CAPÍTULO 12

Practico snowboard con un cerdo

Habíamos llegado a los alrededores de una población de esquí enclavada entre las montañas. El cartel rezaba: «Bienvenido a Cloudcroft, Nuevo México.» El aire era frío y estaba algo enrarecido. Los tejados estaban todos blancos y se veían montones de nieve sucia apilados en los márgenes de las calles. Pinos muy altos asomaban al valle y arrojaban una sombra muy oscura, pese a ser un día soleado.

Incluso con mi abrigo de piel de león, estaba helado cuando llegamos a Main Street, que quedaba a un kilómetro de las vías del tren. Mientras caminábamos, le conté a Grover la conversación que había mantenido con Apolo la noche anterior, incluido su consejo de que buscase a Nereo en San Francisco.

Grover parecía inquieto.

—Está bien, supongo —dijo—. Pero antes hemos de llegar allí.

Yo hacía lo posible para no deprimirme pensando en nuestras posibilidades. No quería causarle un ataque de pánico a Grover, pero sabía que había otra fecha límite que pendía sobre nuestras cabezas, además de la que nos obligaba a salvar a Artemisa antes de la Asamblea de los Dioses. El General había dicho que sólo mantendría con vida a Annabeth hasta el solsticio de invierno, es decir, hasta el viernes. Sólo faltaban cuatro días. También había hablado de un sacrificio. Y eso no me gustaba nada.

Nos detuvimos en el centro del pueblo. Desde allí se veía casi todo: una escuela, un puñado de tiendas para turistas y una cafetería, algunas cabañas de esquí y una tienda de comestibles.

—Estupendo —dijo Thalia, mirando alrededor—. Ni estación de autobuses, ni taxis ni alquiler de coches. No hay salida.

—¡Hay una cafetería! —exclamó Grover.

—Sí —estuvo de acuerdo Zoë—. Un café iría bien.

—Y unos pasteles —añadió Grover con ojos soñadores—. Y papel de cera.

Thalia suspiró.

—Está bien. ¿Qué tal si vais vosotros dos por algo de desayuno? Percy, Bianca y yo iremos a la tienda de comestibles. Quizá nos indiquen por dónde seguir.

Quedamos en reunimos delante de la tienda un cuarto de hora más tarde. Bianca parecía algo incómoda con la idea de acompañarnos, pero vino sin rechistar.

En la tienda nos enteramos de varias cosas interesantes sobre Cloudcroft: no había suficiente nieve para esquiar, allí vendían ratas de goma a un dólar la pieza, y no había ningún modo fácil de salir del pueblo si no tenías coche.

—Pueden pedir un taxi de Alamogordo —nos dijo el encargado, aunque no muy convencido—. Queda abajo de todo, al pie de la montaña, pero tardará al menos una hora. Y les costará varios cientos de pavos.

El hombre parecía tan solo que le compré una rata de goma. Salimos y esperamos en el porche.

—Fantástico —refunfuñó Thalia—. Voy a recorrer la calle, a ver si en alguna de esas tiendas me sugieren otra cosa.

—Pero el encargado ha dicho…

—Ya —me cortó—. Voy a comprobarlo, nada más.

La dejé marchar. Conocía bien la agitación que sentía. Todos los mestizos tienen problemas de déficit de atención a causa de sus reflejos innatos para el combate. No soportamos la espera. Además, me daba la impresión de que Thalia aún estaba disgustada por la conversación sobre Luke de la noche pasada.

Bianca y yo permanecimos parados delante de la tienda con cierta incomodidad. Es decir… yo nunca me sentía demasiado cómodo hablando a solas con una chica, y hasta entonces no había estado solo con Bianca. No sabía qué decir, sobre todo ahora que era una cazadora.

—Bonita rata —dijo ella por fin.

La dejé en la barandilla del porche. Quizá atraería clientela a la tienda de comestibles.

—¿Y cómo va eso de ser cazadora? —le pregunté.

Ella frunció los labios.

—¿No estarás enfadado aún porque me uní a ellas?

—No. Mientras tú… eh… seas feliz.

—No creo que «feliz» sea la palabra indicada cuando la señora Artemisa ha desaparecido. Pero ser una cazadora es superguay. Ahora me siento más serena en cierto sentido. Es como si todo lo que me rodea fuese más despacio. Supongo que debe de ser la inmortalidad.

La observé, tratando de ver la diferencia. Era cierto que se la veía más segura que antes, más tranquila. Ya no se tapaba la cara con una gorra verde. Llevaba el pelo recogido y me miraba a los ojos al hablar. Con un escalofrío, me di cuenta de que dentro de quinientos o mil años, Bianca di Angelo tendría exactamente el mismo aspecto que ahora. Tal vez mantendría una conversación parecida con otro mestizo… Y yo llevaría muchísimo tiempo muerto, pero ella seguiría pareciendo una chica de doce años.

—Nico no ha comprendido mi decisión —murmuró Bianca, y me miró como si quisiese que la tranquilizara.

—Estará bien en el campamento —le dije—. Están acostumbrados a acoger a un montón de chicos. Annabeth vivió allí.

Bianca asintió.

—Espero que la encontremos. A Annabeth, quiero decir. Tiene suerte de contar con un amigo como tú.

—No le sirvió de mucho.

—No te culpes, Percy. Tú arriesgaste la vida para salvarnos a mi hermano y a mí. Aquello fue muy valiente de tu parte. Si no te hubiese conocido, no me habría parecido bien dejar a Nico en el campamento. Pero pensé que si allí había gente como tú, Nico estaría en buenas manos. Tú eres un buen tipo.

Aquel cumplido me pilló por sorpresa.

—¿Aunque te derribase para capturar la bandera?

Ella se echó a reír.

—Vale. Aparte de eso, eres un buen tipo.

A unos cien metros, vi que Zoë y Grover salían ya de la cafetería cargados de pasteles y bebidas. No me apetecía que volvieran en ese momento. Era extraño, pero me gustaba hablar con Bianca. No era tan desagradable, al fin y al cabo. Y en todo caso, resultaba más fácil de tratar que Zoë Belladona.

—¿Y cómo os las habéis arreglado hasta ahora tú y Nico? —le pregunté—. ¿A qué colegio fuisteis antes de Westover?

Ella arrugó la frente.

—Creo que estuvimos en un internado de Washington. Parece como si hiciera muchísimo tiempo.

—¿Nunca vivisteis con vuestros padres? Es decir, con vuestro progenitor mortal.

—Nos dijeron que nuestros padres habían muerto. Había un fondo en el banco para nosotros. Un montón de dinero, creo. De vez en cuando aparecía un abogado para comprobar que todo fuese bien. Luego tuvimos que dejar aquel colegio.

—¿Por qué?

Ella volvió a arrugar la frente.

—Teníamos que ir a un sitio. Un sitio importante, recuerdo. Hicimos un largo viaje y nos alojamos en un hotel varias semanas. Y entonces… No sé. Un día vino otro abogado a sacarnos de allí. Nos dijo que ya era hora de que nos fuéramos. Nos llevó otra vez hacia el este. Cruzamos Washington, subimos hasta Maine y tomamos el camino a Westover.

Una historia bastante extraña. Claro que Bianca y Nico eran mestizos. Nada podía ser demasiado normal en su caso.

—¿O sea, que tú te has ocupado de Nico durante casi toda tu vida? —pregunté—. ¿Simplemente vosotros dos?

Ella asintió.

—Por eso me moría de ganas de unirme a las cazadoras. Ya sé que suena egoísta, pero quería tener mi propia vida y mis propias amigas. Quiero mucho a Nico, no me entiendas mal, pero necesitaba descubrir cómo sería vivir sin ser la hermana mayor las veinticuatro horas del día.

Recordé cómo me había sentido el verano anterior cuando me enteré de que tenía un hermano menor que resultó ser un cíclope. En parte me identificaba con lo que Bianca me estaba contando.

—Zoë parece confiar en ti —le dije—. Y por cierto, ¿qué era eso que estabais hablando? ¿Algo peligroso de la misión…?

—¿Cuándo?

—Ayer por la mañana. En el pabellón del campamento —dije sin poder contenerme—. Tenía que ver con el General…

Su rostro se ensombreció.

—¿Cómo es posible…? Ah, la gorra de invisibilidad. ¿Nos estabas espiando?

—¡No! O sea, en realidad, yo sólo…

Me salvó de mi confusión la llegada de Zoë y Grover con las bebidas y los pasteles. Chocolate caliente para Bianca y para mí. Café para ellos. Me comí una magdalena de arándanos, y estaba tan buena que casi conseguí olvidarme de la mirada indignada que me dirigía Bianca.

—Deberíamos probar el conjuro de rastreo —dijo Zoë—. ¿Aún te quedan bellotas, Grover?

—Humm —farfulló. Estaba masticando una magdalena integral, con envoltorio y todo—. Creo que sí. Sólo tengo que… —Se quedó petrificado.

Iba a preguntarle qué ocurría, cuando una cálida brisa pasó por mi lado, como si en mitad del invierno se hubiera extraviado una ráfaga primaveral. Aire fresco perfumado de sol y flores silvestres. Y algo más: como una voz que tratara de decir algo. Una advertencia.

Zoë sofocó un grito.

Grover dejó caer su taza decorada con un estampado de pájaros. De repente, los pájaros se despegaron de la taza y salieron volando: una bandada de palomas diminutas. Mi rata de goma soltó un chillido; correteó por la barandilla y se perdió entre los árboles. Una rata con pelaje y bigotes reales.

Grover se derrumbó junto con su taza de café, que humeó en la nieve. Lo rodeamos de inmediato y tratamos de reanimarlo. Él gemía y parpadeaba.

—¡Escuchad! —dijo Thalia, que subía por la calle corriendo—. Acabo de… ¿Pero qué le ha pasado a Grover?

—No lo sé —declaré—. Se ha desmayado.

—Aggg… —gemía Grover.

—¡Pues levantadlo! —ordenó Thalia. Empuñaba la lanza y miraba hacia atrás—. Hemos de salir de aquí.

* * *

Habíamos llegado ya al extremo del pueblo cuando aparecieron los dos primeros guerreros-esqueleto. Surgieron de los árboles que había a ambos lados del camino. En lugar del traje gris de camuflaje, ahora llevaban el uniforme azul de la policía estatal de Nuevo México, pero seguían teniendo piel gris transparente y ojos amarillos.

Desenfundaron sus pistolas. Reconozco que yo había pensado más de una vez que sería genial aprender a manejar una pistola, pero cambié de opinión en cuanto los guerreros-esqueleto me apuntaron con las suyas.

Thalia le dio unos golpecitos a su pulsera. La Égida se desplegó en espiral en su brazo, pero los guerreros no se arredraron. Sus relucientes ojos amarillos me taladraban.

Saqué a Contracorriente, aunque no sabía muy bien de qué me iba a servir contra un par de pistolas.

Zoë y Bianca prepararon sus arcos. La pobre Bianca tenía ciertos problemas porque Grover seguía medio desmayado y apoyaba todo su peso en ella.

—Retroceded —dijo Thalia.

Empezamos a hacerlo, pero entonces oí un crujido de ramas. Dos guerreros-esqueleto más aparecieron detrás. Estábamos rodeados.

Me estaba preguntando dónde se habrían metido los demás guerreros-esqueleto. Había visto una docena en el museo. Entonces vi que uno se acercaba un teléfono móvil a la boca y decía algo. No hablaba, en realidad. Emitía un chirrido, como unos dientes royendo un hueso. Y de repente comprendí lo que sucedía: los guerreros-esqueleto se habían dispersado para buscarnos. Ahora estaban avisando a los demás. Muy pronto tendríamos al equipo completo con nosotros.

—Está cerca —gimió Grover.

—Están aquí —dije yo.

—No —insistió él—. El regalo. El regalo del Salvaje.

No entendía a qué se refería, pero me preocupaba su estado. No estaba en condiciones de caminar, mucho menos de luchar.

—Debemos combatir uno contra uno —dijo Thalia—. Cuatro contra cuatro. Quizá así dejen en paz a Grover.

—De acuerdo —repuso Zoë.

—¡El Salvaje! —gimió Grover.

Un viento cálido sopló por todo el cañón, sacudiendo los árboles, pero yo mantuve los ojos fijos en aquellos pavorosos esqueletos. Recordé cómo se regodeaba el General ante el destino de Annabeth. Recordé cómo la había traicionado Luke.

Y cargué contra ellos.

El primer guerrero-esqueleto disparó. El tiempo pareció ralentizarse. No voy a decir que viese venir la bala, pero sí percibí su trayectoria, tal como percibía las corrientes en el mar. La desvié con la hoja de mi espada y seguí adelante.

Mientras el esqueleto sacaba una porra, yo le rebané los brazos por el hombro. Luego le lancé un mandoble a la cintura y lo partí en dos.

Sus huesos se desmoronaron con estrépito en el asfalto. Pero casi de inmediato, empezaron a reunirse y ensamblarse de nuevo. El segundo esqueleto soltó un chirrido con sus dientes y me apuntó, pero yo le asesté un buen golpe en la mano y su pistola rodó por la nieve.

Creía que no lo estaba haciendo mal del todo hasta que los otros dos guerreros me dispararon desde atrás.

—¡Percy! —gritó Thalia.

Aterricé boca abajo en el pavimento. Pasó un momento antes de que comprendiera… que no estaba muerto. El impacto de las balas me había llegado amortiguado, como un buen empujón.

¡La piel del León de Nemea! Mi abrigo era a prueba de balas.

Thalia arremetió contra el segundo esqueleto. Zoë y Bianca habían empezado a disparar sus flechas a los otros dos. Grover se mantenía en pie y extendía los brazos hacia los árboles, como si quisiera abrazarlos.

Se oyó un estruendo en el bosque, a nuestra izquierda, algo parecido a una excavadora. Quizá llegaban refuerzos para los guerreros-esqueleto. Me puse en pie y esquivé una porra. El esqueleto que había cortado en dos se había recompuesto y se echaba otra vez sobre mí.

No había modo de pararlos. Zoë y Bianca les disparaban a bocajarro, pero las flechas no les hacían mella. Uno de ellos embistió a Bianca. Creí que estaba perdida, pero ella sacó de improviso su cuchillo de caza y se lo clavó en el pecho. El guerrero entero ardió en llamas en el acto, dejando sólo un montoncito de ceniza y una placa de policía.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Zoë.

—No lo sé —dijo Bianca, nerviosa—. ¿Un golpe de suerte?

—¡Pues repítelo!

Bianca lo intentó, pero los tres esqueletos restantes recelaban de ella y no se le acercaban. Nos obligaron a retroceder blandiendo sus porras.

—¿Algún plan? —dije mientras nos batíamos en retirada.

Nadie respondió. Inesperadamente, los árboles que había a espaldas de los guerreros empezaron a estremecerse y sus ramas a quebrarse.

—Un regalo —murmuró Grover entre dientes.

Entonces, con un poderoso rugido, irrumpió en el camino el cerdo más grande que he visto en mi vida. Era un jabalí salvaje de unos diez metros de altura, con un hocico rosado y lleno de mocos y colmillos del tamaño de una canoa. Tenía el lomo erizado y unos ojos enfurecidos.

—¡Oííííínk! —chilló, y barrió a los tres esqueletos del camino con sus colmillos. Tenía una fuerza tan enorme que los mandó por encima de los árboles y rodaron ladera abajo hasta hacerse pedazos, dejando un reguero de huesos retorcidos.

Luego el cerdo se volvió hacia nosotros.

Thalia alzó su lanza, pero Grover dio un grito.

—¡No lo mates!

El jabalí gruñó y arañó el suelo, dispuesto a embestir.

—Es el Jabalí de Enmanto —dijo Zoë, tratando de conservar la calma—. No creo que podamos matarlo.

—Es un regalo —dijo Grover—. Una bendición del Salvaje.

La bestia volvió a chillar y nos embistió con sus colmillos. Zoë y Bianca se echaron de cabeza a un lado. Yo tuve que empujar a Grover para que no saliera disparado en el Expreso Colmillo de Jabalí.

—¡Sí, una gran bendición! —dije—. ¡Dispersaos!

Corrimos en todas direcciones y por un instante el jabalí pareció confundido.

—¡Quiere matarnos! —dijo Thalia.

—Por supuesto —respondió Grover—. ¡Es salvaje!

—¿Y dónde está la bendición? —preguntó Bianca.

Parecía una buena pregunta, pero al parecer el cerdo se sintió ofendido, pues cargó contra ella. Por suerte, era más rápida de lo que yo creía: rodó para eludir las pezuñas y reapareció detrás de la bestia, que atacó con sus colmillos y pulverizó el cartel de «BIENVENIDOS A CLOUDCROFT».

Me devanaba los sesos tratando de acordarme del mito del jabalí. Estaba casi seguro de que Hércules había luchado con él una vez, pero no conseguía recordar cómo lo había vencido. Tenía una vaga sensación de que el bicho había arrasado muchas ciudades griegas antes de que Hércules lograra someterlo. Rogué que Cloudcroft estuviera asegurada contra catástrofes (incluidos ataques de jabalíes salvajes).

—¡No os quedéis quietos! —chilló Zoë.

Ella y Bianca corrieron en direcciones opuestas. Grover bailaba alrededor del jabalí tocando sus flautas, mientras el animal soltaba bufidos y trataba de ensartarlo. Pero Thalia y yo fuimos los que nos llevamos la palma en cuestión de mala suerte. Cuando la bestia se volvió hacia nosotros, Thalia cometió el error de alzar la Egida para cubrirse. La visión de la cabeza de la Medusa le arrancó un pavoroso chillido al jabalí. Quizá se parecía demasiado a alguno de sus parientes. El caso es que nos embistió enloquecido.

Logramos mantener las distancias porque corríamos cuesta arriba esquivando árboles, mientras que el monstruo iba en línea recta y tenía que derribarlos.

Al otro lado de la colina encontré un viejo tramo de vía férrea, medio enterrado en la nieve.

—¡Por aquí! —Agarré a Thalia del brazo y corrimos por los raíles con el jabalí rugiendo a nuestra espalda.

El animal se deslizaba y resbalaba por la pendiente. Sus pezuñas no estaban hechas para aquello, gracias a los dioses.

A cierta distancia había un túnel que desembocaba en un viejo puente de caballetes que cruzaba un desfiladero. Tuve una idea loca.

—¡Sígueme!

Thalia redujo la velocidad —no tuve tiempo de preguntarle por qué—, pero yo la arrastré y ella me siguió a regañadientes. A nuestra espalda venía un tanque porcino de diez toneladas, derribando pinos y aplastando rocas con sus pezuñas.

Thalia y yo cruzamos el túnel y llegamos al otro lado.

—¡No! —gritó Thalia.

Había palidecido como la cera. Estábamos en el inicio mismo del puente. A nuestros pies, la ladera descendía abruptamente formando un barranco de unos veinte metros de profundidad.

Teníamos al jabalí justo detrás.

—¡Vamos! —dije—. Seguramente aguantará nuestro peso.

—¡No puedo! —gritó Thalia con ojos desorbitados.

El jabalí se había metido a toda marcha en el túnel y avanzaba destrozándolo a su paso.

—¡Ahora! —grité.

Ella miró hacia abajo y tragó saliva. Habría jurado que se estaba poniendo verde, aunque no tenía tiempo de adivinar la causa: el jabalí venía por el túnel directo hacia nosotros. Plan B: le hice un placaje a Thalia y, evitando el puente, empezamos a deslizamos por la ladera. Casi sin pensarlo, nos montamos sobre la Égida como si fuera una tabla de snowboard, y bajamos zumbando entre las rocas, el barro y la nieve. El jabalí tuvo menos suerte; no podía virar tan deprisa, de modo que sus diez toneladas se adentraron en el puente, que crujió y cedió bajo su peso. El animal se despeñó por el barranco con un chillido agónico y aterrizó en un ventisquero con un estruendo colosal.

Nos detuvimos derrapando. Los dos jadeábamos. Yo me había hecho multitud de cortes y sangraba. Thalia tenía el pelo lleno de agujas de pino. Muy cerca, la bestia daba chillidos y forcejeaba. Lo único que se le veía era la punta erizada del lomo. Estaba completamente encajado en la nieve, como un juguete en su molde de poliestireno. No parecía herido, pero tampoco podía moverse.

Miré a Thalia y le dije:

—Te dan miedo las alturas, ¿eh?

Ahora que estábamos a salvo al pie del desfiladero, tenía su expresión malhumorada de siempre.

—No seas idiota.

—Lo cual explica por qué te asustaste en el autobús de Apolo. Y por qué no querías hablar de ello.

Respiró hondo y se sacudió las agujas de pino del pelo.

—Te juro que si se lo cuentas a alguien…

—No, no —la tranquilicé—. Pero es increíble. O sea… la hija de Zeus, el señor de los cielos, ¿tiene miedo a las alturas?

Thalia estaba a punto de derribarme en la nieve cuando la voz de Grover sonó por encima de nuestras cabezas:

—¡Eeeeeoooo!

—¡Aquí abajo! —grité.

Unos minutos después se nos unieron Zoë, Bianca y Grover. Nos quedamos todos mirando al jabalí, que seguía forcejando en la nieve.

—Una bendición del Salvaje —dijo Grover, aunque ahora parecía inquieto.

—Estoy de acuerdo —dijo Zoë—. Hemos de utilizarlo.

—Un momento —dijo Thalia, irritada. Aún parecía que acabara de ser derrotada por un árbol de Navidad—. Explícame por qué estás tan seguro de que este cerdo es una bendición.

Grover miraba distraído hacia otro lado.

—Es nuestro vehículo hacia el oeste. ¿Tienes idea de lo rápido que puede desplazarse este bicho?

—¡Qué divertido! —dije—. Cowboys, pero montados en un cerdo.

Grover asintió.

—Tenemos que domesticarlo. Me gustaría disponer de más tiempo para echar un vistazo por aquí. Pero ya se ha ido.

—¿Quién?

Él no pareció oírme. Se acercó al jabalí y saltó sobre su lomo. El animal ya empezaba a abrirse paso entre la nieve. Una vez que se liberase, no habría modo de pararlo. Grover sacó sus flautas. Se puso a tocar una tonadilla muy rápida y lanzó una manzana hacia delante. La manzana flotó en el aire y empezó a girar justo por encima del hocico del jabalí, que se puso como loco tratando de alcanzarla.

—Dirección asistida —murmuró Thalia—. Fantástico. —Avanzó entre la nieve y se situó de un salto detrás de Grover.

Aún quedaba sitio de sobras para nosotros.

Zoë y Bianca caminaron hacia el jabalí.

—Una cosa —le pregunté a Zoë—. ¿Tú entiendes a qué se refiere Grover con lo de esa bendición salvaje?

—Desde luego. ¿No lo has notado en el viento? Era muy fuerte… Creía que no volvería a sentir esa presencia.

—¿Qué presencia?

Ella me miró como si fuese idiota.

—El señor de la vida salvaje, por supuesto. Por un instante, cuando ha aparecido el jabalí, he sentido la presencia de Pan.