A tres kilómetros de allí, una caravana de caballos trotaba en la noche. Tres de ellos cargaban con cautivos expertamente atados y amordazados. Un cuarto tiraba de unas rudas rastras sobre las que el Equipaje yacía tendido, atado con una red y silencioso.

Herrena dio la orden de alto a la columna en voz baja, e hizo un gesto a uno de sus hombres para que se acercase.

—¿Estás seguro? —le preguntó—. Yo no oigo nada.

—Vi formas de trolls —se limitó a insistir el otro.

Ella miró alrededor. Allí los árboles eran menos espesos, había muchas piedrecillas, y el sendero que se extendía ante ellos llevaba a una colina pelada, rocosa, que parecía especialmente antipática a la luz de la estrella roja.

Aquel sendero le preocupaba. Era muy antiguo, pero algo había tenido que crearlo, y cuesta mucho matar a un troll.

Suspiró. De repente, le parecía que aquella profesión de secretaria no habría estado tan mal.

Reflexionó, y no por primera vez, en que ser espadachina tenía muchos inconvenientes, quizá uno de los peores el hecho de que los hombres no te tomaban en serio hasta que los matabas, momento en el cual la cosa ya no tenía demasiada importancia.

Luego estaba todo el asunto del cuero, que le daba dentera pero parecía parte inseparable de la tradición. Y la cerveza. Eso de pasarse toda la noche acodado en la barra no estaba mal para gente como Hrun el Bárbaro o Cimbar el Asesino, pero Herrena se negaba a entrar en uno de esos lugares a menos que sirvieran bebidas adecuadas en vasos pequeños, preferentemente con una aceituna dentro. Y en cuanto a los retretes…

Pero ella era demasiado genial para ser ladrona, demasiado importante para ser asesina, demasiado inteligente para ser esposa, y desde luego demasiado orgullosa para ejercer la única profesión restante disponible para una mujer.

Así que se hizo espadachina, y lo había hecho muy bien, llegando a amasar una pequeña fortuna, que administraba cuidadosamente para un futuro que todavía no tenía muy pensado, pero que desde luego incluía un bidet.

Se oyó el ruido lejano de la madera al astillarse. Los trolls nunca habían comprendido la utilidad de esquivar los árboles.

Herrena volvió a alzar la vista hacia la colina. Dos franjas de terreno elevado discurrían a derecha e izquierda, y arriba había un gran saliente con…, entrecerró los ojos…, ¿algunas cavernas?

Cavernas de trolls. Pero quizá eran mejor opción que seguir vagando toda la noche. Y cuando amaneciera, ya no habría problemas.

Se inclinó hacia Gancia, jefe del grupo de mercenarios de Morpork. Herrena no estaba precisamente encantada con su presencia. Cierto que tenía los músculos de un toro y la vitalidad de un toro, pero también parecía tener los sesos de un toro. Y la crueldad de un hurón. Como la mayoría de los muchachos criados en los arrabales de Morpork, habría vendido gustosamente a su abuelita por un tubo de pegamento, y probablemente lo había hecho.

—Nos dirigiremos hacia esas cuevas y encenderemos una gran hoguera en la entrada —dijo—. A los trolls no les gusta el fuego.

Gancia le lanzó una mirada que sugería que él tenía sus propias ideas sobre quién debería dar las órdenes.

—Tú mandas —dijeron en cambio sus labios.

—Exacto.

Herrena volvió la vista hacia los tres cautivos. Aquélla era la caja, desde luego…, la descripción de Trymon había sido muy precisa. Pero ninguno de los hombres tenía aspecto de mago. Ni siquiera de mago fracasado.

—Oh, cielos —dijo Kuarzo.

Los trolls se detuvieron. La noche era cerrada como un manto de terciopelo. Un búho ululaba de manera escalofriante…, al menos, Rincewind supuso que era un búho. Estaba un poco flojo en ornitología. Quizá un ruiseñor ululaba, a menos que fuera un tordo. Un murciélago aleteó sobre su cabeza. De eso sí estaba bastante seguro.

También estaba muy cansado y lleno de magulladuras.

—¿Por qué oh cielos? —preguntó.

Escudriñó en la oscuridad. En las colinas había un punto lejano que quizá fuera una hoguera.

—Oh —asintió—. No os gusta el fuego, ¿verdad?

Kuarzo le dio la razón.

—Destruye la superconductividad de nuestros cerebros —dijo—, pero una hoguera tan pequeña como ésa no tendrá mucho efecto sobre el Abuelo.

Rincewind miró a su alrededor cautelosamente, tratando de captar el sonido de un troll enloquecido. Ya había visto lo que los trolls normales podían hacer con un bosque. No es que fueran destructivos por naturaleza, simplemente trataban a la materia orgánica como a una niebla molesta.

—Entonces, esperemos que no se entere —dijo en tono fervoroso.

Kuarzo suspiró.

—Es bastante improbable que no se entere —dijo—. La han encendido en su boca.

—¡Yo zoy el culpable de todo ezto! —gimió Cohen, luchando inútilmente contra sus ataduras.

Dosflores le miró con ojos nublados. La honda de Gancia le había hecho crecer un bonito bulto en la nuca, y había algunas cosas de las que no estaba demasiado seguro, empezando por su propio nombre y de ahí para arriba.

—Debí ezcuchad con máz atención —dijo Cohen—. Debí haced cazo y no dejadme diztdaed pod tu chadla zobde eza comozellame pada mazticad. Me eztoy haciendo viejo.

Consiguió incorporarse sobre los codos. Herrena y el resto de la banda estaban de pie alrededor del fuego, en la entrada de la cueva. En un rincón, bajo su red, el Equipaje seguía quieto, silencioso.

—Esta cueva tiene algo raro —dijo Bethan.

—¿Qué? —preguntó Cohen.

—Bueno… mírala. ¿Habías visto alguna vez rocas como ésas?

Cohen tuvo que aceptar que el semicírculo de piedras distribuidas en la entrada de la cueva eran bastante inusuales. Cada una de ellas era más alta que un hombre, estaban muy desgastadas y sorprendentemente brillantes. En el techo había otro semicírculo que parecía una reproducción exacta del primero. El efecto general era el de una computadora de piedra construida por un druida que tuviera una vaga idea de la geometría y ni el menor sentido de la gravedad.

—Y no te pierdas las paredes.

Cohen se las arregló para mirar de soslayo hacia el muro más cercano. Estaba cubierto de venillas de cristal rojizo. No podía estar seguro, pero era casi como si unos pequeños puntos de luz relampaguearan sin cesar en lo más profundo de la roca.

Además, la cueva estaba llena de corrientes. Una brisa constante soplaba procedente de sus negras profundidades.

—Estoy segura de que, cuando entramos, la brisa soplaba en dirección contraria —susurró Bethan—. ¿Qué opinas tú, Dosflores?

—Bueno, no soy experto en cavernas —respondió el turista—. Pero estaba pensando que esa estalacloquesea que cuelga del techo es muy interesante. Un poco bulbosa, ¿no?

Todos la miraron.

—No sabría decir por qué —siguió Dosflores—, pero tengo la sensación de que lo mejor sería salir de aquí.

—Oh, zí —asintió Cohen, sarcástico—. Zupongo que debedíamoz pedid a ezta gente que noz dezate y noz deje madchadnoz, ¿eh?

Cohen no conocía demasiado a Dosflores, si no, no se habría sorprendido cuando el hombrecillo asintió animadamente y dijo con la voz alta, lenta, clara, que empleaba como alternativa al conocimiento de otros idiomas:

—¡Perdonad! ¿Os importaría soltarnos y dejarnos marchar? Esto es un poco húmedo y hay demasiado viento. Lo siento.

Bethan miró a Cohen de soslayo.

—¿Eso es lo que se tiene que decir en estos casos?

—Pada mi también ez una novedad, te lo azegudo.

El resultado fue que tres personas se separaron del grupo situado en torno a la hoguera y se dirigieron hacia ellos. No tenían cara de ir a desatar a nadie. De hecho, los dos hombres tenían esa cara que normalmente se atribuye a los que, cuando ven a alguien atado, empiezan a juguetear con cuchillos, hacen sugerencias groseras y se ríen mucho.

La autopresentación de Herrena consistió en desenvainar su espada y apuntarla contra el corazón de Dosflores.

—¿Cuál de vosotros es Rincewind el mago? —preguntó—. Había cuatro caballos. ¿Está aquí?

—Mmm… la verdad, no sé dónde anda —respondió—. Se fue a buscar cebollas.

—Vosotros sois sus amigos. Vendrá a buscaros —concluyó Herrena.

Miró a Cohen y a Bethan, y luego examinó detenidamente al Equipaje.

Trymon había hecho hincapié en que no tocaran el Equipaje. Es posible que la curiosidad matara al gato, pero la curiosidad de Herrena hubiera podido masacrar a una manada de leones.

Apartó la red y tiró de la tapa del Equipaje.

Dosflores parpadeó.

—Cerrada —dijo al final la chica—. ¿Dónde está la llave, gordo?

—No…, no tiene llave —respondió Dosflores.

—Hay una cerradura —señaló ella.

—Bueno, si…, pero si quiere permanecer cerrado, permanece cerrado —replicó el turista, incómodo.

Herrena era perfectamente consciente de la sonrisa de Gancia. Lanzó un bufido.

—Quiero ver qué hay dentro —dijo—. Encárgate de abrirlo, Gancia.

Volvió junto a la hoguera.

—Quiere ver qué hay dentro —repitió el hombre. Se volvió hacia su acompañante y sonrió— Quiere ver qué hay dentro, Weems.

Gancia movió el cuchillo muy despacio ante el rostro de Dosflores.

—Mira —explicó éste con paciencia—, me parece que no lo entendéis. Si el Equipaje está de humor cerrado, nadie puede abrirlo.

—Ah, sí, se me olvidaba —asintió Gancia, pensativo—. Claro, es una caja mágica, ¿verdad? Con patitas, según dicen. Oye, Weems, ¿ves patitas por ese lado? ¿No?

Acercó el cuchillo a la garganta de Dosflores.

—Eso me molesta mucho —dijo—. Y a Weems también. Weems no habla demasiado, lo que le gusta es hacer pedacitos a la gente. ¡Así que abre la caja!

Se dio la vuelta y lanzó una patada contra el lateral del Equipaje, dejando una fea grieta en la madera.

Se oyó un ligero clic.

Gancia sonrió. La tapa se levantó muy despacio, reflexivamente. El fuego distante arrancó destellos del oro…, montones de oro en monedas, cadenas y lingotes, pesados y deslumbrantes entre las sombras.

—Vaya, vaya —murmuró Gancia.

Volvió la vista hacia los hombres situados alrededor de la hoguera, quienes, ignorantes del hallazgo, parecían estar gritando a alguien en el exterior de la cueva. Luego miró especulativamente a Weems. Movió los labios sin emitir sonido alguno, con el esfuerzo desacostumbrado de la aritmética mental.

Bajó los ojos hacia su cuchillo. Entonces, el suelo se movió.

— Estoy seguro de que he oído a alguien —dijo uno de los hombres—. Ahí abajo, entre las… eh… rocas.

La voz de Rincewind les llegó desde la oscuridad.

—¡Desde luego! —grito.

—¿Y bien? —preguntó Herrena.

—¡Corréis un gran peligro! ¡Tenéis que apagar el fuego enseguida!

—No, no —negó la chica—. No lo has entendido bien. El que corre un gran peligro eres tú. Y no apagaremos el fuego ni en broma.

—Hay un troll muy grande, muy viejo…

—Todo el mundo sabe que los trolls se mantienen alejados del fuego —señaló Herrena.

Hizo una señal. Un par de hombres desenvainaron las espadas y se dirigieron hacia la oscuridad.

—¡Absolutamente cierto! —gritó Rincewind desesperadamente—. ¡Pero este troll en particular no puede mantenerse alejado del fuego!

—¿Cómo que no puede? —titubeó Herrena.

El terror en la voz de Rincewind empezaba a hacerle mella.

—¡Es que se lo habéis encendido en la lengua!

Entonces el suelo se movió.

El Abuelo despertó muy lentamente de su cabezadita centenaria. Casi no consiguió despertar del todo…, de hecho, si todo aquello hubiera tenido lugar unas décadas más tarde, no habría pasado nada.

Cuando un troll se hace viejo y empieza a meditar seriamente sobre el universo, suele encontrar un lugar tranquilo para dedicarse a filosofar. Tras un tiempo, comienza a olvidarse de sus extremidades. Se cristaliza por los bordes hasta que no queda nada más que una tenue chispa de vida dentro de una colina bastante grande, una colina con estratos rocosos inusuales.

El Abuelo no había llegado tan lejos. Despertó en medio de una prometedora línea de pensamiento acerca del significado de la verdad, y notó un calor extraño en lo que, tras mucho esfuerzo, recordó que era su boca.

Empezó a enfadarse. Las órdenes pasearon tranquilamente por senderos neuronales de silicio impuro. En lo más profundo de su cuerpo rocoso, las piedras se deslizaron con suavidad a lo largo de grietas especiales. Los árboles cayeron, la tierra se partió a medida que dedos del tamaño de barcos se desplegaban y se agarraban al terreno. Dos terribles deslizamientos de rocas tuvieron lugar en la cima de su precipicio cuando abrió unos ojos como enormes ópalos.

Rincewind no alcanzó a ver nada de todo eso, por supuesto, ya que sus ojos no le resultaban útiles más que con la luz del día. Pero lo que sí vio fue cómo todo el paisaje ensombrecido se sacudía lentamente y luego, por imposible que parezca, empezaba a alzarse contra las estrellas.

Salió el sol.

Pero la luz del sol no. Lo que sucedió fue que los famosos rayos solares del Mundodisco, que como ya se ha indicado viajan muy despacio a través del potente campo mágico, se deslizaron suavemente por las tierras de la Periferia y dieron comienzo a su silenciosa batalla contra los ejércitos en retirada de la noche. Se derramaron como oro fundido[4] por las laderas…, brillantes, limpios y, sobre todo, lentos.

Herrena no titubeó. Con mucha sangre fría, corrió hasta el límite del labio del Abuelo, saltó y utilizó el impulso para alejarse rodando. Sus hombres la siguieron, lanzando juramentos a medida que caían entre las piedras.

El viejo troll se irguió como alguien muy gordo que tratara de hacer flexiones.

Esto no se vio muy bien desde donde estaban tendidos los prisioneros. Sólo se enteraron de que el suelo se enroscaba bajo ellos, de que había mucho ruido y de que la mayor parte de éste era de naturaleza desagradable.

Weems agarró a Gancia por el brazo.

—Es un terremoto —dijo—. ¡Salgamos de aquí!

—No sin ese oro —replicó Gancia.

—¿Qué?

—El oro, el oro, hombre. ¡Podemos ser más ricos que Creosota!

Es posible que Weems tuviera un CI a nivel de temperatura ambiente, pero sabía reconocer la imbecilidad cuando la veía. Los ojos de Gancia brillaban más que el oro, y parecía tener la vista fija en su oreja izquierda.

Miró al Equipaje con desesperación. Aún tenía la tapa invitadoramente abierta…, cosa extraña, cualquiera hubiera dicho que con tantas sacudidas se le habría cerrado.

—No podemos transportarlo —protestó—. Pesa demasiado.

—¡Pero sí podemos llevarnos parte! —gritó Gancia.

Saltó hacia el baúl en el momento en que el suelo temblaba de nuevo.

La tapa se cerró de golpe. Gancia desapareció.

Y, por si acaso Weems pensaba que había sido algo accidental, la tapa del Equipaje se volvió a abrir de golpe, sólo por un segundo, y una larga lengua color rojo caoba lamió unos amplios dientes blancos como el sicómoro. Luego se cerró de nuevo.

Para aterrorizar todavía más a Weems, centenares de patitas brotaron de la parte inferior de la caja. Esta se irguió muy despacio y, moviendo los pies con deliberación, se dio media vuelta para enfrentarse con él. Había una mirada muy malévola en su cerradura, la clase de mirada que está diciendo a gritos «Vamos, atácame, me encantará».

Weems retrocedió y miró a Dosflores con gesto suplicante.

—Creo que lo mejor será que nos desates —sugirió el turista—. Cuando te conoce, es muy dócil.

Humedeciéndose los labios de nerviosismo, Weems desenvainó el cuchillo. El Equipaje lanzó un crujido de advertencia.

Cortó las ligaduras y retrocedió de nuevo a toda velocidad.

—Gracias —dijo Dosflores.

—Ya me ha vuelto a dad lo de la ezpalda —se quejó Cohen.

Bethan le ayudó a incorporarse.

—¿Qué hacemos con éste? —preguntó la chica.

—Quitadle el cuchillo y decidle que ze ladgue —indicó Cohen—. ¿De acueddo?

—¡Si, señor! ¡Gracias, señor! —se apresuró a responder Weems antes de salir corriendo hacia la entrada de la cueva.

Por un momento, su silueta quedó perfilada contra el cielo grisáceo del preamanecer; y luego desapareció. Se oyó un «arrrrgh» distante.

La luz solar rugió silenciosamente a través de la tierra como una ola. Aquí y allá, donde el campo mágico era algo más débil, lenguas de aurora se adelantaban al día, dejando islotes aislados de noche que se contraían y desaparecían a medida que el deslumbrante océano ganaba terreno.

Las tierras altas que rodeaban las Llanuras del Vórtice se erguían ante la marea como un gran barco gris.

Es posible apuñalar a un troll, pero la técnica necesaria requiere mucha práctica, y nadie consigue practicar más de una vez. Los hombres de Herrena vieron a los trolls salir de la oscuridad como fantasmas muy sólidos. Las hojas de los cuchillos se hicieron pedazos al chocar contra las pieles silíceas, hubo un par de gritos más bien breves, y luego sólo se oyeron aullidos que se perdían en el bosque a medida que los hombres ponían tanta distancia como era posible entre ellos y la tierra vengativa.

Rincewind salió arrastrándose de detrás de un árbol y miró a su alrededor. Estaba solo, pero los arbustos que tenía a su espalda crujían mientras los trolls corrían en pos de la banda.

Alzó la vista.

Muy por encima de él, dos enormes ojos cristalinos se clavaban llenos de odio en cualquier cosa blanda, aplastable y, sobre todo, caliente. Rincewind retrocedió espantado cuando una mano grande como una casa se cerró para formar un puño y cayó hacia él.

El día llegó con una silenciosa explosión de luz. Por un momento, la inmensa mole aterradora del Abuelo fue una catarata de sombras contra el torrente de luz solar. Hubo un breve crujido chirriante.

Luego, el silencio.

Pasaron varios minutos. No sucedió nada.

Unos cuantos pájaros seguían cantando. Un abejorro zumbó sobre el otero que era el puño del Abuelo y aterrizó en un matorral de tomillo que había crecido bajo una uña pétrea.

Se oyó un ruido abajo. Rincewind se deslizó como pudo por la estrecha ranura que quedaba entre el puño y el suelo, como una serpiente abandonando la camisa vieja.

Se tumbó de espaldas y contempló el fragmento de cielo que se divisaba más allá de la forma inmóvil del troll. Éste no había cambiado en ningún aspecto, simplemente ahora estaba quieto, pero los ojos de Rincewind empezaban a jugarle malas pasadas. La noche anterior; al contemplar las grietas en la piedra, las vio convertirse en bocas y ojos; ahora observaba en la cara del acantilado cómo los rasgos se convertían por arte de magia en simples protuberancias rocosas.

—¡Uauh! —exclamó.

No le sirvió de mucho. Se levantó, se sacudió el polvo y miró a su alrededor. Si se exceptuaba al abejorro, estaba completamente solo.

Tras rondar un rato por allí encontró una roca que, según desde dónde la mirases, se parecía a Berilia.

Él estaba solo, extraviado, lejos de su casa. Era… Se oyó un chasquido más arriba, y varios fragmentos de roca se estrellaron contra el suelo. En el rostro del Abuelo apareció un agujero. Rincewind vio por un momento el costado del Equipaje, que recuperaba el equilibrio, y después la cabeza de Dosflores surgió de la entrada de la cueva.

—¿Eh? ¿Hay alguien ahí?

—¡Eh! —gritó el mago—. ¡Me alegro de verte!

—Pues yo… no sé si me alegro. Depende, ¿quién eres? —replicó Dosflores.

—¿Cómo que quién soy?

—¡Cielos, qué paisaje tan maravilloso se divisa desde aquí!

Tardaron media hora en bajar. Por suerte, el Abuelo era bastante rugoso y tenía muchos asideros, pero su nariz habría representado un obstáculo insalvable de no ser por el gran roble que crecía en una fosa nasal.

El Equipaje no se molestó en bajar con cuidado, y se limitó a saltar hasta el suelo, rebotando sin sufrir ningún daño aparente.

Cohen se sentó a la sombra para tratar de recuperar el aliento, y de paso esperando a que la cordura también lo recuperara. Miró al Equipaje con gesto pensativo.

—Los caballos han huido —señaló Dosflores.

—Ya loz encontdademoz —replicó Cohen.

Sus ojos siguieron perforando al Equipaje, que empezaba a ponerse metafóricamente colorado.

—Y se han llevado toda nuestra comida —insistió Rincewind.

—Hay mucha comida en loz bozquez.

—Llevo unas galletas nutritivas en el Equipaje —se animó Dosflores—. Digestivos del Viajero. Llévalos siempre a mano.

—Ya los he probado —señaló Rincewind—. Sentimos una antipatía mutua.

Cohen se levantó con los ojos entornados.

—Dizculpadme —dijo—. Hay algo que debo zabed.

Se dirigió hacia el Equipaje y levantó la tapa. La caja retrocedió apresuradamente, pero Cohen estiró un pie huesudo y puso la zancadilla a la mitad de sus patas. Cuando el cofre se volvió para morderle, el guerrero apretó los dientes e hizo fuerza, volcando al Equipaje de manera que quedara sobre su tapa curva, agitándose como una tortuga enloquecida.

—¡Oye, que es mi Equipaje! —se indignó Dosflores—. ¿Por qué atacas a mi Equipaje?

—Creo que lo sé —replicó Bethan en voz baja—. Porque le tiene miedo.

Dosflores, boquiabierto, se volvió hacia Rincewind.

Éste se encogió de hombros.

—A mí que me registren —dijo—. Personalmente, prefiero huir de las cosas que me dan miedo.

Con un chasquido de la tapa, el Equipaje se dio media vuelta y bajó corriendo, arañando a Cohen en una espinilla con su esquina de latón. Pero el bárbaro se las arregló para desviarlo lo suficiente como para lanzarlo a toda velocidad contra una roca.

—No está mal —se admiró Rincewind.

El Equipaje retrocedió tambaleándose, se detuvo un instante y luego se volvió hacia Cohen, abriendo y cerrando la tapa con gesto amenazador. Cohen dio un salto y aterrizó sobre ella, metiendo manos y pies en la ranura.

Aquella actitud dejó muy asombrado al Equipaje. Más todavía se asombró cuando Cohen tomó aliento e hizo fuerza, con sus músculos destacando en los brazos huesudos como calcetines llenos de cocos.

Permanecieron enzarzados durante algún tiempo, tendones contra bisagras. De vez en cuando, uno y otro crujían.

Bethan dio un codazo a Dosflores en las costillas.

—Haz algo —suplicó.

—Mmm —asintió Dosflores—. Sí. Esto ya es demasiado. Suéltale, por favor.

El Equipaje lanzó un lastimero crujido, sintiéndose traicionado por el sonido de la voz de su amo. Abrió la tapa con tal fuerza que Cohen cayó hacia atrás, aunque consiguió ponerse en pie y lanzarse hacia la caja.

El contenido del Equipaje salió disparado.

Cohen se inclinó hacia su interior.

El Equipaje crujió un poco, pero obviamente había sopesado las posibilidades de que le enviaran al Gran Guardarropa Celestial. Cuando Rincewind se atrevió a echar un vistazo entre sus dedos, Cohen estaba examinando el interior y maldiciendo en voz baja.

—¿Zólo hay dopa? —se indignó—. ¿Nada máz? ¿Zólo dopa?

Temblaba de ira.

—También hay algunas galletas —señaló Dosflores en voz baja.

—¡Zi también había odo! ¡Y vi cómo ze comía a alguien!

Cohen miró a Rincewind con gesto implorante.

El mago suspiró.

—A mí no me mires. Ese trasto no es mío.

—Lo compré en una tienda —se defendió Dosflores—. Dije que quería un baúl para viajar.

—Y lo conseguiste, desde luego —asintió Rincewind.

—Es muy leal —insistió Dosflores.

—Oh, sí —ironizó Rincewind—. Aunque lo que la mayoría de la gente pide de una maleta no es lealtad.

—Un momento —pidió Cohen, que se había apoyado en una roca—. ¿Eda una de ezaz tiendaz…? Quiedo decid, apuezto a que nunca la habíaz vizto, y cuando volvizte ya no eztaba allí…

Dosflores se animó un poco.

—¡Exacto!

—¿Y el dependiente eda un hombdecillo viejo, flaco? ¿La tienda eztaba llena de cozaz extdañaz?

—¡Y tanto! Nunca volví a encontrarla, pensé que me había equivocado de calle. Donde creía que estaba la tienda no había más que un muro de ladrillos, recuerdo que me pareció muy…

Cohen se encogió de hombros.

—Una de ezaz tiendaz[5] —dijo—. Ezo lo explica todo. —Se tanteó la espalda e hizo una mueca—. ¡El maldito caballo ze madchó con mi linimento!

Rincewind recordó algo, y hurgó en las profundidades de su túnica, ahora desgarrada y bastante sucia. Sacó una botella verde.

—¡Eze ez! —exclamó Cohen—. Edez una madavilla.

Miró a Dosflores de soslayo.

—Lo habdía deddotado aunque no le hubiezez oddenado detidadze —dijo con tranquilidad—. Al final, lo habdía deddotado.

—Desde luego —añadió Bethan.

—Vozotdoz doz, haced algo útil —siguió Cohen—. Eze Equipaje dompió un diente de tdoll pada llegad hazta nozotdoz. Eze diente eda de diamante. A ved zi encontdáiz los pedazoz. Ze me ha ocuddido una idea.

Mientras Bethan se arremangaba y destapaba la botella, Rincewind se llevó aparte a Dosflores.

—Se ha vuelto majara —dijo cuando estuvieron escondidos entre los arbustos.

—¡Estás hablando de Cohen el Bárbaro! —replico Dosflores, sinceramente conmocionado—. ¡Es el mejor guerrero de todos los…!

—Era —le interrumpió Rincewind—. Todo aquello de los sacerdotes guerreros y los zombies devoradores de hombres fue hace muchos años. Ahora, todo lo que le quedan son recuerdos y tantas cicatrices que se podría jugar al tres en raya sobre su piel.

—Sí, es bastante más viejo de lo que imaginaba —asintió Dosflores.

Se inclinó para recoger un fragmento de diamante.

—Así que deberíamos abandonarlos, buscar a nuestros caballos y marcharnos —terminó Rincewind.

—Es una mala pasada, ¿no?

—Les irá perfectamente —replicó el mago con rapidez—. La cuestión es: ¿te sientes cómodo en compañía de alguien que ataca al Equipaje con las manos desnudas?

—No te falta razón.

—Además, lo más probable es que estén mejor sin nosotros.

—¿Estás seguro?

—Completamente —zanjó Rincewind.

Encontraron a los caballos vagando sin rumbo por la maleza, desayunaron cecina de caballo poco seca, y partieron en la dirección que Rincewind consideraba correcta. Unos minutos más tarde, el Equipaje salió corriendo de entre los arbustos para reunirse con ellos.

El sol ascendía en el cielo, pero no conseguía borrar la luz de la estrella roja.

—Cada noche que pasa se hace más grande —señaló Dosflores—. Alguien debería hacer algo, ¿no crees?

—¿Por ejemplo?

—¿No podrían decirle a Gran A’Tuin que la esquivase? —sugirió—. ¿Que diese un rodeo, o algo así?

—Ya se ha intentado algo por el estilo —respondió Rincewind—. Los magos intentaron sintonizar con la mente de Gran A’Tuin.

—¿Y no lo consiguieron?

—Oh, sí que lo consiguieron. Sólo que…

Sólo que hubo algunos riesgos imprevistos en la lectura de una mente tan grande como la de la Tortuga del Mundo, explicó. Los magos se habían entrenado con galápagos y con tortugas marinas gigantes para hacerse una idea del esquema mental de los quelonios. Pero, aunque sabían que el cerebro de A’Tuin sería grande, no se dieron cuenta de que también sería lento. Muy lento.

—Un montón de magos se han turnado durante treinta años para leer su mente —dijo Rincewind—. Hasta ahora, lo único que han averiguado es que Gran A’Tuin espera algo con muchas ganas.

—¿El qué?

—¿Quién sabe?

Cabalgaron un rato en silencio a través del abrupto terreno, por un camino bordeado de enormes bloques de piedra. Al final, Dosflores dijo:

—Creo que deberíamos volver.

—Mira, mañana llegaremos al Smarl —respondió Rincewind—. Aquí no les puede pasar nada, no veo porqué…

Como si hablara solo. Dosflores había espoleado a su caballo para que diera media vuelta, y trotaba ahora demostrando toda la elegancia de un saco de patatas.

Rincewind miró hacia abajo. El Equipaje le contemplaba con gesto de reproche.

—¿Y tú qué miras? —le espetó el mago—. Puede volver si le da la gana, ¿a mí qué me importa?

El Equipaje no dijo nada.

—Oye, no es cosa mía. No soy responsable de él. Que quede claro.

El Equipaje no dijo nada, pero esta vez más alto.

—Haz lo que quieras, ve con él. No tienes nada que ver conmigo.

El Equipaje recogió sus patitas y se sentó en el camino.

—Bueno, pues yo me voy —insistió Rincewind—. Lo digo en serio —añadió.

Enfiló al caballo hacia el nuevo horizonte, sin moverse, y bajó la vista. El Equipaje seguía allí sentado.

—No te servirá de nada apelar a mis buenos sentimientos. Puedes quedarte ahí todo el día, me da igual. Me marcho ahora mismo, ¿entiendes?

Miró al Equipaje. El Equipaje le devolvió la mirada.

—Pensé que no volverías —dijo Dosflores.

—No quiero hablar del asunto —replicó Rincewind.

—Entonces, ¿hablamos de otra cosa?

—De acuerdo, hablemos sobre cómo quitarnos estas cuerdas.

Se miró las ataduras de las manos.

—No entiendo por qué eres tan importante —dijo Herrena.

Estaba sentada frente a ellos en una roca, con la espada cruzada sobre las rodillas. La mayor parte de los miembros de su grupo se habían tumbado arriba entre las rocas, y vigilaban el camino. Rincewind y Dosflores habían caído en la emboscada con una facilidad patética.

—Weems me contó lo que tu caja le hizo a Gancia —añadió la joven—. No puedo decir que sea una gran pérdida, pero debéis hacerle comprender que, si se acerca a menos de un kilómetro de nosotros, os cortaré la garganta personalmente. ¿Comprendido?

Rincewind asintió violentamente.

—Bien —prosiguió Herrena—. Se os busca vivos o muertos. A mí me da igual una cosa u otra, pero quizá algunos de los muchachos quieran discutir con vosotros acerca de esos trolls. Si no llega a salir el sol en ese momento…

Dejó la frase en suspenso y se alejó.

—Bueno, ya nos hemos metido en otro lío —suspiró Rincewind.

Tiró una vez más de las cuerdas que le sujetaban.

Tenía una roca a la espalda, si pudiera alzar las muñecas…, si, justo lo que suponía, era tan afilada como para hacerle sangre, y tan roma como para no surtir el menor efecto sobre las sogas.

—Pero ¿por qué nosotros? —preguntó Dosflores—. Tiene algo que ver con esa estrella, ¿no?

—No sé nada sobre la estrella —añadió Rincewind—. ¡Ni siquiera me matriculé en la asignatura de astrología cuando estaba en la universidad!

—Bueno, supongo que todo acabará por arreglarse —zanjó Dosflores.

Rincewind le miró. Las afirmaciones como aquélla nunca dejaban de desconcertarle.

—¿De verdad lo crees? —dijo—. Quiero decir; ¿de verdad?

—Bueno, si te paras a pensarlo, las cosas suelen funcionar de manera satisfactoria.

—Si opinas que el desastre total en mi vida durante el último año ha sido algo satisfactorio, entonces quizá tengas razón. He perdido la cuenta de las veces en que he estado al borde de la muerte…

—Veintisiete —señaló Dosflores.

—¿Qué?

—Veintisiete veces —explicó Dosflores para ayudarle—. Yo sí llevo la cuenta. Pero nunca lo has hecho.

—¿El qué, llevar la cuenta? —dijo Rincewind, que empezaba a tener la conocida sensación de que la conversación estaba preparada de antemano.

—No, morirte. ¿No te parece que es un buen presagio?

—No tengo nada que objetar a eso, si es a lo que te refieres —asintió Rincewind.

Se concentró en sus pies. Dosflores tenía razón, desde luego. Obviamente, el Hechizo le había mantenido con vida. Sin duda, si saltaba por un precipicio, una nube amortiguaría su caída.

Lo malo de esa teoría, decidió, era que sólo funcionaría mientras no creyese en ella. En cuanto se considerase invulnerable, podía darse por muerto.

Así que, en definitiva, lo mejor era no pensar en ello.

Además, igual se equivocaba.

La única cosa que sabía con certeza era que tenía un dolor de cabeza atroz. Deseó con todas sus fuerzas que el Hechizo estuviera en la zona del dolor y lo pasara muy mal.

Cuando salieron de la hondonada, tanto Rincewind como Dosflores compartían caballo con uno de sus captores. Rincewind iba incómodamente tendido delante de Weems, que se había torcido el tobillo y no estaba de buen humor. Dosflores viajaba sentado delante de Herrena…, y dado que el turista era bastante bajito, eso significaba que al menos llevaba las orejas calientes. La chica cabalgaba con el cuchillo desenvainado y el ojo atento a cualquier caja andante. Herrena no había descifrado todavía la naturaleza del Equipaje, pero tenía suficiente cerebro como para comprender que éste no permitiría que mataran a Dosflores.

Al cabo de unos diez minutos, lo vieron en el centro del camino. Tenía la tapa invitadoramente abierta. Estaba lleno de oro.

—Esquivadlo —ordenó Herrena.

—Pero…

—Es una trampa.

—Cierto —asintió Weems, pálido—. Creedme.

De mala gana, los hombres tiraron de las riendas de los caballos para dar un rodeo que esquivara la brillante tentación, y siguieron trotando por el sendero. Weems miró hacia atrás, temiendo ver que el cofre le perseguía.

Lo que vio fue aún peor. Había desaparecido.

A un lado del sendero, la alta hierba se agitó misteriosamente antes de quedar inmóvil.

Rincewind era mal mago y aún peor luchador; pero en cambio era un auténtico experto en cobardía, y reconocía el miedo en cuanto lo olía.

—Te seguirá, ¿sabes? —dijo con tranquilidad.

—¿Qué? —preguntó Weems, distraído.

Seguía mirando la hierba.

—Tiene mucha paciencia, nunca se rinde. Te enfrentas con madera de peral sabio. Te dejará creer que se ha olvidado de ti, pero un buen día, cuando camines por un callejón oscuro, oirás sus pisadas detrás de ti… plas, plas, entonces echarás a correr y las pisadas también acelerarán, plas-plas-plas-plas…

—¡Cállate! —chilló Weems.

—Seguramente ya te conoce, así que…

—¡He dicho que te calles!

Herrena se dio media vuelta en su silla y los miró. Weems frunció el ceño y tiró de la oreja de Rincewind hasta que la tuvo delante de la boca.

—No tengo miedo de nada, ¿comprendes? —dijo con voz ronca—. Me río yo de las cosas de los magos.

—Todos dicen lo mismo hasta que oyen las pisadas —replicó Rincewind.

Se calló cuando la punta de un cuchillo le cosquilleó entre las costillas.

Durante el resto del día no sucedió nada, pero, para satisfacción de Rincewind y creciente paranoia de Weems, el Equipaje se dejó ver varias veces. En unas ocasiones estaba incongruentemente atravesado sobre una grieta del terreno, en otras aparecía medio oculto en una zanja y cubierto de musgo.

A última hora de la tarde llegaron a la cima de una colina y contemplaron el extenso valle del Alto Smarl, el río más largo del Disco. Tenía casi un kilómetro de ancho y sus aguas eran espesas por el cieno que hacía de las tierras bajas la zona más fértil del continente. Unos cuantos jirones de niebla velaban sus orillas.

—Plas —dijo Rincewind.

Sintió cómo Weems daba un salto en la silla.

—¿Eh?

—Nada, me estaba aclarando la garganta —sonrió el mago.

Había calculado largo rato aquella sonrisa. Era la clase de sonrisa que usa alguien cuando te mira la oreja izquierda y te dice en tono apremiante que le persiguen agentes secretos de otra galaxia. No era una sonrisa que inspirase confianza. Seguramente se habían visto sonrisas más aterradoras, pero sólo en las caras de esas sonreidoras anaranjadas con rayas negras y largas colas que van por la selva buscando víctimas a las que sonreír.

—Deja de poner esa cara —ordenó Herrena.

En el lugar en que el sendero llegaba junto a la orilla del río, había un rudimentario espigón y un gran gong de bronce.

—Sirve para llamar al barquero —indicó Herrena—. Si cruzamos por ahí nos ahorraremos un buen trecho. Quizá incluso podamos llegar a la ciudad esta noche.

Weems parecía dudarlo. El sol se estaba poniendo gordo y rojo, y la niebla empezaba a espesar.

—¿O acaso preferís pasar la noche a este lado del río?

Weems cogió el martillo y golpeó el gong con tanta fuerza que se soltó de su bisagra y cayó estrepitosamente.

Aguardaron en silencio. Con un tintineo húmedo, una cadena surgió del agua y se tensó, sujeta por un poste de hierro clavado en la orilla. Por fin, la forma aplanada de la barcaza apareció lentamente entre la niebla, con su barquero encapuchado haciendo girar el enorme timón situado en el centro, avanzando milímetro a milímetro hacia la ribera.

La quilla plana de la barcaza rozó la orilla, y la figura encapuchada se apoyó jadeante en el timón.

—Zólo doz cada vez —murmuró—. Nada máz. De doz en doz con loz caballoz.

Rincewind tragó saliva y procuró no mirar a Dosflores. Seguramente, el hombrecillo estaría sonriendo como un idiota. Se arriesgó a echar un vistazo por el rabillo del ojo.

Dosflores tenía la boca abierta de par en par.

—No eres el barquero de siempre —dijo Herrena—. He pasado por aquí otras veces, el barquero es un tipo corpulento, como…

—Ez zu día libde.

—Bueno, de acuerdo —asintió dubitativa—. En ese caso…, ¿de qué se ríe éste?

A Dosflores le temblaban los hombros, se había puesto rojo y trataba inútilmente de contener las carcajadas. Herrena le miró un momento y luego clavó la vista en el barquero.

—¡Dos de vosotros, cogedle!

Hubo una pausa.

—¿A quién, al barquero? —preguntó al final uno de los hombres.

—¡Sí!

—¿Por qué?

Herrena se quedó sin saber qué decir. Las cosas no debían ir así. Se acepta como norma general que cuando alguien grita algo como «¡Cogedle!» o «¡Guardias!», todos se lanzan a cumplir la orden. A nadie se le ocurre ponerse a discutir el asunto.

—¡Porque lo digo yo! —fue la mejor respuesta que le vino a la mente.

Los dos hombres que estaban más cerca del barquero se miraron, se encogieron de hombros, desmontaron y le agarraron cada uno por un hombro. El barquero abultaba como la mitad que ellos.

—¿Así? —preguntó uno.

Dosflores se había atragantado de risa.

—Ahora, quiero ver qué lleva bajo esa túnica.

Los dos hombres intercambiaron miradas.

—No estoy seguro de que… —empezó uno.

No pudo decir más, porque un codo huesudo salió disparado como un pistón contra su estómago. Su compañero bajó la vista, incrédulo, y se llevó un recuerdo del segundo codo en los riñones.

Cohen lanzó una maldición mientras luchaba por sacar la espada de entre los pliegues de la túnica a la vez que saltaba como un cangrejo para acercarse a Herrena. Rincewind gimió, apretó los dientes y lanzó un cabezazo hacia atrás. Se oyó un grito de Weems, y Rincewind se dejó caer de lado, aterrizando pesadamente en el barro. Se levantó como pudo, y buscó con ojos enloquecidos algún lugar donde esconderse.

Con un grito de alegría, Cohen consiguió por fin liberar su espada y la esgrimió triunfalmente, hiriendo de gravedad a un hombre que iba a atacarle por la espalda.

Herrena apeó a Dosflores de su caballo con un empujón, y buscó su propia espada. Al tratar de levantarse, el turista hizo que otro caballo se encabritara y su jinete perdiera el equilibrio quedando semicolgado del animal con la cabeza a la altura idónea para que Rincewind le asestara una formidable patada. El mago no tenía el menor reparo en reconocer que era una rata, pero hasta las ratas luchan cuando se ven acorraladas.

Weems le agarró por el hombro, y un puño de consistencia parecida a la de una roca fue a estrellarse contra su cabeza.

Mientras caía, oyó la orden tranquila de Herrena:

—Matadlos a los dos. Yo me encargo del viejo imbécil.

—¡Hecho! —dijo Weems, volviéndose hacia Dosflores con la espada desenvainada.

Rincewind le vio titubear. Hubo un momento de silencio, y luego hasta Herrena oyó el chapoteo del Equipaje cuando salió a la orilla chorreando agua por los cuatro costados.

Weems lo miró horrorizado. La espada se le cayó de la mano. Dio media vuelta y echó a correr hacia la niebla. Un momento después, el Equipaje saltó por encima de Rincewind y le siguió.

Herrena se lanzó contra Cohen, quien paró el golpe y gruñó de dolor cuando se le torció el brazo. Las espadas chocaron con tintineos húmedos, y Herrena se vio obligada a retroceder cuando una astuta estocada de Cohen estuvo a punto de desarmarla.

Rincewind se tambaleó hacia Dosflores y tiró de él sin resultado.

—Es hora de largarnos —murmuro.

—¡Esto es genial! —exclamó el turista—. ¿Has visto cómo la…?

—Sí, sí, vamos.

—Pero yo quiero…, ¡eh, bravo!

La espada de Herrena salió disparada de su mano y fue a clavarse temblorosa en la tierra. Con un grito de satisfacción, Cohen alzó su arma, bizqueó un instante, lanzó un gemido de dolor y se quedó absolutamente inmóvil.

Herrena le miró asombrada. Dio un paso tentativo hacia su propia espada y, al ver que nada sucedía, la agarró, la blandió y miró a Cohen. Sólo los ojos del bárbaro se movieron para seguirla mientras ella le rodeaba con cautela.

—¡Es su espalda otra vez! —susurro Dosflores—. ¿Qué podemos hacer?

—¿Tratar de llegar a los caballos?

—Bien —dijo Herrena—, no sé quién eres ni por qué estás aquí, y además esto no es nada personal, espero que lo entiendas.

Alzó la espada con ambas manos.

Hubo un repentino movimiento entre la niebla y se oyó el golpe seco de la madera al golpear contra una cabeza. Herrena pareció asombrada durante un instante y luego cayó hacia adelante.

Bethan soltó la rama que llevaba en la mano y miró a Cohen. Le agarró por los hombros, le clavó una rodilla en la base de la espalda, apretó con un movimiento experto y le soltó.

Una expresión de alivio divino bañó el rostro arrugado. Cohen se inclinó con cautela.

—¡Ha desaparecido! —exclamó—. ¡La espalda! ¡Ha desaparecido!

Dosflores se volvió hacia Rincewind.

—Mi padre solía recomendar que te colgaras del marco de una puerta —dijo en tono coloquial.

Weems se arrastró con suma cautela por entre los árboles rodeados de maleza y envueltos en la niebla. El claro aire húmedo acallaba todos los sonidos, pero él estaba seguro de que no había habido nada que oír durante los últimos diez minutos. Se dio la vuelta muy lentamente, y sólo entonces se permitió el lujo de un prolongado suspiro de alivio.

Algo le rozó con mucha suavidad la parte trasera de las rodillas. Algo angular.

Bajó la vista. Sobre el suelo había muchos más pies de los normales.

Se oyó un mordisco breve, seco.

La hoguera era un puntito de luz en el oscuro paisaje. La luna no había aparecido aún, pero en cambio la estrella derramaba su brillo sobre el horizonte.

—Ahora es redonda —señaló Bethan—. Parece un sol pequeño. Además, estoy segura de que calienta más.

—¡No! —gimió Rincewind—. ¡Como si no tuviera bastantes cosas de las que preocuparme!

—Lo que no tedmino de entended —dijo Cohen, a quien estaban masajeando la espalda— ez cómo oz captudadon zin que lo oyézemoz. No noz habdíamoz entedado de nada zi tu Equipaje no ze hubieda puezto a zaltad de un lado a otdo.

—Y a lloriquear —añadió Bethan.

Todos la miraron.

—Bueno, tenía aspecto de estar lloriqueando —se defendió—. A mí me parece que es encantador.

Cuatro pares de ojos se volvieron hacia el Equipaje, que estaba sentado al otro lado de la hoguera. Se levantó y, parsimoniosamente, se alejó hacia las sombras.

—Ez fácil de alimentad —dijo Cohen.

—Difícil de extraviar —asintió Rincewind.

—Leal —aportó Dosflores.

—Ezpaziozo —insistió Cohen.

—Pero lo de «encantador» no le va demasiado —zanjó el mago.

—Zupongo que no queddáz vendedlo —interrogó Cohen a Dosflores.

Dosflores meneó la cabeza.

—Me parece que él no lo comprendería.

—No, zupongo que no —suspiró Cohen. Se incorporó y se mordisqueó el labio—. Eztaba buzcando un degalo pada Bethan, ¿zabéiz? Vamoz a contdaed matdimonio.

—Pensamos que deberíais ser los primeros en saberlo —dijo Bethan, enrojeciendo.

Rincewind no captó la mirada de Dosflores.

—Vaya, eso es muy, eh…

—En cuanto encontremos una ciudad donde haya un sacerdote —añadió Bethan—. Quiero que las cosas se hagan como es debido.

—Eso es muy importante —asintió Dosflores con toda seriedad—. Si hubiera más moralidad, no iríamos por ahí chocando contra estrellas.

Todos consideraron la idea durante un momento.

—¡Esto hay que celebrarlo! —exclamó al final Dosflores, animado—. Tengo galletas y agua, si a vosotros os queda todavía de esa cecina…

—Oh, maravilloso —dijo débilmente Rincewind.

Se llevó a Cohen aparte. Con la barba arreglada y en una noche cerrada, el anciano no aparentaba más de setenta años.

—Esto, eh… ¿va en serio? —le preguntó—. ¿De verdad te vas a casar con ella?

—Dezde luego. ¿Alguna objeción?

—Bueno, no, claro que no, pero…, quiero decir; tiene diecisiete años, y tú…, cómo lo diría yo…, eres más bien de la vieja escuela.

—¿Quiedez decid que ya ez hoda de que ziente la cabeza?

Rincewind trató de elegir las palabras.

—Tienes setenta años más que ella, Cohen. ¿Estás seguro de que…?

—No ez la pdimeda vez que me cazo, ¿zabez? Tengo baztante buena memodia —le reprochó el bárbaro.

—No, a lo que me refiero es, en fin, físicamente, la cuestión es, ya sabes, la diferencia de edad y todo eso es un asunto de salud, y claro…

—Ah —asintió Cohen lentamente—. Ya veo a que te defiedez. La deziztencia. No lo había penzado.

—Eso, la resistencia —respondió Rincewind al tiempo que se erguía—. Bueno, es normal que no lo pensaras.

—Me haz dado algo en que meditad.

—Espero no haberte molestado.

—No, no —negó vagamente Cohen—. No te dizculpez. Menoz mal que me lo haz dicho.

Se volvió para mirar a Bethan, quien le saludó con la mano, y luego alzó la vista hacia la estrella que brillaba entre la niebla.

—Vivimoz tiempoz peligdozoz —dijo al final.

—Desde luego.

—¿Quién zabe lo que noz depada el mañana?

—Yo no.

Cohen dio una palmada a Rincewind en el hombro.

—A vecez tenemoz que codded diezgoz —dijo—. No te ofendaz, zeguidemoz adelante con lo de la boda, y…, bueno… —Miró a Bethan y suspiró—. Ezpedemoz que la pobde zea deziztente.

Alrededor del mediodía del día siguiente, cabalgaron para entrar en una pequeña ciudad con murallas de barro y rodeada por campos todavía verdes. Pero parecía haber mucho tráfico de salida. Enormes carros pasaron junto a ellos. Rebaños de ganado avanzaban por el camino. Unas ancianas caminaban tambaleándose, cargadas con sacos llenos de víveres y pertenencias.

—¿Peste? —preguntó Rincewind, deteniendo a un hombre que empujaba una carretilla llena de niños.

El hombre meneó la cabeza.

—Es la estrella, amigo —respondió—. ¿No la habéis visto en el cielo?

—Era difícil no verla.

—Dicen que nos estrellaremos contra ella la Noche de la Vigilia de los Puercos; los mares hervirán, los países del Disco serán destruidos, los reyes caerán y las ciudades se convertirán en lagos de cristal —explicó el hombre—. Yo me largo a las montañas.

—¿Y crees que eso servirá de algo? —pregunto Rincewind, dubitativo.

—No, pero lo veremos todo mucho mejor.

El mago cabalgó de vuelta hacia sus compañeros.

—Todo el mundo está muy preocupado con lo de la estrella —explicó—. Al parecer; apenas queda gente en las ciudades, todos tienen miedo.

—No quisiera preocupar a nadie —intervino Bethan—, pero… ¿no habéis notado que hace demasiado calor para estas fechas?

—Eso lo dije yo anoche —señaló Dosflores—. Me pareció que la temperatura era muy alta.

—Y zozpecho que zubidá máz —dijo Cohen—. Entdemoz en la ciudad.

Cabalgaron por calles prácticamente desiertas. Cohen no dejaba de examinar los letreros de las tiendas, hasta que en un momento dado tiró de las riendas de su caballo.

—Ezto ez lo que quedía. Buzcad un templo con un zaceddote, enzeguida idé con vozotdoz.

—¿Una joyería? —se asombró Rincewind.

—Ez una zodpdeza.

—Tampoco me vendría mal un vestido nuevo señaló Bethan.

—Zaqueadé uno pada ti.

Aquella ciudad tenía algo opresivo, decidió Rincewind. Y también algo muy extraño.

Casi todas las puertas tenían pintada una gran estrella roja.

—Es escalofriante —asintió Bethan—. Parece como si la gente quisiera atraer a la estrella.

—O mantenerla alejada —sugirió Dosflores.

—Pues no funcionará. Es demasiado grande —dijo Rincewind.

Todos se volvieron para mirarle.

—Bueno, parece razonable, ¿no? —se defendió.

—No —replicó Bethan.

—Las estrellas son lucecitas del cielo —explicó Dosflores—. Una vez, cayó una cerca de donde yo vivo… Era blanca, enorme, del tamaño de una casa, y siguió brillando durante semanas antes de apagarse.

—Esta estrella es diferente —intervino una voz—. Gran A’Tuin ha llegado a la playa del universo. Esto es el gran océano del espacio.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Dosflores.

—¿El qué? —replicó Rincewind.

—Lo que acabas de decir. Eso de las playas y los océanos.

—¡Yo no he dicho nada!

—¡Claro que lo has dicho, idiota! —chilló Bethan—. ¡Hemos visto cómo movías los labios y todo eso!

Rincewind cerró los ojos. En el interior de su mente pudo sentir cómo el Hechizo se escabullía para esconderse detrás de su consciencia, murmurando para sus adentros.

—Vale, vale —asintió—. No hace falta que me grites. Yo… no sé cómo lo sé, sencillamente lo sé…

—Pues ya podrías decírnoslo.

Doblaron una esquina.

Todas las ciudades en torno al Mar Circular tenían una zona especial reservada para los dioses, que abundaban como moscas en el Disco. Generalmente estas zonas estaban superpobladas y no eran demasiado atractivas desde el punto de vista arquitectónico. Los dioses con más antigüedad, por supuesto, tenían templos grandes y magníficos, pero el problema era que los dioses más recientes exigían derechos de igualdad, y pronto las zonas sagradas se vieron plagadas de anexos, sobreáticos, chalets adosados, subsótanos, casas prefabricadas, barracones eclesiásticos y condominios transtemporales, dado que ningún dios se habría rebajado a vivir fuera del barrio sagrado, aunque estuvieran bastante apretujados. Por lo general había trescientos tipos de incienso ardiendo a la vez, y el ruido rozaba el umbral del dolor; ya que cada sacerdote competía con sus colegas en gritos para atraer a los fieles.

Pero en aquella calle reinaba un silencio mortal, esa clase de silencio tan desagradable que se hace cuando cientos de personas muy furiosas y asustadas se quedan calladas de repente.

Un hombre en el exterior de la multitud se dio la vuelta y miró con el ceño fruncido a los recién llegados. Tenía una estrella roja pintada en la frente.

—¿Qué pasa…? —empezó Rincewind. Tuvo que detenerse, porque su voz sonaba demasiado alta—. ¿Qué pasa aquí?

—¿Sois forasteros? —preguntó el hombre.

—En algunos sitios sí, en otros no…

Dosflores se interrumpió. Bethan señaló la calle.

Cada templo tenía una estrella pintada. Había una particularmente grande dibujada en el ojo de piedra situado ante el templo de Io el Ciego, jefe de los dioses.

—Urgh —se atragantó Rincewind—. Io se va a cabrear cuando se entere. Me parece que será más saludable que nos marchemos, gente.

La multitud contemplaba una rudimentaria plataforma construida en el centro de la ancha calle. Un gran estandarte cubría la parte delantera.

—Siempre he oído decir que Io el Ciego puede ver lo que sucede en todas partes —señaló Bethan en voz baja—. ¿Por qué no…?

—¡Silencio! —ordenó un hombre tras ellos—. ¡Dahoney va a hablar!

Una figura había subido a la plataforma, un hombre alto y delgado con el pelo como una flor de diente de león. La multitud no le aclamó, se limitó a lanzar un suspiro colectivo. El hombre empezó a hablar.

Rincewind escuchó cada vez más horrorizado. ¿Dónde estaban los dioses?, preguntaba el hombre. Se han ido. Quizá nunca han existido. A ver; ¿alguien los ha visto alguna vez? Y ahora que se acerca la estrella…

Siguió hablando largo rato, una voz clara y tranquila que usaba palabras como «purgar», «limpiar» y «purificar», y se clavaba en el cerebro como una espada al rojo. ¿Dónde estaban los magos? ¿Dónde estaba la magia? ¿Había funcionado alguna vez, o todo había sido un sueño?

Rincewind empezaba a tener auténtico miedo de que los dioses se enterasen de aquello y se enfadaran tanto como para barrer a todo el que rondara por allí.

Pero, por alguna extraña razón, hasta la ira de los dioses habría sido mejor que el sonido de aquella voz. La estrella se acerca, parecía decir; y su temible fuego sólo puede ser evitado por…, por… Rincewind no estaba seguro, pero imaginó espadas, estandartes y guerreros con ojos inexpresivos. Aquella voz no creía en los dioses, cosa que a Rincewind le daba igual, pero es que tampoco creía en la gente.

Una figura encapuchada a la izquierda de Rincewind le dio un codazo. Se volvió… y se encontró mirando un cráneo sonriente bajo una capucha negra.

Los magos, al igual que los gatos, pueden ver a la Muerte.

Comparada con el sonido de aquella voz, la Muerte parecía casi agradable. Estaba apoyada contra una pared, con la guadaña a un lado. Hizo un gesto de saludo a Rincewind.

—¿Has venido a reírte un rato? —susurro.

—He venido a ver el futuro —replicó ella.

—¿Esto es el futuro?

—Un futuro —asintió la Muerte.

—Me parece horrible.

—Estoy de acuerdo.

—¡Vaya, pues cualquiera habría jurado que estaba en tu línea!

—Esto no. Comprendo la muerte del guerrero, del anciano o del niño, acabo con el dolor y el sufrimiento. No comprendo esta muerte-de-la-mente.

—¿Con quién hablas? —quiso saber Dosflores.

Varios miembros de la congregación se habían dado la vuelta y miraban a Rincewind con gesto de sospecha.

—Con nadie —replicó el mago—. ¿Qué tal si nos vamos? Me duele la cabeza.

Ahora un grupo de gente en el exterior de la multitud empezaba a murmurar y a señalarlos. Rincewind agarró a los otros dos y doblaron la esquina a toda velocidad.

—Montad, nos vamos —dijo—. Me da la impresión de que…

Una mano aterrizo sobre su hombro. Se dio media vuelta. Un par de grises ojos nublados, situados en una cabeza redonda y pelada que viajaba sobre un cuerpo musculoso, estaban clavados en su oreja izquierda. El tipo llevaba una estrella pintada en la frente.

—Pareces un mago —dijo en un tono de voz que sugería que aquello era mala cosa, probablemente fatal.

—¿Quién, yo? No, soy… soy contable. Sí. Contable. Exacto —replicó Rincewind.

Lanzó una breve carcajada.

El hombre hizo una pausa, moviendo los labios sin emitir sonido alguno, como si escuchara una voz en el interior de su cabeza. Otras muchas personas adornadas con la estrella acudieron junto a él. La oreja izquierda de Rincewind recibía una atención desmedida.

—Creo que eres un mago —dijo al final el hombre.

—Mira —explicó Rincewind—, si fuera un mago podría hacer magia, ¿no? Os convertiría en algo, y no lo he hecho, así que no soy un mago.

—Hemos matado a todos nuestros magos —intervino otro hombre—. Algunos se nos escaparon, pero matamos a un buen puñado. Movían las manos y no pasaba nada.

Rincewind le miró fijamente.

—Y pensamos que tú también eres un mago —dijo el hombre que sujetaba a Rincewind con una garra cada vez más firme—. Tienes una caja con patas y pareces un mago.

Rincewind se dio cuenta de que, de alguna manera, los tres y el Equipaje se habían separado de los caballos, y estaban ahora en un círculo cada vez más cerrado de gente solemne, pálida.

Bethan se había puesto blanca. Hasta Dosflores, cuya capacidad para reconocer el peligro era equiparable a la capacidad de Rincewind para volar; parecía preocupado.

Rincewind tomó aliento.

Alzó las manos en la pose clásica que había aprendido años atrás.

—¡Atrás u os lleno de magia! —rugió.

—La magia ha desaparecido —dijo el primer hombre—. La estrella se la ha llevado. Todos los falsos magos se dedicaron a decir sus palabrejas. Cuando no sucedió nada, se miraron las manos horrorizados, y la verdad es que muy pocos tuvieron la sensatez de huir.

—¡Lo digo en serio! —amenazó Rincewind.

Me va a matar; pensó. Se acabó. Ni siquiera puedo seguir faroleando. Inútil para la magia, inútil para farolear; soy un…

El Hechizo se estremeció en su mente. El mago lo sintió recorrer su cerebro como un torrente de agua helada, y afianzó los pies. Un cosquilleo frío le bajó por el brazo.

Su brazo se alzó por voluntad propia, y sintió cómo su propia boca se abría y gritaba mientras su propia lengua se movía y una voz que no era la suya, una voz vieja y seca, pronunciaba sílabas que se condensaban en el aire como nubecillas de vapor. El fuego octarino brotó de debajo de sus uñas. Se enroscó en torno al horrorizado hombre hasta que éste se perdió en una nube fría, chisporroteante, que se elevó sobre la calle, quedó suspendida en el aire durante un largo momento y luego explotó en mil fragmentos de nada.

Ni siquiera quedó un jirón de humo grasiento.

Rincewind se miró la mano, espantado.

Dosflores y Bethan le agarraron cada uno por un brazo y tiraron de él entre la conmocionada multitud hasta llegar a la zona despejada de la calle. Hubo un doloroso momento en que cada uno de ellos eligió huir por un callejón diferente, pero siguieron corriendo sin que Rincewind rozase apenas el suelo con los pies.

—Magia —murmuró emocionado, ebrio de poder—. He hecho magia…

—Cierto, cierto —le calmó Dosflores.

—¿Queréis que lance un hechizo? —insistió Rincewind.

Señaló a un perro que pasaba por allí y dijo «¡ehhh!». El perro le dirigió una mirada dolida.

—De acuerdo, haz que tus pies corran más deprisa —sugirió Bethan de mal humor.

—¡Cómo no! —balbuceó Rincewind—. ¡Pies! ¡Corred más deprisa! ¡Ey, mirad, lo están haciendo!

—Tienen más sentido común que tú —dijo la chica—. ¿Para dónde vamos ahora?

Dosflores escudriñó el laberinto de callejuelas que los rodeaban. Se oía un griterío a cierta distancia.

Rincewind se liberó de las manos que le agarraban y trotó inseguro hacia el callejón más cercano.

—¡Puedo hacerlo! —chilló enloquecido—. Vais a verlo, vais a verlo…

—Está conmocionado —susurró Dosflores.

—¿Por qué?

—Es la primera vez que lanza un hechizo.

—¡Pero si es un mago!

—La cosa no es tan sencilla —respondió el turista corriendo tras Rincewind—. Además, no estoy seguro de que haya sido él. Desde luego, no era su voz. Ven conmigo, viejo amigo.

Rincewind le miró con ojos desencajados, sin verle.

—Te convertiré en un capullo de rosa —dijo.

—Sí, sí, uy qué miedo. Pero ven —insistió Dosflores tranquilizador; tirándole cariñosamente del brazo.

Se oyó el ruido de pasos a la carrera procedente de varios callejones, y de pronto una docena de discípulos de la estrella corrieron hacia ellos.

Bethan agarró la mano inerte de Rincewind y la alzó con gesto amenazador.

—¡No deis un paso más! —gritó.

—¡Eso! —apoyó Dosflores—. ¡Tenemos un mago y no nos da miedo usarlo!

—¡Lo digo en serio! —gritó Bethan haciendo girar a Rincewind con el brazo alzado, como si fuera un cabestrante.

—¡Es verdad! ¡Estamos armados…! ¿Cómo? —dijo Dosflores.

—Que dónde está el Equipaje —siseó Bethan desde detrás de Rincewind.

Dosflores miró alrededor. El Equipaje no aparecía por ningún lado.

Aun así, Rincewind surtía el efecto deseado sobre los discípulos de la estrella. Cuando movía la mano vagamente, se comportaban como si fuera una guadaña rotatoria y trataban de esconderse unos detrás de otros.

—Bueno, ¿dónde está?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —se defendió Dosflores.

—¡Es tu Equipaje!

—Hay muchas ocasiones en las que no sé dónde está mi Equipaje. En eso consiste ser un turista —explicó—. Además, a veces se va por ahí solo. Probablemente sea mejor no preguntar por qué.

La multitud empezó a comprender que no estaba pasando nada, que Rincewind no se hallaba en condiciones de lanzar ni insultos, no digamos ya fuego mágico. Avanzaron sin dejar de mirarle las manos con cautela.

Dosflores y Bethan retrocedieron. Dosflores miró a su alrededor.

—Bethan.

—¿Qué? —preguntó ésta sin apartar los ojos de las figuras que avanzaban.

—Esto es un callejón sin salida.

—¿Estás seguro?

—Te parecerá mentira, pero reconozco un muro de ladrillos cuando lo veo —le reprochó Dosflores.

—Entonces, se acabó —suspiró la chica.

—¿No crees que si intento explicarles…?

—No.

—Oh.

—Me parece que este tipo de gente no atiende a razones —añadió Bethan.

Dosflores los miró. Como ya se ha dicho antes, por lo general no se daba por aludido en cuanto a peligros personales se refería. Contra toda experiencia humana, Dosflores creía que si la gente hablara, se tomara unas copas e intercambiara fotos de sus nietos, quizá tomadas durante la fiesta de fin de curso, entonces todo se podría solucionar. También creía que las personas eran básicamente buenas aunque a veces tuvieran días malos. Lo que se acercaba por la calle en aquel momento estaba teniendo sobre él el mismo efecto que un gorila en una cristalería.

Se oyó un levísimo sonido tras él, en realidad ni siquiera fue un sonido, sino más bien un cambio en la textura del aire.

Y ante él, todos los rostros lucieron de repente ojos abiertos de par en par; antes de que sus propietarios escaparan precipitadamente callejón abajo.

—¿Eh? —se asombró Bethan, quien todavía sujetaba al ahora inconsciente Rincewind.

Dosflores miraba en otra dirección, hacia un gran escaparate lleno de cacharros extraños, una puerta ornamentada y un gran cartel por encima de ambas cosas. Un cartel que decía ahora, cuando sus caracteres se hubieron terminado de colocar:

Habiller; Wang, Yrxle!yt, Paloviejo,

Cwmlad y Patel

Varias sucursales

PROVEEDORES

El joyero hizo girar el oro lentamente sobre el pequeño yunque, clavando en su sitio el último de los diamantes tan extrañamente tallados.

—¿Dices que son del diente de un troll? —murmuró entrecerrando los ojos para examinar mejor su trabajo.

—Exacto —asintió Cohen—. Como te he dicho, te puedez quedad con todoz loz fdagmentoz.

Estaba examinando una bandeja llena de anillos de oro.

—Muy generoso —murmuró el joyero, que era de la raza de los enanos y sabía aprovechar un buen negocio.

Lanzó un suspiro.

—¿No hay mucho tdabajo últimamente? —dijo Cohen.

Miró a través del pequeño escaparate y vio a un grupo de personas con las miradas vacías reunido al otro lado de la estrecha calle.

—Malos tiempos, sí.

—¿Quiénez zon todoz ezoz tipoz con la eztdella pintada?

El joyero enano no alzó la vista.

—Locos —respondió—. Dicen que no debo trabajar porque la estrella se acerca. Yo les digo que las estrellas nunca me han hecho daño, y que ojalá pudiera decir lo mismo de la gente.

Cohen asintió pensativo mientras seis hombres se separaban del grupo y se dirigían hacia la tienda. Portaban una amplia variedad de armas, y parecían decididos, casi posesos.

—Extdaño —dijo Cohen.

—Como puedes ver; soy un enano —explicó el joyero—. Una de las razas mágicas, según dicen. Los discípulos de la estrella creen que ésta no destruirá el Disco si nos apartamos de la magia. Seguro que vienen a sacudirme un poco. Así van las cosas.

Alzó con las tenacillas su último trabajo.

—Es la cosa más extraña que he hecho nunca —dijo—, pero parece práctica, desde luego. ¿Cómo has dicho que se llama?

—Ez un mazticadod —explicó Cohen.

Contempló los objetos en forma de herradura que yacían en la palma de su mano. Luego, abrió la boca y emitió una serie de gruñidos de dolor.

La puerta también se abrió, pero de golpe. Los hombres irrumpieron y tomaron posiciones cerca de las paredes. Parecían sudorosos e inseguros, pero su jefe empujó a Cohen a un lado con desdén y alzó al enano agarrándolo por la camisa.

—Te lo advertimos ayer; miniatura —dijo—. Lárgate usando los pies o con los pies por delante, a nosotros no nos importa. Así que ahora nos tendremos que poner.

Cohen le dio unos golpecitos en el hombro. El tipo se dio la vuelta, irritado.

—¿Qué quieres, abuelo? —ladró.

Cohen hizo una pausa hasta estar seguro de que contaba con toda la atención del hombre, y luego sonrió. Fue una sonrisa lenta, perezosa, una sonrisa que dejaba al descubierto trescientos quilates que parecieron iluminar la habitación.

—Contaré hasta tres —dijo con voz amistosa— Uno. Dos. —Su rodilla huesuda ascendió bruscamente hasta la ingle del hombre causando un satisfactorio ruido carnoso. Cuando el jefe de la banda se hundió en su universo privado de dolor, le descargó un codazo con todas sus fuerzas en los riñones.

—Tres —dijo a la bola de agonía del suelo.

Cohen había oído hablar de las peleas limpias, y hacía mucho tiempo que había decidido que no estaban hechas para él.

Alzó la vista hacia los otros y los deslumbró con su increíble sonrisa.

Hubieran debido lanzarse todos a la vez contra él. En vez de eso, uno de los hombres, con la seguridad que da saber que tienes una espada y el otro no, se dirigió hacia Cohen.

—Oh, no —dijo éste sacudiendo las manos—. Vamos, chico, no es así.

El hombre miró a derecha e izquierda.

—¿No es qué? —preguntó en tono de sospecha.

—¿Nunca habías esgrimido una espada? —Miró a sus colegas en busca de seguridad.

—Pues no mucho, no —respondió—. Pocas veces.

La blandió con gesto amenazador.

Cohen se encogió de hombros.

—Es posible que vaya a morir, pero quiero que me mate un hombre que esgrima la espada como un guerrero —explicó.

El otro se miró las manos.

—Pues a mí me parece que está bien —dudó.

—Mira, chico, yo entiendo de estas cosas. Espera, ven un momento…, ¿me permites…?, mira, la mano izquierda va aquí, alrededor del pomo, y la derecha…, eso es, ahí…, y la hoja va justo a tu pierna.

Cuando el hombre chilló y se agarró el pie, Cohen le lanzó una patada contra la otra pierna y luego se dio la vuelta para enfrentarse con los demás.

—Me empiezo a aburrir —dijo—. ¿Por qué no me atacáis todos a la vez?

—Buena idea —asintió una voz al nivel de su cintura.

El joyero había sacado un hacha tan grande como sucia, garantizada para añadir el tétanos a cualquier herida.

Los cuatro hombres restantes valoraron sus posibilidades y retrocedieron hacia la puerta.

—Y lavaos esas estúpidas estrellas —dijo Cohen—. Podéis decir a todo el mundo que Cohen el Bárbaro se enfadará mucho si vuelve a ver una estrella como ésas, ¿entendido?

La puerta se cerró de golpe. Un momento después, el hacha se estrelló contra ella, rebotó y cortó una tira de cuero en la sandalia de Cohen.

—Lo siento —se disculpó el enano—. Perteneció a mi abuelo. Yo sólo la he usado para cortar leña.

El Bárbaro se tanteó la mandíbula. Los masticadores parecían encajar bastante bien.

—Yo en tu lugar me marcharía de aquí pese a todo —dijo.

Pero el enano ya recorría la habitación vaciando bandejas de metales preciosos y gemas en un saco de cuero. Un puñado de herramientas fueron a parar a un bolsillo, un paquete de joyas acabadas al otro, y con un gruñido el enano alzó su pequeña forja y se la echó a la espalda.

—Bien —dijo—, estoy preparado.

—¿Vienes conmigo?

—Hasta las puertas de la ciudad, si no te importa —dijo—. No me censurarás por ello, ¿verdad?

—No, pero deja aquí el hacha.

Cuando salieron, el sol del atardecer iluminaba una calle desierta. Cohen abrió la boca y diminutos puntos de luz iluminaron todas las sombras.

—Tengo que recoger a unos amigos —dijo—. Espero que estén bien. ¿Cómo te llamas?

—Mandy Bula.

—¿Hay por aquí algún lugar donde me pueda tomar…? —Cohen hizo una pausa amorosa, saboreando las palabras—. ¿Dónde me pueda tomar un filete?

—Los discípulos de la estrella han cerrado todas las tabernas. Dicen que está mal comer y beber cuando…

—Ya sé, ya sé —dijo Cohen—. Creo que empiezo a captar la idea. ¿Es que esa gente no aprueba nada?

Bula meditó un momento.

—Quemar cosas —dijo por último—. Eso se les da muy bien. Libros y demás. Hacen unas hogueras enormes.

Cohen palideció.

—¿Hogueras de libros?

—Sí. Es horrible, ¿verdad?

—Desde luego —asintió el Bárbaro.

Le parecía espantoso. Cualquiera que se pase la vida con el cielo como techo conoce el valor de un buen libro gordo, que basta para encender el fuego durante toda una estación si se sabe cómo arrancar las páginas. Más de una vida ha sido salvada en una noche de nieve por un puñado de hierba y un libro bien seco. Si quieres fumar y no tienes pipa, siempre puedes contar con un buen libro.

Cohen tenía idea de que la gente escribía cosas en los libros. Siempre le había parecido un horroroso desperdicio de papel.

—Me temo que si tus amigos se han encontrado con ellos, estarán en apuros —dijo Mandy Bula con tristeza cuando salieron a la calle.

Doblaron la esquina y vieron la hoguera. Estaba en el centro de la calle. Un par de discípulos de la estrella alimentaban el fuego con libros procedentes de una casa cercana, cuya puerta había sido derribada y sus paredes pintarrajeadas con estrellitas.

Las noticias sobre Cohen todavía no se habían divulgado demasiado. Los quemadores de libros ni se fijaron en él cuando pasó junto al muro. Trocitos retorcidos de papel quemado ascendían en el aire caliente y flotaban sobre los tejados.

—¿Qué hacéis? —preguntó.

Una discípula de la estrella se apartó el pelo de los ojos con una mano tiznada y clavó los ojos en la oreja izquierda de Cohen.

—Limpiamos el Disco de maldad.

Dos hombres salieron del edificio y miraron a Cohen, o al menos a su oreja.

Cohen extendió la mano y cogió el pesado libro que llevaba la mujer. La cubierta estaba llena de extrañas piedras negras y rojas las cuales formaban lo que Cohen sabía que era una palabra. Se lo enseñó a Bula.

—El Necroteleconomicón —dijo el enano—. Es cosa de magos. Creo que lo usan para contactar con los muertos.

—¿Ésa es tu opinión sobre los magos? —preguntó Cohen.

Tanteó una página entre el índice y el pulgar. Era delgada y bastante suave. La caligrafía de aspecto orgánico y desagradable no le preocupó en absoluto. Sí, un libro como aquél podía ser el mejor amigo de un hombre…

—¿Sí? ¿Quieres algo? —dijo a uno de los discípulos de la estrella que le había agarrado por el brazo.

—Hay que quemar todos los libros de magia —dijo el hombre… pero un poco inseguro, porque los dientes de Cohen tenían un algo que le causaba una desagradable sensación de cordura.

—¿Por qué? —quiso saber el Bárbaro.

—Nos ha sido revelado.

Ahora la sonrisa de Cohen era amplia como una puerta abierta, y bastante más peligrosa.

—Creo que deberíamos largarnos —sugirió Bula, nervioso.

Un grupo de discípulos de la estrella acababa de aparecer en la calle de detrás de ellos.

—Y yo creo que me apetece matar a alguien —respondió Cohen, todavía sonriendo.

—La estrella ordena que purifiquemos el Disco —dijo el hombre, retrocediendo.

—Las estrellas no hablan —replicó Cohen desenvainando la espada.

—Si me matas, hay mil que ocuparán mi lugar —dijo el hombre, ahora con la espalda contra la pared.

—Sí —asintió Cohen—, pero eso no es lo importante, ¿verdad? Lo importante es que tú estarás muerto.

La nuez del hombre subía y bajaba como un yoyo. Bizqueó al observar la espada de Cohen.

—No te falta razón —concedió—. Te propongo una cosa, ¿qué tal si apagamos el fuego?

—Buena idea —asintió Cohen.

Bula le tiró del cinturón. Los otros discípulos de la estrella corrían hacia ellos, y eran muchos. La mayoría iban armados. Al parecer, las cosas se ponían serias.

Cohen blandió la espada hacia ellos en gesto de desafío antes de darse media vuelta y echar a correr. Hasta Mandy Bula tuvo dificultades para seguirle.

—Es… curioso —jadeó cuando entraron en otro callejón—. Por un… momento… pensé que ibas a… quedarte para… luchar con ellos.

—No es… momento para… diversiones.

Cuando salieron a la luz por el otro extremo del callejón, Cohen se lanzó contra la pared, desenvainó la espada, inclinó la cabeza hacia un lado calculando la velocidad de las pisadas que se aproximaban, y luego descargó la hoja con un mortífero golpe a la altura del estómago. Se oyó un ruido desagradable acompañado de muchos gritos, pero para entonces ya estaba calle arriba, corriendo con el destartalado estilo que le permitían sus juanetes.

Con Mandy Bula trotando sombrío junto a él, se desvió hacia una taberna con los muros llenos de estrellas rojas pintarrajeadas, se subió de un salto a una mesa con tan sólo un leve gemido de dolor y echó a correr sobre ella… mientras, como en una coreografía casi perfecta, Mandy Bula corría por debajo sin agacharse. Cohen saltó al llegar al otro extremo, se abrió paso a patadas hacia las cocinas y salió al exterior en otro callejón.

Doblaron unas cuantas esquinas más y al final se apoyaron contra una puerta. El Bárbaro se agarró a la pared y respiró hondo hasta que las lucecitas azules y púrpura desaparecieron.

—Bueno —jadeó—. ¿Qué has cogido?

—Mmm… Las vinagreras —respondió Mandy Bula.

—¿Nada más?

—Oye, que yo fui por debajo de la mesa. Tampoco se puede decir que tú lo hicieras mucho mejor.

Cohen contemplo desdeñoso el pequeño melón que había conseguido atrapar en su huida.

—Está bastante duro —dijo mordiendo la cáscara.

—¿Quieres un poco de sal? —ofreció el enano.

Cohen no respondió. Se quedó allí de pie, con el melón en la mano y la boca abierta.

Mandy Bula miro a su alrededor. El callejón sin salida donde se encontraban estaba vacío a excepción de una vieja caja que alguien se había dejado junto al muro.

Cohen la miraba fijamente. Tendió el melón al enano sin volver la cabeza y caminó hacia la luz del sol. Mandy Bula le vio rodear la caja con todo sigilo, o al menos con todo el sigilo posible cuando se tienen articulaciones que crujen como un barco a toda vela, y pincharía un par de veces con la espada muy suavemente, como si temiera que explotase.

—¡No es más que una caja! —le gritó el enano—. ¿Qué tiene de especial?

Cohen no dijo nada. Se acuclilló con muchas dificultades y examinó de cerca la cerradura de la tapa.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Mandy Bula.

—No te gustaría saberlo —replicó el Bárbaro—. ¿Te importa ayudarme a levantarme?

—No, pero esta caja…

—Esta caja —respondió Cohen—, esta caja es…

Hizo un gesto vago con las manos.

—¿Rectangular?

—Eldritch —dijo Cohen con tono misterioso.

—¿Eldritch?

—Sí.

—Oh —asintió el enano.

Se quedaron mirando la caja durante un momento.

—¿Cohen?

—¿Sí?

—¿Qué significa eldritch?

—Bueno, eldritch es… —Cohen hizo una pausa y miró hacia abajo, irritable—. Dale una patada y lo sabrás.

La bota con puntera de acero de Mandy Bula se estrelló contra un lateral de la caja. Cohen retrocedió un paso. No sucedió nada más.

—Ya entiendo —asintió el enano—. Eldritch significa «de madera».

—No —replicó Cohen—. La caja no…, no tendría que haber hecho eso.

—Ya entiendo —repitió Mandy Bula, que no entendía nada y empezaba a desear que Cohen no hubiera salido sin sombrero con un sol tan fuerte—. ¿Crees que tendría que haber salido huyendo?

—Sí. Aunque lo más probable es que te hubiera arrancado la pierna de un mordisco.

—Ah —asintió el enano. Con toda suavidad, agarró a Cohen por el brazo—. Mira qué sombra tan agradable hay aquí —dijo—. ¿Por qué no te sientas un ratito y…?

Cohen se lo quitó de encima.

—Está vigilando la pared —señaló—. Por eso no nos hace caso, porque está vigilando la pared.

—Claro, claro —le tranquilizó Mandy Bula—. Por supuesto, está vigilando la pared con sus ojitos…

—No digas idioteces, no tiene ojos —le espetó Cohen.

—Perdona, perdona —se apresuró a añadir Bula— Está vigilando la pared sin ojos, perdona.

—Creo que está preocupado por algo.

—Bueno, parece muy posible —asintió—. Supongo que quiere que nos vayamos y le dejemos solo.

—Pues a mí me parece que está asombrado.

—Sí, desde luego, parece asombrado —dijo el enano.

Cohen le miró fijamente.

—¿Cómo lo sabes? —le espetó.

A Mandy Bula le pareció que los papeles acababan de invertirse muy injustamente. Miró alternativamente a Cohen y a la caja, abriendo y cerrando la boca.

—¿Cómo lo sabes tú? —replicó al final.

Pero Cohen no le escuchaba. Se sentó frente a la caja, suponiendo que el costado con la cerradura fuera la parte frontal, y la observó atentamente. Mandy Bula retrocedió un paso. Es imposible, dijo su mente, pero el maldito trasto me está mirando a mí.

—De acuerdo —empezó Cohen—. Ya sé que tú y yo no nos caemos bien, pero los dos tratamos de encontrar a alguien a quien queremos, ¿no?

—Yo no… —empezó Bula antes de darse cuenta de que Cohen hablaba con la caja.

—Entonces, dime adónde han ido.

Ante los ojos espantados de Mandy Bula, el Equipaje estiró sus patitas y echó a correr contra el muro más cercano. Ladrillos de arcilla y polvo de cemento volaron por los aires.

Cohen escudriñó a través del agujero. Al otro lado había un destartalado almacén. El Equipaje se quedó allí, irradiando desconcierto por todas sus bisagras.

—¡Una tienda! —exclamó Dosflores.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Bethan.

—Urgh —dijo Rincewind.

—Creo que deberíamos sentarlo en algún sitio y darle un vaso de agua —señaló Dosflores—. Si es que hay alguno.

—Parece que hay de todo lo demás —añadió Bethan.

La habitación estaba llena de estanterías, y las estanterías estaban llenas de todo. Los objetos que no cabían en ellas colgaban como racimos del techo oscuro y sombrío. El suelo estaba plagado de cajas y sacos llenos de cualquier cosa.

No se oía ningún ruido procedente del exterior. Bethan miró a su alrededor y descubrió la razón.

—Nunca había visto tantos objetos juntos —se asombró Dosflores.

—Pues hay algo que no tienen —dijo Bethan con firmeza.

—¿Cómo lo sabes?

—No tienes más que mirar. Salidas. Las han agotado.

Dosflores echó un vistazo a su alrededor. En el lugar donde habían estado la puerta y la ventana sólo vio ahora estanterías repletas de cajas. Parecían llevar allí mucho tiempo.

Dosflores sentó a Rincewind en una mecedora junto al mostrador, y examinó cautelosamente los estantes. Había cajas de clavos y de cepillos para el pelo. Había pastillas de jabón descoloridas por los años. Había un montón de recipientes con sales de baño: alguien les había pegado un triste letrerito según el cual, contra todo lo que proclamaban los ojos, eran el Regalo Ideal. También había un montón de polvo.

Bethan examinó las estanterías del otro lado y lanzó una carcajada.

—¡Echa un vistazo a esto!

Dosflores echó un vistazo. La chica tenía en la mano una… bueno, era una casita, pero con conchas por todas partes, y además el perpetrador había escrito a base de agujeritos las palabras «Un recuerdo especial» en el tejado (que, por supuesto, se podía levantar para guardar cigarrillos dentro, y entonces sonaba una alegre melodía).

—¿Habías visto algo parecido? —rió Bethan.

Dosflores meneó la cabeza, boquiabierto.

—¿Te encuentras bien? —se preocupó la chica.

—Creo que es la cosa más bonita que he visto en mi vida.

Se oyó un zumbido sobre ellos. Alzaron la vista.

Un gran globo negro descendía de la oscuridad del techo. En su interior relampagueaban lucecillas rojas y, mientras las miraban, el globo empezó a girar y los observó con un gran ojo de cristal. Un ojo muy amenazador. Parecía sugerir con gran énfasis que estaba viendo algo desagradable.

—¿Hola? —dijo Dosflores.

Por encima del mostrador surgió una cabeza. Por su aspecto, pertenecía a alguien enfadado.

—Espero que tengáis intención de pagar por eso —dijo bruscamente.

Su expresión sugería que esperaba que Rincewind dijera «sí», y también que no se lo iba a creer.

—¿Por esto? —se burló Bethan—. No lo compraría aunque lo llenaras de rubíes y…

—Yo lo compraré —se apresuró Dosflores—. ¿Cuánto…? —Se registró los bolsillos y puso cara larga—. Vaya, no tengo dinero. Lo llevo todo en el Equipaje, pero le…

Se oyó un bufido. La cabeza desapareció de detrás del mostrador para reaparecer tras un estante lleno de cepillos de dientes.

Pertenecía a un hombrecillo muy menudo casi oculto bajo un delantal gris. Estaba muy enfadado.

—¿No tenéis dinero? ¿Entráis en mi tienda sin…?

—No era nuestra intención —se apresuró a intervenir Dosflores—. No nos dimos cuenta de que estaba aquí.

—Es que no estaba —dijo Bethan con firmeza—. Es mágica, ¿verdad?

El menudo tendero titubeó.

—Sí —asintió al final de mala gana—. Un poco.

—¿Un poco? —se extrañó Bethan—. ¿Es un poco mágica?

—De acuerdo, en buena parte —concedió el hombrecillo retrocediendo un paso—. Muy bien —asintió al ver que Bethan no dejaba de mirarle—, es una tienda mágica. No lo puedo evitar. ¡No habrá vuelto a desaparecer la maldita puerta!

—Pues sí. Y tampoco nos hace mucha gracia esa cosa del techo.

El tendero alzó la vista y frunció el ceño. Luego desapareció por una puertecilla medio oculta entre las mercancías. Se oyeron tintineos y chirridos, y el globo negro desapareció entre las sombras. Fue sustituido sucesivamente por un puñado de hierbas, un anuncio móvil de algo que Dosflores no conocía de nada pero que aparentemente era una bebida para antes de dormir; una armadura y un cocodrilo disecado con una expresión casi viva de gran dolor y sorpresa.

El tendero reapareció.

—¿Mejor? —quiso saber.

—No es peor —titubeó Dosflores—. Las hierbas me gustaban más.

En aquel momento, Rincewind dejó escapar un gemido. Estaba a punto de despertar.

Ha habido tres teorías generales para explicar el fenómeno de las tiendas errantes o tabernas vagantes, como se las suele llamar.

La primera postula que, hace miles de años, evolucionó en algún lugar del multiverso una raza cuyo único talento era comprar barato y vender caro. Pronto controlaron un vasto imperio galáctico, un Emporio, como lo llamaban ellos, y los miembros más avanzados de la especie descubrieron la manera de equipar sus tiendas con unidades de propulsión muy especiales que podían romper los negros muros del espacio y abrir inmensos mercados nuevos. Mucho después de que los mundos del Emporio perecieran en el mortífero recalentamiento de su propio universo, tras un último desafío de rebajas de agosto, las tiendas errantes seguían comerciando, abriéndose camino a través de las páginas del espacio-tiempo como un gusano a través de una novela en tres tomos.

La segunda teoría proclama que son obra de un Hado bueno, encargado de proporcionar la cosa adecuada en el momento justo.

La tercera es que no son más que una avispada manera de trabajar en domingo.

Todas estas teorías, pese a su diversidad, tienen dos cosas en común: las tres explican los hechos y las tres son completamente erróneas.

Rincewind abrió los ojos y, por un momento, se quedó mirando hacia arriba, en dirección al cocodrilo disecado. No es lo mejor que se puede ver cuando uno despierta de una pesadilla…

¡Magia! ¡Así se sentía uno con la magia! ¡No era de extrañar que a los magos les importara un rábano el sexo!

Rincewind sabía qué eran los orgasmos, por supuesto, había tenido algunos en sus tiempos, a veces incluso en compañía, pero nada de lo que había experimentado hasta entonces se parecía siquiera a aquel momento ardiente, tenso, en que cada nervio de su cuerpo se incendió con fuego azul y blanco, y la magia pura brotó de sus dedos. Aquello te llenaba, te alzaba, te hacía remontar las olas de las fuerzas elementales. No era de extrañar que los magos lucharan por el poder…

Y todo eso. El Hechizo en su cabeza había sido el autor, por supuesto, no Rincewind. Empezaba a detestar al Hechizo. Estaba seguro de que, si éste no hubiera espantado a todos los demás hechizos que intentaba aprender; habría llegado a ser un mago bastante potable por sus propios méritos.

En algún lugar del maltratado corazón de Rincewind, el gusano de la rebelión enseñó los dientes.

Bien, pensó. En cuanto tenga ocasión, te mandaré de vuelta al Octavo.

Se incorporó.

—¿Dónde demonios estamos? —preguntó agarrándose la cabeza para impedir que le explotara.

—En una tienda —se lamentó Dosflores.

—Pues espero que vendan cuchillos, porque creo que quiero cortarme la cabeza.

En la expresión de sus acompañantes había algo que le devolvió la cordura que aún le faltaba.

—Era una broma —dijo—. Al menos en parte. ¿Por qué estamos en esta tienda?

—No podemos salir —explicó Bethan.

—La puerta ha desaparecido —aportó Dosflores.

Rincewind se levantó, un poco tembloroso.

—Oh —dijo—. Es una de esas tiendas.

—Exacto —replicó el tendero con cierta petulancia—. Es mágica, sí, viaja por ahí, sí, no pienso explicaros la razón, no.

—¿Me das un vaso de agua, por favor? —pidió Rincewind.

El tendero pareció ofenderse.

—Primero no tenéis dinero, luego queréis un vaso de agua —estalló—. ¡Esto ya es dema…!

Bethan lanzó un bufido y se dirigió hacia el hombrecillo a zancadas. Éste intentó retroceder; pero ya era tarde.

Le cogió por las tiras del delantal, le levantó y le miró a los ojos. Por desgarrado que estuviera su vestido, por despeinada que estuviera su cabellera, por un momento se convirtió en el símbolo de toda mujer que en alguna ocasión ha tenido oportunidad de poner en su lugar a un hombre.

—El tiempo es oro —siseó—. Te doy treinta segundos para traerle un vaso de agua. A mí me parece una ganga, ¿y a ti?

—Está muy guapa cuando se enfada, ¿no te parece? —susurró Dosflores.

—Sí —asintió Rincewind sin entusiasmo.

—De acuerdo, de acuerdo —se acobardó el tendero.

—Y luego, nos dejarás salir —añadió Bethan.

—Por mí perfecto, hoy no pensaba abrir. ¡Sólo paré un momento para orientarme, y vosotros os colasteis!

Gruñendo, atravesó una cortina de cuentas para volver con un tazón lleno de agua.

—Lo he lavado especialmente —dijo tratando de esquivar la mirada de Bethan.

Rincewind miró el líquido del tazón. Probablemente había sido transparente antes de ser vertido en el recipiente, ahora beberlo significaría el genocidio para miles de gérmenes inocentes.

Lo dejó a un lado con cautela.

—¡Ahora, me voy a dar un buen lavado! —afirmó Bethan.

Cruzó la cortina. El tendero la señaló con un gesto vago y miró suplicante a Rincewind y a Dosflores.

—No está tan mal —explicó el turista—. Se va a casar con un amigo nuestro.

—¿Y él lo sabe?

—¿No van bien las cosas en el negocio de las tiendas estelares? —se interesó Rincewind en el tono más comprensivo que pudo mostrar.

El hombrecillo se encogió de hombros.

—Ni os lo imagináis —dijo—. Uno aprende a no esperar demasiado. Se hace una venta aquí, otra allá, lo justo para ir tirando, ya me entendéis. Pero la gente esa que hay ahora, los de la estrella pintada en la cara…, bueno, apenas he tenido tiempo de abrir la tienda, cuando ya están amenazando con quemármela. Dicen que es demasiado mágica. Y yo les digo que sí, que es mágica, claro, ¿qué se le va a hacer?

—Entonces, ¿hay muchos? —preguntó Rincewind.

—Están por todo el Disco, amigo. No me preguntes por qué.

—Piensan que una estrella se va a estrellar contra el Disco —le explicó el mago.

—¿Y es así?

—Mucha gente lo cree.

—Qué lástima, aquí se hacían buenos negocios. ¡Demasiado mágica! ¿Y qué tiene de malo la magia, digo yo?

—¿Qué piensas hacer? —quiso saber Dosflores.

—Oh, me iré a algún otro universo, hay muchos por aquí —respondió el tendero animadamente—. Pero gracias por decirme lo de la estrella. ¿Os dejo en alguna parte?

El Hechizo dio a Rincewind un codazo mental.

—Eh… no —replicó éste—. Creo que es mejor que nos quedemos. Para verlo todo, ya sabes.

—Entonces, ¿no os preocupa lo de la estrella?

—La estrella es vida, no muerte —replicó Rincewind.

—¿Cómo?

—¿Cómo qué?

—¡Lo has vuelto a hacer! —exclamó Dosflores, señalando con dedo acusador—. ¡Dices cosas y luego no sabes que las has dicho!

—Sólo he dicho que será mejor que nos quedemos —replicó Rincewind.

—Dijiste que la estrella es vida, no muerte —repitió Dosflores—. Pero con una voz lejana, como crepitante. ¿A que sí?

Se volvió hacia el tendero buscando confirmación.

—Es verdad —asintió el hombrecillo—. Y me parece que también bizqueó un poco.

—Seguro que es el Hechizo —dijo Rincewind—. Quiere sacarme de aquí, me parece que le interesa volver a Ankh-Morpork. Y yo también quiero ir —añadió, desafiante—. ¿Puedes llevarnos?

—¿Es esa ciudad grandota a orillas del Ankh? ¿Un lugar destartalado que huele a rayos?

—Su historia se remonta a tiempos muy antiguos —replicó Rincewind con la voz teñida de orgullo cívico herido.

—Pues a mí no me la describiste así —señaló Dosflores—. Me dijiste que era la única ciudad que había nacido ya decadente.

Rincewind pareció avergonzado.

—Sí, pero…, bueno, es mi hogar; ¿entiendes?

—No —replicó el tendero—. Como suelo decir yo, el hogar es donde cuelgas el sombrero.

—Mmm, me parece que te equivocas —intervino Dosflores, siempre deseoso de instruir—. El lugar donde cuelgas el sombrero es un perchero. Un hogar es…

—Mirad, trataré de dejaros de camino —le interrumpió apresuradamente el tendero al ver que Bethan volvía.

Pasó junto a ella. Dosflores le siguió.

Al otro lado de la cortina había una habitación con un camastro, una estufa bastante destartalada y una mesita de tres patas. El tendero hizo algo con la mesa, se oyó un sonido como el de un corcho saliendo de mala gana de una botella, y de pronto la habitación contuvo un universo mural.

—No tengas miedo —dijo el tendero mientras las estrellas pasaban como rayos.

—No tengo miedo —respondió Dosflores con los ojos brillantes.

—Oh —asintió el tendero algo molesto—. De todos modos, no son más que imágenes generadas por la tienda, no son reales.

—¿Y puedes ir a donde quieras?

—Oh, no —replicó el hombrecillo, casi conmocionado—. Tengo toda clase de dispositivos a prueba de fallos, sería inútil ir a sitios con una renta per cápita demasiado baja. Además, necesito un muro adecuado, por supuesto. Ah, ya hemos llegado, éste es vuestro universo. Siempre me ha parecido muy coqueto. Una monada de universo…

Aquí está la oscuridad del espacio, la miríada de estrellas que brillan como polvillo de diamantes o, como dirían algunos, como grandes bolas de hidrógeno que arden a gran distancia. Pero claro, hay gente que dice muchas tonterías.

Una sombra empieza a perfilarse sobre el brillo lejano, y es más negra que el más negro espacio.

Desde aquí parece mucho más grande, porque el espacio no es realmente grande. Sólo se trata de un lugar donde se es muy grande. Los planetas son grandes, aunque claro, se supone que los planetas han de ser grandes, no hace falta ser muy listo para tener el tamaño que a uno le corresponde.

Pero esta forma redonda que mancha el espacio como una pisada de Dios no es un planeta.

Es una tortuga, una tortuga que mide quince mil kilómetros desde su cabeza horadada de cráteres a su cola blindada.

Y Gran A’Tuin sí que es grande.

Las enormes aletas suben y bajan pesadamente, retorciendo el espacio hasta darle extrañas formas. El Mundodisco se desliza por el cielo como una barcaza real. Pero Gran A’Tuin tiene que luchar ahora mientras sale de las libres profundidades del espacio, y debe combatir con las tormentosas presiones de las fosas solares. La magia es más débil aquí, en el litoral de la luz. Muchos días como éste, y el Mundodisco se verá libre de las presiones de la realidad.

Gran A’Tuin lo sabe, pero Gran A’Tuin recuerda haber hecho esto otras veces, hace muchos miles de años.

Los ojos del astroquelonio, de un rojo brillante a la luz de la estrella enana, no están clavados en ella…, sino en una pequeña zona del espacio cerca de allí…

—Sí, pero… ¿dónde estamos? —preguntó Dosflores.

El tendero, acodado sobre su mesa, se limitó a encogerse de hombros.

—No creo que estemos en ninguna parte —dijo—. Nos encontramos en la incongruencia cotangencial. Pero ésa es mi opinión, puede que me equivoque. La tienda suele saber adónde va.

—¿Quieres decir que tú no?

—Me entero de una cosa aquí, de otra allí… —El tendero se sonó la nariz—. De vez en cuando aterrizo en un mundo donde entienden de estas cosas. —Clavó sus ojillos tristes en Dosflores—. Tienes cara de buena persona. No me importa decírtelo.

—¿Decirme qué?

—Esto no es vida, odio cuidar de la tienda. Sin sentar cabeza, siempre en movimiento, no cerrando nunca.

—¿Y por qué no te detienes?

—Ah, de eso se trata, claro…, no puedo. Sufro los efectos de una maldición. Es algo terrible.

Volvió a sonarse la nariz.

—¿Condenado a atender una tienda?

—Para siempre, amigo mío, para siempre. ¡Y sin cerrar nunca! ¡Por los siglos de los siglos! Fue un hechicero, ¿sabes? Hice una cosa terrible.

—¿En una tienda? —se asombró Dosflores.

—Oh, sí. No recuerdo qué quería aquel hechicero, pero cuando me lo pidió, yo…, yo… hice uno de esos ruidos como sorbiendo, ya sabes…, un silbido, sólo que para dentro.

Hizo una demostración.

Dosflores parecía escandalizado, pero en el fondo era buen hombre y siempre estaba dispuesto a perdonar.

—Ya entiendo —dijo lentamente—. Aun así…

—¡Eso no es todo!

—Oh.

—¡Le dije que de eso no había demanda!

—¿Después del silbido para dentro?

—Sí. Y, probablemente, también sonreí.

—Oh, cielos. Encima no le llamarías «jefe», ¿verdad?

—Pues… es…, es posible.

—Mmm.

—Y aún hay más.

—¡No puede ser!

—Sí. Le dije que podría pedirlo a fábrica y lo tendría al día siguiente.

—Eso no me parece tan malo —dijo Dosflores, la única persona del multiverso que encargaba cosas en las tiendas y no ponía objeción a pagar grandes sumas de dinero por los inconvenientes causados al tendero, inconvenientes que consistían en almacenar un pequeño objeto en su establecimiento durante unas pocas horas.

—Era un día en que cerraba temprano —añadió el hombrecillo.

—Oh.

—Sí, y le oí tratar de abrir la puerta. Yo tenía un letrero en la puerta, ya sabes, una cosa como «Cerrado hasta para vender cigarrillos Nigromante». El caso es que le oí tratar de abrir, y me reí.

—¿Te reíste?

—Sí. Algo así: mpfmpfmpfmpf.

—No fue una actitud inteligente —dijo Dosflores meneando la cabeza.

—Lo sé, lo sé. Mi padre siempre decía: «No te metas con un mago…». En cualquier caso, le oí gritar algo así como que yo no volvería a cerrar jamás, y luego un montón de palabras que no pude entender. En aquel momento, la tienda… la tienda…, la tienda cobró vida.

—¿Y desde entonces has vagado así?

—Sí. Supongo que algún día encontraré al hechicero, y quizá tenga lo que él quería. Hasta entonces debo viajar de muro en muro…

—Fue una cosa terrible —dijo Dosflores.

El tendero se sonó la nariz con el delantal.

—Gracias.

—Aun así, no debió lanzarte una maldición tan cruel —añadió Dosflores.

—Oh. Sí. Bueno. —El tendero se arregló el delantal e intentó valientemente recobrar los ánimos—. De todos modos, así no conseguiremos llevaros a Ankh-Morpork.

—Es curioso —dijo Dosflores—, compré mi Equipaje en una tienda como ésta. Pero era otra, claro.

—Oh, sí, somos muchos en el gremio —asintió el tendero, volviendo junto a su mesa—. Tengo entendido que aquel hechicero era un hombre muy impaciente.

—Vagar eternamente por el universo —musitó Dosflores.

—Exacto. Si no te importa, tengo que preparar el pedido de importación.

—¿Importación?

—Sí, es… —El tendero hizo una pausa y frunció el ceño—. Ya no me acuerdo muy bien. Hace tanto tiempo… Importación, importación…

—¿Algo que tiene un gran significado?

—Sí, eso debía de ser.

—Espera… está pensando algo —dijo Cohen.

Mandy Bula alzó la vista cansadamente. Se estaba muy bien allí, sentado en la sombra. Le empezaba a parecer que, al tratar de huir de una ciudad llena de locos, había conseguido que un solo loco le dedicara toda su atención. Se preguntó si viviría para lamentarlo.

Lo deseaba con todas sus fuerzas.

—Sí, desde luego, está pensando algo —dijo con amargura—. Salta a la vista.

—Creo que los ha encontrado.

—Ah, qué bien.

—Agárrate a él.

—¿Estás chiflado? —se espantó Mandy Bula.

—Conozco a este trasto, confía en mí. Además, ¿prefieres quedarte aquí con los discípulos de la estrella? Creo que les encantará tener una charla contigo.

Cohen se puso al lado del Equipaje y luego, de un salto, montó sobre él. El baúl no pareció darse cuenta.

—Corre —dijo—. Creo que va a partir.

Mandy Bula se encogió de hombros y montó tras Cohen.

—Ah, ¿sí? —dijo—. ¿Y cómo lo…?

¡Ankh-Morpork!

¡Perla de las ciudades!

Ésta no es una descripción completamente precisa, desde luego (no era redonda ni brillante), pero hasta sus peores enemigos concedían que, si había que comparar Ankh-Morpork con algo, bien podía ser con un granito de arena cubierto por las secreciones enfermizas de un molusco.

Ha habido ciudades más grandes. Ha habido ciudades más ricas. Desde luego, ha habido ciudades más bonitas. Pero ninguna ciudad del Multiverso podía rivalizar con los olores de Ankh-Morpork.

Los Antiguos, que lo sabían todo acerca de los universos y habían olido ciudades como Calcuta, ¡Xrc-! y Puertomarte, concedían que hasta estos magníficos ejemplos de poesía nasal son simples pareados comparados con la gloria del olor de Ankh-Morpork.

Se pueden mencionar las coliflores. Se puede mencionar el ajo. Se puede mencionar Francia. Adelante. Pero si no se ha olido Ankh-Morpork en un día caluroso, no se ha olido nada.

Sus ciudadanos se enorgullecen de ello. Cuando hace buen tiempo, sacan sillas a la calle para disfrutar del olor. Se llenan las mejillas, se palmean el pecho y comentan alegremente los pequeños matices. Hasta han erigido una estatua en su honor para conmemorar la noche en que los soldados de un estado rival trataron de invadirla sigilosamente y sólo consiguieron llegar hasta la cima de las murallas antes de que, para su horror; los tapones de las narices se les rindieran sin condiciones. Los mercaderes ricos que debían pasar muchos años en el extranjero se hacían enviar botellas selladas conteniendo el aroma, que les llenaban los ojos de lágrimas.

Ése era el efecto que tenía.

Y es que, en realidad, sólo hay una manera de describir el efecto que los olores de Ankh-Morpork surtían sobre la nariz visitante, y es por analogía.

Coge una tartana. Rocíala con confetti. Ilumínala con luces estroboscópicas.

Ahora coge un camaleón.

Pon el camaleón sobre la tartana.

Míralo de cerca.

¿Ves?

Lo cual explica por qué, cuando la tienda se materializó por fin en Ankh-Morpork, Rincewind pegó un respingo, anunció «Hemos llegado», Bethan palideció y Dosflores, que no tenía el menor olfato, preguntó: «¿De verdad? ¿Cómo lo sabes?».

Había sido una tarde muy larga. Habían irrumpido en el espacio real para aparecer en gran número de paredes pertenecientes a diversas ciudades, porque, según el tendero, el campo mágico del Disco lo distorsionaba todo, jugándoles una mala pasada.

La mayoría de los ciudadanos habían huido de las urbes, que ahora pertenecían a bandas de gente enloquecida, obsesionada por las orejas izquierdas.

—¿De dónde habrán salido? —se preguntó Dosflores mientras huían de otra multitud.

—Dentro de cada persona cuerda hay un loco luchando por salir a la luz —explicó el tendero—. Eso es lo que he pensado siempre. Nadie enloquece tan deprisa como una persona completamente cuerda.

—Eso no tiene sentido —dijo Bethan—. Y si lo tiene, no me gusta.

La estrella era más grande que el sol. Aquella noche no anochecería. En el horizonte contrario, el solecillo del Disco hacía lo que podía por ponerse con normalidad, pero el efecto general de toda aquella luz roja era hacer que la ciudad, nunca particularmente hermosa, pareciera un cuadro pintado por un artista fanático que hubiera pasado un mal rato en manos de un limpiabotas.

Pero era el hogar. Rincewind miró en todas direcciones en una calle desierta y se sintió casi feliz.

En lo más profundo de su mente, el Hechizo agarraba un berrinche, pero no le hizo caso. Quizá fuera cierto que la magia se debilitaba a medida que se acercaba la estrella, o quizá hacía tanto que llevaba el Hechizo en la cabeza que había acabado por desarrollar una especie de inmunidad física: lo cierto es que descubrió que podía resistir sus órdenes.

—Estamos en los muelles —declaró—. ¡Oled este aire!

—Oh —gimió Bethan apoyándose contra una pared—. Sí.

—Es el ozono, sin duda —explicó Rincewind—. Un aire con personalidad, sí señor.

Respiró hondo.

Dosflores se volvió hacia el tendero.

—Bueno, espero que encuentres al hechicero —dijo—. Siento no poder comprarte nada, pero es que llevo todo mi dinero en el Equipaje.

El tendero le puso algo en la mano.

—Un regalito —dijo—. Te hará falta.

Volvió a entrar en la tienda como una flecha, la campanilla tintineó, el letrero que rezaba "Si Viene a Por Esas Malditas Sanguijuelas Vuelva Mañana" chocó contra la puerta, y la tienda desapareció del muro de ladrillos como si nunca hubiera estado allí. Dosflores extendió rápidamente la mano para rozar la pared, incrédulo.

—¿Qué hay en esa bolsa? —quiso saber Rincewind.

Se trataba de una bolsa de papel marrón grueso, con asas de cuerdecilla.

—Si le salen patas, no quiero saberlo —advirtió Bethan.

Dosflores echó un vistazo al interior y sacó el contenido.

—¿Nada más? —se asombró Rincewind—. ¿Una casita con conchas?

—Es muy útil —se defendió Dosflores—. Sirve para guardar cigarrillos.

—Y eso es precisamente lo que te hace falta, ¿eh? —se burló el mago.

—Mataría por un frasco de aceite bronceador —intervino Bethan.

—Vamos —ordenó Rincewind.

Echó a andar calle abajo, y los demás le siguieron.

A Dosflores se le ocurrió que hacían falta unas palabras de consuelo, una pequeña charla con mucho tacto para animar un poco a Bethan.

—No te preocupes —dijo—. Existe una pequeña oportunidad de que Cohen siga vivo.

—Oh, seguro que sigue vivo —replicó ella dando patadas a los guijarros como si tuviera algo personal contra cada uno de ellos—. Con el empleo que tiene, no se vive hasta los ochenta y siete años si vas por ahí muriéndote constantemente. Pero el caso es que no está aquí.

—Ni mi Equipaje tampoco —señaló Dosflores—. Pero claro, no es lo mismo.

—¿Crees que la estrella va a chocar contra el Disco?

—No —respondió Dosflores con confianza.

—¿Por qué no?

—Porque Rincewind opina que no.

La chica le miro asombrada.

—Te explico —siguió el turista—, ¿sabes eso que se hace con las algas marinas?

Bethan, que había nacido en las Llanuras del Vórtice, sólo había oído hablar del mar en las leyendas, y estaba segura de que no le gustaría. Le miró inexpresiva.

—¿Comerlas?

—No, lo que se hace es colgarlas de la puerta y te dicen si va a llover.

Otra cosa que Bethan había aprendido era que resultaba inútil tratar de comprender lo que decía Dosflores. Todo lo que se podía hacer era seguirle la conversación a la espera de despistarle al doblar alguna esquina.

—Ya entiendo —dijo.

—Pues así es Rincewind.

—Como un alga marina.

—Exacto. Si hubiera algo que temer; estaría muerto de miedo. Pero no lo está. Que yo sepa, la estrella es la única cosa que no le da miedo. Y créeme, si él no está preocupado es que no hay nada de qué preocuparse.

—¿Porque no va a llover? —aventuró Bethan.

—Bueno, no. Metafóricamente hablando.

—Oh.

Bethan decidió no preguntar qué significaba «metafóricamente», por si acaso tenía algo que ver con las algas.

Rincewind se volvió.

—Vamos —dijo—. Ya estamos cerca.

—¿De dónde? —quiso saber Dosflores.

—De la Universidad Invisible, por supuesto.

—¿Y te parece buena idea ir allí?

—En absoluto, pero aun así pienso…

Rincewind se detuvo, con el rostro convertido en una máscara de dolor. Se llevó las manos a los oídos y gimió.

—¿El Hechizo te causa problemas?

—Sirgh.

—Prueba a canturrear por lo bajo.

Rincewind hizo una mueca.

—Pienso librarme de este maldito —dijo con voz ronca—. Lo voy a mandar de vuelta al libro, que es su sitio. ¡Quiero que me devuelva mi cabeza!

—Pero entonces…

Dosflores se interrumpió. Todos lo oyeron…, un cántico distante y el sonido de muchas pisadas.

—¿Crees que serán discípulos de la estrella? —preguntó Bethan.

Lo eran. Los primeros aparecieron doblando una esquina a unos cien metros de distancia, tras un estandarte blanco en el que había dibujada una estrella de ocho puntas.

—No sólo discípulos de la estrella —dijo Dosflores—. ¡Hay toda clase de gente!

La multitud no los arrolló al pasar; pero faltó poco. En un momento, los tres estaban en una calle desierta; al siguiente, una marca humana les obligaba a moverse hacia adelante por la ciudad.

La luz de las antorchas parpadeaba en los húmedos túneles que discurrían bajo la Universidad Invisible a medida que los jefes de las Ocho Órdenes avanzaban por ellos.

—Por lo menos aquí abajo hace calor —señaló uno.

—No deberíamos estar aquí abajo.

Trymon, que guiaba al grupo, no dijo nada. Estaba pensando con todas sus fuerzas. Estaba pensando en la botellita de aceite que pendía de su cinturón y en las ocho llaves que llevaban los magos…, ocho llaves que encajarían en los ocho cerrojos que encadenaban el Octavo a su atril. Estaba pensando que unos magos ancianos dominados por la sensación de que la magia se esfuma están muy inmersos en sus propios problemas como para tener la cautela necesaria. Estaba pensando que en pocos minutos el Octavo, la mayor concentración de magia en todo el Disco, estaría en sus manos.

Pese a lo frío del túnel, empezó a sudar.

Llegaron junto a una puerta forrada de plomo, incrustada en la roca. Trymon sacó una llave de hierro (una honesta llave de hierro, vulgar y corriente, no como las llaves retorcidas y desconcertantes que desencadenarían el Octavo), echó un poco de aceite en la cerradura, insertó la llave y la giró. La puerta chirrió, abriéndose con una protesta.

—¿Somos todos de la misma opinión? —preguntó Trymon.

Se oyó una serie de gruñidos vagamente afirmativos.

Empujó la puerta.

Una cálida ráfaga de viento espeso y algo aceitoso los envolvió. El aire estaba lleno de chirridos agudos y desagradables. Diminutas chispas de fuego octarino brotaban de cada nariz, cada uña, cada barba.

Los magos, con las cabezas inclinadas para defenderse de la tormenta de magia desencadenada al azar que azotaba la habitación, trataron de avanzar. Siluetas informes revoloteaban y reían estúpidamente mientras las pesadillas que habitaban las Dimensiones Mazmorra toqueteaban constantemente con algo que llamaremos dedos (sólo porque lo tienen al final de los brazos), en busca de alguna entrada sin vigilancia al círculo de fuego que algunos dicen es el universo de la razón y el orden.

Incluso en aquellos malos tiempos para las criaturas mágicas, incluso en una habitación diseñada para amortiguar todas las vibraciones de la hechicería, el Octavo seguía crepitando con su energía.

En realidad, las antorchas no hacían la menor falta. El Octavo llenaba la habitación de una luz tenue, mortecina, que no era exactamente luz sino lo contrario de la luz. La oscuridad no es lo contrario de la luz, sino su ausencia. Lo que irradiaba del libro era la luz que yace al otro lado de la oscuridad. La luz fantástica.

Era de un color púrpura bastante decepcionante. Como se ha dicho antes, el Octavo estaba encadenado a un atril tallado para darle la forma de algo vagamente aviario, ligeramente reptiliano y espantosamente vivo. Dos ojillos brillantes contemplaron a los magos con odio.

—Lo he visto moverse —aseguró uno.

—Estaremos a salvo mientras no toquemos el libro —advirtió Trymon.

Se sacó del cinturón un pergamino y lo desenrolló.

—Trae acá la antorcha —ordenó a un mago—. ¡Y apaga ese cigarrillo!

Esperaba una explosión de furia y orgullo, pero no la hubo. En vez de eso, el mago ofendido se quitó la colilla de los labios con dedos temblorosos y la pisoteó en el suelo.

Trymon estaba exultante. Perfecto, pensó, hacen lo que digo. Quizá sólo por ahora…, pero con eso me sobra.

Escudriñó la desastrada caligrafía de un mago muerto mucho tiempo atrás.

—Bien —dijo—, veamos. «Para Ynvocar A La Cosa Que Vygyla, Al Guardyán…».

La multitud invadió uno de los puentes que unían Morpork con Ankh. Bajo él, el río, que en sus mejores momentos llevaba poca agua, no era más que un reguerillo humeante.

El puente se estremecía bajo sus pies mucho más de lo acostumbrado. Unas ondas extrañas recorrían los restos lodosos del río. Varias tejas cayeron de una casa cercana.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Dosflores.

Bethan miró hacia atrás y gritó.

La estrella estaba saliendo. Mientras el sol del Disco buscaba refugio cobardemente bajo el horizonte, la gran esfera de la estrella trepaba lentamente por el cielo hasta que la totalidad de su volumen estuvo a varios grados por encima del borde del mundo.

Empujaron a Rincewind hacia la seguridad que ofrecía un portal. La multitud apenas se dio cuenta, todos siguieron huyendo aterrados como lemmings.

—La estrella tiene puntitos —dijo Dosflores.

—No —replicó Rincewind—. Son… cosas. Cosas que giran en torno a la estrella, igual que el sol gira en torno al Disco. Pero están muy cerca, porque… porque… —Se interrumpió—. ¡Casi lo sé!

—¿El qué?

—¡Tengo que librarme de este Hechizo!

—¿Por dónde se va a la universidad? —preguntó Bethan.

—¡Por aquí! —respondió Rincewind señalando esa misma calle.

—Debe de ser un sitio muy popular; todo el mundo va hacia allí.

—¿Por qué será? —se preguntó Dosflores.

—No sé, pero tengo la sensación de que no van a matricularse en las clases nocturnas —replicó Rincewind.

De hecho, la Universidad Invisible estaba sufriendo un asedio…, al menos, las partes de la Universidad Invisible que afloraban en las dimensiones cotidianas estaban sufriendo un asedio. Las multitudes agolpadas junto a sus puertas exigían una de dos cosas: a) que los magos dejaran de hacer el tonto y se libraran de la estrella o b) (ésta era la opción favorita de los discípulos de la estrella) que dejaran de hacer magia al momento y se suicidaran ordenadamente para librar al Disco de toda hechicería y así evitar la terrible amenaza que venía de los cielos.

Por su parte, los magos, al otro lado de los muros, no tenían la menor idea de cómo conseguir a) ni la menor intención de hacer b), con lo cual la mayoría optaron por c), que consistía en escabullirse por las puertas secretas y alejarse de puntillas tanto y tan deprisa como fuera posible.

Toda la magia de confianza que quedaba en la universidad se estaba dedicando íntegramente a mantener cerradas las grandes verjas. Los magos empezaban a descubrir que, aunque está muy bien tener unas puertas impresionantes cerradas gracias a la magia, los constructores deberían haber incluido algún dispositivo de seguridad, por ejemplo unos vulgares candados de durísimo hierro nada impresionante.

Fuera, en la plaza, la gente había encendido unas cuantas hogueras más que nada para dar efecto, ya que el calor de la estrella era abrasador.

—Pero aún se ven las estrellas —señaló Dosflores—. Las otras estrellas, quiero decir. Las pequeñas. En un cielo negro.

Rincewind no le hizo caso. Estaba mirando las puertas. Un grupo de discípulos de la estrella y ciudadanos intentaban derribarlas.

—Es inútil —dijo Bethan—, no conseguiremos entrar. ¿Adónde vas?

—A dar un paseo —respondió Rincewind.

Se dirigía con decisión hacia una callejuela lateral.

Allí había un par de alborotadores que iban de por libre y se dedicaban sobre todo a destrozar tiendas. Rincewind hizo caso omiso de ellos y siguió el muro hasta que éste discurrió paralelamente a un callejón oscuro que tenía el desdichado olor de los callejones oscuros de todas partes.

Una vez allí, empezó a examinar muy de cerca los ladrillos. El muro tenía unos seis metros de altura, y en su parte superior había crueles púas metálicas.

—Necesito un cuchillo —dijo.

—¿Te vas a abrir camino a puñaladas? —se sorprendió Bethan.

—Limítate a buscarme un cuchillo —replicó Rincewind.

Empezó a dar golpecitos en las piedras.

Dosflores y Bethan se miraron y se encogieron de hombros. Unos minutos más tarde volvieron con toda una selección de cuchillos. Dosflores había conseguido incluso una pequeña espada.

—Nos hemos tenido que servir nosotros mismos —dijo Bethan.

—Pero dejamos el dinero —la corrigió Dosflores—. Es decir; habríamos dejado el dinero si lo hubiéramos tenido…

—Así que se empeñó en escribir una nota —suspiró la chica.

Dosflores se irguió en toda su estatura, cosa que apenas valía el esfuerzo.

—No entiendo por qué… —empezó a decir rígidamente.

—Estoy segura —replicó Bethan sombría—. Rincewind, han forzado las puertas de todas las tiendas, había un montón de gente por la calle cogiendo instrumentos musicales, ¿no es increíble?

—No —respondió el mago, cogiendo un cuchillo y probando la hoja con gesto pensativo—. Supongo que eran aficionados.

Clavó la hoja en la pared, la retorció y dio un paso atrás cuando una pesada piedra se desprendió de su sitio. Alzó la vista, contó para sus adentros e hizo palanca sobre otra piedra.

—¿Cómo lo has hecho? —se asombró Dosflores.

—Ayúdame a subir —fue toda la respuesta de Rincewind.

Un momento más tarde, conseguía apoyar los pies en los agujeros que había practicado, y empezó a sacar más piedras para seguir trepando.

—Hace siglos que las cosas son así —dijo a los de abajo—. Algunas piedras no están pegadas con cemento. Una entrada secreta, ¿entendéis? Cuidado, que cae otra.

Una piedra más se estrelló contra los guijarros del suelo.

—Los estudiantes la hicieron hace mucho tiempo —explicó Rincewind—. Una buena manera de entrar y salir después de que apagaban las luces.

—Ah —asintió Dosflores—, ya entiendo. Saltaban el muro para ir a tabernas apenas iluminadas donde beber; cantar y recitar poesías, ¿verdad?

—Casi aciertas, excepto en lo de las canciones y las poesías —replicó el mago—. Un par de estos clavos deben de estar sueltos…

Se oyó un clang.

—Por este lado no hay mucha altura —les llegó su voz tras unos segundos—. Si queréis venir; vamos.

Y así fue como Rincewind, Dosflores y Bethan entraron en la Universidad Invisible.

En otro lugar del campus…

Los ocho magos insertaron sus llaves e, intercambiando más de una mirada de preocupación, las giraron. Se oyó un leve ruidito cuando la cerradura se abrió.

El Octavo estaba desencadenado. Una ligerísima luz octarina recorrió su encuadernación.

Trymon lo cogió sin que ninguno de los otros protestara. El brazo empezó a cosquillearle.

Se volvió hacia la puerta.

—Ahora, hermanos, hacia la Sala Principal —dijo—. Si me lo permitís, abriré el camino…

Tampoco hubo protestas.

Llegó a la puerta con el libro bajo el brazo. Parecía caliente y algo espinoso.

A cada paso esperaba un grito, una objeción, pero no llegaron. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no partirse de risa. Aquello era mucho más sencillo de lo que había imaginado.

Los otros no estaban ni a medio camino de la salida de la claustrofóbica mazmorra, cuando Trymon alcanzó la puerta. Quizá notaron algo en su manera de flexionar los hombros, pero ya era demasiado tarde: cruzó el umbral, agarró el picaporte, cerró la puerta, giró la llave y sonrió la sonrisa.

Recorrió de nuevo el pasillo caminando con tranquilidad y haciendo caso omiso de los gritos airados de los magos, que en aquellos momentos descubrían lo imposible que es lanzar hechizos en una habitación impermeable a la magia.

El Octavo se retorció, pero Trymon lo sujetó con fuerza. Echó a correr; tratando de expulsar de su mente las horribles sensaciones que notaba bajo el brazo a medida que el libro se transformaba en cosas peludas, esqueléticas y espinosas. La mano se le quedó entumecida. Los leves chirridos que había estado oyendo subieron de volumen, y también oyó otros ruidos a su espalda… ruidos maliciosos, tentadores, ruidos emitidos por horrores inimaginables que a Trymon le parecieron demasiado fáciles de imaginar. Mientras corría por la Sala Principal y subía por la escalera, las sombras empezaron a moverse, a cobrar nuevas formas, a cerrarse en torno a él. Tampoco pudo pasar por alto el hecho de que algo le seguía, algo con patas resbaladizas que corrían con una rapidez obscena. Las paredes se estaban llenando de hielo. Las puertas se lanzaban contra él cuando las cruzaba a toda velocidad. Bajo sus pies, los peldaños empezaban a tener el tacto de una lengua…

No en vano Trymon se había pasado largas horas en el equivalente a un gimnasio de la Universidad Invisible, desarrollando músculo mental. No confíes en los sentidos, que pueden engañarte, se repetía. Los peldaños están ahí abajo, en alguna parte… Ordénales que estén ahí, hazlos aparecer a medida que subes, y más te vale hacerlo bien, muchacho. Porque no todo esto es pura imaginación.

Gran A’Tuin aminoró la marcha.

Con unas aletas del tamaño de continentes, la tortuga celestial se resistió al tirón de la estrella, y esperó.

No iba a ser una espera larga…

Rincewind consiguió llegar a la Sala Principal. Había unas cuantas antorchas encendidas que parecían colocadas allí como para algún ritual mágico. Pero los candelabros ceremoniales estaban volcados y los complejos octogramas, pintados con tiza en el suelo, aparecían borrosos, como si alguien hubiera bailado sobre ellos. Además, el aire estaba impregnado de un hedor desagradable hasta para los elevados estándares de Ankh-Morpork. Tenía un algo como sulfúrico que cubría otro algo peor todavía. Olía como el fondo de un estanque.

Se oyó un retumbar lejano seguido de un montón de gritos.

—Parece que las puertas han caído —dijo Rincewind.

—Salgamos de aquí —sugirió Bethan.

—Las bodegas están por allí.

Y se dirigió hacia un arco.

—¿Vamos a bajar?

—Sí. ¿O prefieres quedarte?

Cogió una de las antorchas colgadas de la pared y empezó a bajar por la escalera.

Tras unos cuantos tramos de peldaños, desaparecieron los paneles de las paredes para dejar al descubierto la piedra desnuda. Aquí y allá, las puertas habían sido forzadas.

—Oigo algo —dijo Dosflores.

Rincewind prestó atención. Había un ruido que parecía llegar de las profundidades. No resultaba aterrador. Parecía más bien como si un montón de gente estuviera aporreando una puerta y gritando barbaridades.

—No serán las Cosas de las Dimensiones Mazmorra de las que nos hablaste, ¿verdad? —quiso saber Bethan.

—No suelen decir esos tacos —respondió Rincewind—. Vamos.

Corrieron por los húmedos pasillos, siguiendo los gritos, las maldiciones y las toses atragantadas que, en cierto modo, resultaban tranquilizadoras: decidieron que nadie que jadeara de aquella manera podía representar un peligro.

Por fin llegaron a una puerta situada en un nicho. Parecía tan resistente como para contener el mar. Había una pequeña mirilla.

—¡Eh! —gritó Rincewind.

No parecía una frase muy útil, pero no se le ocurrió nada mejor.

Se hizo el silencio. Después, les llegó una voz del otro lado de la puerta.

—¿Quién está ahí?

Rincewind reconoció la voz. Le había despertado aterrado de sus ensoñaciones diurnas más de una vez durante las pesadas clases tras la comida, hacía ya años. Era Lumuel Panter, quien en el pasado se había tomado como desafío personal el intento de grabar a fuego en la cabeza del joven Rincewind los rudimentos de la adivinación y la invocación. Recordó los ojos penetrantes en el rostro porcino, la voz diciendo «Ahora el señor Rincewind saldrá a la pizarra a dibujar el Símbolo Relevante» y el paseo de mil kilómetros entre todos los alumnos, tratando desesperadamente de recordar qué había estado ronroneando esa misma voz durante los cinco últimos minutos. Incluso ahora se le secaba la garganta de miedo y culpabilidad. Aquello era peor que las Dimensiones Mazmorra.

—Por favor, señor; soy yo, señor; Rincewind, señor —graznó. Se dio cuenta de que Dosflores y Bethan le miraban, y carraspeó—. Sí —añadió con la voz más profunda que pudo conseguir—. Ése soy yo. Rincewind. En persona.

Se oyeron susurros al otro lado de la puerta.

—¿Rincewind?

—Me recuerda a un chico más bien corto…

—¿El del Hechizo?

—¿Rincewind?

Se hizo una pausa. Al final, la primera voz rompió el silencio.

—Supongo que la llave no estará en la cerradura, ¿verdad?

—No —respondió Rincewind.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho que no.

—Típico del muchacho.

—Eh… ¿quién hay ahí dentro? —quiso saber.

—Los Maestros de la Magia —replicó la voz con arrogancia.

—¿Por qué?

Otra pausa, seguida de un diálogo en susurros avergonzados.

—Bueno, eh… nos hemos quedado encerrados —dijo la voz de mala gana.

—¿Cómo, con el Octavo?

Susurros, susurros.

—La verdad es que el Octavo no está aquí —explicó la voz con lentitud.

—Ya. Y vosotros sí —dijo Rincewind, con tanta educación como es posible cuando se está sonriendo como un necrófilo en un depósito de cadáveres.

—Eso parece.

—¿Queréis que os traigamos algo? —preguntó Dosflores con ansiedad.

—Más bien preferiríamos que nos sacarais de aquí.

—¿Se puede forzar la cerradura? —indagó Bethan.

—Imposible —replicó Rincewind—, es a prueba de ladrones.

—Supongo que a Cohen no le habría costado nada —dijo la chica con lealtad—. Esté donde esté.

—El Equipaje la derribaría enseguida —asintió Dosflores.

—Bueno, entonces no hay nada que hacer —suspiró Bethan—. Salgamos a donde haya aire fresco. O un poco más fresco que éste, por lo menos.

Se dio media vuelta para alejarse.

—Un momento, un momento —replicó Rincewind—. Lo de siempre, ¿eh? El pobre Rincewind no tiene ideas, ¿verdad? Oh, no, no es más que un lastre, claro. No sirve más que para darle una patada al pasar. No confíes en él, no es más que…

—De acuerdo —asintió Bethan—, veamos.

—… un inútil, un fracasado, sólo un… ¿cómo?

—¿Cómo piensas abrir la puerta? —preguntó la chica.

Rincewind la miró boquiabierto. Luego miró la puerta. La verdad era que parecía muy sólida, y la cerradura tenía cara de testaruda.

Pero ya había conseguido entrar una vez, mucho tiempo atrás. Rincewind el estudiante empujó la puerta y ésta se abrió…, y un momento después, el Hechizo se había instalado en su mente para destrozarle la vida.

—Oye —dijo una voz tras la mirilla, con tanta amabilidad como le fue posible—. Sé buen chico y haz que venga un mago, ¿vale?

Rincewind tomó aliento.

—Alejaos de la puerta —dijo.

—¿Cómo?

—Escondeos detrás de algo —ladró sin que la voz le temblara más que un poquito—. Vosotros también —ordenó a Bethan y a Dosflores.

—Pero no puedes…

—¡Lo digo en serio!

—Lo dice en serio —repitió Dosflores—. Lo sé por esa venilla que tiene en la sien, ¿la ves? Cuando le palpita así es que…

—¡Silencio!

Rincewind, inseguro, extendió un brazo y señaló la puerta.

El silencio era absoluto.

Ay, dioses, pensó. ¿Qué viene ahora?

En la oscuridad del fondo de su mente, el Hechizo se removió, intranquilo.

Rincewind trató de sintonizarse o algo así con la mente de la cerradura. Si pudiera sembrar la discordia entre sus átomos para que se separaran…

Nada sucedió.

Tragó saliva con un esfuerzo y concentró su atención en la madera. Era vieja, estaba casi fosilizada y probablemente no ardería ni aunque la empaparan en aceite y la metieran en un horno. Aun así lo intentó, explicando a las ancianas moléculas que debían dar saltitos para entrar en calor…

En el silencio tenso de su propia mente, clavó los ojos en el Hechizo, que parecía muy avergonzado.

Se detuvo a considerar el aire que rodeaba la puerta, meditando cuál sería la mejor forma de retorcerlo para que adoptara formas extrañas y la puerta existiera en una dimensión completamente diferente.

La puerta siguió allí, desafiantemente sólida.

Sudoroso, mientras su mente comenzaba la interminable caminata hacia la pizarra ante toda la clase sonriente, volvió a concentrarse desesperadamente en la cerradura. Debe de estar hecha de trocitos metálicos, no muy pesados…

Por la mirilla le llegó un ligerísimo sonido. Era el sonido de los magos al relajarse y menear las cabezas.

—Ya decía yo… —susurro uno.

Se oyó un leve chirrido y un clic.

El rostro de Rincewind era una máscara. El sudor le goteaba por la barbilla.

Sonó otro clic y luego el ruido de unos ejes desganados. Trymon había aceitado la cerradura, si, pero el óxido y el polvo centenario habían absorbido la grasa, y los magos sólo pueden hacer palanca con la mente, a menos que dispongan de otros utensilios.

En aquel momento, Rincewind intentaba con todas sus fuerzas que el cerebro no se le saliera por las orejas.

La cerradura crujió. Los pernos metálicos crujieron en sus agujeros antes de rendirse.

Las bisagras cedieron. Las palancas se movieron. Hubo un largo crujido que hizo caer de rodillas a Rincewind.

La puerta se abrió con un gemido de dolor. Los magos salieron cautelosamente.

Dosflores y Bethan ayudaron a Rincewind a ponerse en pie. Este tenía el rostro gris, y las piernas le temblaban.

—No está mal —comentó uno de los magos—. Quizá un poco lento.

—¡Eso no importa! —gritó Jiglad Wert—. Vosotros tres, ¿visteis a alguien cuando bajabais?

—No —respondió Dosflores.

—Alguien ha robado el Octavo.

Rincewind consiguió levantar la cabeza y enfocar la vista.

—¿Quién?

—Trymon…

Rincewind tragó saliva.

—¿Un tipo alto? —preguntó—. ¿Uno que tiene el pelo rubio y cara de hurón?

—Pues ahora que lo dices…

—Estaba en mi clase —explicó—. Todo el mundo decía que llegaría lejos.

—Pues llegará aún más lejos de lo que cree si abre el libro —intervino uno de los magos, que liaba rápidamente un cigarrillo con dedos temblorosos.

—¿Por qué? —quiso saber Dosflores—. ¿Qué pasará?

Los magos intercambiaron miradas.

—Es un antiguo secreto que ha sido transmitido de mago a mago. No podemos comunicarlo a civiles —dijo Wert.

—Ah, decid, decid.

—Oh, bueno, probablemente ya no importa. Una sola mente no puede albergar todos los hechizos. Se romperá, dejando sólo un agujero.

—¿Un agujero? ¿En la cabeza?

—Mmm… no. En el tejido del universo —explicó Wert—. Quizá cree que lo puede controlar solo, pero…

Sintieron el sonido antes de oírlo. Comenzó en las piedras en forma de una tenue vibración, para luego ascender repentinamente hasta convertirse en un chirrido agudo como una aguja que atormentaba el cerebro sin pasar por los tímpanos. Parecía una voz humana cantando, entonando o gritando, pero había notas más profundas y horribles.

Los magos palidecieron. Después, como un solo hombre, dieron media vuelta y echaron a correr escaleras arriba.

Fuera del edificio había auténticas multitudes. Algunos llevaban antorchas, otros se interrumpieron mientras amontonaban leña junto a las paredes. Pero todos sin excepción miraban hacia arriba, en dirección a la Torre del Arte. Los magos se abrieron paso entre los cuerpos y también alzaron la vista.

El cielo estaba lleno de lunas. Cada una de ellas era tres veces más grande que la luna habitual del Disco, y cada una de ellas estaba envuelta en sombras a excepción de un destello rosado allí donde las alcanzaba la luz de la estrella.

Pero, sobre todo, la cima de la Torre del Arte estaba envuelta en una furia incandescente. Dentro de ella se podían atisbar formas que no tenían nada de tranquilizador. El sonido se había convertido ahora en un zumbido de avispero amplificado un millón de veces.

Algunos magos cayeron de rodillas.

—Lo ha hecho —dijo Wert meneando la cabeza—. Ha abierto un camino.

—¿Esas cosas son demonios? —se interesó Dosflores.

—¿Demonios? ¡Ja! —replicó Wert—. Los demonios serían una fiesta comparados con lo que intenta entrar por ahí.

—Son peores que cualquier cosa que puedas imaginar —dijo Panter.

—Yo puedo imaginar cosas realmente malas —señaló Rincewind.

—Éstas son peores.

—Oh.

—¿Y qué pensáis hacer al respecto? —interrogó una voz clara.

Se volvieron. Bethan les miraba con los brazos cruzados.

—¿Cómo dices? —preguntó Wert.

—Sois magos, ¿no? Pues venga, manos a la obra.

—¿Quieres que nos metamos con eso? —se asombró Rincewind.

—¿Quién si no?

Wert se abrió camino hasta ellos.

—Jovencita, no creo que comprendas…

—Las Dimensiones Mazmorra invadirán nuestro universo, ¿no?

—Bueno, sí…

—Todos seremos devorados por cosas que tienen tentáculos en vez de caras, ¿verdad?

—No son tan bonitos, pero…

—¿Y vais a permitirlo?

—Escucha —intentó Rincewind—, todo ha terminado, ¿no lo entiendes? No se pueden devolver los hechizos al libro, no se puede desdecir lo que ya se ha dicho, no se puede…

—¡Se puede intentar!

Rincewind suspiró y se volvió hacia Dosflores. No estaba allí. Los ojos de Rincewind se dirigieron inevitablemente hacia la base de la Torre del Arte, y llegaron justo a tiempo para ver cómo la rolliza figura del turista, esgrimiendo la espada con mano inexperta, desaparecía por una puerta.

Los pies de Rincewind tomaron una decisión por su cuenta y riesgo. Una decisión que, desde el punto de vista de su cabeza, era completamente errónea.

El resto de los magos le vieron salir corriendo.

—¿Y bien? —insistió Bethan—. Él sí va.

Los magos hicieron todo lo posible por no mirarse entre ellos.

—Podríamos intentar algo —dijo Wert al final—. Parece que la cosa no ha ido aún demasiado lejos.

—¡Pero si apenas nos queda magia! —le recordó otro de los magos.

—¿Se te ocurre algo mejor?

Uno por uno, con sus túnicas ceremoniales deslumbrantes bajo la extraña luz, los magos arrastraron los pies hacia la torre.

La torre era hueca por dentro, los peldaños de piedra estaban tallados en espiral por las paredes. Dosflores ya había subido varios tramos antes de que Rincewind le alcanzara.

—Alto ahí —dijo en el tono de voz más animado que pudo mostrar—. Este tipo de cosas son para gente como Cohen, no para ti. Sin ánimo de ofender.

—¿Él podría hacer algo?

Rincewind alzó la vista hacia la luz actínica que relampagueaba desde el agujero lejano que era la cima de la torre.

—No —admitió.

—Entonces, lo haré tan bien como él, ¿verdad? —dijo Dosflores blandiendo torpemente la espada robada quién sabe dónde.

Rincewind saltó tras él, manteniéndose tan cerca del muro como le fue posible.

—¡No lo entiendes! —aulló—. ¡Ahí arriba hay horrores inimaginables!

—Siempre has dicho que no tengo imaginación.

—Algo de cierto hay en eso, sí —concedió Rincewind—, pero…

Dosflores se sentó.

—Mira —dijo—, desde que llegué he estado esperando algo como esto. Quiero decir; es una auténtica aventura, ¿verdad? Solo contra los dioses, o algo por el estilo.

Rincewind dedicó algunos segundos a abrir y cerrar la boca antes de encontrarse en condiciones de pronunciar las palabras adecuadas.

—¿Qué tal se te da manejar la espada? —preguntó débilmente.

—No lo sé, nunca he probado.

—¡Estás loco!

Dosflores le miró de soslayo.

—Mira quién fue a hablar —dijo—. Yo estoy aquí porque no se me ocurre nada mejor; pero… ¿y tú? —Señaló hacia abajo, en dirección a los magos que subían trabajosamente por la escalera—. ¿Y ellos?

Una luz azul se extendió por la torre. Resonó un trueno.

Los magos llegaron junto a ellos tosiendo como locos y luchando por recuperar el aliento.

—¿Qué plan tenéis? —preguntó Rincewind.

—Improvisar —respondió Wert.

—Bien. Bueno. Entonces, no os entretengo más.

—Tú vienes con nosotros —le informó Panter.

—¡Pero si no soy un mago de verdad! ¿No recordáis que me expulsasteis?

—No ha habido estudiante más inútil —asintió el viejo mago—, pero estás aquí, y ahora mismo no hacen falta más cualificaciones. Vamos.

La luz brilló un momento antes de desaparecer. Los horribles ruidos murieron como estrangulados.

El silencio llenó la torre. Era uno de esos silencios pesados, opresivos.

—Ha cesado —dijo Dosflores.

Algo se movió arriba, perfilándose contra el círculo rojizo del cielo. Cayó lentamente, dando vueltas, bandeándose. Chocó contra la escalera un tramo más arriba de donde se encontraban.

Rincewind fue el primero en llegar.

Era el Octavo. Pero yacía sobre las piedras tan inerte y sin vida como cualquier otro libro, con sus páginas agitadas por la brisa que soplaba en la torre.

Dosflores llegó jadeando tras Rincewind y bajó la vista.

—Están en blanco —susurró—. Todas las páginas están en blanco.

—Entonces, lo hizo —suspiró Wert—. Leyó los hechizos. Y con éxito. No habría apostado por ello.

—Ha habido un montón de ruido —dijo Rincewind, titubeante—. Y luz. Y esas formas. No me parece que haya sido un éxito.

—Oh, siempre que se hace magia a gran escala hay interferencias extradimensionales —explicó Panter—. Sólo sirven para impresionar a la gente.

—Pues a mí me pareció que había monstruos —intervino Dosflores acercándose a Rincewind.

—¿Monstruos? ¿Qué monstruos? —le interrogó Wert.

Todos miraron hacia arriba instintivamente. No se oía nada. Nada se movía en el círculo de luz.

—Bueno, creo que deberíamos subir a… eh… felicitarle —suspiró Wert.

—¿Felicitarle? —estalló Rincewind—. ¡Robó el Octavo! ¡Os encerró!

Los magos intercambiaron miradas de entendimiento.

—Sí, bueno —dijo uno de ellos—. Cuando hayas ascendido en el escalafón, chico, descubrirás que a veces lo que importa es tener éxito.

—Lo que vale es llegar; no cómo has hecho el viaje —explicó llanamente Wert.

Siguieron subiendo por la espiral.

Rincewind se sentó y entrecerró los ojos para escudriñar en la oscuridad.

Alguien le puso una mano en el hombro. Era Dosflores, que sostenía el Octavo.

—Ésta no es manera de cuidar un libro —dijo—. Mira, lo ha doblado por el lomo. Hay mucha gente que lo hace, no saben cuidar los libros.

—Sí —replicó vagamente Rincewind.

—No te preocupes.

—No estoy preocupado, sólo furioso —le espetó—. ¡Dame ese maldito trasto!

Le arrebató el libro y lo abrió sin miramientos.

Indagó por el fondo de su mente, donde habitaba el Hechizo.

—Muy bien —ladró—. Ya te has divertido bastante, ya has destrozado mi vida, ¡ahora, vuelve a tu lugar!

—¡Pero si yo…! —protestó Dosflores.

—¡El Hechizo, hablo con el Hechizo! —gritó Rincewind—. ¡Venga, vuelve a tu página!

Miró fijamente el viejo pergamino hasta que los ojos le bizquearon.

—¡Entonces, te pronunciaré! —chilló. Su voz resonó en la torre—. ¡Te reunirás con el resto de tus amigos, y que os vaya bien!

Volvió a lanzar el libro a los brazos de Dosflores y echó a correr escaleras arriba.

Los magos ya habían llegado a la cima y no estaban a la vista. Rincewind trepó tras ellos.

Conque «chico», ¿eh? —murmuró—. Cuando haya ascendido en el escalafón, ¿eh? Pues resulta que he conseguido ir por ahí durante años con uno de los Grandes Hechizos en la cabeza sin volverme loco, ¿no es cierto? —Consideró esta última pregunta desde todos los ángulos—. Sí, lo he conseguido —se aseguró a sí mismo—. No he hablado con los árboles, ni siquiera cuando los árboles me hablaban.

Asomó la cabeza al aire opresivo en la cima de la torre.

Había esperado ver piedras ennegrecidas por el fuego y llenas de marcas de garras, o quizá algo peor.

En vez de eso, lo que vio fue a los siete magos mayores de pie junto a Trymon, que parecía completamente ileso. Se volvió y dirigió una amable sonrisa a Rincewind.

—Ah, Rincewind. Ven a reunirte con nosotros, ¿quieres?

Así que eso es todo, pensó. Tanto teatro para nada. Quizá no estoy hecho para ser mago. Quizá…

Clavó los ojos en los de Trymon.

Es posible que el Hechizo, tras años de vivir en la cabeza de Rincewind, hubiera acabado por afectarle la visión. Es posible que el tiempo pasado con Dosflores, quien sólo veía las cosas tal como deberían ser; le hubiera enseñado a ver las cosas tal como eran.

Pero, sin lugar a dudas, Rincewind no había hecho en toda su vida nada tan difícil como mirar a Trymon sin huir aterrorizado o desmayarse.

En cambio los otros no parecían haber advertido nada.

También parecían estar demasiado quietos.

Trymon había intentando asimilar los siete Hechizos en su mente, y se le había roto. Las Dimensiones Mazmorra encontraron por fin el agujero que buscaban. Era una tontería haber imaginado que las Cosas saldrían desfilando por el cielo, agitando tentáculos y mandíbulas. Eso estaba pasado de moda y era muy arriesgado. Hasta los horrores innombrables aprenden con el tiempo. Para entrar sólo necesitaban una cabeza.

Los ojos de Trymon eran agujeros vacíos.

La idea atravesó la mente de Rincewind como un cuchillo de hielo. Las Dimensiones Mazmorra serían un patio de colegio comparadas con lo que las Cosas podían hacer en un universo de orden. La gente pedía orden a gritos, y orden iban a obtener…, el orden de cada tornillo en su tuerca, la ley inmutable de líneas rectas y números. Acabarían por suplicar cualquier perturbación…

Trymon le estaba mirando. Algo le estaba mirando. Y aun así, los demás seguían sin darse cuenta. ¿Podría explicárselo siquiera? Trymon tenía el mismo aspecto de siempre a excepción de sus ojos y un ligero resplandor en la piel.

Al mirarle, Rincewind comprendió que había cosas mucho peores que el Mal. Los demonios del Infierno te atormentarían el alma, pero era precisamente porque valoraban mucho las almas. El mal siempre intentaría robar el universo, pero al menos consideraba el universo digno de ser robado. En cambio, el mundo gris que había tras aquellos ojos vacíos mataría y destruiría sin siquiera conceder a sus víctimas el honor del odio. No advertiría ni su presencia.

Trymon le tendió la mano.

—El octavo Hechizo —dijo—. Dámelo.

Rincewind retrocedió.

—Eso es desobediencia, Rincewind. Después de todo, soy tu superior. De hecho, me han votado como jefe supremo de todas las Órdenes.

—¿De verdad? —preguntó Rincewind con voz ronca.

Miró a los otros magos. Seguían inmóviles como estatuas.

—Oh, sí —asintió Trymon con voz amable—. Y casi sin obligarles. Todo muy democrático.

—A mí me gustaba más el método tradicional —dijo Rincewind—. Así, hasta los muertos votan.

—Me entregarás el Hechizo voluntariamente —indicó Trymon—. ¿He de mostrarte lo que te haré si no? Y al final, acabarás entregándomelo. Suplicarás a gritos que te permita entregármelo.

Si esto va a acabar; que sea ahora, pensó Rincewind.

—Tendrás que arrebatármelo —dijo—. No te lo daré.

—Me acuerdo de ti. Como estudiante, eras más bien inútil. Nunca confiaste en la magia, decías que debía de haber una manera mejor de gobernar un universo. Pues verás, tengo planes. Nosotros podemos…

—Nada de nosotros —replicó Rincewind con firmeza.

—¡Dame el Hechizo!

—Intenta quitármelo. —Rincewind retrocedió un paso—. Me parece que no podrás.

—Ah, ¿no?

Rincewind saltó a un lado cuando el fuego octarino brotó de los dedos de Trymon y dejó un charquito de roca burbujeante sobre las piedras.

Sentía al Hechizo removiéndose en el fondo de su mente. Sentía su miedo.

Lo buscó en las silenciosas cavernas de su cabeza. El Hechizo retrocedió atónito, como un perro enfrentado con una oveja enloquecida. Rincewind lo persiguió, revisando furioso los aparcamientos en desuso y las zonas catastróficas de su subconsciente, hasta que lo encontró, temblando escondido bajo un montón de recuerdos desagradables. El Hechizo le lanzó un silencioso rugido de desafío, pero Rincewind no estaba para tonterías.

«¿Te parece bonito? —le gritó—. Cuando llega la hora de la verdad, ¿vas y te escondes? ¿Tienes miedo?».

El Hechizo le respondió: «Tonterías, ni tú te lo crees, soy uno de los Ocho Hechizos». Pero Rincewind se dirigió hacia él gritando: «Es posible, pero lo cierto es que lo creo, y te conviene recordar a quién pertenece esta cabeza, ¿de acuerdo? ¡Aquí puedo creer lo que me dé la gana!».

Saltó a un lado cuando otro rayo de fuego perforó la noche abrasadora. Trymon sonrió e hizo otro complicado movimiento con las manos.

La presión se aferró a Rincewind. Cada centímetro de su piel se sintió como si lo estuvieran usando de yunque. Cayó de rodillas.

—Hay cosas mucho peores —dijo Trymon amablemente—. Puedo hacer que la carne te arda hasta el hueso, o llenarte el cuerpo de hormigas. Tengo poder para…

—Yo tengo una espada, ¿sabes?

La voz chillona estaba llena de desafío.

Rincewind levantó la cabeza. A través de la neblina púrpura del dolor, vio a Dosflores de pie detrás de Trymon, sosteniendo la espada con absoluta falta de habilidad.

Trymon se echó a reír y flexionó los dedos. Por un momento, se distrajo.

Rincewind estaba furioso. Estaba furioso con el Hechizo, con el mundo, con la injusticia de la vida, con el hecho de no haber dormido mucho últimamente y con el hecho de no estar pensando con demasiada claridad. Pero, sobre todo, estaba furioso con Trymon, que rebosaba de la magia que Rincewind siempre había deseado y jamás pudo conseguir. Y no hacía nada que valiera la pena con ella.

Se puso en pie de un salto y golpeó a Trymon en el estómago con la cabeza antes de aferrarse a él desesperadamente. Cayeron sobre las losas, derribando a Dosflores.

Trymon gruñó y consiguió pronunciar la primera sílaba de un hechizo antes de que el codo de Rincewind, proyectado al azar, le acertara en el cuello. Una ráfaga de magia incontrolada chamuscó el pelo de Rincewind.

Éste peleó como siempre había peleado, sin técnica ni limpieza, pero con mucha energía. Su estrategia consistía en impedir que su contrincante tuviera tiempo de darse cuenta de que no se enfrentaba con un luchador de verdad, y a veces le funcionaba.

Ahora le estaba funcionando, porque Trymon había pasado demasiado tiempo leyendo manuscritos antiguos, sin hacer ejercicio ni tomar vitaminas. Aun así, consiguió asestar varios golpes, pero Rincewind estaba demasiado furioso como para apercibirse. Y sólo pegaba con las manos, mientras que su adversario usaba también las rodillas, los pies y los dientes.

De hecho, iba ganando.

Aquello le sorprendió.

Se sorprendió mucho más cuando, al arrodillarse sobre el pecho de Trymon para golpearle repetidamente en la cabeza, el rostro de éste cambió. La piel reptó y onduló como algo visto a través de la neblina del calor, y fue Trymon quien habló.

—¡Ayúdame!

Por un momento, los ojos que miraban a Rincewind estuvieron llenos de dolor, miedo y súplica. Luego ya no fueron ojos, sino cosas multifacetadas situadas en una cabeza que sólo se podía denominar cabeza si entendemos el término en un sentido muy amplio. Tentáculos y garras afiladas se desplegaron para arrancar las más bien escasas carnes de Rincewind.

Dosflores, la torre y el cielo rojo habían desaparecido. El tiempo aminoró su marcha y se detuvo.

Rincewind mordió con todas sus fuerzas un tentáculo que intentaba arrancarle la cara. Cuando éste se desenroscó dolorido, proyectó la mano y sintió cómo algo cálido y gelatinoso se rompía.

Le estaban mirando. Volvió la cabeza para descubrir que ahora luchaba en el centro de un enorme anfiteatro. A ambos lados, hilera tras hilera de criaturas le observaban desde arriba, criaturas con cuerpos y rostros que parecían hechos de cruces entre pesadillas. Por el rabillo del ojo divisó cosas aún peores tras él, formas inmensas que se extendían hasta oscurecer el cielo…, justo antes de que el monstruo Trymon se lanzara contra él con un aguijón del tamaño de una lanza.

Rincewind esquivó como pudo y luego se precipitó hacia adelante cerrando ambas manos para formar un puño, que alcanzó a la cosa en el estómago, o posiblemente en el tórax, con un golpe que terminó con un satisfactorio crujido de quitina.

Siguió peleando, muerto de miedo con sólo pensar en lo que sucedería si se detenía. El fantasmal circo retumbaba con los chirridos de las criaturas de las Mazmorras, un muro de sonido que le resonaba en los oídos. Imaginó ese sonido llenando todo el Disco y lanzó golpe tras golpe para salvar el mundo de los hombres, para preservar el pequeño círculo de luz en la noche oscura del caos, para cerrar la brecha por la que avanzaba la pesadilla, pero sobre todo para impedir que le devolviera los golpes.

Unas garras o zarpas le dibujaron líneas al rojo blanco en la espalda, algo le mordió el hombro, pero descubrió un nido de tubos blandos bajo la maraña de pelo y escamas, y apretó con todas sus fuerzas.

Un brazo lleno de púas le derribó en el polvo negruzco.

Instintivamente, Rincewind se hizo una bola, pero nada sucedió. En vez del furioso ataque que esperaba, cuando abrió los ojos vio a la criatura que se alejaba de él cojeando, derramando líquidos por varias aberturas.

Era la primera vez que algo huía de Rincewind.

Se lanzó a por el monstruo, atrapó una pierna escamosa y la retorció. La criatura aulló y sacudió desesperadamente todos los apéndices que aún le funcionaban, pero Rincewind la tenía bien cogida. Consiguió levantarse y lanzó un último y satisfactorio golpe contra el ojo que le quedaba a la Cosa. Ésta gritó y huyó.

Sólo había un lugar hacia el que huir.

La torre y el cielo rojo regresaron cuando se restauró el espacio-tiempo.

En cuanto sintió la presión de las losas bajo sus pies, Rincewind se lanzó hacia un lado y rodó sobre la espalda, manteniendo a la frenética criatura a la distancia de sus brazos.

—¡Ahora! —gritó.

—¿Ahora qué? —preguntó Dosflores—. Ah, sí. Voy.

Blandió la espada inexpertamente pero con cierta fuerza. No mató a Rincewind por cuestión de milímetros, sino que la enterró profundamente en la Cosa. Se oyó un zumbido agudo, como si hubiera destrozado un avispero, y el caos de brazos, piernas y tentáculos se retorció de dolor. Rodó hacia un lado gritando y golpeando las losas, y luego ya no golpeó nada, porque había rodado más allá del borde de la escalera, arrastrando a Rincewind.

Sus botes sobre las piedras estuvieron marcados por un ruido gelatinoso y, al final, por un aullido que fue menguando a medida que desaparecía hacia las profundidades de la torre.

Por último, se oyó una explosión sorda y hubo un relámpago de luz octarina.

Dosflores se encontró solo en la cima de la torre, solo, claro está, a excepción de los magos, que seguían clavados en su sitio.

Se sentó, asombrado, mientras siete bolas de fuego surgían de la oscuridad y se lanzaban contra el olvidado Octavo, que de pronto volvía a parecer él mismo, mucho más interesante.

—Oh, cielos —dijo el turista—. Deben de ser los Hechizos.

—Dosflores.

La voz era hueca, resonante, sólo ligeramente parecida a la de Rincewind.

Dosflores se detuvo con la mano ya al lado del libro.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Eres tú, Rincewind?

—Sí —respondió la voz, resonante con los ecos de la tumba—. Quiero que hagas algo muy importante por mí, Dosflores.

El turista miró a su alrededor. Recuperó la compostura. Así que, al final, el destino del Disco dependería de él.

—Estoy preparado —dijo con la voz vibrante de orgullo—. ¿Qué quieres que haga?

—Lo primero de todo, escucharme con mucha atención —respondió con paciencia la voz incorpórea.

—Te escucho.

—Es muy importante que, cuando te lo explique, no preguntes «¿Qué quieres decir?», ni discutas, ni nada por el estilo.

Dosflores prestó atención. Al menos su cerebro prestó atención, su cuerpo no podía. Se tiró de sus diversas papadas.

—Estoy dispuesto —dijo.

—Bien. Lo que quiero que hagas es…

—¿Sí?

La voz de Rincewind surgió desde las profundidades de la escalera.

—Quiero que vengas y me ayudes a subir antes de que pierda el asidero en esta piedra.

Dosflores abrió la boca, pero la cerró rápidamente. Corrió hasta el hueco de la escalera y miró hacia abajo. A la luz rojiza de la estrella, distinguió los ojos de Rincewind, que le observaban desde las profundidades.

Dosflores se tumbó sobre el estómago y extendió los brazos. La mano de Rincewind se asió a su muñeca con una presa que informó a Dosflores de que, si no conseguía sacar al mago, tampoco iba a librarse de aquella garra.

—Me alegro de que estés vivo —dijo.

—Yo también —replicó Rincewind.

Quedó suspendido en la oscuridad un momento. Tras los últimos minutos, aquello era casi agradable, pero sólo casi.

—Entonces, ayúdame a subir —sugirió.

—Creo que va a ser un poco difícil —gruñó Dosflores—. De hecho, me parece que no podré hacerlo.

—¿A qué demonios estás agarrado?

—A ti.

—Además de a mí.

—¿Cómo que además de a ti?

Rincewind dijo una palabra breve.

—Bueno, mira —dijo Dosflores—. La escalera va en espiral, ¿no? Si te balanceo y luego te suelto…

—Si vas a sugerir que me deje caer seis metros en la oscuridad más absoluta con la esperanza de chocar contra un par de peldaños resbaladizos que a lo mejor ni siquiera están ahí, ya puedes olvidarlo —replicó Rincewind con brusquedad.

—Hay otra posibilidad.

—Escupe.

—Puedes dejarte caer ciento cincuenta metros en la oscuridad más absoluta y chocar contra un suelo que seguro que está ahí —dijo Dosflores.

Un silencio de muerte le llegó desde abajo.

—Eso ha sido sarcasmo —le acusó luego Rincewind.

—Me limitaba a señalar lo obvio.

El mago gruñó.

—Supongo que no podrás hacer algo de magia… —empezó Dosflores.

—No.

—Sólo era una idea.

Abajo se divisó un relámpago de luz, les llegó un griterío confuso, luego más luces, más gritos, y una hilera de antorchas empezó a ascender por la larga espiral.

—Por la escalera sube gente —dijo Dosflores, siempre ansioso de informar.

—Espero que corran mucho —respondió Rincewind—. Ya no siento el brazo.

—Tienes suerte, yo sí siento el mío.

La antorcha que iba en cabeza se detuvo en su ascenso y una voz resonó, llenando el vacío de la torre con ecos indescifrables.

—Creo —dijo Dosflores, consciente de que cada vez se deslizaba más hacia el agujero— que era alguien diciéndonos que aguantáramos.

Rincewind dijo otra palabra breve.

Luego añadió, en tono más bajo y apremiante:

—La verdad es que no puedo aguantar más.

—Inténtalo.

—¡Es inútil, la mano se me resbala!

Dosflores suspiró. Era hora de tomar medidas severas.

—Muy bien —dijo—, déjate caer. ¿A mí qué me importa?

—¿Qué? —respondió Rincewind, tan atónito que se le olvidó resbalarse.

—Venga, mátate. Coge el camino fácil.

—¿Fácil?

—Todo lo que tienes que hacer es dejarte caer gritando y romperte todos los huesos del cuerpo —dijo Dosflores—. Eso lo puede hacer cualquiera. Adelante. No quiero decirte que a lo mejor debes seguir vivo porque te necesitamos, porque debes pronunciar los Hechizos y salvar al Disco. Oh, no, ¿qué más da si todos nos quemamos? Venga, piensa sólo en ti mismo. Déjate caer.

Se hizo un silencio largo, embarazoso.

—No sé por qué será —dijo Rincewind al final, con una voz mucho más alta de lo necesario—, pero desde que te conozco me he pasado un montón de tiempo colgando de las puntas de los dedos a punto de caer hacia una suerte segura, ¿lo habías notado?

—Muerte —le corrigió Dosflores.

—¿Qué muerte?

—Muerte segura —le informó Dosflores, tratando de hacer caso omiso del lento pero inexorable deslizamiento de su cuerpo sobre las losas—. A punto de caer hacia una muerte segura. No te gustan las alturas.

—Las alturas no me importan —le replicó la voz de Rincewind desde la oscuridad—. Puedo soportar las alturas. En este momento, lo que me preocupa son las profundidades. ¿Sabes lo que pienso hacer cuando salga de ésta?

—No —respondió Dosflores, anclándose con los dedos de los pies en la ranura entre dos baldosas, tratando de aferrarse a fuerza de pura voluntad.

—Me construiré una casita en el terreno más llano que encuentre. Sólo tendrá un piso; y ni siquiera llevaré sandalias con suelas gruesas.

La antorcha que iba en cabeza llegó al último tramo de la escalera, y Dosflores se encontró mirando el rostro sonriente de Cohen. Tras él, subiendo torpemente los peldaños, vislumbró la mole tranquilizadora del Equipaje.

—¿Va todo bien? —preguntó Cohen—. ¿Puedo hacer algo?

Rincewind respiró hondo.

Dosflores reconoció los síntomas. Rincewind estaba a punto de decir algo como «Oye, me pica un poco la espalda, ¿te importaría rascarme cuando pase por ahí al caer?» o «No, si me encanta estar suspendido sobre precipicios sin fondo», y decidió que no podría soportarlo. Habló rápidamente:

—¡Coge a Rincewind para que llegue a la escalera! —gritó.

Rincewind se le resbaló a media frase.

Cohen lo atrapó por la cintura y lo lanzó sin ceremonias contra los peldaños.

—Menudo charco hay ahí abajo —dijo en tono coloquial—. ¿Quién era?

—¿Tenía…? —Rincewind tragó saliva—. ¿Tenía…, ya sabes… tentáculos y cosas así?

—No —respondió Cohen—. Sólo había los trozos acostumbrados. Un poco dispersos, claro.

—Miró interrogativo a Dosflores.

—Nadie —le aclaró éste—, un mago al que se le había subido a la cabeza.

Con paso tembloroso y los brazos protestándole, Rincewind se dejó llevar de nuevo hacia la cima de la torre.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó.

Cohen señaló al Equipaje, que había trotado hasta Dosflores y abría la tapa como un perro que sabe que ha sido malo y espera que un rápido despliegue de afecto le salve de la autoridad del periódico enrollado.

—Un poco agitado, pero seguro —se admiró—. No creo que nadie se meta contigo.

Rincewind alzó la vista hacia el cielo. Estaba lleno de lunas, discos que ahora eran diez veces más grandes que el pequeño satélite acostumbrado. Las observó sin mucho interés. Se sintió estirado más allá del punto de ruptura, frágil como una banda elástica vieja.

Advirtió que Dosflores trataba de preparar su caja de imágenes.

Cohen miraba a los siete magos superiores.

—Qué lugar más raro para poner estatuas —dijo—. Aquí nadie las ve. Si no te importa que te lo diga, la verdad, no parecen muy buenas.

Rincewind dio unos pasos tambaleantes y tocó suavemente a Wert en el pecho. Era de piedra sólida.

Se acabó, pensó. Quiero irme a casa… Alto ahí, ya estoy en casa. Más o menos. Así que lo que quiero es dormir; quizá mañana se haya arreglado todo.

Clavó la vista en el Octavo, que estaba rodeado de chispitas octarinas. Oh, sí, pensó.

Lo recogió y pasó las páginas al azar. Estaban cubiertas de escritura apretada, complicada, que cambiaba y adoptaba nuevas formas a medida que la miraba. Parecía indecisa sobre su aspecto: en un momento era ordenada, casi de imprenta. Al siguiente se convertía en una serie de runas angulosas. Luego, en la rizada caligrafía kythiana. Después, en pictogramas antiguos, malévolos, de algún lenguaje olvidado que parecía componerse exclusivamente de reptiles haciéndose cosas dolorosas y complicadas unos a otros…

La última página estaba vacía. Rincewind suspiró y echó un vistazo hacia el cuarto trastero de su mente. El Hechizo le devolvió la mirada.

El mago había soñado con aquel momento, en el que por fin se libraría del Hechizo y tomaría posesión de su mente, por fin podría aprender todos los hechizos menores que hasta entonces no habían querido ni acercarse. Pero había pensado que sería más emocionante.

En vez de eso, agotado y sin humor para discusiones, miró fríamente al Hechizo y blandió un pulgar metafórico por encima del hombro.

«Tú. Fuera».

Por un momento pareció como si el Hechizo fuera a poner objeciones, pero, inteligentemente, se lo pensó mejor.

Sintió un cosquilleo, un relámpago azul detrás de los ojos y un vacío repentino.

Cuando alzó la vista de nuevo, la página estaba cubierta de palabras. Volvían a ser runas. Aquello le alegró, los reptiles no sólo eran indescriptibles, sino también impronunciables, y además le recordaban a cosas que ya le costaría mucho olvidar.

Miró el libro con gesto inexpresivo mientras Dosflores revoloteaba por allí sin que nadie le prestara atención y Cohen intentaba en vano birlar los anillos de los magos petrificados.

Recordó que debía hacer algo, pero… ¿qué?

Abrió el libro por la primera página y empezó a leer; moviendo los labios y dibujando con el dedo el perfil de cada letra. Mientras musitaba las palabras, éstas aparecían sin sonido trazadas en el aire junto a él, en colores brillantes agitados por el viento nocturno.

Pasó la página.

Más gente subía ahora por la escalera…, discípulos de la estrella, ciudadanos, incluso algunos miembros de la guardia personal del patricio. Un par de discípulos de la estrella hicieron un intento desganado de acercarse a Rincewind, que ahora estaba rodeado por un arco iris de letras. Él ni los vio, pero Cohen desenvainó la espada y les miró con tranquilidad, haciendo que se lo pensaran mejor.

El silencio irradió desde la forma encorvada de Rincewind como ondas en un estanque. Se precipitó en catarata, desbordando la torre, y cubrió a la multitud de abajo, fluyó por encima de los muros y recorrió la ciudad para luego ocuparse de las tierras exteriores.

La mole de la estrella pendía silenciosa sobre el Disco. En el cielo, en torno a ella, las nuevas lunas giraban lentas, sin ruido.

Lo único que se oía era el ronco susurro de Rincewind a medida que pasaba las páginas.

—¿No es emocionante? —exclamó Dosflores.

Cohen, que estaba liando un cigarrillo a partir de los restos alquitranados de su predecesor, le miró inexpresivo con el papel a medio camino de los labios.

—¿El qué es emocionante?

—¡Toda esta magia!

—No son más que luces —criticó Cohen—. Ni siquiera se ha sacado palomas de la manga.

—Sí, pero… ¿no percibes el potencial oculto?

Cohen sacó una gran cerilla amarillenta de su bolsa de tabaco, miró un momento a Wert y luego, con deliberación, la encendió en su nariz fosilizada.

—Mira —dijo a Dosflores con tanta amabilidad como le fue posible—, ¿qué esperas que pase? Yo llevo en esto mucho tiempo, he visto todo lo que hay que ver sobre la magia, y te puedo garantizar que si vas por ahí constantemente con la boca abierta, se te va a llenar de moscas. Además, los magos mueren como cualquiera si les clavas una…

Se oyó un chasquido brusco cuando Rincewind cerró el libro.

Lo que sucedió a continuación fue lo siguiente:

Nada.

La gente tardó un poco en darse cuenta. Todos se habían agachado instintivamente, esperando la explosión de luz blanca, la bola de fuego o, en el caso de Cohen, cuyas expectativas eran más bien bajas, unas cuantas palomas blancas y un conejo medio cojo.

Ni siquiera fue tan interesante como nada. A veces las cosas no-suceden de manera impresionante. Pero, en cuestión de no-acontecimientos vulgares, éste no tenía rival.

—¿Ya está? —preguntó Cohen.

De la multitud surgió un murmullo generalizado, y varios discípulos de la estrella observaron furiosos a Rincewind.

El mago miró débilmente a Cohen.

—Supongo que sí.

—Pues no ha pasado nada.

Rincewind clavó la vista en el Octavo.

—Quizá haya sido un efecto muy sutil —dijo, esperanzado—. Después de todo, no sabemos exactamente qué se suponía que debía pasar.

—¡Estábamos seguros! —gritó un discípulo de la estrella—. ¡La magia no funciona! ¡Es una simple ilusión!

Una piedra entró por la cima de la torre y golpeó a Rincewind en el hombro.

—¡Sí! —asintió otro—. ¡A por él!

—¡Tirémosle por la torre!

—¡Eso, a por él y tirémosle por la torre!

La multitud avanzó como una marea. Dosflores levantó las manos.

—Aquí debe de haber un error… —empezó a decir antes de que le derribaran a patadas.

—Oh, rayos —gruñó Cohen dejando caer la colilla y pisoteándola con la sandalia. Desenvainó la espada y miró a su alrededor en busca del Equipaje.

El baúl no se había lanzado en ayuda de Dosflores. Estaba delante de Rincewind, quien apretaba el Octavo contra su pecho como si fuera una bolsa de agua caliente, y parecía frenético.

Un discípulo de la estrella corrió hacia él. El Equipaje alzó la tapa, amenazador.

—Yo sé por qué no ha funcionado —dijo una voz desde el fondo de la multitud.

Era Bethan.

—Ah, ¿sí? —preguntó el ciudadano más cercano—. ¿Y por qué crees que te vamos a escuchar?

Una fracción de segundo más tarde, la espada de Cohen le hacía cosquillas en el cuello.

—Aunque claro —prosiguió el ciudadano—, quizá deberíamos prestar atención a lo que dice esta agradable joven.

Mientras Cohen caminaba lentamente con la espada presta, Bethan dio un paso al frente y señaló el torbellino de formas que eran los hechizos, todavía suspendidos en el aire en torno a Rincewind.

—Éste de aquí no está bien —dijo señalando una mancha color marrón sucio entre las brillantes chispas de colores—. Seguramente has pronunciado mal una palabra. Echemos un vistazo.

Rincewind le tendió el Octavo sin decir nada.

Bethan lo abrió y escudriñó las páginas.

—Qué caligrafía más rara, no deja de cambiar. ¿Qué hace este cocodrilo con el pulpo?

Rincewind miró por encima de su hombro y, sin pensarlo, se lo explicó. Bethan guardó silencio.

—Oh —dijo al final—. No sabía que los cocodrilos podían hacer esas cosas.

—No es más que antigua escritura en imágenes —señaló apresuradamente Rincewind—. Si esperas un momento, cambiará. Los hechizos pueden escribirse en todos los idiomas conocidos.

—¿Recuerdas lo que dijiste cuando apareció el color equivocado?

El mago recorrió la página con el dedo.

—Creo que fue esto. Donde el lagarto de dos cabezas está haciendo… lo que esté haciendo.

Dosflores echó un vistazo por encima del otro hombro de Bethan. El Hechizo adoptó otra forma.

—Ni siquiera puedo pronunciarlo —se quejó la chica—. Garabato, garabato, punto, guión.

—Son runas nevadas de cupumuguk —explicó Rincewind—. Creo que se pronuncia «zph».

—Pero no funcionó. ¿Qué tal «sph»?

Todos miraron la palabra. Permaneció testarudamente errónea.

—¿Y «sff»?

—Quizá sea «tsf» —titubeó Rincewind.

El color se volvió de un marrón aún más sucio.

—¿Probamos «zsff»? —sugirió Dosflores.

—No seas idiota —replicó el mago—, las runas nevadas no…

Bethan le pegó un codazo en el estómago y señaló.

La forma marrón en el aire era ahora de un rojo brillante.

El libro tembló en sus manos. Rincewind la agarró por la cintura, cogió a Dosflores por el cuello de la camisa y dio un salto hacia atrás.

El Octavo escapó de las manos de Bethan y cayó hacia el suelo. Y no llegó a él.

El aire que rodeaba al Octavo brilló. El libro se alzó lentamente, sacudiendo las páginas como si fueran alas.

Se oyó un ruido vibrante, reverberante, y pareció explotar en una complicada flor de luz silenciosa, que pronto desapareció.

Pero algo sucedía mucho más arriba, en el cielo…

Abajo, en las profundidades geológicas del enorme cerebro de Gran A’Tuin, nuevos pensamientos recorrieron las conexiones neuronales, grandes como autopistas. Para la tortuga estelar; era imposible cambiar de expresión… pero, de alguna manera indefinible, su rostro escamoso perforado por miles de meteoritos pareció expectante.

Miraba fijamente las ocho esferas que orbitaban en torno a la estrella, en las playas mismas del espacio.

Las esferas se estaban abriendo.

Grandes trozos de roca se desprendieron y comenzaron la larga caída en espiral hacia la estrella. El cielo se llenó de fragmentos deslumbrantes.

De entre los restos de un cascarón hueco, una pequeña tortuga estelar salió hacia la luz roja. Apenas era más grande que un asteroide, su concha todavía tenía el brillo de la yema.

Allí dentro también había cuatro elefantes del mundo. Y sobre sus lomos tenían un mundodisco, todavía pequeño, cubierto de humo y de volcanes.

Gran A’Tuin esperó hasta que los ocho bebés tortuga hubieron salido de sus cascarones y empezaron a deambular por el espacio con cara de asombro. Luego, cautelosamente, como para no pisar nada, la vieja tortuga se dio la vuelta y, con considerable alivio, nadó hacia las profundidades agradablemente frescas del espacio.

Las jóvenes tortugas la siguieron, orbitando en torno a su caparazón.

Dosflores contempló embelesado el espectáculo del cielo. Probablemente lo estaba viendo mejor que nadie en el Disco.

En aquel momento se le ocurrió una idea terrible.

—¿Dónde está la caja de imágenes? —preguntó con ansiedad.

—¿Qué? —respondió Rincewind con los ojos clavados en el firmamento.

—¡La caja de imágenes! —repitió Dosflores—. ¡Tengo que tomar una de esto!

—¿No te basta con recordarlo? —sugirió Bethan sin mirarle.

—¿Y si se me olvida?

—A mi no se me olvidará jamás —replicó la chica—. Nunca había visto nada tan hermoso.

—Mucho mejor que las palomas y los conejos —asintió Cohen—. Te felicito, Rincewind. ¿Cómo lo has hecho?

—Ni idea.

—La estrella se está haciendo más pequeña —observó Bethan.

Rincewind fue vagamente consciente de la voz de Dosflores discutiendo con el demonio que vivía en la caja y dibujaba las imágenes. Era una disputa de carácter técnico sobre profundidades de campo y si el demonio tenía o no suficiente pintura roja.

En este momento es conveniente señalar que Gran A’Tuin sentía una gran satisfacción, y un sentimiento así en un cerebro del tamaño de varias ciudades grandes tiene que irradiarse de alguna manera. De hecho, la mayoría de los habitantes del Disco se encontraban en un estado de ánimo que generalmente sólo se consigue tras toda una vida dedicada a la meditación o treinta segundos de hierbas ilegales.

Así es el bueno de Dosflores, pensó Rincewind. No es que no aprecie la belleza, sencillamente la aprecia a su manera. O sea, si un poeta ve un narciso, lo observa y escribe un largo poema, pero Dosflores se pondrá a buscar un libro de botánica. Y lo pisará sin querer. Es como dijo Cohen: mira las cosas, pero cuando él las ha mirado no vuelven a ser las mismas. Supongo que eso me incluye a mí.

El sol del Disco salió sobre el horizonte. La estrella era cada vez más pequeña y no representaba una gran competencia. La fidedigna luz del Disco se derramó por el paisaje como un mar de oro.

O, como dirían observadores más atentos, como jarabe dorado.

Éste sería un bonito final teatral, pero la vida no es así, y tenían que suceder otras cosas.

Estaba el asunto del Octavo, por ejemplo.

Cuando la luz del sol rozó el libro, se cerró de golpe y reanudó su caída hacia la torre. Y muchos de los espectadores comprendieron que lo que caía era el objeto mágico más poderoso del Mundodisco.

La sensación de bienestar y hermandad se evaporó junto con el rocío de la mañana. Rincewind y Dosflores recibieron muchos codazos cuando la multitud empezó a moverse, luchando y tratando de subirse unos encima de otros con los brazos estirados.

El Octavo cayó en el centro de la masa aullante. Se oyó un chasquido. Un chasquido decidido, la clase de chasquido que hace una tapa que no tiene intención de abrirse a corto plazo.

Rincewind miró a Dosflores entre algunas piernas.

—¿Sabes lo que creo que sucederá? —preguntó sonriente.

—¿El qué?

—Creo que, cuando abras el Equipaje, sólo encontrarás tu ropa limpia, nada más.

—Oh, cielos.

—El Octavo es muy capaz de cuidarse solo. No podría haber encontrado un lugar mejor.

—Supongo que no. ¿Sabes? A veces tengo la sensación de que el Equipaje sabe muy bien lo que hace.

—Te entiendo.

Se arrastraron como pudieron para salir de la multitud, se levantaron, se sacudieron el polvo y corrieron hacia los escalones. Nadie les prestó atención.

—¿Qué hacen ahora? —dijo Dosflores tratando de ver por encima de las cabezas.

—Creo que intentan abrirlo con una palanca —explicó Rincewind.

Se oyó un chasquido seguido de un grito.

—Creo que el Equipaje disfruta estando rodeado de gente —suspiró Dosflores mientras empezaban a descender cautelosamente.

—Sí, probablemente le vendrá bien salir y conocer a más personas —asintió el mago—. Y lo que a mí me vendrá bien es pedir un par de copas.

—Buena idea. Creo que yo también tomaré un par de copas.

Era casi mediodía cuando Dosflores despertó. No recordaba por qué estaba en un henil, ni por qué llevaba una chaqueta que no le pertenecía, pero despertó con una idea grabada a fuego en la mente.

Decidió que era vitalmente importante contárselo a Rincewind.

Cayó del heno y aterrizó sobre el Equipaje.

—¡Oh, estás aquí! —le reprochó—. Deberías avergonzarte.

El Equipaje parecía asombrado.

—Bueno, quiero peinarme. Ábrete.

Obediente, el Equipaje levantó la tapa. Dosflores buscó entre las bolsas y cajas hasta encontrar un peine y un espejo con los que reparar en parte los estragos de la noche. Luego miró fijamente al baúl.

—Supongo que no me dirás qué has hecho con el Octavo.

El Equipaje puso cara de madera.

—De acuerdo. Vamos.

Dosflores salió a la luz del sol, que en aquel momento brillaba demasiado para su gusto, y vagó sin rumbo por la calle. Todo parecía fresco y nuevo, hasta los olores, pero poca gente se había levantado. La noche anterior había sido larga.

Encontró a Rincewind al pie de la Torre del Arte, supervisando a un equipo de trabajadores que habían colocado una especie de poleas en la cima y estaban bajando a los magos de piedra. Al parecer; su ayudante era un mono, pero Dosflores no estaba de humor para sorprenderse por nada.

—¿Hay manera de devolverlos a la normalidad? —preguntó.

Rincewind miró alrededor.

—¿Qué? Oh, eres tú. No, probablemente no. Además, me temo que el pobre Wert se les ha caído. Ciento cincuenta metros contra un suelo de roca.

—¿Y no puedes hacer nada?

—Un bonito mosaico.

Rincewind se volvió para hacer una seña a los trabajadores.

—Estás muy contento —le dijo Dosflores, no sin cierto tono de reproche—. ¿No te has acostado?

—Es curioso, pero no podía dormir. Salí a tomar el aire y nadie parecía saber qué hacer, así que reuní a la gente —señaló al bibliotecario, que trataba de cogerle la mano—, y empecé a organizar las cosas. Bonito día, ¿verdad? Un aire embriagador.

—Rincewind, he decidido…

—¿Sabes? Quizá vuelva a matricularme —siguió Rincewind alegremente—. Creo que esta vez podré sacarlo adelante. Ahora sí que puedo llegar a un acuerdo con la magia y graduarme con honores. Dicen que si obtienes el summa cum laude, la vida es estupenda…

—Bien, porque…

—Y ahora hay sitio de sobra en la cima, todos los jefazos estarán adornando los pasillos, y…

—Me voy a casa.

—… un tipo avispado que haya visto mundo puede…, ¿qué?

—¿Oook?

—He dicho que me voy a casa —repitió Dosflores, intentando educadamente librarse del bibliotecario, quien trataba de despiojarle.

—¿A qué casa? —preguntó Rincewind, asombrado.

—A casa casa. A mi casa. A donde vivo —explicó Dosflores sin alzar la vista—. Al otro lado del mar. Ya sabes. Al sitio de donde vengo. ¿Quieres dejar de hacer eso?

—Oh.

—¿Oook?

Hubo una pausa. Fue Dosflores quien la rompió.

—Verás, lo pensé anoche. Me dije, bueno, esto de viajar y ver cosas está muy bien, pero lo divertido es haber estado. Ya sabes, pegar las fotos en un álbum y recordar cosas.

—¿Sí?

—¿Oook?

—Sí. Lo importante de tener muchas cosas que recordar es ir a algún sitio a recordarlas, ¿comprendes? Tienes que detenerte. No has estado en ninguna parte hasta que no vuelves a casa. Eso es lo que intento decir.

Rincewind repasó mentalmente la frase. La segunda vez no le pareció más inteligible.

—Oh —asintió—. Bueno, bien. Si es lo que quieres… ¿Cuándo te vas?

—Hoy. Seguramente habrá algún barco que me llevará parte del camino.

—Ya. Claro —divagó Rincewind.

Se contempló los pies. Contempló el cielo. Carraspeó.

—Hemos pasado unos ratos estupendos juntos, ¿eh? —dijo Dosflores, dándole un codazo en las costillas.

—Sí —asintió Rincewind, contorsionando el rostro en algo parecido a una sonrisa.

—No estarás enfadado, ¿verdad?

—¿Quién, yo? Cielos, no. Tengo mil cosas que hacer.

—Entonces, todo arreglado. Oye, vamos a desayunar antes de bajar al muelle.

Rincewind asintió desmayadamente, se volvió hacia su ayudante y se sacó un plátano del bolsillo.

—Ahora estás al mando —murmuró.

—Oook.

De hecho, no había ningún barco que pasara cerca del Imperio Ágata, pero eso no era más que un problema teórico, porque Dosflores se limitó a poner piezas de oro en la mano del primer capitán propietario de un barco medianamente limpio hasta que éste comprendió las ventajas de cambiar de planes.

Rincewind aguardó en el muelle hasta que Dosflores terminó de pagar al hombre una cantidad equivalente a cuarenta veces el valor del barco.

—Entonces, todo listo —dijo Dosflores—. Me dejará en las Islas Marrones, desde allí me resultará fácil encontrar otro barco.

—Estupendo —asintió Rincewind.

Dosflores pareció pensar un momento. Luego, abrió el Equipaje y sacó una bolsa de oro.

—¿Has visto a Cohen y a Bethan?

—Creo que se han marchado para casarse —respondió Rincewind—. Oí decir a Bethan que era ahora o nunca.

—Bueno, cuando les veas dales esto —dijo Dosflores entregándole la bolsa—. Poner la primera casa siempre es caro.

Dosflores nunca había comprendido los matices del cambio. Con la bolsa, Cohen podría poner un reino pequeño.

—Se lo daré en cuanto les vea —dijo.

Para su propia sorpresa, advirtió que pensaba hacerlo.

—Bien. Se me ha ocurrido una cosa para ti.

—Oh, no tienes que…

Dosflores rebuscó en el Equipaje y sacó una enorme bolsa. Empezó a llenarla con ropa, dinero y también metió dentro la caja de imágenes, hasta que por fin el Equipaje quedó completamente vacío. Lo último que introdujo en la bolsa fue el recuerdo, la caja musical para guardar cigarrillos, cuidadosamente envuelta en papel de seda.

—Es todo tuyo —dijo cerrando la tapa—. En realidad, ya no lo necesitaré, y no me cabe en el armario.

—¿Cómo?

—¿No lo quieres?

—Bueno, yo…, claro que sí, pero… es tuyo. Te sigue a ti, no a mí.

—Equipaje —dijo Dosflores—, éste es Rincewind. Eres suyo, ¿vale?

El Equipaje estiró lentamente sus patitas, se volvió con parsimonia y miró a Rincewind.

—En realidad, creo que sólo se pertenece a sí mismo —dijo Dosflores.

—Sí —asintió Rincewind inseguro.

—Bueno, entonces eso es todo —dijo el turista.

Extendió la mano.

—Adiós, Rincewind. Cuando llegue a casa te enviaré una postal. O algo así.

—Bueno. Y ya sabes, si pasas por aquí, siempre habrá alguien que sepa dónde estoy.

—Sí. Bueno. Entonces, ya está.

—Sí, eso parece.

—Claro.

—Sí.

Dosflores subió por la pasarela de desembarco y la tripulación, impaciente, la retiró tras él.

Empezó a sonar el tambor de los remeros, y el barco partió lentamente, deslizándose sobre las turbias aguas del Ankh, que habían recuperado su antiguo nivel. La marea lo llevó hacia mar abierto.

Rincewind se quedó mirándolo hasta que no fue más que un punto. Luego bajó la vista hacia el Equipaje, que le devolvió la mirada.

—Escucha —dijo—, lárgate. Te regalo a ti mismo, ¿entiendes?

Le dio la espalda y echó a andar. Segundos más tarde, oyó las ligeras pisadas tras él. Se volvió.

—¡He dicho que no te quiero! —le gritó, dándole una patada. El Equipaje se sentó. Rincewind se alejó.

Tras caminar unos metros, se detuvo y escuchó. No oyó nada. Al volverse, vio al Equipaje donde lo había dejado. Parecía dolido. Rincewind pensó un momento.

—De acuerdo —suspiró al final—, vamos.

Le dio la espalda y se dirigió hacia la universidad. Tras unos minutos, el Equipaje pareció decidirse, volvió a extender sus patitas y trotó tras él. No parecía tener otra opción.

Caminaron a lo largo del muelle de vuelta a la ciudad, dos puntitos en un paisaje cada vez más lejano que, al ampliarse la perspectiva, abarcó también al barco que navegaba por un mar verdoso. Un mar que no era más que parte del brillante océano circular en un Disco oculto por las nubes que viajaba a lomos de cuatro elefantes gigantes situados sobre una enorme tortuga.

Tortuga que pronto se convirtió en un destello entre las estrellas, antes de desaparecer.