CAPÍTULO IV
LA LLEGADA

UNO

Cuando el arco inferior del sol comenzaba a tocar el Mar del Oeste en el mundo de Roland, echando un fuego dorado a través del agua hasta donde estaba Eddie atado como un pavo, en el mundo del que Eddie procedía los oficiales O'Mearah y Delevan, débiles y tambaleantes, recuperaban el conocimiento.

—Quítenme estas esposas, ¿quieren? —pidió el Gordo Johnny con voz humilde.

—¿Dónde está? —preguntó roncamente O'Mearah y se llevó la mano al estuche. No estaba. Estuche, cinto, balas, pistola. Pistola.

Oh, mierda. Comenzó a pensar en las preguntas que podrían hacerle los enterados del Departamento de Asuntos Internos, tipos que todo lo que sabían de las calles lo habían aprendido en las novelas, y el valor monetario de su arma perdida de pronto se volvió tan importante como, digamos, la población de Irlanda o los principales depósitos minerales del Perú.

Miró a Cari, y vio que también a él le habían quitado el arma.

«Por el amor de Dios, lo que faltaba», pensó O'Mearah miserablemente, y cuando el Gordo Johnny volvió a pedirle que tomara la llave del mostrador para abrirle las esposas, O'Mearah dijo:

—Lo que debería hacer es… —Pero hizo una pausa, porque estaba a punto de decir: «Lo que debería hacer es pegarte un tiro en las tripas». Pero mal podría dispararle al Gordo Johnny, ¿verdad? Las armas en este lugar estaban encadenadas, y el sujeto de las gafas de armazón dorado, ese sujeto con aspecto de sólido ciudadano, se había llevado la suya y la de Cari con la facilidad con que el mismo O'Mearah podría quitarle a un niño un revólver de juguete.

En lugar de terminar la frase, cogió la llave y abrió las esposas. Encontró la Magnum 357 que Roland había tirado en un rincón, y la levantó. No cabía en su estuche, así que se la metió en el cinturón.

—¡Eh! ¡Eso es mío! —gimió el Gordo Johnny.

—¿Ah, sí? ¿Lo quieres? —O'Mearah tenía que hablar despacio, le dolía mucho la cabeza. Por el momento lo único que quería era encontrar a Don Gafas de Armazón Dorado y clavarlo contra la primera pared que encontrara. Con clavos muy duros—. Dicen que allá en Attica les gustan los tipos gordos como tú, Johnny. Tienen un dicho: «Cuanto más grande es la nalga, se empuja mejor». ¿Estás seguro de que lo quieres?

El Gordo Johnny se alejó sin decir una palabra, pero no antes de que O'Mearah hubiera visto las lágrimas que le brotaban de los ojos y la mancha húmeda de sus pantalones. No sintió compasión alguna.

—¿Dónde está? —preguntó Cari Delevan con voz borrosa y zumbante.

—Se fue —dijo el Gordo Johnny con voz monótona—. Es todo lo que sé. Se fue. Pensé que iba a matarme.

Delevan se ponía lentamente de pie. Se palpó una humedad pringosa en el costado de la cara y se miró los dedos. Sangre. Mierda. Palpó en busca de su arma, palpó y palpó y aún rogó mucho después de que sus dedos le aseguraron que el arma y la funda habían desaparecido. O'Mearah solo tenía un dolor de cabeza; Delevan se sentía como si alguien hubiera usado el interior de su cabeza como zona de pruebas de armas nucleares.

—El tipo se llevó mi pistola —se quejó a O'Mearah. Su voz salía tan empastada que apenas se podía comprender lo que decía.

—Bienvenido al club.

—¿Está aquí todavía? —Delevan dio un paso hacia O'Mearah, se inclinó hacia la izquierda como si estuviera en la cubierta de un barco en alta mar, y luego consiguió enderezarse.

—No.

—¿Cuánto tiempo hace? —Delevan miró al Gordo Johnny, quien no respondió, tal vez porque el Gordo Johnny, que seguía de espaldas, pensó que Delevan seguía hablando con su compañero. Delevan, que ni siquiera en las mejores circunstancias se caracterizaba por la templanza y la contención, le rugió al hombre, a pesar de que sentía que su cabeza se partía en mil pedazos.

—¡Te he hecho una pregunta, gordo de mierda! ¿Cuánto tiempo hace que se fue el hijo de mil putas?

—Cinco minutos, tal vez —contestó el Gordo Johnny con voz monótona—. Se llevó sus balas y las armas de ustedes. —Hizo una pausa—. Pagó por las balas. Yo no podía creerlo.

«Cinco minutos —pensó Delevan—. El tipo había llegado en un taxi. Sentados en su coche patrulla mientras bebían café, lo habían visto salir de un taxi. Estaba llegando la hora punta. A esta hora del día era difícil conseguir un taxi. Tal vez…».

—Vamos —le indicó a George O'Mearah—. Todavía tenemos posibilidades de atraparlo. Necesitaremos algún arma de este cerdo…

O'Mearah exhibió la Magnum. Al principio Delevan vio dos, luego, lentamente, la imagen se juntó.

—Bien. —Delevan comenzaba a acercarse, no de golpe, sino con esfuerzo, como un campeón de boxeo que ha recibido un golpe muy fuerte en el mentón—. Consérvala tú. Yo usaré la escopeta que está debajo del salpicadero. —Se encaminó hacia la puerta, y esta vez hizo más que oscilar; se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared para mantenerse en pie.

—¿Estarás bien? —le preguntó O'Mearah.

—Si lo atrapamos, sí —aclaró Delevan.

Se fueron. El Gordo Johnny no se sintió tan feliz por su partida como por la del espectro del traje azul.

DOS

Delevan y O'Mearah ni siquiera tuvieron que discutir qué dirección pudo haber tomado el sujeto cuando salió de la armería. Lo único que tuvieron que hacer fue escuchar la radio del coche patrulla.

—Código 19 —decía la voz de mujer una y otra vez—. Robo en curso, disparos de arma—. Código 19, Código 19. La dirección es Cuarenta y Nueve Oeste 395, Farmacia y Droguería Katz, delincuente alto, pelo castaño, traje azul…

«Disparos de arma —pensó Delevan. La cabeza le dolía más que nunca—. Me pregunto si se habrán hecho con el arma de George o con la mía. ¿O con ambas? Si ese maricón de mierda ha matado a alguien, estamos jodidos. A menos que lo agarremos».

—En marcha —le dijo brevemente a O'Mearah, y no tuvo que decírselo dos veces. El otro entendía la situación tanto como Delevan. Encendió las luces y la sirena y aullando se metió en el tráfico. Ya comenzaba a empantanarse puesto que se llegaba a la hora punta, así que O'Mearah llevaba el coche patrulla con dos ruedas en la calzada y las otras dos sobre la acera, espantando peatones como si fueran codornices. Rozó el parachoques trasero de una camioneta de carga que se deslizaba por la Cuarenta y Nueve. Más adelante vio astillas de vidrio destrozado sobre la acera. Ambos oían el aullido estridente de la alarma. Los peatones se protegían en los zaguanes de las casas y detrás de los cubos de basura, pero los residentes de los pisos que quedaban encima miraban a la calle con gran interés, como si fuera un programa particularmente bueno de televisión, o una película que se podía ver gratis.

La manzana estaba vacía de coches; taxis y viajeros habituales habían preferido largarse.

—Solo espero que siga ahí —deseó Delevan, y usó una llave para destrabar las cortas barras de acero que sostenían la escopeta debajo del salpicadero. La sacó de su soporte—. Solo espero que ese podrido hijo de puta siga ahí.

Lo que ninguno de los dos comprendía era que, cuando uno se las veía con el pistolero, por lo general era mejor dejar en paz lo que ya estaba bastante mal.

TRES

Cuando Roland salió de la Farmacia y Droguería Katz, el gran frasco de Keflex fue a reunirse con las municiones en los bolsillos del saco de Jack Mort. En su mano derecha tenía la 38 de servicio de Cari Delevan. Se sentía muy a gusto por tener una pistola en una mano derecha completa. Oyó la sirena y vio el coche que llegaba rugiendo por la calle. «Ellos», pensó. Comenzó a alzar la pistola y entonces recordó: eran pistoleros. Pistoleros que cumplían con su deber. Giró y volvió a entrar en la tienda del alquimista.

—¡Espera, hijo de puta! —gritó Delevan. Los ojos de Roland volaron al espejo convexo a tiempo para ver que uno de los pistoleros —aquel cuya oreja había sangrado— sacaba medio cuerpo por la ventanilla con un rifle de dispersión. Mientras su compañero detenía el coche con una ruidosa frenada que hizo humear el caucho de las ruedas contra el pavimento, él metió un cartucho en la recámara. Roland se tiró al suelo.

CUATRO

Katz no necesitó espejo alguno para ver lo que estaba a punto de ocurrir. Primero el sujeto loco. Ahora los policías locos.

—¡Al suelo! —le gritó a su ayudante y a Ralph, su guardia de seguridad, y cayó sobre las rodillas tras el mostrador sin esperar para ver si los otros hacían lo mismo.

Luego, una fracción de segundo antes de que Delevan disparara la escopeta, su asistente cayó encima de él como si le estuviera haciendo un violento placaje, con lo que su cabeza pegó contra el suelo y se partió la mandíbula en dos.

A través del súbito dolor que le atravesó la cabeza con un rugido, oyó la explosión de la escopeta, oyó el destrozo de los vidrios que quedaban en las vidrieras… junto con los frascos de after shave, colonia, perfume, elixir bucal, jarabe para la tos y sabe Dios qué más. Brotaron mil olores conflictivos para crear un único hedor del infierno, y antes de desmayarse, Katz volvió a suplicarle a Dios que pudriera a su padre por haber encadenado a su tobillo esta maldición que era la farmacia.

CINCO

Roland vio frascos y cajas que volaban por el aire en medio del huracán del disparo. Una caja de vidrio que contenía relojes se desintegró. También se desintegraron la mayor parte de los relojes que había en su interior. Las piezas salieron disparadas en una nube.

«No pueden saber si queda dentro gente inocente o no, —pensó—. ¡No pueden saberlo y sin embargo han usado un rifle de dispersión!».

Era imperdonable. Sintió ira y la suprimió. Eran pistoleros. Era mejor creer que el golpe en la cabeza les había afectado el cerebro a creer que habían hecho una cosa así conscientemente, sin importarles a quién podían matar o herir.

Esperarían de él que corriera o disparara.

En cambio se arrastró hacia delante, manteniéndose agachado. Se laceró las manos y las rodillas con trozos de vidrios rotos. El dolor hizo que Jack Mort recuperara el conocimiento. Se alegraba de que Mort hubiera regresado. Iba a necesitarlo. En cuanto a las manos y las rodillas de Mort, no le importaban. El podía soportar el dolor con facilidad, y las heridas se infligían en el cuerpo de un monstruo que no merecía nada mejor.

Llegó a la zona que estaba justo debajo de lo que quedaba del escaparate de vidrio. Estaba a la derecha de la puerta. Se quedó allí, agazapado, con el cuerpo enroscado. Enfundó la pistola que había tenido en la mano derecha. No iba a necesitarla.

SEIS

—¿Qué estás haciendo, Cari? —gritó O'Mearah. De pronto visualizó mentalmente un titular del Daily News: POLICÍA MATA A 4 PERSONAS EN FARMACIA DEL WEST SIDE. SITUACIÓN NORMAL. TODOS MUERTOS.

Delevan lo ignoró y metió un cartucho nuevo en la escopeta.

—Vamos a agarrar a ese hijo de puta.

SIETE

Sucedió exactamente como el pistolero esperaba que sucediera.

Furiosos porque un hombre, al que no consideraban más peligroso que cualquier otro borrego de las calles de esta ciudad, al parecer interminable, los había burlado y desarmado sin esfuerzo, aún atontados por el golpe en la cabeza, atacaron sin pensar. El idiota que había disparado el rifle de dispersión, iba delante. Corrían ligeramente inclinados, como soldados en posición de cargar contra el enemigo, pero esa fue la única concesión que hicieron a la idea de que su adversario podía seguir adentro. En sus mentes, él ya había escapado por atrás y volado por el callejón.

Así que se acercaron pisando sonoramente los cristales rotos de la acera, y cuando el del rifle abrió la puerta ya sin vidrio y entró a la carga, el pistolero se levantó, enlazó sus manos formando un gran puño, y lo descargó justo en la nuca del oficial Cari Delevan.

Cuando testificaba frente al comité de investigación, Delevan declaró luego que no recordaba nada después de haberse arrodillado en Clements y ver la billetera del sujeto bajo el mostrador. Los miembros del comité encontraron que, dadas las circunstancias, tal amnesia resultaba más que conveniente, y Delevan fue afortunado en salir del asunto con solo una suspensión de sesenta días de empleo y sueldo. Roland, sin embargo, le habría creído, y tal vez, bajo circunstancias diferentes (si el tonto no hubiese disparado un rifle de esa naturaleza en una tienda que podía estar llena de personas inocentes, por ejemplo), incluso hubiera simpatizado con él. Cuando a uno le sacuden el cráneo dos veces en media hora, es razonable esperar que los sesos estén revueltos.

Mientras Delevan caía, de pronto sin huesos, como un saco de avena, Roland tomó el rifle de dispersión de sus manos que se aflojaban.

—¡Espera! —gritó O'Mearah; su voz era una mezcla de ira y espanto. Comenzaba a levantar la Magnum del Gordo Johnny, pero tal como Roland había sospechado, los pistoleros de este mundo eran penosamente lentos. Pudo haber disparado a O'Mearah tres veces, pero no había necesidad. Simplemente arrojó el arma de dispersión en un fuerte arco ascendente. Se produjo un ruido seco cuando la culata pegó en la mejilla izquierda de O'Mearah, el sonido de un bate de béisbol cuando pega contra una pelota verdaderamente bien lanzada. De pronto, toda la cara de O'Mearah, de la mejilla hacia abajo, se movió cinco centímetros a la derecha. Luego harían falta tres operaciones y cuatro clavijas de acero para recomponerla. Se quedó ahí un momento, sin poder creerlo, y luego se le quedaron los ojos en blanco. Se le aflojaron las rodillas y se derrumbó.

Roland se quedó de pie en la puerta, indiferente a las sirenas que se aproximaban. Abrió el rifle de dispersión y accionó la palanca hasta que todos los rojos y gruesos cartuchos cayeron sobre el cuerpo de Delevan. Una vez hecho esto, dejó caer el rifle también sobre el cuerpo de Delevan.

—Eres un idiota peligroso que debería ser enviado al oeste —le dijo al hombre inconsciente—. Has olvidado el rostro de tu padre.

Pasó por encima del cuerpo y caminó hasta el carruaje de los pistoleros, que seguía en marcha. Subió por el lado del acompañante y se deslizó hasta ponerse detrás del volante.

OCHO

¿Sabes conducir este carruaje? —le preguntó a la cosa aullante y farfullante que era Jack Mort.

No recibió una respuesta coherente; Mort solo siguió gritando. El pistolero reconoció esto como histeria, pero histeria no completamente genuina. Jack Mort se entregaba deliberadamente a la histeria, como una manera de evitar cualquier conversación con este extraño secuestrador.

Escucha —le dijo el pistolero—. Solo tengo tiempo para decir esto, y todo lo demás, una sola vez. Mi tiempo se ha vuelto muy escaso. Si no contestas a mi pregunta, voy a meter tu pulgar derecho en tu ojo derecho. Voy a empujarlo tan lejos como llegue, y luego te sacaré el ojo de la cabeza y lo frotaré contra el asiento de este carruaje como si fuera un moco. Puedo arreglarme perfectamente bien con un solo ojo. Y después de todo, no es como si fuera mío.

No podía mentir a Mort más de lo que Mort podía mentirle a él; la naturaleza de su vínculo era fría y reticente por ambas partes, y aun así era mucho más íntima de lo que habría sido el más apasionado acto de relación sexual. Esto no era una unión de cuerpos, sino el último encuentro de las mentes.

Pensaba hacer exactamente lo que decía.

Y Mort lo sabía.

La histeria cesó abruptamente.

Sé conducirlo —dijo Mort.

Era la primera comunicación sensible que Roland recibía de Mort desde que entrara en su cabeza.

Entonces hazlo.

¿Dónde quieres que vaya?

¿Conoces un lugar llamado «El Village»?

—Sí.

Ve ahí.

¿A qué lugar del Village?

Por ahora, simplemente conduce.

Podríamos ir más rápido si uso la sirena.

Bien. Enciéndela. Esas luces parpadeantes también.

Por primera vez desde que tomó el control sobre él Roland pudo echarse un poco hacia atrás y le permitió a Mort hacerse cargo. Cuando la cabeza de Mort giró para inspeccionar el salpicadero del coche patrulla azul y blanco de Delevan y O'Mearah, Roland lo observó pero no inició la acción. Pero de haber sido un ser físico en lugar de ser solo su ka descorporizado, se habría puesto de puntillas, listo para saltar adelante y volver a tomar el control ante la más ligera señal de sedición.

No la hubo, sin embargo. Este hombre había mutilado y asesinado a Dios sabe cuánta gente inocente, pero no tenía intención de perder uno de sus preciosos ojos. Accionó interruptores, levantó una palanca, y de pronto estaban en movimiento. La sirena aulló, y el pistolero vio rítmicos destellos de luz roja que brotaban del frente del carruaje.

Conduce rápido —ordenó severamente el pistolero.

NUEVE

A pesar de las luces y la sirena y la forma constante en que Jack Mort hacía sonar la bocina, les tomó veinte minutos llegar al Greenwich Village con el tráfico de la hora punta. En el mundo del pistolero, las esperanzas de Eddie Dean se desmoronaban como un dique bajo un aguacero. El mar se había comido la mitad del sol.

Bueno —dijo Jack Mort—, aquí estamos.

Decía la verdad (no había forma en que pudiera mentir) a pesar de que para Roland todo tenía aquí el mismo aspecto que en cualquier otra parte: una aglomeración de edificios, gente y carruajes. Los carruajes no solo taponaban las calles sino también el aire mismo, con sus clamores incesantes y sus vapores nocivos. Provenía, supuso, del combustible que consumían, cualquiera que fuese. Era un milagro que esa gente en general pudiera vivir, o las mujeres dar a luz a niños que no fueran monstruos, como los Mutantes Lentos que vivían bajo las montañas.

¿Adonde vamos ahora? —preguntaba Mort.

Esta iba a ser la parte difícil. El pistolero se preparó… en todo caso se preparó todo lo que pudo.

—Apaga la sirena y las luces. Detente junto a la acera. —Mort frenó el coche patrulla junto a una bomba de agua.

En esta ciudad hay vías subterráneas —dijo el pistolero—. Quiero que me lleves a una estación donde esos trenes se detienen para que la gente suba y baje.

¿A cuál? —preguntó Mort. El pensamiento estaba teñido con el color mental del pánico. Mort no podía esconderle nada a Roland y Roland nada a Mort… por lo menos no por mucho tiempo.

—Hace algunos años, no sé cuántos, empujaste a una mujer joven bajo un tren en una de esas estaciones subterráneas. Quiero que me lleves a esa.

A esto siguió una lucha breve y violenta. El pistolero ganó, pero fue una contienda sorprendentemente difícil. A su manera, Jack Mort estaba tan dividido como Odetta. No era como ella un esquizofrénico; él sabía muy bien lo que hacía todo el tiempo. Pero mantenía su ser secreto —la parte suya que era El Que Empuja— encerrado con tanto cuidado como un estafador podía mantener bajo llave su secreto botín.

Llévame ahí, cabrón —repitió el pistolero. Volvió a levantar lentamente el pulgar hacia el ojo derecho de Mort. Estaba a menos de un centímetro y aún se movía cuando el otro se rindió.

La mano derecha de Mort volvió a mover la palanca que estaba al lado del volante y se dirigieron hacia la estación de la calle Christopher, donde ese legendario Tren A había cortado las piernas de una mujer llamada Odetta Holmes unos tres años atrás.

DIEZ

—Bueno, mira eso —le dijo el agente Andrew Staunton a su compañero, Norris Weaver, cuando el coche patrulla azul y blanco de Delevan y O'Mearah se detuvo a mitad de la manzana. No había lugar para estacionar, y el conductor no hizo ningún esfuerzo por encontrarlo. Simplemente lo dejó en doble fila; dejó que el tráfico se atascara detrás de él y avanzara laboriosamente por el pequeño espacio que quedaba, como un chorro de sangre que trata de servir a un corazón atascado sin esperanzas por el colesterol.

Weaver constató los números del costado con la luz delantera derecha. 744. Sí, ese era el número que habían difundido por la radio.

Las luces estaban encendidas, y todo se veía bastante normal… hasta que la puerta se abrió y el conductor salió del coche. Llevaba un traje azul, muy bien, pero no con botones dorados y una insignia plateada. Sus zapatos tampoco eran de tipo policial, a menos que Staunton y Weaver hubieran pasado por alto el comunicado en que se notificaba a los oficiales que de ahora en adelante el calzado reglamentario debía provenir de Gucci. No parecía muy probable. Lo que parecía probable era que este fuera el sujeto que había asaltado a los policías en el centro. El hombre salió, sin importarle los bocinazos y los gritos de protesta de los coches que trataban de pasar junto a él.

—Mierda —murmuró Andy Staunton.

Aproxímense con extrema precaución, habían dicho por la radio. El hombre está armado y es extremadamente peligroso. Las voces de la radio generalmente sonaban como las personas más aburridas del mundo —y en opinión de Andy Staunton, lo eran—, de manera que el énfasis casi aterrado que esta había puesto en la palabra extremadamente se había clavado en su conciencia como un torno.

Desenfundó su arma por primera vez, después de estar cuatro años en el cuerpo, y echó una mirada a Weaver. Weaver había desenfundado también. Ambos estaban de pie frente a una charcutería a unos diez metros de la escalera del metro. Se conocían el uno al otro lo suficiente como para estar compenetrados entre sí del modo en que solo pueden estarlo los policías o los soldados profesionales. Sin cruzar una palabra, ambos retrocedieron hasta la puerta de la charcutería, con las armas apuntando hacia arriba.

—¿El metro? —preguntó Weaver.

—Sí. —Andy echó una rápida mirada a la entrada. La hora punta había alcanzado ahora su máxima intensidad, y las escaleras estaban atiborradas de personas que iban en busca de sus trenes—. Tenemos que agarrarlo ahora mismo, antes de que pueda acercarse a la multitud…

—Hagámoslo.

Salieron de la puerta de la charcutería en un tándem perfecto, pistoleros que Roland habría reconocido como adversarios mucho más peligrosos que los dos primeros. Eran más jóvenes, eso influía, y, aunque él no lo supiera, una voz desconocida lo había etiquetado por la radio de la policía como extremadamente peligroso, y para Andy Staunton y Norris Weaver, eso lo convertía en el equivalente a un tigre salvaje y solitario. «Si no se detiene en cuanto se lo ordene, está muerto», pensó Andy.

—¡Alto! —gritó y se acuclilló con el arma extendida ante él y sostenida con las dos manos. A su lado, Weaver había hecho lo mismo—. ¡Policía! Levante las manos por encima de la cabeza…

Eso es todo lo que alcanzó a decir antes de que el hombre corriera hacia la escalera de la línea IRT. Se movió con una celeridad repentina que resultaba asombrosa. Sin embargo, Andy Staunton estaba electrizado, con los reflejos dispuestos al máximo. Giró sobre sus talones y sintió que lo cubría un manto de frialdad carente de toda emoción. Roland habría reconocido esto también. Lo había sentido muchas veces en situaciones similares.

Andy apuntó ligeramente a la figura que corría más adelante y apretó el gatillo de su 38. Vio que el hombre del traje azul giraba sobre sí mismo, tratando de mantenerse en pie. Luego cayó sobre el pavimento, mientras los pasajeros que un instante atrás solo se concentraban en sobrevivir a otro viaje en metro a casa, chillaban y se dispersaban por todos lados como codornices. Habían descubierto que esa tarde había más cosas a las que sobrevivir que el tren cotidiano.

—Joder, compañero —resopló Norris Weaver—. Te lo has cargado.

—Lo sé —afirmó Andy. La voz no le falló. El pistolero lo habría admirado—. Vamos a ver quién era.

ONCE

¡Estoy muerto! —gritaba Jack Mort—. Estoy muerto, has hecho que me mataran, estoy muerto, est

No —respondió Roland. Con el rabillo del ojo había visto que los pistoleros se aproximaban, con las pistolas siempre hacia arriba. Más jóvenes y más rápidos que los que habían estado aparcados cerca de la armería. Más rápidos. Y al menos uno de ellos era un magnífico tirador. Mort —y junto con él Roland— tendría que haber estado muerto, agonizando, o gravemente herido. Andy Staunton había disparado a matar, y la bala había perforado la solapa izquierda de la americana de Mort. De la misma manera había atravesado el bolsillo de la camisa Arrow de Mort… pero no pasó de ahí. La vida de los dos hombres, el hombre de dentro y el de fuera, fue salvada por el encendedor de Mort.

Mort no fumaba, pero su jefe —cuyo empleo Mort esperaba confidencialmente conseguir el próximo año— sí. En consecuencia, Mort se había comprado un encendedor de plata de doscientos dólares en Dunhill. No encendía todos los cigarrillos que el señor Framingham se metía en la bocaza cuando estaban juntos… eso lo hubiera hecho parecer un lameculos. Solo de vez en cuando… y generalmente cuando estaba presente alguien con un rango aún más alto, alguien que pudiera apreciar: a) la tranquila cortesía de Jack Mort, y b) el buen gusto de Jack Mort.

Los Metódicos cubrían todas las bases.

Cubrir todas las bases esta vez había salvado su vida y la de Roland.

La bala de Staunton se había estrellado contra el encendedor de plata en lugar de ir a dar al corazón de Mort (que era un producto genérico; la pasión de Mort por las marcas —por las buenas marcas— la detuvo piadosamente junto a la piel).

De todas maneras estaba herido, por supuesto. Cuando a uno le pega una bala de alto calibre, no hay forma de sacarla gratis. El encendedor se hundió contra su pecho con fuerza suficiente como para dejar un hueco. Se aplastó y se hizo pedazos, excavando surcos poco profundos en la piel de Mort. Un fragmento de proyectil rebanó el pezón izquierdo de Mort casi en dos. La bala caliente también inflamó la mecha empapada de combustible del encendedor. Sin embargo, el pistolero yacía quieto mientras ellos se aproximaban. El que no había disparado estaba diciéndole a la gente que permaneciera atrás, que simplemente se quedara atrás, joder.

¡Me quemo! —chillaba Mort—. ¡Me quemo! ¡Apaguen el fuego! ¡Apáguenlo! ¡Apáguenlo! ¡APAGUENLOOO!

El pistolero yacía quieto y escuchaba el crujido de los zapatos de los pistoleros sobre el pavimento. Ignoraba los gritos de Mort, y trataba de ignorar la brasa que de pronto comenzó a arder contra su pecho, junto con el olor a carne frita.

Un pie se deslizó bajo sus costillas, y cuando se alzó, el pistolero se dejó rodar blandamente sobre su espalda. Los ojos de Jack Mort estaban abiertos. Su cara estaba floja.

A pesar de los restos destrozados y ardientes del encendedor, no había señales del hombre que gritaba dentro.

—Dios —murmuró alguien—, ¿le disparó con una bala trazadora, tío?

Una neta línea de humo se levantaba del agujero de la solapa de la americana de Mort. Se escapaba por el borde de la solapa en volutas más informes. Los policías podían oler la carne quemada, sobre todo cuando la mecha del encendedor destrozado, empapada de fluido para encendedores Ronson, comenzó a arder de verdad.

Andy Staunton, quien hasta ese momento había actuado de una manera impecable, cometió ahora su único error, un error por el cual Cort lo habría mandado a casa con un tirón de orejas a despecho de su admirable actuación anterior; le habría dicho que un error es lo único que hace falta la mayor parte de las veces para que un hombre muera. Staunton había sido capaz de disparar al hombre —algo que ningún policía sabe verdaderamente si es capaz de hacer hasta que se enfrenta con la situación en la que debe averiguarlo—, pero la idea de que su bala había logrado de alguna manera prenderle fuego al hombre lo llenó de un horror irrazonable.

De manera que, sin pensar, se inclinó hacia delante para apagarlo y entonces el pie del pistolero le dio una brutal patada en el vientre antes de que pudiera hacer más que registrar el brillo de conciencia en unos ojos que él habría jurado que estaban muertos.

Staunton, tambaleándose, chocó de espaldas contra su compañero. La pistola le voló de las manos. Weaver logró conservar la suya, pero cuando apartó a Staunton de su camino, oyó un disparo y su pistola mágicamente había desaparecido. Sintió como dormida la mano con que la sostenía, como si le hubieran pegado con un martillo muy grande.

El sujeto del traje azul se puso de pie, los miró por un momento y entonces les dijo:

—Ustedes son buenos. Mejores que los otros. Así que permítanme darles un consejo. No me sigan. Esto está casi terminado. No quiero tener que matarles.

Entonces giró sobre sí mismo y echó a correr por las escaleras.

DOCE

Las escaleras estaban atiborradas de personas que, al comenzar los gritos y los disparos, habían dado marcha atrás en su descenso, obsesionados con esa curiosidad mórbida y de algún modo única de los neoyorquinos, la curiosidad de ver qué heridos hay, cuántos son, cuánta sangre se ha derramado sobre el sucio pavimento de la ciudad. Aun así lograron de algún modo encogerse y retroceder ante el paso del hombre del traje azul que se precipitaba hacia abajo por las escaleras. Esto no tenía nada de sorprendente. Llevaba una pistola en la mano, y tenía otra atada alrededor de su cintura.

Además, parecía estar en llamas.

TRECE

Roland no hizo caso de los gritos crecientes de dolor que lanzaba Mort a medida que su camisa, su camiseta y su americana comenzaban a arder con mayor intensidad, a medida que la plata del encendedor comenzaba a fundirse y correr por su pecho hasta el vientre en surcos abrasadores.

Podía oler el aire sucio en movimiento, podía oír el rugido de un tren que llegaba.

Ya era casi la hora; ya casi había llegado el momento en que podría invocar a los tres o perderlo todo. Por segunda vez pareció sentir que los mundos temblaban y giraban vertiginosamente alrededor de su cabeza.

Llegó al nivel del andén y arrojó a un lado la 38. Se desabrochó los pantalones de Jack Mort y los dejó caer de manera informal, revelando un par de calzoncillos blancos que más parecían las bragas de una puta. No tuvo tiempo de reflexionar acerca de esta rareza. Si no se movía con rapidez, podía dejar de preocuparse por la posibilidad de quemarse vivo; las balas que había comprado se recalentarían lo suficiente como para explotar, y su cuerpo simplemente estallaría.

El pistolero metió las cajas de balas dentro de los calzoncillos, sacó el frasco de Keflex e hizo lo mismo. Los calzoncillos estaban ahora grotescamente deformados. Se quitó la americana en llamas, pero no hizo ningún esfuerzo por sacarse la camisa, que también ardía.

Podía oír el rugido del tren que se acercaba a la plataforma, podía ver sus luces. No tenía manera de saber si era un tren que seguía la misma ruta de aquel que había atropellado a Odetta, pero al mismo tiempo sí lo sabía. En las cuestiones de la Torre, el destino se convertía en algo tan misericordioso como el encendedor que había salvado su vida, y tan doloroso como el fuego que el milagro había encendido. Igual que las ruedas del tren que llegaba, seguía un curso al mismo tiempo lógico y abrumadoramente brutal, un curso al que solo podían oponerse el acero y la dulzura.

Se subió de nuevo los pantalones de Mort y corrió, reparando apenas en la gente que se dispersaba fuera de su camino. A medida que el aire alimentaba el fuego, comenzaron a arder primero el cuello de la camisa y luego el pelo. Las pesadas cajas en los calzoncillos de Mort le pegaban contra los testículos una y otra vez y los aplastaban. Esto le producía un dolor insoportable. Saltó el molinete, un hombre que se estaba transformando en meteorito.

¡Apágame! —gritaba Mort—. ¡Apágame antes de que me abrase!

Deberías arder —contestó severamente el pistolero—. Lo que va a sucederte es mucho más compasivo de lo que te mereces, —¿Qué quieres decir? ¿QUÉ QUIERES DECIR? El pistolero no contestó; de hecho, lo ignoró por completo mientras avanzaba hacia el borde del andén. Sintió que una de las cajas de balas trataba de deslizarse fuera de los ridículos calzoncillos de Mort y la sostuvo con una mano.

Envió a la Dama hasta la última partícula de su fuerza mental. No tenía idea de si una orden telepática de esa naturaleza podría ser oída, o si quien oía podía verse compelido a obedecer, pero de todas maneras la envió, un pensamiento agudo y veloz como una flecha:

¡LA PUERTA! ¡MIRA A TRAVÉS DE LA PUERTA! ¡AHORA! ¡AHORA!

El rugido del tren llenó el mundo. Una mujer gritó: «¡Oh, Dios mío, va a saltar!». Una mano palmeó su espalda, una mano que trataba de tirarlo hacia atrás. Entonces Roland empujó el cuerpo de Jack Mort más allá de la línea amarilla de advertencia y voló por encima del borde del andén. Cayó en la vía del tren que venía, con las manos unidas sobre la entrepierna: sostenía el equipaje que llevaría de vuelta… siempre que, desde luego, fuera lo bastante rápido como para salir de Mort en el momento justo. Al caer volvió a llamarla… a llamarlas:

¡ODETTA HOLMES! ¡DETTA WALKER! ¡MIRAD AHORA!

Mientras gritaba, mientras el tren se le venía encima las ruedas girando a una despiadada velocidad plateada, el pistolero por fin volvió su cabeza y miró hacia atrás a través de la puerta.

Y directamente a su cara.

¡Caras!

Arribas, las veo a ambas al mismo tiempo

¡NOOO…! —gritó Mort, y en la última fracción de segundo antes de que el tren le pasara por encima cortándolo en dos, no por encima de las rodillas sino por la cintura, Roland se abalanzó sobre la puerta… y la franqueó.

Jack Mort murió solo.

Las cajas de municiones y el frasco de píldoras aparecieron junto al cuerpo físico de Roland. Sus manos los asieron espasmódicamente, y luego se relajaron. El pistolero se obligó a ponerse de pie; sabía que estaba otra vez dentro de su cuerpo enfermo y palpitante, sabía que Eddie Dean estaba gritando, sabía que Odetta chillaba en dos voces. Miró, solo por un momento, y vio exactamente lo que había oído; no era una sola mujer sino dos. Ambas carecían de piernas, ambas tenían la piel oscura, ambas eran mujeres de gran belleza. Sin embargo, una de ellas era horrible, ya que su belleza exterior no ocultaba su fealdad interior, sino que la enfatizaba.

Roland contempló a estas gemelas que en realidad no eran en absoluto gemelas sino la imagen positiva y la imagen negativa de la misma mujer. Las contempló con hipnótica y febril intensidad.

Entonces Eddie volvió a lanzar un grito y el pistolero vio que las langostruosidades salían dando tumbos de las olas y avanzaban hacia el lugar donde Detta lo había abandonado, amarrado e indefenso.

El sol se ocultó. Había llegado la oscuridad.

CATORCE

Detta se vio a sí misma en la puerta, se vio a sí misma a través de sus ojos, se vio a sí misma a través de los ojos del pistolero, y su sensación de dislocación fue tan repentina como la de Eddie, pero mucho más violenta.

Estaba aquí.

Estaba allí, en los ojos del pistolero.

Oyó el tren que llegaba.

—¡Odetta! —gritó, y súbitamente lo comprendió todo: lo que ella era y cuándo había sucedido.

—¡Detta! —gritó, y súbitamente lo comprendió todo: lo que ella era y quién lo había hecho.

Una breve sensación de ser vuelta de dentro hacia afuera… y luego otra mucho más dolorosa, agonizante.

Se estaba desgarrando.

QUINCE

Roland avanzó con dificultad por la corta inclinación de la playa hasta el lugar donde estaba Eddie. Se movía como un hombre que ha perdido sus huesos. Una de las cosas-langosta le lanzó a Eddie un zarpazo a la cara. Eddie gritó. El pistolero la apartó de una patada. Se agachó trabajosamente y aferró a Eddie por los brazos. Comenzó a arrastrarlo hacia atrás, pero era demasiado tarde, ya casi no le quedaban fuerzas, iban a alcanzar a Eddie, diantres, a los dos…

Eddie volvió a gritar mientras una de las langostruosidades le preguntaba: ¿Pica chica? Le rasgó una tira de su pantalón y un trozo de su carne se fue también. Eddie intentó lanzar otro grito, pero nada salió de su garganta más que una gárgara ahogada. Se estaba estrangulando con los nudos de Detta.

Aquellos bichos ya los rodeaban por completo, se cerraban a su alrededor, haciendo sonar las pinzas con gran animación. El pistolero reunió la fuerza que le quedaba en un último tirón… y cayó hacia atrás. Las oía venir, a ellas con sus preguntas infernales y sus sonoras pinzas. «Tal vez no era tan malo», pensó. Lo había arriesgado todo, y esto era todo lo que perdía.

El trueno de sus propios revólveres lo inundó de estúpido asombro.

DIECISÉIS

Las dos mujeres yacían cara a cara, con los cuerpos incorporados como serpientes a punto de atacar, y dedos de huellas idénticas cerrados en torno a gargantas marcadas con idénticas líneas.

La mujer trataba de matarla, pero la mujer no era real, no más real de lo que había sido la muchacha; era un sueño creado por la caída de un ladrillo… pero ahora el sueño era real, el sueño le aferraba con sus garras la garganta para matarla, mientras el pistolero trataba de salvar a su amigo. El sueño hecho realidad le escupía obscenidades y le hacía llover en la cara saliva caliente. «Cogí el plato azul porque esa mujer me hizo aterrizar en el hospital y además yo no recibía nada especial para mí y lo rompí porque tenía que romperlo y cuando veía un chico blanco quería romperlo también, lo rompía, lastimaba a los chicos blancos porque necesitan que los lastime, robé de las tiendas que solo venden cosas especiales para la gente blanca, mientras los hermanos y las hermanas en Harían pasan hambre y las ratas se comen a sus bebés, ¡yo soy la única y tú eres una hija de puta, yo soy la única, yo…, yo…!».

«Mátala», pensó Odetta, y supo que no podía.

No podía matar a esa bruja y sobrevivir, así como tampoco la bestia podría matarla a ella y después marcharse tranquilamente. Podían estrangularse una a otra mientras Eddie y

(Roland) (Hombre Malo de Verdad)

el que las había llamado eran devorados vivos allá abajo al borde del agua. Eso terminaría con todos ellos. O bien ella podría

(amar) / (odiar)

soltar.

Odetta soltó la garganta de Detta, ignoró las manos fieras que la asfixiaban al punto de romperle la tráquea. En lugar de usar sus propias manos para estrangular, las usó para abrazar a la otra.

—¡Hija de puta, no! —aulló Detta, pero el grito era infinitamente complejo, lleno de odio y gratitud al mismo tiempo—. No, déjame en paz, déjame en…

Odetta no tenía voz para replicar. Mientras Roland le daba una patada a la primera langostruosidad que atacaba y mientras la segunda se acercaba para servirse un buen trozo del brazo de Eddie, solo pudo susurrar en el oído de la mujer-bruja: «Te quiero».

Por un instante las manos se apretaron en un nudo asesino… y luego se aflojaron.

Desaparecieron.

Otra vez sentía que la volvían de dentro afuera… y luego, de repente, se sentía gloriosamente entera. Por primera vez desde que un hombre llamado Jack Mort había dejado caer un ladrillo sobre la cabeza de una niña que solo estaba ahí para ser golpeada porque un taxista blanco había echado una mirada y se había marchado (y no había querido el padre, en su orgullo, intentarlo otra vez por miedo a otro rechazo), ella estaba entera. Era Odetta Holmes, pero ¿la otra…?

—¡Corre, hija de puta! —chilló Detta… pero seguía siendo su propia voz; ella y Detta se habían fundido. Había sido una; había sido dos; ahora el pistolero había invocado a una tercera, extraída de ella—. ¡Apresúrate o se los van a comer para la cena!

Miró los cartuchos. No había tiempo para usarlos; para cuando tuviera recargados los revólveres todo habría terminado. Solo podía tener fe.

«Pero ¿hay algo más?», se preguntó a sí misma, y desenfundó.

Y de pronto el trueno llenó sus manos morenas.

DIECISIETE

Eddie vio que se cernía sobre su cara una de las langostruosidades, sus rugosos ojos muertos que, sin embargo, centelleaban con una horrible vida. Las pinzas descendían hacia su cara.

¿Toca…?, comenzó, y entonces cayó hacia atrás deshecha en trozos desparramados.

Roland vio que una se lanzaba con rapidez hacia su débil y temblorosa mano izquierda y pensó Ahí va la otra mano…, y entonces la langostruosidad se convirtió en una dispersión de trozos de caparazón y vísceras verdes que volaban por el aire oscuro.

Se torció hacia atrás y vio a una mujer cuya belleza paraba el corazón y cuya furia lo congelaba.

—¡Vamos, mamonas! —gritaba—. ¡VENID! ¡QUIERO VER CÓMO VENÍS A BUSCARLOS! ¡OS VOLARÉ LOS OJOS Y OS LOS SACARÉ POR EL CULO! ¡MAMONAS!

Reventó a una tercera que se arrastraba rápidamente entre las piernas despatarradas de Eddie, con intenciones de comérselo y castrarlo al mismo tiempo. Voló como una pulga.

Roland había sospechado que tenían algún tipo de inteligencia rudimentaria; ahora tenía la prueba.

Las otras se retiraban.

El percutor de uno de los revólveres cayó sobre el cartucho fallido, y luego voló a uno de los monstruos en retirada: lo voló en pedazos.

Los otros corrieron aún más rápido hacia el agua. Al parecer habían perdido el apetito.

Mientras tanto, Eddie se estaba estrangulando.

Roland manejó la cuerda torpemente y la estrechó alrededor de su cuello. Vio cómo la cara de Eddie se fundía lentamente del púrpura al negro. La lucha de Eddie se hacía más débil.

Luego apartaron sus manos otras manos más fuertes que las suyas.

—Yo me ocupo de esto. —Había un cuchillo en su mano… el cuchillo de él.

«¿Ocuparte de qué? —pensó, mientras su conciencia se desvanecía—. ¿De qué vas a ocuparte ahora que los dos estamos a tu merced?».

—¿Quién eres? —susurró roncamente cuando comenzaba a hundirse en una oscuridad más profunda que la noche.

—Soy tres mujeres —oyó que decía, y era como si le estuviera hablando desde lo alto de una profunda cascada por la que él caía—. Soy la que era; soy la que no tenía derecho a ser pero era; soy la mujer a la que has salvado. Te doy las gracias, pistolero.

Lo besó, y él lo supo, pero luego, por mucho tiempo, solo supo de la oscuridad.