ÚLTIMA BARAJA

UNO

Por primera vez en lo que parecían mil años, el pistolero no estaba pensando en la Torre Oscura. Solo pensaba en el ciervo que se había acercado al estanque en el claro del bosque.

Apuntó con la mano izquierda por encima del tronco.

«Carne», pensó, y disparó mientras la saliva se acumulaba tibia dentro de su boca.

«He fallado —pensó en el milisegundo posterior al disparo—. Se ha ido. Toda mi destreza… Se ha ido».

El ciervo cayó muerto al borde del estanque.

Pronto la Torre ocuparía de nuevo sus pensamientos, pero por ahora solo podía bendecir a todos los dioses porque aún era buena su puntería, y pensaba en la carne, carne, carne. Volvió a enfundar el revólver —el único que portaba, ahora— y trepó por encima del tronco detrás del cual había esperado pacientemente, mientras el final de la tarde traía el crepúsculo consigo, que se acercara al estanque algo que fuera bastante grande como para comer.

«Me estoy curando —pensó asombrado mientras desenfundaba el cuchillo—. Me estoy curando de verdad».

No vio a la mujer que estaba detrás de él, observando con sus evaluadores ojos oscuros.

DOS

Durante los seis días que siguieron a la confrontación al final de la playa, no habían comido más que carne de langosta, no habían bebido más que agua salobre de un arroyo. Roland recordaba muy poco de ese tiempo; había estado delirando por la fiebre. A Eddie lo llamaba a veces Alain, a veces Cuthbert, y a la mujer siempre la llamaba Susan.

Poco a poco su fiebre comenzó a bajar, e iniciaron la difícil travesía al interior de las colinas. Parte del tiempo Eddie empujaba a la mujer en la silla de ruedas, y a veces Roland iba en la silla mientras Eddie cargaba a la mujer sobre su espalda, con los brazos de ella enlazados sin fuerza alrededor de su cuello. La mayor parte del tiempo, el camino hacía imposible el paso de la silla, lo cual dificultaba el avance. Roland sabía hasta qué punto Eddie estaba exhausto. La mujer también lo sabía, pero Eddie nunca se quejaba. Tenían comida; durante los días en que Roland yacía entre la vida y la muerte, y humeaba de fiebre, mientras deliraba y evocaba épocas muy remotas y gente que había muerto mucho tiempo atrás, Eddie y la mujer habían matado una y otra vez. Lentamente las langostruosidades comenzaron a mantenerse alejadas de su parte de la playa, pero para entonces ya habían acopiado gran cantidad de carne, y cuando por fin llegaron a una zona en la que crecían hierbas y malezas, los tres las comieron de manera compulsiva. Se morían por comer verdura, cualquier tipo de verdura. Y, poco a poco, los eczemas que tenían en la piel comenzaron a desaparecer. Unas hierbas eran amargas, otras eran dulces, pero ellos las comían independientemente del gusto… salvo una vez.

El pistolero se había despertado de un pesado sueño para ver que la mujer se llevaba a la boca un puñado de hierba que él conocía demasiado bien.

—¡No! ¡Esa no! —exclamó—. ¡Esa nunca! ¡Márcala, y recuérdala! ¡Esa nunca!

Ella lo miró durante un momento bastante largo y luego la dejó a un lado sin pedir explicaciones.

El pistolero se tendió de espaldas, afectado por lo cerca que había estado. Algunas de las otras hierbas podían llegar a matarlos, pero lo que la mujer había arrancado la iba a condenar. Era la hierba del diablo.

El Keflex le había provocado explosiones en los intestinos, y sabía que esto había preocupado a Eddie, pero la ingestión de las hierbas había controlado el problema.

Por fin habían llegado a los bosques verdaderos, y el sonido del Mar del Oeste disminuyó a un sordo murmullo que solo podían oír con el viento apropiado.

Y ahora… carne.

TRES

El pistolero se acercó al ciervo y trató de destriparlo sosteniendo el cuchillo entre el tercer y el cuarto dedo de la mano derecha. No funcionó. Sus dedos no eran lo bastante fuertes. Pasó el cuchillo a su mano tonta y logró hacer un corte más o menos torpe desde la ingle del ciervo hasta el pecho. El cuchillo dejó salir la sangre humeante antes de que pudiera coagularse sobre la carne y estropearla… pero seguía siendo un mal corte. Un niño vomitando podía haberlo hecho mejor.

«Aprenderás a ser lista», le dijo a su mano izquierda, y se dispuso a cortar otra vez, un corte más profundo.

Dos manos morenas se cerraron sobre la suya y tomaron el cuchillo.

Roland miró hacia atrás.

—Yo lo haré —se ofreció Susannah.

—¿Lo has hecho alguna vez?

—No, pero tú me dirás cómo.

—Muy bien.

—Carne —dijo ella, y le sonrió.

—Sí —contestó él, y le devolvió la sonrisa—, carne.

—¿Qué ha pasado? —gritó Eddie—. He oído un disparo.

—¡Estamos preparando la cena de Acción de Gracias! ¡Ven a ayudar!

Más tarde comieron como dos reyes y una reina, y luego el pistolero se retiró hacia el sueño: contempló las estrellas, sintió el aire fresco y limpio de aquella tierra alta y pensó que esto era lo más cercano a la satisfacción que había experimentado en años, demasiados como para contarlos. Durmió. Y soñó.

CUATRO

Era la Torre. La Torre Oscura.

Se alzaba sobre el horizonte de una vasta planicie del color de la sangre en la puesta violenta de un sol que moría. No podía ver las escaleras que subían y subían y subían en espiral dentro de su cubierta de ladrillos, pero podía ver las ventanas que subían en espiral junto con las escaleras, y vio pasar por ellas los fantasmas de todas las personas que había conocido en su vida. Los fantasmas subían y subían, y un viento árido le traía el sonido de sus voces que lo llamaban por su nombre.

Roland… ven… Roland… ven… ven… ven

—Voy —susurró él, y despertó, sentándose como impulsado por un resorte, sudando y temblando como si la fiebre aún poseyera su carne.

—¿Roland?

Eddie.

—Sí.

—¿Un mal sueño?

—Malo. Bueno. Oscuro.

—¿La Torre?

—Sí.

Miraron hacia donde estaba Susannah, pero ella seguía durmiendo, tranquila. Una vez hubo una mujer llamada Odetta Susannah Holmes; luego hubo otra, llamada Detta Susannah Walker. Ahora había una tercera. Susannah Dean.

Roland la amaba porque ella luchaba sin darse nunca por vencida; temía por ella porque sabía que la sacrificaría —lo mismo que a Eddie— sin una pregunta o una mirada atrás.

Por la Torre.

La Torre Condenada de Dios.

—Hora de la píldora —anunció Eddie.

—Ya no quiero tomarlas.

—Tómala y cállate.

Roland tragó una con el agua fresca de manantial de una de las cantimploras, y luego eructó. No le importó. Era un eructo de carne.

—¿Sabes a dónde nos dirigimos? —preguntó Eddie.

—A la Torre.

—Bueno, sí —asintió Eddie—, pero es como si yo fuera un ignorante de Texas que no tiene ningún mapa y dice que se va al culo del mundo, a Alaska. ¿Dónde está? ¿En qué dirección?

—Trae mi cartera.

Eddie se la llevó. Susannah se movió un poco y Eddie se detuvo, planos rojos y sombras negras configuraban su rostro a la luz de los rescoldos agonizantes del fuego. Cuando volvió a descansar tranquila, Eddie regresó a Roland. Este buscó a tientas dentro de la cartera, que ahora pesaba con los cartuchos de aquel otro mundo. Fue un trabajo bastante corto el de encontrar lo que quería en lo que le quedaba de vida.

La quijada.

La quijada del hombre de negro.

—Vamos a quedarnos aquí por un tiempo —anunció—, y me pondré bien.

—¿Cuando estés bien lo sabrás?

Roland sonrió un poco. Los temblores disminuían, el sudor se le secaba en la fresca brisa nocturna. Pero aún veía esas figuras en su mente, esos caballeros y amigos y amantes y enemigos de antaño, que subían y subían en círculos; brevemente entrevistos por esas ventanas, y luego desaparecidos; vio la sombra de la Torre donde se hallaban encerrados, una sombra larga y negra tendida a través de una llanura de sangre y muerte y despiadados tormentos.

—Yo no —dijo él, y señaló a Susannah con la cabeza—. Pero ella sí.

—¿Y luego?

Roland alzó la quijada de Walter.

—Esto habló una vez.

Miró a Eddie.

—Volverá a hablar.

—Es peligroso —advirtió Eddie. Su voz era llana.

—Sí.

—No solamente para ti.

—No.

—Yo la amo, amigo. —Sí.

—Si llegas a lastimarla…

—Haré lo que tenga que hacer —repuso el pistolero.

—¿Y nosotros no importamos? ¿Es eso?

—Os amo a los dos. —El pistolero miró a Eddie, y este vio las mejillas de Roland enrojecidas por el resplandor agonizante de los rescoldos del fogón. Estaba llorando.

—Eso no responde a mi pregunta. Tú vas a seguir adelante, ¿verdad?

—Sí.

—Hasta el mismísimo final.

—Sí. Hasta el mismísimo final.

—Pase lo que pase. —Eddie lo miró con amor y con odio y con todo el doloroso cariño de un hombre que trata, agónicamente desesperanzado, indefenso, de llegar a la mente, la necesidad y el deseo de otro.

El viento hizo gemir a los árboles.

—Hablas como Henry, tío. —Eddie también había comenzado a llorar. No quería hacerlo, odiaba llorar—. El también tenía una torre, solo que no era oscura. ¿Recuerdas que te hablé de la torre de Henry? Éramos hermanos, y supongo que éramos pistoleros. Teníamos una Torre Blanca, y me pidió que fuera con él tras ella de la única manera en que me lo podía pedir, así que me apunté porque era mi hermano, ¿entiendes? Llegamos allí, también. Encontramos la Torre Blanca. Pero era veneno. Lo mató. Me habría matado también a mí. Tú me viste. Tú salvaste más que mi vida. Tú salvaste mi puta alma.

Eddie abrazó a Roland y besó su mejilla. Saboreó sus lágrimas.

—¿Entonces, qué? ¿Ensillamos otra vez? ¿En marcha al encuentro del hombre?

El pistolero no dijo una palabra.

—Quiero decir: no hemos visto mucha gente, pero yo sé que están ahí, más adelante. Y dondequiera que haya involucrada una Torre, hay un hombre. Tú esperas al hombre porque tienes que encontrarte con el hombre, y al final el dinero habla y las tonterías vuelan, o tal vez aquí lo que habla son las balas en lugar de la pasta. ¿Entonces es así la cosa? ¿Hay que apuntarse? ¿Ensillamos? Porque si solo es una repetición de la misma tormenta de mierda de siempre, tendríais que haberme dejado de pasto para las langostas. —Eddie lo miró con los ojos rodeados de círculos negros—. He vivido sucio, tío. Si algo he descubierto es que no quiero morir sucio.

—No es lo mismo.

—¿No? ¿Vas a decirme que no estás enganchado?

Roland no dijo nada.

—¿Quién va a aparecer a través de una puerta mágica a salvarte a ti, tío? ¿Lo sabes? Yo lo sé. Nadie. Invocaste todo lo que podías invocar. Lo único que puedes invocar de ahora en adelante es un puto revólver, porque es lo único que te quedó. Igual que Balazar.

Roland no dijo nada.

—¿Quieres saber cuál es la única cosa que mi hermano tuvo que enseñarme en la vida? —Su voz se quebraba y sonaba espesa por las lágrimas.

—Sí —respondió el pistolero. Se inclinó hacia delante, con los ojos muy atentos posados en los de Eddie.

—Me enseñó que si uno mata lo que ama, está condenado.

—Yo ya estoy condenado —contestó Roland con calma—. Pero es posible que incluso los condenados puedan ser salvados.

—¿Vas a hacer que nos maten a todos?

Roland no dijo nada.

Eddie aferró los harapos de la camisa de Roland.

—¿Vas a hacer que la maten a ella?

—Todos nosotros morimos en el momento debido —dijo el pistolero—. No es solo que el mundo se mueva. —Miró a Eddie de frente; con aquella luz, sus ojos de un azul descolorido se veían del color de la pizarra—. Pero seremos magníficos. —Hizo una pausa—. Es algo más que ganar un mundo, Eddie. Yo no te arriesgaría a ti y a ella, ni habría permitido que el chico muriera, si eso fuera todo.

—¿De qué estás hablando?

—De todo lo que es —añadió el pistolero con calma—. Vamos a ir, Eddie. Vamos a pelear. Nos van a herir. Y al final seguiremos en pie.

Ahora fue Eddie quien no dijo nada. No se le ocurría nada que decir.

Roland asió gentilmente el brazo de Eddie.

—Incluso los condenados aman —dijo.

CINCO

Al final, Eddie se durmió al lado de Susannah, la tercera invocada por Roland para hacer un nuevo tres, pero Roland permaneció despierto y escuchó las voces de la noche mientras el viento secaba las lágrimas de sus mejillas.

¿Condenación?

¿Salvación?

La Torre.

Llegaría a la Torre Oscura y ahí cantaría sus nombres; ahí cantaría sus nombres; ahí cantaría todos sus nombres.

El sol manchó el este con un rosa polvoriento, y por fin Roland, que ya no era el último pistolero sino uno de los tres últimos, durmió y soñó sus sueños coléricos solo atravesados por un único y dulce hilo azul:

¡Ahí cantaré todos sus nombres!