CAPÍTULO 9

Aprendo a criar zombis

Uno de los problemas de volar en un pegaso a la luz del día es que, si no tomas precauciones, puedes provocar un accidente en la autopista de Long Island. Procuré mantenerme por encima de las nubes, que por suerte son bastante bajas en invierno. íbamos lanzados, tratando de no perder de vista la furgoneta del campamento. Si abajo hacía frío, imagínate allí arriba, en el aire, donde me acribillaba una lluvia helada.

Me habría ido bien un juego de ropa interior térmica como los que vendían en el almacén del campamento. Aunque después de la historia de Febe con la camiseta rociada de sangre de centauro, no sabía si volvería a fiarme de sus productos.

Perdimos de vista la furgoneta un par de veces, pero estaba casi seguro de que primero pasarían por Manhattan, así que no me fue difícil localizarlos de nuevo.

El tráfico era pésimo con las vacaciones. Entraron en la ciudad a media mañana. Hice que Blackjack se posara cerca de la azotea del edificio Chrysler y desde allí observé la furgoneta blanca. Creía que se detendría en alguna estación de autobuses, pero siguió adelante.

—¿Adónde los llevará Argos? —murmuré.

«No es Argos el que conduce, jefe —contestó Blackjack—. Es esa chica.»

—¿Qué chica?

«La cazadora. La que lleva una corona de plata en el pelo.»

—¿Zoë?

«Esa misma. ¡Eh, mire! Una tienda de donuts. ¿No podríamos comprar algo para el viaje?»

Intenté explicarle que si entraba en la tienda con un pegaso, le daría un ataque al guardia de seguridad. Pero él no acababa de comprenderlo. La furgoneta, entretanto, continuaba serpenteando hacia el túnel Lincoln. Nunca se me habría ocurrido que Zoë supiera conducir. Vamos, si parecía no haber cumplido los dieciséis. Claro que era inmortal. Me pregunté si tendría un permiso de conducir de Nueva York y, en tal caso, qué fecha de nacimiento figuraría allí.

—Bueno —dije—, vamos tras ellos.

íbamos a emprender el vuelo desde lo alto del edificio Chrysler cuando Blackjack soltó un relincho y casi me derribó. Algo se me estaba enroscando por la pierna como una serpiente. Busqué mi espada, pero al mirar vi que no era ninguna serpiente, sino ramas de vid. Habían surgido de las grietas del edificio y se enredaban entre las patas de Blackjack, y en mis propios tobillos, inmovilizándonos a ambos.

—¿Ibais a alguna parte? —dijo el señor D.

Estaba reclinado contra el edificio, aunque en realidad levitaba en el aire, con su chándal atigrado y su pelo oscuro ondeando al viento.

«¡Anda! —exclamó Blackjack—. ¡Pero si es el tipo del vino!»

El señor D resopló, exasperado.

—¡El próximo humano, o equino, que me llame «el tipo del vino» acabará encerrado en una botella de merlot!

—Ah, señor D. —Procuré hablar con calma, aunque la vid seguía enroscándose entre mis piernas—. ¿Cómo le va?

—¿Que cómo me va? ¿Habías creído acaso que el inmortal y todopoderoso director del campamento no se enteraría de que te ibas sin permiso?

—Bueno…

—Debería arrojarte desde aquí sin el caballo volador para ver con qué heroísmo aullabas de camino al suelo.

Apreté los puños. Sabía que debía mantener la boca cerrada, pero el señor D se disponía a matarme o arrastrarme ignominiosamente al campamento, y yo no soportaba ninguna de las dos ideas.

—¿Por qué me odia tanto? ¿Qué le he hecho yo?

Una llamarada púrpura brilló en sus ojos.

—Eres un héroe, chico. No me hace falta ningún otro motivo.

—¡Tengo que participar en esta búsqueda! He de ayudar a mis amigos. ¡Cosa que usted sería incapaz de comprender!

«Humm, jefe —me dijo Blackjack, nervioso—. Con lo liados que estamos en esta vid a trescientos metros de altura, tal vez le convendría ser más amable.»

Las ramas se aferraron en torno a mí con más fuerza. Allá abajo, la furgoneta blanca se alejaba cada vez más. Pronto se perdería de vista.

—¿Nunca te he hablado de Ariadna? —preguntó el señor D—. ¿La bella princesa de Creta? A ella también le gustaba ayudar a sus amigos. De hecho, ayudó a un joven héroe llamado Teseo, también hijo de Poseidón. Le dio un ovillo de hilo mágico que le permitió salir del laberinto. ¿Sabes cómo la recompensó Teseo?

Tuve ganas de contestarle: «¡Me importa un bledo!» Pero no creía que el señor D fuese a terminar más deprisa por eso.

—Se casaron —dije—. Y fueron felices y comieron perdices. Fin.

El señor D hizo una mueca desdeñosa.

—No exactamente. Teseo le dijo que se casaría con ella. La llevó a su barco y zarpó hacia Atenas. A mitad de camino, en una isla muy pequeña llamada Naxos, la… ¿cuál es la palabra que usáis los mortales? Sí… La dejó plantada. Yo la encontré allí, ¿sabes? Sola. Con el corazón destrozado. Llorando a lágrima viva. Ella lo había abandonado todo, había dejado su vida entera para ayudar a aquel héroe tan apuesto que al final la dejó tirada como una sandalia vieja.

—Muy mal hecho —dije—. Pero eso ocurrió hace miles de años. ¿Qué tiene que ver conmigo?

El me miró con frialdad.

—Yo me enamoré de Ariadna, muchacho. Curé su corazón herido. Y cuando murió, la convertí en mi esposa inmortal en el Olimpo. Allí me espera aún. Volveré a su lado cuando acabe este siglo infernal de castigo en tu ridículo campamento.

Me lo quedé mirando.

—¿Usted… está casado? Pero si yo creía que se había metido en un lío por perseguir a una ninfa del bosque…

—Lo que yo digo es que los héroes no cambiáis. Acusáis a los dioses de vanidad. Deberíais miraros a vosotros mismos. Tomáis lo que os apetece, utilizáis a los demás cuando os hace falta, y luego acabáis traicionando a todo el mundo. Disculpa, pues, si no siento mucho afecto por los héroes. Son una pandilla de egoístas e ingratos. Pregúntale a Ariadna. A Medea. O ya puestos, pregúntale a Zoë Belladona.

—¿Cómo que le pregunte a Zoë? ¿A qué se refiere?

Él hizo un gesto despectivo.

—Anda. Sigue a tus estúpidos amigos.

Las ramas de vid se desenroscaron de mis piernas.

Parpadeé incrédulo.

—Pero… ¿va a dejar que me marche? ¿Así como así?

—La profecía dice que al menos dos de vosotros moriréis. Quizá tenga suerte y tú seas uno de ellos. Pero recuerda mis palabras, hijo de Poseidón: vivo o muerto, no demostrarás ser mejor que los demás.

Dicho lo cual, Dioniso chasqueó los dedos y se dobló en dos, como una hoja de papel. Se oyó otro chasquido —¡plop!— y desapareció, dejando un leve aroma a uvas que el viento enseguida difuminó.

«Por los pelos», suspiró Blackjack.

Asentí, aunque casi me habría sentido menos inquieto si el señor D me hubiera arrastrado al campamento. Si me había dejado marchar era porque creía que teníamos muchas posibilidades de salir malparados de aquella búsqueda.

—Vamos, Blackjack —dije, procurando sonar animoso—. En Nueva Jersey te compraré unos donuts.

* * *

Al final, resultó que no pude comprarle ningún donut en Nueva Jersey, porque Zoë siguió hacia el sur como una loca y sólo cuando ya habíamos entrado en Maryland se detuvo en un área de descanso. A Blackjack, de lo agotado que estaba, poco le faltó para desplomarse en picado.

«Enseguida me recupero, jefe —jadeó—. Sólo… sólo tengo que recobrar el aliento.»

—Quédate aquí —le dije—. Voy a explorar.

«Eso de "quédate aquí" me parece factible. Podré hacerlo.»

Me puse la gorra de invisibilidad y me dirigí al supermercado. Me resultaba difícil no moverme a hurtadillas. Tenía que recordarme todo el rato que nadie podía verme. Y al mismo tiempo tenía que acordarme de dejar paso y hacerme a un lado para que la gente no chocase conmigo.

Quería entrar para calentarme un poco y tomar una taza de chocolate caliente. Aún me quedaban unas monedas en el bolsillo. Podía dejarlas en el mostrador. Me estaba preguntando si la taza se volvería invisible en cuanto la tocara o si el chocolate se quedaría flotando en el aire a la vista de todos, cuando todo mi plan se fue al garete: Zoë, Thalia, Bianca y Grover salían ya del local.

—¿Estás seguro, Grover? —decía Thalia.

—Eh… bastante seguro. Al noventa y nueve por ciento. Bueno, al ochenta y cinco.

—¿Y lo has hecho con unas simples bellotas? —preguntó Bianca con incredulidad.

Grover pareció ofendido.

—Es un conjuro de rastreo consagrado por la tradición. Y bueno, estoy bastante seguro de haberlo hecho bien.

—Washington está a unos cien kilómetros —dijo Bianca—. Nico y yo… —Frunció el entrecejo—. Vivíamos allí. ¡Qué… qué extraño! Se me había olvidado.

—Esto no me gusta —murmuró Zoë—. Deberíamos dirigirnos directamente al oeste. La profecía decía al oeste.

—Como si tu destreza para seguir el rastro fuese mejor, ¿no? —refunfuñó Thalia.

Zoë dio un paso hacia ella.

—¿Cómo osas poner en duda mi destreza, bellaca? ¡No tienes ni idea de lo que es una cazadora!

—¿Bellaca? ¿Me llamas bellaca? ¿Qué narices significa eso?

—Eh, vosotras —dijo Grover, nervioso—. No empecéis otra vez.

—Grover tiene razón —añadió Bianca—. Washington es nuestra mejor alternativa.

Zoë no parecía convencida, pero asintió a regañadientes.

—Muy bien. En marcha.

—Vas a conseguir que nos detengan por empeñarte en conducir —rezongó Thalia—. Yo aparento más que tú los dieciséis.

—Quizá —respondió Zoë—. Pero yo llevo conduciendo automóviles desde que los inventaron. Vamos.

* * *

Mientras continuábamos hacia el sur siguiendo a la furgoneta a vista de pájaro, o mejor dicho, de pegaso, me pregunté si Zoë hablaba en serio. Yo no sabía exactamente cuándo se habían inventado los coches, pero me figuraba que en tiempos prehistóricos, cuando la gente miraba la televisión en blanco y negro y cazaba dinosaurios.

¿Qué edad tendría Zoë? ¿Y a qué se refería el señor D? ¿Qué mala experiencia habría tenido ella con los héroes?

Cuando nos acercábamos a Washington, Blackjack empezó a perder velocidad y altitud. Jadeaba.

—¿Estás bien? —le pregunté.

«Perfecto, jefe. Podría… cargar con un ejército.»

—A mí no me lo parece. —De repente me sentí culpable. Lo había tenido volando durante medio día casi sin parar y a ritmo de autopista. Incluso para un caballo alado, aquello tenía que ser una tremenda paliza.

«¡No se preocupe por mí, jefe! Soy un tipo duro.»

Aunque debía de ser verdad, no podía olvidar que Blackjack era capaz de venirse abajo antes de soltar una queja, y no quería que eso sucediera.

Por suerte, la furgoneta empezó a disminuir de velocidad. Cruzó el río Potomac y entró en el centro de Washington. Yo me puse a pensar en patrullas aéreas, misiles y cosas por el estilo. No sabía cómo funcionarían esos sistemas de defensa; ni siquiera estaba seguro de que un radar militar pudiese detectar a un pegaso, pero tampoco quería averiguarlo con un repentino zambombazo que me borrase del mapa.

—Bájame aquí —pedí a Blackjack—. Ya los tenemos bastante cerca.

El pobre estaba tan cansado que no discutió. Descendió hacia el Monumento a Washington, que en realidad es un obelisco blanco, y me dejó sobre el césped.

La furgoneta estaba aparcada a pocas manzanas.

Miré a Blackjack.

—Quiero que vuelvas al campamento —le dije—. Tómate un buen descanso y dedícate a pastar un poco. Yo me las arreglaré.

Ladeó la cabeza con aire escéptico.

«¿Está seguro, jefe?»

—Tú ya has hecho bastante. Me las arreglaré solo. Y mil gracias.

«Mil kilos de heno —musitó Blackjack—. Eso estaría bien. De acuerdo, jefe, pero vaya con cuidado. Intuyo que no han venido aquí a ver a un tipo guapo y simpático como yo.»

Le prometí que me andaría con ojo. Blackjack desplegó las alas, se elevó en el aire y trazó un par de círculos alrededor del monumento antes de perderse entre las nubes.

Observé la furgoneta. Ahora estaban bajándose todos. Grover señalaba uno de los grandes edificios que se alinean frente al National Mall. Thalia asintió y los cuatro echaron a andar azotados por un viento helado.

Empecé a seguirlos, pero de pronto me quedé petrificado.

Una manzana más allá, de un coche negro bajó un hombre de pelo gris cortado al estilo militar. Llevaba gafas oscuras y un abrigo negro. Sí, ya sé que en Washington hay tipos así por todas partes. Pero yo había visto aquel coche en la autopista un par de veces. Siempre hacia el sur. Habían seguido a la furgoneta.

El tipo sacó su teléfono móvil y habló un momento. Luego miró alrededor, como asegurándose de que no había nadie a la vista, y echó a andar por el Mall hacia mis amigos.

Y lo peor de todo: al volverse, lo reconocí. Era el doctor Espino, la mantícora de Westover Hall.

* * *

Con la gorra de invisibilidad, seguí a Espino a cierta distancia. El corazón me latía desbocado. Si él había sobrevivido a la caída por el acantilado, Annabeth tenía que haber salido ilesa también. Mis sueños no me habían engañado. Seguía viva, la tenían prisionera.

Espino se mantenía bastante alejado de mis amigos y hacía todo lo posible para no ser visto.

Grover se detuvo por fin frente a un gran edificio con un rótulo que rezaba: «Museo Nacional del Aire y el Espacio.» ¡El Instituto Smithsoniano! Yo había estado allí con mi madre hacía un millón de años, sólo que entonces todo me parecía mucho más grande.

Thalia tanteó la puerta. Estaba abierto, sí, aunque no había mucha gente que entrara. Hacía demasiado frío y no era época escolar. Los cuatro se deslizaron hacia el interior.

El doctor Espino vaciló. Al parecer, no quería entrar en el museo. Dio media vuelta y se encaminó al otro lado del Mall. Con una decisión impulsiva, lo seguí.

Cruzó la calle y subió las escaleras del Museo de Historia Natural. Había un gran cartel en la puerta. A primera vista leí: «Cerrado por las fieras.» Luego deduje que tenía que ser «fiestas».

Entré tras él y lo seguí por una gran sala llena de esqueletos de dinosaurio y mastodontes. Se oían voces al fondo, tras unas grandes puertas. Fuera había dos centinelas. Le abrieron a Espino y tuve que apresurarme antes de que las cerraran.

Lo que vi allí dentro era tan espantoso que casi se me escapó un grito, lo cual seguramente me habría costado el pellejo.

Me hallaba en una enorme estancia redonda, con una galería que la rodeaba un metro por encima del suelo. En aquella galería había al menos una docena de guardias mortales, además de un par de monstruos: dos mujeres-reptil, cada una con dos colas de serpiente en lugar de piernas. Las había visto en otra ocasión. Annabeth las había llamado dracaenae de Escitia.

Pero eso no era lo peor. Entre las dos mujeres-serpiente —y habría jurado que mirándome— estaba mi viejo enemigo Luke. Tenía un aspecto terrible: la piel lívida como la cera y el pelo —antes rubio— casi del todo gris, como si hubiera envejecido diez años en unos meses. Aún conservaba el brillo colérico de sus ojos, y también la cicatriz de la mejilla, donde un dragón lo había arañado una vez. Pero la cicatriz tenía ahora un feo color rojizo, como si se le hubiese vuelto a abrir hacía poco.

Junto a él, sentado de modo que las sombras lo ocultaban, había otro hombre. Lo único que le veía eran los nudillos, aferrados a los brazos dorados de su silla, que parecía un trono.

—¿Y bien? —preguntó el hombre de la silla. Su voz era igual que la que había oído en mi sueño: no la voz espeluznante de Cronos, sino más profunda, más grave, como si la tierra misma se hubiera puesto a hablar. Su resonancia llenaba la sala pese a que no estaba gritando.

El doctor Espino se quitó las gafas oscuras. Sus ojos de dos colores, marrón y azul, relucían de pura excitación. Después de una rígida reverencia, habló con su extraño acento francés.

—Están aquí, General.

—Eso ya lo sé, idiota —respondió el hombre con voz tonante—. Pero ¿dónde?

—En el museo de cohetes.

—El Museo del Aire y el Espacio —corrigió Luke con irritación.

El doctor Espino le lanzó una mirada furibunda.

—Como usted diga, señorrrrr…

Me dio la sensación de que habría preferido traspasarlo con una de sus espinas.

—¿Cuántos? —preguntó Luke.

Espino fingió no haberlo oído.

—¡¡¿Cuántos?!! —insistió el General.

—Cuatro, General. El sátiro, Grover Underwood. La chica con el pelo negro en punta y con ropa… ¿cómo se dice?… punk, armada con ese escudo espantoso…

—Thalia —dijo Luke.

—Y otras dos chicas… cazadoras. Una de ellas con una diadema de plata.

—A ésa la conozco —gruñó el General.

Todo el mundo se removió incómodo.

—Déjeme apresarlos —le rogó Luke al General—. Tenemos más que suficientes…

—Paciencia —replicó el General—. Ya deben de estar bastante ocupados. Les he mandado un compañero de juegos para entretenerlos.

—Pero…

—No podemos arriesgarte, muchacho.

—Eso es, muchacho —dijo Espino con una cruel sonrisa—. Usted es demasiado frágil. Déjenme que acabe yo con ellos.

—No. —El General se alzó de su silla y entonces pude echarle un vistazo.

Era alto y musculoso, con la piel levemente bronceada y el pelo oscuro peinado hacia atrás. Vestía un traje de seda marrón de aspecto muy caro, como los que llevan los tipos de Wall Street, aunque nadie lo habría tomado por un broker. Tenía un rostro brutal, hombros enormes y manos capaces de partir en dos el mástil de una bandera. Sus ojos eran como piedras. Tuve la sensación de estar mirando una estatua viviente. Resultaba asombroso que pudiera moverse.

—Ya me has fallado una vez, Espino —tronó.

—Pero General…

—¡Sin excusas!

Espino retrocedió un paso. Yo lo había considerado un tipo espeluznante cuando lo vi por primera vez con su uniforme negro en la academia militar de Westover. Ahora, en cambio, de pie ante el General, parecía un novato patético. El General sí impresionaba. No necesitaba uniforme. Era un líder nato.

—Debería arrojarte a las profundidades del Tártaro por tu incompetencia —dijo—. Te mando a que captures al hijo de uno de los tres dioses mayores y tú me traes a una esmirriada hija de Atenea.

—¡Pero usted me prometió una oportunidad para vengarme! —protestó Espino—. ¡Y una unidad para mí!

—Soy el comandante en jefe del señor Cronos —dijo el General—. ¡Y elegiré como lugartenientes a quienes me ofrezcan resultados! Sólo gracias a Luke logramos salvar en parte nuestro plan. Y ahora, Espino, fuera de mi vista. Hasta que encuentre alguna tarea menor para ti.

Espino se puso rojo de rabia. Creí que iba a empezar a echar espumarajos o disparar espinas, pero se limitó a inclinarse torpemente y abandonó la estancia.

—Bien, muchacho —dijo el General, mirando a Luke—, lo primero que hemos de hacer es separar de los demás a la mestiza Thalia. El monstruo que buscamos acudirá entonces a ella.

—Será difícil deshacerse de las cazadoras —dijo Luke—. Zoë Belladona…

—¡No pronuncies ese nombre!

Luke tragó saliva.

—P… perdón, General. Yo sólo…

El General lo hizo callar con un gesto.

—Déjame mostrarte, muchacho, cómo derrotaremos a las cazadoras.

Señaló a un guardia que se hallaba en el nivel inferior de la estancia.

—¿Tienes los dientes?

El tipo se adelantó pesadamente con una vasija de cerámica.

—¡Sí, General!

—Plántalos —le ordenó.

En el centro de la sala había un gran círculo de tierra, donde supongo que estaba previsto exponer un dinosaurio. Observé con inquietud al guardia mientras extraía de la vasija unos aguzados dientes blancos y los iba hundiendo en la tierra. Luego alisó la superficie ante la gélida sonrisa del General.

El guardia retrocedió y se sacudió el polvo de las manos.

—¡Listo, General!

—¡Excelente! Riégalos, y luego dejaremos que sigan el rastro de su presa.

El guardia asió una pequeña regadera decorada con margaritas que resultaba más bien incongruente, porque no era agua lo que salía de ella, sino un líquido rojo oscuro. Y me daba la sensación de que no era ponche de frutas.

La tierra empezó a burbujear.

—Muy pronto, Luke —dijo el General—, te mostraré tales soldados que harán que resulte insignificante el ejército que tienes en ese barco.

Luke apretó los puños.

—¡Me he pasado un año entrenando a mis fuerzas! Cuando el Princesa Andrómeda llegue a la montaña serán los mejores…

—¡Ja! —soltó el General—. No niego que tus tropas puedan convertirse en una magnífica guardia de honor del señor Cronos. Y tú, naturalmente, tendrás un papel que desempeñar…

Me pareció que Luke palidecía aún más.

—… pero bajo mi liderazgo, las fuerzas del señor Cronos se verán multiplicadas por cien. Seremos incontenibles. Mira, ahí están mis máquinas más mortíferas.

La tierra sufrió una especie de erupción, e impulsivamente me eché atrás.

En cada punto donde habían plantado un diente surgía ahora una criatura de la tierra. La primera emitió un sonido:

—¡Miau!

Era un gatito. Un cachorro anaranjado con rayas de tigre. Luego apareció otro, y otro, hasta una docena, y todos se pusieron a jugar y revolcarse por la tierra.

Todo el mundo los miraba sin dar crédito. El General rugió:

—¿Qué es esto? ¿Gatitos de peluche? ¿De dónde has sacado esos dientes?

El guardia que los había traído se encogió de pánico.

—¡De la exposición, señor! Como usted me dijo. El tigre dientes-de-sable…

—¡No, idiota! ¡Te he dicho el tiranosaurio! Recoge esas… esas pequeñas bestias infernales y sácalas de aquí. No vuelvas a presentarte ante mí nunca más.

El tipo estaba tan aterrorizado que se le cayó al suelo la regadera. Recogió los gatitos y salió corriendo.

—¡Tú! —El General señaló a otro guardia—. Tráeme los dientes que he pedido. ¡Ahora!

El tipo se apresuró a cumplir sus órdenes.

—Imbéciles —murmuró el General.

—Por eso yo no utilizo mortales —dijo Luke—. No son de fiar.

—Son débiles de carácter, fáciles de sobornar, violentos —corroboró el General—. Me encantan.

Un minuto después, el guardia regresó a toda prisa con las manos llenas de grandes y aguzados colmillos.

—Magnífico —dijo el General. Se subió a la barandilla de la galería y desde allí saltó, elevándose seis metros por los aires.

Al caer, el suelo de mármol se resquebrajó por el impacto. Hizo una mueca y se masajeó el cuello.

—¡Mis malditas cervicales!

—¿Una almohadilla caliente, señor? —le ofreció el guardia—. ¿Una tableta de paracetamol?

—¡No! Ya se me pasará. —Se sacudió su traje de seda y le arrebató los dientes al guardia—. Lo haré yo mismo.

Sostuvo un diente y sonrió.

—Dientes de dinosaurio… ¡ja! Estos estúpidos mortales ni siquiera saben que tienen dientes de dragón en su poder. Y no de cualquier dragón. ¡Estos dientes proceden de la antigua Síbaris en persona! Nos vendrán de perlas.

Los plantó en la tierra. Una docena en total. Recogió la regadera y roció el suelo de líquido rojo. Luego la dejó a un lado y abrió los brazos.

—¡Alzaos!

El suelo tembló. El esqueleto de una mano surgió disparado de la tierra y apretó el puño.

El General levantó la vista hacia la galería.

—Deprisa, ¿tenéis el rastro?

—Sssssí, señor —dijo una de las mujeres-serpiente, y sacó una faja de tela plateada, como la que llevaban las cazadoras.

—Magnífico —dijo el General—. En cuanto mis guerreros huelan el rastro, perseguirán a su propietaria sin descanso. Nada los detendrá: ningún arma conocida por los mestizos o las cazadoras. Harán trizas a las cazadoras y sus aliados. ¡Pásamela!

En ese momento surgieron los esqueletos de la tierra. Eran doce, uno por cada diente plantado por el General. No eran como los esqueletos de plástico de Halloween, ni como los que habrás visto en las películas de serie B. A éstos les creció la carne hasta que se convirtieron en hombres. Hombres de piel grisácea, con ojos amarillos y ropa moderna: camisetas grises sin mangas, pantalones de camuflaje, botas de combate. Si no los mirabas de cerca, casi podías creer que eran humanos. Pero tenían la piel transparente y sus huesos relucían debajo con un brillo trémulo, como imágenes de rayos X.

Uno de ellos me miró con una expresión helada, y comprendí en el acto que ninguna gorra de invisibilidad iba a despistarlo.

La mujer-serpiente había arrojado la faja, que revoloteó lentamente por el aire hacia la mano del General. En cuanto él se la entregase a los guerreros, saldrían en busca de Zoë y los demás, y no cejarían hasta aniquilarlos.

No tuve tiempo de pensarlo. Corrí y salté con todas mis fuerzas, chocando con los guerreros y atrapando la faja en el aire.

—¿Qué significa esto? —bramó el General.

Aterricé a los pies de un guerrero-esqueleto, que silbó como una serpiente.

—Un intruso —tronó el General—. Un enemigo cubierto de tinieblas. ¡Sellad las puertas!

—¡Es Percy Jackson! —gritó Luke—. Tiene que ser él.

Corrí hacia la salida. Oí el ruido de un desgarrón y vi que el guerrero-esqueleto me había arrancado un trozo de la manga. Cuando volví la vista, se había pegado a la nariz el trozo de tela y lo husmeaba a conciencia. Luego se lo pasó a los otros. Habría querido chillar de pánico, pero no podía. Me colé entre las puertas un segundo antes de que los centinelas las cerrasen de golpe a mi espalda.

Y luego corrí.