Me pongo encima unos millones de kilos de más
Lo más horrible era que yo les encontraba un aire de familia. Atlas tenía la misma expresión regia de Zoë; la misma mirada fría y orgullosa que brillaba en los ojos de la cazadora cuando se enfurecía. Aunque, en su caso, con un tono mil veces más malvado. Él encarnaba todas las cosas que me habían disgustado de Zoë al principio y, en cambio, no poseía ninguna de las cualidades que había llegado a apreciar en ella.
—Suelta a Artemisa —exigió Zoë.
Atlas se acercó a la diosa encadenada.
—¿Acaso te gustaría tomar el peso del cielo de sus hombros…? Adelante.
Zoë abrió la boca para decir algo, pero Artemisa gritó:
—¡No! ¡No se te ocurra ofrecerte, Zoë! ¡Te lo prohíbo!
Atlas sonrió con sorna. Se arrodilló junto a Artemisa y trató de tocarle la cara, pero ella le lanzó un mordisco y a punto estuvo de arrancarle los dedos.
—Aja —rió Atlas—. ¿Lo ves, hija? A la señora Artemisa le gusta su nuevo trabajo. Creo que cuando Cronos vuelva a gobernar pondré a todos los olímpicos a sostener por turnos mi carga. Aquí, en el centro de nuestro palacio. Así aprenderán un poco de humildad esa pandilla de enclenques.
Miré a Annabeth. Ella intentaba decirme algo, desesperada. Me señalaba a Luke con la cabeza, pero yo no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente. No me di cuenta hasta ese momento, pero algo había cambiado en ella: su pelo rubio estaba veteado de gris.
—Es por sostener el cielo —murmuró Thalia, como si me hubiese leído el pensamiento—. El peso debería haberla matado.
—No lo entiendo —dije—. ¿Por qué Artemisa no puede soltarlo, sencillamente?
Atlas se echó a reír.
—¡Qué pocas entendederas, jovenzuelo! Este es el punto donde el cielo y la tierra se encontraron por vez primera, donde Urano y Gaya dieron a luz a sus poderosos hijos, los titanes. El cielo aún anhela abrazar la tierra. Alguien ha de mantenerlo a raya; de no ser así, se desmoronaría y aplastaría en el acto la montaña y todo lo que hay en cien leguas a la redonda. Una vez que has tomado sobre ti esa carga, ya no hay escapatoria. —Atlas sonrió—. A menos que alguien la tome de tus hombros y ocupe tu lugar.
Se acercó y nos examinó a Thalia y a mí.
—O sea que éstos son los mejores héroes de esta era… No parece que representen un gran desafío.
—Combate con nosotros —lo reté— y lo veremos.
—¿No te han enseñado nada los dioses? Un inmortal no lucha con un simple mortal. Quedaría por debajo de nuestra dignidad. Dejaré que sea Luke quien te aplaste.
—O sea, que tú también eres un cobarde —le dije.
Sus ojos relucieron de odio. Haciendo un esfuerzo, centró su atención en Thalia.
—En cuanto a ti, hija de Zeus, parece que Luke se equivocó contigo.
—No me equivoqué —acertó a decir Luke. Se lo veía terriblemente débil y pronunciaba cada palabra con dificultad, como si le resultara doloroso. Si no lo hubiese odiado tanto, me habría inspirado compasión—. Thalia, aún estás a tiempo de unirte a nosotros. Llama al taurofidio. El acudirá a ti. ¡Mira!
Agitó una mano y a nuestro lado surgió un estanque lleno de agua, bordeado de mármol negro, en el que había espacio suficiente para el taurofidio. Me imaginaba perfectamente a Bessie allí dentro. De hecho, cuanto más lo pensaba, más me parecía estar escuchando sus mugidos.
«¡No pienses en él! —Era la voz de Grover en mi interior: nuestra conexión por empatía. Podía percibir hasta sus emociones. Iba a darle un ataque de pánico—. Estoy perdiendo a Bessie. ¡Bórralo de tus pensamientos!»
Procuré poner mi mente en blanco, pensar enjugadores de baloncesto, en monopatines, en todas las variedades de golosinas de la tienda de mi madre. En fin, en cualquier cosa, salvo en Bessie.
—Thalia, llama al taurofidio —insistió Luke—. Y serás más poderosa que los dioses.
—Luke… —Su voz traslució un gran dolor—. ¿Qué te ha ocurrido?
—¿No recuerdas todas las veces que hablamos? ¿Todas las veces que llegamos a maldecir a los dioses? Nuestros padres no han hecho nada por nosotros. ¡No tienen derecho a gobernar el mundo!
Ella negó con la cabeza.
—Libera a Annabeth. Suéltala.
—Si te unes a mí —prometió Luke—, todo podría ser como antes. Los tres juntos de nuevo. Luchando por un mundo mejor. Por favor, Thalia. Si no accedes… —Su voz flaqueó—. Es mi última oportunidad. Si no accedes, él recurrirá a otros medios. Por favor.
No sabía a qué se refería, pero el miedo que latía en su voz era real. Luke corría peligro. Su vida dependía de la decisión de Thalia. Y me dio miedo que ella creyera lo mismo.
—No lo hagas, Thalia —dijo Zoë—. Hemos de luchar contra ellos.
Luke hizo otro gesto con la mano y apareció un fuego de la nada. Un brasero de bronce como el que había en el campamento. Una llama donde hacer un sacrificio.
—Thalia —dije—. No.
Detrás de Luke, el sarcófago dorado empezó resplandecer. Y al hacerlo, vi una serie de imágenes en la niebla que nos rodeaba: muros de mármol negro alzándose, ruinas creciendo de nuevo para erigir un palacio hermoso y terrible a nuestro alrededor, un palacio hecho de miedo y sombras.
—Aquí erigiremos el monte Othrys —prometió Luke con una voz tan agarrotada que apenas parecía la suya—. Y de nuevo será más fuerte y más poderoso que el Olimpo. Mira, Thalia. No nos faltan fuerzas.
Señaló hacia el océano. A mí se me cayó el alma a los pies: desde la playa donde había atracado el Princesa Andrómeda, subía por la ladera de la montaña un gran ejército en formación. Dracaenae y lestrigones, monstruos y mestizos, perros del infierno, arpías y otras criaturas que ni siquiera sabría nombrar. Debían de haber vaciado el barco entero, porque eran centenares, muchísimos más de los que había visto a bordo el verano pasado. Y marchaban hacia nosotros. En unos minutos estarían allí arriba.
—Esto no es más que una muestra de lo que se avecina —continuó Luke—. Pronto estaremos preparados para entrar en el Campamento Mestizo. Y después, en el mismísimo Olimpo. Lo único que necesitamos es tu ayuda.
Por un instante terrible, Thalia titubeó. Miró a Luke fijamente, con aquellos ojos llenos de dolor, como si lo único que deseara en este mundo fuera creerlo. Luego blandió su lanza.
—Tú no eres Luke. Ya no te reconozco.
—Por favor, Thalia —suplicó—. No me hagas… No hagas que él te destruya.
El tiempo se acababa. Si aquel ejército llegaba a la cima, nos arrollaría. Mis ojos se encontraron de nuevo con los de Annabeth. Ella asintió.
Miré a Thalia y Zoë, y sentí que morir luchando con amigas como aquéllas no era lo peor que podía pasarte en este mundo.
—Ahora —dije.
Y nos lanzamos juntos a la carga.
* * *
Thalia fue directa hacia Luke. El poder de su escudo era tan tremendo que las mujeres-dragón de su guardia soltaron el ataúd de oro y salieron corriendo despavoridas. Pero, a pesar de su aspecto enfermizo, Luke seguía siendo muy rápido con la espada. Gruñó como un animal salvaje y pasó al contraataque. Cuando su espada, Backbiter, se estrelló contra el escudo de Thalia, saltó entre ambos una gran bola de fuego que giró en el aire con lengüetas abrasadoras.
En cuanto a mí, cometí la mayor estupidez de mi vida, lo cual ya es decir. Ataqué al titán, al señor Atlas.
El se echó a reír mientras me acercaba. Una enorme jabalina apareció en sus manos y su traje de seda se disolvió para convertirse en una armadura de combate griega.
—¡Vamos allá!
—¡Percy! —exclamó Zoë—. ¡Cuidado!
Sabía por qué me advertía. Quirón ya me lo había explicado hacía mucho: «Los inmortales deben atenerse a las antiguas reglas. Un héroe, en cambio, puede ir a todas partes y desafiar a quienquiera, siempre que tenga el valor suficiente.» Ahora bien, una vez que yo lo había atacado, Atlas era libre de responder a mi ataque con toda su fuerza.
Blandí mi espada, pero él me golpeó con el mango de su jabalina. Salí volando y me estrellé contra un muro negro. Ya no era la Niebla. El palacio se estaba alzando, piedra a piedra. Se estaba volviendo real.
—¡Estúpido! —gritó Atlas, pletórico, apartando de un manotazo una flecha de Zoë—. ¿Te habías creído que sólo porque desafiaste una vez a ese insignificante diosecillo de la guerra podías hacerme frente a mí?
La sola mención de Ares me transmitió una especie de descarga. Sacudí mi aturdimiento y cargué contra él otra vez. Si lograba llegar a aquel estanque lleno de agua, podría multiplicar mis fuerzas.
La punta de la jabalina venía hacia mí como una guadaña. Alcé a Contracorriente para cortar por la mitad el astil de su arma, pero entonces sentí que el brazo se me doblaba. Mi espada pesaba de repente una tonelada.
Recordé la advertencia de Ares en la playa de Los Angeles hacía ya tanto tiempo: «Cuando más la necesites, tu espada te fallará.»
«¡Ahora no!», supliqué en silencio. Pero no me sirvió de nada. Aunque traté de esquivarla, la jabalina me dio de costado y me mandó volando por los aires como un muñeco de trapo. Encajé un costalazo tremendo; la cabeza me daba vueltas. Levanté la vista y vi que había caído a los pies de Artemisa, que seguía tensa bajo el peso del cielo.
—¡Corre, chico! —jadeó—. ¡Corre!
Atlas se aproximó sin prisas. Yo había perdido la espada. Se me había resbalado y había caído por el borde del precipicio. Volvería a aparecer en mi bolsillo tal vez en unos segundos, pero entonces ya estaría muerto. Luke y Thalia combatían como demonios mientras los relámpagos chisporroteaban a su alrededor. Annabeth estaba en el suelo, forcejeando desesperadamente con sus ligaduras.
—Muere, pequeño héroe —dijo Atlas.
Alzó su jabalina para traspasarme.
—¡No! —chilló Zoë.
En un abrir y cerrar de ojos se incrustaron varias flechas en la axila del titán, justo en la articulación de su armadura.
—¡Argggg! —Con un bramido, el titán se volvió hacia su hija.
Palpé con la mano y noté que ya tenía a Contracorriente en el bolsillo. Pero, incluso con mi espada, sabía que no podía combatir con Atlas. Entonces me recorrió un escalofrío. Recordé las palabras de la profecía: «A la maldición del titán uno resistirá.» No: yo no podía albergar esperanzas de acabar con Atlas, pero había alguien que sí tenía una posibilidad.
—El cielo —le dije a la diosa—. Déjamelo a mí.
—No, chico —respondió Artemisa. Tenía la frente perlada de un sudor metálico como el mercurio—. No sabes lo que dices. ¡Te aplastaría!
—¡Annabeth lo sostuvo!
—Y ha sobrevivido por los pelos. Ella contaba con el temple de una auténtica cazadora. Tú no resistirás tanto.
—Igualmente voy a morir —repuse—. ¡Déjame a mí el peso del cielo!
No aguardé a que respondiera. Saqué a Contracorriente y corté sus cadenas. Luego me situé a su lado y me preparé para resistir con una rodilla en el suelo. Alcé las manos y toqué las nubes frías y espesas. Por un momento, sostuvimos juntos el peso. Era lo más pesado que había aguantado en mi vida, como si mil camiones me estuvieran aplastando. Pensé que iba a desmayarme de dolor, pero respiré hondo.
«Soy capaz de hacerlo.»
Entonces Artemisa se zafó de la carga y la sostuve yo solo.
Más tarde, he intentado muchas veces describir aquella sensación y no lo he logrado. Cada músculo de mi cuerpo se volvió de fuego. Era como si los huesos se me estuvieran derritiendo. Quería gritar, pero no tenía fuerzas ni para abrir la boca. Empecé a ceder poco a poco. El peso del cielo me aplastaba.
«¡Resiste! —dijo la voz de Grover en mi interior—. ¡No te rindas!»
Me concentré en la respiración. Si lograba sostenerlo unos segundos más… Pensé en Bianca, que había dado su vida para que nosotros llegáramos allí. Si ella había sido capaz de semejante sacrificio, yo tendría que serlo de sostener aquel peso.
La visión se me hacía borrosa. Todo estaba teñido de rojo. Entreví algunas imágenes de la batalla, pero no estaba seguro de distinguir nada con claridad. Creí ver a Atlas con su armadura de combate y su jabalina, riendo como un loco mientras peleaba. Y más allá, me pareció ver a Artemisa: un borrón plateado. Manejaba dos tremendos cuchillos de caza, cada uno tan largo como su brazo, y le lanzaba estocadas al titán con furia, al tiempo que esquivaba sus golpes y daba saltos con una gracia increíble. Parecía cambiar de aspecto mientras maniobraba. Era un tigre, una gacela, un oso, un halcón. A lo mejor aquello era producto de mi imaginación enfebrecida. Zoë le disparaba flechas a su padre, buscando las junturas de su armadura. Atlas rugía de dolor cada vez que una de ellas le acertaba, aunque para él no pasaban de ser como una picadura de abeja, lo cual no lograba otra cosa que enfurecerlo todavía más.
Thalia y Luke luchaban lanza contra espada con los relámpagos centelleando a su alrededor. Con el halo de su escudo, Thalia lo hizo retroceder. Ni siquiera él era inmune a aquel hechizo. Dio varios pasos atrás y gruñó de pura frustración.
—¡Ríndete! —gritó Thalia—. ¡Tú nunca has logrado derrotarme!
Él esbozó una sonrisa sardónica.
—¡Ya lo veremos, mi vieja amiga!
Yo tenía el rostro cubierto de sudor. Las manos me resbalaban. Mis hombros habrían gritado de dolor si hubiesen podido. Tenía la sensación de que me estaban soldando con un soplete todas las vértebras de la columna.
Atlas avanzaba, hostigando a Artemisa. La diosa era rápida, pero la fuerza del titán resultaba arrolladora. Su jabalina se clavó en el suelo abriendo una fisura en la roca, justo donde Artemisa había estado un segundo antes. Atlas la cruzó de un salto y siguió persiguiéndola. Parecía que ella lo arrastrase hacia mí.
«Prepárate», me dijo mentalmente.
El dolor me volvía incapaz de pensar. Mi respuesta fue algo así como: «Aggg-ufff-uaaaaa.»
—Combates bien para ser una chica —le dijo Atlas riendo—. Pero no eres rival para mí.
Le hizo una finta con la punta de la jabalina y Artemisa la esquivó. Yo preví la artimaña: rápidamente, volteó la jabalina y derribó a la diosa dándole en las piernas. Mientras ella caía al suelo, Atlas se dispuso a asestarle el golpe definitivo.
—¡No! —gritó Zoë.
Saltó entre su padre y Artemisa y lanzó una flecha a la frente del titán, donde quedó alojada como el cuerno de un unicornio. Atlas bramó de rabia. Le dio un manotazo a su hija, que fue a estrellarse contra un grupo de rocas negras.
Quise gritar su nombre y correr a ayudarla, pero no podía hablar ni moverme. Ni siquiera veía dónde había aterrizado. Atlas se volvió hacia Artemisa con expresión triunfal. Ella debía de estar herida, porque no se levantó.
—La primera sangre de una nueva guerra —dijo Atlas, muy ufano. Y descargó de golpe su jabalina.
Más rápida que el pensamiento, Artemisa se revolvió en el suelo. El arma pasó rozándola y ella se apresuró a agarrarla del mango. Tiró de él, usándolo como palanca, y le lanzó una patada al titán, que salió disparado por los aires. Lo vi caer sobre mí y comprendí lo que iba a suceder. Aflojé un poco la presión de mis manos bajo el cielo y, en cuanto el titán se me vino encima, no traté de sostenerlo. Me dejé arrastrar por el impacto y eché a rodar con las pocas fuerzas que me quedaban.
El peso del cielo cayó directamente sobre la espalda de Atlas y a punto estuvo de laminarlo. Logró ponerse de rodillas mientras forcejeaba para quitarse de encima aquella fuerza aplastante. Pero ya era tarde.
—¡¡Nooooo!! —bramó con tanta fuerza que la montaña entera tembló—. ¡¡Otra vez nooooo!!
Atlas estaba atrapado de nuevo bajo su vieja carga.
Traté de incorporarme pero me caí, mareado de dolor. Mi cuerpo entero parecía arder.
Thalia había ido arrinconando a Luke cerca de un precipicio, pero aún seguían luchando junto al ataúd de oro. Ella tenía lágrimas en los ojos. Luke se defendía con el pecho ensangrentado y el rostro reluciente de sudor.
Se lanzó sobre Thalia inesperadamente, pero ella le asestó un golpe con su escudo que le arrancó la espada de las manos, mandándola tintineando entre las rocas. De inmediato le puso la punta de su lanza en la garganta.
Se produjo un silencio sepulcral.
—¿Y bien? —dijo Luke. Procuraba disimular, pero percibí el miedo en su voz.
Thalia temblaba de furia.
Annabeth apareció a su espalda renqueando, por fin libre de sus ataduras. Tenía la cara magullada y cubierta de mugre.
—¡No lo mates!
—Es un traidor —dijo Thalia—. ¡Un traidor!
Aunque todavía me sentía aturdido, reparé en que Artemisa ya no estaba a mi lado. Había corrido hacia las rocas negras entre las que había caído Zoë.
—Llevémoslo —rogó Annabeth—. Al Olimpo. Puede… sernos útil.
—¿Es eso lo que quieres, Thalia? —le espetó Luke, sonriendo con desdén—. ¿Regresar triunfalmente al Olimpo para complacer a tu padre?
Thalia titubeó y él hizo un intento desesperado de arrebatarle la lanza.
—¡No! —gritó Annabeth, aunque demasiado tarde.
Sin vacilar, Thalia lo rechazó de una patada. Luke perdió el equilibrio y cayó al vacío con una mueca de terror.
—¡Luke! —chilló Annabeth.
Corrimos al borde del precipicio. A nuestros pies, el ejército del Princesa Andrómeda se había detenido en seco. Todos miraban consternados el cuerpo sin vida de Luke sobre las rocas. A pesar de lo mucho que lo odiaba, no pude soportar aquella visión. Quería creer que aún seguía vivo, pero era imposible. Había sido una caída de quince metros por lo menos, y no se movía.
Uno de los gigantes miró hacia arriba y gruñó:
—¡Matadlos!
Thalia estaba muda de dolor. Las lágrimas corrían por sus mejillas. La aparté del precipicio al ver que nos arrojaban una lluvia de lanzas y jabalinas, y echamos a correr hacia las rocas sin hacer caso de las maldiciones y amenazas de Atlas.
—¡Artemisa! —grité.
La diosa levantó la vista con una expresión casi tan desolada como la de Thalia. El cuerpo de Zoë yacía entre sus brazos. Aún respiraba; tenía los ojos abiertos. Pero…
—La herida está emponzoñada —dijo Artemisa.
—¿Atlas la ha envenenado? —pregunté.
—No, no ha sido Atlas —respondió la diosa.
Nos mostró la herida que tenía Zoë en el flanco. Casi se me había olvidado el arañazo que le había hecho Ladón. Era mucho más grave de lo que ella había dejado entrever.
Apenas pude mirar aquella herida. Zoë se había lanzado a pelear contra su padre con un corte espantoso que mermaba sus fuerzas.
—Las estrellas —murmuró—. No las veo.
—Néctar y ambrosía —dije—. ¡Deprisa! Hemos de conseguirle un poco.
Nadie se movió. La desolación se respiraba en el ambiente. El ejército de Cronos se hallaba al pie de la cuesta, pero todos, incluso Artemisa, estábamos demasiado afectados para movernos. Quizá íbamos a encontrar allí la muerte. En ese momento, sin embargo, oí un extraño zumbido.
Justo cuando el ejército de monstruos llegaba a la cima, un Sopwith Camel descendió del cielo en picado.
—¡Apartaos de mi hija! —gritó el doctor Chase mientras entraban en acción sus ametralladoras y sembraban el suelo de orificios de bala. Los monstruos se dispersaron.
—¿Papá? —exclamó Annabeth sin poder creerlo.
—¡Corre, corre! —respondió él, con una voz que se iba apagando a medida que el biplano remontaba el vuelo.
Aquella sorpresa sacó a Artemisa de su dolor. Levantó la vista hacia el avión, que estaba virando para volver a la carga.
—Un hombre valiente —musitó la diosa con reticencia—. Vamos. Tenemos que sacar a Zoë de aquí.
Se llevó su cuerno de caza a los labios y su claro sonido resonó por los valles de todo el condado. A Zoë le aleteaban los párpados.
—¡Aguanta! —le dije—. ¡Te repondrás!
El Sopwith Camel bajó de nuevo en picado. Algunos gigantes le lanzaron sus jabalinas, y una incluso pasó entre las alas de un lado. Las ametralladoras hicieron fuego, y advertí atónito que el doctor Chase se las había arreglado para conseguir bronce celestial con el que fabricar sus balas. La primera ráfaga hizo saltar por los aires una hilera de mujeres-serpiente, que se disolvieron entre alaridos en una nube de polvo sulfuroso.
—¡Es… mi padre! —decía Annabeth, patidifusa.
Pero no teníamos tiempo de admirar su destreza. Los gigantes y las mujeres-serpiente ya se recobraban del desconcierto inicial. El doctor Chase se vería muy pronto en un aprieto.
Entonces la luz de la luna se volvió más intensa; en el cielo apareció un carro arrastrado por los ciervos más hermosos que hayas visto jamás, y vino a aterrizar a nuestro lado.
—¡Arriba! —ordenó Artemisa.
Annabeth me ayudó a subir a Thalia. Luego, entre Artemisa y yo, levantamos a Zoë, la acomodamos y la envolvimos en una manta. La diosa tiró de las riendas, el carro ascendió por el aire y se alejó de la montaña a toda velocidad.
—Como el trineo de Papá Noel —murmuré, todavía entumecido de dolor.
Artemisa tardó en volverse hacia mí.
—Así es, joven. ¿De dónde creías que procedía esa leyenda?
Viéndonos a salvo, el doctor Chase viró con su biplano y nos siguió como si fuera una escolta de honor. Debe de haber sido una de las estampas más extrañas nunca vistas, incluso para la zona de la bahía de San Francisco: un carro plateado tirado por ciervos y escoltado por un Sopwith Camel.
A nuestras espaldas, el ejército de Cronos rugía de rabia mientras se iba congregando en la cima del monte Tamalpais. Pero los gritos más fuertes eran los de Atlas, que soltaba maldiciones contra los dioses y forcejeaba bajo el peso del cielo.