer a la joven elfa, pero, le gustara o no, lo cierto era que, al igual que Dana, el elfo a veces se comportaba de una manera extraña. Era ese aire de misterio lo que fascinaba a la muchacha, un brillo peligroso en sus ojos almendrados, una sensación de terrible secreto sobre su persona y su pasado.
Su pasado… ¿quién o qué había sido Fenris en su tierra natal? ¿Eran ciertas las palabras de Nawin? Si Fenris había sido desterrado…, ¿por qué? ¿Qué crimen había cometido?
¿Y de qué conocía a Shi-Mae? ¿Por qué él, de ordinario tan imperturbable, se había alterado tanto al verla?
Salamandra pasó la noche inquieta, debatiéndose entre la duda y los celos. El aullido de los lobos desde las montañas no contribuía a tranquilizarla, pese a que, después de un año en la Torre, ya se había acostumbrado a oírlos todas las noches. «Pero juraría qué hoy aúllan más alto», se dijo la chica, en medio de su insomnio, metiendo la cabeza bajo la almohada.
Solo cuando el sol salía tras las montañas logró dormitar un poco. Pero, apenas un rato después, la despertaron unos enérgicos golpes en la puerta.
—¿Sí? —bostezó, frotándose los ojos, cercados por profundas ojeras.
—¡Reunión urgente! —Era la voz de Morderek—. ¿Qué pasa? —pudo articular Salamandra, intentando despertarse del todo.
Pero no hubo respuesta.
Salamandra luchó contra el impulso de volver a arrellanarse bajo la manta y seguir durmiendo. Con un suspiro, se levantó, se vistió y salió de su cuarto.
Se encontró en el patio con Jonás, que también había acudido a la pila para lavarse la cara.
—Tienes mal aspecto —dijo él—. ¿No has dormido bien? Salamandra suspiró de nuevo, mientras metía la cabeza bajo el caño y reprimía una exclamación al contacto con el agua helada. Cuando se incorporó de nuevo, sus rizos pelirrojos chorreaban. Tiritaba, pero se sentía bastante más despierta que antes.
—He pasado toda la noche en vela —dijo, mientras ambos subían las escaleras—. No sé, me preocupa todo este asunto. ¿Quién ha convocado la reunión, Dana o Fenris? Jonás le dirigió una mirada seria. —Ninguno de los dos —respondió—. Ha sido Shi-Mae. —¿Qué? ¡No puede! Ella no es Maestra de esta escuela. Jonás se encogió de hombros.
—Lo sé. Podríamos negarnos a asistir, y no pasaría nada. Pero yo estoy preocupado. ¿No oíste a los lobos anoche? —Salamandra se estremeció.
—Sí. ¿Qué significaba? —No lo sé. Pero nada bueno, créeme. Salamandra se detuvo un momento, antes de entrar en el salón de reuniones, para hacerse una trenza con el pelo mojado. Conrado pasó a su lado, muy atribulado, estudiando un libro bastante grueso sobre el lenguaje de los animales. Salamandra lo miró mientras entraba en la estancia, y suspiró por tercera vez.
—¡Condenados lobos! —murmuró.
Sintió de pronto una presencia tras ella, y se volvió. Ahí estaba Fenris, contemplándola con una seria expresión pensativa.
—Vamos, entra —dijo él.
—¿Qué es lo que pasa?
Pero el elfo no respondió. Dio media vuelta y se alejó.
Salamandra se reunió con sus compañeros en el interior de la sala. Shi-Mae no había llegado todavía, pero Nawinya estaba allí, sentada lejos de los demás. Salamandra la ignoró, y fue a hablar con Conrado, Morderek y Jonás.
—Anunciaban una desgracia —estaba diciendo Morderek—. Los lobos del valle están anímicamente unidos a los habitantes de la Torre, sobre todo a los Maestros. No había más que escucharlos: nos decían que nos andemos con ojo. —Yo diría que decían algo más que eso —intervino una voz melodiosa, seria y serena.
Los aprendices se sobresaltaron. Junto a ellos acababa de materializarse Shi-Mae, imponente con su refulgente túnica dorada.
—Yo… —se atrevió a decir Morderek—. En mi opinión, los lobos…
Shi-Mae le dirigió una terrible mirada, y Morderek enmudeció. Hubo un incómodo silencio; solo Nawin parecía sentirse a sus anchas.
Salamandra aún estaba algo dormida, pero captaba perfectamente que sucedía algo grave. Volvió la cabeza; no vio a Fenris en la sala, pero no se atrevió a preguntar por él. En su lugar, dijo:
—¿Dónde está Dana… quiero decir, la Maestra? —rectificó ante la mirada severa de Shi-Mae.
—Esperaba que me lo pudieseis decir vosotros —replicó la hechicera elfa.
Reinó el desconcierto entre los alumnos, que se miraron unos a otros. Fue Conrado el que se atrevió a preguntar:
—¿Se… Se ha ido?
—Eso parece —Shi-Mae estudió los rostros de los chicos; Salamandra enrojeció intensamente—. Tú, muchacha, ¿qué sabes?
Salamandra enrojeció aún más. No podía revelarle a Shi-Mae todo lo que había visto; pero, por otro lado, ella era una Archimaga, y Salamandra sólo una estudiante de primer grado, y debía contestar a sus preguntas.
—Yo… sé que ella estaba confusa —dijo con precaución—. Hablaba sobre una maldición y… —vaciló; no quería contarle todos los detalles de la escena que había presenciado el día anterior—. Dijo que no tenía miedo —recordó oportunamente—. Dijo que nunca abandonaría la Torre, que no nos dejaría. Que se enfrentaría a la maldición y sacaría la escuela adelante.
Los chicos asintieron, sonrientes y aliviados, pero Shi-Mae no varió un ápice la expresión de su rostro.
—¿Y qué más te dijo? —inquirió.
—¿Me… dijo? —repitió Salamandra, un poco perdida.
La mirada de Shi-Mae se endureció.
—Comprendo —dijo—. Espiabas otra vez.
Salamandra enrojeció de nuevo.
—Bueno, bueno —murmuró Shi-Mae, recorriendo la estancia con paso sereno y tranquilo—. Siento deciros que, a última hora, a vuestra Maestra le han fallado sus buenas intenciones: ha huido de la Torre, y quién sabe si volverá. —¡No! —exclamó Jonás, interviniendo tras un largo rato de silencio—. ¡Ella no ha huido, no se ha marchado! Seguro que volverá.
Shi-Mae se detuvo y lo miró con sus ojos de color zafiro. Pero Jonás sostuvo su mirada sin pestañear.
—Yo conozco a la Maestra, señora —dijo el chico—. Ella no se marcharía, no nos dejaría.
Shi-Mae no respondió. Conrado alzó la mano tímidamente.
—Perdón —dijo—. ¿Qué es eso de la maldición? La Archimaga sonrió levemente.
—Veo que son muchas las cosas que Dana no os ha contado. No quiero preocuparos inútilmente; el Valle de los Lobos está maldito, y la Señora de la Torre es la causante. Sobre ella recae directamente la maldición. Ahora que se ha marchado, vosotros no tenéis nada que temer.
—Quizá por eso se ha ido —dijo Conrado a media voz; probablemente solo estaba pensando en voz alta, y no pretendía que nadie le oyese; pero se le oyó, y, vacilante ante la penetrante mirada de Shi-Mae, explicó—, quiero decir, que tal vez se ha marchado para no ponernos en peligro. —Bueno —dijo la Archimaga—. Yo solo sé que nadie en sus cabales reabriría una escuela situada en un lugar maldito; ella lo sabía y lo hizo, y, ahora que ha llegado la hora, se ha marchado, sin más. ¿O es que acaso le ha dicho a alguien adonde iba?
Salamandra abrió la boca para contestar, pero no dijo nada.
—¿Qué va a pasar ahora con nosotros? —preguntó Morderek.
—De momento, mientras el Consejo de Magos estudia el caso, yo seré vuestra Maestra y Señora de la Torre en funciones.
—¡No! —se le escapó a Salamandra.
Las dos elfas la fulminaron con la mirada, y ella se apresuró a añadir:
—¿Y Fenris?
Pudo apreciar que en el delicado rostro de Shi-Mae aparecía una levísima mueca de desprecio.
—El Consejo de Magos no lo ha tenido en cuenta. Además —añadió, algo pensativa.
—Es posible que también él esté maldito.
Salamandra se mordió la lengua para no decir lo que pensaba y estropear las cosas.
—Me gustaría que entendieseis —concluyó Shi-Mae— que este cambio es por vuestro bien. Los aprendices no deben pagar por los errores pasados de los Maestros.
La Archimaga no dijo nada más. Se despidió de ellos y desapareció de la estancia.
Nawin se levantó y salió de la sala sin hacer comentarios. Salamandra la miró marcharse.
—Dime que todavía estoy durmiendo y esto es una pesadilla —murmuró, muy preocupada.
Jonás la miró con simpatía.
—Eh —dijo—. Ya verás como no es nada. Dana estará de vuelta para la hora de la cena, y Shi-Mae tendrá que marcharse.
Salamandra abandonó la habitación, cabizbaja y meditabunda. Volvió a su cuarto y se asomó a la ventana para contemplar el magnífico paisaje del Valle de los Lobos de buena mañana.
—Maestra —susurró—, ¿por qué te has ido? ¿Qué vamos a hacer ahora?
Sintió de pronto un extraño roce en la mano, como si un cálido soplo de brisa la hubiese tocado. Sobresaltada, miró a su alrededor. Pero no había nada. Su habitación estaba tranquila y en calma, y ella seguía estando sola.
Alguien llamó a su puerta, y la muchacha se sobresaltó.
—¡Salamandra! —dijo Jonás desde fuera—. Conrado y yo bajamos a desayunar, ¿vienes?
Salamandra ladeó la cabeza y miró suspicaz a todos los rincones del cuarto. Finalmente, se dio por vencida y respondió a la pregunta de su amigo abriendo la puerta y reuniéndose con él en el pasillo.
Fenris cerró los ojos y juntó las manos. Frente a él, en el suelo del estudio, había dibujado un círculo bordeado de signos arcanos. Cuatro incensarios que dejaban escapar volutas de humo azul rodeaban el círculo. El aire tenía un olor misterioso, exótico y algo picante, con toques de azufre. «El olor que les gusta a los demonios», pensó el mago.
Se esforzó por concentrarse. Alzó las manos y pronunció la fórmula de la invocación.
No tuvo que esperar mucho. Un aire frío y húmedo surgió del círculo y recorrió toda la habitación. Fenris siguió con los ojos cerrados, procurando no perder la concentración. Sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo ante él, y sabía que debía estar atento para evitar perder el control.
Cuando abrió los ojos vio ante él a una criatura femenina de innegable belleza. Era delgada como una sílfide, y sus cabellos negros enmarcaban un rostro ovalado en el que brillaban unos grandes ojos oscuros, completamente oscuros, sin iris, ni pupila. Sus orejas eran alargadas como las de los elfos, pero los dos pequeños cuernos que tenía en lo alto de su cabeza y su piel, de color azulado, denotaban que no era ni humana ni de raza élfica. Fenris sonrió para si mismo. Aquella criatura ni siquiera era mortal.
—¿Por qué me has llamado, mago? —preguntó ella, con una voz acariciadora y sugerente.
—Tengo algunas preguntas que hacerte, demonio. Ella hizo un gesto aburrido.
—Preguntas, preguntas… Los mortales no tenéis más que preguntas.
—Busco a una hechicera perdida. El demonio se rió.
—¡Una hechicera! —se burló—. ¿Crees que voy a perder mi tiempo buscando a una hechicera?
—No tienes otra opción —observó el elfo. La criatura tuvo que admitir que tenía razón. Estaba atrapada en el círculo mágico de Fenris, y no podría volver a su dimensión a no ser que el mago la dejase marchar.
—No es una hechicera corriente —prosiguió Fenris—. Se trata de una Archimaga que obtuvo el poder del unicornio. Es, además, una Kin-Shannay. El demonio palideció.
—¡Kin—Shannay! —repitió en un susurro—. Entonces no deberías preguntarme a mí. Sabes que un Kin—Shannay nunca está solo.
—Lo sé —asintió el elfo—. Por eso lo más seguro es que se haya llevado a su compañero consigo.
El demonio se removió dentro del círculo, inquieto. —Mis orbes y espejos mágicos no logran encontrarla —prosiguió el mago—. Búscala en tu dimensión, demonio. Búscala y te otorgaré la libertad.
El demonio gruñó, mostrando unos colmillos afilados. Fenris trazó un símbolo mágico sobre ella con el dedo, y la criatura desapareció con un aullido.
El mago se quedó un momento en tensión. El demonio volvió casi inmediatamente. Fenris se esforzó por parecer calmado cuando le preguntó: —¿Y bien?
—No está en mi mundo —dijo ella, encogiéndose de hombros.
—Entonces, ¿dónde puede estar?
—Hay infinitas dimensiones, mago. ¿Cómo voy a saberlo?
—¿A quién debería preguntarle, entonces? —Pues a ellos, por supuesto. Fenris reprimió un estremecimiento—. No puedo contactar con ellos, criatura del Inframundo. Lo sabes.
El demonio le dirigió una sonrisa llena de malicia.
—Hay una parte de ti que tal vez pueda, mago. Recuerda que en tu mundo las cosas invisibles no son tan invisibles para los hijos de la luna. Y ahora, ¿puedo marcharme?
Fenris dudó un momento, pero finalmente deshizo el hechizo, y el demonio desapareció con un aullido.
Cuando la puerta ínterdimensional se cerró y el demonio se hubo marchado, Fenris se dejó caer sobre una silla, temblando, y respiró hondo.
Estaba agotado, y todavía tenía la piel de gallina.
Morderek subía las escaleras lentamente, con el corazón palpitándole con fuerza. Se detuvo un momento antes de llegar a la cúspide de la Torre, y vaciló.
—Tengo que seguir —se recordó a sí mismo—. Si dejo pasar esta oportunidad, puede que nunca vuelva a presentarse.
Siguió subiendo, y se detuvo al final de la escalera. En aquel descansillo había cuatro puertas, el chico lo sabía muy bien.
Y la puerta que estaba siempre cerrada ahora se hallaba entreabierta.
Morderek dirigió la mirada hacia el despacho de Dana, que ahora ocupaba Shi-Mae, como Señora de la Torre en funciones. Vaciló de nuevo. Había acudido allí para hablar con Shi-Mae, pero el misterio de la cuarta puerta siempre había despertado su curiosidad.
Se acercó para asomarse, solo un momento.
Dentro no había nadie. Era una amplia habitación amueblada de forma parecida a las docenas de pequeños estudios que había en la Torre. Estanterías con libros de hechizos, una enorme mesa al fondo y una gran variedad de objetos y amuletos mágicos. La chimenea estaba fría y silenciosa.
Morderek estaba acostumbrado a toparse por casualidad con habitaciones que nadie había usado en años. Era algo habitual en la Torre, ya que se trataba de un edificio muy grande, y sobraba espacio para las pocas personas que vivían allí.
Sin embargo, aquella estancia que se ocultaba tras la cuarta puerta presentaba un estado mucho peor que el simple abandono. Parecía como si allí, mucho tiempo atrás, se hubiese librado una batalla campal. Los cristales de la ventana estaban rotos, había una estantería volcada y gran parte de los objetos y los libros estaban por los suelos, destrozados. Las paredes presentaban quemaduras que Morderek reconoció como impactos de rayos de fuego mágico que no habían dado en el blanco.
—¿Qué sabes de este lugar? —dijo a sus espaldas una voz melodiosa y musical.
Morderek se sobresaltó. Se volvió lentamente, pero la mirada de los ojos de Shi-Mae no era severa, sino simplemente interrogante y pensativa, como si estuviese tratando de decidir si valía la pena hablar con aquel chico.
—Yo… —balbuceó Morderek—. No sé nada. Esta habitación siempre está cerrada.
Shi-Mae asintió.
—Lo supongo. Perteneció al antecesor de Dana, un hechicero que se hacía llamar el Amo de la Torre.
—Y… ¿qué pasó? —se atrevió a preguntar Morderek.
Shi-Mae no respondió. Miró al chico de nuevo y, a un leve gesto de su mano, la cuarta puerta se cerró, sobresaltando al aprendiz.
—¿Querías alguna cosa, muchacho? —preguntó la Archimaga.
—Sí —dijo él cuando logró recuperar el habla—. Yo… conozco el lenguaje de los animales y tengo poder sobre ellos. Por eso estoy aquí, estudiando magia y hechicería.
—Lo sé —asintió Shi-Mae.
—Oí anoche a los lobos. Y escuché su mensaje. Sé lo que está pasando. Sé que Dana no va a volver.
La expresión de Shi-Mae no se alteró lo más mínimo.
—No he dicho nada a nadie —se apresuró a explicar Morderek—. No quiero meterme en asuntos que no me incumben.
—Entonces, ¿para qué has venido?
—Solo quiero aprender. Cuando vine aquí todo me parecía nuevo y excitante, pero, señora, ahora creo que la Torre se me ha quedado pequeña. Creo que mi Maestra es una gran hechicera, pero sé que llegará un momento en que ya no pueda seguir enseñándome.
Morderek tragó saliva antes de mirarla a los ojos y añadir:
—Y creo que ese momento ya ha llegado. Shi-Mae ladeó la cabeza, sin dejar de observarlo. Los ojos verdes de Morderek, habitualmente fríos y altivos, parecíanahora llenos de fervor. Lentamente, el muchacho se arrodilló ante la Archimaga elfa y bajó la cabeza en señal de respeto y humildad.
—Te suplico, señora, que me recibas como alumno y devoto servidor.
Shi-Mae tardó unos minutos en responder. Morderek respiraba entrecortadamente, sabedor de que aquello que acababa de hacer era una gran osadía, y de que la hechicera podía matarlo con un solo gesto de su mano.
—¿Sabes lo que puede pasarte si traicionas a tu Maestra?
—No voy a traicionarla —dijo el chico—. No soy estúpido. Simplemente quiero cambiar de Maestra… si tú me lo permites.
—Es ella quien debe autorizarlo, muchacho.
—Pero ella no está, y tú eres ahora la Señora de la Torre. Llévame contigo al Bosque Dorado y deja que aprenda magia de alguien como tú.
Shi-Mae sonrió.
—Eres un humano —dijo solamente.
—Soy un humano que admira y respeta a los elfos de sangre pura.
Shi-Mae seguía mirándolo.
—No puedes equipararte a la princesa Nawin.
—Nunca he pretendido hacerlo, señora.
Shi-Mae acercó su mano al rostro del muchacho, que se estremeció un breve momento. Sintió que la elfa colocaba la mano sobre su cabeza, y al instante notó una mareante sensación de vértigo.
Aún oyó las palabras de Shi-Mae antes de caer desvanecido:
—Tendrás que ganarte ese honor, muchacho. Estás en periodo de prueba. Te estaré observando…