El sol se alzó lentamente, como si no estuviera seguro de que el esfuerzo valiera la pena.
Amaneció otro día del Disco, pero muy gradualmente, y he aquí la razón.
Cuando la luz tropieza con un campo mágico fuerte, se le olvida lo que es la prisa. Se ralentiza al momento. Y en el Mundodisco la magia era cualquier cosa menos escasa, lo que significaba que la suave luz amarilla del amanecer fluía sobre el paisaje dormido como la caricia de un amante gentil o, en opinión de algunos, como jarabe dorado. Hizo pausas para llenar los valles. Se apiló contra las cadenas montañosas. Cuando llegó a Cori Celesti, la espiral de quince kilómetros de altura de piedra gris que constituía el eje del Disco y el hogar de sus dioses, los montones fueron creciendo hasta desplomarse como un enorme tsunami perezoso, tan silencioso como el terciopelo, por todo el paisaje.
Era un espectáculo sin igual en ningún otro mundo.
Pero claro, es que ningún otro mundo viaja por el infinito estelar a lomos de cuatro gigantescos elefantes que a su vez reposan sobre el caparazón de una inmensa tortuga. El nombre de la tortuga macho —ó hembra, según otra escuela de pensamiento— es Gran A’Tuin. Él —ó ella, que todo podría ser— está ahí, bajo las minas, el lecho marino y los falsos huesos fosilizados colocados por un Creador que no tenía nada mejor que hacer aparte de dar la lata a los arqueólogos y meterles ideas tontas en la cabeza.
Gran A’Tuin, la tortuga estelar, con su caparazón escarchado de metano, agujereado por cráteres de meteoritos, erosionado por el polvo asteroidal. Gran A’Tuin, con ojos como mares antiquísimos y un cerebro del tamaño de un continente por el que los pensamientos se mueven como pequeños glaciares deslumbrantes. Gran A’Tuin, con sus gigantescas aletas lentas y tristes, con su caparazón pulido por las estrellas, avanzando trabajosamente por la noche galáctica bajo el peso del Disco. Tan grande como un mundo. Tan vieja como el tiempo. Tan paciente como un ladrillo.
En realidad, los filósofos han metido la pata hasta el fondo. La verdad es que Gran A’Tuin se lo está pasando de miedo.
Gran A’Tuin es el único ser del universo que sabe exactamente adónde va Gran A’Tuin.
Por supuesto, los filósofos han discutido durante años el tema del destino hacia el que se dirige Gran A’Tuin, y a menudo han manifestado su miedo a no averiguarlo jamás.
Pues lo van a averiguar dentro de un par de meses. Y entonces sí que tendrán miedo de verdad…
Otra cosa que ha preocupado durante siglos a los filósofos más imaginativos del Disco es la cuestión del sexo de Gran A’Tuin, y han invertido mucho tiempo y trabajo en tratar de descubrirlo de una vez por todas.
De hecho, mientras la enorme forma vaga como un gigantesco cepillo de concha, los resultados del último trabajo acaban de aparecer.
El caparazón bronceado del Viajero Viril cae completamente fuera de control: es una especie de nave espacial neolítica construida y lanzada por el borde por los sacerdotes-astrónomos de Krull, ciudad convenientemente situada en la mismísima Periferia del Disco. En estos momentos, la nave está demostrando contra ciertas teorías que sí existe la caída libre.
Dentro de la nave viaja Dosflores, el primer turista del Disco. Acaba de pasar algunos meses explorándolo, y en estos momentos lo abandona rápidamente por motivos bastante complicados pero que tienen que ver con un intento de huida de Krull.
El intento ha sido un éxito al mil por cien.
Pero, aunque todas las pruebas indican que probablemente será también el último turista del Disco, está disfrutando con el paisaje.
Cayendo en picado a unos tres kilómetros por encima de él está Rincewind el mago, vestido con lo que en el Disco pasa por ser un traje espacial. Imaginadlo como un equipo de buzo diseñado por hombres que no han visto un mar en su vida. Hasta hace seis meses, Rincewind era un mago fracasado completamente normal. Conoció a Dosflores, fue contratado como guía por un salario extravagante, y desde entonces se ha pasado la mayor parte del tiempo recibiendo golpes, aterrorizado, perseguido, colgando de lugares elevados sin la menor esperanza de salvación o, como en este caso, cayendo desde lugares elevados sin la menor esperanza de salvación.
No mira el paisaje porque toda su vida le pasa ante los ojos como un relámpago y no le deja ver nada. Acaba de descubrir por qué cuando te pones un traje espacial es vitalmente importante no olvidarte del casco.
Se podrían decir muchas más cosas para explicar por qué caen por el borde del mundo, y por qué el Equipaje de Dosflores, que fue visto por última vez cuando intentaba seguirle con sus cientos de patitas, no es una maleta cualquiera…, pero esas cosas toman mucho tiempo y esfuerzo, más del que vale la pena invertir. Por ejemplo, se dice que en una fiesta alguien preguntó al famoso filósofo Ly Tin Malahierb «¿Qué haces aquí?», y que la respuesta duró tres años.
Además, tiene mucha más importancia lo que está sucediendo arriba, muy por encima de A’Tuin, los elefantes y el mago que agoniza rápidamente. El mismísimo tejido espacio temporal está a punto de pasarlas canutas.
El aire estaba aceitoso con el clásico tacto de la magia, y acre por el humo de las velas hechas con una cera negra cuyo origen concreto no investigaría nadie en sus cabales.
Había algo muy extraño en aquella habitación oculta en los sótanos más profundos de la Universidad Invisible, el principal centro de enseñanza de magia en el Disco. Para empezar, parecía tener demasiadas dimensiones, no exactamente visibles, sino suspendidas en el aire justo un poco más allá del rabillo del ojo. Los muros estaban cubiertos de símbolos misteriosos, y la mayor parte del suelo quedaba ocupada por El Sello de Estasis de Ocho Pliegues, al que en los círculos mágicos se atribuía el mismo poder disuasor que a un ladrillo bien apuntado.
El único mobiliario de la habitación consistía en un atril de madera oscura, tallada con la forma de un pájaro…, bueno, para ser sinceros, con la forma de algo alado que probablemente sería mejor no examinar muy de cerca. En el atril, unido a él por una pesada cadena llena de candados, había un libro.
Un libro grande, pero no lo que se dice impresionante. Otros libros en la biblioteca de la universidad tenían cubiertas incrustadas de gemas preciosas y maderas fascinantes, o estaban encuadernados con piel de dragón. La encuadernación de éste era de cuero manoseado. Parecía la clase de libro que en los catálogos de las bibliotecas ostenta la aclaración de «ligeramente maltratado por el tiempo», aunque en este caso habría sido más honrado decir que el tiempo le había aplicado el tercer grado.
Unas abrazaderas metálicas lo mantenían cerrado. No eran de adorno, su única función era ser pesadas…, igual que la cadena, que no servía tanto para unir el libro al atril como para atarlo a él.
Parecían obra de alguien que tuviera un objetivo bien claro en mente, y que se hubiera pasado la mayor parte de la vida fabricando arneses para elefantes.
El aire se espesó y se agitó. Las páginas del libro empezaron a encresparse de una manera horrible, intencionada, y una luz azulada se derramaba entre ellas. El silencio de la habitación se endureció como un puño que alguien estuviera apretando poco a poco.
Media docena de magos en camisón se turnaban para escudriñar por la mirilla de la puerta. No había hechicero que pudiera dormir mientras estaban teniendo lugar aquel tipo de cosas…, la acumulación de magia en bruto inundaba la universidad como una marea.
—Bien —dijo una voz—, ¿qué pasa? ¿Por qué no he sido avisado?
Galder Ceravieja, Gran Conjurador Supremo de la Orden de la Estrella de Plata, Señor Imperial del Sacro Cayado, Superiorísimo de Octavo Nivel y 304º Canciller de la Universidad Invisible, no era lo que se dice un espectáculo impresionante ni siquiera con su camisón rojo lleno de runas místicas bordadas a mano, ni con su largo gorro rematado por una borla, ni aun con la palmatoria de Mickey Mouse en la mano. Lo peor eran las zapatillas con pompón.
Seis rostros atemorizados se volvieron hacia él.
—Eh… fuiste avisado, señor —dijo uno de los magos menores.
—Por eso estás aquí —añadió otro servicialmente.
—Quiero decir que por qué no fui avisado antes —rugió Galder al tiempo que se abría paso a empujones hacia la mirilla.
El aire de la habitación chisporroteaba ahora con pequeños relámpagos y motas de polvo incineradas por el flujo de magia bruta. El Sello de Estasis empezaba a chamuscarse y retorcerse por los bordes.
El volumen en cuestión recibía el nombre de Octavo y, obviamente, no era un libro cualquiera.
Por supuesto, hay muchos libros famosos de magia. La gente habla del Necroteleconomicón, con sus páginas hechas de antigua piel de lagarto. Otros mencionan el Libro del Viaje Astral sin Moverse de su Sillón, escrito por una secta lama misteriosa y bastante perezosa. Quizá algunos recuerden que el Grimorio Tronchante contiene, según se dice, el único chiste original que queda en el universo. Pero todos son simples panfletos comparados con el Octavo, que el Creador del Universo se olvidó aquí, con su despiste característico, tras completar su obra maestra.
Los ocho hechizos encerrados en sus páginas llevaban una vida propia secreta y tirando a complicada, y era creencia común que…
Galder frunció el ceño sin dejar de observar la problemática habitación. Claro que ahora sólo quedaban siete hechizos. Un joven imbécil, un aprendiz de mago, había echado un vistazo al libro, y uno de los hechizos escapó y se instaló en su mente. Nadie consiguió averiguar cómo había sucedido. ¿Cómo se llamaba aquel idiota? ¿Winswand?
Chispas octarinas y púrpura salpicaban su lomo. Una leve espiral de humo empezaba a brotar del atril, y las pesadas abrazaderas metálicas que mantenían el libro cerrado parecían más tensas de lo que sería conveniente.
—¿Por qué están tan inquietos los hechizos? —preguntó uno de los magos más jóvenes.
Galder se encogió de hombros. No podía mostrarlo, claro, pero empezaba a estar realmente preocupado. Como mago experto del octavo nivel, podía ver las formas semiimaginarias que aparecían momentáneamente en el aire vibrante, lisonjeando, llamando. De la misma manera que los mosquitos aparecen antes de una tormenta, las acumulaciones realmente importantes de magia siempre atraían cosas de las caóticas Dimensiones Mazmorra… Cosas desagradables, llenas de salivazos y órganos fuera de su Sitio, siempre buscando cualquier agujero por el que colarse en el mundo de los hombres[1].
Había que detener aquello.
—Necesito un voluntario —dijo con voz firme.
Se hizo un repentino silencio. El único sonido que se oía venía de detrás de la puerta. Era el desagradable ruidillo del metal al romperse bajo la presión.
—Muy bien, de acuerdo —siguió—. En ese caso, necesitaré unas tenacillas de plata, un litro de sangre de gato, un látigo pequeño y una silla…
Se dice que lo contrario del ruido es el silencio. Mentira. El silencio no es más que la ausencia de ruido. El silencio habría sido un barullo terrible comparado con la repentina implosión de sinruidez que golpeó a los magos con la potencia de un diente de león al explosionar.
Una gruesa columna de luz chisporroteante brotó del libro, golpeó el techo lanzando una lluvia de llamas y desapareció.
Galder alzó la vista hacia el agujero, haciendo caso omiso de las zonas humeantes en su barba. Lo señaló con gesto dramático.
—¡A las bodegas superiores! —exclamó lanzándose hacia la escalera de piedra.
Sacudiendo las zapatillas y haciendo ondular los camisones, el resto de los magos le siguieron, tropezando unos con otros en su precipitación por ser los últimos.
De cualquier manera, todos llegaron a tiempo para ver la bola ígnea de potencial mágico desapareciendo en el techo de la habitación superior.
—Urgh —dijo el mago más joven señalando hacia el suelo.
La habitación había sido parte de la biblioteca hasta que la magia pasó por ella, reorganizando violentamente las partículas de probabilidad en todo lo que encontró en su camino. Así que parecía razonable suponer que las pequeñas salamandras púrpura habían sido parte del suelo, y que las chirimoyas bien podrían haber sido libros. Y varios de los magos juraron más adelante que el pequeño orangután naranja sentado tristemente en medio de todo aquello se parecía mucho al bibliotecario jefe.
Galder miró hacia arriba.
—¡A la cocina! —aulló corriendo entre las chirimoyas hacia el siguiente tramo de escalera.
Nadie supo jamás en qué se había convertido la gran cocina de hierro forjado, porque derribó una pared y huyó antes de que el desgreñado grupo de magos de ojos enloquecidos irrumpiera en la habitación El chef de hortalizas fue hallado mucho más tarde escondido en el caldero de la sopa, balbuceando incoherencias como «¡Los nudillos! ¡Los horribles nudillos!», que en nada ayudaban a aclarar las cosas.
Los últimos jirones de magia, ahora un poco más calmada, desaparecían por el techo.
—¡A la Sala Principal!
Allí la escalera era mucho más ancha y estaba mejor iluminada. Jadeando y apestando a chirimoya, los magos más ágiles llegaron a la cima cuando la bola de fuego estaba en el centro de la enorme cámara que era la sala principal de la universidad. Pendía inmóvil, a excepción de alguna que otra prominencia que arqueaba y resquebrajaba su superficie.
Todo el mundo sabe que los magos fuman. Probablemente eso explique el coro de toses agonizantes y jadeos roncos que brotó tras Galder cuando éste se detuvo para calibrar la situación y para preguntarse si se atrevería a buscar un escondite. Agarró a un estudiante aterrado.
—¡Llamad a los adivinos, a los videntes, a los intuidores, a los introspectores! —ladró—. ¡Que estudien esto!
Algo cobraba forma dentro de la bola ígnea. Galder se protegió los ojos y escudriñó la silueta que aparecía ante él. Imposible confundirla: era el universo.
Estaba seguro porque él mismo tenía una maqueta en su estudio, y todo el mundo aseguraba que era mucho más impresionante que el auténtico. Enfrentado con las posibilidades que ofrecen las perlas y la filigrana de plata, el Creador no había tenido nada que hacer.
Pero el pequeño universo dentro de la bola ígnea era increíblemente…, bueno, realista. Lo único que le faltaba era el color. Todo era de un blanco translúcido y nebuloso.
Allí estaba Gran A’Tuin, y los cuatro elefantes, y el mismísimo Disco. Desde aquel ángulo Galder no distinguía muy bien la superficie, pero sabía con gélida certeza que también sería de una precisión absoluta. En cambio, sí distinguió una réplica en miniatura de Cori Celesti, en cuya cumbre vivían los dioses del mundo, camorristas y un tanto aburguesados, en un palacio de mármol, alabastro y suites enmoquetadas de tres piezas, que habían elegido llamar Dunmanifestin. Para cualquier ciudadano del Disco con pretensiones de cultura, era una fuente de considerable inquietud verse gobernado por dioses cuya idea de una experiencia artística trascendente era un timbre de la puerta con música.
El pequeño universo embrionario empezó a moverse lentamente, girando…
Galder quiso gritar, pero no le salió la voz.
Suavemente, pero con la fuerza imparable de una explosión, la forma se expandió.
Lo miró horrorizado, y luego atónito, mientras le atravesaba con la insubstancialidad de un pensamiento. Extendió una mano y vio cómo los claros fantasmas de las rocas le corrían entre los dedos en ajetreado silencio.
Gran A’Tuin ya se había hundido pacíficamente bajo el nivel del suelo, más grande que una casa.
Los magos situados tras Galder estaban sumergidos hasta la cintura en los mares. Un bote más pequeño que un dedal captó por un momento la atención de Galder antes de que la corriente lo arrastrara a través de los muros de la habitación.
—¡Al tejado! —consiguió gritar señalando hacia arriba con un dedo tembloroso.
Aquellos magos a los que les quedaban suficientes neuronas como para pensar y suficiente aliento como para correr le siguieron precipitadamente, atravesando continentes que cruzaban sin problemas la piedra sólida.
Era una noche tranquila, teñida por la promesa del amanecer. Una luna creciente acababa de ponerse. Ankh-Morpork, la ciudad más grande en las tierras que rodeaban el Mar Circular, dormía.
Bueno, esta afirmación no es del todo cierta.
Por una parte, los habitantes de la ciudad que solían dedicarse, por ejemplo, a vender verdura, herrar caballos, tallar diminutos y exquisitos adornos de jade, cambiar moneda y fabricar mesas, en general, dormían. A menos que tuvieran insomnio. O se hubieran levantado para ir al retrete, que todo puede ser. Por otra, la mayoría de los ciudadanos menos respetuosos de la ley estaban con los ojos bien abiertos y se dedicaban, entre otras cosas, a entrar por ventanas que no les pertenecían, cortando gargantas, robándose unos a otros, escuchando música alta en sótanos llenos de humo y pasándoselo muy bien en general. Pero la mayoría de los animales estaban dormidos, a excepción de las ratas. Y de los murciélagos, claro. Por lo que respectaba a los insectos…
El caso es que la descripción escrita rara vez es completamente precisa, y durante el reinado de Olaf Quimby II como patricio de Ankh se aprobaron algunas leyes en un intento decidido de poner fin a ese tipo de cosas y hacer que los informes fueran un poco más verídicos. Así, si una leyenda hablaba de un célebre héroe y decía que «todos los hombres admiraban sus proezas», cualquier bardo que apreciase su vida añadiría rápidamente «excepto un par de personas en su pueblo natal que le consideraban un mentiroso, y un montón de gente más que en su vida había oído hablar de él». Los símiles poéticos quedaban estrictamente limitados a afirmaciones como «su poderoso corcel era veloz como el viento en un día bastante tranquilo, pongamos Fuerza Tres», y cualquier comentario a la ligera sobre una amada con un rostro capaz de hacer botar mil barcos debía ir respaldado por pruebas de que el objeto del deseo tenía sin lugar a dudas cara de botella de champán.
Al final, Quimby fue asesinado por un poeta descontento durante un experimento realizado en los terrenos del palacio para demostrar la discutida precisión del proverbio «La pluma es más poderosa que la espada», y en honor a él se acordó añadir, «solo si la espada es muy pequeña y la pluma muy afilada».
De acuerdo. Así que aproximadamente el sesenta y siete por ciento de la ciudad, quizá el sesenta y ocho, dormía. No es que los ciudadanos que reptaban por la ciudad en sus ocupaciones generalmente ilegales advirtieran la extraña marea clara que recorría las calles. Sólo los magos, acostumbrados a ver lo invisible, la observaban extenderse por los campos lejanos.
El Disco, al ser plano, no tenía un auténtico horizonte. Si algún marinero osado tenía ideas raras después de contemplar durante demasiado rato huevos y naranjas, y se dirigía hacia las antípodas, descubría pronto por qué los barcos lejanos parecen desaparecer por el borde del mundo: porque desaparecen por el borde del mundo.
Pero hasta la visión de Galder tenía sus límites en el aire polvoriento y lleno de jirones de niebla. Alzó los ojos. Sobre la universidad se vislumbraba la forma amenazadora de la Torre del Arte, que se decía era el edificio más antiguo del Disco, con su famosa escalera de caracol de ocho mil ochocientos ochenta y ocho peldaños. Desde su cima almenada, guarida de cuervos y gárgolas con un aspecto desconcertantemente alerta, un mago podía ver el mismísimo borde del Disco. Después de pasarse diez minutos tosiendo como loco, claro.
—Al infierno —murmuró—. ¿De qué sirve ser un mago? ¡Avyento, tésalo! ¡Volaré! ¡A mí, espíritus del aire y la oscuridad!
Abrió una mano rugosa y señaló una zona de parapeto ruinoso. Una llamarada octarina brotó de debajo de su uña sucia de nicotina y bajó en picado hacia las piedras del suelo, muy abajo.
Cayó. Gracias a un bien calculado intercambio de velocidades, Galder se elevó con el camisón aleteando alrededor de sus piernecillas desnudas. Ascendió cada vez más, cortando la luz clara como un, como un…, de acuerdo, como un mago viejo pero poderoso propulsado hacia arriba por una buena alteración en el equilibrio de fuerzas del universo.
Aterrizó en un lecho de nidos viejos, recuperó el equilibrio y miró hacia abajo para contemplar el vertiginoso espectáculo del amanecer en el Disco.
En aquella época del largo año, el Mar Circular quedaba casi en el lado de poniente de Cori Celesti y, mientras la luz del día se deslizaba por las tierras en torno a Ankh-Morpork, la sombra de la montaña segaba el paisaje como el gnomon del reloj solar de Dios. Pero, donde todavía era de noche, compitiendo con la luz en la carrera hacia el borde del mundo, surgía una línea de niebla blanca.
Oyó un crujido de ramitas secas tras él. Se volvió para ver a Ymper Trymon, segundo al mando en la Orden, que había sido el único mago capaz de seguirle.
Galder no le hizo caso durante un momento, preocupándose sólo por agarrarse con firmeza a las piedras y fortalecer sus hechizos de protección personal. Los ascensos tardaban en llegar en una profesión que conllevaba tradicionalmente una larga vida, y se aceptaba que los magos más jóvenes trataran de ascender en el escalafón por los pellejos de los mayores, tras haberlos vaciado de sus anteriores propietarios. Además, había algo inquietante en el joven Trymon. No fumaba, sólo bebía agua hervida y Galder tenía la desagradable sospecha de que era inteligente. No sonreía suficientemente a menudo, y además le gustaban las cifras y esos diagramas de organización en los que hay muchos cuadraditos con flechas que señalan hacia otros cuadraditos. En resumen, era el tipo de hombre que podía utilizar la palabra «burocratización» y decirla en serio.
La totalidad del Disco visible desde allí estaba ya cubierta por una deslumbrante piel blanca que le sentaba de maravilla.
Galder bajó la vista para contemplar sus propias manos, y las vio enfundadas en una clara red de hebras brillantes que se adaptaban a cada movimiento.
Reconoció aquel tipo de hechizo. Él mismo lo había usado, aunque en proporciones menores…, mucho menores.
—Es un hechizo de Cambio —dijo Trymon—. Todo el Disco está siendo cambiado.
Cualquier otra persona habría tenido la decencia de encerrar esa frase entre signos de exclamación, pensó Galder sombrío.
Se oyó un ligerísimo sonido puro, agudo, como si se rompiera el corazón de un ratón.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
Trymon inclinó la cabeza hacia un lado.
—Me parece que do agudo —respondió.
Galder no dijo nada. El brillo blanco había desaparecido, y los primeros sonidos de la ciudad al despertar llegaban ya hasta los dos magos. Todo parecía igual que siempre. ¿Tanto escándalo para que las cosas siguieran igual?
Se tanteó distraídamente los bolsillos del camisón y por fin encontró lo que buscaba, cruzado tras su oreja. Se llevó la arrugada colilla a los labios, invocó una llama mística entre sus dedos y chupó del maltrecho cigarrillo hasta que lucecillas azules le relampaguearon ante los ojos. Tosió un par de veces.
Estaba pensando con todas sus fuerzas.
Estaba tratando de recordar si había algún dios que le debiera un favor.
En realidad, los dioses estaban tan asombrados por todo aquello como los magos, pero no podían hacer nada, y en cualquier caso estaban enzarzados en una batalla milenaria contra los Gigantes del Hielo, que se negaban a devolverles el cortacésped.
Pero alguna pista sobre lo sucedido se puede hallar en el hecho de que Rincewind, cuya vida pasada había llegado a un momento bastante interesante de sus quince años, descubrió de repente que ya no estaba agonizando, sino colgando cabeza abajo de un pino.
Bajó con facilidad por el sistema de caer incontrolablemente de rama en rama hasta aterrizar de cabeza en un montón de agujas de pino, y se quedó allí tendido, tratando de recuperar el aliento y deseando haber sido mejor persona.
Sabía que en alguna parte debía de haber una conexión perfectamente lógica. En un momento dado uno está muriendo tras haber caído por el borde del mundo, y al siguiente cuelga cabeza abajo de un pino.
Como sucedía siempre en aquellas ocasiones, el Hechizo se alzó en su mente.
Los profesores de Rincewind habían coincidido en afirmar que éste era un mago nato de la misma manera que los peces son alpinistas natos. Probablemente le habrían acabado por expulsar de la Universidad Invisible de todos modos —era incapaz de recordar los conjuros y se ponía enfermo cuando fumaba—, pero lo que de verdad le metió en líos fue el estúpido asunto de entrar en la sala donde estaba encadenado el Octavo… y abrirlo.
Y lo que agravó aún más los líos fue que nadie pudo averiguar por qué todos los bloqueos se habían desbloqueado temporalmente.
El Hechizo no era un inquilino exigente. No hacía más que quedarse sentado como un viejo sapo en el fondo de un estanque. Pero siempre que Rincewind estaba cansado de verdad, o muy asustado, intentaba hacerse pronunciar. Nadie sabía qué sucedería si se pronunciaba uno de los Ocho Grandes Hechizos, pero la creencia general era que el mejor lugar para observar los efectos sería el universo de al lado.
Era una idea extraña para tenerla cuando se está tumbado en un montón de agujas de pino después de caer por el borde del mundo, pero Rincewind tenía la sensación de que el hechizo quería mantenerle vivo.
Por mí, perfecto, pensó.
Se sentó y miró los árboles. Rincewind era un mago de ciudad y, aunque era consciente de que había diferencias que servían para distinguirlos, lo único que sabía con seguridad era que el extremo sin hojas iba pegado al suelo. Había demasiados para su gusto, y estaban distribuidos sin el menor sentido de la organización. Hacía siglos que nadie barría aquel lugar.
Recordó algo sobre orientarse examinando en qué lado del tronco crece el musgo. Aquellos árboles tenían musgo por todas partes, y verrugas de madera, y ramas viejas puntiagudas. Si los árboles fueran personas, aquéllos estarían sentados en mecedoras.
Rincewind le dio una patada al más cercano. Este le dejó caer una piña encima con puntería infalible.
—Ouch —se quejó.
—Te está bien empleado —dijo el árbol con una voz como el ruido de una puerta viejísima al abrirse.
Hubo un largo silencio.
—¿Eso lo has dicho tú? —preguntó al final Rincewind.
—Sí.
—¿Y eso también?
—Sí.
—Ah. —Meditó un instante. Luego intentó algo—. Supongo que no sabrás por casualidad cómo salir de este bosque, ¿verdad?
—No. No me muevo mucho —respondió el árbol.
—Debe de ser una vida bastante sosa.
—No sabría decirte. Nunca he sido otra cosa.
Rincewind lo examinó de cerca.
—¿Eres mágico? —preguntó.
—Nadie me lo había dicho —replicó el árbol—. Supongo que sí.
No puedo estar hablando con un árbol, pensó Rincewind. Si estuviera hablando con un árbol, me habría vuelto loco, y no me he vuelto loco, así que los árboles no hablan.
—Adiós —dijo con firmeza.
—Eh, no te vayas —empezó a decir el árbol.
Pero se dio cuenta de que era inútil. Lo observó al alejarse entre los arbustos y luego se dedicó a sentir el sol sobre sus hojas, el gorgoteo del agua en sus raíces y el flujo y reflujo de su savia en respuesta al tirón natural del sol y la luna. Sosa, pensó. Qué cosa más rara. Los árboles siempre son sosos, a no ser que crezcan cerca del mar. Y los que crecen cerca del mar viven más bien poco.
De hecho, Rincewind no volvió a hablar con aquel árbol concreto, pero de aquella breve conversación surgió la base de la primera religión arbórea que, con el tiempo, invadió todos los bosques del mundo. Su dogma de fe era el siguiente: un árbol que fuera un buen árbol, que llevara una vida limpia, delicada y recta, tendría una existencia futura tras la muerte. Y si era muy buen árbol, eventualmente se reencarnaría en cinco mil rollos de papel higiénico.
A unos cuantos kilómetros, Dosflores también empezaba a recuperarse de la sorpresa de encontrarse otra vez en el Disco. Estaba sentado en el casco del Viajero Viril, que se hundía lentamente en las oscuras aguas de un gran lago rodeado de árboles.
Por extraño que parezca, no estaba demasiado preocupado. Dosflores era un turista, el primero de su especie que aparecía en el Disco, y el fundamento de su misma existencia era la creencia firme como la roca de que a él nunca podría ocurrirle nada malo porque no se metía en nada. También creía que cualquiera podía comprender cualquier cosa que él dijera siempre que hablara muy alto y muy despacio, que la gente era básicamente buena y que todo podía solucionarse entre hombres de buena voluntad si se comportaban con sensatez.
Todo esto reunido le daba unas posibilidades de supervivencia algo menores que las de un arenque en una pastilla de jabón, pero para sorpresa de Rincewind todo parecía funcionar, y la ignorancia absoluta del hombrecillo para con todas las formas de peligro sólo hacía que el peligro se desmoralizase tanto como para rendirse y dejarle en paz.
El simple riesgo de ahogarse no tenía nada que hacer. Dosflores estaba seguro de que en una sociedad bien organizada no se permitiría que la gente fuera por ahí ahogándose.
Aun así, le preocupaba un poco el paradero de su Equipaje. Pero se consoló recordando que estaba hecho de madera de peral sabio, suficientemente inteligente como para cuidarse solo…
En un tercer lugar del bosque, un joven shamán atravesaba una fase esencial de su entrenamiento. Había comido el hongo sagrado, había fumado el santo rizoma, había pulverizado cuidadosamente la seta mística insertándola luego en varios orificios y ahora, sentado con las piernas cruzadas bajo un pino, se concentraba en establecer contacto con los extraños y maravillosos secretos del corazón del Ser, pero sobre todo en impedir que la tapa de sus sesos se desenroscara y se alejara flotando.
Triángulos azules cuadrangulares giraban ante sus ojos. De vez en cuando sonreía confiado a nada en concreto y decía cosas como «Uauh» y «Ugh».
Hubo un movimiento en el aire seguido por lo que más tarde describió como «una especie de explosión sólo que para atrás, ¿entiendes?», y de pronto, donde sólo había estado el vacío, apareció un enorme y destartalado baúl de madera.
Aterrizó pesadamente en el lecho de hojarasca, sacó docenas de patitas y se volvió con lentitud para dar la cara al shamán. Es un decir; no tenía cara, pero incluso pese a la neblina micológica el joven fue horriblemente consciente de que le estaba mirando. Y no era una mirada simpática. Es sorprendente lo malignos que pueden parecer el agujero de una cerradura y un par de nudos en la madera.
Para su inmenso alivio, le dedicó una especie de encogimiento de hombros maderil y se alejó al galope entre los árboles. Con un esfuerzo sobrehumano, el shamán recordó la secuencia de movimientos que le permitirían ponerse de pie. Incluso consiguió dar un par de pasos, pero tuvo que rendirse porque se había quedado sin piernas.
Entretanto, Rincewind había encontrado un camino. Era de lo más tortuoso, y le habría gustado mucho más si hubiera estado empedrado, pero seguirlo le proporcionaba algo que hacer.
Varios árboles intentaron entablar conversación, pero Rincewind estaba casi seguro de que aquel comportamiento no era normal, y les hizo caso omiso.
El tiempo siguió pasando. No se oía más ruido que el murmullo de los desagradables insectos armados con aguijones, el ocasional crujido y caída de una rama y el susurro de los árboles discutiendo sobre religión y sobre los problemas que dan las ardillas. Rincewind empezó a sentirse muy solo. Se imaginó viviendo para siempre en los bosques, durmiendo sobre hojas y comiendo…, y comiendo…, bueno, lo que se coma en los bosques. Árboles, supuso. Y nueces, y moras. Tendría que…
—¡Rincewind!
Allí, subiendo por el sendero, estaba Dosflores…, empapado hasta los huesos, pero resplandeciente de felicidad. El Equipaje trotaba tras él (cualquier objeto hecho de madera de peral sabio seguiría a su propietario dondequiera que fuese, y muchas veces se fabricaban con ella maletas para las tumbas de reyes muy ricos que querían estar seguros de comenzar una nueva vida en el otro mundo con una muda limpia).
Rincewind suspiró. Hasta aquel momento, había pensado que las cosas no podían ir peor.
Empezó a llover, una lluvia particularmente húmeda y fría. Rincewind y Dosflores se sentaron bajo un árbol y la observaron.
—¿Rincewind?
—¿Mm?
—¿Por qué estamos aquí?
—Bueno, algunos dicen que el Creador del universo hizo el Disco y todo lo que hay en él, otros creen que todo es por una historia muy complicada en la que entran los testículos del Dios Cielo y la leche de la Vaca Celestial, aunque hay quien mantiene que sólo somos fruto de una acrecentación al azar de las partículas de probabilidad. Pero si lo que preguntas es por qué estamos aquí en vez de seguir cayendo fuera del Disco, no tengo ni la menor idea. Probablemente se trate de algún espantoso error.
—Ah. ¿Crees que habrá algo para comer en este bosque?
—Sí —respondió el mago con amargura—. Nosotros.
—Si queréis, tengo unas cuantas piñas —dijo el árbol servicialmente.
Siguieron sentados en húmedo silencio durante unos momentos.
—Rincewind, el árbol ha dicho…
—Los árboles no hablan —estalló Rincewind—. Es muy importante que lo recordemos.
—Pero si acabas de oír…
Rincewind suspiró.
—Mira —dijo—, en realidad todo se reduce a un asunto puramente biológico, ¿verdad? Para hablar hace falta el equipamiento adecuado, como pulmones, y labios, y…
—Y cuerdas vocales —aportó el árbol.
—Exacto, eso —asintió Rincewind.
Cerró la boca de golpe y observó la lluvia con tesón.
—Creía que los magos lo sabían todo sobre árboles, comida silvestre y cosas así —le reprochó Dosflores.
Muy rara vez su voz había sugerido que no considerase a Rincewind un grandioso hechicero, y el mago se picó.
—Y así es —le espetó.
—Bueno, ¿qué clase de árbol es éste?
—Un haya.
—En realidad… —empezó el árbol.
Pero se detuvo en seco al captar la mirada de Rincewind.
—Esas cosas de ahí arriba parecen piñas —insistió Dosflores.
—Sí, bueno, es de la variedad sésil o heptocárpica —dijo Rincewind—. De hecho, las nueces son muy parecidas a piñas. Engañan a mucha gente.
—Vaya —se admiró Dosflores—. ¿Y qué es aquel arbusto de allí?
—Muérdago.
—¡Pero si tiene espinas y bayas rojas!
—¿Y bien?
Rincewind le clavó la vista y mantuvo los ojos fijos con testarudez. Dosflores se rindió primero.
—Nada —dijo débilmente—. Debo de estar mal informado.
—Exacto.
—Debajo del arbusto hay unas setas grandes. ¿Se pueden comer?
Rincewind las miró con cautela. Desde luego, eran muy grandes, tenían sombreros rojos moteados de blanco. En realidad, pertenecían a una especie que el shamán del lugar (que en aquellos momentos se encontraba a varios kilómetros de allí, trabando amistad con una roca) sólo comería después de atarse una pierna a una piedra bien grande. Lo único que Rincewind podía hacer era salir a la lluvia y examinarlas.
Se arrodilló en el lecho de hojarasca y examinó bajo los sombreros.
—No, de ninguna manera, no se pueden comer —dijo débilmente tras un momento.
—¿Por qué? —preguntó Dosflores desde su sitio—. ¿Las láminas no tienen el tono amarillento adecuado?
—No, no es eso…
—¿Quizá el pie no tiene la textura adecuada, entonces?
—La verdad es que parece correcto…
—Se trata entonces del sombrero, sin duda su color no es bueno —insistió Dosflores.
—De eso no estoy seguro.
—¿Y por qué no podemos comerlas?
Rincewind carraspeó.
—Por las puertecitas y las ventanas —dijo con voz lastimera.
Un trueno recorrió la Universidad Invisible. La lluvia repiqueteaba contra sus tejados y goteaba desde sus gárgolas, aunque las más avispadas habían buscado refugio entre el laberinto de tejas.
Mucho más abajo, en la Sala Principal, los ocho magos más poderosos del Mundodisco se habían agrupado en los ángulos del octograma ceremonial. En honor a la verdad hay que decir que quizá no fueran los más poderosos, pero desde luego tenían grandes habilidades de supervivencia. Y eso, en el competitivo mundo de la magia, venía a ser lo mismo. Detrás de cada mago de octavo nivel había media docena de magos del séptimo intentando ponerle la zancadilla, y los hechiceros mayores tenían que desarrollar una actitud inquisitiva para con posibles escorpiones en la cama, por ejemplo. Todo esto se resumía en un antiguo proverbio: cuando un mago se ha cansado de buscar fragmentos de cristal en su plato, es que se ha cansado de vivir.
El mago más viejo, Grishald Spold, de los Antiguos y Originales Sabios del Círculo Integro, se inclinó cansinamente sobre su cayado y así habló:
—Empieza ya, Ceravieja, los pies me están matando.
Galder; que había hecho una pausa meramente efectista, le miró.
—Muy bien, seré breve…
—Habrá que verlo.
—Todos hemos buscado guía con respecto a los asuntos de esta mañana. ¿Puede alguno de vosotros decir que la ha recibido?
Los magos se miraron por el rabillo del ojo. Aparte de en una fraternal reunión de sindicalistas, no hay un ambiente más cargado de desconfianza y sospechas que el de una conferencia de hechiceros de alto nivel. Pero el hecho simple y sencillo era que el día había ido de pena. Demonios por lo general informadores, invocados repentinamente de las Dimensiones Mazmorra, habían dado largas durante los interrogatorios. Los espejos mágicos se habían hecho añicos. Las cartas del tarot se habían quedado en blanco misteriosamente. Las bolas de cristal se habían llenado de nubes. Hasta los posos de té, despreciados generalmente por los magos, considerados algo frívolo e indigno de atención, se habían acumulado en el fondo de las tazas, negándose a moverse.
En resumen, los magos allí reunidos estaban despistadísimos. Se oyó un murmullo generalizado de asentimiento.
—Por tanto, propongo que celebremos el Rito de CuesthiEnte —dijo Galder con voz teatral.
Tuvo que admitir que había esperado una respuesta más apropiada, algo así como «¡No, el Rito de CuesthiEnte, no! ¡El hombre no debe jugar con esas cosas!».
Lo que se oyó fueron susurros de aprobación.
—Buena idea.
—Parece razonable.
—Manos a la obra.
Un poco decepcionado, llamó a una procesión de magos menores, que llevaron a la sala diversos artilugios mágicos.
Ya se ha mencionado que por esta época había algunos desacuerdos en la fraternidad de magos sobre cómo practicar la magia.
Sobre todo los magos jóvenes opinaban que ya era hora de que la magia empezara a poner al día su imagen. Que debían dejarse de tantos trozos de cera y hueso, y organizar todo con más propiedad, con programas de investigación y convenciones de tres días en buenos hoteles donde se podrían dar conferencias con títulos como «Nuevas aplicaciones de la geomancia» o «El papel de las botas de siete leguas en una sociedad concienciada».
Trymon, por poner un ejemplo, apenas ejercía ya la magia, pero dirigía la Orden con la precisión de un reloj de arena, escribía muchos comunicados internos y tenía en la pared de su despacho un gran diagrama lleno de chinchetas de colores, banderitas y rayas que nadie entendía, pero que resultaban muy impresionantes.
En cambio, la otra clase de magos pensaban que todo aquello no eran más que florituras, y ni siquiera miraban una imagen a menos que estuviera hecha de cera y tuviera alfileres clavados.
Los dirigentes de las ocho órdenes eran todos de este tipo, magos tradicionalistas, y los utensilios que fueron distribuidos en torno al octograma tenían un aspecto decididamente esotérico. Cuernos de carnero, cráneos, barrocos objetos metálicos y pesadas velas aparecieron por todas partes, pese a que los magos jóvenes habían descubierto que el Rito de CuesthiEnte se podía llevar a cabo perfectamente con tres trocitos de madera y cuatro centímetros cúbicos de sangre de ratón.
Normalmente los preparativos habrían durado varias horas, pero los poderes combinados de los magos superiores los abreviaron de manera considerable y, tras sólo cuarenta minutos, Galder entonó las últimas palabras del hechizo. Quedaron suspendidas ante él un instante antes de disolverse.
En el centro del octograma, el aire se estremeció y se espesó, y de pronto contuvo una figura alta y sombría.
Estaba cubierta en su mayor parte por una túnica negra y una capucha, y probablemente era de agradecer. Sostenía una larga guadaña en una mano, y no había manera de pasar por alto el hecho de que, donde debía haber dedos, sólo se veían huesos.
La otra mano esquelética sostenía unos daditos de queso y un trozo de piña pinchado en un palillo.
—¿Y bien? —inquirió la Muerte con una voz que tenía la calidez y el colorido de un iceberg.
Advirtió las miradas de los magos y bajó la vista hacia el palillo.
—Estaba en una fiesta —añadió con un matiz de reproche.
—Oh, Criatura de la Tierra y la Oscuridad, os exhortamos a abjurar de… —empezó Galder con voz firme, imperiosa.
La Muerte asintió.
—Sí, sí, ya me sé todo eso —dijo—. ¿Por qué me habéis llamado?
—Se dice que puedes ver tanto el pasado como el futuro —replicó Galder un poco molesto, porque el gran discurso de conjuro y dominación le gustaba mucho y la gente decía que se le daba muy bien.
—Muy cierto.
—Entonces quizá puedas decirnos qué pasó exactamente esta mañana —dijo Galder. Recuperó el control y añadió en voz más alta—: Os lo ordeno por Azimrothe, por T’chikel, por…
—Vale, vale, ya has dejado bien claro lo que quieres —respondió la Muerte—. ¿Qué queréis saber con exactitud? Esta mañana pasaron muchas cosas. Nacieron personas, murieron personas, todos los árboles crecieron un poco, las olas dibujaron interesantes pautas en el mar…
—Me refiero al asunto del Octavo —dijo Galder con frialdad.
—¿A eso? Oh, no fue más que un reajuste de la realidad. Tengo entendido que el Octavo no quería perder el hechizo número ocho. Al parecer; se había caído por el borde del Disco.
—Un momento, un momento —interrumpió Galder. Se rascó la barbilla—. ¿Estamos hablando del que va dentro de la cabeza de Rincewind? Un tipo alto, un poco flaco. ¿Es ése…?
—Exacto, el hechizo que ha llevado encima todos estos años, ese mismo.
Galder frunció el ceño. Alguien se estaba tomando demasiadas molestias. Todo el mundo sabía que cuando muere un mago los hechizos contenidos en su mente quedaban libres. Entonces, ¿por qué salvar a Rincewind? El hechizo acabaría por volver a su sitio.
—¿Sabes por qué? —dijo sin pensar. Entonces se acordó y añadió rápidamente—: Por Yrriph y Kcharla, os exhortamos a…
—Podrías cortar el rollo, ¿no? —dijo la Muerte—. Yo sólo sé que todos los hechizos deben ser pronunciados juntos la próxima noche de la vigilia de los puercos o el Mundodisco será destruido.
—¡Eh, ahí delante, hablad más alto! —pidió Grishald Spold.
—¡Cállate! —ordenó Galder.
—¿Yo?
—No, él. Viejo sordo…
—¡Te he oído! —se enfureció Spold—. Vosotros, los jóvenes…
Se detuvo, porque la Muerte le miraba con aire muy pensativo, como tratando de memorizar su rostro.
—Oye —dijo Galder—, ¿te importa repetir eso último? ¿El Disco será qué?
—Destruido —repitió la Muerte—. ¿Puedo irme ya? Me he dejado la copa.
—¡Espera! —se apresuró Galder—. Por Cheliliki y Orizone y todo eso, ¿qué quiere decir «destruido»?
—Es una antigua profecía escrita en los muros interiores de la gran pirámide de Camis-Het. Y me parece que lo de que «el mundo será destruido» está bastante claro.
—¿Eso es todo lo que puedes decirnos?
—Sí.
—¡Pero si sólo quedan dos meses para la Noche de la Vigilia de los Puercos!
—Sí.
—¡Podrías al menos indicarnos dónde está ahora Rincewind!
La Muerte se encogió de hombros. Era un gesto para el que estaba particularmente bien dotada.
—En el bosque de Skund, en la cara de las montañas del carnero orientada al borde.
—¿Qué hace allí?
—Autocompadecerse mucho.
—Oh.
—¿Puedo irme ya?
Galder asintió con gesto distraído. Había estado pensando en el ritual de despedida, que empezaba «Partid, sombra malvada», y contaba con algunos párrafos bastante impresionantes que tenía bien ensayados. Pero, por alguna razón, no conseguía reunir suficiente entusiasmo.
—Oh, sí —dijo—. Sí, gracias. —Luego, como no es conveniente tener enemigos ni entre las criaturas de la noche, añadió con educación—: Espero que sea una fiesta divertida.
La Muerte no respondió. Estaba mirando a Spold igual que un perro mira un hueso, aunque en este caso las cosas eran más bien al revés.
—He dicho que espero que sea una fiesta divertida —repitió Galder un poco más alto.
—Por el momento, sí —dijo la Muerte llanamente—. Aunque supongo que a medianoche la cosa decaerá.
—¿Por qué?
—Es cuando creen que me quitaré la máscara.
Desapareció, dejando atrás sólo un palillo de cóctel y un trozo de serpentina.
Toda esta escena había tenido un espectador oculto. Iba contra las normas, por supuesto, pero Trymon lo sabía todo sobre las normas y siempre había considerado que estaban para dictarlas, no para cumplirlas.
Mucho antes de que los ocho magos se pusieran a discutir en serio sobre lo que había querido decir la aparición, él estaba en los pisos principales de la biblioteca de la universidad.
Era un lugar asombroso. Muchos de los libros eran mágicos, y lo que nunca se debe olvidar sobre los grimorios es que son mortíferos en manos de un bibliotecario ordenado, porque se sentirá impelido a colocarlos todos en el mismo estante. No es buena idea, tratándose de unos libros con tendencia a tener escapes de magia, porque si hay dos juntos forman una Masa Negra crítica. Además, muchos hechizos menores son bastante picajosos en lo que a la compañía se refiere, y suelen expresar sus objeciones lanzando los libros donde se encuentran de un lado a otro de la habitación. Y, por supuesto, también está la presencia apenas intuida de las Cosas de las Dimensiones Mazmorra, siempre buscando cualquier escape de magia, siempre sondeando los muros de la realidad.
El trabajo de bibliotecario mágico, quien tiene que pasarse los días en esta clase de ambiente sobrecargado, es un empleo de alto riesgo.
El bibliotecario jefe, que estaba sentado sobre su escritorio pelando una naranja con tranquilidad, era muy consciente de eso.
Alzó la vista cuando entró Trymon.
—Busco cualquier cosa que tengamos sobre la Pirámide de Camis-Het —dijo Trymon.
Iba preparado: se sacó un plátano del bolsillo.
El bibliotecario lo miró con tristeza y saltó al suelo. Trymon encontró una mano suave en la suya, y el hombre le guió entre las estanterías. Era como sostener un guantecito de piel.
A su alrededor; los libros se estremecían y chisporroteaban con ocasionales descargas de rayos mágicos dirigidas contra los parahechizos cuidadosamente clavados a las estanterías. Había un olor tenue, azulado, y en el mismísimo umbral auditivo se sentía el horrible chisporroteo de las criaturas de las mazmorras.
Al igual que otras muchas partes de la Universidad Invisible, la biblioteca ocupaba mucho más espacio del que daban a entender sus dimensiones exteriores, porque la magia distorsiona el espacio de una manera muy extraña. Debía de ser la única biblioteca del universo con estantes Moebius. Pero el catálogo mental del bibliotecario funcionaba de maravilla. Se detuvo junto a una imponente torre de libros polvorientos y saltó. Se oyó el ruido de papeles que crujían y una nube de polvo descendió hacia Trymon. El bibliotecario volvió con un delgado volumen en las manos.
—Oook —dijo.
Trymon lo cogió rápidamente.
La cubierta estaba manoseada y con las puntas dobladas, el oro de las inscripciones había desaparecido hacía tiempo, pero consiguió leer; en la lengua mágica del Valle CamisHet, las palabras: Hystorya dely Gran Templyo de Camys-Heyt. Leyyenda y Realydad.
—¿Oook? —inquirió el bibliotecario con ansiedad.
Trymon pasó las páginas cuidadosamente. No se le daban muy bien los idiomas, siempre los había considerado cosas muy poco eficaces que deberían ser reemplazadas por algún tipo de código numérico fácilmente comprensible, pero aquello parecía ser exactamente lo que estaba buscando. Tenía páginas enteras llenas de jeroglíficos preñados de significado.
—¿Es el único libro que tienes sobre la pirámide de Camis-Het? —preguntó con lentitud.
—Oook.
—¿Estás seguro?
—Oook.
Trymon prestó atención. A lo lejos se oía el ruido de pisadas aproximándose y voces discutiendo. Pero también estaba preparado para eso.
Se metió la mano en el bolsillo.
—¿Quieres otro plátano? —preguntó.
El bosque de Skund estaba encantado, desde luego, aunque eso no era nada extraño en el Disco. Además, era el único bosque en todo el universo que se llamaba —en el idioma local— Tu Dedo Idiota, pues tal es el significado literal de la palabra Skund.
El motivo de esto es, por desgracia, de lo más vulgar. Cuando los primeros exploradores procedentes de las tierras cálidas alrededor del Mar Circular se adentraron en las gélidas llanuras interiores, rellenaron los huecos de sus mapas por el sistema de agarrar al nativo más cercano, señalar hacia algún punto geográfico distante, hablar en voz muy alta y clara, y escribir cualquier cosa que les dijera el risueño interrogado. Así, generaciones de atlas inmortalizaron rarezas geográficas como «Pues Una Montaña», «No Lo Sé», «¿Cómo Dices?» y, por supuesto, «Tu Dedo Idiota».
Nubes ominosas se arremolinaban en torno a la cumbre pelada del monte Oolskunrahod (Quién Es Este Imbécil Que Nunca Ha Visto Una Montaña), y el Equipaje se acomodó mejor bajo un árbol goteante, que intentó sin éxito entablar conversación.
Dosflores y Rincewind estaban discutiendo. La persona acerca de la que discutían estaba sentada sobre su seta y los observaba con interés. Tenía aspecto de oler como cualquiera que viviese en una seta, y eso preocupaba a Dosflores.
—Bueno, ¿y por qué no lleva un gorro rojo?
Rincewind titubeó, intentando desesperadamente adivinar adónde quería llegar Dosflores.
—¿Qué? —se rindió.
—Debería llevar un gorro rojo —insistió Dosflores, testarudo—. Y, desde luego, debería ser más limpio y más…, no sé, más alegre. No me parece que sea un gnomo.
—¿De qué hablas?
—Y mira esa barba —se empecinó Dosflores—. He visto mejores barbas en un trozo de queso.
—Mira, mide quince centímetros y vive en una seta —rugió Rincewind—. Claro que es un maldito gnomo.
—Sólo tenemos su palabra.
Rincewind bajó la vista hacia el gnomo.
—Disculpa un momento.
Agarró a Dosflores por un brazo y se lo llevó al otro extremo del claro.
—Escucha —masculló entre dientes—. Si midiera cinco metros y dijera que es un gigante, sólo tendríamos su palabra, ¿verdad?
—Podría ser un duende —insistió Dosflores, desafiante.
Rincewind volvió la vista hacia la figurilla, que se hurgaba la nariz industriosamente.
—¿Y qué? —dijo—. ¿Qué más da? Gnomo, duende, enano, ¿qué más da?
—No, no es un duende —dijo Dosflores con firmeza— los duendes llevan esos trajecitos verdes, tienen gorros puntiagudos y antenitas que les salen de la cabeza. He visto dibujos.
—¿Dónde?
Dosflores titubeó y se miró los pies.
—Creo que fue en el «mmmmmmm».
—¿En el qué? ¿Cómo lo has llamado?
El hombrecillo sentía un repentino interés por el dorso de su mano.
—«El Libro Para Niños Sobre Los Seres Sobrenaturales».
Rincewind le miro sin comprender.
—¿Un libro sobre cómo huir de ellos? —preguntó.
—Oh, no —dijo Dosflores apresuradamente—. Cuenta cómo encontrarlos. Me acuerdo muy bien de los dibujos. —Su rostro adquirió una expresión soñadora, y Rincewind gimió para sus adentros—. Hasta había un ratoncito que venía a llevarse tus dientes.
—¿Cómo? ¿Viene y te arranca los dientes?
—No, no, te equivocas. Es cuando ya se te han caído. Pones el diente debajo de la almohada. Ese ratoncito viene, se lo lleva y te deja un rhinu a cambio.
—¿Porqué?
—¿Porqué qué?
—¿Por qué colecciona dientes?
—Pues no sé. Lo hace y basta.
Rincewind se fabricó una imagen mental de un ratón monstruoso que vivía en un castillo hecho de dientes. Era la clase de imagen que uno trata de olvidar. Sin conseguirlo.
—Agh —fue su respuesta.
¡Gorros rojos! Se preguntó si debería informar al turista sobre cómo era de verdad la vida cuando una rana representa una buena comida, una conejera un excelente refugio para la lluvia, y un búho es un terror silencioso en la noche. Unos pantalones de piel de topo parecen muy elegantes a menos que tú, personalmente, tengas que quitárselos a su legítimo propietario cuando el pequeño monstruo está arrinconado en su madriguera. En cuanto a los gorros rojos, cualquiera que fuese por un bosque con un aspecto tan llamativo sólo lo haría durante un tiempo muy, muy breve.
Quería decirle: mira, la vida de los gnomos y duendes es desagradable, brutal y breve. Ellos también.
Quería decirle todo eso, pero no pudo. Dosflores deseaba ver el infinito, pero en realidad nunca salía de los límites de su propia cabeza. Decirle la verdad sería como dar una patada a un perro de aguas.
—Swi whi wiidl whiit —dijo una voz junto a su pie.
Bajó la vista. El gnomo, que había dicho llamarse Swires alzó la vista. Rincewind tenía buen oído para los idiomas. El gnomo acababa de decir: «Tengo un poco de sorbete de tritón que me sobró de ayer».
—Qué apetitoso —respondió Rincewind.
Swires le dio otro pellizco en el tobillo.
—El otro grandullón ¿está bien? —preguntó, solícito.
—Sí, sólo ha sufrido un ataque de realismo —dijo Rincewind—. Oye, ¿no tendrás por casualidad un gorro rojo?
—¿Quiii?
—Ya me parecía a mí.
—Sé dónde hay comida para grandullones —dijo el gnomo—. Y un lugar donde refugiarse. No está muy lejos.
Rincewind miró el cielo, cada vez más encapotado. La luz del día empezaba a huir del lugar; y las nubes tenían aspecto de haber oído hablar de la nieve y estar considerando la posibilidad. Por supuesto, no era imprescindible confiar en alguien que vivía en una seta, pero en aquel momento una trampa cebada con una comida caliente y sábanas limpias haría que el mago se precipitase hacia ella.
Se pusieron en marcha. Tras unos segundos, el Equipaje se levantó cautelosamente y trotó tras ellos.
—¡Psst!
Se volvió con cuidado, moviendo las patitas en una complicada maniobra, y pareció alzar la vista.
—¿Cómo se siente uno cuando lo tallan? —preguntó el árbol con ansiedad—. ¿Duele?
El Equipaje pareció pensárselo. Cada asa de latón, cada nudo en la madera, irradiaban concentración.
Luego, se encogió de tapa y se alejó.
El árbol suspiró y se sacudió unas hojas secas de las ramas.
La casita era pequeña, destartalada y tan elegante como una servilleta de papel. Algún ebanista loco había trabajado allí, decidió Rincewind, y provocó un caos terrible antes de que pudieran llevárselo. Cada puerta, cada contraventana, tenía racimos de uvas de madera y medias lunas labradas, y había cadenetas de piñas talladas por todas las paredes. Casi esperaba que un cuco gigante saliera repentinamente de alguna ventana superior.
También advirtió el característico tacto aceitoso en el aire. Chispitas verdes y purpúreas le brotaban de debajo de las uñas.
—Un campo mágico muy fuerte —murmuro—. De cien milithaums[2], por lo menos.
—Aquí hay magia por todas partes —explicó Swires—. Antes vivía en esta casa una bruja. Se fue hace tiempo, pero la magia aún mantiene la casa en marcha.
—Oye, esta puerta es un poco rara —interrumpió Dosflores.
—¿Y por qué una casa necesita magia para mantenerse en marcha?
Dosflores rozó suavemente una pared.
—¡Es toda pegajosa!
—Turrón —explicó Swires.
—¡Madre mía! ¡Una auténtica casita de chocolate! ¡Rincewind, una auténtica…!
Rincewind asintió con gesto sombrío.
—Sí, la Escuela de Arquitectura Confitera —dijo—. Nunca cuajó.
Observó con aire de sospecha la aldaba de caramelo.
—Se regenera, o algo por el estilo —explicó Swires—. Una cosa maravillosa. Hoy en día no se construye así, no hay manera de conseguir jengibre.
—¿De verdad? —preguntó Rincewind con pesimismo.
—Entremos —indicó el duende—, pero cuidado con el dintel.
—¿Por qué?
—Es dulce de leche.
El gran Disco giraba lentamente bajo su ajetreado sol. La luz del día emprendió una retirada estratégica y al final desapareció cuando cayó la noche.
En su gélida habitación de la Universidad Invisible, Trymon escudriñaba el libro, moviendo los labios a medida que su dedo seguía la escritura antigua, extraña. Leyó que la Gran Pirámide de Camis-Het, desaparecida hacía ya mucho tiempo, estaba constituida por un millón tres mil diez bloques de piedra caliza. Leyó que diez mil esclavos trabajaron hasta la muerte en su construcción. Aprendió que era un laberinto de pasadizos secretos cuyas paredes, se decía, estaban decoradas con la sabiduría destilada del viejo Camis-Het. Se enteró de que la suma de su altura y su longitud, partida por la mitad de su anchura, era igual exactamente a 1,67563 o a 1.237,98712567 veces la diferencia entre la distancia hasta el sol y el peso de una naranja pequeña. Descubrió que su edificación había durado sesenta años.
Demasiadas molestias para tan poca cosa, pensó.
Y en el bosque de Skund, Dosflores y Rincewind se dispusieron a comerse una chimenea de bizcocho, mientras pensaban con añoranza en cebollas a la vinagreta.
Y muy lejos, pero situado en el curso de colisión, el héroe más grande jamás nacido en el Disco se liaba un cigarrillo, completamente inconsciente de la que le aguardaba.
El pitillo que hacía girar expertamente entre los dedos era interesante: como muchos magos errantes de los que había aprendido el arte, aquel héroe tenía la costumbre de guardarse las colillas en un saquito de cuero y usar los restos para hacerse nuevos cigarrillos. Las implacables leyes de los promedios dictaban que parte de aquel tabaco había sido fumado casi continuamente durante muchos años. La sustancia que intentaba prender sin éxito…, bueno, digamos que habría servido para alquitranar carreteras.
Tan grande era la reputación de este hombre que un grupo de jinetes nómadas bárbaros le había invitado respetuosamente a reunirse con ellos en torno a su hoguera de boñigas de caballo. Los nómadas de las regiones del Eje solían emigrar hacia la Periferia cuando llegaba el invierno, y éstos formaban parte de una tribu que había plantado sus tiendas de fieltro en la sofocante ola de calor de -3 grados. Iban por ahí con las narices despellejadas y quejándose de insolaciones.
El jefe bárbaro dijo:
—¿Cuáles, pues, son las grandes cosas que un hombre puede encontrar en la vida?
Es el tipo de conversaciones que hay que iniciar para que los bárbaros esteparios se mantengan sentados en círculos.
El hombre situado a su derecha bebió pensativamente un sorbo de cóctel de leche de yegua y sangre de lince blanco, y así habló:
—El horizonte nítido de la estepa, el viento en tu melena, un caballo descansado para cabalgar.
El hombre de su izquierda dijo:
—El grito de un águila blanca en las montañas, la caída de la nieve en el bosque, una buena flecha en tu arco.
El jefe asintió y dijo:
—Sin duda es el espectáculo de tu enemigo muerto, la humillación de su tribu y el llanto de sus mujeres.
Se oyó un murmullo generalizado de aprobación ante tan extravagante afirmación.
El jefe se volvió respetuosamente hacia su invitado, una figurilla que se calentaba cuidadosamente los sabañones junto a la hoguera.
—Pero nuestro huésped, cuyo nombre es legendario, sin duda conoce la verdad: ¿cuáles son las grandes cosas que un hombre puede encontrar en la vida?
El invitado se detuvo en mitad de otro inútil intento por encender su pitillo.
—¿Cómo dicez? —preguntó, desdentado.
—Que cuáles son las grandes cosas que un hombre puede encontrar en la vida.
Los guerreros se inclinaron hacia adelante para oír mejor. Aquello valdría la pena.
El invitado pensó durante largo rato con todas sus fuerzas, y luego dijo con voz pausada:
—Agua caliente, buenoz dientez y papel higiénico zuave.
Una deslumbrante luz octarina brillaba en la forja. Galder Ceravieja, desnudo de cintura para arriba, con el rostro oculto tras una máscara de vidrio ahumado, entrecerró los ojos para escudriñar en el brillo y dejó caer el martillo con precisión quirúrgica. La magia chilló y se retorció entre las tenazas, pero siguió trabajándola, convirtiéndola en una línea de fuego agonizante.
Un tablón del suelo crujió. Galder se había pasado muchas horas afinándolos a tal efecto, siempre conviene tomar ese tipo de precauciones cuando se tiene un ayudante ambicioso que camina como un gato.
Re bemol. Así que estaba justo a la derecha de la puerta.
—Ah, Trymon —dijo sin darse la vuelta. Advirtió con cierta satisfacción el leve suspiro de sorpresa tras él—. Has sido muy amable al venir. ¿Te importa cerrar la puerta?
Trymon empujó la pesada puerta con rostro inexpresivo. Sobre él, en un elevado estante, varias imposibilidades embotelladas se revolcaron en sus frascos de escabeche y le observaron con interés.
Como todos los talleres de los magos, aquel lugar parecía como si un taxidermista hubiera dejado caer todas sus pertenencias en una fundición y luego se hubiera peleado con un enloquecido soplador de vidrio, volándole de paso la cabeza a un inocente cocodrilo que pasara por allí (estaba colgado del techo y apestaba a alcanfor). Había anillos y lámparas que Trymon se moría por frotar; y espejos que bien merecían un segundo vistazo. Un par de botas de siete leguas se estremecían inquietas en una jaula. Toda una biblioteca de grimorios, no tan poderosos como el Octavo, por supuesto, pero repletos de hechizos, crujieron e hicieron tintinear sus cadenas al sentir la mirada codiciosa del mago. Aquella acumulación de poder puro le hacía estremecerse como ninguna otra cosa en el mundo, pero detestaba la cursilería y el estilo teatrero de Galder.
Por ejemplo, Trymon sabía que el líquido verdoso que burbujeaba misteriosamente a través de un laberinto de pipetas retorcidas sobre una de las mesas de trabajo, no era más que tinta verde mezclada con jabón: había sobornado a uno de los criados para averiguarlo.
Algún día, pensó, todo esto desaparecerá. Empezando por el maldito cocodrilo. Sus nudillos se pusieron blancos…
—Bueno, bueno —dijo Galder alegremente, colgando el delantal y recostándose en el sillón con brazos de zarpas de león y patas palmeadas de pato—. Me has mandado ese memoloquesea.
Trymon se encogió de hombros.
—Memorándum. Me limitaba a informarte, señor; de que todas las demás órdenes han enviado agentes al Bosque Skund para capturar al Hechizo, mientras que tú no has hecho nada —dijo—. No me cabe duda de que revelarás tus motivos a su debido tiempo.
—Tanta confianza me hace enrojecer —le dijo Galder.
—El mago que consiga el Hechizo ganará un gran honor para sí mismo y para su Orden. Los otros han usado botas y todo tipo de magia de transportación. ¿Qué te propones utilizar tú, maestro?
—Me parece captar un cierto sarcasmo.
—En absoluto, maestro.
—¿Ni siquiera una pizca?
—Ni la menor de las pizcas, maestro.
—Bien. Porque no tengo intención de ir.
Galder extendió el brazo para coger un viejo libro. Murmuró una orden y el volumen se abrió con un crujido. Un marcapáginas sospechosamente parecido a una lengua chasqueó, volviendo a enterrarse en la encuadernación.
Buscó algo detrás de su sillón, y sacó una bolsita de cuero para el tabaco y una pipa del tamaño de un horno crematorio. Con la habilidad de un adicto terminal a la nicotina, frotó entre sus manos una nuez de tabaco y la introdujo en la cazoleta. Chasqueó los dedos para producir una llama. Inhaló profundamente y suspiró con satisfacción… y alzó la vista.
—¿Sigues ahí, Trymon?
—Tú me hiciste llamar, maestro —respondió éste con voz tranquila.
Al menos, ésas fueron las palabras que salieron de sus labios. En lo más profundo de los ojos grises, había un ligerísimo brillo que decía que llevaba una lista de cada menosprecio, de cada parpadeo despectivo, de cada ligero reproche, de cada mirada de superioridad, y que por cada una de aquellas cosas el cerebro vivo de Galder se pasaría un año sumergido en ácido.
—Ah, sí. Perdona los despistes de este viejo —asintió Galder con voz amable. Le mostró el libro que había estado leyendo—. No me va tanta carrera. Todo es demasiado teatral, tonterías con alfombras mágicas y botas de siete leguas, pero la auténtica magia está en el cerebro. Por ejemplo, mira las botas de siete leguas: si el hombre estuviera hecho para avanzar treinta kilómetros de un paso, estoy seguro de que Dios nos habría dado piernas más largas… ¿Qué estaba diciendo?
—No estoy seguro —replicó Trymon con frialdad.
—Ah, sí. Me extraña mucho que no encontráramos nada sobre la Pirámide de Camis-Het en la biblioteca. Habría jurado que teníamos algo, ¿tú no?
—El bibliotecario será castigado, por supuesto.
Galder le miró de soslayo.
—Nada demasiado drástico —dijo—. Supongo que le quitaremos su ración de plátanos.
Se miraron durante un instante.
Galder fue el primero en apartar la vista…, mirar fijamente a Trymon siempre le molestaba. Le producía la misma sensación desconcertante que clavar los ojos en un espejo y no ver a nadie.
—De cualquier manera —siguió—, por extraño que parezca, encontré información en otra parte. En mis modestas estanterías, para ser exactos. El diario de Skrelt Cambiacestas, fundador de nuestra Orden. Tú, mi joven amigo tan dispuesto a salir corriendo, ¿sabes lo que sucede cuando muere un mago?
—Todos los hechizos que haya memorizado se pronuncian a sí mismos —respondió Trymon—. Es una de las primeras cosas que aprendemos.
—Pues eso no se aplica a los Ocho Grandes Hechizos originales. Gracias a un estudio exhaustivo, Skrelt descubrió que un Gran Hechizo se limitará a refugiarse en la mente abierta más cercana, si está preparada para recibirlo. ¿Te importa acercar el espejo grande?
Galder se puso de pie y se acercó con paso cansino a la forja, que ya estaba fría. Pese a eso, la hebra de magia todavía se estremecía, presente y ausente a la vez, como una hendidura que diera a otro universo lleno de cálida luz azul. La cogió sin problemas, tomó un arco largo de un estante, dijo una palabra poderosa y observó con satisfacción cómo la magia se aferraba a los extremos del arco y luego se tensaba hasta que la madera crujió. Seleccionó una flecha.
Trymon había empujado un enorme espejo de cuerpo entero hasta el centro de la habitación. Cuando sea el jefe de la Orden, se dijo para sus adentros, no iré por ahí en zapatillas arrastrando los pies, desde luego.
Como se ha mencionado antes, Trymon opinaba que se podrían hacer grandes cosas con un poco de savia fresca si antes se eliminaba la madera muerta…, pero, por el momento, sentía un interés sincero por ver qué se proponía el viejo imbécil.
Se habría sentido muy satisfecho de saber que tanto Galder como Skrelt Cambiacestas estaban absolutamente equivocados.
Galder hizo unos cuantos pases ante el espejo, que se nubló y luego se aclaró para mostrar una vista aérea del Bosque de Skund. Lo observó con atención mientras sostenía el arco con la flecha apuntando vagamente hacia el techo. Murmuró unas cuantas palabras como «determinación de la velocidad del viento, pongamos unos tres nudos» y «ajuste de temperatura»… y luego, con un gesto bastante decepcionante, soltó la flecha.
Si las leyes de acción y reacción hubieran estado un poco más atentas, tendría que haber caído al suelo a un metro escaso de distancia. Pero, si dijeron algo, nadie les hizo caso.
Con un sonido que desafiaba a toda descripción, pero que para ser completistas definiremos básicamente como «¡spang!» tras tres días de trabajo intensivo en una emisora de radio con una buena mesa de mezclas, la flecha desapareció.
Galder tiró el arco a un lado y sonrió.
—Por supuesto, tardará cosa de una hora en llegar allí —dijo—. Luego el hechizo se limitará a seguir el camino ionizado de vuelta aquí. A mí.
—Muy notable —dijo Trymon.
Pero cualquier telépata que pasara por allí habría leído en letras de diez metros de altura: «¿Y por qué no a mí?». Bajó la vista hacia la abarrotada mesa de trabajo, en la cual había un cuchillo muy largo y afilado que parecía hecho a medida para lo que se le acababa de ocurrir.
La violencia no era algo en lo que le gustase involucrarse directamente. Pero la Pirámide de Camis-Het había explicado con bastante precisión la recompensa que aguardaba al que reuniera los Ocho Hechizos en el momento adecuado, y Trymon no iba a permitir que años de trabajo y esfuerzos se fueran a hacer gárgaras sólo porque a un viejo idiota se le había ocurrido una idea genial.
—¿Quieres una taza de chocolate mientras esperamos? —dijo Galder dirigiéndose hacia la campana para avisar a los criados.
—Desde luego —respondió Trymon.
Recogió el cuchillo y lo sopesó buscando el punto de equilibrio.
—Tengo que felicitarte, maestro. Veo que tendremos que madrugar mucho si queremos adelantarte.
Galder se echó a reír. Y el cuchillo partió de manos de Trymon a tal velocidad que (a causa de la naturaleza indolente de la luz del Disco) pareció hacerse un poco más pequeño y pesado al ser lanzado, con puntería infalible, hacia la garganta de Galder.
No llegó a ella. En vez de eso, se desvió hacia un lado y trazó una órbita muy rápida…, tanto que por un momento Galder pareció lucir un collar metálico. Se dio media vuelta. De repente, a Trymon le pareció que había crecido muchos metros, que era mucho más poderoso.
El cuchillo se desvió de su órbita y fue a clavarse en la puerta, a una distancia de la oreja de Trymon equivalente al espesor de una sombra.
—¿Madrugar? —dijo Galder con voz amable—. Hijo mío, no tendríais que acostaros en toda la noche.
— ¿Quieres un poco más de mesa? —ofreció Rincewind.
—No, gracias, no me gusta el mazapán —respondió Dosflores—. Además, me parece que no está bien comerse el mobiliario ajeno.
—No te preocupes —le tranquilizó Swires—, hace años que la vieja bruja no viene por aquí. Se dice que un par de chavales que se habían escapado de su casa la devolvieron al buen camino.
—Los niños de hoy en día… —comentó Rincewind.
—A mí me parece que la culpa la tienen los padres —dijo Dosflores.
Una vez hecho el necesario reajuste mental, la casita de chocolate era un lugar bastante agradable. La magia residual la mantenía en pie, y los animales salvajes que no habían muerto ya de caries agudizadas la esquivaban. Una animada hoguera de troncos caramelizados ardía con bastantes chisporroteos en la chimenea. Rincewind había tratado de recoger leña en el exterior; pero acabó por rendirse: es muy difícil quemar una madera que te está hablando.
Eructó.
—Esto no es muy saludable —dijo—. Quiero decir; ¿por qué dulces? ¿Por qué no pan y queso? O salchichón, ya que nos ponemos…, me vendría bien un buen sofá de salchichón.
—A mí que me registren —replicó Swires—. La vieja Abuelita Cariñosa sólo hacía dulces. Ojalá hubierais visto sus merengues…
—Ya los he visto —señaló Rincewind—. Se me ocurrió echar un vistazo a las mantas.
—El chocolate es más tradicional —interrumpió Dosflores.
—¿Para qué, para las mantas?
—No digas tonterías —respondió el turista en tono razonable—. ¿Quién ha oído hablar de mantas de chocolate?
Rincewind gruñó. Sólo podía pensar en comida…, más concretamente en la comida de Ankh-Morpork. Era raro, pero cuanto más lejos estaba de allí, más atractivo le parecía. Sólo tenía que cerrar los ojos para visualizar; con una precisión que le hacía la boca agua, los tenderetes de alimentos, embajadores de un centenar de culturas en los mercados. Se podía comer gelatosh o sopa de aleta de tiburón tan fresca que los nadadores no se acercarían a ella, y…
—¿Crees que este lugar estará en venta? —preguntó Dosflores.
Rincewind titubeó. Había aprendido que era conveniente considerar con suma cautela las más sorprendentes preguntas de Dosflores antes de dar una respuesta.
—¿Para qué? —inquirió precavidamente.
—Bueno, es que huele a tranquilidad y solaz.
—Oh.
—¿Qué es un solaz? —quiso saber Swires, olfateando cautelosamente con cara de que, fuera lo que fuera, él no había sido.
—Creo que es un terreno sin edificios —dijo Rincewind—. De cualquier manera, no puedes comprar la casa porque no hay nadie a quien comprarla…
—Me parece que yo podría arreglarlo… en beneficio del consejo del bosque, por supuesto —le interrumpió Swires, tratando de esquivar la mirada del mago.
—… Y además, no te la puedes llevar. Quiero decir; no cabe en el Equipaje, ¿verdad?
Rincewind señaló el Equipaje, que estaba tendido junto a la chimenea y, por imposible que pareciera, tenía aspecto de tigre satisfecho… pero alerta. Luego, volvió la vista hacia Dosflores. El alma se le cayó a los pies.
—No cabe, ¿verdad? —repitió.
Nunca se había reconciliado con la idea de que el interior del Equipaje no parecía residir en el mismo mundo que el exterior. Por supuesto, aquello no era más que un producto residual de su rareza esencial, pero resultaba muy desconcertante ver cómo Dosflores lo llenaba de camisas y calcetines sucios para al momento abrirlo y encontrarse dentro toda la ropa limpia, planchada y con un ligero olor a lavanda. Además, el turista había comprado un montón de artesanía nativa (chatarra, en palabras de Rincewind), y hasta un rastrillo ceremonial de dos metros de largo parecía caber dentro con facilidad, sin sobresalir por ningún lado.
—No sé —dijo Dosflores—. Eres mago, tú entiendes de estas cosas.
—Sí, bueno, claro, pero la magia necesaria para hacer maletas es de un nivel muy elevado —asintió apresuradamente Rincewind—. De cualquier manera, estoy seguro de que los gnomos no querrán venderla. Es… es… —Rebuscó entre lo que sabía del enloquecido vocabulario de Dosflores—. Es una atracción turística.
—¿Y eso qué es? —inquirió Swires muy interesado.
—Quiere decir que muchas personas como él vendrán aquí a ver la casa.
—¿Por qué?
—Porque… —Rincewind buscó más palabras—. Porque es típica. Tiene el atractivo de lo tradicional. Pintoresca. Eh… una encantadora muestra del arte popular, anclada en las tradiciones de una época ya perdida.
—¿De verdad? —se asombró Swires, mirando la casita como si la viera por primera vez.
—Sí.
—¿Todo eso?
—Así me temo.
—Os ayudaré a recoger.
Y la noche va pasando, bajo una manta de nubes cada vez más cerradas que cubre la mayor parte del Disco…, cosa que viene muy bien, porque cuando se despejen y los astrólogos vean el cielo con claridad, se van a poner muy nerviosos.
En diversas zonas del bosque, en estos momentos partidas de magos se están perdiendo, caminando en círculos y escondiéndose unos de otros, muy preocupados porque cada vez que tropiezan con un árbol éste se disculpa. Pero, aunque sea con tantos contratiempos, muchos de ellos se están acercando a la casita…
Así que es un buen momento para volver al destartalado edificio de la Universidad Invisible, y en concreto a las habitaciones de Grishald Spold, el mago más viejo del Disco y decidido a seguir siéndolo.
Acaba de ponerse muy nervioso.
Lleva algunas horas muy ajetreado. Es bastante sordo y un poco duro de mollera, pero los magos ancianos tienen los instintos de supervivencia muy agudizados, y saben que cuando una figura alta con túnica negra y el último grito en herramientas de horticultura te mira con gesto pensativo, es hora de moverse con rapidez. Había dado la noche libre a los criados. Había sellado las puertas con pasta de moscas de mayo, había dibujado octogramas protectores en las ventanas. Después de eso derramó en el suelo aceites extraños y bastante malolientes, trazando dibujos raros que hacían daño a los ojos y sugerían que su diseñador había estado borracho, o bien procedía de otra dimensión; o, más probablemente, ambas cosas. En el centro de la habitación se encuentra el octograma de Retención, rodeado de velas rojas y verdes. Y en el centro mismo de éste hay una caja fabricada de pino piñonero, que crece hasta edades increíbles, envuelta en seda roja y con más amuletos protectores todavía. Porque Grishald Spold sabe que la Muerte le anda buscando, y él se ha pasado muchos años diseñando un escondrijo impenetrable.
Acaba de fijar el complicado sistema de relojería de la cerradura, ha cerrado la tapa, y se ha tumbado con la tranquilidad que da el saber que por fin tiene la defensa perfecta contra su enemiga definitiva, aunque todavía no ha caído en la cuenta de que, en este tipo de proyectos, los agujeros para respirar desempeñan un papel muy importante.
Y junto a él, muy cerca de su oreja, una voz acaba de decir: «Qué oscuro está esto, ¿no?».
Empezó a nevar. Las ventanas de azúcar candi de la casita brillaban alegremente, destacando en la oscuridad.
A un lado del claro, tres puntitos de luz roja relampaguearon un instante. Se oyó el ruido de una tos pectoral, bruscamente silenciada.
—¡Silencio! —siseó un mago de tercer nivel—. ¡Nos van a oír!
—¿Quién? A los muchachos de la Hermandad Burlona les dimos esquinazo en el pantano, y esos imbéciles del Venerable Consejo de los Videntes ya andaban despistados de todas maneras.
—Sí —intervino el mago más joven—. Pero ¿quién nos está hablando todo el rato? He oído que este bosque es mágico, está lleno de duendes, lobos y…
—Árboles —dijo una voz desde arriba, en la oscuridad.
Aunque la comparación sea extraña, la voz tenía la cualidad de un serrucho.
—Eso —asintió el mago joven.
Dio una calada a la colilla del cigarrillo y se estremeció.
El jefe del grupo echó un vistazo por encima de la roca, observando la casita.
—Muy bien —dijo, sacudiendo su pipa contra el tacón de la bota de siete leguas, que chilló en tono de protesta—. Entramos, los cogemos y nos largamos, ¿de acuerdo?
—¿Estás seguro de que sólo son personas? —preguntó el mago joven, nervioso.
—Claro que estoy seguro —rugió el jefe—. ¿Qué esperas encontrar, tres osos?
—A lo mejor son monstruos. Ésta es la clase de bosque donde hay monstruos.
—Y árboles —aportó una voz amistosa desde las ramas.
—Cierto —respondió el jefe con cautela.
Rincewind contempló cautelosamente la cama. Era una hermosa camita, de una especie de toffee recubierto de caramelo, pero hubiera preferido comérsela a dormir en ella, y al parecer a alguien se le había ocurrido la misma idea.
—Alguien se ha estado comiendo mi cama —dijo.
—Me gusta el toffee —se defendió Dosflores.
—Si no tienes cuidado, ese ratoncito vendrá y se te llevará todos los dientes.
—No, son los elfos —informó Swires desde la cómoda—. Los elfos son los que se llevan los dientes. Y también las uñas de los pies. A veces los elfos son un tanto susceptibles.
Dosflores se dejó caer sentado en la cama.
—Estás equivocado —dijo—. Los elfos son nobles, hermosos, sabios y justos. Estoy seguro de que lo he leído en alguna parte.
Swires y la rodilla de Rincewind intercambiaron miradas.
—Debes de referirte a otro tipo de elfos —dijo el gnomo con voz pausada—. Aquí sólo tenemos de los que te he dicho. No se puede decir que tengan mal genio —añadió rápidamente—. No, a menos que tengas ganas de volver a casa con los dientes en el bolsillo.
Se oyó claramente el ruido inconfundible de una puerta de turrón al abrirse. Al mismo tiempo, desde el otro lado de la casita les llegó un ligerísimo tintineo, como el de una roca destrozando una ventana de azúcar candi con toda la delicadeza posible.
—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Dosflores.
—¿Cuál de los dos? —replicó Rincewind.
Oyeron el crujido de una pesada rama restallando contra el alféizar de la ventana. Gritando «¡Gnomos!», Swires salió corriendo hacia una ratonera y desapareció.
—¿Qué hacemos? —quiso saber Dosflores.
—¿Huir? —sugirió Rincewind esperanzado.
Siempre había mantenido que la huida era el mejor medio de supervivencia. En los viejos tiempos, según decía la teoría, la gente que se enfrentaba a tigres de dientes de sable hambrientos se dividía en dos categorías: los que huían y los que se quedaban allí diciendo «¡Qué magnífico animal!» o bien «Gatito, gatito».
—Ahí hay una despensa —dijo Dosflores señalando una estrecha puerta estrujada entre la pared y la chimenea.
Se refugiaron en la oscuridad húmeda y dulzona.
Los tablones de chocolate crujieron fuera.
—Me ha parecido oír voces —dijo alguien.
—Sí, abajo —respondió otro—. Seguro que son los Burlones.
—¡Pero si dijiste que les habíamos dado esquinazo!
—¡Eh, vosotros dos, este sitio se come! Mirad, se…
—¡Cállate!
Se oyeron muchos crujidos más, y un grito ahogado procedente del piso inferior, donde un Venerable Vidente, arrastrándose cautelosamente en la oscuridad tras entrar por la ventana rota, había aplastado los dedos a un Burlón que se escondía bajo la mesa. El zumbido de la magia recorrió la casa.
—¡Bribón! —gritó una voz en el exterior—. ¡Lo tienen! ¡Vamos!
Más crujidos y, luego, el silencio. Tras un rato, Dosflores lo rompió.
—Rincewind, me parece que en esta despensa hay una escoba.
—¿Y qué hay de raro en eso?
—Que tiene un manillar.
Abajo retumbó un aullido ensordecedor. En la oscuridad, un mago había intentado abrir la tapa del Equipaje. Un ruido en la cocina delató la repentina llegada de los Magos Iluminados del Círculo Íntegro.
—¿Qué crees que buscan? —susurró Dosflores.
—No lo sé, y me parece que sería buena idea no averiguarlo —respondió Rincewind, pensativo.
—Quizá tengas razón.
Rincewind abrió la puerta cautelosamente. La habitación estaba vacía. Caminó de puntillas hasta la ventana y miró hacia abajo, al mismo tiempo que, en el exterior, los rostros de tres Hermanos de la Orden de Medianoche miraban hacia arriba.
—¡Es él!
Retrocedió rápidamente y corrió hacia la escalera.
La escena que encontró abajo era indescriptible, pero como semejante afirmación tenía pena de muerte durante el reinado de Olaf Quimby II, más vale intentarlo. Para empezar, la mayoría de los magos combatientes trataban de iluminar la escena con diversas llamas, bolas de fuego y resplandores mágicos, de manera que aquello parecía una discoteca instalada en una fábrica de luces estroboscópicas; cada hombre buscaba desesperadamente una posición desde la que se divisara el resto de la habitación y al tiempo se estuviera a salvo de cualquier ataque, y absolutamente todos intentaban por todos los medios no cruzarse en el camino del Equipaje, que había arrinconado a dos Venerables Videntes y chasqueaba la tapa en cuanto alguien se acercaba. Pero dio la casualidad de que un mago alzó la vista.
—¡Es él!
Rincewind retrocedió de un salto, y algo chocó contra él. Miró a su alrededor apresuradamente, y se quedó boquiabierto al ver a Dosflores montado en la escoba…, que, por cierto, flotaba en el aire.
—¡La bruja se la debió de dejar! —exclamó el turista—. ¡Una auténtica escoba mágica!
Rincewind titubeó. Chispas octarinas brillaban entre las cerdas de la escoba, y él odiaba las alturas casi más que a cualquier otra cosa en el mundo. Pero lo que en realidad odiaba más que a cualquier otra cosa en el mundo era a una docena de magos muy furiosos corriendo escaleras arriba hacia él, y eso era exactamente lo que sucedía en aquel momento.
—Muy bien —dijo—. Pero conduzco yo.
Lanzó una patada contra un mago que estaba a medio Hechizo de Retención, y saltó a lomos de la escoba, que se tambaleó por la escalera y se dio media vuelta, de manera que Rincewind quedó en un horrible frente a frente con un Hermano de Medianoche.
Aulló y sacudió convulsivamente el manillar.
Varias cosas sucedieron a la vez. La escoba salió disparada hacia adelante y destrozó una pared en su camino, lanzando al aire una lluvia de migas de mazapán. El Equipaje dio un salto y mordió al Hermano en la pierna. Y; con un extraño sonido silbante, una flecha apareció de la nada, falló a Rincewind por cuestión de milímetros y fue a clavarse en la tapa del Equipaje con un golpe seco.
El Equipaje desapareció.
En un pueblecito perdido en lo más profundo del bosque, un viejo shamán arrojó unas cuantas ramitas más a la hoguera y, entre el humo, escudriñó el rostro de su avergonzado aprendiz.
—¿Una caja con patas? —preguntó.
—Sí, maestro. Bajó del cielo y me miro —respondió el aprendiz.
—Entonces, ¿esa caja tenía ojos?
—N…
El aprendiz se detuvo, confuso. El anciano frunció el ceño.
—Muchos han visto a Topaxci, el Dios de la Seta Roja, y son llamados shamanes —dijo—. Algunos han visto a Skelde, espíritu del humo, y son llamados hechiceros. Unos pocos han tenido el privilegio de ver a Umcherrel, el alma del bosque, y son llamados maestros espirituales. Pero nadie ha visto una caja con cientos de patas que le mirase sin ojos, y el que la vea será llamado idio…
La interrupción fue causada por un repentino aullido y una ventisca de nieve y chispas que aventó la hoguera en la choza oscura. Hubo una breve visión borrosa antes de que la pared opuesta volara por los aires y la aparición se desvaneciese.
Se oyó un largo silencio. Luego, otro un poco más corto. Al final, el viejo shamán preguntó cautelosamente:
—No habrás visto a dos hombres montados cabeza abajo en una escoba, chillando y gritándose el uno al otro, ¿verdad?
El chico le miró llanamente.
—Por supuesto que no —dijo.
El viejo dejó escapar un suspiro de alivio.
—Menos mal —asintió—. Yo tampoco.
La casita era un caos, porque los magos no sólo querían seguir a la escoba, sino también impedir que los otros lo hicieran, cosa que provocó varios incidentes lamentables. El más espectacular, y desde luego el más trágico, tuvo lugar cuando un Vidente trató de usar sus botas de siete leguas sin la adecuada secuencia de hechizos y preparativos. Las botas de siete leguas, como ya se ha mencionado, son una forma de magia harto problemática, y el mago recordó demasiado tarde que hay que tomar toda clase de precauciones cuando se usa un medio de transporte cuya efectividad consiste en poner un pie a treinta kilómetros del otro.
Caían las primeras nevadas del invierno, y de hecho había una capa de nubes sospechosamente pesada sobre la mayor parte del Disco. Aun así, desde muy arriba y a la luz plateada de la pequeña luna del Mundodisco, era uno de los espectáculos más bellos del multiverso.
Grandes jirones de nubes con una longitud de cientos de kilómetros se extendían entre la catarata del Borde hasta las montañas del Eje. En el frío silencio cristalino, la enorme espiral blanca brillaba gélida bajo las estrellas, girando imperceptiblemente como si Dios estuviera dando vueltas a su café y luego le hubiera añadido leche.
Nada turbaba la deslumbrante escena, que…
Algo pequeño y distante desgarró el manto de nubes, dejando jirones de vapor. En la calma estratosférica, los sonidos de la disputa se expandían con nitidez.
—¡Dijiste que sabías pilotar estos cacharros!
—¡No es cierto, sólo dije que tú no sabías!
—¡Pero si yo nunca había visto una!
—¡Qué coincidencia!
—De todas maneras, tú dijiste…, ¡mira el cielo!
—¡Yo no dije eso!
—¿Qué les ha pasado a las estrellas?
Y así fue como Rincewind y Dosflores se convirtieron en las dos primeras personas del Disco en saber lo que reservaba el futuro.
A dos mil kilómetros por detrás de ellos, el Eje montañoso de Cori Celesti apuñalaba el cielo y proyectaba una sombra brillante como una navaja por entre las nubes, de manera que los Dioses también hubieran debido darse cuenta…, pero los Dioses no tienen la costumbre de mirar hacia el cielo, y además estaban enzarzados en un litigio contra los Gigantes del Hielo, que ponían la radio muy alta.
En dirección borde, hacia donde se movía Gran A’Tuin, las estrellas habían desaparecido del firmamento.
En aquel círculo de negrura sólo quedaba una estrella, una estrella roja y ominosa, una estrella como el brillo en las órbitas oculares de un visón rabioso. Era pequeña, era horrible, era inexorable. Y el Disco viajaba directamente hacia ella.
Rincewind sabía muy bien qué hacer en aquellas circunstancias. Lanzó un chillido y apuntó la escoba hacia abajo.
Galder Ceravieja se irguió en el centro del octograma y alzó las manos.
—¡Urshalo, dileptor, c’hula, haced mi voluntad!
Una tenue niebla se formó sobre su cabeza. Miró de soslayo a Trymon, que le observaba hosco desde fuera del círculo mágico.
—El trozo que viene ahora es muy impresionante —dijo—. Mira. ¡Kot-b’hail! ¡Kot-sham! ¡A mí, oh espíritus de las rocas pequeñas aisladas y los ratones preocupados de no más de siete centímetros de largo!
—¿Cómo? —se asombró Trymon.
—Esto ha requerido mucha investigación —asintió Galder—. Sobre todo lo de los ratones. Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí…
Alzó los brazos de nuevo. Trymon le observó lamiéndose los labios distraídamente. El viejo idiota se estaba concentrando en serio, volcaba toda su mente en el hechizo, apenas le prestaba atención.
Las palabras mágicas retumbaban por la habitación, rebotando contra las paredes y perdiéndose de vista entre las estanterías y los frascos. Trymon titubeó.
Galder cerró los ojos un momento, su rostro era una máscara de éxtasis mientras pronunciaba la última palabra.
Trymon se tensó, sus dedos se cerraron de nuevo en torno al puño del cuchillo. Y Galder abrió un ojo, asintió y le lanzó un rayo de energía que elevó por los aires al joven y lo arrojó contra la pared.
Galder le guiñó un ojo y volvió a alzar los brazos.
—¡A mí, oh espíritus de…!
Se oyó un trueno, hubo una implosión de luz y un momento de inseguridad física absoluta durante el cual hasta las paredes parecieron volverse del revés. Trymon oyó una brusca inhalación y, luego, un golpe seco, rotundo.
La habitación quedó en silencio repentinamente.
Tras unos minutos, Trymon salió arrastrándose de debajo de la silla y se sacudió el polvo. Silbó unas cuantas notas inconexas y se volvió hacia la puerta con exagerada cautela, mirando el techo como si lo viera por primera vez. Se movía de una manera que sugería que trataba de batir el récord mundial de velocidad en paso imperturbable.
El Equipaje flexionó las patitas en el centro del círculo, y abrió la tapa.
Trymon se detuvo. Se dio la vuelta con mucho, mucho cuidado, temeroso de lo que podía ver.
El Equipaje parecía contener algo de ropa limpia que olía ligeramente a lavanda. Por algún motivo, era una de las cosas más aterradoras que el mago había visto en su vida.
—Bueno, eh… —dijo—. Tú, mmm…, no habrás visto a otro mago por aquí, ¿verdad?
El Equipaje consiguió parecer aún más amenazador.
—Oh —asintió Trymon—. Bueno, no importa.
Se cogió distraídamente el borde de la túnica y se interesó unos momentos por el bordado. Cuando alzó la vista, la horrible caja seguía allí.
—Adiós —dijo.
Y echó a correr. Se las arregló para salir por la puerta justo a tiempo.
— ¿Rincewind?
Rincewind abrió los ojos. No es que eso le sirviera de mucho. Sólo significaba que en vez de ver sólo negrura, sólo veía blancura…, cosa que, sorprendentemente, era peor.
—¿Te encuentras bien?
—No.
—Ah.
Rincewind se sentó. Al parecer, se encontraba sobre una roca salpicada de nieve, pero aquella roca no tenía el aspecto global de una roca. Por ejemplo, teóricamente, no debería moverse.
La nieve le azotaba. Dosflores estaba a pocos metros, con un gesto de sincera preocupación en el rostro.
Rincewind gimió. Sus huesos estaban muy enfadados por el tratamiento que habían recibido últimamente, y se habían puesto en fila para presentar reclamaciones.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—¿Te acuerdas de cuando íbamos volando, y a mí me preocupaba que chocáramos contra algo en la tormenta, y tú dijiste que a aquella altura lo único con lo que podíamos chocar era con una nube llena de rocas?
—¿Y bien?
—¿Cómo lo supiste?
Rincewind miró alrededor, pero por la variedad e interés de la escena que le rodeaba bien podía encontrarse en el interior de una pelota de ping-pong.
La roca sobre la que estaba era… bueno, rocosa. Pasó las manos por la superficie y palpó muescas de cincel. Cuando arrimó una oreja a la fría piedra húmeda, le pareció oír un martilleo lento, lejano, como el latido de un corazón. Se arrastró cautelosamente hacia el borde y echó un vistazo.
En aquel momento la roca debía de pasar por un claro entre las nubes, porque captó un nebuloso pero horriblemente distante atisbo de escarpadas cumbres montañosas. Estaban muy, muy abajo.
Gimió una retahíla de incoherencias y retrocedió centímetro a centímetro.
—Esto es ridículo —dijo a Dosflores—. Las rocas no vuelan. Tienen fama de no volar.
—A lo mejor volarían si pudieran. A lo mejor ésta aprendió.
—Pues esperemos que no se le olvide —suspiró Rincewind.
Se arrebujó en su empapada túnica y miró con rostro sombrío la nube que le rodeaba. Suponía que en alguna parte debía de haber gente con un cierto control sobre sus vidas: se levantaban por la mañana y se acostaban por la noche con una razonable seguridad de que no caerían por el borde del mundo, ni serían atacados por lunáticos, ni despertarían encima de una roca con ideas extrañas sobre su ubicación. Recordó vagamente haber llevado una vida así en el pasado.
Rincewind olfateó. Aquella roca olía a fritura. El olor parecía llegar de delante y hablaba directamente a su estómago.
—¿No hueles algo? —preguntó.
—Me parece que es tocino —respondió Dosflores.
—Espero que sea tocino —asintió Rincewind—, porque me lo voy a comer.
Se levantó sobre la vacilante piedra y trotó hacia las nubes, escudriñando entre la húmeda oscuridad.
En la parte delantera de la roca, un menudo druida estaba sentado con las piernas cruzadas ante una pequeña hoguera. Se cubría la cabeza con un trozo de tela impermeable anudado bajo la barbilla. Daba vueltas al tocino de una sartén con una hoz llena de adornos.
—Mmm —dijo Rincewind.
El druida alzó la vista y dejó caer la sartén en el fuego. Se puso en pie de un salto y esgrimió la hoz con gesto agresivo, o al menos tan agresivo como puede parecer el gesto de alguien que viste un camisón blanco empapado y un pañuelo chorreante en la cabeza.
—Os lo advierto, soy duro con los ladrones —les amenazó, tosiendo violentamente.
—Te ayudaremos —dijo Rincewind, mirando con ansiedad el tocino que se quemaba.
Aquello pareció sorprender al druida, que era bastante joven, cosa que sorprendió un poco a Rincewind. Suponía que debía de haber druidas jóvenes, al menos en teoría, pero nunca se los había imaginado.
—¿No queréis robarme la roca? —preguntó el druida, bajando la hoz una fracción de milímetro.
—Disculpa —le interrumpió Dosflores con educación—. Creo que tu desayuno está ardiendo.
El druida bajó la vista y se enfrentó con las llamas sin mucho resultado. Rincewind se apresuró a ayudarle, hubo una buena cantidad de humo, cenizas y confusión, y el triunfo compartido al conseguir rescatar unos cuantos trozos de tocino achicharrado fue más efectivo que todo un manual de diplomacia.
—¿Cómo habéis llegado aquí? —quiso saber el druida—. Estamos a ciento cincuenta metros de altura, a menos que me haya vuelto a liar con las runas.
Rincewind trató de no pensar en la altura.
—Pues… más o menos… caímos aquí.
—Cuando íbamos de camino hacia el suelo —añadió Dosflores.
—Sólo que tu roca nos recogió en el aire —siguió el mago. Su espalda protestó—. Gracias.
—Ya me parecía a mí que había atravesado alguna turbulencia hace un rato —dijo el druida, cuyo nombre resultó ser Belafon—. Debisteis de ser vosotros. —Se estremeció—. Parece que está a punto de amanecer —dijo—. Al cuerno con las reglas, os llevo arriba. Agarraos.
—¿A qué? —preguntó Rincewind.
—Bueno, mostrad una falta de predisposición a caer —indicó Belafon.
Se sacó de entre los pliegues de la túnica un largo péndulo de hierro y lo hizo girar sobre el fuego con una serie de movimientos desconcertantes.
Las nubes pasaron como látigos en torno a ellos, tuvieron una horrible sensación de pesadez, y de pronto la roca llegó a la luz del día.
Se niveló a pocos metros por encima de las nubes, en un cielo azul frío pero brillante. Las nubes que habían parecido escalofriantemente lejanas la noche anterior y horriblemente viscosas aquella mañana, eran ahora una algodonosa alfombra blanca que se extendía en todas direcciones. Unos cuantos picos montañosos brotaban como islas. Tras ellos, el viento levantado por su paso esculpía los jirones nebulosos para darles forma de torbellinos transitorios. La roca…
Tenía unos diez metros de largo por tres de ancho, y era azulada.
—¡Qué panorama tan sorprendente! —exclamó Dosflores con los ojos brillantes.
—Eh… ¿qué nos mantiene en el aire? —quiso saber Rincewind.
—Persuasión —contestó Belafon estrujándose el borde de la túnica.
—Ah —aceptó Rincewind con sensatez.
—Mantenerlas en el aire es sencillo —explicó el druida alzando el pulgar y entrecerrando los ojos para medir una montaña distante—, lo malo es aterrizar.
—¿Quién lo habría dicho? —se asombró Dosflores.
—La persuasión es lo que mantiene unido todo el universo —siguió Belafon—. No sirve de nada decir que es por la magia.
Por casualidad, Rincewind atisbó a través de las nubes cada vez más claras el paisaje nevado que se extendía mucho, mucho más abajo. Sabía que estaba en presencia de un loco, pero eso no era nada nuevo para él. Y si escuchar a aquel loco significaba que no caerían, él era todo oídos.
Belafon se sentó con los pies colgando por el borde de la roca.
—Mira, no te preocupes —le dijo—. Si sigues pensando que la roca no puede volar, a lo mejor te oye y la persuades, y entonces resultará que tienes razón. Se ve que no estás al día con respecto a las nuevas formas de pensar.
—Eso parece —asintió débilmente Rincewind.
Intentaba con todas sus fuerzas no pensar sobre rocas en el suelo. Intentaba con todas sus fuerzas pensar en rocas planeando como golondrinas, flotando sobre el paisaje por el puro gozo de levitar, ascendiendo hacia el cielo en…
Era horriblemente consciente de que se le daba fatal.
Los druidas del Disco se enorgullecían de su progresista aproximación al descubrimiento de los misterios del universo. Por supuesto, como los druidas de todas partes, creían en la unidad esencial de todo lo que vive, en el poder curativo de las plantas, en el ritmo natural de las estaciones y en la incineración de todo el que no percibiera adecuadamente todo esto, pero también habían pensado mucho sobre la base misma de la creación, y llegaron a formular la siguiente teoría:
El universo, según decían, dependía para su funcionamiento del equilibrio de cuatro fuerzas que ellos identificaban como encanto, persuasión, inseguridad y mala leche.
De esta manera, el sol y la luna orbitaban en torno al Disco porque habían sido persuadidos para no caer, pero en realidad no volaban a causa de la inseguridad. El encanto permitía que los árboles crecieran y la mala leche los mantenía arriba, etcétera.
Algunos druidas sugirieron que existían ciertos fallos en esta teoría, pero los druidas más ancianos les explicaron con precisión que había un lugar y un momento para la polémica documentada y el debate científico: la pira ceremonial en el siguiente solsticio.
—Entonces, ¿eres astrónomo? —preguntó Dosflores.
—Oh, no —respondió Belafon mientras la roca se desviaba suavemente para esquivar una montaña—. Soy asesor sobre hardware informático.
—¿Qué es un hardware informático?
—Bueno, esto —dijo el druida dando unas pataditas a la roca con la sandalia—. Al menos, es parte de uno. Es un recambio. Voy a entregarlo. Arriba, en las Llanuras del Vórtice, tienen problemas con los grandes círculos. O eso dicen. Ojalá me dieran un torque de bronce por cada usuario que no se ha leído el manual de instrucciones.
Se encogió de hombros.
—¿Y para qué sirve esto? —preguntó Rincewind. Cualquier cosa con tal de no pensar en la distancia que le separaba del suelo.
—Pues sirve para…, para saber en qué época del año estás —respondió Belafon.
—Ah. ¿Quieres decir que, si está cubierta de nieve, debe de ser invierno?
—Sí. Quiero decir, no. Quiero decir, suponiendo que quisieras saber cuándo saldrá una estrella concreta…
—¿Por qué? —interrogó Dosflores, irradiando un educado interés.
—Bueno, a lo mejor necesitas saber cuándo sembrar los campos —contestó Belafon un poco sudoroso—. O a lo mejor…
—Si quieres, te prestaré mi almanaque —ofreció Dosflores.
—¿Almanaque?
—Es un libro que te dice qué día es —explicó Rincewind con cansancio—. Muy instructivo.
Belafon se puso rígido.
—¿Un libro? ¿De papel?
—Sí.
—Eso no me inspira mucha confianza —dijo el druida con voz antipática—. ¿Cómo va a saber un libro qué día es? El papel no puede contar.
Pegó una patada contra el borde de la roca, haciendo que se tambaleara de manera alarmante. Rincewind tragó saliva e hizo un gesto a Dosflores para que se le acercara.
—¿Has oído hablar del choque entre culturas? —siseó.
—¿Qué es eso?
—Es lo que pasa cuando alguien invierte quinientos años en hacer que un círculo de piedra funcione bien, y luego aparece otro con un librito que tiene una página para cada día con frasecitas ingeniosas como «Es el momento adecuado para sembrar alubias» o «Al que madruga Dios le ayuda». ¿Y sabes lo que no hay que olvidar bajo ningún concepto sobre el choque entre… —Rincewind se detuvo un momento para recuperar el aliento, y movió los labios en silencio tratando de recordar dónde había dejado la frase— culturas? —concluyó.
—¿El qué?
—Que nunca debe sufrirlo un hombre que pilota una roca de mil toneladas.
— ¿Se ha ido?
Trymon atisbó cautelosamente por encima de las almenas de la Torre del Arte, la gran espiral de ladrillos decrépitos que se alzaba amenazadora sobre la Universidad Invisible. El grupo de estudiantes e instructores de magia, mucho más abajo, asintieron.
—¿Seguro?
El tesorero se llevó las manos a la boca formando bocina.
—¡Rompió la puerta eje y huyó hace una hora, señor! —gritó.
—Te equivocas —dijo Trymon—. Se marchó, los que huimos fuimos nosotros. Bueno, bajaré. ¿Atrapó a alguien?
El tesorero tragó saliva. No era un mago, sino un hombre bueno y amable que no debería haber visto las cosas que había presenciado durante la última hora. Por supuesto, estaba acostumbrado a los pequeños demonios, a las luces de colores y a las imágenes medio materializadas que andaban por el campus, pero el ataque implacable del Equipaje había tenido un algo que le dejó de piedra. Tratar de detenerlo habría sido como enfrentarse con un glaciar.
—¡Se… se comió al decano de Estudios Liberales, señor! —gritó.
Trymon se animó un poco.
—Es un mal viento —murmuro.
Empezó a bajar por la larga escalera de caracol. Al cabo de un rato, sonrió, una sonrisa fina, tensa. Desde luego, el día iba mejorando.
Había mucho que organizar. Y organizar era lo que más le gustaba a Trymon.
La roca planeó sobre las elevadas llanuras, barriendo la nieve de las cumbres que encontraba pocos metros más abajo. Belafon trabajó nerviosamente, olfateando un ungüento de muérdago por aquí, dibujando una runa con tiza por allá, mientras Rincewind se encogía de miedo y de agotamiento, y Dosflores se preocupaba por su Equipaje.
—¡Ahí delante! —gritó el druida por encima del ruido del viento—. ¡Contemplad la gran computadora de los cielos!
Rincewind echó un vistazo por entre sus dedos. En el lejano horizonte había una inmensa estructura de losas grises y negras, dispuestas en círculos concéntricos y formando avenidas místicas, que destacaba, esbelta e imponente, contra la nieve. Sin duda los hombres no habían podido mover aquellas montañas incipientes…, sin duda un ejército de gigantes había sido transformado en piedra por algún…
—Vaya montón de rocas —dijo Dosflores.
Belafon titubeó a medio gesto.
—¿Cómo?
—Es muy lindo —añadió el turista apresuradamente. Buscó una palabra—. Pintoresco —decidió.
El druida se puso rígido.
—¿Lindo? —repitió marcando cada sílaba—. Un triunfo de la era del silicio, un milagro de la moderna tecnología masónica… ¿lindo?
—Oh, sí —asintió Dosflores, para quien el sarcasmo no era más que una palabra de ocho letras que empezaba por S.
—¿Qué significa «pintoresco»? —preguntó el druida.
—Significa «terriblemente impresionante» —explicó rápidamente Rincewind—. Y parece que corremos el peligro de aterrizar; así que si no te importa…
Belafon se dio media vuelta, sólo ligeramente apaciguado. Alzó los brazos bien extendidos y gritó una serie de palabras intraducibles que acababa con un «¡lindo!» en un susurro dolido.
La roca aminoró la velocidad, se desvió hacia un lado sobre un lecho de nieve y quedó suspendida sobre el círculo. Abajo, un druida agitaba dos ramas de muérdago trazando complicadas pautas, y Belafon hizo descender hábilmente la enorme losa hasta posarla entre dos gigantes verticales.
Rincewind dejó escapar el aliento en un largo suspiro, que huyó a toda velocidad para esconderse en alguna parte.
Una escalera fue colocada con un restallido contra un costado de la losa, y la cabeza de un druida anciano apareció sobre el borde. Miró con asombro a los dos pasajeros, y alzó la vista para mirar a Belafon.
—Ya era hora, maldita sea —dijo—. Quedan siete semanas para la Noche de la Vigilia de los Puercos, y nos ha vuelto a dejar tirados.
—Hola, Zakriah —saludó Belafon—. ¿Qué ha pasado esta vez?
—Funciona de pena. Hoy predijo el amanecer con tres minutos de adelanto. Para que hablen de cacharros, muchacho.
Belafon bajó por la escalera y desapareció de la vista. Los pasajeros se miraron, y luego contemplaron el vasto espacio abierto que comprendía el círculo interior de piedras.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dosflores.
—Podríamos ir a dormir —sugirió Rincewind.
Dosflores hizo caso omiso de la idea y bajó por la escalera.
Alrededor del círculo, los druidas golpeaban suavemente los megalitos con pequeños martillos, y luego escuchaban con atención. Muchas de las enormes piedras estaban tendidas de lado, rodeadas de druidas que las examinaban atentamente y discutían entre ellos. Algunas frases arcanas llegaban hasta Rincewind arrastradas por el viento:
—No puede ser incompatibilidad de software…, el Salmo de la Espiral Hollada fue diseñado para los anillos concéntricos, idiota…
—Yo propongo que volvamos a encender el fuego y probemos con una sencilla ceremonia lunar…
—Muy bien, muy bien, así que a las piedras no les pasa nada. Es el universo entero el que se ha estropeado, ¿no…?
Entre las nieblas de su mente exhausta, Rincewind recordó la horrorosa estrella que habían visto en el cielo. Algo se había estropeado en el universo la noche anterior.
¿Cómo había vuelto al Disco?
Tenía la sensación de que las respuestas estaban en algún lugar del interior de su cabeza. Y una sensación aún más desagradable empezó a invadirle cuando se le ocurrió que algo más estaba observando la escena…, algo que también miraba a través de sus ojos.
El Hechizo se había arrastrado desde su madriguera en lo más profundo de los senderos inexplorados de su mente, y estaba descaradamente en su frente, observando el espectáculo y haciendo el equivalente mental a comer palomitas.
Intentó hacerlo retroceder… y el mundo desapareció.
Se encontró en la oscuridad; una oscuridad cálida, polvorienta, la oscuridad de la tumba, la negrura aterciopelada del sarcófago. El aire tenía el fuerte olor del cuero viejo y la acritud del papel antiguo. El papel crujió.
Sintió que la oscuridad estaba llena de horrores inimaginables…, y lo malo de los horrores inimaginables es que resulta muy fácil imaginarlos.
—Rincewind —llamó una voz.
Rincewind nunca había oído hablar a un lagarto, pero estaba seguro de que, si lo hiciera, la voz sería como aquélla.
—Mmm —consiguió decir—. ¿Sí?
La voz dejó escapar una risita… un sonido extraño, delgado como el papel.
—Deberías preguntar «¿Dónde estoy?». Es lo tradicional —afirmó.
—¿Me gustaría saberlo? —inquirió Rincewind.
Contempló fijamente la oscuridad. Ahora que se había acostumbrado a ella, podía ver algo. Algo vago, con un brillo apenas suficiente para ser algo en realidad, un simple rastro en el aire. Algo extrañamente familiar.
—De acuerdo —se rindió—, ¿dónde estoy?
—Estás soñando.
—¿Puedo despertarme ya, por favor?
—No —respondió otra voz tan vieja y seca como la primera, pero aun así ligeramente diferente.
—Tenemos que decirte algo muy importante —intervino una tercera voz con un tono aún más cadavérico que las otras.
Rincewind asintió estúpidamente. En el fondo de su cabeza, el Hechizo se removió y echó un vistazo cauteloso por encima de su hombro mental.
—Nos has causado un montón de problemas, joven Rincewind —siguió la voz—. ¡Tanto caerse por el borde del mundo, sin pensar en los demás…! ¿Sabes que hemos tenido que distorsionar seriamente la realidad?
—Vaya.
—Y ahora te aguarda una tarea realmente importante.
—Oh. Qué bien.
—Hace muchos años, nos las arreglamos para que uno de nosotros se escondiera en tu cabeza, porque previmos la llegada de un momento en el que tú tendrías que desempeñar un papel muy importante.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque eres un experto en huir —explicó una de las voces—. Eso está muy bien. Eres un superviviente.
—¿Superviviente? ¡Si han estado a punto de matarme docenas de veces!
—Exacto.
—Oh.
—Pero intenta no volver a caerte del Disco. Nosotros no podemos permitirlo.
—¿Quién es «nosotros», con exactitud?
Se oyó un crepitar en la oscuridad.
—En el principio fue el Verbo —dijo una voz seca justo detrás de él.
—Fue el Huevo —corrigió otra voz—. Lo recuerdo con toda claridad. El Gran Huevo del Universo. Estaba un poco pasado.
—En realidad, los dos os equivocáis. Estoy seguro de que fue el Lodo Primordial.
—No, eso vino después —dijo una voz a la altura de la rodilla de Rincewind—. Lo primero que hubo fue el firmamento. Montones de firmamento. Era bastante pegajoso, como si fuera de almíbar.
—Por si a alguien le interesa —intervino otra voz crepitante a la izquierda de Rincewind—, todos estáis en un error. En el principio fue el Carraspeo… luego el Verbo…
—El Lodo, si no os importa…
—Y me pareció que estaba pasado, me acuerdo perfectamente…
Hubo una pausa. Luego intervino una voz cautelosa.
—Bueno, fuera lo que fuera, lo recordamos con claridad.
—Ciertamente.
—Desde luego.
—Y nuestra misión es que no le suceda nada malo, Rincewind.
Rincewind entrecerró los ojos para escudriñar en la oscuridad.
—¿Tendríais la amabilidad de explicarme de qué habláis?
Se oyó un suspiro como el crujir del papel.
—Bravo por las metáforas —dijo una de las voces—. Mira, es muy importante que cuides bien del Hechizo que llevas en la cabeza y lo traigas con nosotros en el momento adecuado, ¿comprendes? Para que podamos ser pronunciados a su debido tiempo. ¿Entendido?
¿Para que podamos ser pronunciados?, pensó Rincewind.
Y entonces se dio cuenta de lo que era el rastro en el aire: escritura en una página, pero vista desde abajo.
—¿Estoy dentro del Octavo? —pregunto.
—En cierta manera metafísica —respondió una de las voces en tono informal.
Se le acercó. Rincewind advirtió el crujido seco delante de su nariz…
Echó a correr.
El solitario punto rojo brillaba en el tapiz de oscuridad. Trymon, quien todavía llevaba la túnica ceremonial tras su investidura como director de la Orden, no podía evitar la sensación de que había crecido un poco mientras lo miraba. Se apartó de la ventana con un escalofrío.
—¿Y bien? —inquirió.
—Es una estrella —dijo el profesor de astrología—. Creo.
—¿Crees?
El astrólogo parpadeó. Estaban en el observatorio de la Universidad Invisible, y el puntito rojizo del horizonte no le daba peor espina que su nuevo jefe.
—Bueno, verás, siempre hemos pensado que las estrellas son muy similares a nuestro sol…
—¿Bolas de fuego con dos kilómetros de anchura?
—Sí. Pero esta nueva es…, bueno, grande.
—¿Más grande que el sol? —preguntó Trymon.
Siempre le había parecido que una bola de fuego con dos kilómetros de anchura era bastante impresionante, aunque desaprobaba las estrellas por principio: le daban al cielo un aspecto desaseado.
—Mucho más grande —asintió el astrólogo lentamente.
—¿Quizá más grande que la cabeza de Gran A’Tuin?
El astrólogo parecía muy desdichado.
—Más grande que Gran A’Tuin y el Disco juntos —respondió—. Lo hemos comprobado —añadió rápidamente—. Estamos bastante seguros.
—Eso es ser muy grande —asintió Trymon—. Incluso se me ocurre la palabra «enorme».
—Gigantesco —aceptó el astrólogo rápidamente.
—Mmm.
Trymon paseó por el amplio suelo de mosaico del observatorio, que estaba adornado con el zodíaco del Disco. Había sesenta y cuatro signos, desde Wezen, el Canguro de dos Cabezas, a Gahoolie, el Jarrón de Tulipanes (una constelación de gran importancia religiosa cuyo significado, por desgracia, se ha perdido).
Se detuvo en la baldosa azul y dorada de Mubbo la Hiena, y se volvió de repente.
—¿Vamos a chocar contra ella? —pregunto.
—Eso me temo, señor —respondió el astrólogo.
—Mmm.
Trymon dio unos cuantos pasos más, mesándose la barba con gesto pensativo. Se detuvo en la encrucijada entre Okjock el Vendedor y la Chirivía Celestial.
—No soy experto en estos asuntos —dijo—, pero tengo la sensación de que eso no nos hará ningún bien.
—No, señor.
—¿Son muy calientes las estrellas?
El astrólogo tragó saliva.
—Sí, señor.
—¿Nos abrasaremos?
—Al final, sí. Por supuesto, antes de eso habrá discomotos, olas gigantescas, disrupción gravitacional, y probablemente la atmósfera se separará del Disco.
—Ah. En pocas palabras, una desorganización absoluta.
El astrólogo titubeó y se rindió.
—Podría decirse así, señor.
—¿Cundiría el pánico?
—Me temo que durante muy poco tiempo.
—Mmm —dijo Trymon, que acababa de pasar sobre la Puerta Quizá y orbitaba suavemente hacia la Vaca Celestial.
Entrecerró los ojos para mirar de nuevo hacia el brillo rojo del horizonte. Pareció tomar una decisión.
—No encontramos a Rincewind —comento—. Y si no encontramos a Rincewind, no encontramos el último hechizo del Octavo. Pero pensamos que hay que leer el Octavo para impedir la catástrofe… si no, ¿para qué lo habría dejado aquí el Creador?
—Quizá fue un despiste —sugirió el astrólogo.
Trymon le miró.
—Las demás Órdenes están registrando todas las tierras entre ésta y el Eje —siguió, contando los puntos con los dedos—, porque parece imposible que un hombre pueda entrar volando en una nube y no salir…
—A menos que la nube estuviera llena de rocas —dijo el astrólogo en un intento retorcido, y bastante fracasado, de animar la situación.
—Pero tuvo que descender… en alguna parte. ¿Dónde? Eso es lo que nos preguntamos.
—¿Dónde? —asintió lealmente el astrólogo.
—E inmediatamente se nos ocurrió un curso de acción.
—Ah —dijo el astrólogo, tratando de mantenerse a la altura del mago mientras éste pasaba por encima de los Dos Primos Gordos.
—¿Que, por supuesto, fue…?
El astrólogo alzó la vista, con unos ojos tan grises e imperturbables como el acero.
—Mmm… ¿dejar de buscar? —aventuró.
—¡Exacto! Utilizamos los dones que nos ha dado el Creador; miramos hacia abajo, ¿y qué vemos?
El astrólogo gimió para sus adentros. Miró hacia abajo.
—¿Baldosas? —aventuró.
—Baldosas, sí, que juntas ¿son…?
—¿El zodíaco? —intentó el astrólogo, un hombre desesperado.
—¡Exacto! ¡Por tanto, no tenemos más que hacer el horóscopo de Rincewind, y sabremos dónde está con precisión!
El astrólogo sonrió como alguien que hubiera estado bailando claqué sobre arenas movedizas y sintiera la presión de la roca firme bajo sus pies.
—Necesito saber el lugar y hora exactos de su nacimiento —dijo.
—Eso es fácil. Los copié de los archivos de la universidad antes de venir.
El astrólogo estudió las notas, y frunció el ceño. Cruzó la habitación y abrió un ancho cajón lleno de mapas. Volvió a leer las notas. Eligió un par de complicados compases e hizo algunos pases sobre los mapas. Cogió un pequeño astrolabio de latón y lo hizo girar cuidadosamente. Silbó entre dientes. Tomó un trozo de tiza y garabateó algunos números en una pizarra.
Entretanto, Trymon había estado contemplando la estrella. La leyenda de la pirámide de Camis-Het, pensó, dice que quien pronuncie los Ocho Hechizos juntos cuando el Disco esté en peligro, obtendrá lo que más desee. ¡Y ese momento llegará pronto!
Y pensó: Recuerdo a Rincewind, ¿no era aquel chico torpe que siempre quedaba el último de la clase en los entrenamientos? No tenía ni un hueso de mago en el cuerpo. Que me lo dejen un momento, ya veremos si no podemos conseguir los ocho…
—Oh, cielos —masculló el astrólogo conteniendo el aliento—. La verdad, esto es un poco extraño —dijo.
—¿Como cuánto de extraño?
—Nació bajo el signo del Pequeño Grupo Aburrido de Estrellas Tenues, que, como sabes, se encuentra entre el Ante Volador y la Cadena Llena de Nudos. Se dice que ni los más ancianos pudieron decir nada interesante sobre ese signo, el cual…
—Sí, sí, continúa —dijo Trymon, irritable.
—Es el signo que se suele asociar tradicionalmente a los fabricantes de tableros de ajedrez, vendedores de cebollas, manufacturadores de imágenes religiosas menores y personas alérgicas al peltre. No es ni con mucho el signo para un mago. Y en el momento de su nacimiento, la sombra de Cori Celesti…
—No me interesan los detalles mecánicos —gruñó Trymon—. Limítate a darme su horóscopo.
El astrólogo, que se lo había estado pasando bastante bien, suspiró e hizo unos cálculos adicionales.
—Muy bien —asintió—. Dice lo siguiente: «Hoy es un buen día para conseguir nuevos amigos. Harás una buena obra que tendrá consecuencias imprevistas. No hagas enfadar a ningún druida. Pronto emprenderás un viaje muy extraño. Tu comida de la suerte son los pepinos. Alguien te apuntará con un cuchillo, probablemente no llevará buenas intenciones. Posdata: lo del druida iba en serio».
—¿Druidas? —dijo Trymon, pensativo—. Quizá…
—¿Te encuentras bien? —preguntó Dosflores. Rincewind abrió los ojos.
El mago se incorporó apresuradamente y agarró a Dosflores por la camisa.
—¡Quiero marcharme de aquí! —exclamó desesperado—. ¡Ahora mismo!
—¡Pero si va a haber una antigua y tradicional ceremonia!
—¡Me importa un rábano lo antigua que sea! Sólo quiero sentir bajo mis pies piedras como deben ser. ¡Quiero el olor familiar del césped, quiero ir donde haya montones de gente, hogueras, tejados, muros y cosas maravillosas de ese tipo! ¡Quiero irme a casa!
Descubrió de repente que añoraba con desesperación las calles contaminadas y llenas de humo de Ankh-Morpork, que siempre tenía su mejor momento en primavera, cuando el brillo gomoso en las aguas del río Ankh mostraba una iridiscencia especial, y el aire se llenaba de trinos de pájaros, o al menos de pájaros tosiendo al unísono.
Una lágrima le asomó a la comisura de un ojo cuando recordó el sutil juego de luces en el Templo de los Dioses Menores, un famoso local de la ciudad, y se le hizo un nudo en la garganta al pensar en el encantador tenderete de pescado en la conjunción de la Calle Estercolero y la Calle de los Artesanos Hábiles. Pensó en los pepinillos que se vendían allí, grandes objetos verdes en el fondo de sus recipientes, como ballenas ahogadas. Llamaban a Rincewind desde muchos kilómetros de distancia, prometiendo presentarle a los huevos en salmuera del recipiente de al lado.
Pensó en los confortables establos y en las cálidas tabernas donde solía pasar sus noches. A veces, como un idiota, había lamentado aquel tipo de vida. Por increíble que pareciera, en ocasiones la había encontrado aburrida.
Y ya tenía bastante. Volvía a casa. «Ya voy, pepinillos en vinagre…».
Empujó a Dosflores a un lado, se arregló la desastrada túnica con gran dignidad, miró hacia el punto del horizonte donde suponía que estaba su ciudad natal y, con gran decisión y considerable despiste, dio un paso más allá del borde de un trilito de diez metros.
Unos diez minutos más tarde, cuando un Dosflores preocupado y bastante contrito le sacó del gran ventisquero al pie de las rocas, su expresión no había cambiado. Dosflores le miró.
—¿Te encuentras bien? —dijo—. ¿Cuántos dedos tengo extendidos?
—¡Quiero irme a casa!
—Muy bien.
—No, no intentes convencerme de lo contrario, ya he tenido bastante, me gustaría decir que ha sido divertido, pero mentiría, así que…, ¿cómo?
—He dicho que muy bien —repitió Dosflores—. La verdad es que me gustaría volver a ver Ankh-Morpork. Supongo que ya habrán adelantado mucho en la reconstrucción.
Conviene aclarar aquí que la última vez que los dos vieron la ciudad, ésta ardía por los cuatro costados, lo cual tenía mucho que ver con el hecho de que Dosflores presentara el concepto de las pólizas de seguros contra incendios a una población disculpable, pero ignorante. Sin embargo, los incendios devastadores eran cosa usual en la vida morporkiana, y la ciudad ya había sido reconstruida alegre y meticulosamente, usando los materiales tradicionales de la zona: madera bien seca y paja impermeabilizada con brea.
—Oh —dijo Rincewind, desinflándose un poco—. Oh, bien. Entonces, de acuerdo. Perfecto. Lo mejor será que nos pongamos en marcha ya.
Se puso en pie trabajosamente y se sacudió la nieve.
—Sólo que, en mi opinión, deberíamos esperar hasta mañana por la mañana —añadió Dosflores.
—¿Por qué?
—Bueno, porque hace un frío que pela, no sabemos dónde estamos, el Equipaje se ha perdido, está anocheciendo y…
Rincewind se detuvo. En los profundos desfiladeros de su mente, le pareció oír el lejano crepitar del papel viejo. Tenía la horrible sensación de que sus sueños iban a ser muy reiterativos de ahora en adelante, y él tenía mejores cosas que hacer que quedarse recibiendo las broncas de un montón de hechizos viejos que ni siquiera se ponían de acuerdo sobre cuál fue el origen del universo…
—¿Qué cosas? —preguntó una vocecilla seca en el fondo de su cerebro.
—Oh, cállate —dijo.
—Sólo he dicho que hace un frío que pela y… —empezó Dosflores.
—No te decía a ti. Me decía a mí.
—¿Cómo?
—Oh, cállate —dijo Rincewind, cansado—. Supongo que por aquí no habrá nada para comer…
Las gigantescas piedras aparecían negras y amenazadoras contra la luz moribunda del ocaso. El circulo interior estaba lleno de druidas que correteaban a la luz de las hogueras y sintonizaban los periféricos de una computadora pétrea, cosas parecidas a cráneos de carneros colocados sobre pértigas y decorados con muérdago, banderillas adornadas con serpientes retorcidas, cosas por el estilo. Más allá de los círculos de fuego se había reunido bastante gente: las verbenas druidas siempre eran populares, sobre todo cuando las cosas iban mal.
Rincewind miró en su dirección.
—¿Qué sucede?
—Oh, bueno —explicó Dosflores con entusiasmo—, al parecer, esta ceremonia se celebra desde hace miles de años, celebran el… mmm…, el renacer de la luna, o quizá del sol. Según parece es muy solemne y hermosa, y está revestida de una serena dignidad.
Rincewind se estremeció. Siempre empezaba a preocuparse cuando Dosflores hablaba de aquella manera. Al menos, todavía no había dicho «típico» ni «pintoresco». El mago nunca había encontrado una traducción satisfactoria para aquellas palabras, pero la más aproximada era «problemas».
—Ojalá estuviera aquí el Equipaje —se lamentó el turista—. Me vendría bien la caja de dibujos. Esto parece muy típico y pintoresco.
La multitud se estremeció, expectante. Al parecer, aquello iba a empezar.
—Mira —dijo Rincewind, apremiante—, los druidas son sacerdotes. Debes recordarlo. No hagas nada que les moleste.
—Pero…
—No intentes comprarles las piedras.
—Pero yo…
—No empieces a hablar sobre el típico folklore nativo.
—Pensaba…
—Y sobre todo, no intentes venderles seguros. Eso es lo peor.
—¡Pero si son sacerdotes! —aulló Dosflores.
Rincewind hizo una pausa.
—Sí —dijo—. Ésa es la cuestión, ¿no?
Al otro lado del círculo exterior se estaba formando una especie de procesión.
—Los sacerdotes son hombres buenos y comprensivos —explicó Dosflores—. En mi hogar, van por ahí con escudillas para mendigar. Es su única posesión —añadió.
—Ah —dijo Rincewind, no muy seguro de haberlo entendido—. Serán para recoger la sangre, ¿no?
—¿Sangre?
—Sí, la de los sacrificios.
Rincewind pensó en los sacerdotes que había conocido en su ciudad. Por supuesto, no tenía interés en enemistarse con ningún dios, así que asistía a buen número de servicios religiosos. Para él, la mejor definición de «sacerdote» en las zonas del Mar Circular era alguien que se pasa mucho tiempo metido hasta los sobacos en sangre.
Dosflores parecía horrorizado.
—Oh, no —dijo—. En el lugar de donde yo vengo, los sacerdotes son hombres santos que dedican sus vidas a la pobreza, a las buenas obras y al estudio de la naturaleza de Dios.
Rincewind consideró aquella idea novedosa.
—¿Nada de sacrificios? —inquirió.
—En absoluto.
Rincewind se rindió.
—Bueno, pues a mí no me parecen muy santos.
Se oyó el estruendo de una banda de trompetas de bronce. El mago miró a su alrededor. Una hilera de druidas desfiló lentamente ante ellos, sus largas hoces adornadas con cadenetas de muérdago. Varios druidas jóvenes y aprendices les seguían, tocando toda una variedad de instrumentos de percusión, que se suponía tradicionalmente que espantaban a los malos espíritus, y con toda probabilidad lo conseguían.
La luz de las antorchas proyectaba dibujos teatrales sobre las piedras, que se erguían ominosas contra el cielo verdoso. En dirección Eje, las deslumbrantes cortinas de la aurora coriolis empezaban a titilar, destacando contra las estrellas como un millón de cristales de hielo danzando en el campo mágico del Disco.
—Belafon me lo ha explicado todo —susurro Dosflores—. Vamos a presenciar una ceremonia antiquísima que celebra la Unidad del Hombre con el Universo. Eso fue lo que me dijo.
Rincewind observó la procesión con amargura.
Mientras los druidas se repartían alrededor de la gran losa que dominaba el centro del círculo, no pudo evitar darse cuenta de que en el centro había una joven muy atractiva, aunque un tanto pálida. Llevaba una larga túnica blanca, un torque de oro en torno al cuello y una expresión de preocupación en el rostro.
—¿Es una druida? —se interesó Dosflores.
—No creo —respondió lentamente Rincewind.
Los druidas empezaron a entonar un cántico que a Rincewind le pareció especialmente sordo, desagradable… y a punto de iniciar un brusco crescendo. El espectáculo de la joven tendida sobre la gran piedra no contribuyó en absoluto a descarrilar aquel tren de pensamiento.
—Quiero quedarme —dijo Dosflores—. Creo que las ceremonias como ésta se remontan hasta una simplicidad primitiva que…
—Sí, sí —le interrumpió Rincewind—. Pero, por si te interesa saberlo, van a sacrificar a la chica.
Dosflores le miró, atónito.
—¿Cómo, a matarla?
—Sí.
—¿Por qué?
—A mi no me mires. Para que crezcan las cosechas, o para que salga la luna, o cualquier cosa de ésas. O quizá sencillamente les gusta matar a la gente. Es una religión.
Fue consciente de un murmullo grave, no tan oído como sentido. Parecía venir de la piedra que tenía más cerca. Pequeños puntos luminosos brillaban en su superficie, como escamas de mica.
Dosflores abría y cerraba la boca.
—¿Y no pueden usar flores, fresas y cosas así? —preguntó—. ¿Una cosa simbólica?
—No.
—¿Lo han intentado alguna vez?
Rincewind suspiró.
—Mira —dijo—, ningún sacerdote supremo que se respete va a organizar toda la cuestión de las trompetas, las procesiones, los cráneos y todo eso para luego clavar el cuchillo en un narciso y un par de ciruelas. Tendrás que hacerte a la idea de que el asunto de las cepas doradas, los ciclos de la naturaleza y todo eso siempre acaba en sexo y violencia, generalmente al mismo tiempo.
Para su sorpresa, vio que a Dosflores le temblaban los labios. Dosflores no sólo veía el mundo a través de unas gafas color rosa: Rincewind sabía que lo veía a través de un cerebro color rosa, y lo oía con orejas color rosa.
El cántico se acercaba inexorablemente al crescendo. El jefe druida comprobaba el filo de la hoz, y todos los ojos estaban fijos en el dedo de piedra en las cumbres nevadas situadas más allá del círculo, donde la luna no tardaría en hacer su aparición estelar.
—Es inútil que…
Pero Rincewind hablaba solo.
De todos modos, el gélido paisaje fuera del círculo no estaba del todo exento de vida. Por una parte, un grupo de magos alertados por Trymon se acercaban en aquel momento.
Pero una figura menuda y solitaria vigilaba también desde el útil escondrijo que le proporcionaba una piedra caída. Una de las leyendas más grandes del Disco observaba con considerable interés los acontecimientos que se desarrollaban en el círculo de piedra.
Vio cómo los druidas cerraban el corro y entonaban el cántico, vio cómo el jefe druida alzaba su hoz…
Oyó la voz.
—¡Disculpad un momento, por favor! ¿Puedo decir una cosa?
Rincewind miró desesperadamente a su alrededor buscando una salida. No la había. Dosflores estaba de pie junto a la piedra que servía de altar, con un dedo alzado y una actitud de educada determinación.
Rincewind recordó el día en que Dosflores había pasado junto a un carretero que apaleaba a los bueyes con demasiada fuerza, y la presentación que el turista hizo de sus teorías acerca de la protección de los animales dejó al mago magullado y sangrante.
Los druidas miraban a Dosflores con la clase de expresión que se suele reservar para una oveja que se ha vuelto loca o una lluvia de ranas. Rincewind no alcanzaba a oír lo que decía, pero unas cuantas frases como «costumbres folklóricas» y «flores y frutos» le llegaron desde el silencioso círculo.
En aquel momento, unos dedos que parecían palitos de queso se cerraron en torno a la garganta del mago, y algo extremadamente afilado y cortante le arañó la nuez, mientras una voz húmeda susurraba junto a su oído:
—Ni una palabda o edez hombde muedto.
Los ojos de Rincewind giraron en sus órbitas como si estuvieran buscando un camino de salida.
—Si no quieres que diga nada, ¿cómo sabrás que he comprendido lo que acabas de decirme? —siseó.
—¡Calla y dime qué hace el otdo idiota!
—Oye, espera, si tengo que callarme no puedo…
El cuchillo junto a su garganta se convirtió en una raya caliente de dolor, y Rincewind decidió dar un pase pernocta a la lógica.
—Se llama Dosflores. No es de por aquí.
—Ya me padecía a mí. ¿Ez amigo tuyo?
—Tenemos una especie de relación odio-odio, sí.
Rincewind no alcanzaba a ver a su agresor, pero por lo que sentía a su espalda, tenía el cuerpo hecho de percheros. Además, apestaba a caramelos de menta.
—Hay que deconoced que tiene agallaz. Haz exactamente lo que te digo y quizá laz agallaz de tu amigo no acaben eztampadaz en la piedda.
—Urrr.
—Ezta gente no ez muy ecuménica, ¿zabez?
Fue en aquel momento cuando la luna, con la debida obediencia a las leyes de la persuasión, salió; aunque, por deferencia a las leyes informáticas, no fue por un lugar ni siquiera remotamente cercano a las piedras colocadas a tal efecto.
Pero lo que había allí, escudriñando entre los jirones de nubes, era una brillante estrella roja. Pendía exactamente sobre la piedra sagrada del círculo, deslumbrante como una chispa en las órbitas oculares de la Muerte. Era sombría, terrible y, como no pudo evitar advertir Rincewind, un poco más grande que la noche anterior.
Un grito de horror se elevó de entre los sacerdotes reunidos. En la periferia, la multitud se apretujó hacia adelante: aquello parecía prometedor.
Rincewind sintió que le ponían el mango de un cuchillo en la mano, y oyó la voz chirriante a su espalda.
—¿Haz hecho alguna vez ezta claze de cozaz?
—¿Qué clase de cosas?
—Atacad un templo, matad a loz zaceddotez, dobad el odo y dezcatad a la chica.
—No, al menos no con esas palabras.
—Puez ze hace azí.
A cinco centímetros de la oreja de Rincewind, la voz se convirtió en el aullido de un mandril que acabara de pisar una trampa en un desfiladero con buena resonancia, y una forma menuda pero fuerte salió corriendo junto a él.
A la luz de las antorchas, vio que se trataba de un hombre muy viejo, de la variedad huesuda que se suele denominar «vital para su edad», con la cabeza completamente pelada, una barba que le llegaba casi hasta las rodillas y unas piernecillas como alambres en las cuales las venas varicosas habían dibujado el mapa de una ciudad bastante grande. A pesar de la nieve, no llevaba más que un taparrabos de cuero y un par de botas en las que habrían cabido sin problemas otros dos pies.
Los dos druidas más cercanos a él intercambiaron miradas y blandieron las hoces. Hubo una mancha borrosa y se derrumbaron, convertidos en bolas de agonía que emitían sonidos castañeteantes.
En el tumulto que siguió, Rincewind consiguió deslizarse hacia la piedra altar, sujetando el cuchillo con dos dedos como para no provocar ningún comentario desaprobador.
La verdad es que nadie le prestaba demasiada atención: los druidas que no habían huido del círculo, generalmente los más jóvenes y musculosos, se habían congregado en torno al anciano con intención de discutir el tema del sacrilegio en relación con los círculos de piedra. Pero, a juzgar por las risitas temblorosas y el ruido de golpes, era él quien dirigía el debate.
Dosflores observaba la pelea con interés. Rincewind le agarró por un hombro.
—¡Vámonos! —grito.
—¿No deberíamos ayudar?
—Estoy seguro de que no haríamos más que estorbar —se apresuró a decir Rincewind—. Ya sabes lo molesto que es cuando estás trabajando y la gente no hace más que intentar mirar lo que haces.
—Como mínimo tenemos que rescatar a la joven —replicó Dosflores con firmeza.
—¡Muy bien, pero deprisa!
Dosflores cogió el cuchillo y corrió hacia la piedra altar. Tras varios intentos de aficionado, consiguió cortar las cuerdas que ataban a la chica, quien se sentó y rompió a llorar.
—No pasa nada… —empezó a decir el turista.
—¡Claro que pasa, imbécil! —le espetó ella, mirándole con unos ojos ribeteados de rojo—. ¿Por qué la gente siempre tiene que estropearlo todo?
Resentida, se sonó la nariz con el borde de la túnica. Dosflores, avergonzado, alzó la vista hacia Rincewind.
—Mmm… me parece que no lo comprendes bien —dijo—. Te acabamos de salvar de una muerte segura.
—No ha sido fácil —sollozó ella—. Quiero decir, mantenerte… —Se sonrojó y retorció el dobladillo de su túnica—. O sea, seguir…, no dejar que te…, no perder las… cualificaciones…
—¿Cualificaciones? —interrogó Dosflores, ganando el Trofeo Rincewind a la persona más lenta de entendederas del universo.
La chica entrecerró los ojos.
—A estas horas podría estar ya con la Diosa Luna, bebiendo aguamiel en una copa de plata —dijo malhumorada—. ¡Ocho años de quedarme en casa las noches de los sábados, todo a la basura!
Alzó la vista hacia Rincewind y lanzó un gruñido despectivo.
En aquel momento, el mago sintió algo. Quizá fue el tenue roce de una pisada tras él, quizá un movimiento reflejado en los ojos de la chica…, el caso es que se agachó.
Algo silbó en el aire atravesando el lugar donde había estado su cuello y rozó el cráneo calvo de Dosflores. Rincewind se volvió en redondo y vio cómo el archidruida preparaba de nuevo su hoz para descargar otro tajo. Ante la ausencia de cualquier posibilidad de huida, lanzó una patada desesperada.
Alcanzó de lleno al druida en la rodilla. El hombre gritó y dejó caer el arma. En aquel momento se oyó un desagradable ruidillo carnoso, y se derrumbó hacia adelante. Tras él, el hombrecillo de la larga barba arrancó su espada del cadáver, la limpió con un puñado de nieve y dijo:
—El lumbago me eztá matando. Puedez llevad el tezodo.
—¿Tesoro? —inquirió débilmente Rincewind.
—Laz gadgantillaz y ezaz cozaz. Todoz loz colladez de odo. Tienen montonez de elloz. Azí zon loz zaceddotez… —dijo el viejo desdentado—. ¿Quién ez la chica?
—No quiere que la rescatemos —explicó Rincewind.
La chica miró desafiante al anciano bajo unos párpados recargados de maquillaje.
—A tomad pod culo —dijo el viejo.
Con un solo movimiento se la echó al hombro…, se tambaleó, lanzó un grito de dolor tras la protesta de su artritis, y cayó.
Tras un momento en posición supina, dijo:
—No te quedez ahí padada, maldita zodda…, ayúdame a levantadme.
Para asombro de Rincewind, y probablemente también para el suyo propio, la chica obedeció.
Entretanto, el mago intentaba levantar a Dosflores. El turista tenía en la sien un rasguño que no parecía muy profundo, pero estaba inconsciente, con el rostro congelado en una sonrisa ligeramente preocupada. Su respiración era superficial y… extraña.
Y parecía muy ligero. No sólo poco pesado, sino casi sin peso. Era como si el mago estuviera sosteniendo una sombra.
Rincewind recordó haber oído que los druidas usaban venenos raros y terribles. Por supuesto también había oído, generalmente de labios de las mismas personas, que los criminales tenían los ojos muy juntos, que los rayos jamás caían dos veces sobre el mismo sitio y que si los dioses hubieran querido que el hombre volase le habrían proporcionado billetes de avión. Pero la ligereza de Dosflores asustó a Rincewind. Le asustó muchísimo.
Miró a la chica. Se había echado al viejo a un hombro, y dirigió una sonrisita apologética al mago. Desde algún lugar cercano a la base de su espalda, una voz cascada dijo:
—¿Lo tienez todo ya? Puez vámonoz antez de que vuelvan.
Rincewind cogió a Dosflores bajo un brazo y trotó tras ellos. No parecía tener otra opción.
El viejo tenía un caballo atado a un arbolillo retorcido, en un desfiladero lleno de nieve a cierta distancia de los círculos. Era un animal esbelto y lustroso, y la impresión general de que era un soberbio corcel de batalla quedaba enturbiada sólo en parte por el anillo hemorroide atado a la silla.
—Muy bien, ya puedez bajadme. Hay una botella de linimento en la alfodja, zí no te impodta…
Rincewind dejó caer a Dosflores apoyándolo contra el árbol con toda la suavidad posible y, a la luz de la luna —sumada al resplandor rojizo de la amenazadora estrella nueva, según advirtió—, tuvo oportunidad de examinar bien por primera vez a su salvador.
Sólo tenía un ojo, el otro estaba cubierto por un parche negro. Su flaco cuerpecillo era un entramado de cicatrices y, en aquel momento, la tendinitis lo tenía hecho polvo. Obviamente, sus dientes habían dimitido hacía tiempo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Bethan —respondió la chica, frotando un puñado de maloliente ungüento verdoso sobre la espalda del anciano.
Por su aspecto, el linimento no era parte de la historia cuando eres una virgen recién rescatada del sacrificio por un héroe con un corcel blanco…, pero también parecía pensar que, si el linimento entraba en juego, lo mejor era usarlo bien.
—Le preguntaba a él —dijo Rincewind.
Un ojo brillante como una estrella se clavó en él.
—Mi nombde ez Cohen, chico.
Las manos de Bethan se detuvieron en el acto.
—¿Cohen? —preguntó—. ¿Cohen el Bárbaro?
—El mizmo.
—Espera, espera —interrumpió Rincewind—. Cohen es un tipo corpulento, con un cuello de toro, los músculos de su pecho son como sacos de balones de fútbol. Es el mejor guerrero del Disco, una leyenda viviente. Mi abuelo me contó que le había visto…, mi abuelo me contó…, mi abuelo…
Se detuvo ante la mirada penetrante del viejo.
—Oh —dijo—. Oh. Claro. Perdón.
—Zí —suspiró Cohen—. Ez ciedto, chico. Máz que una leyenda, zoy hiztodia.
—Cielos —se asombró Rincewind—. ¿Cuántos años tienes, exactamente?
—Ochenta y ziete.
—¡Pero si eras el más grande! —exclamó Bethan—. ¡Los bardos todavía cantan canciones sobre ti!
Cohen se encogió de hombros y lanzó un gemido de dolor.
—Y nunca me pagadon doyaltiez —dijo. Contempló la nieve con tristeza—. Éza ez la zaga de mi vida. Ochenta añoz en el negocio, ¿y qué he zacado en limpio? Lumbago, almoddanaz, úlceda de eztómago y cien decetaz difedentez pada haced zopa. ¡Zopa! ¡Odio la zopa!
Bethan arqueó las cejas.
—¿Zopa?
—Sopa —tradujo Rincewind.
—Ezo, zopa —asintió Cohen, deprimido—. Ez pod miz dientez, ¿zabez? Nadie te toma en zedio zi no tienez dientez, te dicen «ziéntate junto a la chimenea, abuelo, y toma un poco de zo…». —Miró a Rincewind con brusquedad—. Tienez una toz muy fea, chico.
Rincewind apartó la vista, incapaz de mirar directamente a Bethan. Entonces, el corazón se le encogió. Dosflores seguía recostado contra el árbol, pacíficamente inconsciente, con un aspecto tan reprobador como permitían las circunstancias.
Cohen también pareció recordarlo. Se puso en pie, inseguro, y se dirigió hacia el turista. Le abrió los ojos, examinó la herida, le tomó el pulso.
—Ze ha ido —dijo.
—¿Muerto? —preguntó Rincewind.
En la sala de debates de su mente, una docena de emociones se pusieron de pie y empezaron a gritar a la vez. Alivio estaba en pleno discurso cuando Conmoción le interrumpió justo antes de que Sorpresa, Terror y Dolor iniciaran una pelea que sólo finalizó cuando Vergüenza entró de repente a ver qué era todo aquel jaleo.
—No —respondió Cohen—. No exactamente. Zólo ze ha… ido.
—¿Adónde?
—No zé. Pedo conozco a alguien que quizáz tenga un mapa.
Mucho más lejos, en la nieve, una docena de puntitos de luz roja brillaban en las sombras.
—No está lejos —dijo el mago guía escudriñando una pequeña esfera de cristal.
Se oyó un murmullo generalizado en las filas tras él, murmullo que a grandes rasgos significaba que, por lejos que estuviera Rincewind, no lo estaría más que un agradable baño caliente, una buena comida y una cama seca.
En aquel momento, el mago que cerraba la marcha se detuvo de golpe.
—¡Escuchad!
Escucharon. Por un lado estaban los sutiles sonidos del invierno que empezaban a adueñarse de la tierra, el crujido de las rocas, el forcejeo sordo de las pequeñas criaturas en sus túneles bajo el manto de nieve. Estaba también el sonido cellisqueante plateado de la luz de la luna. Y asimismo el siseo de media docena de magos tratando de no hacer ruido al respirar.
—No oigo nada que… —empezó uno.
—¡Shhh!
—Vale, vale…
En aquel momento, todos lo oyeron. Un tenue crujido distante, como si alguien corriera muy deprisa sobre la costra de nieve.
—¿Lobos? —inquirió un mago.
Todos imaginaron centenares de cuerpos flacos y hambrientos saltando en la noche.
—N-no —dijo el jefe—. Es demasiado regular. Quizá se trate de un mensajero.
Ahora se oía más cerca, un ritmo crujiente como si alguien comiera cereales tostados a toda velocidad.
—Lanzaré una bengala —dijo el jefe.
Cogió un puñado de nieve, formó una bola, la lanzó al aire y le prendió fuego con un rayo de luz octarina que brotó de sus dedos. Hubo un relámpago azul, breve, potente.
Se hizo el silencio.
—Maldita sea, idiota, ahora no veo nada —dijo al final otro mago.
Eso fue lo último que oyeron antes de que algo rápido, duro y ruidoso los atacara como un cañonazo desde la oscuridad, perdiéndose luego en la noche.
Cuando se sacaron de la nieve unos a otros, todo lo que encontraron fue un profundo rastro de pequeñas huellas. Cientos de pequeñas huellas, muy juntas, que avanzaban por la nieve rectas como un rayo de luz.
—¡Una nigromante! —dijo Rincewind.
La vieja sentada al otro lado de la hoguera se encogió de hombros y se sacó un mazo de naipes grasientos de algún bolsillo recóndito.
Pese al terrible frío del exterior; la atmósfera dentro de la yurta era como el sobaco de un herrero, y el mago sudaba profusamente. Los excrementos de caballo eran un buen combustible, pero el Pueblo Caballo tenía mucho que aprender sobre el aire acondicionado, empezando por el significado del concepto.
Bethan se inclinó hacia un lado.
—¿Qué es un negro amante? —susurró.
—Nigromante. La persona que habla con los muertos.
—Oh —respondió algo desilusionada.
Habían cenado carne de caballo, queso de caballo, budín negro de caballo, caballa y una cerveza clara sobre la que Rincewind no quería especular. Cohen (quien había tomado sopa de caballo) explicó que las Tribus Caballo de las estepas ejeñas nacían ya en la silla, cosa que a Rincewind le parecía ginecológicamente imposible, y eran particularmente adeptos a la magia natural, puesto que la vida en las estepas abiertas te hace comprender lo bien que encaja el cielo con la tierra en los bordes, y eso por supuesto inspira a la mente pensamientos como «¿Por qué?», «¿Cuándo?» y «¿Qué tal si probamos chuletas de ternera para variar?».
La abuela del jefe hizo una señal a Rincewind y extendió las cartas ante ella.
Como ya se ha mencionado, Rincewind era el peor mago del Disco: ningún hechizo más quería quedarse en su mente desde que el Hechizo se alojaba en ella, de la misma manera que los peces no remolonean mucho por el estanque de un lucio. Pero, aun así, tenía su orgullo, y a los magos no les gusta que las mujeres practiquen la magia, aunque sea en su forma más humilde. La Universidad Invisible jamás había admitido mujeres, poniendo excusas del tipo de problemas con los cuartos de baño, pero la auténtica razón era un temor jamás expresado de que, si se permitiera a las mujeres andar por ahí haciendo magia, probablemente se les daría embarazosamente bien…
—De todos modos, no creo en las cartas del Caroc —murmuró—. Todo eso de que son la sabiduría destilada del universo es un montón de basura.
La primera carta, amarillenta por el humo y arrugada por los años, fue…
Debía ser la Estrella. Pero, en vez del conocido disco redondo con rayitos, se había convertido en un pequeño punto rojo. La vieja murmuró algo y rascó la carta con una uña. Miró acusadoramente a Rincewind.
—Yo no tengo nada que ver —dijo éste.
Ella sacó la Importancia de Lavarse las Manos, el Ocho de Octogramas, la Cúpula Celestial, el Estanque de la Noche, el Cuatro de Elefantes, el As de Tortugas y —Rincewind lo estaba esperando— la Muerte.
Y aquella Muerte tenía algo raro. Debía haber sido un dibujo bastante realista de la Muerte con su caballo blanco, y sí, allí estaba Ella. Pero el cielo tenía un tono rojizo y a lo lejos, en una colina distante, había una figurilla apenas visible a la luz de las lámparas de sebo de caballo. Rincewind no necesitó identificarla, porque detrás tenía una caja con cientos de patitas.
El Equipaje seguiría a su propietario a cualquier lugar.
Rincewind miró a Dosflores, una forma pálida tendida al otro lado de la tienda sobre un montón de pieles de caballo.
—¿Está muerto de verdad? —preguntó.
Cohen se lo tradujo a la anciana, quien meneó la cabeza. Se inclinó hacia un pequeño cofre de madera que tenía ante ella y hurgó en su interior entre la colección de bolsas y botellas hasta encontrar un frasquito verde, que vació en la cerveza de Rincewind. Este miró el líquido con gesto de sospecha.
—La mujed dice que ez una ezpecie de medicina —explicó Cohen—. Yo en tu lugad me lo bebedía, ezta gente ze molezta mucho zí no aceptaz zu hozpitalidad.
—¿No me volará la cabeza? —preguntó Rincewind.
—Dice que ez ezencial que te lo bebaz.
—Bueno, si tú estás seguro… No hay manera de que esta cerveza sepa peor.
Tomó un sorbo, consciente de que todos los ojos estaban clavados en él.
—Mmm —dijo—. La verdad es que no está tan ma…
Algo le agarró y le lanzó al aire. Pero en otro sentido seguía sentado junto al fuego…; podía verse a sí mismo allí, una figura menguante en el círculo iluminado que empequeñecía por momentos. Los muñecos de juguete que lo rodeaban miraban su cuerpo con atención. Excepto la vieja: había alzado la vista, le miraba directamente a él y sonreía.
Los magos mayores del Mar Circular no sonreían en absoluto. Empezaban a ser conscientes de que se enfrentaban con algo completamente nuevo y temible: un joven al mando.
En realidad, ninguno sabía con exactitud la edad de Trymon, pero su escaso pelo era todavía negro, y su piel tenía un aspecto cerúleo tal que, con mala luz, cualquiera hubiera dicho que estaba en la flor de la juventud.
Los seis jefes de las Ocho Órdenes que habían sobrevivido estaban sentados junto a una mesa larga, brillante, nueva, situada en lo que había sido el estudio de Galder Ceravieja, y todos se preguntaban qué tenía Trymon para que todos sintieran aquellos deseos de patearle.
No era porque fuese ambicioso y cruel. Las personas crueles eran estúpidas, todos sabían bien como utilizar a las personas crueles, y cómo hacer buen uso de las ambiciones. Uno no era mago de Octavo Nivel durante mucho tiempo a menos que fuera experto en una especie de judo mental.
No era porque fuese sanguinario, hambriento de poder o especialmente malvado. En un mago, estas cosas no son necesariamente defectos. En general, los magos no eran más malvados que el comité de selección de cualquier club exclusivo, por poner un ejemplo, y cada uno había llegado al máximo en su profesión vocacional siguiendo la regla básica de aprovechar siempre, siempre, las debilidades de sus adversarios.
No era porque fuese extraordinariamente sabio. Todos los magos se autoconsideraban unos fuera de serie en lo que a sabiduría se refiere; era parte del trabajo.
No era siquiera porque tuviese carisma. Ellos reconocían el carisma a primera vista, y Trymon tenía tanto como un huevo de pato.
En realidad, era por eso…
No era bueno, malo o cruel en extremo más que en un aspecto: había elevado la anodinidad a la categoría de arte, y cultivaba una mente tan monótona y despiadada como las pendientes del infierno.
Y lo más extraño era que todos y cada uno de los magos, quienes en el curso de su trabajo habían conocido a más de una entidad con aliento de fuego, alas de murciélago y garras de tigre en la intimidad de un octograma mágico, nunca se habían sentido tan incómodos como cuando, diez minutos más tarde, Trymon entró en la habitación.
—Siento llegar tarde, caballeros —mintió frotándose las manos enérgicamente—. Hay tantas cosas que hacer, tanto que organizar…, sé que lo comprendéis.
Los magos se miraron de soslayo mientras Trymon se sentaba a la cabecera de la mesa y repasaba ajetreadamente algunos papeles.
—¿Qué le pasó a la silla del viejo Galder, la de los brazos de león y patas de pollo? —preguntó Jiglad Wert.
Había desaparecido, junto con la mayor parte del mobiliario conocido, y en su lugar había varias sillas bajas de cuero que parecían increíblemente cómodas hasta que llevabas cinco minutos sentado en ellas.
—¿Ésa? Oh, la mandé quemar —respondió Trymon sin alzar la vista.
—¿Quemar? ¡Pero si era un artefacto mágico de incalculable valor, una auténtica…!
—Me temo que no era más que un trasto —interrumpió Trymon obsequiándole con una fugaz sonrisa—. Estoy seguro de que los auténticos magos no necesitan esas cosas. Ahora, si nos podemos centrar en los asuntos del día…
—¿Qué es este papel? —preguntó Jiglad Wert, de los Burlones, sacudiendo el documento que le habían puesto delante, y agitándolo con más fuerza si cabe porque su propia silla, allá en su confortable y atestada torre, era aún más ornada que la de Galder.
—Es una agenda, Jiglad —explicó Trymon con paciencia.
—¿Y para qué vale una agenda?
—No es más que una lista de las cosas sobre las que tenemos que discutir. Se trata de algo muy sencillo, lamento que te parezca…
—¡Jamás había necesitado una!
—Creo que si la has necesitado, lo que pasa es que no la has usado —dijo Trymon con la voz cargada de razonabilidad.
Wert titubeó.
—Bueno, muy bien —asintió malhumorado, mirando a los reunidos en busca de apoyo—. Pero ¿qué dice aquí de…? —Escudriñó la escritura más de cerca—. «Sucesor de Grishald Spold». Será el viejo Runlet Vard, ¿no? Lleva años esperando.
—Sí, pero… ¿es apto? —señaló Trymon.
—¿Cómo?
—Estoy seguro de que todos comprendemos bien la importancia de una dirección apropiada —siguió Trymon—. Bueno, Vard es… digno, por supuesto, a su manera, pero…
—Eso no es asunto nuestro —intervino otro de los magos.
—No, pero podría serlo —insistió Trymon.
Se hizo el silencio.
—¿Interferir en los asuntos de otra Orden? —dijo al final Wert.
—Por supuesto que no —negó Trymon—. Sólo sugiero que podríamos ofrecer… consejo. Pero lo discutiremos más adelante…
Los magos jamás habían oído las palabras «poder de base», de lo contrario Trymon no se habría salido con la suya. Pero el simple hecho de ayudar a otros a conseguir poder, aunque fuera para fortalecerse uno mismo, les resultaba una noción desconocida. Por lo que a ellos respectaba, cada mago se defendía por su cuenta. Olvídense de las entidades paranormales hostiles, un mago ambicioso tenía más que suficiente con luchar con los enemigos que encontraba dentro de su propia orden.
—Creo que antes de nada debemos considerar el asunto de Rincewind —dijo Trymon.
—Y el de la estrella —señaló Wert—. La gente se empieza a dar cuenta.
—Sí, y dicen que nosotros deberíamos hacer algo —intervino Lumuel Panter, de la Orden de Medianoche—. ¿Qué, me pregunto yo?
—Oh, eso es fácil —dijo Wert—. Opinan que deberíamos leer el Octavo. Es lo que dicen siempre. ¿Las cosechas son malas? Leed el Octavo. ¿Las vacas enferman? Leed el Octavo. Los Hechizos lo arreglarán todo.
—Puede que tengan parte de razón —dijo Trymon—. Mi… eh… difunto predecesor hizo un amplio estudio sobre el Octavo.
—Como todos nosotros —replicó Panter con brusquedad—. Pero ¿de qué sirve? Los Ocho Hechizos tienen que funcionar a la vez. Oh, sí, acepto que si todo lo demás falla lo intentemos, pero hay que pronunciar los Ocho a la vez…, y uno de ellos está en la cabeza de Rincewind.
—Y no le encontramos —asintió Trymon—. Ésa es la cuestión, ¿verdad? Estoy seguro de que todos lo hemos intentado, cada uno por nuestra cuenta.
Los magos se miraron unos a otros, avergonzados.
—Sí. Muy bien —dijo al final Wert—. Las cartas sobre la mesa. Yo no soy capaz de localizarle.
—Yo he intentado técnicas de adivinación —dijo otro—. Nada.
—Yo he enviado a unos espíritus conocidos en su busca —afirmó un tercero.
Todos los demás se incorporaron. Si se trataba de confesar errores, al menos se encargarían de dejar bien claro que habían fracasado heroicamente.
—¿Nada más? Yo he enviado demonios.
—Yo he mirado en el Espejo de Vigilancia.
—Anoche lo busqué en las Runas de M’haw.
—Quiero que quede constancia de que yo he probado las Runas, el Espejo, y además las entrañas de un muchaspatas.
—Yo he hablado con las bestias del campo y las aves del cielo.
—¿Algún resultado?
—No.
—Bueno, yo he interrogado a los mismísimos huesos de la tierra, a las piedras profundas y a las montañas de más allá.
Se hizo un silencio gélido. Todos miraron al mago que acababa de hablar. Era Ganmack Arbolhallet, de los Venerables Videntes, quien se removió inquieto en su asiento.
—Sí, con campanas, supongo —dijo alguien.
—No he dicho que respondieran, ¿verdad?
Trymon miró a los presentes.
—Yo he enviado a alguien a buscarle —dijo.
Wert lanzó un bufido despectivo.
—No se puede decir que eso funcionara muy bien las dos últimas veces.
—Porque siempre nos apoyamos en la magia, pero es obvio que Rincewind tiene algún tipo de protección que le esconde de eso. Lo que no puede esconder son sus huellas.
—¿Has enviado a un rastreador?
—En cierto modo.
—¿A un héroe?
Wert se las arregló para poner mucha intención en una sola palabra. En otro universo, el mismo tono de voz habría empleado un sureño para decir «maldito yanqui».
Los magos miraron a Trymon boquiabiertos.
—Sí —asintió éste con tranquilidad.
—¿Con qué autoridad? —exigió saber Wert.
Trymon volvió sus ojos grises hacia él.
—Con la mía. No necesito otra.
—¡Esto es…, esto es muy irregular! ¿Desde cuándo los magos necesitan contratar a héroes para que les saquen las castañas del fuego?
—Desde que los magos descubrieron que la magia no funcionaba.
—Una demora temporal, nada más.
Trymon se encogió de hombros.
—Es posible —dijo—, pero no tenemos tiempo para averiguarlo. Demostradme que me equivoco. Encontrad a Rincewind con espejos mágicos o hablando con los pájaros. Pero, en cuanto a mí, tengo intención de ser sensato. Y los hombres sensatos hacen lo que es necesario en cada momento.
Es un hecho bien conocido que los guerreros y los magos no se llevan bien, porque un bando considera que el otro es una colección de imbéciles sanguinarios que no pueden caminar y pensar al mismo tiempo, mientras que el segundo sospecha por naturaleza de un conjunto de hombres que hablan entre dientes y llevan vestidos largos. Oh, bueno, dicen los magos…, si nos ponemos así, ¿qué hay de todos esos collares de tachuelas y músculos aceitados en la Asociación de Jóvenes Paganos? A lo cual los héroes replican: Mira quién fue a hablar, un puñado de blandengues que ni siquiera se atreven a acercarse a una mujer, ¿y por qué?, ja, porque dicen que su poder místico quedará mermado. Esto ya es demasiado, dicen los magos, estamos hartos de vosotros y de vuestros morrales de piel. ¿Ah, sí?, dicen los héroes, ¿y por qué no…? Etcétera, etcétera. Este tipo de situación había durado siglos, y provoco unas cuantas batallas importantes de resultas de las cuales grandes territorios quedaron inhabitables por culpa de los armónicos mágicos.
De hecho, el héroe que en aquellos mismos momentos galopaba hacia las Llanuras del Vértice nunca se había metido en esa clase de disputas, porque no se las tomaba en serio, pero sobre todo porque este héroe en concreto era una heroína. Una heroína pelirroja.
Por cierto, en esta clase de cosas existe la tendencia de mirar por encima del hombro del dibujante que está haciendo la cubierta y empezar a hablar sobre cuero, botas hasta los muslos y espadas desnudas.
Adjetivos como «llenos», «redondos» e incluso «vivaces» empiezan a colarse en la narración hasta que el escritor tiene que darse una ducha fría y acostarse un rato.
Lo cual es bastante estúpido, porque ninguna mujer que se gane la vida con su espada va a ir por ahí con aspecto de haberse escapado de un catálogo de lencería de esos que se envían por correo y en sobres discretos.
Oh, bueno, muy bien. Lo que debe quedar bien claro es que aunque Herrena estaría imponente tras un buen baño, una manicura intensiva y lo mejor de la Woo Hun Lenz, Productos Exóticos y Artes Marciales, en la Calle Héroes, ahora mismo tenía la sensatez de vestir una ligera cota de malla, botas blandas y una espada corta.
De acuerdo, quizá las botas fueran de cuero. Pero no negras.
Junto a ella cabalgaban gran número de hombres atezados que con toda seguridad morirían antes de mucho tiempo, así que no es esencial que los describamos. Baste decir que no tenían nada de «vivaces».
Bueno, si os apetece pueden ir vestidos de cuero.
Herrena no estaba muy contenta con ellos, pero eran lo único que había conseguido contratar en Morpork. Muchos de los ciudadanos se habían marchado ya de la ciudad para refugiarse en las colinas, aterrados ante la nueva estrella.
Pero Herrena cabalgaba hacia las colinas por una razón muy diferente. Hacia la Periferia de las Llanuras estaban las yermas Montañas Huesodetroll. Herrena, que durante muchos años se había ganado la incomparable igualdad de oportunidades que sólo consiguen las mujeres capaces de hacer cantar a una espada, estaba confiando en sus instintos.
Tal como se lo había descrito Trymon, ese Rincewind era una rata, y a las ratas les gusta estar a cubierto. De cualquier manera las montañas estaban muy lejos de Trymon y, pese a que ahora era su jefe, eso alegraba a Herrena. El tipo tenía unos modales que le hacían sentir cosquillas en los puños.
Rincewind sabía que debería estar aterrado, pero le resultaba difícil porque, aunque no era consciente de ello, las emociones como el pánico, el terror y la furia tienen mucho que ver con cosas segregadas por glándulas, y todas las glándulas de Rincewind se habían quedado en su cuerpo.
No estaba muy seguro sobre dónde se encontraba su cuerpo real, pero cuando miró hacia abajo vio una fina hebra azul que salía de lo que en beneficio de la cordura seguiría llamando su tobillo, y se perdía en la oscuridad que le rodeaba. Parecía razonable suponer que su yo físico se encontraba al otro extremo.
No era un cuerpo particularmente bueno, él era el primero en admitirlo, pero había un par de órganos con cierto valor sentimental, y comprendió que si la cuerdecita azul se rompía, pasaría el resto de su vi…, de su existencia paseando por tableros de ouija, fingiendo ser la tía muerta de alguien y todas esas cosas que hacen las almas perdidas para pasar el rato.
El horror puro de la idea le golpeó con tal fuerza que apenas sintió el roce de sus pies sobre el suelo. Sobre algún tipo de suelo, por lo menos; decidió que, casi con toda probabilidad, no se trataba del suelo: el suelo, al menos por lo que él recordaba, no era negro ni giraba de aquella manera tan desconcertante.
Echó un vistazo a su alrededor.
Las escarpadas montañas se extendían en todas direcciones contra un cielo gélido plagado de estrellas crueles, estrellas que no aparecían en ningún mapa del firmamento en todo el multiverso. Pero, entre ellas, se encontraba el malévolo disco rojo. Rincewind se estremeció y apartó la vista. Ante él, el terreno descendía en una brusca pendiente, y un viento seco susurraba entre las rocas resquebrajadas por el frío.
Susurraba de verdad. Mientras las corrientes le agitaban la túnica y le revolvían el pelo, a Rincewind le pareció oír voces, tenues y lejanas, diciendo cosas como «¿Seguro que eso que echamos en la olla eran champiñones? Me siento un poco…» y «Si te asomas por aquí se ve un paisaje precioso…» y «No armes tanto jaleo, sólo es un arañazo…» y «Mira adónde apuntas ese arco, casi me…», etcétera.
Bajó alocadamente por la ladera, tapándose los oídos, hasta que vio algo que muy pocos seres vivos han visto.
El terreno se hundía bruscamente hasta convertirse en un vasto túnel, de casi dos kilómetros de ancho, hacia el cual el viento susurrante de las almas de los muertos soplaba con un ensordecedor murmullo retumbante, como si el mismo Disco respirase por allí. Pero una estrecha estribación de roca se vislumbraba sobre el agujero, terminando en un saliente de quizá unos treinta metros de largo.
Allí arriba había un jardín con huertos, macizos de flores y una casita negra bastante pequeña.
Un sendero llevaba hasta ella.
Rincewind miró a su espalda. El brillante cordón azul seguía allí.
Igual que el Equipaje.
Estaba sentado en el camino, y le miraba.
Rincewind no había logrado acostumbrarse al Equipaje, siempre había tenido la sensación de que el baúl le despreciaba. Pero, por una vez, no le miraba a él. Tenía un aspecto patético, como un perro que acabara de volver a casa tras un agradable paseo por el campo para descubrir que la familia se ha mudado al continente contiguo.
—Muy bien —dijo Rincewind—. Vamos.
El baúl extendió sus patitas y le siguió sendero arriba.
Por algún motivo, Rincewind había supuesto que el jardín del saliente estaría lleno de flores muertas, pero en realidad parecía muy bien cuidado, y era obvio que lo había plantado alguien con buen ojo para los colores, siempre que esos colores fueran púrpura oscuro, negro noche o blanco mortaja. Grandes lirios perfumaban el aire. Había un reloj de sol sin gnomon en el césped recién segado.
Con el Equipaje pisándole los talones, Rincewind avanzó por el sendero de esquirlas de mármol hasta llegar detrás de la casita. Empujó una puerta abierta.
Cuatro caballos le miraron por encima de sus cebaderas. Estaban cálidos y vivos, eran las bestias mejor cuidadas que Rincewind había visto en su vida. Uno blanco, el más grande, tenía un establo para él solo, de cuya puerta colgaban unos arneses negros y plateados. Los otros tres estaban atados ante un pesebre de heno en el muro opuesto, como si acabaran de llegar visitantes. Miraron a Rincewind con vaga curiosidad animal.
El Equipaje tropezó contra su tobillo. El mago se dio la vuelta bruscamente.
—¡Lárgate, maldito!
El Equipaje retrocedió. Parecía abatido.
Rincewind avanzó de puntillas hasta la otra puerta y la abrió cautelosamente. Daba a un pasillo de piedra que a su vez desembocaba en un amplio vestíbulo.
Se deslizó hacia adelante con la espalda bien pegada contra una pared. Tras él, el Equipaje se puso de puntillas y le siguió nervioso…
El vestíbulo…
Bueno, lo que preocupaba a Rincewind no era sólo el hecho de que fuese considerablemente más grande que toda la casita vista desde fuera. Tal como iban últimamente las cosas, si alguien le hubiera dicho que no se puede meter un litro de líquido en una jarra de cuarto se habría reído a carcajadas. Tampoco era la decoración estilo Cripta Tardío, basada principalmente en cortinajes negros.
Era el reloj. Un reloj enorme que ocupaba el espacio entre dos escalinatas de madera llenas de tallas de cosas que los hombres normales sólo ven tras una larga sesión de algo ilegal.
Tenía un larguísimo péndulo que se mecía con un lento tic-tac capaz de hacer rechinar los dientes, porque era el sonido deliberado, turbador, preparado para hacerte comprender con toda claridad que cada tic y cada tac te están quitando un segundo de vida. Era la clase de ruido que sugiere sin lugar a dudas que en alguna parte, en algún hipotético reloj de arena, unos cuantos granos más acaban de desaparecer bajo tus pies.
No hace falta mencionar que el contrapeso del péndulo tenía los bordes afilados como navajas.
Algo le tocó en la base de la espalda. Se volvió, furioso.
—Maldito hijo de maletín, ya te he dicho…
No era el Equipaje. Era una joven con cabello de plata, con ojos de plata, bastante desconcertante.
—Oh —dijo Rincewind—. Mmm… ¿hola?
—¿Estás vivo? —preguntó la chica.
Tenía la clase de voz que se suele asociar con sombrillas, aceite bronceador y bebidas refrescantes servidas en vasos altos.
—Bueno, eso espero —asintió Rincewind, preguntándose si sus glándulas se lo estaban pasando bien allí donde estuvieran—. A veces no estoy muy seguro. ¿Qué lugar es éste?
—Es la casa de la Muerte —respondió ella.
—Ah. —Se pasó la lengua por los labios secos—. Bueno, encantado de conocerte, pero creo que me tengo que ir ya…
La chica palmoteó.
—¡Oh vamos, no! No vienen a menudo personas vivas. Los muertos son muy aburridos, ¿no te parece?
—Eh…, sí —asintió Rincewind fervorosamente, sin quitar el ojo de la puerta de salida—. Supongo que no son buenos conversadores.
—Siempre que si «Cuando yo estaba vivo…» y «En mis tiempos sí que sabíamos cómo respirar…» —suspiró la chica, poniéndole una menuda mano blanca en el brazo y sonriéndole—. Y todos son tan chapados a la antigua… Nada divertidos. Muy formales.
—¿Rígidos? —sugirió Rincewind.
La chica le empujaba hacia un arco.
—Desde luego ¿Cómo te llamas? Yo soy Ysabell.
—Mm… Rincewind. Perdona, pero si ésta es la casa de la Muerte, ¿qué haces tú aquí? No pareces nada muerta.
—Oh, yo vivo aquí. —Le miró fijamente—. Oye, no habrás venido a rescatar a tu amada perdida, ¿verdad? A mami eso le sienta fatal. Dice que menos mal que nunca duerme, porque, si no, tantos jóvenes héroes yendo y viniendo a rescatar a un montón de chicas tontas no la dejarían dormir.
—Pasa a menudo, ¿eh? —dijo Rincewind débilmente mientras atravesaban un pasillo negro.
—Constantemente. A mí me parece muy romántico. Sólo que, cuando te vas, es muy importante no mirar atrás.
—¿Por qué no?
La chica se encogió de hombros.
—Ni idea. A lo mejor las vistas no son buenas. Oye, ¿tú eres un héroe?
—Pues… no. No exactamente. No, en absoluto, para ser sinceros; Menos aún, de hecho. Sólo vengo a buscar a un amigo mío —dijo en tono patético—. No le habrás visto, ¿verdad? Un tipo bajito, gordo, habla mucho, lleva gafas y ropa muy rara…
Mientras hablaba, fue repentinamente consciente de haber pasado por alto algo vital. Cerró los ojos y trató de recordar los últimos minutos de conversación. Entonces, le cayó encima como un saco de arena.
—¿Mami?
La chica bajó la vista modestamente.
—En realidad, soy adoptada —explicó—. Me contó que me encontró cuando era un bebé. Una historia muy triste. —Se animó un poco—. Pero pasa, ven a conocerla…, esta noche han venido unos amigos suyos. Seguro que le interesará verte. No recibe a muchos visitantes. La verdad es que yo tampoco —añadió.
—Perdona —interrumpió Rincewind—, ¿te he entendido bien? ¿Estamos hablando de la misma Muerte? ¿Una alta, delgada, con las cuencas de los ojos vacías, experta en cuestión de guadañas?
Ella suspiró.
—Sí, me temo que su aspecto no la hace muy popular.
Cierto es que, como ya se ha indicado, Rincewind era a la magia lo que una bicicleta a un escarabajo, pero de todos modos conservaba un privilegio exclusivo de todos los practicantes de ese arte: cuando falleciera, sería la Muerte en persona quien apareciera para recogerle (en vez de delegar el trabajo en alguna personificación antropomórfica mitológica menor, como solía hacer). Debido sobre todo a su inutilidad, Rincewind no había muerto nunca en su momento, y si hay algo que la Muerte detesta es la falta de puntualidad.
—Mira, supongo que mi amigo estará dando un paseo —dijo—. Siempre lo hace, es la historia de su vida, me alegra haberte conocido, tengo que irme…
Pero ya se habían detenido ante una alta puerta forrada de terciopelo púrpura. Se oían voces al otro lado…, voces embrujadas, la clase de voces que la simple tipografía será absolutamente incapaz de reproducir hasta que alguien fabrique una linotipia con eco y, posiblemente, un tipo de letra que parezca algo dicho por una babosa.
Esto es lo que decía la voz:
—¿Te importa volver a explicar eso?
—Bueno, no puedes cerrar mientras tengas los treses de Tortugas negras. En cambio el otro puede cerrar si tiene los treses de Tortugas rojas, porque sólo sirven para puntuar. Pon el Arcano Mayor con los Elefantes…
—¡Es Dosflores! —exclamó Rincewind—. ¡Reconocería esa voz en cualquier parte!
—Un momento…, ¿cómo es posible que haya cerrado yo y peste tenga más puntos?
—Oh, vamos, Mort, ya lo ha explicado. Gana quien tiene más puntos ligados sobre la mesa y menos en la mano, no quien cierra. Oye, ¿y si Hambre pone sus dos Arcanos Mayores con los Elefantes?
Era una voz húmeda, jadeante, prácticamente contagiosa por sí misma.
—Ah, entonces habría podido sacarla a la mesa y tener una limpia, aunque no oculta. Pero tenía que haberlo hecho antes de cerrar —explicó Dosflores con entusiasmo.
—¿Y si Guerra pone sus Arcanos con los Elefantes de Hambre? Son pareja, ¿hacen una limpia?
—¡Exacto!
—Eso no lo entiendo muy bien. Vuelve a explicarme lo de las ocultas, que ya casi lo he cogido.
Era una voz pesada, hueca, como el choque entre dos grandes trozos de plomo.
—Es cuando consigues una con lo que tienes en la mano, sin haber cogido el Pozo y sin apoyarte en las de tu compañero. Puntúan más alto, pero siempre son más difíciles de conseguir…
La voz de Dosflores siguió discurriendo como un torrente de entusiasmo. Rincewind miró inexpresivo a Ysabell mientras a través del terciopelo se filtraban expresiones como «puntos de salida», «Pozo premiado» y «negativos sobre la mesa».
—¿Entiendes algo de eso? —preguntó la chica.
—Ni una palabra.
—Parece horriblemente complicado.
Al otro lado de la puerta, la voz pesada decía:
—¿Y dices que los humanos juegan a esto por diversión?
—Hay gente que llega a hacerlo muy bien. Me temo que yo soy un simple aficionado.
—¡Pero si sólo viven ochenta o noventa años!
—Tú lo sabes mejor que nadie, Mort —intervino una voz que Rincewind no había oído hasta entonces, y que desde luego no quería volver a oír jamás, menos aún en un sitio oscuro.
—La verdad es que resulta muy… intrigante.
—Da otra vez, a ver si le he cogido el truco.
—¿Crees que deberíamos entrar? —preguntó Ysabell.
—El pozo es la sota de terrapenes. Me lo llevo.
—No, me parece que no tienes puntos. Espera, echare un vistazo a tus…
Ysabell abrió la puerta.
De hecho, la habitación era un estudio bastante agradable, quizá tirando a sombrío, posiblemente creado en un mal día por un decorador de interiores que tenía dolor de cabeza y obsesión por poner relojes de arena en toda superficie plana, así como un montón de velas grandes, gruesas, amarillas y chorreantes de las que quería librarse.
La Muerte del Disco era una tradicionalista que se enorgullecía de prestar un servicio personalizado, y se deprimía a menudo porque nadie lo valoraba. Señalaba que la gente no tenía miedo de la muerte en sí, sólo del dolor, la separación y la nada, y que no era nada razonable tomarla con alguien sólo porque tiene las cuencas de los ojos vacías y pasión por el trabajo bien hecho. Todavía usaba guadaña, decía, mientras que las Muertes de otros mundos habían invertido hacía tiempo en cosechadoras automáticas.
Muerte estaba sentada a un lado de la gran mesa de juego situada en el centro de la habitación, y discutía con Hambre, Guerra y Peste. Dosflores fue el único que alzó la vista y advirtió la presencia de Rincewind.
—¡Eh! ¿Cómo has llegado aquí? —se asombró.
—Bueno, algunos dicen que el Creador tomó un puñado de…, ah, ya entiendo. Bueno, es un poco difícil de explicar, pero…
—¿Tienes al Equipaje?
La caja de madera empujó a Rincewind para pasar y se situó ante su propietario, quien abrió la tapa y hurgó en el interior hasta extraer un librito encuadernado en piel. Se lo tendió a Guerra, que aporreaba la mesa con un puño metido en un guantelete.
—Un resumen de las reglas —dijo—. Es bastante bueno, explica muy bien lo de la puntuación y como…
Muerte le arrebató el libro con una mano huesuda y fue pasando las páginas, haciendo caso omiso de la presencia de los dos hombres.
—De acuerdo —dijo—. Peste, abre otro mazo de cartas, voy a llegar al fondo de esto aunque muera en el intento, metafóricamente hablando, claro.
Rincewind agarró a Dosflores y lo sacó de la habitación. Echaron a correr pasillo abajo, con el equipaje trotando tras ellos.
—¿Qué estabais haciendo? —preguntó el mago.
—Bueno, tienen mucho tiempo libre, y pensé que les gustaría —jadeó Dosflores.
—¿El qué, jugar a las cartas?
—Es un juego especial. Se llama… —Titubeó. Los idiomas no eran su punto fuerte—. En vuestro lenguaje es un recipiente, generalmente de paja o mimbre, con dos asas, por ejemplo —concluyó—. Creo.
—¿Cesta? —aventuró Rincewind—. ¿Capazo?
—Sí, posiblemente.
Llegaron al vestíbulo, donde el gran reloj seguía afeitando segundos a las vidas del mundo.
—¿Y cuánto tiempo crees que los mantendrá ocupados?
—No estoy seguro —dijo pensativo—. Hasta que alguno llegue a los cinco mil puntos, supongo… ¡Qué reloj tan sorprendente!
—No intentes comprarlo —recomendó Rincewind—. No creo que les hiciera gracia en este lugar.
—¿Y qué lugar es éste, exactamente? —pregunto Dosflores, llamando al Equipaje y abriendo la tapa.
Rincewind miró alrededor. El vestíbulo estaba oscuro y desierto, las estrechas ventanas tenían hielo. Miró hacia abajo. El tenue cordón azul todavía estaba unido a su tobillo. Advirtió que Dosflores también tenía uno.
—Estamos, más o menos… informalmente muertos —dijo.
Fue la mejor explicación que se le ocurrió.
—Oh.
Dosflores siguió rebuscando.
—¿Eso no te preocupa?
—Bueno, las cosas se arreglarán al final, ¿no crees? Además, creo firmemente en la reencarnación. ¿En qué forma te gustaría volver?
—No quiero irme —replicó Rincewind con firmeza—. Venga, salgamos de… oh, no. Eso no.
Dosflores había sacado una caja de las profundidades del Equipaje. Era grande y negra, tenía un asa a un lado, una ventanita redonda en la parte delantera y una tira para que Dosflores pudiera colgársela del cuello, cosa que hizo.
Hubo un tiempo en que a Rincewind le había gustado mucho el iconoscopio. Contra toda experiencia, creía que el mundo era esencialmente comprensible, que si conseguía equiparse con las necesarias herramientas mentales podría quitarle la tapa y ver cómo funcionaba. Por supuesto, estaba completamente equivocado. El iconoscopio no captaba imágenes mediante el sistema de dejar que la luz cayera sobre papel especialmente tratado, como él había supuesto, sino gracias al método mucho más sencillo de encerrar dentro a un pequeño demonio con buen ojo para el color y mano rápida con el pincel. A Rincewind le había molestado mucho cuando se enteró.
—¡No hay tiempo para tomar imágenes! —siseó.
—No tardaré nada —replicó Dosflores con firmeza.
Dio unos golpecitos en el costado de la caja. Una puertecita se abrió y el duende asomó la cabeza.
—¡Infiernos! —exclamó—. ¿Dónde estamos?
—No importa —respondió Dosflores—. Me parece que lo primero es el reloj.
El demonio entrecerró los ojos.
—Mala luz —señaló—. Tres malditos años a f8, si quieres saber mi opinión.
Cerró la puertecilla de golpe. Un segundo más tarde oyeron el sonido del diminuto taburete arrastrado hacia el caballete.
Rincewind apretó los dientes.
—¡No necesitas tomar imágenes! ¡Puedes recordarlo de memoria! —gritó.
—No es lo mismo —respondió Dosflores con tranquilidad.
—¡Es mejor! ¡Es más real!
—No, de verdad. En los años venideros, cuando esté sentado junto al fuego…
—¡Si no salimos de aquí, te sentarás en el fuego eternamente!
—Oh, espero que no os vayáis.
Los dos se volvieron. Ysabell estaba de pie bajo el arco, con una leve sonrisa. Llevaba en la mano una guadaña, una guadaña cuya hoja tenía un filo de todos conocido. Rincewind trató de no mirarse el cordón azul del tobillo. Una chica que tuviera una guadaña no debería sonreír de aquella manera tan desagradable, sagaz y ligeramente trastornada.
—Mami está un poco ocupada ahora mismo, pero estoy segura de que ni se le ocurriría dejaros partir así —añadió—. Además, no tengo a nadie con quien hablar.
—¿Quién es ésta? —quiso saber Dosflores.
—Pues, más o menos, vive aquí —murmuró Rincewind—. Más o menos, es una chica —añadió.
Agarró a Dosflores por el hombro e intentó deslizarse imperceptiblemente hacia la puerta que daba al frío y oscuro jardín. No lo consiguió, sobre todo porque Dosflores no era el tipo de persona que capta las sutilezas del lenguaje, y además nunca comprendía que una amenaza pudiera estar dirigida a él.
—Encantado, mucho gusto —dijo—. Tenéis una casa muy bonita. El efecto barroco es muy interesante, con tantos huesos y cráneos.
Ysabell sonrió. Si la Muerte se retira alguna vez del negocio familiar, pensó Rincewind, esta chica lo hará aun mejor que ella…, está como una cabra.
—Sí, pero tenemos que irnos —dijo en voz alta.
—No, no, ni hablar —insistió Ysabell—. Tenéis que quedaros y contarme cosas sobre vosotros. Hay mucho tiempo, y esto es tan aburrido…
Se lanzó hacia un lado y blandió la guadaña contra las brillantes hebras. El instrumento chilló en el aire como un gato castrado… y se detuvo bruscamente.
Se oyó un crujido de madera. El Equipaje había cerrado su tapa de golpe sobre la hoja.
Dosflores miró atónito a Rincewind. Y el mago, con deliberación y una cierta satisfacción, le dio un puñetazo en la mandíbula. Recogió al hombrecillo cuando cayó hacia atrás, se lo echó a un hombro y salió corriendo.
Las ramas le azotaron en el jardín iluminado por las estrellas, cosas pequeñas, peludas y probablemente horribles se espantaron cuando corrió desesperadamente a lo largo del tenue cordón de fuerza vital que brillaba de manera escalofriante sobre la hierba helada.
Tras él, en el edificio, resonó un chillido estridente de disgusto y rabia. Esquivó como pudo un árbol y aceleró.
Recordaba que, en algún lugar, había un camino. Pero en aquel laberinto de sombras y luz plateada, teñido ahora de rojo a medida que la terrible estrella nueva dejaba sentir su presencia incluso en el mundo de ultratumba, nada tenía una apariencia normal. De todos modos, el cordón de fuerza vital parecía ir en dirección equivocada.
Oyó un sonido de pasos tras él. Rincewind jadeaba por el esfuerzo. Los pasos parecían pertenecer al Equipaje, y en aquel momento no quería enfrentarse con el maldito baúl: éste podía haber interpretado mal el hecho de que golpeara a su amo, y por lo general mordía a la gente que no le gustaba. Rincewind nunca había tenido valor para preguntar adónde iban cuando la pesada tapa se cerraba sobre ellos, pero lo que sabía con seguridad era que no estaban allí cuando volvía a abrirse.
En realidad, no tenía motivos para preocuparse. El Equipaje le adelantó con facilidad, sus patitas un borrón de movimiento. Le pareció que el trasto se concentraba intensamente en correr, como si tuviera alguna noción de lo que le perseguía y no le gustara la idea en absoluto.
No mires atrás, se recordó Rincewind. A lo mejor las vistas no son buenas.
El Equipaje se precipitó contra unos arbustos y desapareció.
Un momento más tarde, Rincewind comprendió por qué. Se había precipitado por el borde del saliente, y caía hacia el gran agujero de abajo, al fondo del cual había una tenue luz roja. Los dos brillantes cordones azules que partían de Rincewind y Dosflores se dirigían hacia allí.
Se detuvo, inseguro, aunque esto no es del todo exacto, porque tenía una certeza absoluta sobre muchas cosas, como por ejemplo de que no quería saltar, de que no quería enfrentarse con lo que les perseguía, de que en el mundo espiritual Dosflores era muy pesado, y de que había cosas peores que estar muerto.
—Nombra dos —murmuró.
Y saltó.
Unos segundos más tarde, los jinetes llegaron y no se detuvieron en el borde rocoso, sino que siguieron cabalgando sobre la nada.
La Muerte miró hacia abajo.
—Esto siempre me molesta —dijo—. Tendría que instalar una puerta giratoria.
—¿Qué querrían? —se preguntó Peste.
—A mí que me registren —replicó Guerra—. Pero no está mal el jueguecito.
—Cierto —asintió Hambre—. Muy absorbente.
—Tenemos tiempo para otra ronda —señaló la Muerte.
—Partida —corrigió Guerra.
—¿Qué cosa está partida?
—Digo que se llaman partidas.
—Eso, partida —asintió la Muerte. Alzó la vista hacia la nueva estrella, como si no comprendiera muy bien lo que significaba—. Creo que tenemos tiempo —repitió, algo insegura.
En otro punto de esta narración se ha mencionado ya el pequeño intento efectuado en el Disco de inyectar un poco de fidedignidad a las narraciones, y el hecho de que los poetas debían abstenerse bajo pena de…, bueno, de severas penas…, de ir por ahí parloteando acerca de riachuelos cantarines y amaneceres aterciopelados. Sólo podían hablar de rostros capaces de botar mil barcos en caso de que estuvieran en condiciones de presentar los correspondientes certificados portuarios.
Por tanto, en señal de respeto a esta tradición, no diremos que Rincewind y Dosflores se precipitaron del cielo como rayos en la oscuridad surcando las dimensiones, ni que se oyó un sonido como el tañir de una gigantesca campana, ni que todas sus vidas les pasaron ante los ojos (en cualquier caso, la vida de Rincewind le había pasado ante los ojos tantas veces que podía echarse una siestecita durante los trozos aburridos), ni que el universo se cerró sobre ellos como una gigantesca gelatina.
En cambio, dado que ha sido comprobado experimentalmente, diremos que se oyó un ruido como el de una regla de madera al ser golpeada fuertemente con un diapasón do sostenido, posiblemente si bemol, y que hubo una repentina sensación de quietud absoluta.
Eso es porque estaban absolutamente quietos, y porque estaba absolutamente oscuro.
Rincewind se dio cuenta de que algo había ido mal.
En aquel momento vio el tenue rastro azulado frente a él.
Volvía a estar dentro del Octavo. Se preguntó qué sucedería si alguien abría el libro. ¿Aparecerían Dosflores y él como una ilustración en color?
Decidió que, probablemente, no. El Octavo en que se encontraban era algo bastante diferente del simple libro encadenado a su atril de la Universidad Invisible, el cual no era más que una representación tridimensional de una realidad multidimensional y…
Alto ahí, pensó. Yo no pienso así. ¿Quién está pensando por mí?
—Rincewind —susurró una voz como el crepitar de páginas antiguas.
—¿Quién? ¿Yo?
—Claro que tú, maldito imbécil.
Una chispa de desafío brilló por un instante en el maltratado corazón de Rincewind.
—¿Qué, os habéis acordado ya de cómo comenzó el universo? —dijo con tono antipático—. ¿Fue el Carraspeo, o el Aliento Contenido, o el Rascarse la Cabeza Intentando Recordarlo, Lo Tenía en la Punta de la Lengua?
—Hazte un favor, recuerda dónde te encuentras —siseó otra voz, seca como la leña.
Parecía imposible sisear toda una frase en la que sólo había una s, pero la voz hizo un buen trabajo.
—¿Recordar dónde me encuentro? ¿Recordar dónde me encuentro? —gritó Rincewind—. Claro que recuerdo dónde me encuentro, me encuentro dentro de un maldito libro hablando con un montón de voces que no veo, ¿por qué crees que grito?
—Supongo que te estarás preguntando por qué te hemos traído aquí otra vez —dijo una voz junto a su oreja.
—No.
—¿No?
—¿Qué ha dicho? —preguntó otra voz incorpórea.
—Ha dicho que no.
—¿De verdad ha dicho que no?
—Sí.
—Oh.
—¿Por qué?
—Esta clase de cosas me pasan constantemente —explicó Rincewind—. En un momento dado me estoy cayendo por el borde del mundo, al siguiente estoy dentro de un libro, luego volando sobre una roca, después viendo cómo la Muerte aprende a jugar a la Cesta o al Capazo o a lo que sea, ¿por qué demonios me voy a preguntar nada?
—Bueno, al menos te preguntarás por qué no queremos que nadie nos pronuncie —dijo la primera voz, consciente de que estaba perdiendo la iniciativa.
Rincewind titubeó. La idea le había pasado por la cabeza, sólo que muy deprisa y mirando nerviosa a todos lados por si a alguien se le escapaba un golpe y ella se lo encontraba.
—¿Y por qué iba a querer nadie pronunciaros?
—Por la estrella —explicó el hechizo—. La estrella roja. Los magos ya te están buscando. Cuando te encuentren, querrán pronunciar los Ocho Hechizos juntos para cambiar el futuro. Piensan que el Disco va a chocar contra la estrella.
Rincewind consideró la cuestión.
—¿Va a chocar contra la estrella?
—No exactamente, sino en un…, ¿qué es eso?
El mago miró hacia abajo. El Equipaje venía trotando en la oscuridad. De su tapa sobresalía un largo trozo de guadaña.
—No es más que el Equipaje.
—¡Pero si no lo hemos llamado!
—Nadie lo llama a ninguna parte —dijo Rincewind—. Sencillamente, aparece. No os preocupéis por él.
—Oh. ¿De qué estábamos hablando?
—Ese asunto de la estrella roja.
—Cierto. Es muy importante que tú…
—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Era una vocecilla débil y chillona, y venía de la caja de imágenes que aún colgaba del cuello inerte de Dosflores.
El duende pintor abrió su escotilla y miró a Rincewind.
—¿Qué sitio es éste, jefe?
—No estoy seguro.
—¿Seguimos muertos?
—A lo mejor.
—Bueno, espero que no vayamos a ningún sitio con mucho negro, porque estoy sin nada.
La escotilla se cerró de golpe.
Rincewind imaginó por un momento a Dosflores enseñando sus imágenes y diciendo cosas como «Éste soy yo cuando me estaban torturando un millón de demonios» y «Éste soy yo con aquella pareja tan rara que conocimos en las colinas del Ultratumba». Rincewind no estaba muy seguro de lo que te sucedía tras la muerte, las autoridades no eran muy claras al respecto. Un atezado marinero de las tierras Periféricas le dijo en cierta ocasión que creía en un paraíso lleno de sorbetes y huríes. Rincewind no sabía muy bien qué era una hurí, pero tras meditarlo un tiempo dedujo que se trataba de una pajita para beber el sorbete. En cualquier caso, los sorbetes le daban dolor de muelas.
—Ahora que la interrupción ha terminado —dijo una voz seca con firmeza—, quizá podamos continuar. Es de la mayor importancia que no permitas que los magos te quiten el Hechizo. Si los Ocho Hechizos se pronuncian demasiado pronto, sucederán cosas terribles.
—Yo sólo quiero que me dejen en paz —replicó Rincewind.
—Perfecto, perfecto. Desde el día en que abriste el Octavo, supimos que podíamos confiar en ti.
Rincewind titubeó.
—Alto ahí —dijo al final—. ¿Queréis que impida que los magos reúnan todos los hechizos?
—Exacto.
—¿Y por eso uno de vosotros se metió en mi cabeza?
—Precisamente.
—Destruisteis mi vida por completo, ¿lo sabíais? —se acaloró Rincewind—. Podría habérmelas apañado como mago si no hubierais decidido usarme como grimorio portátil. Ahora no hay manera de que memorice otros hechizos, ¡a todos les da miedo estar en la misma cabeza que vosotros!
—Lo sentimos.
—¡Yo sólo quiero volver a casa! Quiero volver a donde… —Un rastro de humedad apareció en los ojos de Rincewind—. Donde uno siente guijarros bajo los pies, y a veces la cerveza no es demasiado mala, y por las noches se puede conseguir un buen trozo de pescado frito, a lo mejor con un par de pepinillos grandes, y hasta un pastel de anguila y un plato de caracoles, y donde siempre hay un establo caliente en el que dormir y por la mañana te despiertas en el mismo sitio donde te acostaste, y donde no siempre hace un tiempo de perros. De verdad, no me importa la magia, probablemente ni siquiera tengo madera de mago, ¡sólo quiero volver a casa!
—Pero tienes que… —empezó uno de los hechizos.
Era demasiado tarde. La nostalgia, esa pequeña banda elástica del subconsciente que puede dar cuerda a un salmón y hacerlo viajar cinco mil kilómetros por mares desconocidos, o enviar a un millón de lemmings corriendo alegremente de vuelta a un hogar ancestral que, debido a un pequeño capricho de las placas continentales, ya no está en su sitio…, la nostalgia se alzó en Rincewind como un saltamontes enloquecido, fluyó por la tenue hebra que unía su alma a su cuerpo, clavó los talones y dio un tirón…
Los hechizos se encontraron solos dentro de su Octavo.
Solos si no contamos al Equipaje, claro.
Lo miraron, no con ojos, sino con conciencias tan viejas como el mismísimo Disco.
—Y tú también te puedes ir a hacer gárgaras —le dijeron.
— …Mal.
Rincewind supo que era él mismo quien hablaba, reconocía la voz. Por un momento se sintió como si mirase a través de sus propios ojos, pero no de la manera normal, sino como un espía que atisbase por agujeros practicados en el rostro de un retrato. Luego, regresó.
—¿Eztáz bien, Dincewind? —preguntó Cohen—. Padecíaz un poco ido.
—Parecías un poco blanco —asintió Bethan—. Como si alguien hubiera caminado sobre tu tumba.
—Uh… sí, probablemente fui yo mismo —respondió.
Alzó la mano y se contó los dedos. Parecía tener el número acostumbrado.
—Ehhh… ¿me he movido de aquí?
—No, sólo mirabas el fuego como si hubieras visto un fantasma —le explicó Bethan.
Se oyó un gemido tras ellos. Dosflores se había incorporado, y se sostenía la cabeza con las manos.
Con un esfuerzo, consiguió mirarlos. Sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.
—Ha sido un sueño… muy extraño —dijo—. ¿Qué lugar es éste? ¿Por qué estoy aquí?
—Bueno —le explicó Cohen—, algunoz pienzan que el Cdeadod del univedzo tomó un puñado de adcilla y…
—No, quiero decir «aquí» —insistió Dosflores—. ¿Eres tú, Rincewind?
—Sí —replicó el aludido, concediéndose el beneficio de la duda.
—Había… un reloj que… y esa gente tan… —siguió Dosflores. Sacudió la cabeza—. ¿Por qué huele todo a caballos?
—Has estado enfermo —le dijo Rincewind—. Tenías alucinaciones.
—Si… supongo que sí. —Dosflores bajó la vista para mirarse el pecho—. Pero, en ese caso, ¿por qué tengo…?
Rincewind se puso en pie de un salto.
—Perdonad, esto está muy cerrado, salgo a respirar un poco de aire fresco —dijo.
Cogió la caja de imágenes que colgaba del cuello del turista y se dirigió hacia la salida de la tienda.
—Cuando le trajimos, no llevaba eso —señaló Bethan.
Cohen se encogió de hombros.
Rincewind consiguió alejarse unos metros de la yurta antes de que la ranura de la caja empezara a tintinear. Muy despacio, surgió la última imagen que el duende había captado.
Rincewind se apoderó de ella.
Lo que aparecía dibujado habría sido espantoso incluso a plena luz del día. Al resplandor gélido de las estrellas, teñido de rojo por los fuegos del maligno astro nuevo, resultaba mucho peor.
—No —dijo Rincewind con voz suave—, no era así. Había una casa, y una chica, y…
—Tú ves lo que ves y yo pinto lo que veo —le replicó el duende desde su ventanuco—. Lo que yo veo es real. Me criaron para eso. Sólo veo lo que hay.
Una forma oscura trotó por la capa de nieve en dirección a Rincewind. Era el Equipaje. Rincewind, que por regla general lo detestaba y no le tenía la menor confianza, sintió de repente que era la cosa más tranquilizadoramente normal que había visto en su vida.
—Vaya, así que lograste salir de allí —dijo.
El Equipaje chasqueó la tapa.
—De acuerdo, pero… ¿qué viste? —preguntó el mago—. ¿Miraste hacia atrás?
El Equipaje no dijo nada. Por un momento, guardaron silencio, como dos guerreros que hubieran escapado de una carnicería y se hubieran detenido para recuperar el aliento y la cordura.
Rincewind rompió el silencio.
—Vamos, hay un fuego ahí dentro.
Se inclinó para palmear la tapa del Equipaje. Éste le lanzó un mordisco de irritación que casi le atrapa los dedos. La vida volvía a la normalidad.
El día siguiente amaneció claro, brillante y frío. El cielo se había convertido en una cúpula azul pegada sobre la blanca sábana del mundo, y el efecto general habría sido fresco y brillante como un anuncio de pasta dentífrica de no ser por el punto rosado que brillaba en el horizonte.
—Ahoda también ze ve dudante el día —dijo Cohen—. ¿Qué ez?
Miró fijamente a Rincewind, quien enrojeció.
—¿Por qué me mira todo el mundo? —replicó.
—No tengo ni idea, quizá se trate de un cometa, o algo así.
—¿Arderemos todos? —preguntó Bethan.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca he chocado contra un cometa.
Cabalgaban en fila por la brillante llanura nevada. El Pueblo Caballo, que parecía tener una elevada opinión de Cohen, les había proporcionado monturas e instrucciones para llegar hasta el río Smarl, a unos ciento cincuenta kilómetros en dirección Eje, donde, según Cohen, Rincewind y Dosflores podrían encontrar un barco que los llevara al Mar Circular. Había anunciado que los acompañaría por el bien de sus almorranas.
Bethan anunció rápidamente que ella también iría, por si Cohen quería que le untara algo.
Rincewind tenía la vaga sensación de que una especie de química estaba en marcha. Para empezar, Cohen había intentado peinarse la barba.
—Creo que está colada por ti —dijo.
Cohen suspiró.
—¡Zi yo tuvieda veinte añoz menoz!
—¿Sí?
—Tenddía zezenta y ziete.
—¿Y qué tiene que ver eso?
—Bueno…, ¿cómo puedo explicádtelo? Cuando eda joven, cuando me eztaba haciendo un nombde en el mundo, bueno, me guztaban laz mujedez peliddojaz y zalvajez.
—Ah.
—Luego me hice un poco mayod, y pdefedía a una mujed con el pelo dubio y el bdillo del mundo en zuz ojoz.
—Ah. ¿Sí?
—Pedo al hacedme aún máz viejo, le encontdé el guzto a laz mujedez modenaz y zenzualez.
Hizo una pausa. Rincewind aguardó.
—¿Y? —dijo al final—. ¿Qué buscas ahora en una mujer?
Cohen volvió hacia él un nublado ojo azul.
—Paciencia —respondió.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó una voz tras ellos—. ¡Yo, cabalgando con Cohen el Bárbaro!
Era Dosflores. Desde por la mañana temprano había estado como un mono con la llave de una plantación de plátanos, tras descubrir que estaba respirando el mismo aire que el más grande héroe de todos los tiempos.
—¿Pod cazualidad me eztá tomando el pelo? —preguntó Cohen a Rincewind.
—No. Siempre es así.
Cohen se volvió en su silla. Dosflores le vio e hizo una profunda reverencia. Cohen se dio media vuelta con un gruñido.
—Tiene ojoz, ¿no?
—Sí, pero no le funcionan como al resto de la gente. Puedes creerme. Mira… bueno, sabes cómo era la yurta del Pueblo Caballo, donde estuvimos anoche, ¿no?
—Zí.
—¿No dirías que era un poco lóbrega, grasienta, y que olía como un caballo muy enfermo?
—Me padece una dezcdipción muy acedtada.
—Pues él no estaría de acuerdo. Diría que era una magnífica tienda bárbara, con trofeos de grandes bestias cazadas por guerreros de ojos torvos, y procedentes de los límites de la civilización y que olía a raras resinas y aceites robados de las caravanas que cruzaban los valles…, bueno, y así seguiría un rato. Lo digo en serio —añadió.
—¿Eztá loco?
—En cierto modo. Pero es un loco con mucho dinero.
—Ah, entoncez no eztá loco. Yo he vizto mucho mundo. Zi un hombde tiene mucho dinedo, no eztá loco, zólo ez excéntdico.
Cohen se volvió en su silla de nuevo. Dosflores le estaba contando a Bethan cómo el Bárbaro había derrotado él solo a los guerreros serpiente del señor brujo de S’Belinde, para después robar el diamante sagrado de la estatua gigante de Offler, el Dios Cocodrilo.
Una extraña sonrisa se dibujó entre las arrugas del rostro de Cohen.
—Si quieres, le digo que se calle —ofreció Rincewind.
—¿Ze calladía?
—La verdad, no.
—Puez déjale decid tontediaz —señaló Cohen.
Dejó caer la mano sobre la empuñadura de su espada, pulimentada por la garra de las décadas.
—Ademáz, me guztan zuz ojoz —añadió—. Tienen un campo de vizión de cincuenta añoz.
A un centenar de metros tras ellos, trotando con dificultades sobre la nieve blanda, iba el Equipaje. A él nadie le preguntaba nunca su opinión.
Al anochecer llegaron junto a unas extensas llanuras, y cabalgaron bajando por sombríos bosques de pinos a los que la tormenta de nieve sólo había llegado en forma de un fino polvillo. Era un paisaje de enormes rocas agrietadas, y valles tan estrechos y profundos que los días sólo duraban del orden de los veinte minutos. Una zona salvaje, azotada por el viento, de esas en las que uno espera encontrar…
—Tdollz —dijo Cohen olisqueando el aire.
Rincewind miró a su alrededor a la luz rojiza del anochecer. De pronto, rocas que hasta entonces le habían parecido completamente normales cobraron un sospechoso aspecto de vida. Sombras a las que no habría dedicado dos miradas empezaron a parecerle espantosamente habitadas.
—A mí me gustan los trolls —intervino Dosflores.
—No puede ser —replicó Rincewind con firmeza—. No te pueden gustar. Son grandes, llenos de bultos y se comen a la gente.
—En abzoluto —le corrigió Cohen, bajando con dificultades del caballo y masajeándose las rodillas—. Ez una zupedztición, ni máz ni menoz. Loz tdollz nunca ze comen a nadie.
—¿No?
—No, ziempde ezcupen loz pedazoz. No pueden digedid a la gente, ¿zabez? El tdoll coddiente no quiede de la vida nada máz que un buen tdozo de gdanito, todo lo máz un bocado de lodo como poztde. Alguien me dijo que ez podque zon fodmaz de vida zilice…, zilico… —Cohen se detuvo y se mesó la barba—. Podque eztán hechoz de piedda.
Rincewind asintió. Los trolls no eran desconocidos en Ankh-Morpork, por supuesto, allí siempre conseguían empleo como guardaespaldas. Resultaban un poco caros de mantener hasta que aprendían el funcionamiento de las puertas y dejaban de salir de casa por el sistema de atravesar la pared más cercana.
—Loz dientez de loz tdollz, éze ez el azunto —siguió Cohen mientras recogían leña para el fuego.
—¿Por qué? —quiso saber Bethan.
—Diamantez. Tienen que zed diamantez. Ez lo único que puede domped laz pieddaz y laz docaz, y aun azí tienen que echad nuevoz dientez cada año.
—Hablando de dientes… —intervino Dosflores—. No he podido evitar darme cuenta de que…
—¿Zí?
—Oh, nada —tartamudeó Dosflores.
—¿Zí? Oh. Bueno, encendamoz el fuego antez de que noz quedemoz zin luz. Y luego —Cohen puso cara larga—, zupongo que tenddemos que haced zopa.
—A Rincewind se le da muy bien —señaló Dosflores con entusiasmo—. Sabe todo lo que hay que saber sobre hierbas, raíces y cosas de ésas.
Cohen lanzó a Rincewind una mirada cargada de desconfianza.
—Bueno, el Pueblo Caballo noz dio un poco de cecina de yegua —dijo—. Zi encuentdaz unaz cebollaz zilveztdez y cozaz azí, quizáz zepa mejod.
—Pero si yo… —protestó Rincewind.
Se rindió antes de terminar la frase. De todos modos, razonó, sé qué aspecto tiene una cebolla, es una cosa blanca y redonda con un trozo verde que le sale por arriba. No será difícil encontrar alguna, saltarán a la vista.
—Tendré que ir a buscar ¿no? —preguntó.
—Zí.
—¿Tal vez allí, en aquel matorral espeso y sombrío?
—Buen lugad, zí.
—¿Te refieres al que está junto a esos barrancos profundos?
—Me padece un lugad idóneo, dezde luego.
—Ya me lo temía —asintió Rincewind con amargura.
Echó a andar, preguntándose cuál sería el sistema adecuado para atraer a las cebollas. Después de todo, se dijo, aunque en los puestos del mercado están colgadas en ristras, es poco probable que crezcan así. Quizá los campesinos usen perros o algo por el estilo para localizarlas, tal vez canten canciones para hacer que las cebollas vayan a ellos.
Ya había en el cielo unas cuantas estrellas madrugadoras cuando empezó a escudriñar entre las hierbas y hojas. Sus pies aplastaron setas, desagradables sustancias orgánicas y cosas que parecían suspensorios para gnomos. Le picaron pequeños seres voladores. Otras cosas, por fortuna invisibles, saltaban o se deslizaban para esquivarle entre los arbustos, al tiempo que gemían en tono de reproche.
—¿Cebollas? —susurró Rincewind—. ¿Hay alguna cebolla por ahí?
—Encontrarás un montón bajo ese tejo —dijo una voz junto a él.
—Ah —dijo Rincewind—. Gracias.
Hubo un largo silencio durante el cual sólo se oyó el zumbido de los mosquitos junto a las orejas del mago.
Se quedó absolutamente quieto. Ni siquiera movió los ojos.
—Disculpa —se atrevió a decir al final.
—¿Sí?
—¿Cuál es el tejo?
—Aquel pequeño y retorcido, el que tiene agujitas color verde oscuro.
—Ah, sí. Ya lo veo. Gracias otra vez.
No se movió. Fue la voz la que reanudó amistosamente la conversación.
—¿Puedo hacer algo más por ti?
—No eres un árbol, ¿verdad? —se atrevió a preguntar Rincewind, mirando testarudamente hacia adelante.
—No digas tonterías. Los árboles no hablan.
—Lo siento. Es que, últimamente, he tenido algunas dificultades con árboles. Ya me entiendes.
—La verdad, no. Yo soy una roca.
La voz de Rincewind apenas cambió.
—Bien, bien —dijo con lentitud—. Bueno, pues me voy a por esas cebollas.
—Que aproveche.
Echó a andar con toda la cautela y dignidad que le fue posible, divisó una serie de cosas blancas y alargadas que brotaban del suelo, las arranco cuidadosamente y se dio media vuelta. Había una roca a poca distancia. Pero también era cierto que había rocas por todas partes, en aquel lugar los huesos del Disco estaban muy cerca de la superficie.
Miró fijamente al tejo, sólo por si se le ocurría hablar. Pero el tejo, que era un árbol bastante solitario, no había oído hablar de Rincewind el mesías arbóreo, y además estaba dormido.
—Si eras tú, Dosflores, no me has engañado ni por un momento —dijo Rincewind.
De repente su voz le sonó muy clara y solitaria en la creciente oscuridad del crepúsculo.
Rincewind recordó lo único que sabía con seguridad acerca de los trolls: que la luz del sol los convertía en piedra, de modo que cualquiera que los contratase tenía que gastarse una fortuna en crema protectora.
Pero, ahora que se le ocurría pensarlo, nadie le había dicho lo que pasaba con ellos cuando el sol se ponía de nuevo…
El último rayo de luz desapareció del paisaje, y de repente le pareció que allí había muchísimas rocas.
—Está tardando mucho en encontrar esas cebollas —dijo Dosflores—. ¿No sería mejor que fuésemos a buscarle?
—Loz magoz zaben cuidadze zoloz —dijo Cohen.
Se estremeció. Bethan le estaba cortando las uñas.
—La verdad es que no es un mago lo que se dice muy bueno —dijo Dosflores, acercándose más al fuego—. No se lo diría a la cara, pero… —Se inclinó hacia Cohen—. En realidad, nunca le he visto hacer nada mágico.
—Bien, vamos a por el otro —dijo Bethan.
—Edez muy amable.
—Tienes unos pies bonitos, deberías cuidártelos más.
—Ya no puedo inclinadme hazta elloz como en otdoz tiempoz —dijo Cohen con tristeza—. Ademáz, con mi tdabajo, uno no conoce a muchoz calliztaz. Una coza muy extdaña. Conozco a zaceddotez zedpiente, a diozez locoz, a gueddedoz, pedo nunca he vizto a un callizta. Zupongo que no quedadía muy bien… Cohen Contda loz Calliztaz…
—O Cohen y los Pedicuros Malditos —sugirió Bethan.
Cohen se atragantó de risa.
—¡O Cohen y los Dentistas Locos! —rió Dosflores.
Cohen cerró la boca de golpe.
—¿Y qué tiene ezo de gdaciozo? —preguntó con una voz llena de nudillos.
—Oh…, eh…, bien… —dijo Dosflores—. Ya sabes, tus dientes…
—¿Qué lez paza? —le espetó Cohen.
—No he podido evitar darme cuenta de que… mmm… no tienen la misma ubicación geográfica que tu boca.
Cohen le miró. Luego se encorvó, y pareció muy menudo, muy viejo.
—Ez ciedto, dado —suspiró—. No te culpo. Ez difícil zed un hédoe zin dientez. No impodta zí pieddez otdaz cozaz, hazta puedez tidad pada alante zin un ojo…, en cambio, enzeñaz una boca llena de encíaz y nadie te dezpeta.
—Yo sí —dijo Bethan lealmente.
—¿Y por qué no te pones otros? —preguntó Dosflores con animación.
—Tienez dazón, zi fueda un tibudón o algo azí me cdecedían otdoz dientez —replicó Cohen con sarcasmo.
—No, no, sólo tienes que comprarlos —insistió Dosflores—. Mira, te lo enseñaré… Eh… ¿te importa darte la vuelta, Bethan?
Esperó hasta que la chica se hubo vuelto antes de llevarse la mano a la boca.
—¿Lo vez? —dijo.
Bethan oyó la exclamación de asombro de Cohen.
—¿Te puedez quitad loz tuyoz?
—Oh, zí, tengo vadioz de depuezto. Peddona un momento… —Se oyó un sonido de succión, y luego Dosflores siguió hablando en su tono habitual—. Resulta muy útil, ¿sabes?
La voz de Cohen irradiaba asombro, o al menos tanto asombro como se puede irradiar sin dientes, que es aproximadamente el mismo que con dientes pero suena mucho menos impresionante.
—Ze me tenddía que habed ocuddido —dijo— Cuando te duelen, te loz quitaz y loz dejaz a zu aide, ¿no? ¡Lez daz una lección a loz pequeñoz canallaz, que apdendan lo que ez doled elloz zoloz!
—Bueno, no es así exactamente —le interrumpió Dosflores con cautela—. No son míos. Sólo me pertenecen.
—¿Te ponez loz dientez de otda pedzona en la boca?
—No, me los fabricaron. En el sitio de donde vengo hay mucha gente que los lleva, es un…
Pero la conferencia de Dosflores sobre prótesis dentales quedó en el aire, porque alguien le golpeó.
La pequeña luna del Disco se abrió camino trabajosamente por el cielo. Brillaba con luz propia, debido a los arreglos estrictos y bastante imprecisos dispuestos por el Creador, y estaba algo superpoblada de diosas, que en aquel momento concreto no prestaban demasiada atención a lo que sucedía en el Disco, sino que se disponían a presentar una demanda contra los Gigantes del Hielo.
De mirar para abajo, habrían visto a Rincewind hablando ansiosamente con un montón de rocas.
Los trolls son unos de los seres más antiguos del multiverso, datan de un primer intento de poner en marcha la vida sin todo ese protoplasma tan pringoso. Como individuos, los trolls viven mucho tiempo, hibernan durante el verano y duermen durante el día, dado que el calor los afecta y ralentiza. Tienen una geología fascinante. Se puede hablar de tribología, se pueden mencionar los efectos semiconductores de las impurezas en el silicio, se puede meditar sobre los trolls gigantes de la prehistoria que constituyen la mayor parte de las cadenas montañosas del Disco y que causarán auténticos problemas si algún día les da por despertarse, pero la verdad pura y dura es que, sin el poderoso campo mágico del Disco, tan penetrante él, los trolls habrían muerto hace mucho tiempo.
En el Disco, nadie había inventado la psiquiatría. Nadie había puesto una mancha de tinta bajo las narices de Rincewind para averiguar si éste tenía algún tornillo flojo. Así que, para él, la única manera de describir cómo las rocas se transformaron en trolls fue una vaga metáfora sobre esas nubes que de pronto parecen caras o cosas cuando las miras fijamente mucho rato.
En un momento dado había una roca completamente normal, y de pronto unas cuantas grietas que siempre habían estado allí resultaron ser sin lugar a dudas una boca, o una oreja puntiaguda. Un instante después, y sin que nada cambiara realmente, se encontró con que lo que tenía delante era un troll sentado que le sonreía con una boca llena de diamantes.
No son capaces de digerirme, se dijo. Se pondrían muy enfermos.
La idea no le consoló demasiado.
—Así que tú eres el mago Rincewind —dijo el troll más cercano. Su voz sonaba como si alguien corriera sobre gravilla—. No sé, te imaginaba más alto.
—Quizá se haya erosionado un poco —aportó otro—. La leyenda es muy antigua.
Rincewind se removió, inquieto. Estaba casi seguro de que la roca sobre la que se había sentado cambiaba de forma en aquel momento, y un diminuto troll —poco más que un guijarro— se sentaba amistosamente en su pie, mirándole con gran interés.
—¿Leyenda? —preguntó—. ¿Qué leyenda?
—Ha sido transmitida de montaña a guijarro desde el ocaso[3] de los tiempos —le explicó el primer troll. «Cuando la estrella roja brille en el cielo, Rincewind el mago vendrá a buscar cebollas. No le mordáis. Es muy importante que le ayudéis a seguir con vida».
Hubo una pausa.
—¿Eso es todo? —dijo Rincewind.
—Sí —respondió el troll—. Siempre nos ha extrañado. La mayoría de nuestras leyendas son mucho más apasionantes. En los viejos tiempos sí que era interesante ser una roca.
—¿De veras? —murmuró Rincewind.
—Oh, sí. Diversión constante. Volcanes por todas partes. Entonces, significaba algo ser una roca. Nada de tantas tonterías sedimentarias, o eras ígneo o no eras nada. Pero claro, todo eso quedó atrás. Hoy en día cualquiera se atreve a llamarse troll, y a veces son poco más que esquistos. O peor aún, tizas. Si a mí se me pudiera usar para dibujar no iría por ahí dándome aires, ¿y tú?
—Tampoco —se apresuró a responder Rincewind—. Ni por lo más remoto. Oye, esa… esa leyenda… ¿dice que no me mordáis?
—Exacto —asintió el diminuto troll de su pie—. ¡Fui yo quien te dijo dónde estaban las cebollas!
—Nos alegramos de que hayas venido —dijo el primer troll. Rincewind no pudo evitar advertir que se trataba del más grande—. Estamos un poco preocupados con esa nueva estrella. ¿Qué significa?
—No lo sé —replicó—. Todo el mundo parece creer que tengo alguna idea, pero no…
—No es que nos importara mucho fundirnos —le interrumpió el troll grande—. De cualquier manera, así fue como empezamos. Pero pensamos que quizá la estrella significara el fin de todo, y eso no parece buena cosa.
—Y sigue creciendo —intervino otro—. Mírala ahora. Es más grande que la noche anterior.
Rincewind la miró. Desde luego, era más grande que la noche anterior.
—¿Qué, tienes alguna sugerencia? —preguntó el troll jefe con una voz tan suave como se puede permitir una garganta de granito.
—Podéis saltar por el Borde —dijo Rincewind—. Debe de haber montones de lugares en el universo donde necesiten unas cuantas rocas más.
—Ya habíamos oído algo por el estilo —suspiro el troll—. Conocemos a rocas que lo intentaron. Nos contaron que flotas durante millones de años, luego te pones muy caliente, ardes, y acabas en el fondo de un gran agujero. No parece muy agradable.
Se levantó con un ruido como de carbones bajando por un tobogán, y estiró sus gruesos brazos.
—Bueno, se supone que debemos ayudarte —dijo—. ¿Quieres que hagamos alguna cosa?
—Tengo que preparar sopa —respondió Rincewind.
Señaló las cebollas con gesto vago. Probablemente no fue el gesto más heroico y decidido del mundo.
—¿Sopa? —se asombró el troll—. ¿Nada más?
—Bueno…, quizá también unos bizcochos.
Los trolls se miraron unos a otros, dejando al descubierto joyería dental suficiente como para comprar una ciudad de tamaño medio.
Al final, el troll más grande se encogió de hombros.
—De acuerdo, sopa. Aunque, la verdad, imaginábamos que la leyenda sería…, como te diría yo…, un poco más…, bueno, no importa.
Extendió una mano que parecía un racimo de plátanos fosilizados.
—Yo soy Kuarzo, aquél es Krystalino, y Brecha, y Jaspe, y mi esposa, Berilia… Es un poco metamórfica, pero ¿quién no lo es, en estos tiempos que corren? Haz el favor de bajarte de su pie, Jaspe.
Rincewind aceptó la mano que le tendía, preparándose para el crujido de los huesos aplastados. No lo oyó. La mano del troll era áspera y un poco musgosa alrededor de las uñas.
—Lo siento —dijo el mago—. La verdad es que nunca había conocido a un troll.
—Somos una raza moribunda —suspiró Kuarzo con tristeza, mientras el grupo se ponía en marcha bajo las estrellas—. El pequeño Jaspe es el único guijarro de nuestra tribu. Padecemos una epidemia de filosofía, ¿sabes?
—¿Sí? —respondió Rincewind tratando de mantener el paso.
El grupo de trolls avanzaba muy deprisa, pero también en silencio, enormes formas redondeadas que se movían como espectros en la noche. Sólo se oía de cuando en cuando el chillido de alguna criatura nocturna que no los había sentido acercarse.
—Oh, sí. Somos mártires de ella. Al final, nos ataca a todos. Cuentan que una tarde cualquiera empiezas a despertar y piensas: «¿Para qué molestarse?», y nada, no te despiertas. ¿Ves esas piedras grandes de allí?
Rincewind divisó unas formas enormes sobre la hierba.
—La del final es mi tía. No sé en qué estará pensando, pero hace doscientos años que no se mueve.
—Vaya, cuánto lo siento.
—Oh, no pasa nada, cuidamos de ella —dijo Kuarzo—. Por aquí no pasan muchos humanos, ¿sabes? Sé que no tenéis la culpa, pero parece que no distinguís entre un troll pensante y una roca corriente. A mi tío abuelo lo tallaron.
—¡Es terrible!
—Sí, en un momento era una roca, y al siguiente lo habían convertido en un marco de chimenea.
Hicieron una pausa frente a un desfiladero que a Rincewind le pareció familiar.
—Se diría que aquí ha habido una pelea —señaló Berilia.
—¡Han desaparecido todos! —gritó Rincewind. Corrió hacia el otro extremo del claro—. ¡Incluso los caballos! ¡Hasta el Equipaje!
—Uno de ellos tenía un escape —dijo Kuarzo arrodillándose—. Esa agua roja que lleváis dentro. Mira.
—¡Sangre!
—¿Así se llama? Nunca he sabido para qué servía.
Rincewind recorrió el claro como quien no tiene la menor idea de qué hacer, escudriñando entre los arbustos por si había alguien entre ellos. Así fue como tropezó con una botellita verde.
—¡El linimento de Cohen! —gimió—. ¡Nunca va a ninguna parte sin él!
—Bueno… —empezó Kuarzo—, hay una cosa que hacéis los humanos, ya sabes, como cuando empiezas a ir más lento y te da un ataque de filosofía, sólo que vosotros os hacéis trocitos…
—¡Se llama «morir»! —aulló Rincewind.
—Exacto. Pues no han hecho eso, porque no están aquí.
—¡A menos que hayan sido devorados! —sugirió Jaspe con emoción.
—Mmm —fue la respuesta de Kuarzo.
—¿Lobos? —fue la respuesta de Rincewind.
—Hace años que aplastamos a todos los lobos de esta zona. En realidad, lo hizo el Abuelo.
—¿No le gustaban los lobos?
—No, es que nunca miraba dónde ponía los pies. Mmm.
Los trolls volvieron a observar el terreno.
—Hay un rastro —dijo al final Kuarzo—. Muchos caballos.
Alzó la vista hacia las colinas cercanas, donde acantilados escarpados y peligrosas grietas pendían sobre los bosques iluminados por la luna.
—El Abuelo vive ahí arriba —dijo en voz baja.
En su voz había algo que hizo que Rincewind deseara no conocer jamás al Abuelo.
—¿Es peligroso? —aventuró.
—Es muy viejo, muy grande y muy bestia. Hace años que no le vemos.
—Siglos —le corrigió Berilia.
—¡Los aplastará a todos! —añadió Jaspe saltando sobre los pies de Rincewind.
—En ocasiones, un troll muy viejo y corpulento se retira a las colinas y… mmm… la roca le domina, no sé si me entiendes.
—No.
Kuarzo suspiró.
—Las personas a veces se portan como animales, ¿verdad? A veces, un troll empieza a pensar como una roca, y a las rocas no les gusta la gente.
Brecha, un troll flacucho con acabado de arenisca, tocó a Kuarzo en el hombro.
—Entonces, ¿vamos a seguirlos? —preguntó—. La leyenda dice que debemos ayudar a este Rincewind esponjoso.
Kuarzo se levantó, meditó un instante, cogió a Rincewind por el pellejo del cogote y, con un rápido movimiento, lo sentó sobre sus hombros.
—Iremos —dijo con firmeza—. Si nos encontramos con el Abuelo, intentaré explicárselo…