CAPÍTULO 18

Una amiga dice adiós

Aterrizamos en Crissy Field cuando ya era noche cerrada.

En cuanto el doctor Chase bajó de su Sopwith Camel, Annabeth corrió hacia él y le dio un gran abrazo.

—¡Papá! Has volado… has disparado… ¡Por los dioses! ¡Ha sido lo más asombroso que he visto en mi vida!

Su padre se sonrojó.

—Bueno, supongo que no está mal para un mortal de mi edad.

—¡Y las balas de bronce celestial! ¿Cómo las has conseguido?

—Ah, eso. Te dejaste varias armas mestizas en tu habitación de Virginia la última vez que… te marchaste.

Annabeth bajó la vista, avergonzada. El doctor Chase había evitado decir: «te fugaste».

—Decidí fundir algunas para fabricar casquillos de bala —prosiguió—. Un pequeño experimento.

Lo dijo como si no tuviese importancia, pero con un brillo especial en los ojos. Ahora entendía por qué le había caído en gracia a Atenea, diosa de los oficios y la sabiduría. En el fondo de su corazón era un notable científico loco.

—Papá… —murmuró Annabeth con voz entrecortada.

—Percy, Annabeth —nos interrumpió Thalia. Ella y Artemisa se habían arrodillado junto a Zoë y vendaban sus heridas.

Nos apresuramos a ayudarlas, aunque tampoco había mucho que hacer. No teníamos néctar ni ambrosía. Y ninguna medicina normal habría servido. Incluso en la oscuridad, percibía que Zoë no tenía buen aspecto. Tiritaba, y el leve resplandor que siempre la acompañaba se iba desvaneciendo.

—¿No puedes curarla con algún recurso mágico? —le pregunté a Artemisa—. O sea… tú eres una diosa.

Ella parecía muy agitada.

—La vida es algo frágil, Percy. Si las Moiras quieren cortar el hilo, poco podré hacer. Aunque puedo intentarlo.

Fue a ponerle la mano en el flanco, pero Zoë la agarró por la muñeca. Miró a la diosa a los ojos y entre ambas se produjo una especie de entendimiento.

—¿No os he… servido bien? —susurró Zoë.

—Con gran honor —respondió Artemisa en voz baja—. La más sobresaliente de mis campeonas.

La expresión de Zoë se relajó.

—Descansar. Por fin.

—Puedo intentar curarte el veneno, mi valerosa amiga —dijo la diosa.

Pero en ese momento comprendí que no sólo era el veneno lo que la estaba matando, sino el último golpe de su padre. Zoë había sabido desde el principio que la profecía del Oráculo se refería a ella: que perecería por mano paterna. Y sin embargo, había emprendido igualmente la búsqueda. Ella había decidido salvarme, y la furia de Atlas la había roto por dentro.

Miró a Thalia y tomó su mano.

—Lamento que discutiéramos tanto —le dijo—. Habríamos podido ser hermanas.

—Ha sido culpa mía —respondió Thalia, al borde de las lágrimas—. Tenías razón sobre Luke. Sobre los héroes, sobre los hombres y todo lo demás.

—Quizá no todos —murmuró Zoë, y me dirigió una débil sonrisa—. ¿Todavía tienes la espada, Percy?

Yo no podía hablar, pero saqué a Contracorriente. Ella sostuvo el bolígrafo con satisfacción.

—Dijiste la verdad, Percy Jackson —prosiguió Zoë—. No te pareces en nada a… Hércules. Es para mí un honor que lleves esta espada.

Me recorrió un estremecimiento.

—Zoë…

—Estrellas —murmuró—. Las veo otra vez, mi señora.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Artemisa.

—Sí, mi valerosa amiga. Están preciosas esta noche.

—Estrellas —repitió Zoë. Sus ojos se quedaron fijos en el cielo y ya no se movió más.

Thalia bajó la cabeza. Annabeth se tragó un sollozo y su padre le puso las manos en los hombros. Artemisa hizo un cuenco con la mano y cubrió la boca de Zoë, al tiempo que decía unas palabras en griego antiguo. Una voluta de humo plateado salió de los labios de la cazadora y quedó atrapada en la mano de la diosa. El cuerpo de Zoë tembló un instante y desapareció en el aire.

Artemisa se incorporó, pronunció una especie de bendición, sopló en su mano y dejó que el polvo plateado volara hacia el cielo. Se fue elevando, centelleó y se desvaneció por fin.

Durante un momento no ocurrió nada. Entonces Annabeth ahogó un grito. Levanté la vista y vi que las estrellas se habían vuelto más brillantes y formaban un dibujo en el que nunca había reparado: una constelación rutilante que recordaba la figura de una chica… de una chica con un arco corriendo por el cielo.

—Que el mundo aprenda a honrarte, mi cazadora —dijo Artemisa—. Vive para siempre en las estrellas.

* * *

No fue tarea fácil despedirse. Los relámpagos seguían surcando el cielo hacia el norte, sobre el monte Tamalpais. Artemisa estaba tan afectada que su cuerpo despedía destellos de luz plateada. Lo cual me ponía nervioso, porque si perdía los estribos de repente y adoptaba su forma divina completa, quedaríamos desintegrados con sólo mirarla.

—Debo partir hacia el Olimpo de inmediato —dijo—. No puedo llevaros, pero os enviaré ayuda.

Apoyó la mano en el hombro a Annabeth.

—Tienes un valor excepcional, querida muchacha. Sé que harás lo correcto.

Luego miró a Thalia con aire inquisitivo, como si no supiera del todo a qué atenerse respecto a aquella joven hija de Zeus. Thalia parecía reacia a levantar la vista, pero lo hizo por fin y le sostuvo la mirada a la diosa. Yo no podía saber qué se habían dicho en silencio, pero la expresión de Artemisa se suavizó con un matiz de simpatía. Luego se volvió hacia mí.

—Lo has hecho muy bien —dijo—. Para ser un hombre.

Fui a protestar, pero entonces reparé en que era la primera vez que no me llamaba «chico».

Montó en su carro y éste empezó a resplandecer, obligándonos a apartar la vista. Se produjo un fogonazo de plata y la diosa desapareció.

—Bueno —dijo el doctor Chase con un suspiro—. Es impresionante. Aunque debo decir que sigo prefiriendo a Atenea.

Annabeth se volvió hacia él.

—Papá, yo… Siento que…

—Chist. —Él la abrazó—. Haz lo que tengas que hacer, querida. Sé que no es fácil para ti. —Le temblaba la voz, pero le dirigió una sonrisa valiente.

Entonces oí un vigoroso aleteo. Tres pegasos descendían entre la niebla. Dos caballos alados blancos y uno completamente negro.

¡Blackjack! —exclamé.

«¡Eh, jefe! —repuso él—. ¿Se las ha arreglado para mantenerse vivo sin mí?»

—Ha sido duro —reconocí.

«Me he traído a Guido y Porkpie.»

«¿Cómo está usted?», saludaron los otros dos pegasos en el interior de mi mente.

Blackjack me examinó de arriba abajo, preocupado, y luego miró al doctor Chase, a Thalia y Annabeth.

«¿Quiere que arrollemos a alguno de estos pavos?»

—No —respondí en voz alta—. Son amigos míos. Tenemos que llegar al Olimpo lo más aprisa posible.

«No hay problema —contestó Blackjack—. Salvo con ese mortal de ahí. Espero que él no venga.»

Le aseguré que el doctor Chase no nos acompañaba. El profesor observaba boquiabierto a los pegasos.

—Fascinante —dijo—. ¡Qué capacidad de maniobra! Me pregunto cómo se compensa el peso del cuerpo con la envergadura de las alas…

Blackjack ladeó la cabeza.

«¿Quéééé?»

—Si los británicos hubieran contado con estos pegasos en las cargas de caballería de Crimea —prosiguió el doctor—, el ataque de la brigada ligera…

—¡Papá! —lo cortó Annabeth.

Él parpadeó, miró a su hija y sonrió.

—Lo siento, querida. Sé que debes irte.

Le dio con torpeza un último abrazo y, cuando ella se disponía a montar en Guido, le dijo:

—Annabeth, ya sé… que San Francisco es un lugar peligroso para ti. Pero recuerda que siempre tendrás un hogar en casa. Nosotros te mantendremos a salvo.

Ella no respondió, pero tenía los ojos enrojecidos cuando se volvió. El doctor Chase iba a añadir algo más, pero se lo pensó mejor. Alzó una mano con tristeza y se perdió en la oscuridad.

Thalia, Annabeth y yo subimos a nuestros pegasos. Remontamos por los aires sobre la bahía y volamos hacia el este. Muy pronto San Francisco se convirtió en una medialuna reluciente a nuestras espaldas, con algún que otro relámpago destellando por el norte.

* * *

Thalia estaba tan exhausta que se quedó dormida sobre el lomo de Porkpie. Considerando su miedo a las alturas, debía de estar muy cansada para dormirse en pleno vuelo. Pero tampoco tenía de qué preocuparse. Su pegaso volaba sin dificultades y, de vez en cuando, se reacomodaba el peso sobre el lomo para mantenerla bien sujeta.

Annabeth y yo volábamos uno al lado del otro.

—Tu padre parece estupendo —le dije.

Estaba demasiado oscuro para ver su expresión. Ella se volvió, aunque California ya había quedado muy atrás.

—Sí, supongo —contestó—. Hemos pasado tantos años discutiendo…

—Eso me habías dicho.

—¿Crees que mentía? —me soltó en tono retador, aunque sin demasiada energía, como si se lo estuviera preguntando a sí misma.

—Yo no he dicho que mintieras. Simplemente… parece buena persona. Y tu madrastra también. Quizá… se han relajado un poco desde la última vez que los viste.

Ella vaciló.

—La cuestión es que se han instalado en San Francisco, Percy. Y yo no puedo vivir tan lejos del campamento.

No me atrevía a hacer la siguiente pregunta. Temía oír la respuesta. Pero la hice igualmente.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

Sobrevolamos una ciudad, una isla de luces en medio de la oscuridad. Pasó tan deprisa como si fuésemos en avión.

—No lo sé —reconoció—. Pero gracias por rescatarme.

—No hay de qué. Somos amigos.

—¿No creíste que estuviera muerta?

—Nunca.

Ella titubeó.

—Tampoco Luke lo está, ¿sabes? Quiero decir… no ha muerto.

Me la quedé mirando. No sabía si se le había ido la cabeza con tanta tensión o qué.

—Annabeth, esa caída ha sido tremenda. No es posible…

—No ha muerto —insistió—. Lo sé. Tal como tú lo sabías de mí.

Aquella comparación no me hizo muy feliz.

Las ciudades se deslizaban cada vez más deprisa; sus manchas de luz se sucedían una tras otra a toda velocidad, hasta que llegó un momento en que el paisaje entero se convirtió en una alfombra reluciente que corría a nuestros pies. Se aproximaba el amanecer. El cielo se volvía gris hacia el este. Y al fondo se extendía ante nosotros un resplandor blanco y amarillo de proporciones colosales. Eran las luces de Nueva York.

«¿Qué tal la velocidad, jefe? —alardeó Blackjack—. ¿Nos vamos a ganar una ración extra de heno o qué?»

«Eres un machote, Blackjack —le dije—. Bueno, un caballote.»

—Tú no me crees —prosiguió Annabeth—, pero volveremos a ver a Luke. Está en un aprieto terrible. Cronos lo tiene hechizado.

A mí no me apetecía discutir, aunque estaba furioso. ¿Cómo podía albergar algún tipo de sentimiento por aquel bicho? ¿Cómo era posible que siguiera buscándole excusas? Luke se había merecido aquella caída. Merecía… Sí, por qué no decirlo: merecía morir. A diferencia de Bianca y Zoë. No podía estar vivo. No sería justo.

—Allí está. —Era la voz de Thalia; se había despertado y señalaba la isla de Manhattan, que aumentaba de tamaño a toda velocidad—. Ya ha empezado.

—¿El qué?

Miré hacia donde ella me indicaba. Muy por encima del Empire State, el Olimpo desplegaba su propia isla de luz: una montaña flotante y resplandeciente, con sus palacios de mármol destellando en el aire de la mañana.

—El solsticio de invierno —dijo Thalia—. La Asamblea de los Dioses.