Una vieja amiga muerta nos visita
A la mañana siguiente, después de desayunar, le conté mi sueño a Grover. Nos habíamos sentado en un prado nevado y mirábamos cómo los sátiros perseguían a las ninfas. Ellas habían prometido besarlos si las atrapaban, cosa que difícilmente ocurría, porque las ninfas dejaban que los sátiros se pusieran a cien y, en el último momento, se convertían en árboles cubiertos de nieve. Y ellos, claro, se iban de cabeza contra los troncos y se ganaban, además, el montón de nieve que se les venía encima con la sacudida.
Cuando le conté mi pesadilla, Grover empezó a retorcerse con los dedos el pelaje de la pierna.
—¿El techo de la cueva se desmoronó sobre ella?
—Exacto. ¿Qué narices crees que significa?
Meneó la cabeza.
—No lo sé. Pero después de lo que Zoë ha soñado…
—¿Cómo? ¿Zoë ha tenido un sueño parecido?
—No… no lo sé con exactitud. Hacia las tres de la mañana se presentó en la Casa Grande diciendo que quería hablar con Quirón. Parecía muerta de pánico.
—Un momento… ¿Y tú cómo lo sabes?
Grover se sonrojó.
—Yo había, esto… acampado cerca de la cabaña de Artemisa.
—¿Para qué?
—Pues… para estar cerca de ellas.
—Eres un vulgar acosador con pezuñas.
—¡No es cierto! Bueno, el caso es que la seguí hasta la Casa Grande, me escondí tras un matorral y desde allí lo vi todo. Ella se enfadó muchísimo cuando Argos no la dejó pasar. Fue bastante violento.
Intenté imaginarme la escena. Argos era el jefe de seguridad del campamento: un tipo grandote y rubio, con ojos diseminados por todo el cuerpo. Raramente se dejaba ver, a menos que sucediera algo muy grave. No me habría atrevido a apostar en una pelea entre Argos y Zoë.
—¿Qué dijo ella? —pregunté.
Grover hizo una mueca.
—Bueno, cuando se enfada se pone a hablar de esa manera anticuada y no resulta fácil entenderla. Pero era algo así como que Artemisa estaba en un aprieto y que necesitaba a las cazadoras. Luego le espetó a Argos que era un patán sin seso… Creo que es un insulto. Y él llamó…
—¡Uf!, espera. ¿Cómo va a estar Artemisa en un aprieto?
—Eh… Bueno, finalmente apareció Quirón en pijama y con la cola llena de rulos…
—¿Se pone rulos en la cola?
Grover se tapó la boca.
—Perdón. Continúa.
—Bueno, Zoë le dijo que necesitaba su permiso para salir del campamento de inmediato. Pero Quirón se negó. Le recordó a Zoë que las cazadoras debían quedarse hasta recibir órdenes de Artemisa. Y ella respondió… —Grover tragó saliva—. Dijo: «¿Cómo vamos a recibir órdenes de Artemisa si se ha perdido?»
—¿Qué significa eso de «perdido»? ¿Que no encuentra el camino?
—No. Supongo que se refería a que ha desaparecido. Que se la han llevado. Que la han raptado.
—¿Raptado? —Intenté asimilar la idea—. ¿Cómo van a raptar a una diosa inmortal? ¿Es eso posible?
—Bueno, sí. Le pasó a Perséfone.
—Ya, pero ella era algo así como la diosa de las flores…
Grover me miró ofendido.
—De la primavera.
—Vale, como quieras, pero Artemisa es muchísimo más poderosa. ¿Quién sería capaz de raptarla? ¿Y por qué?
Grover meneó la cabeza con pesadumbre.
—No lo sé. ¿Cronos?
—No puede ser tan poderoso aún. ¿O sí?
La última vez que habíamos visto a Cronos, estaba hecho añicos. Bueno… verlo, lo que se dice verlo, no lo habíamos visto exactamente. Miles de años atrás, después de la guerra entre dioses y titanes, los dioses lo cortaron en pedacitos con su propia guadaña y diseminaron los restos por el Tártaro, que viene a ser un cubo de reciclaje sin fondo que tienen los dioses para sus enemigos. Hacía dos veranos, Cronos nos había atraído con engaños hasta el borde de ese abismo y poco faltó para que nos empujara al vacío. Finalmente, el verano pasado, vimos en el crucero infernal de Luke un gran ataúd dorado. En su interior, según nos dijo Luke, estaban rescatando poco a poco del abismo al señor de los Titanes: cada vez que alguien se unía a su causa, se añadía un pedacito más a su cuerpo. Cronos ya podía influir y engañar a la gente a través de los sueños, pero no lograba imaginar cómo iba a secuestrar a Artemisa si todavía era un montón maligno de detritus.
—No lo sé —dijo Grover—. Creo que se sabría si Cronos estuviera recuperado por completo. Los dioses estarían mucho más nerviosos. Pero, aun así, es raro que tú hayas tenido una pesadilla la misma noche que Zoë. Es casi como si…
Terminé la frase antes que él:
—Estuvieran relacionadas.
En medio del prado helado, un sátiro empezó a derrapar sobre sus pezuñas detrás de una ninfa pelirroja. Ella soltó una risita, abrió los brazos y ¡plop!, se convirtió en un pino cuyo duro tronco fue a besar el sátiro a toda velocidad.
—¡Ah, el amor! —gimió Grover con expresión soñadora.
Yo pensaba en la pesadilla de Zoë, soñada sólo unas horas más tarde que la mía.
—Tengo que hablar con ella —dije.
—Antes de que lo hagas… —Grover sacó algo del bolsillo de su abrigo. Era un tríptico, como un folleto de viajes—. ¿Recuerdas lo que dijiste, que era raro que las cazadoras se hubieran presentado sin más en Westover Hall? Creo que tal vez estaban siguiéndonos.
—¿Siguiéndonos? ¿Qué quieres decir?
Me dio el folleto. Era sobre las cazadoras de Artemisa. El titular de la tapa rezaba: «¡UNA SABIA DECISIÓN PARA TU FUTURO!» En el interior se veían fotografías de jóvenes doncellas en plena cacería, persiguiendo monstruos y disparando flechas. En los pies de foto se leían cosas como: «¡BENEFICIOS PARA LA SALUD: LA INMORTALIDAD, CON TODAS SUS VENTAJAS!» O bien: «¡UN FUTURO LIBRE DE PESADOS MOSCONES!»
—Lo encontré en la mochila de Annabeth —aclaró Grover.
Lo miré fijamente.
—No te entiendo.
—Bueno, a mí me parece que… quizá Annabeth estaba pensando en unirse a ellas.
* * *
Me gustaría decir que me tomé bien aquella noticia.
Pero la verdad es que me entraron ganas de estrangular a las cazadoras de Artemisa: una doncella eterna tras otra.
Intenté mantenerme ocupado el resto del día, aunque me sentía muy angustiado por Annabeth. Asistí a una clase de lanzamiento de jabalina, pero el campista de Ares que se encargaba de darla me sacó de allí enfurecido cuando me distraje y lancé la jabalina antes de que él pudiese apartarse. Me disculpé por el agujero que le hice en los pantalones, pero el tipo me mandó igualmente a freír espárragos.
También visité los establos de los pegasos, pero me encontré a Silena Beauregard, de la cabaña de Afrodita, discutiendo con una de las cazadoras y pensé que era mejor no meterse.
Luego fui a sentarme en la tribuna de la pista de carreras de carros y me quedé allí, enfurruñado. En los campos de tiro al arco, Quirón estaba dirigiendo las prácticas de puntería. Yo sabía que él era la persona más indicada para hablar. Quizá pudiera darme algún consejo. Sin embargo, algo me frenaba. Tenía la sensación de que Quirón intentaría protegerme, como de costumbre, y de que no me contaría todo lo que sabía.
Miré en otra dirección. En la cima de la Colina Mestiza, el señor D y Argos le daban su pitanza al dragón bebé que vigilaba el Vellocino de Oro.
Y entonces se me ocurrió: en la Casa Grande no habría nadie en ese momento, pero sí había allí una cosa a la que podía recurrir para orientarme.
La sangre me zumbaba en los oídos cuando entré corriendo en la casa y subí las escaleras. Sólo había hecho aquello una vez en mi vida, y aún me provocaba pesadillas. Abrí la trampilla y entré en el desván.
Estaba oscuro, polvoriento y atestado de trastos, como la otra vez. Había escudos mutilados por mordiscos de tamaño monstruoso, y espadas dobladas de tal modo que parecían cabezas de demonios. También un montón de animales disecados, entre ellos una arpía y una pitón naranja.
Junto a la ventana, en un taburete de tres patas, estaba la momia apergaminada de una vieja dama, con un vestido hippie teñido. El Oráculo.
Me obligué a acercarme y aguardé a que saliera de su boca la ondulante niebla verde de la otra vez. Pero nada sucedió.
—Hola —dije—. Eh… ¿cómo van las cosas?
Hice una mueca ante la estupidez de mi pregunta. Si estás muerto y arrumbado en el desván, las cosas no te «van» ni bien ni mal. Pero yo sabía que el espíritu del Oráculo estaba allí. Percibía una fría presencia en la habitación, como una serpiente enroscada y dormida.
—Tengo una pregunta —proseguí un poco más alto—. Sobre Annabeth. ¿Cómo puedo salvarla?
Nada. Un rayo de sol oblicuo se colaba por la sucia ventana, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire.
Aguardé un poco más, hasta que al final me harté. Me estaba vacilando un cadáver.
—Muy bien —dije—. Ya lo averiguaré por mi cuenta.
Di media vuelta y tropecé con una mesa alargada llena de recuerdos. Parecía incluso más atiborrada que la vez anterior. Los héroes almacenaban los objetos más variopintos en aquel desván. Trofeos que ya no querían conservar en sus cabañas, trastos que les traían malos recuerdos… Yo sabía que Luke había dejado allí arriba la garra de un dragón: la que le había marcado la cara. Vi la empuñadura rota de una espada con el rótulo: «Cuando se rompió, mataron a Leroy. 1999.»
Entonces me fijé en un chal de seda rosa con una etiqueta. La recogí y traté de leerla.
BUFANDA DE LA DIOSA AFRODITA
Recuperada en Waterland, Denver, Co., por Annabeth Chase y Percy Jackson
Contemplé aquel chal. Lo había olvidado por completo. Dos años atrás, Annabeth me lo había quitado de las manos, diciéndome algo como: «Ah, no. ¡Apártate de esa magia de amor!»
Yo creía que lo habría tirado, pero estaba allí. ¿Lo había conservado todo este tiempo? ¿Y por qué lo había guardado en el desván?
Me volví hacia la momia. No se había movido, pero las sombras le dibujaban una sonrisa espantosa.
Dejé caer el pañuelo y procuré no salir corriendo.
* * *
Aquella noche, después de cenar, estaba resuelto a derrotar a las cazadoras en la captura de la bandera. Iba a ser un partido muy reducido: sólo trece cazadoras, incluyendo a Bianca di Angelo, y más o menos el mismo número de campistas.
Zoë Belladona parecía muy contrariada. No paraba de mirar a Quirón con rencor, como si no pudiera creer que la hubiera obligado a quedarse y participar en aquel juego. A las demás cazadoras tampoco se las veía muy contentas. Ya no se reían ni bromeaban como la noche anterior. Ahora se apiñaban en el pabellón y susurraban entre ellas mientras se ajustaban las armaduras. Daba la impresión de que algunas habían estado llorando. Supongo que Zoë les habría contado su pesadilla.
Nosotros teníamos en nuestro equipo a Beckendorf y a otros dos chicos de Hefesto, a unos cuantos integrantes de la cabaña de Ares (seguía extrañándome que Clarisse no apareciera), a los hermanos Stoll y a Nico, de la cabaña de Hermes, y a varios chicos y chicas de Afrodita. Era curioso que la cabaña de Afrodita se prestase a jugar. Ellas habitualmente se mantenían al margen, charlando y contemplando su reflejo en el río. Pero en cuanto se enteraron de que íbamos a enfrentarnos con las cazadoras, se apuntaron con unas ganas enormes.
—Ya les enseñaré yo si «el amor no vale la pena» —refunfuñaba Silena Beauregard mientras se colocaba su armadura—. ¡Las voy a pulverizar!
Y finalmente, estábamos Thalia y yo.
—Yo me encargo del ataque —propuso ella—. Tú ocúpate de la defensa.
—Eh… —Titubeé, porque había estado a punto de decir exactamente lo mismo, sólo que al revés—. ¿No te parece que con tu escudo estarías mejor defendiendo?
Thalia ya tenía la Égida en el brazo, y hasta nuestros propios compañeros mantenían las distancias y procuraban no encogerse de miedo ante la cabeza de la Medusa.
—Bueno, justamente estaba pensando que el escudo servirá para reforzar el ataque —respondió ella—. Además, tú tienes más práctica en la defensa.
No sabía si me tomaba el pelo o no. Yo más bien había tenido experiencias desagradables jugando de defensa. En mi primer año, Annabeth me había utilizado como cebo para despistar al equipo contrario y poco había faltado para que me despedazaran a lanzazos y me devorara un perro del infierno.
—Vale, es cierto —mentí.
—Genial.
Thalia se puso a ayudar a las chicas de Afrodita, pues algunas tenían problemas para ponerse la armadura sin estropearse las uñas. Nico di Angelo se me acercó esbozando una ancha sonrisa.
—¡Esto es una pasada, Percy! —El casco de bronce, con un penacho de plumas azules en lo alto, casi le tapaba los ojos, y su peto debía de ser unas seis tallas grande. Me pregunté si yo también habría tenido un aspecto tan ridículo cuando llegué al campamento. Seguramente sí.
Nico alzó su espada con esfuerzo.
—¿Podemos matar a los del otro equipo?
—Eh… no.
—Pero las cazadoras son inmortales, ¿verdad?
—Sólo si no caen en combate. Además…
—Sería genial que resucitáramos en cuanto nos mataran y pudiéramos seguir peleando…
—Nico, esto va en serio. Son espadas reales. Y pueden hacer mucho daño.
Me miró, un poco defraudado, y me di cuenta de que acababa de hablar como mi madre. Grrr. Mala señal.
Le di unas palmaditas.
—Ya verás, será fantástico. Tú limítate a seguir al equipo. Y mantente alejado de Zoë. Nos lo pasaremos bomba.
Los cascos de Quirón resonaron en el suelo del pabellón.
—¡Héroes! —llamó—. Ya conocéis las reglas. El arroyo es la línea divisoria. El equipo azul, del Campamento Mestizo, ocupará el bosque del oeste. El equipo rojo, de las cazadoras de Artemisa, el bosque del este. Yo ejerceré de arbitro y médico de campaña. Nada de mutilaciones, por favor. Están permitidos todos los artilugios mágicos. ¡A vuestros puestos!
—Estupendo —me susurró Nico—. ¿Qué tipo de artilugios mágicos? ¿Yo tengo alguno?
Estaba a punto de confesarle que no, cuando Thalia gritó:
—¡Equipo azul! ¡Seguidme!
Todos estallaron en vítores y la siguieron. Tuve que apresurarme para darles alcance y tropecé con el escudo de otro chico. En resumen: no parecía demasiado un co-capitán. Más bien un idiota.
* * *
Situamos nuestra bandera en lo alto del Puño de Zeus: un grupo de rocas en mitad de los bosques del oeste que, visto desde cierto ángulo, parece un gigantesco puño surgido de las entrañas de la tierra. Si lo miras por el otro lado, parece un montón de excrementos de ciervo, pero Quirón no nos habría permitido que lo llamásemos Montón de Mierda, sobre todo después de haber sido bautizado ya con el nombre de Zeus, que no tiene demasiado sentido del humor.
En todo caso, era un buen lugar para situar la bandera. La roca más alta tenía seis metros y era bastante difícil de escalar, de manera que la bandera quedaba bien visible, tal como establecía el reglamento, sin que importara demasiado que los centinelas no pudieran permanecer a menos de diez metros de ella.
Puse a Nico de guardia con Beckendorf y los hermanos Stoll, pensando que así quedaría a salvo y al margen de la trifulca.
—Vamos a enviar un señuelo hacia la izquierda —dijo Thalia a todo el equipo—. Suena, tú lo encabezarás.
—¡Entendido!
—Llévate a Laurel y Jason. Son buenos corredores. Describe un arco bien amplio en torno a las cazadoras. Atrae a todas las que puedas. Yo daré un rodeo por la derecha con el grupo de asalto y las pillaré por sorpresa.
Todos asintieron. Parecía un buen plan, y Thalia lo había explicado con tanta confianza que era fácil creer que funcionaría.
Ella me miró.
—¿Algo que añadir, Percy?
—Eh, sí. Ojo avizor en la defensa. Tenemos cuatro centinelas y dos exploradores. No es mucho para un bosque tan grande. Yo iré cambiando de posición. Gritad si necesitáis ayuda.
—¡Y no abandonéis vuestros puestos!
—Salvo que veáis una ocasión de oro —añadí.
Thalia frunció el entrecejo.
—No abandonéis vuestros puestos, ¿vale?
—Exacto. Salvo…
—¡Percy! —Me puso la mano en el brazo y recibí una buena descarga. En invierno cualquiera puede transmitir electricidad estática, pero si lo hace Thalia duele un rato, lo aseguro. Imagino que tendrá que ver con el hecho de que su padre sea el dios del rayo. He oído que ha llegado a freírle las cejas a más de uno—. Perdón —se disculpó enseguida, aunque no parecía muy arrepentida—. Bueno, ¿todo el mundo lo ha entendido?
Todos asintieron. Nos fuimos dispersando en pequeños grupos. Sonó la caracola y empezó el juego.
El grupo de Silena desapareció por la izquierda. El de Thalia le dio unos segundos de ventaja y se lanzó hacia la derecha.
Yo aguardé a que ocurriese algo. Trepé hasta lo alto del Puño de Zeus para disponer de una buena vista del bosque. Recordaba cómo habían surgido las cazadoras sin más la otra ocasión, mientras luchábamos con la mantícora, y me esperaba un ataque relámpago parecido: una carga por sorpresa pensada para arrollarnos. Pero no pasaba nada.
Divisé un instante a Silena y sus dos exploradores. Cruzaron corriendo un claro, seguidos por cinco cazadoras, y se internaron en el bosque con el fin de alejarlas lo máximo posible de Thalia. El plan parecía funcionar. Luego vi a otro pelotón de cazadoras que se dirigían hacia el este con sus arcos en ristre. Debían de haber localizado a Thalia.
—¿Qué ocurre? —me preguntó Nico mientras intentaba encaramarse a mi lado.
Mi mente funcionaba a cien por hora. Thalia no lograría abrirse paso, pero las cazadoras estaban divididas. Y con tantas de ellas destinadas a cubrir los flancos, habrían dejado el centro desguarnecido y muy expuesto. Si me movía deprisa…
Miré a Beckendorf.
—¿Podéis sostener la posición vosotros solos?
Beckendorf soltó un bufido.
—Pues claro.
—Entonces voy a buscarla.
Los hermanos Stoll y Nico me lanzaron vítores mientras yo salía disparado hacia la línea divisoria.
Corría a toda velocidad y me sentía fenomenal. Salté el arroyo y entré en territorio enemigo. Ya veía su bandera plateada un poco más adelante, con una sola cazadora de guardia que ni siquiera miraba en mi dirección. Oí ruido de lucha a derecha e izquierda, en el espesor del bosque. ¡Estaba hecho!
La cazadora se volvió en el último momento. Era Bianca di Angelo. Abrió los ojos de par en par justo cuando ya me abalanzaba sobre ella y la derribaba sobre la nieve.
—¡Lo siento! —grité. Arranqué del árbol la bandera de seda plateada y eché a correr otra vez.
Me había alejado diez metros cuando Bianca acertó a pedir socorro. Creía que estaba salvado.
¡Flip! Una cuerda plateada se coló entre mis tobillos y fue a enrollarse en el árbol de al lado. ¡Una trampa disparada con arco! Antes de que pudiera pensar siquiera en detenerme, caí de bruces sobre la nieve.
—¡Percy! —chilló Thalia desde la izquierda—. ¿Qué demonios estás haciendo?
No llegó a alcanzarme, porque justo entonces estalló una flecha a sus pies y una nube de humo amarillo se enroscó alrededor de su equipo. Todos empezaron a toser y sufrir arcadas. A mí me llegaba el olor del gas: una peste espantosa a sulfuro.
—¡No es justo! —jadeó Thalia—. ¡Las flechas pestilentes son antideportivas!
Me incorporé y eché a correr otra vez. Unos metros más hasta el arroyo y me alzaría con la victoria. Varias flechas me silbaron en los oídos. Una cazadora surgió como por ensalmo y me lanzó un tajo con su cuchillo, pero yo lo esquivé y seguí corriendo.
Oí gritos desde nuestro lado, más allá del arroyo. Beckendorf y Nico venían hacia mí disparados. Primero creí que habían salido a darme la bienvenida, pero luego comprendí que perseguían a alguien: a Zoë Belladona, que volaba hacia mí con una agilidad de chimpancé, esquivando a todos los campistas que le salían al paso. Y sujetaba nuestra bandera.
—¡No! —grité, y aceleré todavía más.
Estaba sólo a medio metro del agua cuando ella cruzó de un salto al lado que le correspondía y se me echó encima por si acaso. Las cazadoras estallaron en vítores mientras todos acudían al arroyo. Quirón surgió de la espesura con aire ceñudo. Llevaba sobre su lomo a los hermanos Stoll, que parecían haber recibido varios golpes muy fuertes en la cabeza. Connor Stoll tenía dos flechas en el casco que sobresalían como un par de antenas.
—¡Las cazadoras ganan! —anunció Quirón sin ninguna alegría. Y añadió entre dientes—: Por quincuagésima sexta vez seguida.
—¡Perseus Jackson! —chilló Thalia, acercándose.
Olía a huevos podridos y estaba tan furiosa que saltaban chispas de su armadura. Todo el mundo se encogía y retrocedía ante la visión de la Egida. Yo tuve que emplear toda mi fuerza de voluntad para no arrugarme.
—En nombre de todos los dioses, ¿en qué estabas pensando? —bramó.
Apreté los puños. Ya había tenido bastante mal rollo aquel día. No necesitaba más.
—¡He capturado la bandera, Thalia! —La agité ante su rostro—. He visto una ocasión y la he aprovechado.
—¡Yo había llegado a su base! —me gritó a todo pulmón—. Pero su bandera había desaparecido. Si no te hubieses metido, habríamos ganado.
—¡Tenías a demasiadas cazadoras encima!
—Ah, ¿así que es culpa mía?
—Yo no he dicho eso.
—¡Argggg! —Me dio un empujón y recibí una descarga tan intensa que me lanzó tres metros más allá, directo al centro del arroyo.
Varios campistas ahogaron un grito y un par de cazadoras contuvieron la risa.
—¡Perdona! —se disculpó Thalia, palideciendo—. No pretendía…
Sentí la cólera rugiendo en mi interior, y de repente surgió una ola del arroyo y fue a estrellarse en la cara de Thalia, que quedó empapada de pies a cabeza.
—Ya —refunfuñé mientras me ponía en pie—. Yo tampoco quería…
Thalia jadeaba de rabia.
—¡Ya basta! —terció Quirón.
Pero ella blandió su lanza.
—¿Quieres un poco, sesos de alga?
Que Annabeth me llamase a veces así estaba bien, o al menos ya me había acostumbrado, pero oírselo decir a Thalia no me sentó nada bien.
—¡Venga, tráela para aquí, cara de pino!
Alcé mi espada, pero antes de que pudiera defenderme, Thalia dio un grito y al instante cayó un rayo del cielo que chisporroteó en su lanza, como si fuese un pararrayos, y me golpeó directamente en el pecho.
Me desmoroné con estrépito. Noté olor a quemado y tuve la sensación de que era mi ropa.
—¡Thalia! —rugió Quirón—. ¡Ya basta!
Me levanté y ordené al arroyo entero que se alzase. Cientos de litros de agua se arremolinaron para formar un enorme embudo helado.
—¡Percy! —suplicó Quirón.
Estaba a punto de arrojárselo encima a Thalia cuando vi algo en el bosque. Mi cólera y mi concentración se disolvieron al instante, y el agua cayó chorreando en el lecho del arroyo. Thalia se quedó tan pasmada que se volvió para ver qué estaba mirando.
Alguien… algo se aproximaba. Una turbia niebla verdosa impedía ver de qué se trataba, pero cuando se acercó un poco más, todos los presentes —campistas y cazadoras por igual— ahogamos un grito.
—No es posible —murmuró Quirón. Nunca lo había visto tan impresionado—. Jamás había salido del desván. Jamás.
Tal vez no. Sin embargo, la momia apergaminada que encarnaba al Oráculo avanzó arrastrando los pies hasta situarse en el centro del grupo. La niebla culebreaba en torno a sus pies, confiriéndole a la nieve un repulsivo tono verdoso.
Nadie se atrevió a mover ni una ceja. Entonces su voz siseó en el interior de mi cabeza. Los demás podían oírla también, por lo visto, porque muchos se taparon los oídos.
«Soy el espíritu de Delfos —dijo la voz—. Portavoz de las profecías de Apolo Febo, que mató a la poderosa Pitón.»
El Oráculo me observó con sus ojos muertos. Luego se volvió hacia Zoë Belladona.
«Acércate, tú que buscas, y pregunta.»
Zoë tragó saliva.
—¿Qué debo hacer para ayudar a mi diosa?
La boca del Oráculo se abrió y dejó escapar un hilo de niebla verde. Vi la vaga imagen de una montaña, y a una chica en su áspera cima. Era Artemisa, pero cargada de cadenas y sujeta a las rocas con grilletes. Permanecía de rodillas con las manos alzadas, como defendiéndose de un atacante, y parecía sufrir un gran dolor. El Oráculo habló:
Cinco buscarán en el oeste a la diosa encadenada, uno se perderá en la tierra sin lluvia, el azote del Olimpo muestra la senda, campistas y cazadoras prevalecen unidos, a la maldición del titán uno resistirá, y uno perecerá por mano paterna.
En medio de un silencio sepulcral, la niebla verde se replegó, retorciéndose como una serpiente, y desapareció por la boca de la momia. El Oráculo se sentó en una roca y se quedó tan inmóvil como en el desván. Como si fuera a quedarse junto al arroyo cien años.