Era un valle muy grande, pero había en él un enorme bosque, y un río lo recorría de parte a parte. Al pie de las altísimas montañas coronadas de niebla y nieve se desparramaban las casas de un pueblecito.
—Nada cambia, ¿eh, Jonás? —dijo Fenris, contemplando la belleza del valle.
—No —coincidió el muchacho—. Todo sigue igual de hermoso.
Anochecía. El aullido de un lobo rasgó el silencio, y Salamandra se sobresaltó. Miró a sus compañeros, pero Jonás no parecía preocupado, y Fenris mostraba una amplia sonrisa.
—Solo nos dan la bienvenida —aclaró, cuando todo un coro de aullidos se elevó sobre el valle.
—Ya, muy gracioso —replicó ella, creyendo que el elfo bromeaba—. ¿Dónde está la Torre?
—No llegaremos esta noche. Dormiremos en el pueblo y mañana reemprenderemos el camino.
Salamandra se resignó a esperar al día siguiente para satisfacer su curiosidad.
La última etapa del viaje a través del Valle de los Lobos transcurrió sin novedad. Era primavera, y la naturaleza exhibía sus mejores galas. Con todo, la chica notó que la temperatura allí era considerablemente más baja que en la ciudad.
A media tarde vieron la Torre a lo lejos.
Salamandra se quedó mirándola, sobrecogida. Era como una inmensa aguja clavada al pie de las montañas, junto al bosque. Su cúspide parecía rozar las nubes, y estaba rematada por una pequeña plataforma con almenas. Fenris dirigió su mirada hacia allí, y a la muchacha le pareció ver un brillo extraño en sus ojos.
En cuanto salieron de la sombra del bosque el caballo echó a trotar alegremente hacia la Torre. Jonás no tiró de las riendas para frenarlo, de modo que los tres ocupantes de la carreta no tuvieron más remedio que agarrarse bien.
Rodeaba la Torre una alta verja de hierro. El caballo se detuvo frente a la puerta y se puso a piafar con impaciencia.
—Ya va, ya va —dijo Jonás, y alzó la mano.
—Espera —dijo Fenris de pronto; había clavado sus ojos al otro lado de la verja, donde una pequeña comitiva de gente se había reunido en torno a algo—. Creo que hay problemas —concluyó, frunciendo el ceño.
Salamandra gruñó. Odiaba los problemas. Ya había tenido bastantes.
Jonás ladeó la cabeza y miró a Fenris. El elfo suspiró y pronunció una palabra que Salamandra no entendió. Enseguida, la puerta de la verja se abrió sola, con un chirrido.
Salamandra no se sorprendió. Llevaba dos semanas viajando con el mago y el aprendiz, y había sido testigo de prodigios similares. La simple idea de que algún día ella también podría hacer eso la hacía estremecerse de pies a cabeza.
—Lleva a Alide al establo —ordenó Fenris, mientras tendía la mano a Salamandra para ayudarla a bajar del carro. Ella, sin embargo, rechazó su ofrecimiento con una sonrisa y saltó ágilmente al suelo.
Jonás se llevó el caballo, no sin antes dirigirle al elfo una mirada de preocupación e incertidumbre.
Fenris avanzó por el patio bordeado de rosales hasta las personas que estaban reunidas ante la puerta de la Torre, y Salamandra lo siguió.
Había dos chicos jóvenes, vestidos con túnicas. Salamandra los reconoció fácilmente gracias a la descripción que Jonás había hecho de ellos: se trataba de Conrado y Morderek. Conrado era un chico larguirucho que no paraba de sonarse la nariz. Morderek era algo más bajo, de pelo castaño largo, recogido en la nuca, y también parecía consternado. Junto a ellos había tres individuos muy cortos de estatura, fornidos, que lucían largas barbas. «Enanos», pensó Salamandra. No había visto muchos a lo largo de su vida, pero alguna vez alguno de ellos se dejaba caer por la ciudad, para comerciar con los humanos.
Presidiendo aquella extraña reunión había una mujer joven, alta y esbelta, que vestía una sencilla túnica blanca. Su cabello, negro como el ala de un cuervo, contrastaba con sus ropas y con su semblante pálido. Su único adorno consistía en un amuleto de plata que llevaba colgado al cuello con una fina cadena. La joya tenía forma de una luna en cuarto creciente que sostenía entre sus cuernos una estrella de seis puntas.
Ella alzó la cabeza al verlos llegar, y Salamandra vio que tenía las mejillas húmedas.
—¡Fenris!
El elfo corrió a su encuentro, y los dos se fundieron en un abrazo. Salamandra sintió una punzada de celos, pero enseguida tuvo otras cosas en qué pensar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Fenris, aún con el brazo alrededor de los hombros de la Señora de la Torre.
Los ojos de ella se dirigieron hacia un bulto inmóvil, tendido sobre un improvisado lecho en medio del patio. Era una mujer anciana, de raza enana, pálida y serena, con el cabello gris enmarcándole un rostro surcado de profundas arrugas, que yacía frente a los otros tres enanos.
—Maritta —susurró Fenris.
—El corazón —informó la Señora de la Torre con un suspiro—. Ya sabes, a su edad no habría debido trabajar tanto, todos se lo decíamos pero ya la conoces, era testaruda y cabezota como una mula.
Se secó otra lágrima.
Salamandra se dio la vuelta al sentir que Jonás se reunía con ellos. Vio que el chico se detenía a hablar con sus compañeros, y observó su expresión de incredulidad, primero, y de dolor, después, cuando Conrado le dijo lo que había sucedido. Jonás ahogó un grito y corrió junto al cuerpo inerte de la anciana.
—¡Maritta! —exclamó.
Se quedó mirándola un momento, con los ojos llenos de lágrimas. Salamandra se reunió con él.
—Lo siento —dijo—. No la conocía, pero, por lo visto, todos la queríais mucho.
Jonás suspiró.
—Era la cocinera de la Torre —explicó, secándose las lágrimas—. Gruñía mucho, pero era un pedazo de pan. Siempre podíamos contar con ella, para lo que fuera.
El sonido de unas ruedas de madera llamó la atención de Salamandra. Un cuarto enano avanzaba tirando de las riendas de una mula que arrastraba una carreta tras de sí. Conrado y Morderek se apartaron para dejarle paso.
Uno de los enanos carraspeó y se adelantó.
—Señora de la Torre —dijo con voz profunda—, ha llegado la hora.
La hechicera asintió. Avanzó hasta colocarse junto al cuerpo de Maritta y miró a su alrededor.
—Vosotros, habitantes de la Torre —dijo a Fenris y a los chicos—, sabéis más de la vida y de la muerte que ningún mortal. Sabéis que en el fondo nada muere, y que Maritta seguirá con nosotros, de una manera o de otra. Hoy lloramos su pérdida porque la echaremos de menos. Pero todos sabemos que ella sigue existiendo en el Otro Lado.
Fenris asintió, pero Jonás, Conrado y Morderek no parecían muy convencidos. Salamandra se preguntó qué sabía la Señora de la Torre. «Más que ningún mortal», se dijo.
La maga se inclinó junto al cuerpo de su amiga muerta para depositar un beso sobre su frente arrugada y marchita. Susurró unas palabras en su oído, y Salamandra pudo oír algo que sonó como: «… dile que no lo olvido».
Pero la Señora de la Torre se enderezó con presteza y pronunció las palabras de un conjuro, y el cuerpo de Maritta se alzó lentamente del suelo para levitar en el aire.
Los cuatro enanos retrocedieron, intimidados. El cuerpo de Maritta descendió hasta posarse suavemente sobre la parte trasera de la carreta.
—¡Eh! —dijo Jonás—. ¿Adonde se la llevan?
—A casa, muchacho —respondió el conductor de la carreta, que parecía de más edad que los otros, con una cansada sonrisa—. De vuelta al hogar.
Sacudió las riendas y chasqueó la lengua, y la mula echó a andar. Jonás se apartó para dejar que el carro diese media vuelta.
La Señora de la Torre, el elfo y los cuatro jóvenes se quedaron un buen rato viendo cómo la carreta se alejaba lentamente, llevándose consigo los restos mortales de Maritta, flanqueada por la comitiva de enanos acompañaba en un silencio solemne y pesaroso.
También entre los habitantes de la torre hubo un largo, largo silencio. Salamandra se sintió embargada por la emoción y la tristeza, pese a no haber llegado a conocer a la fallecida.
Finalmente, la Señora de la Torre suspiró y se volvió hacia sus alumnos hacia sus alumnos.
—Tomaos el día libre si queréis La pérdida ha sido un duro golpe para todos nosotros.
Conrado y Morderek cruzaron una mirada. Se despidieron de su Maestra y del elfo con una inclinación, realizaron un gesto extraño con la mano… y desaparecieron sin más.
Salamandra parpadeó perpleja. Se volvió hacía Jonás para asegurarse de él seguía allí. Pero entonces oyó la voz de la Señora de la Torre dirigiéndose a ella.
—De modo que acabas de llegar.
Y Salamandra la miró. La mujer había clavado en ella unos profundos ojos azules serenos y pensativos, la chica creyó leer en ellos una honda tristeza.
—Fenris me ha dicho que ha visto en ti cualidades de maga —dijo ella—. Has llegado hasta aquí ¿Quieres quedarte en la Torre?
—No estoy segura —respondió Salamandra con sinceridad—. Todo esto es nuevo para mí.
La Señora de la Torre esbozó una calida sonrisa y Salamandra simpatizó enseguida con ella.
También lo fue para mí —confesó la hechicera—. Siento que hayas venido en un día tan triste. Todos somos como una familia, y Maritta era un miembro muy importante en ella.
—Lo comprendo —asintió la chica.
Iba a añadir algo más, pero se quedó en blanco. Ella, habitualmente tan atrevida y locuaz, ahora no encontraba las palabras. La majestuosa Señora de la Torre la intimidaba.
Miró a Fenris en busca de apoyo, pero el elfo también tenía sus ojos almendrados fijos en la maga. En contra de lo que esperaba, Salamandra no sintió celos esta vez. Aun sin conocerla apenas, había algo en aquella mujer que inspiraba admiración y respeto.
—Señora… —empezó, pero ella la interrumpió con un gesto.
—Llámame Dana —dijo—. Cuando hayas tomado tu túnica, deberás llamarme Maestra… —sonrió—. Aunque, para hacer honor a la verdad, eso es una formalidad que no todos siguen aquí, en la Torre. Y tu nombre es…
Salamandra no respondió, de modo que la Señora de la Torre miró a Fenris, que sonrió, y a Jonás, que parecía bastante incómodo.
—Bueno… —dijo el muchacho—. En realidad, no sabemos… La llamamos…
—Salamandra —cortó la chica, con una amplia sonrisa.
—Me llamo Salamandra.
La Señora de la Torre sonrió, divertida. Su nueva alumna cruzó una mirada con Fenris, que le guiñó uno de sus ojos almendrados en señal de complicidad.
—De nuevo una jovencita en la Torre —comentó el elfo, sonriente, y miró a Dana—. También tú eras una niña cuando llegaste, ¿recuerdas?
—Sí —asintió ella—. Aún me parece oír refunfuñar a Maritta: «¡Una granjera! ¿Pero qué andará tramando ese viejo chivo?».
Fenris acogió la imitación con una franca carcajada. Jonás y Salamandra sonrieron, algo incómodos. La muchacha se dio cuenta de que ni siquiera el chico entendía del todo las palabras de su Maestra; seguramente, aquel recuerdo databa de muchos años atrás, antes de que él llegase a la Torre.
—Bah, pero no hace tanto de eso —siguió bromeando Fenris.
—No, no para ti —la hechicera lo miró de arriba abajo—. Tienes exactamente el mismo aspecto que la primera vez que te vi, hace más de quince años… que son apenas un suspiro para ti, oh longevo elfo…
Fenris sonrió.
Jonás carraspeó, y los magos volvieron a la realidad. Dana dirigió a Salamandra una sonrisa de disculpa.
—¿Quieres que lleve a Salamandra a su habitación, Maestra?
La Señora de la Torre seguía sonriendo cuando fijó su mirada en la chica, una mirada serena y acogedora.
—Qué más puedo decir —murmuró—. Bienvenida a la Torre. Si necesitas algo, cualquier cosa…, sabes que puedes contar conmigo.
Salamandra inclinó la cabeza.
—Muchas gracias. Espero no defraudarte y ser una buena maga.
Los ojos de Dana parecieron sonreír.
—Oh, lo serás —le aseguró—; no me cabe duda de que lo serás.
Se volvió hacia Fenris, que asintió. Ambos se despidieron de sus alumnos, dieron media vuelta y se alejaron por el jardín, hacia la verja. Salamandra se quedó mirándolos un momento. El brazo del elfo rodeaba la cintura de la Señora de la Torre, y la muchacha deseó por un momento poder estar en su lugar, y tener tanta confianza y amistad con aquel misterioso y fascinante hechicero.
—Eh —Jonás le dio un codazo, y Salamandra volvió a la realidad—. ¿Subimos?
Entraron juntos en la Torre. Mientras subían por una enorme escalera de caracol, Jonás comentó:
—Es maravillosa, ¿verdad?
—Sí —asintió ella—. ¿Qué hay entre los dos?
—¿Entre quiénes?
—Pues… Fenris y Dana. Parece como si…
—¡Oh, no lo creo! Son muy buenos amigos, casi como hermanos. De todas formas, los elfos no suelen enamorarse de mujeres humanas. Ellos viven entre ochocientos y mil años. ¿Te imaginas lo que debe de ser ver que tu pareja envejece mientras tú sigues siendo joven? Él seguirá teniendo el mismo aspecto cuando la Maestra ya sea una venerable ancianita.
Salamandra no sabía nada acerca de la longevidad de los elfos, y no le gustó nada enterarse.
Para no pensar en ello, cambió de tema:
—Es una lástima que Dana esté triste hoy. He llegado en mal momento.
—Oh, no creas. Ella está triste muy a menudo.
—¿Por qué?
—Ojalá lo supiéramos.
Fenris había acertado con respecto a Salamandra: era una maga. Tenía una sensibilidad especial para la magia, particularmente la magia del Fuego. Pero, según le explicó Jonás, antes de que pudiese siquiera soñar con empezar a practicar los hechizos del Libro del Fuego, el manual de estudios del cuarto grado, primero tendría que superar nada menos que tres niveles, con sus correspondientes exámenes. —Mira, es sencillo —le explicó el primer día—. Estudias el Libro de la Tierra, haces el examen, apruebas, pasas a segundo grado y cambias tu túnica blanca por una túnica verde, que significa que ya conoces los hechizos de Tierra. Después estudias el Libro del Aire, haces el examen y, si pasas, cambias la túnica verde por una azul y estás en tercer grado. Entonces estudias el Libro del Agua, haces el examen, apruebas, cambias la azul por la violeta del cuarto grado. Te empollas el Libro del Fuego, haces el último examen, que se llama la Prueba del Fuego y, si pasas…
—Si sobrevives —terció Morderek lúgubremente.
—Si pasas —repitió Jonás sin hacerle caso—, obtendrás la túnica roja y serás una maga consagrada.
—¿Por qué lleva entonces la Maestra una túnica blanca? —preguntó Salamandra con curiosidad.
—Bueno, no debería —dijo Morderek.
—No —confirmó Conrado—. Los Archimagos como ella visten una túnica dorada.
—Pero —concluyó Jonás—, la Maestra hace lo que quiere casi siempre.
Todo aquello, dicho así, parecía muy difícil, y Salamandra se sintió momentáneamente intimidada. Pero, en cuanto se enfundó la blanca túnica que la señalaba como estudiante de primer grado, y tuvo entre sus manos el Libro de la Tierra, su primer manual de hechizos, se sintió entusiasmada. Era de naturaleza voluntariosa y valiente, y, aunque no quisiera admitirlo ni siquiera ante sí misma, se moría de ganas de impresionar a Fenris con sus progresos. Pronto se habituó a la vida en la Torre, y no tardó en descubrir que era mucho mejor que la que había dejado atrás. Si bien al principio la decepcionó el hecho de que no hubiera clases magistrales, al cabo de un tiempo tuvo que admitir que aquel sistema era mucho mejor. Le dejaban libertad total para estudiar el Libro de la Tierra paso a paso; tenía a su disposición una enorme biblioteca a la que podía acudir siempre que quisiera, y un laboratorio y una pequeña salita de prácticas para ella sola. Y, por si le quedaban dudas, siempre que lo deseara podía acudir a consultar a Fenris o a la Señora de la Torre.
Gracias a Jonás, aprendió no solo a leer, sino también a hacerlo en arcano, el lenguaje de la magia. Después de aquello, pudo avanzar por sí sola en sus estudios.
Así, siguiendo las instrucciones del Libro de la Tierra, aprendió a comunicarse con los animales y a escuchar lo que decían las plantas. Aprendió a hacer crecer una semilla en la palma de su mano, a preparar pócimas, a invocar a los espíritus del bosque…, pero también aprendió algo de medicina, botánica, zoología… Ninguna de las personas que había conocido en la ciudad sabía tanto como ella ahora. Y aún le quedaba mucho, mucho más por aprender…
Todos sus compañeros iban varios grados por delante de ella, de modo que Salamandra se sentía sola a veces, porque, aunque Jonás la ayudaba de vez en cuando, la mayor parte del tiempo él trabajaba con hechizos muy por encima de su nivel.
—Sería divertido practicar juntos —le comentó a su amigo un día—. Es una pena que no me hayáis traído antes a la Torre.
—Bueno, no te preocupes —intervino Morderek, que siempre tenía una oreja puesta en las conversaciones ajenas—. Seguramente pronto podrás practicar con Jonás, porque, como es tan vago, lo alcanzarás antes de que se presente a la Prueba del Fuego.
Jonás se puso rojo hasta las orejas. —Eso no es verdad —farfulló, pero Salamandra sabía que sí lo era; el chico no tenía mucha voluntad, y perdía bastante el tiempo en lugar de estudiar.
—Claro que es verdad —se burló Morderek sin piedad—. Eres el alumno más antiguo de la Torre y, sin embargo, aún estás en tercero. Conrado te pasó ya hace mucho…
—Conrado es diferente —se defendió Jonás—. Todos sabemos que no hace otra cosa que estudiar.
—¿Y yo qué? También llegué después que tú, y dentro de nada me presentaré al examen del Libro del Aire y tendré la túnica azul, como tú.
—Vale ya, Morderek —cortó Jonás, rojo como un tomate; miró a Salamandra de reojo, pero ella ya estaba pensando en otras cosas y no se percató del apuro de su amigo. Los meses pasaron sin sentirse. Un año después, Salamandra estaba a punto de hacer su primer examen, Conrado preparaba la Prueba del Fuego y Morderek había pasado a tercer grado, cambiando su túnica verde por una de color azul.
En cambio Jonás seguía en tercero, y Salamandra se preguntaba por qué. El chico era inteligente y habilidoso, y su amiga descubrió que apenas tenía problemas para memorizar los hechizos.
Si hubiera estado más pendiente de él, quizá se habría preocupado por ayudarle, pero lo cierto era que, aunque lo apreciaba como amigo, los ojos de Salamandra estaban siempre más atentos a los movimientos de una túnica roja por la Torre que a los ejercicios de magia de Jonás.