Me meto en una batalla de burritos
A la salida del vertedero, tropezamos con un camión de remolque tan desvencijado que parecía que también lo hubiesen dejado allí como chatarra. Pero el motor arrancó y tenía el depósito casi lleno, así que decidimos tomarlo prestado.
Thalia conducía, pues parecía menos aturdida que los demás.
—Los guerreros-esqueleto aún andan por ahí —nos recordó—. Hemos de seguir adelante.
Avanzamos por el desierto bajo un cielo límpidamente azul. La arena brillaba de tal modo que no podías ni mirarla. Zoë iba en la cabina con Thalia; Grover y yo, en la caja, apoyados en el cabrestante. El aire era caliente y seco, pero el buen tiempo parecía un insulto después de perder a Bianca.
Llevaba apretada en la mano la figurita que le había costado la vida. Aún no tenía claro qué dios se suponía que era. Nico lo sabría.
¡Dioses…! ¿Qué iba a decirle a Nico?
Quería creer que Bianca seguía viva en alguna parte. Pero tenía el funesto presentimiento de que había desaparecido para siempre.
—Tendría que haberme tocado a mí —dije—. Tendría que haberme metido yo en el gigante.
—¡No digas eso! —dijo Grover, alarmado—. Bastante terrible es que hayamos perdido a Annabeth. Y ahora a Bianca. ¿Crees que podría resistirlo? —Se sorbió la nariz—. ¿Crees que habría alguien dispuesto a ser mi mejor amigo?
—Ay, Grover…
Se secó los ojos con un pañuelo grasiento que le manchó la cara, como si llevara pinturas de guerra.
—Estoy… bien.
Pero no lo estaba. Desde lo sucedido en Nuevo México con aquel viento salvaje que había soplado de repente, se lo veía más frágil y sentimental que de costumbre. No me atrevía a hablar de ello, porque igual empezaba a sollozar.
Tener un amigo que pierde la calma más fácilmente que uno no deja de ofrecer una ventaja. Comprendí que no podía continuar deprimido. Tenía que dejar de pensar en Bianca y espolear a los demás, como hacía Thalia. Me preguntaba de qué estarían hablando aquellas dos en la cabina.
* * *
Se nos acabó el depósito a la entrada de un cañón. Tampoco importaba, porque la carretera terminaba allí.
Thalia se bajó y cerró de un portazo. En el acto, reventó un neumático.
—Estupendo. ¿Y qué más?
Escudriñé el horizonte. No había mucho que ver. Desierto en todas direcciones y, aquí y allá, algún grupito de montañas peladas y estériles. El cañón era lo único interesante. El río en sí mismo no era gran cosa: tendría unos quince metros de anchura y unos cuantos rápidos, pero había abierto una garganta muy profunda en mitad del desierto. Los riscos se precipitaban vertiginosamente a nuestros pies.
—Hay un camino —señaló Grover—. Podemos bajar al río.
Estiré el cuello para ver a qué se refería y descubrí por fin un saliente diminuto que bajaba serpenteando.
—Eso es un camino de cabras —dije.
—¿Y qué? —preguntó él.
—Que los demás no somos cabras.
—Podemos hacerlo. Me parece a mí.
Me lo pensé dos veces. Había cruzado precipicios otras veces, aunque no me gustaban demasiado. Entonces miré a Thalia y vi lo pálida que se había puesto. Su problema con las alturas… ella no lo conseguiría.
—Humm, no —dije—. Creo que deberíamos ir corriente arriba.
—Pero… —protestó Grover.
—Vamos. Una caminata no nos vendrá mal.
Miré a Thalia. Sus ojos me dijeron «gracias».
Seguimos el curso del río durante un kilómetro y llegamos a una pendiente por la que era mucho más fácil bajar. En la orilla había un centro de alquiler de canoas, cerrado en aquella época del año. No obstante, dejé un puñado de dracmas de oro en el mostrador con una nota que ponía: «Te debo dos canoas, amigo.»
—Tenemos que ir corriente arriba —me indicó Zoë. Era la primera vez que la oía desde la chatarrería y me inquietó lo mal que sonaba: casi como si tuviera la gripe—. Los rápidos son muy violentos.
—Eso déjamelo a mí —dije mientras transportábamos las canoas al agua.
Thalia me llevó un momento aparte cuando íbamos a recoger los remos.
—Gracias por lo de antes —dijo.
—No hay de qué.
—¿De verdad te ves capaz…? —Señaló los rápidos con la barbilla—. Ya me entiendes.
—Creo que sí. Suelo desenvolverme bien en el agua.
—¿Te importaría ir con Zoë? —preguntó—. Tal vez… podrías hablarle.
—A ella no le hará ninguna gracia.
—Por favor. No sé si podré soportar más rato a solas con ella. Esa chica… empieza a inquietarme.
Era lo último que quería, pero accedí.
Thalia pareció relajarse.
—Te debo una.
—Dos.
—Una y media.
Sonrió y, por un segundo, recordé que me caía bien cuando no se dedicaba a gritarme. Luego se volvió y ayudó a Grover a preparar su canoa.
Al final, resultó que ni siquiera tuve que controlar las corrientes. En cuanto nos metimos en el río, eché un vistazo al agua y descubrí a dos náyades mirándome fijamente.
Tenían el aspecto de dos adolescentes normales, como las que puedes encontrar en cualquier centro comercial, salvo que estaban bajo el agua.
«Eh, chicas», las llamé.
Hicieron un sonido burbujeante que tal vez era una risita. No estaba seguro. Me costaba entender a las náyades.
«Vamos río arriba —les dije—. ¿Podríais…?»
Ni siquiera me dejaron terminar la frase. Eligieron una canoa cada una y se pusieron a remolcarnos por el río. Salimos a tal velocidad que Grover se cayó dentro de su canoa y quedó con las pezuñas al aire.
—Odio a las náyades —refunfuñó Zoë.
Un chorro de agua saltó desde la parte trasera del bote y le salpicó toda la cara.
—¡Demonios femeninos! —exclamó agarrando su arco.
—Venga, mujer —le dije—. Sólo están jugando.
—Malditos espíritus del agua. Nunca me perdonarán.
—¿Perdonar, por qué?
Ella volvió a colgarse el arco del hombro.
—Fue hace mucho. No importa.
Aceleramos río arriba; las paredes de roca se alzaban amenazadoras a ambos lados.
—Lo que le ocurrió a Bianca no es culpa tuya —le dije—. Ha sido mía. Yo permití que lo hiciera.
Pensé que aquello le serviría de excusa para ponerse a chillarme, pero quizá la arrancaría al menos de su abatimiento.
—No, Percy —dijo en cambio—. Yo la empujé a participar en esta búsqueda. Fui demasiado impaciente. Era una mestiza muy poderosa. Tenía un corazón bondadoso también. Pensé que podría llegar a ser lugarteniente de las cazadoras.
—Pero ese puesto lo ocupas tú.
Ella retorció la correa de su carcaj. Parecía más cansada que nunca.
—No hay nada que dure siempre, Percy. Durante dos mil años he dirigido la Cacería. Pero mi sabiduría no ha aumentado. Ahora, Artemisa en persona corre peligro.
—Escucha, no puedes culparte también de eso.
—Si hubiera insistido en acompañarla…
—¿Y crees que habrías sido capaz de combatir con algo tan poderoso como para secuestrar a Artemisa? No habrías podido hacer nada.
Zoë no respondió.
Los riscos del cañón eran cada vez más altos. Sus sombras alargadas cubrían el agua y la enfriaban aún más, aunque el día fuese luminoso.
Sin pensármelo dos veces, saqué a Contracorriente del bolsillo. Zoë miró el bolígrafo con expresión afligida.
—Lo hiciste tú —le dije.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Tuve un sueño.
Ella me miró de hito en hito. Estaba seguro de que iba a decirme que me había vuelto loco, pero se limitó a emitir un suspiro.
—Era un regalo. Y fue un error.
—¿Quién era el héroe? —pregunté.
Ella meneó la cabeza.
—No me obligues a decir su nombre. Juré que jamás volvería a pronunciarlo.
—Lo dices como si tuviera que saberlo.
—Estoy segura de que lo sabes, héroe. ¿Acaso todos los chicos no queréis ser como él?
Su tono era tan amargo que decidí no preguntarle a qué se refería. Miré a Contracorriente y, por primera vez, me pregunté si estaría maldita.
—¿Tu madre era una diosa del agua? —le pregunté.
—Sí. Pleione. Tuvo cinco hijas. Mis hermanas y yo, las hespérides.
—Esas eran las chicas que vivían en un jardín en el extremo más occidental del mundo. Con el árbol de las manzanas doradas y un dragón que lo vigilaba.
—Sí —dijo Zoë con tristeza—. Ladón.
—Pero ¿no eran sólo cuatro hermanas?
—Ahora sí. Yo fui exiliada. Olvidada. Borrada como si nunca hubiera existido.
—¿Por qué?
Ella señaló mi bolígrafo.
—Porque traicioné a mi familia y ayudé a un héroe. Tampoco esto lo encontrarás en la leyenda. Él nunca habló de mí. Cuando fracasó en su intento de enfrentarse directamente con Ladón, fui yo quien le dio la idea para engañar a mi padre y robar las manzanas. Pero él se llevó todo el mérito.
—Pero…
«Gluglú, gluglú», oí que decía una náyade en mi cabeza. La velocidad de la canoa estaba disminuyendo rápidamente.
Miré al frente y descubrí por qué.
No podíamos seguir. El río estaba bloqueado. Un dique tan grande como un estadio de fútbol se alzaba ante nosotros cerrándonos el paso.
—¡La presa Hoover! —exclamó Thalia—. ¡Qué pasada!
Nos quedamos boquiabiertos contemplando aquel muro curvado de hormigón que surgía de pronto entre las dos paredes del cañón. Había personas en lo alto del dique; se veían tan diminutas como moscas.
Las náyades nos habían abandonado soltando gruñidos. No entendía qué decían, pero era obvio que odiaban aquel dique que bloqueaba su hermoso río. Nuestras canoas giraban sobre sí mismas y empezaban a moverse río abajo, impulsadas por el agua que dejaban escapar las esclusas.
—Doscientos metros de altura —dije—. Construida en los años treinta.
—Treinta y cinco mil kilómetros cúbicos de agua —añadió Thalia.
Grover suspiró.
—El mayor proyecto constructivo de Estados Unidos.
Zoë nos miró perpleja.
—¿Cómo sabéis todo eso?
—Annabeth —contesté—. A ella le gusta la arquitectura.
—Se volvía loca con estas cosas —dijo Thalia.
—Se pasaba todo el rato recitando datos —agregó Grover, sorbiéndose la nariz—. Una verdadera lata.
—Ojalá estuviese aquí —murmuré.
Los demás asintieron. Zoë seguía mirándonos extrañada, pero a mí me daba igual. Parecía una crueldad del destino que hubiéramos llegado a la presa Hoover, uno de sus monumentos favoritos, y que ella no estuviera allí para verla.
—Tenemos que subir —dije—. Aunque sólo sea por ella. Para poder decir que hemos estado.
—Tú estás loco —replicó Zoë—. Aunque… también es verdad que allí está la carretera —añadió señalando un enorme aparcamiento junto al dique—. Y las visitas guiadas.
* * *
Tuvimos que caminar casi una hora para hallar un camino que llevase a la carretera. Salimos al este del río y luego retrocedimos hacia el dique. Hacía frío y soplaba mucho viento allá arriba. A un lado, se extendía un inmenso lago encajonado entre montañas desérticas. Al otro lado, el dique descendía doscientos metros hasta el río en lo que parecía la rampa de monopatín más peligrosa del mundo.
Thalia caminaba por el centro de la carretera, para permanecer lo más alejada posible de los bordes del dique. Grover husmeaba el aire, muy inquieto. Aunque no dijo nada, deduje que había percibido la presencia de monstruos.
—¿Están cerca? —le pregunté.
El meneó la cabeza.
—Quizá no tanto. Con el viento que hay aquí y el desierto alrededor, es probable que el olor se transmita desde muy lejos. Pero viene de varias direcciones, lo cual no me gusta.
A mí tampoco me gustaba. Ya era miércoles: sólo faltaban dos días para el solsticio de invierno y aún nos quedaba mucho camino por delante. No nos hacían falta más monstruos.
—Había un bar en el centro turístico —dijo Thalia.
—¿Tú ya has estado aquí? —le pregunté.
—Una vez. Para ver a los guardianes —respondió señalando a un lado del dique. Excavada en el flanco de la roca, había una pequeña plaza con dos grandes esculturas de bronce. Se parecían a la estatua de los Osear, pero con alas—. Consagraron esos guardianes a Zeus cuando fue construido el embalse —añadió—. Un regalo de Atenea.
Los turistas se agolpaban a su alrededor y parecía que todos contemplasen los pies de las estatuas.
—¿Qué hacen? —pregunté.
—Les frotan los dedos —explicó Thalia—. Dicen que trae suerte.
—¿Por qué?
Ella meneó la cabeza.
—Los mortales se inventan cosas absurdas. No saben que las estatuas están consagradas a Zeus, pero intuyen que hay en ellas algo especial.
—Cuando estuviste aquí, ¿te hablaron o algo así?
Su expresión se endureció. Yo estaba seguro de que si había venido hasta aquí había sido precisamente para eso: para buscar algún signo de su padre. Una conexión.
—No —respondió—. En absoluto. Son dos estatuas de metal, nada más.
Pensé en la última gran estatua de metal con la que nos habíamos tropezado y en lo mal que nos había ido con ella, aunque preferí no comentarlo.
—Busquemos esa condenada taberna —concluyó Zoë, malhumorada— y echemos un bocado mientras podamos.
Grover sonrió.
—¿De qué te ríes? —le preguntó Zoë.
—No, de nada —respondió, aguantándose la risa—. Me zamparía unas condenadas patatas fritas.
Incluso Thalia se sonrió.
—Y yo he de ir al baño, maldición.
Tal vez sería porque estábamos tensos y cansados, pero empecé a mondarme en voz baja, y a Thalia y Grover se les contagió la risa.
Zoë nos miraba perpleja.
—¿Qué os pasa?
—Voy a refrescarme el gaznate en esa taberna —dijo Grover.
Estallé en carcajadas. Y habría seguido riéndome un buen rato si no hubiera oído de repente un sonido inesperado:
—¡Muuuuuu!
La risa se me atragantó en el acto. Primero me pregunté si sólo habría sonado en mi cabeza, pero Grover también había dejado de reírse y miraba extrañado alrededor.
—¿Era una vaca lo que acabo de oír?
—¿Una condenada vaca? —dijo Thalia riendo.
—No —insistió Grover—, hablo en serio.
Zoë aguzó el oído.
—No oigo nada.
Thalia me miraba a mí.
—¿Te encuentras bien, Percy?
—Sí. Adelantaos vosotros. Yo voy enseguida.
—¿Qué pasa? —me preguntó Grover.
—Nada. Necesito un minuto para pensar.
Los tres vacilaron, pero supongo que se percataron de mi inquietud y al final se fueron al centro turístico. En cuanto se alejaron, corrí al lado norte del dique y me asomé a la barandilla.
—¡Muuuuu!
Estaba en el lago, unos nueve metros más abajo, pero la reconocí al instante. Era mi amiga de Long Island Sound: Bessie, la vaca-serpiente.
Eché un vistazo alrededor. Había grupos de chicos correteando por el dique. También personas mayores y algunas familias. Pero nadie había advertido la presencia de Bessie.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—¡Muuu! —Parecía alarmada, como si quisiera advertirme.
—¿Cómo has llegado? —insistí. Estábamos a miles de kilómetros de Long Island, a una enorme distancia tierra adentro. Era imposible que hubiese llegado nadando. No obstante, allí estaba.
Bessie nadó en círculo y dio un cabezazo contra el dique.
—¡Muuu!
Quería que fuese con ella. Me decía que me apresurase.
—No puedo —le dije—. Mis amigos están aquí.
Me miró con sus ojos tristes. Luego soltó un mugido aún más apremiante, dio un salto y se sumergió en el agua.
Titubeé. Algo pasaba y Bessie quería avisarme. Consideré la idea de saltar y lanzarme tras ella, pero entonces me llevé un susto de muerte: por el extremo este de la carretera se acercaban dos hombres con uniformes de camuflaje. ¡Guerreros-esqueleto!
Pasaron junto a un grupo de críos y los apartaron de un empujón. Un chico protestó y uno de los tipos se volvió hacia él, con la cara convertida por un instante en una calavera.
—¡Aaaah! —gritó el chico. Todo el grupo retrocedió.
Corrí al centro turístico.
Estaba casi en las escaleras cuando oí un chirrido de neumáticos. En el extremo oeste del dique, una furgoneta negra viró y se detuvo bruscamente en medio de la carretera, casi llevándose por delante a un grupo de ancianos.
Las puertas se abrieron de golpe y se apearon varios esqueletos más. Estábamos rodeados.
Bajé las escaleras volando y crucé la entrada del museo. El guardia de seguridad del detector de metales me dio el alto:
—¡Eh, chico!
Pero yo no me detuve.
Eché a correr y crucé la exposición como un rayo hasta camuflarme entre un grupo de turistas. No veía a mis amigos por ningún lado. ¿Dónde estaría el condenado bar?
—¡Alto! —gritó el guardia.
No tenía donde esconderme, salvo en el ascensor con el grupo de turistas. Me colé justo cuando las puertas se cerraban.
—A continuación vamos a descender doscientos metros —anunció alegremente la guía del grupo. Era una guarda forestal, con gafas de sol y el pelo negro recogido en una coleta. Supongo que no había reparado en que me perseguían—. No se preocupen, damas y caballeros —prosiguió con una sonrisa—, este ascensor casi nunca se estropea.
—¿Esto no va al bar? —pregunté.
Varios turistas reprimieron una risita. La guía me miró, y algo en su mirada me provocó un estremecimiento.
—Va a las turbinas, joven —dijo—. ¿No ha escuchado arriba mi fascinante presentación?
—Ah… sí, claro. ¿No habrá otra salida allá abajo?
—No hay ninguna salida —terció un turista que tenía detrás—. La única salida es el otro ascensor.
Se abrieron las puertas.
—Sigan adelante, amigos —nos conminó la mujer—. Al final del pasillo hay otra guía esperándolos.
No me quedaba otro remedio que seguir al grupo.
—Por cierto, joven —agregó la mujer desde el ascensor. Al girarme, vi que se había quitado las gafas. Sus ojos eran asombrosamente grises, como nubes cargadas de tormenta—: Siempre hay una salida para los que tienen la inteligencia de encontrarla.
Las puertas se cerraron, dejándome allí solo.
No tuve tiempo de pensar a quién me recordaba aquella mujer, porque oí el timbre del otro ascensor, situado tras un recodo, y me llegó el sonido inconfundible de los dientes de esqueleto rechinando y entrechocando.
Corrí tras el grupo de turistas por un túnel excavado en la roca viva. Parecía interminable. Las paredes estaban húmedas y se percibía el zumbido de la electricidad y el retumbo del agua. Desemboqué en una galería en forma de U que dominaba una inmensa sala de máquinas. Unos quince metros más abajo había grandes turbinas en marcha. La estancia era grandiosa, pero yo no veía ninguna salida, salvo que optara por lanzarme a las turbinas para que me convirtiesen en electricidad.
Había otra guía hablando a los turistas sobre el suministro de agua en Nevada. Rogué que Thalia, Zoë y Grover estuvieran bien. Tal vez los habían capturado. O tal vez no, y seguían comiendo en aquel condenado bar, ajenos a lo que sucedía. Estúpido de mí: me había encerrado a mí mismo en un agujero a doscientos metros de profundidad.
Me abrí paso entre la gente con todo el disimulo que pude. En un extremo de la galería había un vestíbulo: quizá un buen sitio donde ocultarse. Mantuve la mano en el bolsillo, empuñando a Contracorriente con firmeza.
Cuando llegué al final de la galería, tenía los nervios de punta. Entré en el pequeño vestíbulo caminando hacia atrás, para no perder de vista el corredor.
Entonces oí un resoplido a mi espalda. Pensé que era otro esqueleto y, sin pensármelo, destapé a Contracorriente, di media vuelta y lancé un tajo a ciegas.
La chica (increíblemente, no la corté en dos) dio un chillido y dejó caer su pañuelo.
—¡Dios mío! —gritó—. ¿Es que matas a todo el mundo que se suena la nariz?
Lo primero que pensé fue que la espada no la había herido. Que la había atravesado sin dañarla.
—¡Eres mortal!
Ella me miró perpleja.
—¿Y eso qué significa? ¡Claro que soy mortal! ¿Cómo has podido pasar el control de seguridad con esa espada?
—No he pasado el control… Un momento, ¿tú la ves como una espada?
Ella puso un momento los ojos en blanco. Eran verdes, como los míos. Tenía el pelo rizado, castaño rojizo, y la nariz también roja, como si estuviese resfriada. Llevaba una sudadera granate de Harvard y unos vaqueros llenos de manchas de rotulador y agujeritos, como si hubiera dedicado su tiempo libre a perforárselos con un tenedor.
—Una de dos: o es una espada, o es el cepillo de dientes más grande del mundo —dijo—. ¿Y cómo es que no me ha hecho ningún daño? Bueno, no es que me queje. ¿Tú quién eres? Y… ¿qué llevas puesto? ¿Es una piel de león?
Hacía tantas preguntas y tan deprisa, que era como si te bombardeara. No se me ocurría qué decir. Me miré las mangas. En apariencia yo llevaba puesto un abrigo marrón, no la piel del León de Nemea.
No me había olvidado de los guerreros-esqueleto. Y no tenía tiempo que perder. Pero aun así, me quedé mirando a aquella chica pelirroja. Entonces recordé lo que había hecho Thalia en Westover Hall para despistar a los profesores. Quizá yo también pudiera manipular la Niebla.
Me concentré y chasqueé los dedos.
—No ves una espada —le dije a la chica—. Es sólo un bolígrafo.
Ella parpadeó.
—Qué va. Es una espada. Vaya tipo más raro…
—¿Y tú quién eres? —le pregunté.
Ella resopló, indignada.
—Rachel Elizabeth Daré. Y ahora, ¿vas a responderme o llamo a gritos a seguridad?
—¡No! —dije—. Es que… tengo un poco de prisa. ¡Estoy metido en un aprieto!
—¿Tienes prisa o tienes problemas?
—Las dos cosas.
Ella miró por encima de mi hombro y abrió los ojos de par en par.
—¡El lavabo!
—¿Qué?
—¡El lavabo! ¡Detrás de mí!
No sé bien por qué, pero le hice caso. Me colé en el baño de caballeros y dejé a Rachel Elizabeth Daré allí fuera. Más tarde pensé que aquello había sido muy cobarde por mi parte. Pero estoy seguro de que me salvó la vida.
Oí los chirridos y los siseos de los esqueletos a medida que se acercaban.
Aferré con fuerza a Contracorriente. ¿En qué diablos estaba pensando? Había dejado fuera a una mortal. Iban a matarla. Me disponía a salir en tromba cuando oí a Rachel Elizabeth Daré hablar con su estilo ametralladora.
—¡Dios mío! ¿Han visto a ese chico? ¡Ya era hora de que llegaran! ¡Ha estado a punto de matarme! Tenía una espada, por el amor de Dios. ¿Ustedes han permitido que entre un loco con una espada en un monumento como éste? ¡Qué escándalo! Ha salido corriendo hacia esos chismes, turbinas o como se llamen. Creo que ha saltado. O tal vez se ha caído.
Oí cómo los esqueletos chirriaban excitados y a continuación se alejaron.
Rachel abrió la puerta.
—Vía libre. Pero más vale que te des prisa.
Parecía asustada y tenía la frente perlada de sudor.
Me asomé con cautela. Tres guerreros corrían hacia la otra punta de la galería. El camino hacia el ascensor quedaba momentáneamente despejado.
—Te debo una, Rachel Elizabeth Dare.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó—. Parecen…
—¿Esqueletos?
Ella asintió.
—Hazte un favor a ti misma —le dije—. Olvídalo. Y olvida que me has visto.
—¿Olvidar que has intentado matarme?
—Sí. Eso también.
—Pero… ¿quién eres?
—Percy… —empecé. Y entonces vi que los guerreros habían llegado a la otra punta y ya daban la vuelta—. ¡Me largo!
—¿Qué clase de nombre es «Percy Me largo»?
Huí hacia la salida.
* * *
El bar estaba lleno de chicos que disfrutaban de la mejor parte de la excursión, o sea, el menú infantil. Thalia, Zoë y Grover ya se habían sentado con sus bandejas.
—¡Tenemos que irnos! —jadeé—. ¡Ahora mismo!
—Pero si acaban de servirnos nuestros burritos —se quejó Thalia.
Zoë se puso en pie, mascullando una maldición en griego antiguo.
—¡Tiene razón! Mirad.
El bar tenía grandes ventanales en los cuatro lados, lo cual nos ofrecía una excelente panorámica del ejército de guerreros-esqueleto que habían venido a matarnos.
Conté dos al este, bloqueando el paso hacia Arizona, y tres más al oeste, cubriendo la salida hacia Nevada. Todos iban armados con porras y pistolas.
Pero nuestro problema inmediato estaba más cerca. Los tres que me habían perseguido en la sala de turbinas aparecieron en las escaleras. Al verme por la ventana, entrechocaron los dientes con avidez.
—¡Al ascensor! —gritó Grover.
Nos disponíamos a correr hacia allí cuando se abrieron las puertas y salieron tres guerreros más. Ya estaban todos, salvo el que Bianca había destruido en Nuevo México. Nos tenían rodeados.
Entonces Grover tuvo una idea brillante y muy propia de él.
—¡Guerra de burritos! —chilló, y le lanzó su guacamole gigante al esqueleto más cercano.
Si nunca te han dado con un burrito en la cara, puedes considerarte un tipo con suerte. En el listado de proyectiles mortíferos están al mismo nivel que las granadas y las balas de cañón. La comida de Grover golpeó al esqueleto y le arrancó la calavera de cuajo. No sé qué verían exactamente los otros chicos del bar, pero todos se pusieron como locos y empezaron a lanzarse los burritos, las patatas fritas y los vasos de refresco en medio de un griterío infernal.
Los guerreros-esqueleto intentaban apuntar con sus pistolas, pero era inútil. Los burritos y las bebidas volaban por todas partes.
En medio del caos, Thalia y yo les hicimos un placaje a los dos esqueletos de las escaleras y los mandamos directos a la mesa de condimentos. Bajamos los peldaños de tres en tres mientras las raciones de guacamole volaban por encima de nuestras cabezas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Grover cuando salimos al exterior.
No supe qué responder. Los guerreros apostados en la carretera se acercaban por ambos lados. Corrimos hacia la plaza de las estatuas de bronce y nos dimos cuenta demasiado tarde de que nos tenían acorralados contra la roca.
Los esqueletos avanzaban formando una media luna. Sus compañeros venían desde el bar. Uno de ellos todavía se estaba colocando la calavera sobre los hombros. Otro venía cubierto de ketchup y mostaza. Y había dos más con burritos incrustados entre las costillas. Muy contentos no parecían. Sacaron sus porras y avanzaron.
—Cuatro contra once —masculló Zoë—. Y ellos no mueren.
—Ha sido fantástico compartir esta aventura con vosotros —dijo Grover con voz temblorosa.
Capté una cosa brillante con el rabillo del ojo, y al volverme vi los pies de la estatua.
—Uau. Tienen los dedos relucientes.
—¡Percy! —me reprendió Thalia—. Déjate de tonterías.
Contemplé a los dos gigantes de bronce, cada uno con dos alas grandiosas y tan afiladas como un abrecartas. La exposición a la intemperie los había vuelto de color marrón, salvo los dedos de los pies, que relucían como monedas recién acuñadas gracias a la costumbre de la gente de frotarlos para que les dieran suerte.
Buena suerte. La bendición de Zeus.
Me acordé de la mujer del ascensor. Aquellos ojos grises, aquella sonrisa… ¿Qué me había dicho? «Siempre hay una salida para los que tienen la inteligencia de encontrarla.»
—Thalia —dije—. Rézale a tu padre.
Ella me lanzó una mirada furiosa.
—Nunca responde.
—Sólo por esta vez —supliqué—. Pídele ayuda. Creo que estas estatuas pueden darnos suerte.
Seis esqueletos nos encañonaron. Los otros cinco se acercaban con sus porras. Quince metros. Diez.
—¡Vamos, hazlo! —la apremié.
—¡No! —insistió Thalia—. No me va a responder.
—Esta vez es distinto.
—¿Quién lo dice?
Titubeé.
—Atenea, creo.
Ella me miró como si me hubiese vuelto loco.
—Prueba —suplicó Grover.
Thalia cerró los ojos y empezó a mover los labios en una plegaria silenciosa. Yo le dediqué mi propia oración a la madre de Annabeth, rogando no haberme equivocado. Tenía que ser ella la mujer del ascensor. Había venido para ayudarnos a salvar a su hija.
Recé, pero nada sucedió.
Los esqueletos estrecharon el cerco. Blandí mi espada para defenderme. Thalia alzó su escudo. Zoë apartó a Grover de un empujón y apuntó con su arco a la cabeza de un esqueleto.
En ese momento, una sombra se cernió sobre mí. Creí que sería la sombra de la muerte, pero era un ala enorme. Los esqueletos levantaron la vista demasiado tarde. Hubo un destello de bronce y los cinco que se aproximaban con sus porras fueron barridos de un solo golpe.
Los otros abrieron fuego. Yo me cubrí con mi piel de león, pero no hacía falta: los ángeles de bronce se adelantaron y desplegaron sus alas. Las balas resonaron en la superficie como la lluvia enfurecida en un tejado de chapa. Luego los dos ángeles se lanzaron sobre los esqueletos, que salieron despedidos hasta el otro lado de la carretera.
—¡Chico, qué agradable resulta caminar! —dijo el primer ángel. Su voz sonaba metálica y oxidada, como si no hubiese echado un trago desde que lo habían esculpido.
—¿Has visto cómo tengo los pies? —dijo el otro—. Sagrado Zeus, ¿en qué estarían pensando todos esos turistas?
Aquellos dos ángeles me habían dejado pasmado, pero todavía me preocupaban los esqueletos. Unos cuantos habían logrado reunir sus piezas y ya se incorporaban de nuevo, buscando a tientas sus armas con dedos esqueléticos.
—¡Peligro! —exclamé.
—¡Sacadnos de aquí! —chilló Thalia.
Los dos ángeles bajaron la vista hacia ella.
—¿La cría de Zeus?
—¡Sí!
—¿Cómo se piden las cosas, señorita hija de Zeus? —dijo uno de ellos.
—¡Por favor!
Los ángeles se miraron y se encogieron de hombros.
—Podríamos aprovechar para estirar los músculos.
Y antes de que pudiéramos darnos cuenta, uno de ellos nos había agarrado a Thalia y a mí, y el otro a Zoë y a Grover, y nos elevábamos ya sobre la presa y el río mientras entre las montañas reverberaba un eco de disparos. Los guerreros se fueron encogiendo allá abajo hasta convertirse en manchitas minúsculas.