CAPÍTULO 13

Visitamos la chatarrería de los dioses

Cabalgamos sobre el jabalí hasta que se puso el sol. Mi trasero ya no podía más. Imagínate andar todo el día montado en un cepillo de acero sobre un camino pedregoso. Así de cómodo más o menos era viajar sobre aquella bestia.

No tengo ni idea de cuántos kilómetros recorrimos, pero sí sé que las montañas se desvanecieron en el horizonte y cedieron paso a una interminable extensión de tierra llana y seca. La hierba y los matorrales se iban haciendo más y más escasos y, finalmente, nos encontramos galopando (¿galopan los jabalíes?) a través del desierto.

Al caer la noche, el jabalí se detuvo junto a un arroyo con un bufido y se puso a beber aquella agua turbia. Luego arrancó un cactus y empezó a masticarlo. Con púas y todo.

—Ya no irá más lejos —dijo Grover—. Tenemos que marcharnos mientras come.

No hizo falta que insistiera. Nos deslizamos por detrás mientras él seguía devorando su cactus y nos alejamos renqueando con los traseros doloridos.

Después de tragarse tres cactus y de beber más agua embarrada, el jabalí soltó un chillido y un eructo, dio media vuelta y echó a galopar hacia el este.

—Prefiere las montañas —dije.

—No me extraña —respondió Thalia—. Mira.

Ante nosotros se extendía una antigua carretera de dos carriles cubierta de arena. Al otro lado había un grupo de construcciones demasiado pequeño para ser un pueblo: una casa protegida con tablones de madera, un bar de tacos mexicanos con aspecto de llevar cerrado desde antes de que naciera Zoë y una oficina de correos de estuco blanco con un cartel medio torcido sobre la entrada que rezaba: «Gila Claw, Arizona.» Más allá había una serie de colinas… aunque de repente me di cuenta de que no eran colinas. El terreno era demasiado llano para eso. No: eran montones enormes de coches viejos, electrodomésticos y chatarra diversa. Una chatarrería que parecía extenderse interminablemente en el horizonte.

—Uau —me asombré.

—Algo me dice que no vamos a encontrar un servicio de alquiler de coches aquí —dijo Thalia. Le echó una mirada a Grover—. ¿Supongo que no tendrás otro jabalí escondido en la manga?

Grover husmeaba el aire, nervioso. Sacó sus bellotas y las arrojó a la arena; luego tocó sus flautas. Las bellotas se recolocaron formando un dibujo que no tenía sentido para mí, pero que Grover observaba con gesto preocupado.

—Esos somos nosotros —dijo—. Esas cinco bellotas de ahí.

—¿Cuál soy yo? —pregunté.

—La pequeña y deformada —apuntó Zoë.

—Cierra el pico.

—El problema es ese grupo de allí —dijo Grover, señalando a la izquierda.

—¿Un monstruo? —preguntó Thalia.

Grover parecía muy inquieto.

—No huelo nada, lo cual no tiene sentido. Pero las bellotas no mienten. Nuestro próximo desafío…

Señaló directamente la chatarrería. A la escasa luz del crepúsculo, las colinas de metal parecían pertenecer a otro planeta.

* * *

Decidimos acampar allí y recorrer la chatarrería por la mañana. Nadie quería zambullirse en plena oscuridad entre los escombros.

Zoë y Bianca sacaron cinco sacos de dormir y otros tantos colchones de espuma de sus mochilas. No sé cómo lo harían, porque eran mochilas muy pequeñas; imagino que habían sido encantadas para albergar esa cantidad de material. También el arco y el carcaj que usaban eran mágicos. Nunca me había parado a pensarlo, pero cuando los necesitaban, aparecían colgados a su espalda. Y si no, desaparecían.

La noche era helada. Grover y yo reunimos los tablones de la casa en ruinas y Thalia les lanzó una descarga eléctrica para prenderles fuego y formar una hoguera. Enseguida nos sentimos tan cómodamente instalados como es posible estarlo en una ciudad fantasma en medio de la nada.

—Han salido las estrellas —observó Zoë.

Tenía razón. Había millones de estrellas, y ninguna ciudad cuyo resplandor volviera anaranjado el cielo.

—Increíble —dijo Bianca—. Nunca había visto la Vía Láctea.

—Esto no es nada —repuso Zoë—. En los viejos tiempos había muchas más. Han desaparecido constelaciones enteras por la contaminación lumínica del hombre.

—Lo dices como si no fueses humana —observé.

Ella arqueó una ceja.

—Soy una cazadora. Me desazona lo que ocurre con los rincones salvajes de la tierra. ¿Puede decirse lo mismo de vos?

—De «ti» —la corrigió Thalia—. No de «vos».

Zoë alzó las manos, exasperada.

—No soporto este idioma. ¡Cambia demasiado a menudo!

Grover soltó un suspiro, todavía contemplando las estrellas, como si siguiera pensando en la contaminación lumínica.

—Si Pan estuviera aquí, pondría las cosas en su sitio.

Zoë asintió con tristeza.

—Quizá haya sido el café —añadió Grover—. Me estaba tomando una taza y ha llegado ese viento. Tal vez si tomase más café…

Yo estaba seguro de que el café no tenía nada que ver con lo ocurrido en Cloudcroft, pero me faltó valor para decírselo. Me acordé de la rata de goma y los pajaritos que habían cobrado vida al soplar aquel viento.

—¿Realmente crees que ha sido Pan? —pregunté—. Ya sé que a ti te gustaría que así fuera…

—Nos ha enviado ayuda —insistió—. No sé cómo ni por qué. Pero era su presencia. Cuando esta búsqueda termine, volveré a Nuevo México y tomaré un montón de café. Es la mejor pista que hemos encontrado en dos mil años. He estado tan cerca…

No respondí. No quería chafar sus esperanzas.

—Lo que a mí me gustaría saber —dijo Thalia mirando a Bianca— es cómo has destruido a uno de esos zombis. Quedan muchos todavía. Tenemos que saber cómo combatirlos.

Bianca meneó la cabeza.

—No lo sé. Simplemente le clavé el cuchillo y enseguida quedó envuelto en llamas.

—A lo mejor tu cuchillo tiene algo especial —apunté.

—Es igual que el mío —dijo Zoë—. Bronce celestial. Pero mis cuchilladas no los afectaban de esa manera.

—Quizá haya que apuñalarlos en un punto especial —dije.

A Bianca parecía incomodarla haberse convertido en el centro de la conversación.

—No importa —prosiguió Zoë—. Ya hallaremos la respuesta. Entretanto, hemos de planear el próximo paso. Una vez cruzada esa chatarrería, tenemos que seguir hacia el oeste. Si encontráramos una carretera transitada, podríamos llegar en autostop a la ciudad más próxima. Las Vegas, creo.

Iba a responderle que Grover y yo no teníamos recuerdos muy agradables de esa ciudad, pero Bianca se nos adelantó.

—¡No! —gritó—. ¡Allí no!

Parecía presa del pánico, como si acabara de bajar la pendiente más brutal de una montaña rusa.

Zoë frunció el entrecejo.

—¿Por qué?

Bianca tomó aliento, temblorosa.

—Cr… creo que pasamos una temporada allí. Nico y yo. Mientras viajábamos. Y luego… ya no recuerdo…

A mí se me ocurrió una idea siniestra. Me acordé de lo que me había contado Bianca: que ella y Nico habían pasado cierto tiempo en un hotel. Miré a Grover y tuve la impresión de que estábamos pensando lo mismo.

—Bianca —le dije—, ese hotel donde estuvisteis… ¿no se llamaría Hotel Casino Loto?

Ella abrió unos ojos como platos.

—¿Cómo lo has sabido?

—Fantástico… —murmuré.

—A ver, un momento —intervino Thalia—. ¿Qué es el Casino Loto?

—Hace un par de años —le expliqué—, Grover, Annabeth y yo nos quedamos atrapados allí. Ese hotel está diseñado para que nunca desees marcharte. Estuvimos alrededor de una hora, pero cuando salimos habían pasado cinco días. El tiempo va más rápido fuera que dentro del hotel.

—Pero… no puede ser —terció Bianca.

—Tú me contaste que llegó alguien y os sacó de allí —recordé.

—Sí.

—¿Qué aspecto tenía? ¿Qué dijo?

—No… no lo recuerdo… No quiero seguir hablando de esto. Por favor.

Zoë se echó hacia delante, con el entrecejo fruncido.

—Dijiste que Washington estaba muy cambiado cuando fuiste el verano pasado. Que no recordabas que hubiera metro allí.

—Sí, pero…

—Bianca —dijo Zoë—, ¿podrías decirme cuál es el nombre del presidente de Estados Unidos?

—No seas tonta —resopló ella, y pronunció el nombre correcto.

—¿Y el presidente anterior? —insistió Zoë.

Ella reflexionó un momento.

—Roosevelt.

Zoë tragó saliva.

—¿Theodore o Franklin?

—Franklin.

—Bianca —dijo Zoë—, el último presidente no fue Franklin Delano Roosevelt. Su presidencia terminó hace casi setenta años, en mil novecientos cuarenta y cinco. Y la de Theodore, en mil novecientos nueve.

—Imposible —se revolvió Bianca—. Yo… no soy tan vieja. —Se miró las manos como para comprobar que no las tenía arrugadas.

Thalia la miró con tristeza. Ella sabía muy bien lo que era quedar sustraída al paso del tiempo transitoriamente.

—No pasa nada, Bianca —le dijo—. Lo importante es que tú y Nico os salvasteis. Conseguisteis libraros de ese lugar.

—¿Pero cómo? —pregunté—. Nosotros pasamos allí sólo una hora y escapamos por los pelos. ¿Cómo podrías escaparte después de tanto tiempo?

—Ya te lo conté. —Bianca parecía a punto de llorar—. Llegó un hombre y nos dijo que era hora de marcharse. Y…

—Pero ¿quién era? ¿Y por qué fue a buscaros?

Antes de que pudiera responder, un fogonazo repentino nos deslumbró desde la vieja carretera. Eran los faros de un coche surgido de la nada. Casi tuve la esperanza de que fuese Apolo, dispuesto a echarnos otra vez una mano, pero el motor era demasiado silencioso para ser el carro del sol y, además, era de noche. Recogimos los sacos de dormir y nos apresuramos a apartarnos mientras una limusina de un blanco inmaculado se detenía ante nosotros.

* * *

La puerta trasera se abrió justo a mi lado. Antes de que pudiera dar un paso atrás, sentí la punta de una espada en la garganta.

Oí cómo Bianca y Zoë tensaban sus arcos. Mientras el dueño de la espada bajaba de la limusina, retrocedí muy despacio. No tenía otro remedio: me presionaba con la punta aguzada justo debajo de la barbilla.

Sonrió con crueldad.

—Ahora no eres tan rápido, ¿verdad, gamberro?

Era un tipo fornido con el pelo cortado al cepillo, con una cazadora de cuero negro de motorista, téjanos negros, camiseta sin mangas y botas militares. Llevaba gafas de sol, pero yo sabía lo que ocultaba tras ellas: unas cuencas vacías llenas de llamas.

—Ares —refunfuñé.

El dios de la guerra echó un vistazo a mis amigos.

—Descansen —dijo.

Chasqueó los dedos y sus armas cayeron al suelo.

—Esto es un encuentro amistoso. —Hincó un poco más la punta de la espada en mi garganta—. Me encantaría llevarme tu cabeza de trofeo, desde luego, pero hay alguien que quiere verte. Y yo nunca decapito a mis enemigos ante una dama.

—¿Qué dama? —preguntó Thalia.

Ares la miró.

—Vaya, vaya. Sabía que habías vuelto. —Bajó la espada y me dio un empujón—. Thalia, hija de Zeus —murmuró—. No andas en buena compañía.

—¿Qué pretendes, Ares? —replicó ella—. ¿Quién está en el coche?

El dios sonrió, disfrutando de su protagonismo.

—Bueno, dudo que ella quiera veros a los demás. Sobre todo, a ésas. —Señaló con la barbilla a Zoë y Bianca—. ¿Por qué no vais a comeros unos tacos mientras esperáis? Percy sólo tardará unos minutos.

—No vamos a dejarlo solo con vos, señor Ares —contestó Zoë.

—Además —acertó a decir Grover—, la taquería está cerrada.

Ares chasqueó los dedos de nuevo. Las luces del bar cobraron vida súbitamente. Saltaron los tablones que cubrían la puerta y el cartel de «Cerrado» se dio la vuelta: ahora ponía «Abierto».

—¿Decías algo, niño cabra?

—Hacedle caso —dije a mis amigos—. Yo me las arreglo solo.

Intentaba parecer más seguro de lo que estaba. Aunque no creo que consiguiera engañar a Ares.

—Ya habéis oído al chico —dijo—. Es un tipo fuerte y lo tiene todo controlado.

Mis amigos se dirigieron a la taquería de mala gana. Ares me miró con odio; luego abrió la puerta de la limusina como si fuese el chofer.

—Sube, gamberro —me ordenó—. Y cuida tus modales. Ella no es tan indulgente como yo con las groserías.

* * *

Me quedé boquiabierto en cuanto la vi.

Olvidé mi nombre. Olvidé dónde me hallaba. Olvidé cómo se habla con frases normales.

Llevaba un vestido rojo de raso y el pelo rizado en una cascada de tirabuzones. Su cara era la más bella que había visto jamás: un maquillaje perfecto, unos ojos deslumbrantes, una sonrisa capaz de iluminar el lado oscuro de la luna.

Ahora que pienso en ello, no sabría decirte a quién se parecía. Ni tampoco de qué color era su pelo o sus ojos. No importa. Escoge a la actriz más guapa que se te ocurra. La diosa era diez veces más hermosa. Escoge tu color de pelo favorito, el color de los ojos, lo que sea. La diosa lo poseía y lo mejoraba.

Primero, cuando me sonrió, me dio la impresión de que se parecía un poco a Annabeth. Luego, a aquella presentadora de televisión de la que estaba completamente colado en quinto curso. Luego… bueno, ya te vas haciendo una idea.

—Ah, estás aquí, Percy—dijo la diosa—. Soy Afrodita.

Me deslicé en el asiento frente a ella y repuse algo como:

—Ah… eh… uf…

Ella sonrió.

—¡Qué monada! Aguántame esto, por favor.

Me alcanzó un brillante espejo del tamaño de un plato para que se lo sostuviera. Ella se inclinó hacia delante y se repasó los labios, aunque los tenía perfectos.

—¿Sabes por qué estás aquí? —me preguntó.

Yo quería responder… ¿Por qué no era capaz de articular una frase completa? Sólo era una dama. Una dama bellísima. Con unos ojos que parecían estanques de primavera… Uau.

Me pellizqué el brazo con fuerza.

—No… no sé —acerté a decir.

—Ah, querido —dijo Afrodita—. ¿Todavía negando?

Oí cómo Ares reía entre dientes fuera. Tenía la sensación de que escuchaba cada una de nuestras palabras. La sola idea de tenerlo tan cerca me enfurecía, lo cual ayudó a que me despejara un poco.

—No sé de qué me habla —respondí.

—Entonces, ¿por qué participas en esta búsqueda?

—¡Artemisa ha sido capturada!

Ella puso los ojos en blanco.

—¡Artemisa!, ¡por favor! Ésa no tiene remedio. Quiero decir, si fuesen a secuestrar a una diosa, elegirían a una de belleza hechizante, ¿no te parece? Compadezco a los pobres que tengan que custodiar a Artemisa. ¡Qué aburrimiento!

—Pero ella estaba persiguiendo a un monstruo —protesté—. Un monstruo realmente terrible. ¡Tenemos que encontrarlo!

Afrodita me hizo sostener el espejo un poco más arriba. Por lo visto, se había encontrado un defecto microscópico en el rabillo del ojo y ahora se arreglaba el rimel.

—Siempre algún monstruo… Pero, mi querido Percy, ése es el motivo de los demás para participar en esta búsqueda. A mí me interesa más tu caso.

Se me aceleró el corazón. Yo no quería responder, pero sus ojos me arrancaron la respuesta de los labios.

—Annabeth está metida en un aprieto.

Afrodita sonrió satisfecha.

—¡Exacto!

—Tengo que ayudarla —dije—. He tenido unos sueños…

—¡Incluso has soñado con ella! ¡Qué monada!

—¡No! Es decir… no me refería a eso.

Ella chasqueó la lengua.

—Percy, yo estoy de tu lado. Soy la causante de que estés aquí, al fin y al cabo.

Me la quedé mirando.

—¿Cómo?

—La camiseta envenenada que le dieron los hermanos Stoll a Febe —dijo—. ¿Creías que había sido un accidente? ¿Y lo de enviarte a Blackjack? ¿Y lo de ayudarte a salir del campamento a hurtadillas?

—¿Ha sido usted?

—¡Pues claro! Porque, la verdad, hay que ver lo aburridas que son estas cazadoras… Una búsqueda de un monstruo, bla, bla, bla. ¡Para salvar a Artemisa! Dejadla donde está, qué caramba. En cambio, una búsqueda por amor…

—Un momento, yo no he dicho…

—Ay, querido. No hace falta que lo digas. Sabías que Annabeth estuvo a punto de unirse a las cazadoras, ¿no?

Me sonrojé.

—No lo sabía seguro…

—¡Estaba a punto de tirar su vida por la borda! Y tú, querido, puedes salvarla de ese destino… ¡Qué romántico!

—Eh…

—Ya puedes bajar el espejo —ordenó—. Ya estoy bien.

Yo ni me acordaba de que aún lo sostenía, pero me noté los brazos doloridos en cuanto lo bajé.

—Escucha, Percy —dijo la diosa—. Las cazadoras son tus enemigas. Olvídate de ellas, de Artemisa y del monstruo. Eso no importa. Tú concéntrate en encontrar y salvar a Annabeth.

—¿Usted sabe dónde está?

Afrodita gesticuló con irritación.

—No, no. Los detalles te los dejo a ti. Hace una eternidad que no tenemos una buena historia de amor trágico.

—A ver. En primer lugar, yo nunca he hablado de amor. Y segundo, ¿a qué viene lo de «trágico»?

—El amor lo puede todo —aseguró ella—. Mira a Helena y Paris. ¿Acaso permitieron que algo se interpusiera entre ellos?

—Pero ¿no provocaron la guerra de Troya y causaron la muerte de miles de personas?

—¡Pfff! Ésa no es la cuestión. Tú sigue a tu corazón.

—Pero… si no sé adónde va. Mi corazón, quiero decir.

Ella sonrió, compasiva. Era verdaderamente hermosa. Y no sólo porque tuviera una cara bonita o lo que fuera. Creía tantísimo en el amor que era inevitable que la cabeza te diera vueltas cuando hablaba de ello.

—No saberlo es parte de la diversión —dijo Afrodita—. ¿Verdad que resulta exquisitamente doloroso cuando no sabes con seguridad a quién amas ni quién te ama a ti? ¡Ah, criaturas! Es tan bonito que voy a echarme a llorar.

—No, no —rogué—. No lo haga.

—Y descuida —añadió—. No permitiré que te resulte fácil ni aburrido. Te reservo algunas sorpresas maravillosas. Angustia. Dudas. Espera y verás…

—Está bien, gracias. No se moleste.

—¡Qué mono! ¡Ya me gustaría que todas mis hijas pudieran romperle el corazón a un chico como tú! —Los ojos se le estaban humedeciendo—. Ahora será mejor que te vayas. Y ándate con cuidado en el territorio de mi marido, Percy. No te lleves nada. Es muy quisquilloso con sus baratijas y su chatarra.

—¿Cómo? —pregunté—. ¿Se refiere a Hefesto?

La puerta se abrió en ese momento y Ares, agarrándome del hombro, me sacó del coche de un tirón y me devolvió a la noche del desierto.

Mi audiencia con la diosa del amor había concluido.

—Tienes suerte, gamberro —me espetó Ares tras sacarme de la limusina—. Puedes dar gracias.

—¿Por qué?

—Porque nos estamos portando muy bien contigo. Si de mí dependiese…

—¿Por qué no me has matado, entonces? —le espeté. Era una estupidez decirle algo así al dios de la guerra, pero tenerlo cerca me enfurecía y me volvía temerario.

Ares asintió, como si por fin le hubiera dicho algo inteligente.

—Me encantaría matarte. De verdad —dijo—. Pero, ya ves, tengo un puesto de trabajo. En el Olimpo se rumorea que podrías desencadenar la mayor guerra de la historia.

No puedo arriesgarme a estropear una cosa así. Además, Afrodita cree que eres como el protagonista de un culebrón o algo así. Si te matara, ella tendría un mal concepto de mí. Pero no te preocupes. No he olvidado mi promesa. Un día no muy lejano, muchacho (muy próximo, de hecho), alzarás tu espada para luchar y te acordarás de la ira del dios Ares.

Apreté los puños.

—¿Por qué esperar? Ya te vencí una vez. ¿Qué tal se va curando ese tobillo?

Él esbozó una sonrisa aviesa.

—No va mal, gamberro. Pero las burlas no son lo tuyo. Empezaré la lucha cuando esté listo y recuperado. Hasta entonces… piérdete.

Chasqueó dos dedos, el mundo dio un giro de trescientos sesenta grados entre una nube de polvo rojo y caí al suelo.

Cuando me levanté, la limusina se había esfumado. La carretera, el bar de tacos mexicanos y las casas de Gila Claw también habían desaparecido. Ahora estábamos en medio de la chatarrería, rodeados de montañas de despojos metálicos que se extendían interminablemente a ambos lados.

* * *

—¿Qué quería de ti? —me preguntó Bianca cuando les conté quién era la ocupante de la limusina.

—Pues… en realidad no estoy seguro —mentí—. Me dijo que tuviéramos cuidado en la chatarrería de su marido. Y que no nos quedáramos nada.

Zoë entornó los ojos.

—La diosa del amor no haría un viaje sólo para deciros esa tontería. Cuidaos, Percy. Afrodita ha llevado a muchos héroes por el mal camino.

—Por una vez, coincido con Zoë —dijo Thalia—. No puedes fiarte de Afrodita.

Grover me miraba divertido. Gracias a la empatía, normalmente podía leer mis sentimientos, y ahora me daba la impresión de que sabía muy bien de qué me había hablado la diosa.

—Bueno —dije, deseando cambiar de tema—, ¿y cómo vamos a salir de aquí?

—Por este lado —señaló Zoë—. Eso es el oeste.

—¿Cómo lo sabes?

Era sorprendente lo bien que podía ver poniendo los ojos en blanco a la luz de la luna llena.

—La Osa Mayor está al norte —dijo—. Lo cual significa que esto ha de ser el oeste.

Señaló la constelación del norte, que no resultaba fácil de identificar porque había muchas otras estrellas.

—Ah, ya —dije—. El oso ese.

Zoë pareció ofenderse.

—Habla con respeto. Era un gran oso. Un digno adversario.

—Lo dices como si hubiera existido.

—Chicos —nos interrumpió Grover—. Mirad.

Habíamos llegado a la cima de la montaña de chatarra. Montones de objetos metálicos brillaban a la luz de la luna: cabezas de caballo metálicas, rotas y oxidadas; piernas de bronce de estatuas humanas; carros aplastados; toneladas de escudos, espadas y otras armas. Todo ello mezclado con artilugios modernos como automóviles de brillos dorados y plateados, frigoríficos, lavadoras, pantallas de ordenador…

—Uau —dijo Bianca—. Hay cosas que parecen de oro.

—Lo son —respondió Thalia, muy seria—. Como ha dicho Percy, no toquéis nada. Esto es la chatarrería de los dioses.

—¿Chatarra? —Grover recogió una bella corona de oro, plata y pedrería. Estaba rota por un lado, como si la hubiesen partido con un hacha—. ¿A esto llamas chatarra? —Mordió un trocito y empezó a masticar—. ¡Está delicioso!

Thalia le arrancó la corona de las manos.

—¡Hablo en serio!

—¡Mirad! —exclamó Bianca. Se lanzó corriendo por la pendiente, dando traspiés entre bobinas de bronce y bandejas doradas, y recogió un arco de plata que destellaba—. ¡Un arco de cazadora!

Soltó un gritito de sorpresa cuando el arco empezó a encogerse para convertirse en un pasador de pelo con forma de luna creciente.

—Es como la espada de Percy.

Zoë la miraba con severidad.

—Déjalo, Bianca.

—Pero…

—Si está aquí, por algo será. Cualquier cosa que hayan tirado en este depósito debe permanecer aquí. Puede ser defectuosa. O estar maldita.

Bianca dejó el pasador a regañadientes.

—No me gusta nada este sitio —dijo Thalia, aferrando su lanza.

—¿Crees que nos atacará un ejército de frigoríficos asesinos? —bromeé.

Ella me lanzó una mirada fulminante.

—Zoë tiene razón, Percy. Si han tirado todas estas cosas, habrá un motivo. Y ahora en marcha. Tratemos de salir de aquí.

—Es la segunda vez que estás de acuerdo con Zoë —rezongué, pero ella no me hizo caso.

Avanzamos con cautela entre las colinas y los valles de desechos. Aquello parecía no acabarse nunca, y si no llega a ser por la Osa Mayor, seguro que nos habríamos perdido, porque todas las montañas parecían iguales.

Me gustaría decir que no tocamos nada, pero había chatarra demasiado guay para no echarle un vistazo. Vi una guitarra con la forma de la lira de Apolo, tan espectacular que no pude resistirme a examinarla. Grover se encontró un árbol de metal roto. Lo habían cortado en pedazos, pero algunas ramas tenían todavía pájaros de oro y, cuando él los recogió, se pusieron a zumbar y trataron de desplegar sus alas.

Finalmente, a un kilómetro divisamos el final de la chatarrería y las luces de una autopista que cruzaba el desierto. Pero entre nosotros y la autopista…

—¿Qué es eso? —exclamó Bianca.

Justo enfrente se elevaba una colina más grande y larga que las demás. Tenía unos seis metros de altura y una cima plana del tamaño de un campo de fútbol, lo que la convertía en una meseta. En uno de sus extremos había diez gruesas columnas metálicas, apretujadas unas contra otras.

Bianca arrugó el entrecejo.

—Parecen…

—Dedos de pies —se adelantó Grover.

Bianca asintió.

—Pero colosales.

Zoë y Thalia se miraron, nerviosas.

—Daremos un rodeo —dijo Thalia—. A buena distancia.

—Pero la carretera está allí mismo —protesté—. Es más fácil trepar por ahí.

¡Tong!.

Thalia blandió su lanza, Zoë sacó el arco. Pero sólo era Grover. Había lanzado un trozo de metal hacia aquellos dedos gigantescos y había acertado a uno. Por la manera de resonar, las columnas parecían huecas.

—¿Por qué has hecho eso? —lo riñó Zoë.

Grover la miró, avergonzado.

—No sé. No me gustan los pies postizos.

—Vamos —dijo Thalia, mirándome—. Daremos ese rodeo.

No discutí. Aquellos dedos también empezaban a asustarme. Quiero decir… ¿a quién se le ocurre esculpir unos dedos metálicos de tres metros de altura para luego dejarlos clavados en un vertedero?

Tras un buen rato caminando, llegamos por fin a la autopista: un trecho asfaltado y bien iluminado, aunque desierto.

—Lo conseguimos —dijo Zoë—. Gracias a los dioses.

Pero a los dioses no les apetecía que les dieran las gracias, porque en ese momento se oyó un estruendo como de un millar de trituradoras de basura espachurrando metal.

Nos volvimos alarmados. A nuestra espalda, la montaña de chatarra se removía y empezaba a levantarse. Las diez columnas se doblaron y entonces comprendí por qué parecían dedos: eran dedos. Lo que se alzó por fin entre los escombros era un gigante de bronce con armadura de combate griega. Era increíblemente alto, un rascacielos con piernas y brazos que relucía de un modo siniestro al claro de luna. Nos miró desde allá arriba con su rostro deforme. Tenía el lado izquierdo medio fundido. Sus articulaciones crujían, oxidadas, y en el polvo de su pecho blindado un dedo gigante había escrito: «Lávame.»

—¡Talos! —gritó Zoë.

—¿Quién es Talos? —balbuceé.

—Una de las creaciones de Hefesto —dijo Thalia—. Pero éste no puede ser el original. Es demasiado pequeño. Un prototipo quizá. Un modelo defectuoso.

Al gigante de metal no le gustó la palabra «defectuoso».

Se llevó una mano a la cintura para sacar su espada, que emitió un chirrido espeluznante de metal contra metal mientras salía de la vaina. La hoja tendría treinta metros fácilmente. Se veía deslucida y oxidada, pero no me pareció que eso importara demasiado. Recibir un golpe de ella sería como si te cayese encima un acorazado.

—Alguien se ha llevado algo —dijo Zoë—. ¿Quién ha sido?

Me miró con aire acusador.

Yo negué con la cabeza.

—Seré muchas cosas, pero no soy un ladrón.

Bianca no dijo ni mú. Habría jurado que parecía culpable, pero no tuve tiempo de pensarlo, porque el defectuoso gigante dio un paso hacia nosotros y recorrió la mitad de la distancia que nos separaba, haciendo temblar el suelo.

—¡Corred! —gritó Grover.

Magnífico consejo, salvo que era inútil. Incluso yendo despacio, en plan paseo, aquella cosa podía adelantarnos y dejarnos atrás en un periquete si quería.

Nos dispersamos, tal como habíamos hecho con el León de Nemea. Thalia sacó su escudo y lo sostuvo en alto mientras corría por la autopista. El gigante lanzó un mandoble con su espada y arrancó unos cables eléctricos, que explotaron entre una lluvia de chispas y quedaron esparcidos en el asfalto, bloqueándole el paso a Thalia.

Las flechas de Zoë volaban hacia el rostro de la criatura, pero se hacían añicos contra el metal sin causarle merma alguna. Grover se puso a rebuznar como una cabra bebé y trepó por una montaña de escombros.

Bianca y yo acabamos juntos, tras un carro desvencijado.

—Te has quedado algo —le dije—. Ese arco.

—¡No! —contestó, pero la voz le temblaba.

—¡Devuélvelo! —le ordené—. Tíralo ahora mismo.

—N… no me he llevado el arco. Además, ya es tarde.

—¿Qué te has llevado?

Antes de que pudiera responder, oí un chirrido colosal y una sombra nos tapó el cielo completamente.

—¡Muévete! —Corrimos cuesta abajo justo cuando el pie del gigante lo aplastaba todo y abría un cráter en el sitio donde nos habíamos ocultado.

—¡Eh, Talos, tío! —gritó Grover para distraerlo, pero el monstruo alzó su espada sin perdernos de vista a Bianca y a mí.

Grover tocó una melodía rápida con sus flautas. En la autopista, los cables eléctricos empezaron a bailar. Comprendí lo que se proponía una fracción de segundo antes de que ocurriera. Uno de los postes, enganchado todavía a los cables, voló hacia la pierna del gigante y se le enrolló en la pantorrilla. Los cables chisporrotearon y enviaron una descarga que le dio una buena sacudida en el trasero.

Talos se volvió, chirriando y echando chispas. Grover nos había proporcionado unos segundos con su maniobra.

—¡Vamos! —le dije a Bianca. Pero ella se había quedado paralizada. Sacó de su bolsillo una pequeña figura de metal: la estatua de un dios—. Era para Nico. Es la única que le falta.

—¿Cómo puedes pensar en la Mitomagia en un momento como éste?

Ella tenía lágrimas en los ojos.

—Tíralo —le dije—. Quizá el gigante nos deje en paz.

Lo dejó caer de mala gana, pero no ocurrió nada.

El gigante seguía cargando contra Grover. Atravesó con su espada una montaña de chatarra y no le dio por muy poco a nuestro amigo, pero la avalancha de desechos metálicos se le vino encima y se lo tragó.

—¡No! —chilló Thalia. Apuntó con su lanza al gigante y un arco azul fue a golpearlo en una de sus rodillas oxidadas, que se dobló en el acto.

El gigante se tambaleó, pero volvió a incorporarse de inmediato. Era difícil decir si sentía algo. No se adivinaba la menor emoción en su rostro medio fundido, pero creo que estaba tan irritado como pueda estarlo un guerrero metálico de veinte pisos.

Levantó un pie para aplastar el montón de chatarra y vi que tenía una suela parecida a una zapatilla de deporte. En el talón había un orificio, como una boca de alcantarilla, con unas letras rojas alrededor que sólo logré descifrar cuando el pie ya había propinado su pisotón: «Sólo mantenimiento.»

—Ha llegado la hora de las ideas descabelladas.

Bianca me miró nerviosa.

—Como tú digas.

Le expliqué lo de la trampilla de mantenimiento.

—Quizá haya un modo de controlar a esa cosa. Un interruptor o algo así. Voy a meterme dentro.

—¿Cómo? ¡Tendrás que ponerte debajo del pie! ¡Te aplastará!

—Distráelo —dije—. Lo único que he de hacer es calcular bien el momento.

Ella apretó los dientes.

—No. Lo haré yo.

—Tú no puedes hacerlo. ¡Eres nueva! Te mataría.

—El monstruo se ha puesto a perseguirnos por mi culpa —dijo—. Es responsabilidad mía. Toma. —Recogió otra vez la figura del dios y me la puso en la mano—. Si me pasara algo, dásela a Nico. Dile… dile que lo siento.

—¡No, Bianca!

Pero ella salió corriendo hacia el pie izquierdo del gigante.

Thalia había conseguido atraer su atención por el momento. Había descubierto que el monstruo era grande pero muy lento. Si lograbas permanecer cerca sin que te aplastara, podías correr a su alrededor y mantenerte a salvo. Al menos, a ella le estaba funcionando.

Bianca se situó junto al pie del gigante y procuró mantener el equilibrio sobre los hierros que se movían y balanceaban bajo aquel peso colosal.

—¿Qué vas a hacer? —le chilló Zoë.

—¡Haz que levante el pie! —gritó ella.

Zoë disparó una flecha a la cara del monstruo que le entró por un orificio de la nariz. Talos se enderezó de golpe y sacudió la cabeza.

—¡Aquí, Chatarrillas! —le grité—. ¡Aquí abajo!

Corrí hasta su dedo gordo y le asesté un tajo con Contracorriente. Su hoja mágica abrió una hendidura en la superficie de bronce.

Por desgracia, mi plan funcionó. Talos bajó la vista y levantó el pie para aplastarme como a una cucaracha. No vi lo que hacía Bianca, porque tuve que volverme y salir corriendo. El pie descargó a sólo unos centímetros de mi espalda y salí despedido por el aire. Me golpeé con algo duro y me incorporé, aturdido. Había ido a parar a un frigorífico olímpico.

El monstruo estaba a punto de acabar conmigo, pero Grover se las había arreglado para desenterrarse de entre los montones de chatarra y se había puesto a tocar sus flautas frenéticamente. Su música disparó otro poste eléctrico hacia el monstruo y esta vez le dio en el muslo. Fue suficiente para que Talos se volviera. Grover tendría que haber echado a correr, pero debía de estar demasiado exhausto por el esfuerzo. Dio un par de pasos, se desplomó y no volvió a levantarse.

—¡Grover! —Thalia y yo corrimos en su ayuda, pero era evidente que no llegaríamos a tiempo.

El gigante alzó su espada para hacerlo picadillo. Y de pronto se quedó petrificado.

Ladeó la cabeza como si acabara de oír una música nueva y extraña. Empezó a mover a lo loco los brazos y las piernas, en plan Rey de la Pista, y acabó cerrando una mano y atizándose un puñetazo en la cara.

—¡Dale, Bianca! —grité.

Zoë me miró horrorizada.

—¿Está ahí dentro?

El monstruo se tambaleó. Me di cuenta de que todavía corríamos peligro. Cargamos con Grover entre Thalia y yo, y corrimos hacia la autopista. Zoë iba delante.

—¿Cómo va a salir de ahí dentro? —gritó.

El gigante volvió a golpearse en la cabeza y dejó caer la espada. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Dando tumbos, se dirigió hacia los cables eléctricos.

—¡Cuidado! —chillé, pero ya era demasiado tarde.

Los cables se enredaron en el tobillo del gigante y una serie de destellos azules lo recorrieron de arriba abajo. Rogué que el interior estuviera aislado. No tenía ni idea de lo que estaría pasando allí dentro. El monstruo se escoró hacia atrás y, de repente, la mano izquierda se le desprendió y fue a aterrizar en la montaña de chatarra con un espantoso ruido.

Se le soltó también el brazo izquierdo. Las articulaciones se le estaban descoyuntando.

Y entonces el gigante echó a correr, tambaleante.

—¡Espera! —gritó Zoë.

Salimos disparados tras él, pero era imposible darle alcance. Sus piezas seguían cayendo y se interponían en nuestro camino.

Terminó desmoronándose de arriba abajo: primero la cabeza, luego el torso y por último las piernas se derrumbaron con un gran estruendo. Cuando llegamos junto a los restos, nos pusimos a buscar frenéticamente mientras llamábamos a Bianca. Arrastrándonos entre aquellas piezas monumentales y huecas, removimos sin descanso entre los escombros de piernas, brazos y cabeza hasta las primeras luces del alba, pero sin suerte.

Zoë se sentó y rompió a sollozar. Verla llorar me dejó pasmado.

Thalia gritaba de rabia y atravesó con su espada la cabeza aplastada del gigante.

—Ahora que ya hay luz podemos seguir buscando —dije—. Vamos a encontrarla.

—No, no la encontraremos —gimió Grover, desolado—. Ha sucedido tal como estaba previsto.

—¿Qué quieres decir?

El me miró con ojos llorosos.

—La profecía. «Uno se perderá en la tierra sin lluvia.»

¿Cómo no supe preverlo? ¿Cómo había permitido que lo intentase ella en lugar de hacerlo yo?

Estábamos en pleno desierto. Y Bianca di Angelo había desaparecido.