CAPÍTULO 16

Encontramos al dragón del mal aliento perpetuo

—Nunca llegaremos —protestó Zoë—. Vamos demasiado despacio. Pero tampoco podemos dejar al taurofidio.

—Muuuuu —dijo Bessie, que iba nadando a nuestro lado mientras caminábamos junto a la orilla. Habíamos dejado muy atrás el centro comercial y nos dirigíamos al Golden Gate, pero estaba mucho más lejos de lo que parecía. El sol descendía ya hacia el oeste.

—No lo entiendo —dije—. ¿Por qué tenemos que llegar a la puesta de sol?

—Las hespérides son las ninfas del crepúsculo —repuso Zoë—. Sólo podemos entrar en su jardín cuando el día da paso a la noche.

—¿Y si no llegamos?

—Mañana es el solsticio de invierno. Si no llegamos hoy a la puesta de sol, habremos de esperar hasta mañana por la tarde. Y entonces la Asamblea de los Dioses habrá concluido. Tenemos que liberar a Artemisa esta noche.

«O Annabeth morirá», pensé.

—Necesitamos un coche —dijo Thalia.

—¿Y Bessie? —pregunté.

Grover se detuvo en seco.

—¡Tengo una idea! El taurofidio puede nadar en aguas de todo tipo, ¿no?

—Bueno, sí —dije—. Estaba en Long Island Sound. Y de repente apareció en el lago de la presa Hoover. Y ahora aquí.

—Entonces podríamos convencerlo para que regrese a Long Island Sound —prosiguió Grover—. Quirón tal vez nos echaría una mano y lo trasladaría al Olimpo.

—Pero Bessie me estaba siguiendo a mí —dije—. Si yo no estoy en Long Island, ¿crees que sabrá encontrar el camino?

—Muuu —mugió Bessie con tono desamparado.

—Yo puedo mostrarle el camino —se ofreció Grover—. Iré con él.

Lo miré fijamente. Grover no era lo que se dice un fanático del agua. El verano anterior no se había ahogado por los pelos en el Mar de los Monstruos. No podía nadar bien con sus pezuñas de cabra.

—Soy el único capaz de hablar con él —continuó Grover—. Es lo lógico.

Se agachó y le dijo algo al oído a Bessie, que se estremeció y soltó un mugido de satisfacción.

—La bendición del Salvaje debería contribuir a que hagamos el recorrido sin problemas —añadió Grover—. Tú rézale a tu padre, Percy. Encárgate de que nos garantice un trayecto tranquilo a través de los mares.

Yo no acababa de ver cómo iban a llegar a nado a Long Island desde California. Aunque también era cierto que los monstruos no se desplazaban del mismo modo que los humanos. Había visto muchos ejemplos de ello.

Traté de concentrarme en las olas, en el olor del océano, en el rumor de la marea.

—Padre —musité—, ayúdanos. Haz que Grover y el taurofidio lleguen a salvo al campamento. Protégelos en el mar.

—Una oración como ésta requiere un sacrificio —dijo Thalia—. Algo importante.

Reflexioné un instante y me saqué el abrigo.

—Percy —dijo Grover—, ¿estás seguro? Esa piel de león te resulta muy útil. ¡La usó Hércules!

Entonces caí en la cuenta de una cosa.

Miré a Zoë, que me observaba con atención. Ahora comprendía quién había sido su héroe: el que había arruinado su vida y había provocado que la expulsaran de su familia; aquel al que había ayudado a engañar a su propio padre y al que no se atrevía a mencionar siquiera: Hércules, el héroe al que yo había admirado toda mi vida.

—Si he de sobrevivir —dije— no será por llevar un abrigo de piel de león. Yo no soy Hércules.

Arrojé el abrigo a la bahía. Inmediatamente, se convirtió en una dorada piel de león que relucía en el agua. Luego, al empezar a hundirse, pareció disolverse en una mancha de sol.

En ese instante se levantó viento.

Grover respiró hondo.

—Bueno, no hay tiempo que perder —dijo, y se lanzó al agua de un salto.

Nada más zambullirse, empezó a hundirse. Bessie se deslizó a su lado y dejó que se agarrara de su cuello.

—Tened cuidado —les advertí.

—No te preocupes —contestó Grover—. Bueno, eh… ¿Bessie? Vamos a Long Island. Al este. Hacia allí.

—¿Muuuuu?

—Sí —respondió Grover—. Long Island. Esa isla… larga. Venga, vamos.

—Muuuu.

Bessie se lanzó con una sacudida y empezó a sumergirse.

—¡Espera! ¡Yo no puedo respirar bajo el agua! —gritó Grover—. Creí que ya lo había… ¡Glu!

Desaparecieron de la vista y confié en que la protección de mi padre incluyera algunos detalles menores, como la respiración submarina.

—Un problema menos —dijo Zoë—. Y ahora, ¿cómo vamos a llegar al jardín de mis hermanas?

—Thalia tiene razón —dije—. Nos hace falta un coche. Pero aquí no tenemos a nadie para ayudarnos. A menos que tomemos uno prestado…

No me entusiasmaba la idea. Quiero decir: por supuesto que era cuestión de vida o muerte, pero aun así no dejaba de ser un robo y, además, acabaríamos llamando la atención.

—Un momento —reflexionó Thalia, y empezó a hurgar en su mochila—. Hay una persona en San Francisco que podría ayudarnos. Tengo la dirección en alguna parte.

—¿Quién? —pregunté.

Thalia sacó un trozo de papel arrugado.

—El profesor Chase. El padre de Annabeth.

* * *

Después de oír durante dos años a Annabeth quejándose de su padre, me esperaba que tuviera cuernos y colmillos. Lo que no me esperaba era que nos recibiese con un anticuado gorro de aviador y unos anteojos. Tenía una pinta tan rara, con aquellos ojos saltones tras los cristales, que todos retrocedimos un paso en el porche de su casa.

—Hola —dijo en tono amistoso—. ¿Vienen a entregarme mis aeroplanos?

Thalia, Zoë y yo nos miramos con cautela.

—Humm, no, señor —contesté.

—¡Mecachis! —exclamó—. Necesito tres Sopwith Camel más.

—Ah, ya —dije, sin tener ni idea de qué me hablaba—. Nosotros somos amigos de Annabeth.

—¿Annabeth? —Se enderezó como si le hubiese aplicado una descarga eléctrica—. ¿Se encuentra bien? ¿Ha ocurrido algo?

Ninguno de los tres respondió, pero por nuestra expresión debió de comprender que pasaba algo grave. Se quitó el gorro y los anteojos. Su pelo era rubio rojizo, como el de Annabeth, y tenía unos intensos ojos castaños. Era guapo, imagino, para ser un tipo mayor, pero tenía aspecto de no haberse afeitado en un par de días y llevaba la camisa mal abrochada, de modo que un lado del cuello le quedaba más alto que el otro.

—Será mejor que paséis —dijo.

* * *

Aquello no parecía una casa a la que se acabaran de mudar. Había robots construidos con piezas de lego en las escaleras y dos gatos durmiendo en el sofá de la sala. La mesita de café estaba cubierta de revistas y había un abriguito de niño en el suelo. Toda la casa olía a galletas de chocolate recién hechas. De la cocina llegaba una melodía de jazz. En conjunto, parecía un hogar desordenado y feliz: el lugar donde una familia lleva toda la vida.

—¡Papi! —gritó un niño—. ¡Me está rompiendo los robots!

—Bobby —dijo el doctor Chase distraídamente—, no rompas los robots de tu hermano.

—¡Yo soy Bobby! —protestó el chico.

—Eh… Matthew —se corrigió el doctor—, no rompas los robots de tu hermano.

—Vale, papi.

El doctor se volvió hacia nosotros.

—Subamos a mi estudio. Por aquí.

—¿Cariño? —dijo una mujer, y en la sala apareció la madrastra de Annabeth secándose las manos con un trapo. Era una mujer asiática muy guapa, con reflejos rojizos en el pelo, que llevaba recogido en un moño.

—¿No me presentas a tus invitados? —dijo.

—Ah —dijo el doctor Chase—. Éste es… —Nos miró con aire inexpresivo.

—¡Frederick! —lo reprendió ella—. ¿No les has preguntado sus nombres?

Nos presentamos nosotros mismos, algo incómodos, aunque la señora Chase parecía muy agradable. Nos preguntó si teníamos hambre. Reconocimos que sí, y ella dijo que nos traería sandwiches y refrescos.

—Querida —dijo el doctor—, vienen por Annabeth.

Yo casi me esperaba que la señora se pusiera como loca ante la sola mención de su hijastra, pero apretó los labios con aire preocupado.

—Muy bien. Acomodaos en el estudio; enseguida os subiré una bandeja. —Me dirigió una sonrisa—. Encantada de conocerte, Percy. He oído hablar mucho de ti.

* * *

Subimos al primer piso y entramos en el estudio del doctor.

—¡Vaya! —exclamé asombrado.

Las cuatro paredes estaban cubiertas de libros, pero lo que me llamó la atención de verdad fueron los juguetes bélicos. Había una mesa enorme con tanques en miniatura y soldados combatiendo junto a un río pintado de azul y rodeado de colinas, arbolitos y cosas así. Colgados del techo, un montón de biplanos antiguos se ladeaban en ángulos imposibles, como en pleno combate aéreo.

Chase sonrió.

—Sí. La tercera batalla de Ypres. Estoy escribiendo un trabajo sobre la importancia de los Sopwith Camel en los bombardeos de las líneas enemigas. Creo que tuvieron un papel mucho más destacado del que se les ha reconocido.

Sacó un biplano de su soporte e hizo un barrido con él por el campo de batalla, emitiendo un rugido de motor y derribando soldaditos alemanes.

—Ah, claro —murmuré. Ya sabía que el padre de Annabeth era profesor de historia militar. Lo que nunca me había contado era que jugara a los soldaditos.

Zoë se acercó y estudió el campo de batalla.

—Las líneas alemanas estaban más alejadas del río.

El doctor Chase se la quedó mirando.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estaba allí —dijo sin darle importancia—. Artemisa quería mostrarnos lo horribles que son las guerras y cómo pelean los mortales entre sí. También lo estúpidos que son. Esa batalla fue un desastre completo.

El doctor abrió la boca, atónito.

—Tú…

—Es una cazadora, señor —explicó Thalia—. Pero no estamos aquí por eso. Necesitamos…

—¿Viste los Sopwith Camel? —preguntó Chase con la voz temblorosa por la emoción—. ¿Cuántos había? ¿En qué tipo de formación volaban?

—Señor —lo interrumpió Thalia—, Annabeth está en peligro.

El reaccionó y dejó el biplano.

—Claro —dijo—. Contádmelo todo.

No era fácil, pero lo intentamos. Entretanto, la luz de la tarde empezaba a decaer. Se nos acababa el tiempo.

Cuando terminamos, el doctor Chase se desmoronó en su butaca de cuero y se llevó una mano a la frente.

—Mi pobre y valiente Annabeth. Debemos darnos prisa.

—Señor, necesitamos un vehículo para llegar al monte Tamalpais —dijo Zoë—. De inmediato.

—Os llevaré en coche. Sería más rápido volar en mi Camel, pero sólo tiene dos plazas.

—Uau. ¿Tiene un biplano de verdad? —pregunté.

—En el aeródromo de Crissy Field —contestó Chase muy orgulloso—. Por eso tuve que mudarme aquí. Mi patrocinador es un coleccionista privado y posee algunas de las mejores piezas de la Primera Guerra Mundial que se han conservado. Él me dejó restaurar el Sopwith Camel…

—Señor —lo interrumpió Thalia—, con el coche bastará. Y quizá será mejor que vayamos sin usted. Es demasiado peligroso.

El doctor arrugó el entrecejo, incómodo.

—Alto ahí, jovencita. Annabeth es mi hija. Con o sin peligro, yo… yo no puedo…

—¡Hora de merendar! —anunció la señora Chase, entrando con una bandeja llena de bocadillos de mantequilla de cacahuete, galletas recién sacadas del horno, pastillas de chocolate y vasos de Coca-Cola. Thalia y yo engullimos unas cuantas galletas mientras Zoë explicaba:

—Yo sé conducir, señor. No soy tan joven como aparento. Y prometo no destrozarle el coche.

La anfitriona levantó las cejas.

—¿De qué va esto?

—Annabeth está en grave peligro —le explicó el doctor—. En el monte Tamalpais. Yo los llevaría, pero… no es apto para mortales, al parecer. —Dio la impresión de que le costaba pronunciar esta última parte.

Yo pensaba que la señora Chase se negaría. Vamos, ¿qué padres mortales permitirían que tres menores se llevasen prestado su coche? Para mi sorpresa, ella asintió:

—Será mejor que se pongan en marcha, entonces.

—¡Bien! —El doctor se levantó de un salto y empezó a palparse los bolsillos—. Mis llaves…

Su mujer dio un suspiro.

—¡Por favor, Frederick! Serías capaz de perder hasta los sesos si no los llevases envueltos en esa gorra. Las llaves están en el colgador de la entrada.

—Eso es —dijo él.

Zoë agarró un sandwich.

—Gracias a los dos. Ahora hemos de irnos.

Salimos del estudio y bajamos las escaleras corriendo, con los Chase detrás.

—Percy —me dijo la señora cuando ya nos íbamos—, dile a Annabeth… que aún tiene aquí un hogar, ¿de acuerdo? Recuérdaselo.

Eché un último vistazo al desbarajuste de la sala, donde los hermanastros de Annabeth seguían discutiendo y tirando piezas de lego por todas partes. La casa entera seguía oliendo a galletas recién hechas. No era un mal lugar para vivir, pensé.

—Se lo diré —prometí.

Corrimos hacia un Volkswagen descapotable amarillo, aparcado en el sendero. El sol estaba ya muy bajo. Calculé que nos quedaba menos de una hora para salvar a Annabeth.

* * *

—¿No corre más este cacharro? —preguntó Thalia.

Zoë le lanzó una mirada furibunda.

—No puedo controlar el tráfico.

—Sonáis las dos igual que mi madre —les dije.

—¡Cierra el pico! —respondieron ambas al unísono.

Avanzábamos serpenteando entre los coches por el Golden Gate. El sol se hundía ya en el horizonte cuando llegamos por fin al condado de Marin y salimos de la autopista.

Ahora la carretera era estrechísima y avanzaba en zigzag rodeada de bosques, subiendo montañas y bordeando escarpados barrancos. Zoë no disminuyó la velocidad.

—¿Por qué huele a pastillas para la tos? —pregunté.

—Son eucaliptos —repuso ella, señalando los enormes árboles que nos rodeaban.

—¿Es esa cosa que comen los koalas?

—Y los monstruos —contestó—. Les encanta masticar las hojas. Sobre todo a los dragones.

—¿Los dragones mascan hojas de eucalipto?

—Créeme —dijo Zoë—, si tuvieras el aliento de un dragón, tú también las mascarías.

No se lo discutí, pero mantuve los ojos bien abiertos. Ante nosotros se alzaba el monte Tamalpais. Supongo que, para ser una montaña, era más bien pequeña, pero parecía inmensa a medida que nos acercábamos.

—O sea, que ésa es la Montaña de la Desesperación —dije.

—Sí —respondió Zoë con voz tensa.

—¿Por qué la llaman así?

Ella permaneció en silencio durante casi un kilómetro.

—Después de la guerra entre dioses y titanes, muchos titanes fueron castigados y encarcelados. A Cronos lo cortaron en pedazos y lo arrojaron al Tártaro. El general que comandaba sus fuerzas, su mano derecha, fue encerrado ahí, en la cima de la montaña, junto al Jardín de las Hespérides.

—El General —dije. Las nubes se iban arremolinando alrededor de la cumbre, como si la montaña las atrajera y las hiciera girar como peonzas.

—¿Qué es eso? ¿Una tormenta?

Zoë no respondió. Tuve la sensación de que sabía lo que significaban aquellas nubes. Y no le gustaba nada.

—Hemos de concentrarnos —advirtió Thalia—. La Niebla aquí es muy intensa.

—¿La mágica o la natural?

—Ambas.

Las nubes grises seguían espesándose sobre la montaña. Y nosotros nos dirigíamos hacia allí. Habíamos dejado el bosque atrás para internarnos en un espacio abierto plagado de barrancos y rocas.

Miré el mar cuando pasábamos por una curva que se abría a una gran panorámica y vi algo que me hizo dar un bote en el asiento.

—¡Mirad!

Pero justo entonces terminamos de doblar la curva y el mar desapareció tras la montaña.

—¿Qué era? —preguntó Thalia.

—Un barco blanco —dije—. Junto a la playa. Parecía un crucero.

Abrió mucho los ojos.

—¿El de Luke?

Me habría gustado decir que no estaba seguro. Podía tratarse de una coincidencia. Pero yo sabía que no lo era. El Princesa Andrómeda, el crucero demoníaco de Luke, estaba anclado en la playa. Por eso lo había enviado al canal de Panamá. Era el único modo de navegar hasta California desde la costa Este.

—Entonces vamos a tener compañía —discurrió Zoë con tono lúgubre—. El ejército de Cronos.

Iba a responderle cuando se me erizó el vello de la nuca. Thalia dio un grito.

—¡Frena! ¡Rápido!

Zoë pisó el freno a fondo sin hacer preguntas. El Volkswagen amarillo giró sobre sí mismo dos veces antes de detenerse al borde del barranco.

—¡Saltad! —Thalia abrió la puerta, me empujó fuera y rodamos los dos por el suelo.

Y enseguida… ¡buuuum!

Fulguró un relámpago y el coche del doctor Chase estalló como una granada amarilla. Los pedazos como metralla me habrían destrozado de no ser por el escudo de Thalia, que apareció sobre mí de repente. Oí un sonido a lluvia metálica, y cuando abrí los ojos estábamos rodeados de chatarra. Una parte del guardabarros del Volkswagen se había quedado clavada en la carretera. El capó humeante todavía daba vueltas en el suelo. Había trozos de metal amarillo por todos lados.

Noté el sabor del humo en la boca y miré a Thalia.

—Me has salvado la vida.

—«Uno perecerá por mano paterna» —murmuró—. Maldito sea. ¿Es que piensa destruirme? ¿A mí?

Me costó un segundo comprender que hablaba de su padre.

—Eh, oye —le dije—, no puede haber sido el rayo de Zeus. Ni hablar.

—¿De quién, entonces?

—No lo sé. Zoë ha pronunciado el nombre de Cronos… Tal vez ha sido…

Thalia sacudió la cabeza, furiosa.

—No. Ha sido él.

—Un momento —dije—. ¿Dónde está Zoë? ¡Zoë!

Nos levantamos al mismo tiempo y corrimos de un lado para otro alrededor del Volkswagen destrozado. No había nadie dentro. Nada en la carretera. Miré por el precipicio, pero no vi ni rastro de ella.

—¡Zoë! —llamé.

De pronto me la encontré a mi lado, tirándome del brazo.

—¡Silencio, idiota! ¿Quieres despertar a Ladón?

—¿Ya hemos llegado?

—Estamos muy cerca —dijo—. Seguidme.

Había sábanas de niebla deslizándose por la carretera. Zoë atravesó una de ellas y, cuando la niebla pasó de largo, había desaparecido. Thalia y yo nos miramos perplejos.

—Concéntrate en Zoë —me recomendó Thalia—. La estamos siguiendo. Métete entre la niebla con esa idea en la cabeza.

—Un momento, Thalia. Lo que ha sucedido en el muelle… Quiero decir, lo del mantícora y el sacrificio…

—No quiero hablar de eso.

—¿Tú no habrías llegado a…? Bueno, ya me entiendes.

Ella vaciló.

—Estaba confusa. Nada más.

—No ha sido Zeus quien ha lanzado ese rayo. Ha sido Cronos. Quiere manipularte y enfurecerte contra tu padre.

Ella respiró hondo.

—Percy, ya sé que lo dices para que me sienta mejor. Gracias. Pero ahora vamos. Hay que seguir adelante.

Cruzó la niebla y la seguí.

Cuando el aire se despejó, continuábamos en la ladera, pero la carretera ahora era de tierra y estaba flanqueada por hierba mucho más tupida. El sol trazaba en el mar una cuchillada sangrienta. La cima de la montaña, envuelta en nubes de tormenta, parecía más cercana y más poderosa. Había un solo sendero que conducía a la cumbre a través de un prado exuberante de flores y sombras: el jardín del crepúsculo, tal como lo había visto en mi sueño.

* * *

De no ser por el enorme dragón, aquel jardín habría sido el lugar más hermoso que había visto en mi vida. La hierba brillaba a la luz plateada del anochecer y las flores eran de colores tan intensos que casi refulgían en la oscuridad. Unos escalones de mármol negro pulido ascendían a uno y otro lado de un manzano de diez pisos de alto. Cada rama relucía cargada de manzanas doradas. Y no es una metáfora ni me refiero a las manzanas golden que puedes comprar en el súper. No, quiero decir manzanas de oro de verdad. Me faltan palabras para explicar por qué resultaban tan fascinantes. Nada más oler su fragancia, tuve la seguridad de que un mordisco de aquellas manzanas habría de resultar lo más delicioso que pudiese probar jamás.

—Las manzanas de la inmortalidad —dijo Thalia—. El regalo de boda de Zeus a Hera.

Me habría acercado para arrancar una si no hubiera sido por el dragón enroscado en el tronco del árbol.

No sé en qué estarás pensando cuando digo «dragón», pero, sea lo que sea, te aseguro que no es lo bastante pavoroso. Su cuerpo de serpiente tenía el grosor de un cohete y lanzaba destellos con sus escamas cobrizas. Tenía más cabezas de las que yo era capaz de contar. Más o menos, como si se hubieran fusionado cien pitones mortíferas. Parecía dormido. Las cabezas —con todos los ojos cerrados— reposaban sobre la hierba enroscadas en un amasijo con aspecto de espagueti.

Entonces las sombras que teníamos delante empezaron a agitarse. Se oía un canto bello y misterioso: como voces surgidas del fondo de un pozo. Iba a empuñar a Contracorriente, pero Zoë detuvo mi mano. Cuatro figuras temblaron en el aire y cobraron consistencia: cuatro jóvenes que se parecían mucho a Zoë, todas con túnicas griegas blancas. Tenían piel de caramelo. El pelo, negro y sedoso, les caía suelto sobre los hombros. Era curioso, pero nunca me había dado cuenta de lo guapa que era Zoë hasta que vi a sus hermanas, las hespérides. Eran exactamente iguales que Zoë: preciosas, y seguramente muy peligrosas.

—Hermanas —saludó Zoë.

—No vemos a ninguna hermana —replicó una de ellas con tono glacial—. Vemos a dos mestizos y una cazadora. Todos los cuales han de morir muy pronto.

—Estáis equivocadas. —Di un paso al frente—. Nadie va a morir.

Las tres me examinaron de arriba abajo. Sus ojos parecían de roca volcánica: cristalinos y completamente negros.

—Perseus Jackson —dijo una de ellas.

—Sí —musitó otra—. No veo por qué es una amenaza.

—¿Quién ha dicho que yo sea una amenaza?

La primera hespéride echó un vistazo atrás, hacia la cima de la montaña.

—Os temen, Perseus. Están descontentos porque ésa aún no os ha matado —dijo señalando a Thalia.

—Una verdadera tentación, a veces —reconoció Thalia—. Pero no, gracias. Es mi amigo.

—Aquí no hay amigos, hija de Zeus —dijo la hespéride secamente—. Sólo enemigos. Volved atrás.

—No sin Annabeth —replicó Thalia.

—Ni sin Artemisa —añadió Zoë—. Hemos de subir a la montaña.

—Sabes que te matará —dijo la chica—. No eres rival para él.

—Artemisa debe ser liberada —insistió Zoë—. Dejadnos paso.

La chica meneó la cabeza.

—Aquí ya no posees ningún derecho. Nos basta con alzar la voz para que despierte Ladón.

—A mí no me causará ningún daño —dijo Zoë.

—¿No? ¿Y qué les pasará a tus amigos?

Entonces Zoë hizo lo último que me esperaba.

—¡Ladón! —gritó—. ¡Despierta!

El dragón se removió, reluciente como una montaña de monedas de cobre, y las hespérides se dispersaron chillando.

La que había llevado la voz cantante le gritó a Zoë:

—¿Te has vuelto loca?

—Nunca has tenido valor, hermana —respondió ella—. Ése es tu problema.

Ladón se retorció. Sus cien cabezas fustigaron el aire, con las lenguas trémulas y hambrientas. Zoë dio un paso adelante con los brazos en alto.

—¡No, Zoë! —gritó Thalia—. Ya no eres una hespéride. Te matará.

—Ladón está adiestrado para guardar el árbol —dijo Zoë—. Bordead el jardín y subid hacia la cima. Mientras yo represente para él una amenaza, seguramente no os prestará atención.

—Seguramente… —repetí—. No suena muy tranquilizador.

—Es la única manera —dijo ella—. Ni siquiera los tres juntos podríamos con él.

Ladón abrió sus bocas. Un escalofrío me recorrió el espinazo al oír el silbido de sus cien cabezas. Y eso fue antes de que me llegara su aliento. No hay palabras para definirlo. Era como oler un ácido. Los ojos me ardieron al instante; se me puso piel de gallina y los pelos como escarpias. Me acordé de una vez que había muerto una rata en nuestro apartamento en pleno verano. El hedor era parecido, sólo que éste era cien veces más fuerte, y mezclado con un olor a eucalipto. Me prometí en aquel mismo momento que nunca volvería a pedir en la enfermería del colegio pastillas para la tos.

Estuve a punto de sacar mi espada, pero entonces recordé mi sueño sobre Zoë y Hércules. Si él había fracasado en su combate frente a frente con el dragón, sería mejor confiar en el criterio de Zoë.

Thalia subió por la izquierda y yo por la derecha. Zoë fue directamente hacia el monstruo.

—Soy yo, mi pequeño dragón —dijo—. Zoë ha vuelto.

Ladón se desplazó hacia delante y enseguida retrocedió. Algunas bocas se cerraron; otras siguieron silbando. Se hizo un lío. Entretanto, las hespérides se disolvieron y retornaron a las sombras. Aún se oyó la voz de la mayor:

—Idiota —susurró.

—Yo te alimentaba con mis propias manos —prosiguió Zoë con tono dulce, mientras se iba aproximando al árbol dorado—. ¿Todavía te gusta la carne de cordero?

Los ojos del dragón destellaron.

Thalia y yo habíamos bordeado ya la mitad del jardín. Un poco más adelante, una senda de roca ascendía a la negra cima de la montaña. La tormenta se arremolinaba y giraba a su alrededor como si aquella cumbre fuese el eje del mundo.

Habíamos salido casi del prado cuando algo falló. Percibí un cambio de humor en el dragón. Quizá Zoë se había acercado demasiado. O tal vez la bestia había sentido hambre. En todo caso, se abalanzó sobre ella.

Dos mil años de adiestramiento la mantuvieron con vida. Esquivó una ristra de colmillos, se agachó para evitar la siguiente y empezó a serpentear entre las cabezas de la bestia, corriendo en nuestra dirección y aguantándose las arcadas que le provocaba aquel espantoso aliento.

Saqué a Contracorriente para ayudarla.

—¡No! —jadeó Zoë—. ¡Corred!

El dragón la golpeó en el flanco y ella dio un grito. Thalia alzó la Egida y el monstruo soltó un espeluznante silbido. En ese segundo de indecisión, Zoë se adelantó montaña arriba y nosotros la seguimos a todo correr.

El dragón no intentó perseguirnos. Silbó enloquecido y golpeó el suelo, pero le habían enseñado a proteger el árbol por encima de todo y no iba a dejarse arrastrar tan fácilmente a una trampa, por muy suculenta que fuese la perspectiva de zamparse a varios héroes.

Subimos la cuesta corriendo mientras las hespérides reanudaban su canto en las sombras que habíamos dejado atrás. Su música ya no me pareció tan bonita, sino más bien como la banda sonora de un funeral.

* * *

La cima de la montaña estaba sembrada de ruinas, llena de bloques de granito y de mármol negro tan grandes como una casa. Había columnas rotas y estatuas de bronce que daban la impresión de haber sido fundidas en buena parte.

—Las ruinas del monte Othrys —susurró Thalia con un temor reverencial.

—Sí —dijo Zoë—. Antes no estaban aquí. Es mala señal.

—¿Qué es el monte Othrys? —pregunté, sintiéndome un idiota como de costumbre.

—La fortaleza de los titanes —respondió Zoë—. Durante la primera guerra, Olimpia y Othrys eran las dos capitales rivales. Othrys era…

Hizo una mueca y se apretó el flanco.

—Estás herida —le dije—. Déjame ver.

—¡No! No es nada. Decía que… en la primera guerra, Othrys fue arrasada y destruida.

—Pero… ¿cómo es que sus restos están aquí?

Thalia miraba alrededor con cautela mientras sorteábamos los cascotes, los bloques de mármol y los arcos rotos.

—Se desplaza en la misma dirección que el Olimpo —dijo—. Siempre se halla en los márgenes de la civilización. El hecho de que esté aquí, en esta montaña, no indica nada bueno.

—¿Por qué?

—Porque ésta es la montaña de Atlas —intervino Zoë—. Desde donde él sostiene… —Su voz pareció quebrarse de pura desesperación y se quedó inmóvil—. Desde donde… sostenía el cielo.

Habíamos llegado a la cumbre. A unos metros apenas, los grises nubarrones giraban sobre nuestras cabezas en un violento torbellino, creando un embudo que casi parecía tocar la cima, pero que reposaba en realidad sobre los hombros de una chica de doce años de pelo castaño rojizo, cubierta con los andrajos de un vestido plateado. Artemisa, sí, allí estaba: sujeta a la roca con cadenas de bronce celestial. Justo lo que había visto en mi sueño. Y no era el techo de una caverna lo que Artemisa se veía obligada a sostener. Era el techo del mundo.

—¡Mi señora!

Zoë corrió hacia ella. Pero Artemisa gritó:

—¡Detente! Es una trampa. Debes irte ahora mismo.

Parecía exhausta y estaba empapada de sudor. Yo nunca había visto a una diosa sufrir de aquella manera. El peso del cielo era a todas luces demasiado para ella.

Zoë sollozaba. Pese a las protestas de Artemisa, se adelantó y empezó a tironear de las cadenas.

Entonces retumbó una voz a nuestras espaldas.

—¡Ah, qué conmovedor!

Nos dimos media vuelta. Allí estaba el General, con su traje de seda marrón. Tenía a Luke a su lado y también a media docena de dracaenae que portaban el sarcófago de Cronos. Junto a Luke, Annabeth con las manos a la espalda y una mordaza en la boca. El apoyaba la punta de la espada en su garganta.

La miré a los ojos, como si de ese modo ella pudiera responder a todas mis preguntas. Pero Annabeth me enviaba un solo mensaje: «Huye.»

—Luke —gruñó Thalia—, suéltala.

Él esbozó una sonrisa endeble y pálida. Tenía un aspecto incluso peor que tres días atrás en Washington.

—Esa decisión está en manos del General, Thalia. Pero me alegra verte de nuevo.

Thalia le escupió.

El General rió entre dientes.

—Ya vemos en qué ha quedado esa vieja amistad. Y en cuanto a ti, Zoë, ha pasado mucho tiempo… ¿Cómo está mi pequeña traidora? Voy a disfrutar matándote.

—No le contestes —gimió Artemisa—. No lo desafíes.

—Un momento… —intervine—. ¿Tú eres Atlas?

El General me echó un vistazo.

—¡Ah! Así que hasta el más estúpido de los héroes es capaz de hacer por fin una deducción. Sí, soy Atlas, general de los titanes y terror de los dioses. Felicidades. Acabaré contigo enseguida, tan pronto me haya ocupado de esta desgraciada muchacha.

—No vas a hacerle ningún daño a Zoë —dije—. No te lo permitiré.

El General sonrió desdeñoso.

—No tienes derecho a inmiscuirte, pequeño héroe. Esto es un asunto de familia.

Arrugué el entrecejo.

—¿De familia?

—Sí —dijo Zoë, desolada—. Atlas es mi padre.